ESA VEZ mi cumpleaños cayó día de fiesta. Mi madre me dijo: «anda temprano donde tu padrino, que a veces se va al campo». Y me dio un sol para el pasaje. Fui hasta la casa de mi padrino, que vivía lejísimos, bajo el Puente, pero ya no estaba. Me abrió su mujer, que nunca nos había querido. Me puso mala cara y me dijo: «mi marido no está. Y no creo que venga hasta la noche, así que ni lo esperes». Regresé a Bellavista, de mala gana, tenía la ilusión de que mi padrino me regalara cinco soles, como todos los años. Pensaba comprarle a Tere una caja de tizas, pero esta vez como un regalo de a deveras, y también un cuaderno cuadriculado de cien páginas, su cuaderno de álgebra se había terminado. O decirle que fuéramos al cine, claro que también con su tía. Hasta saqué cuentas y con cinco soles me alcanzaba para tres plateas del Bellavista y todavía sobraban unos reales. Cuando llegué a la casa, mi madre me dijo: «tu padrino es un desgraciado, igual que su mujer. Seguro que se hizo negar el muy mezquino». Y yo pensé que tenía razón. Entonces mi madre me dijo: «ah, dice Tere que vayas. Vino a buscarte». «¿Ah, sí?, le dije yo; qué raro, ¿qué querrá?» Y de veras no sabía para qué me había buscado, era la primera vez que lo hacía y sospeché algo. Pero no lo que pasó. «Se ha enterado de mi cumpleaños y me va a felicitar», decía yo. Estuve en su casa de dos saltos. Toqué la puerta y me abrió la tía. La saludé y apenas me vio se dio media vuelta y regresó a la cocina. La tía siempre me trataba así, como si yo fuera una cosa. Me quedé un momento en la puerta abierta, sin atreverme a entrar, pero en eso apareció ella y venía sonriendo de una manera. «Hola, me dijo. Entra.» Yo sólo le dije: «hola», y me puse a sonreír sin ganas. «Ven, me dijo. Vamos a mi cuarto.» Yo la seguí, muy curioso y sin decirle nada. En su cuarto abrió un cajón y se volvió con un paquete en las manos y me dijo: «toma por tu cumpleaños». Yo le dije: «¿cómo supiste?». Y ella me contestó: «lo sé desde el año pasado». Yo no sabía qué hacer con el paquete, que era bien grande. Al fin, me decidí a abrirlo. Sólo tuve que desenvolverlo, pues no estaba atado. Era un papel marrón, el mismo que usaba el panadero de la esquina y pensé que a lo mejor ella se lo había pedido especialmente. Saqué una chompa sin mangas, casi el mismo color que el papel y ahí mismo comprendí que ella había pensado en eso, como tenía tanto gusto hizo que la chompa y la envoltura estuvieran de acuerdo. Dejé el papel en el suelo y a la vez que miraba la chompa le decía: «ah, pero es muy bonita. Ah, muchas gracias. Ah, qué bien está». Tere decía sí con la cabeza y parecía más contenta que yo mismo. «La tejí en el colegio, me dijo, en las clases de labor. Hice creer que era para mi hermano.» Y lanzó una carcajada. Quería decir que planeó lo del regalo hacía tiempo y que entonces ella también pensaba en mí cuando yo no estaba, y eso de hacerme un regalo mostraba que me tenía por algo más que un amigo. Yo le seguía diciendo «muchas gracias, muchas gracias» y ella se reía y me decía: «¿te gusta?, ¿de veras?; pero pruébatela». Me la puse y me estaba un poco corta, pero la estiré rápido para que no se notara y ella no lo notó, estaba tan contenta que se alababa a sí misma: «te queda muy bien, te queda muy bien y eso que no sabía tus medidas, las saqué al cálculo». Me quité la chompa y otra vez la envolví, pero no podía hacer el paquete y ella vino a mi lado y me dijo: «suelta, qué feo lo envuelves, déjame a mí». Y ella misma lo envolvió sin una arruga y me lo entregó y entonces me dijo: «tengo que darte el abrazo por tu cumpleaños». Y me abrazó y yo también la abracé y durante unos segundos sentí su cuerpo, y sus cabellos me rozaron la cara y otra vez oí su risa tan alegre. «¿No estás contento? ¿Por qué pones esa cara?», me preguntó y yo hice esfuerzos por reírme.
EL PRIMERO en entrar fue el teniente Gamboa. Se había quitado la cristina en el pasillo, de modo que se limitó a cuadrarse y a hacer sonar los talones. El coronel estaba sentado en su escritorio. Tras él, Gamboa adivinaba en las tinieblas desplegadas más allá de la amplia ventana, la verja exterior del colegio, la carretera y el mar. Unos segundos después se oyeron pasos. Gamboa se retiró de la puerta y continuó en posición de firmes. Entraron el capitán Garrido y el teniente Huarina. También llevaban la cristina en la correa del pantalón, entre el primero y el segundo tirante. El coronel continuaba en el escritorio y no levantaba la vista. La habitación era elegante, muy limpia, los muebles parecían charolados. El capitán Garrido se volvió hacia Gamboa; sus mandíbulas latían armoniosamente.
—¿Y los otros tenientes?
—No sé, mi capitán. Los cité para esta hora.
Momentos después entraron Calzada y Pitaluga. El coronel se puso de pie. Era mucho más bajo que todos los presentes y exageradamente gordo; tenía los cabellos casi blancos y usaba anteojos; tras los cristales se velan unos ojos grises, hundidos y desconfiados. Los miró uno por uno; los oficiales seguían cuadrados.
—Descansen —dijo el coronel—. Siéntense.
Los tenientes esperaron que el capitán Garrido eligiera su asiento. Había varios sillones de cuero, dispuestos en círculo; el capitán ocupó el que estaba junto a una lámpara de pie. Los tenientes se sentaron a su alrededor. El coronel se acercó. Los oficiales lo miraban, un poco inclinados hacia él, atentos, serios, respetuosos.
—¿Todo en orden? —dijo el coronel.
—Sí, mi coronel —repuso el capitán—. Ya está en la capilla. Han venido algunos familiares. La primera sección hace la guardia de honor. A las doce la reemplazará la segunda. Después las otras. Ya trajeron las coronas.
—¿Todas? —dijo el coronel.
—Sí, mi coronel. Yo mismo puse su tarjeta en la más grande. También trajeron la de los oficiales y la de la Asociación de padres de familia. Y una corona por año. Los familiares también enviaron coronas y flores.
—¿Habló usted con el presidente de la Asociación para lo del entierro?
—Sí, mi coronel. Dos veces. Dijo que toda la Directiva asistiría.
—¿Le hizo preguntas? —El coronel arrugó la frente—. Ese Juanes siempre está metiendo las narices en todo. ¿Qué le dijo?
—No le di detalles. Le expliqué que había muerto un cadete, sin indicar las circunstancias. Y le indiqué que habíamos encargado una corona en nombre de la Asociación y que debían pagarla con sus fondos.
—Ya vendrá a hacer preguntas —dijo el coronel, mostrando el puño—. Todo el mundo vendrá a hacer preguntas. En estos casos siempre aparecen intrigantes y curiosos. Estoy seguro que esto llegará hasta el ministro.
El capitán y los tenientes lo escuchaban sin pestañear. El coronel había levantado la voz; sus últimas palabras eran gritos.
—Todo esto puede ser terriblemente perjudicial —añadió—. El colegio tiene enemigos. Es su gran oportunidad. Pueden aprovechar una estupidez como ésta para lanzar mil calumnias contra el establecimiento y, por supuesto, contra mí. Es preciso tomar precauciones. Para eso los he reunido.
Los oficiales acentuaron la expresión de gravedad y asintieron con movimientos de cabeza.
—¿Quién entra de servicio mañana?
—Yo, mi coronel —dijo el teniente Pitaluga.
—Bien. En la primera formación leerá un Orden del Día. Tome nota. Los oficiales y el alumnado deploran profundamente el accidente que ha costado la vida al cadete. Especifique que se debió a un error de él mismo. Que no quede la menor duda. Que esto sirva de advertencia, para un cumplimiento más estricto del reglamento y de las instrucciones, etc. Redáctela esta noche y tráigame el borrador. Lo corregiré yo mismo. ¿Quién es el teniente de la compañía del cadete?
—Yo, mi coronel —dijo Gamboa—. Primera compañía.
—Reúna a las secciones antes del entierro. Déles una pequeña conferencia. Lamentamos sinceramente lo sucedido, pero en el Ejército no se pueden cometer errores. Todo sentimentalismo es criminal. Usted se quedará a hablar conmigo de este asunto. Vamos a aclarar primero los detalles del entierro. ¿Estuvo con la familia, Garrido?
—Sí, mi coronel. Están de acuerdo en que sea a las seis de la tarde. Hablé con el padre. La madre está muy afectada.
—Irá sólo el quinto año —lo interrumpió el coronel—. Recomienden a los cadetes discreción absoluta. Los trapos sucios se lavan en casa. Pasado mañana los reuniré en el Salón de Actos y les hablaré. Una tontería cualquiera puede desatar un escándalo. El ministro reaccionará mal cuando se entere, no faltará quien vaya a decírselo, ya saben que estoy rodeado de enemigos. Bien, vamos por partes. Teniente Huarina, encárguese de pedir camiones a la Escuela Militar. Usted vigilará el desplazamiento. Y la devolución de los camiones a la hora debida. ¿Entendido?
—Sí, mi coronel.
—Pitaluga, vaya a la capilla. Sea amable con los familiares. Yo iré a saludarlos dentro de un momento. Que los cadetes de la guardia de honor observen la máxima disciplina. No toleraré la menor infracción durante el velorio o el entierro. Lo hago responsable. Quiero que el quinto año dé la impresión de sentir mucho la muerte del cadete. Eso constituye siempre una nota positiva.
—Por eso no se preocupe, mi coronel —dijo Gamboa —Los cadetes de la compañía están muy impresionados.
—¿Sí? —dijo el coronel, mirando a Gamboa con sorpresa—. ¿Por qué?
—Son muy jóvenes mi coronel —dijo. Garrido—. Los mayores tienen dieciséis años, sólo unos cuantos diecisiete. Han vivido con él casi tres años. Es natural que estén impresionados.
—¿Por qué? —insistió el coronel—. ¿Qué han dicho? ¿Qué han hecho? ¿Cómo sabe usted que están impresionados?
—No pueden dormir, mi coronel. He recorrido todas las secciones. Los cadetes están despiertos en sus camas, y hablan de Arana.
—¡En las cuadras no se puede hablar después del toque de silencio! —gritó el coronel—. ¿Cómo es posible que no lo sepa, Gamboa?
—Los he hecho callar, mi coronel. No hacen bulla, hablan en voz baja. Sólo se oye un murmullo. He ordenado a los suboficiales que recorran las cuadras.
—No me extraña que ocurran accidentes como éste en el quinto año —dijo el coronel, mostrando el puño nuevamente; pero su puño era blanco y pequeñito no inspiraba respeto—; los propios oficiales fomentan la indisciplina.
Gamboa no respondió.
—Pueden retirarse —dijo el coronel, dirigiéndose a Calzada, Pitaluga y Huarina—. Una vez más les recomiendo discreción absoluta.
Los oficiales se pusieron de pie, chocaron los talones y salieron. Sus pasos se perdieron en el corredor. El coronel se sentó en el sillón que ocupaba Huarina, pero al instante se levantó y comenzó a pasear por la habitación.
—Bueno —dijo de pronto, deteniéndose—. Ahora quiero saber lo que ha pasado. ¿Cómo ha sido?
El capitán Garrido miró a Gamboa y con un movimiento de cabeza le indicó que hablara. El teniente se volvió hacia el coronel.
—En realidad, mi coronel, todo lo que sé figura en el parte. Yo dirigía la progresión desde el otro extremo, en el flanco derecho. No vi ni sentí nada, hasta que llegamos cerca de la cumbre. El capitán tenía cargado al cadete.
—¿Y los suboficiales? —preguntó el coronel—. ¿Qué hacían mientras usted dirigía la progresión? ¿Estaban ciegos y sordos?
—Iban a la retaguardia, mi coronel, según las instrucciones. Pero tampoco notaron nada. —Hizo una pausa y añadió, respetuosamente—: También lo indiqué en el parte.
—¡No puede ser! —gritó el coronel; sus manos se elevaron en el aire y cayeron contra su prominente barriga; allí quedaron, asidas al cinturón. Hizo un esfuerzo por calmarse—. Es estúpido que me diga que nadie vio que un hombre caía herido. Ha debido gritar. Tenía decenas de cadetes a su alrededor. Alguien tiene que saber…
—No, mi coronel —dijo Gamboa—. La distancia entre hombre y hombre era grande. Y los saltos se daban a toda carrera. Sin duda, el cadete cayó cuando se disparaba y los balazos apagaron sus gritos, si es que gritó. En ese terreno hay hierba alta y al caer quedó medio oculto. Los que venían detrás no lo vieron. He interrogado a toda la compañía.
El coronel se volvió hacia el capitán.
—¿Y usted también estaba en la luna?
—Yo controlaba la progresión desde atrás, mi coronel —dijo el capitán Garrido, pestañeando; sus mandíbulas trituraban las palabras como dos moledoras. Hacía grandes ademanes. —Los grupos avanzaban alternativamente. El cadete debe haber caído herido en el momento que su línea se arrojaba al suelo. Al siguiente silbato ya no pudo levantarse y permaneció medio enterrado en la hierba. Probablemente estaba algo atrasado en relación con su columna y por eso la retaguardia, en el salto siguiente, lo dejó atrás.
—Todo eso está muy bien —dijo el coronel—. Ahora díganme realmente lo que piensan.
El capitán y Gamboa se miraron. Hubo un silencio incómodo, que ninguno se atrevía a quebrar. Finalmente, habló el capitán, en voz baja:
—Ha podido dispararse su propio fusil. —Miró al coronel—. Es decir, al chocar contra el suelo, pudo engancharse el gatillo en el cuerpo.
—No —dijo el coronel—. Acabo de hablar con el médico. No hay ninguna duda, la bala vino de atrás. Ha recibido el balazo en la nuca. Usted ya está viejo, sabe de sobra que los fusiles no se disparan solos. Eso está bien para decírselo a los familiares y evitar complicaciones. Pero los verdaderos responsables son ustedes. —El capitán y el teniente se enderezaron ligeramente en sus asientos—. ¿Cómo se efectuaba el fuego?
—Según las instrucciones, mi coronel —dijo Gamboa—. Fuego de apoyo, alternado. Los grupos de asalto se protegían uno a otro. El fuego estaba perfectamente sincronizado. Antes de ordenar el tiro, yo comprobaba que la vanguardia estuviera a cubierto, que todos los cadetes se hallaran tendidos. Por eso dirigía la progresión desde el flanco derecho, para tener una visibilidad mayor. Ni siquiera había obstáculos naturales. En todo momento pude dominar el terreno donde operaba la compañía. No creo haber cometido ningún error, mi coronel.
—Hemos hecho el mismo ejercicio más de cinco veces este año, mi coronel —dijo el capitán—. Y los de quinto lo han hecho más de quince veces desde que están en el colegio. Además, han realizado campañas más completas, con más riesgos. Yo señalo los ejercicios de acuerdo al programa elaborado por el mayor. Nunca he ordenado maniobras que no figuren en el programa.
—Eso a mí no me importa —dijo el coronel, lentamente—. Lo que interesa es saber qué error, qué equivocación ha causado la muerte del cadete. ¡Esto no es un cuartel, señores! —Levantó su puño blancuzco—. Si le cae un balazo a un soldado, se le entierra y se acabó. Pero estos son alumnos, niños de su casa, por una cosa así se puede armar un tremendo lío. ¿Y si el cadete hubiera sido hijo de un general?
—Tengo una hipótesis, mi coronel —dijo Gamboa. El capitán se volvió a mirarlo con envidia—. Esta tarde he revisado cuidadosamente los fusiles. La mayoría son viejos y poco seguros, mi coronel, usted ya sabe. Algunos tienen desviada el alza, el guión, otros están con el interior del cañón ligeramente dañado. Esto no basta, claro está. Pero es posible que un cadete modificara la posición del alza, sin darse cuenta, y apuntara mal. La bala ha podido seguir una trayectoria rampante. Y el cadete Arana, por una desgraciada coincidencia, pudo estar en mala posición, mal cubierto. En fin, sólo es una hipótesis, mi coronel.
—La bala no cayó del cielo —dijo el coronel, más tranquilo, como si algo se hubiera resuelto—. No me dice usted nada nuevo, la bala se le escapó a uno de la retaguardia. ¡Pero esos accidentes no pueden ocurrir aquí! Lleve mañana mismo todos los fusiles a la armería. Que cambien los inservibles. Capitán, encárguese de que en las otras compañías se haga también una revisión. Pero no ahora; dejemos pasar unos días. Y con mucha prudencia: no debe trascender una palabra de este asunto. Está en juego el prestigio del colegio, e incluso el del Ejército. Felizmente, los médicos han sido muy comprensivos. Harán un informe técnico, sin hipótesis. Lo más sensato es mantener la tesis de un error cometido por el propio cadete. Hay que cortar de raíz cualquier rumor, cualquier comentario. ¿Entendido?
—Mi coronel —dijo el capitán—. Permítame hacerle observar que esta tesis me parece mucho más verosímil que la de un tiro de la retaguardia.
—¿Por qué? —dijo el coronel—. ¿Por qué más verosímil?
—Más aún, mi coronel. Yo me atrevería a afirmar que la bala salió del fusil del propio cadete. Es imposible que, apuntando a blancos situados a varios metros de altura sobre el terreno, la trayectoria de una bala sea rampante. El cadete ha podido accionar el gatillo inconscientemente, al caer sobre el fusil. He visto con mis propios ojos que los cadetes se arrojaban de manera defectuosa, sin ninguna técnica. Y el cadete Arana jamás se distinguió en las campañas.
—Después de todo, es posible —dijo el coronel, muy calmado—. Todo es posible en este mundo. ¿Y usted de qué se ríe, Gamboa?
—No me río, mi coronel. Perdóneme, pero se ha confundido.
—Así espero —dijo el coronel, palmeándose el vientre y sonriendo, por primera vez—. Y que esto les sirva de lección. El quinto año y sobre todo la primera compañía, nos ha dado malos ratos, señores. Hace unos días expulsamos a un cadete que robaba exámenes, rompiendo ventanas, como un gángster de película. Ahora esto. Pongan mucho cuidado en el futuro. No hago amenazas, señores, entiéndanlo bien. Pero tengo una misión que cumplir aquí. Y ustedes también. Debemos cumplirla como militares, como peruanos. Sin contemplaciones ni sentimentalismos. Venciendo todos los obstáculos. Pueden retirarse, señores.
El capitán Garrido y el teniente Gamboa salieron. El coronel se quedó mirándolos, con expresión solemne, hasta que la puerta se cerró tras ellos. Entonces, se rascó la barriga.
UNA TARDE que regresaba del colegio, el flaco Higueras me dijo: «¿no te importa que vayamos a otro sitio? Prefiero no entrar a esa cantina». Le dije que no me importaba y me llevó a un bar de la avenida Sáenz Peña, oscuro y sucio. Por una puerta muy pequeña, junto al mostrador, se pasaba a un salón grande. El flaco Higueras conversó un momento con el chino que atendía; parecían conocerse mucho. El flaco pidió dos cortos y cuando terminamos de beber, me preguntó mirándome muy serio, si yo era un hombre tan macho como mi hermano. «No sé, le dije, creo que sí. ¿Por qué?» «Me debes cerca de veinte soles, me respondió. ¿No es cierto?» Sentí una culebra en la espalda, ya no me acordaba que ese dinero era prestado y pensé, ahora me va a pedir que le pague y qué hago. Pero el flaco me dijo: «no es para cobrarte. Sólo que ya eres un hombre y necesitas plata. Yo puedo prestarte cuanto te falte. Pero para eso es necesario que la consiga. ¿Quieres ayudarme a conseguir plata?». Le pregunté qué tenía que hacer y me contestó: «es peligroso y si te da miedo, no hemos dicho nada. Hay una casa que yo conozco y está vacía. Es de gente rica, tienen para llenar no sé cuántos cuartos de billetes, así como Atahualpa, tú ya sabes eso». «¿Quieres decir robar?», le pregunté. «Sí, dijo el flaco. Aunque no me gusta esa palabra. Esa gente está podrida en plata y ni tú ni yo tenemos dónde caernos muertos. ¿Tienes miedo? No creas que quiero obligarte. ¿De dónde crees que conseguía tanto dinero tu hermano? Lo que tienes que hacer es muy fácil.» «No, le dije, perdóname, pero no quiero.» No tenía miedo pero me había agarrado de sorpresa y sólo pensaba cómo nunca me había dado cuenta de que mi hermano y el flaco Higueras eran ladrones. El flaco no me habló más del asunto, pidió otras dos copas y me ofreció un cigarrillo. Como siempre, me contó chistes. Era muy gracioso, cada día sabía nuevos cuentos colorados y los contaba muy bien, haciendo muecas y cambiando de voz. Abría tanto la boca para reírse que se veían sus muelas y su garganta. Yo lo escuchaba y también me reía, pero seguro notó en mi cara que pensaba en otra cosa, porque me dijo: «¿qué te pasa?; ¿te has puesto triste por lo que te propuse? Olvídate del asunto». Yo le dije: «¿Y si un día te pescan?». Él se puso serio. «Los soplones son muy brutos, me contestó. Y, además, son más ladrones que nadie. Pero, en fin, si me pescan me friego. Así son las cosas de la vida.» Yo quería seguir hablando de lo mismo y le pregunté: «¿y cuánto tiempo de cárcel te darían, si te pescan?» «No sé, dijo él, eso depende de la plata que tenga en el momento.» Y me contó que una vez pescaron a mi hermano, metiéndose a una casa de La Perla. Un cachaco que pasaba por ahí le sacó la pistola y le estuvo apuntando y le decía: «caminando para la comisaría, cinco metros adelante, o lo quemo a balazos, so ladrón». Y que mi hermano se echó a reír con gran concha y le dijo: «¿estás borracho? Me estoy entrando ahí porque la cocinera me espera en su cama. Si quieres ver, méteme la mano al bolsillo y verás». Y dice que el cachaco dudó un momento, pero después le dio curiosidad y se le acercó. Le puso la pistola en el ojo y mientras le hurgaba el bolsillo, le decía: «te mueves un milímetro y te hago polvo el ojo. Si no te mueres, te quedas tuerto, así que quieto». Y cuando sacó la mano tenía un fajo de billetes. Mi hermano se echó a reír y le dijo: «tú eres un cholo y yo soy un cholo, somos hermanos. Quédate con esa plata y déjame ir. Otro día vendré a ver a la cocinera». Y el cachaco le contestó: «me voy a mear, ahí detrás de esa pared. Si estás aquí cuando vuelva, te cargo a la comisaría por corromper a la autoridad». Y el flaco también me contó que una vez casi los agarran a los dos, por Jesús María. Los pescaron saliendo de una casa y un cachaco comenzó a tocar silbato y ellos corrían por los techos. Al fin se tiraron a un jardín y mi hermano se torció el pie y le gritó: «córrete que a mí ya me fundieron». Pero el flaco no quiso escaparse solo y lo fue arrastrando hasta uno de los buzones de las esquinas. Se metieron ahí y estuvieron apretados, casi sin respirar, no sé cuántas horas y después tomaron un taxi y vinieron al Callao.
Después de esto dejé de ver al flaco Higueras varios días y pensé: «ya lo han cogido». Pero una semana más tarde volví a verlo, en la Plaza de Bellavista y volvimos a ir donde el chino a tomar una copa, a fumar y a conversar. Ese día no tocó el tema, ni tampoco el siguiente, ni los otros. Yo iba a estudiar todas las tardes donde Tere, pero no había vuelto a esperarla a la salida de su colegio porque no tenía plata. No me atrevía a pedirle al flaco Higueras y pasaba muchas horas pensando en la manera de conseguir unos soles. Una vez en el colegio nos pidieron comprar un libro y se lo dije a mi madre. Se puso furiosa, gritó que hacía milagros para que pudiéramos comer y que al año siguiente no volvería al colegio, porque ya tendría trece años y debía ponerme a trabajar. Me acuerdo que un domingo fui donde mi padrino, sin decir nada a mi madre. Tardé más de tres horas en llegar, tuve que atravesar a pie todo Lima. Antes de tocar la puerta de su casa, aguaité por la ventana a ver si lo descubría; tenía miedo que saliera su mujer, como la vez pasada, y lo negara. No salió su mujer, sino su hija, una flaca sin dientes. Me dijo que su padre estaba en la sierra y que no volvería antes de diez días. Así que no pude comprarme el libro, pero mis compañeros me lo prestaban y así hacía las tareas. Lo grave era no poder ir a buscar a Tere a su colegio, eso me tenía deprimido. Una tarde que estábamos estudiando y como su tía se había ido un momento al otro cuarto, ella me dijo: «ya nunca has vuelto a esperarme». Y yo me puse rojo, y le dije: «pensaba ir mañana. ¿Siempre sales a las doce, no?». Y esa noche salí a la Plaza de Bellavista a buscar al flaco Higueras, pero no estaba. Se me ocurrió que andaría en el bar ése de la avenida Sáenz Peña y me fui hasta allá. La cantina estaba llena de gente y de humo y había borrachos que gritaban. Al verme entrar, el chino me gritó: largo de aquí, mocoso. Y yo le dije: «tengo que ver al flaco Higueras, es urgente». El chino entonces me reconoció y me señaló la puerta del fondo. El salón grande estaba más lleno que el de la entrada, con el humo casi no se podía ver, y había mujeres sentadas en las mesas o en las rodillas de los tipos, que las manoseaban y las besaban. Una de ellas me agarró la cara y me dijo: «¿qué haces aquí, renacuajo?». Y yo le dije: «calla, puta». Y ella se rió pero el borracho que la tenía abrazada me dijo: «te voy a dar un cuete por insultar a la señora». En eso apareció el flaco. Cogió al borracho de un brazo y lo calmó diciéndole: «es mi primo y el que quiera hacerle algo se las ve conmigo». «Está bien, flaco, dijo el tipo, pero que no ande diciendo putas a mis mujeres. Hay que ser educado y sobre todo de chico.» El flaco Higueras me puso una mano en el hombro y me llevó hasta una mesa donde había tres hombres. No conocía a ninguno; dos eran criollos y el otro serrano. Me presentó como a su amigo, hizo que me trajeran una copa. Yo le dije que quería hablarle a solas. Fuimos al urinario, y allí le dije: «necesito plata, flaco; por lo que más quieras, préstame dos soles». Él se rió y me los dio. Pero luego me dijo: «oye, ¿te acuerdas de lo que hablamos el otro día? Bueno, yo también quiero que me hagas un favor. Te necesito. Somos amigos y tenemos que ayudarnos. Es sólo por una vez. ¿Bueno?». Yo le contesté: «bueno. Sólo una vez y a cambio de todo lo que te debo». «De acuerdo, me dijo. Y si nos va bien, no te arrepentirás.» Regresamos a la mesa y les dijo a los tres tipos: les presento a un nuevo colega. Los tres se rieron, me abrazaron y estuvieron haciendo bromas. En eso se acercaron dos mujeres y una de ellas comenzó a fregar al flaco. Quería besarlo y el serrano le dijo: «déjalo en paz. ¿Por qué mejor no besuqueas a la criatura?». Y ella dijo: «con mucho gusto». Y me besó en la boca mientras los otros se reían. El flaco Higueras la separó y me dijo: «ahora, anda vete. No vuelvas por acá. Espérame mañana a las ocho de la noche en la Plaza Bellavista, junto al cine». Me fui y traté de pensar sólo en que al día siguiente iría a esperar a Tere, pero no podía, estaba muy excitado por lo del flaco Higueras. Se me ocurría lo peor, que los cachacos nos pescarían y que me mandarían a la Correccional de la Perla por ser menor y que Tere se enteraría de todo y no querría oír hablar más de mí.
ERA PEOR que si la capilla hubiera estado a oscuras. La media luz intermitente provocaba sombras, registraba cada movimiento y lo repetía en las paredes o en las losetas, divulgándolo a los ojos de todos los presentes, y mantenía los rostros en una penumbra lúgubre que agravaba su seriedad y la hacía hostil, casi siniestra. Y además, había ese murmullo quejumbroso, constante (una voz que balbucea una sola palabra, con un mismo acento, la última sílaba encadenada a la primera), que llegaba hasta ellos por detrás, se hundía en sus oídos como una hebra finísima y los exasperaba. Hubieran soportado mejor que la mujer gritara, profiriese grandes exclamaciones, invocara a Dios y a la Virgen, se mesara los cabellos o llorara, pero desde que entraron guiados por el suboficial Pezoa, que los distribuyó en dos columnas, pegados a los muros de la capilla, a ambos lados del ataúd, habían escuchado ese mismo murmullo de mujer que brotaba de atrás, del sector vecino a la puerta, donde estaban las bancas y el confesionario. Sólo mucho rato después de que Pezoa les ordenó presentar armas —obedecieron sin marcialidad y sin ruido, pero con precisión— habían distinguido, tras el murmullo, movimientos o voces instantáneas, la presencia de otra gente en la capilla, además de la mujer que se quejaba. No podían mirar sus relojes: estaban en posición de firmes, a medio metro de distancia uno de otro, sin hablar. Cuando más, volvían ligeramente la cabeza para observar el ataúd, pero sólo alcanzaban a ver la superficie negra y pulida y las coronas de flores blancas. Ninguna de las personas que estaban en la parte anterior de la capilla se había acercado al ataúd. Probablemente lo habían hecho antes que ellos llegaran y ahora se ocupaban de consolar a la mujer. El capellán del colegio, con un insólito rostro contrito, había pasado varias veces en dirección al altar; regresaba hasta la puerta, sin duda se mezclaba unos instantes al grupo de personas, y luego volvía a recorrer la nave, los ojos bajos, el rostro juvenil y deportivo contraído en una expresión adecuada a la atmósfera. Pero a pesar de haber pasado tantas veces junto al ataúd, ni una sola vez se había detenido a mirar. Hacía rato que estaban allí; a algunos les dolía el brazo por el peso del fusil. Además, hacía calor: el recinto era estrecho, todos los cirios del altar estaban encendidos y ellos vestían los uniformes de paño. Muchos transpiraban. Pero se mantenían inmóviles, los talones unidos, la mano izquierda pegada al muslo, la derecha en la culata del fusil, el cuerpo erguido. Sin embargo, esta gravedad era reciente. Cuando, un segundo después de haber abierto la puerta de la cuadra con los puños, Urioste dio la noticia (un solo grito ahogado: «¡El Esclavo ha muerto!») y vieron su rostro congestionado por la carrera, una nariz y una boca que temblaban, unas mejillas y una frente empapadas de sudor y, tras él, sobre su hombro, alcanzaron a ver el rostro del poeta, lívido y con las pupilas dilatadas, hubo incluso algunas bromas. La voz inconfundible del Rulos clamó, casi inmediatamente después del portazo: «a lo mejor se ha ido al infierno, uy, mamita». Y unos cuantos lanzaron una carcajada. Pero no eran las risas salvajemente sarcásticas de costumbre —aullidos verticales que ascendían, se congelaban y durante unos segundos vivían por su cuenta, emancipados de los cuerpos que los expelían—, sino unas risas muy cortas e impersonales, sin matices, defensivas. Y cuando Alberto gritó: «si alguien hace una broma más, le saco la puta que lo parió», sus palabras se escucharon nítidamente: un silencio macizo había reemplazado a las risas. Nadie le respondió. Los cadetes permanecían en sus literas o ante los roperos, miraban las paredes malogradas por la humedad, las losetas sangrientas, el cielo sin estrellas que descubrían las ventanas, los batientes del baño que oscilaban. No decían nada, apenas se miraban entre ellos. Luego continuaron ordenando los roperos, tendiendo las camas, encendieron cigarrillos, hojearon las copias, zurcieron los uniformes de campaña. Lentamente, se reanudaron los diálogos, aunque tampoco eran los mismos: había desaparecido el humor, la ferocidad y hasta las alusiones escabrosas, las malas palabras. Curiosamente, hablaban en voz baja, como después del toque de silencio, con frases medidas y lacónicas, sobre todos los temas salvo la muerte del Esclavo: se pedían hilo negro, retazos de tela, cigarrillos, apuntes de clases, papel de carta, copias de exámenes. Después, dando rodeos, tomando toda clase de precauciones, evitando tocar lo esencial, cambiaron preguntas —«¿a qué hora fue?»—. E hicieron consideraciones laterales —«el teniente Huarina dijo que lo iban a operar otra vez, a lo mejor fue durante la operación»; «¿nos llevarán al entierro?». Luego se abrieron paso cautelosas manifestaciones emotivas: «joderse a esa edad, qué mala suerte»; «mejor se hubiera quedado seco ahí mismo, en campaña; está fregado eso de estar muriéndose tres días»; «faltaban sólo dos meses para terminar, eso se llama ser salado». Eran homenajes indirectos, variaciones sobre el mismo tema y grandes intervalos de silencio. Algunos cadetes permanecían callados y se contentaban con asentir. Después sonó el silbato y salieron de la cuadra sin precipitarse, ordenadamente. Cruzaron el patio hacia el emplazamiento y se instalaron calmadamente en la fila; no protestaban por la colocación, se cedían los sitios unos a otros, se alineaban con sumo cuidado y, por último, se pusieron en posición de firmes por su propia voluntad, sin esperar la voz del brigadier. Y así cenaron, casi sin hablar: sentían que en el anchísimo comedor, los ojos de centenares de cadetes se volvían hacia ellos y escuchaban de vez en cuando, voces que salían de las mesas de los perros —«Ésos son los de la primera, su sección»—. Y había dedos que los señalaban. Masticaban los alimentos sin empeño, ni disgusto, ni placer. Y a la salida respondieron con monosílabos o cortantes groserías a las preguntas de los cadetes de las otras secciones o de los otros años, irritados por esa curiosidad invasora. Más tarde, en la cuadra, rodearon a Arróspide y el negro Vallano dijo lo que todos sentían: «anda dile al teniente que queremos velarlo». Y se volvió a los otros y añadió: «al menos, me parece a mí; como era de la sección, creo que deberíamos.» Y nadie se burló, algunos asintieron con la cabeza, otros dijeron: «claro, claro». Y el brigadier fue a hablar con el teniente y regresó a decirles que se pusieran los uniformes de salida, guantes incluido, y que lustraran los zapatos y formaran una media hora después con fusiles y bayonetas, pero sin correaje blanco. Todos insistieron en que Arróspide volviera donde el teniente a decirle que ellos querían velarlo toda la noche, pero el teniente no aceptó. Y ahora estaban allí, desde hacía una hora, en la indecisa penumbra de la capilla, escuchando el quejido monótono de la mujer, viendo de reojo el ataúd, solitario en el centro de la nave y que parecía vacío.
Pero él estaba allí, Lo supieron definitivamente cuando el teniente Pitaluga ingresó a la capilla, precedido del crujido de sus zapatos, que se superpuso al lamento de la mujer y retuvo toda su atención, mientras lo sentían aproximarse a su espalda, y lo iban viendo aparecer, de dos en dos, a medida que avanzaba, se ponía a su altura, y los dejaba atrás. Los fascinó cuando comprobaron que iba de frente al ataúd. Los ojos clavados en su nuca, lo vieron detenerse casi encima de una de las coronas, inclinar un poco la cabeza para ver mejor y quedarse así un momento, algo arqueado sobre sí mismo y tuvieron como un fugaz estremecimiento al ver que movía una mano, la llevaba a la cabeza, se sacaba la cristina y luego se persignaba rápidamente, se enderezaba, le veían el rostro abotagado y los ojos inexpresivos, y volvía a recorrer el mismo camino, en dirección contraria. Lo vieron desaparecer, de dos en dos, escucharon sus pasos que se alejaban y luego surgió otra vez el murmullo quejumbroso de la mujer invisible.
Momentos después el teniente Pitaluga volvió a aproximarse a los cadetes y les fue diciendo al oído que podían bajar el arma y ponerse en descanso. Así lo hicieron; pronto surgió un movimiento menor: los cadetes se frotaban el hombro y lenta, imperceptiblemente, acortaban la distancia que los separaba. Las hileras se iban estrechando con un rumor suave y respetuoso, que no destruía la severidad del ambiente, sino la acentuaba. Luego oyeron la voz del teniente Pitaluga. Comprendieron de inmediato que hablaba a la mujer. Sin duda hacía esfuerzos por hablar en voz baja, tal vez sufría al no conseguirlo. Como era ronco y, además, lo traicionaba una antigua convicción que asociaba la virilidad a la violencia de la voz humana, sus palabras eran un chorro de bruscos altibajos, del que percibían fragmentos inteligibles, el nombre de Arana, por ejemplo, que oyeron varias veces y al principio apenas reconocieron porque el muerto era para ellos el Esclavo. La mujer no parecía prestarle atención; seguía quejándose y eso debía desconcertar al teniente Pitaluga que, por momentos, se callaba y sólo después de una larga pausa reanudaba su concierto.
«¿Qué dice Pitaluga?», preguntó Arróspide, con los dientes apretados, sin mover los labios. Estaba a la cabeza de una de las columnas. Vallano, situado detrás del brigadier, repitió y lo mismo hizo el Boa, y así la pregunta llegó a la cola de la fila. El último cadete, el más próximo a las bancas donde el teniente Pitaluga hablaba a la mujer, dijo: «cuenta cosas del Esclavo». Y continuó repitiendo las frases que escuchaba, sin agregar ni suprimir nada, transmitiendo aún los sonidos puros. Pero era fácil reconstituir el monólogo del teniente: «un cadete brillante, estimado de oficiales y suboficiales, un compañero modelo, un alumno aplicado y distinguido por sus profesores; todos deploran su desaparición; el vacío y la pesadumbre que reina en las cuadras; llegaba entre los primeros a la fila; era disciplinado, marcial, tenía porte, hubiera sido un excelente oficial; leal y valiente; buscaba el peligro en las campañas, se le confiaban misiones difíciles que ejecutaba sin dudas ni murmuraciones; en la vida ocurren desgracias, hay que sobreponerse al dolor; oficiales, profesores y cadetes comparten el dolor de la familia; el coronel en persona vendrá a dar su sentido pésame a los padres; será enterrado con honores; sus compañeros de año irán con uniforme de parada y armas; los de la primera llevarán las cintas; es como si la Patria hubiera perdido a uno de sus hijos; paciencia y resignación; su recuerdo formará parte de la historia del colegio; vivirá en los corazones de las nuevas promociones; la familia no debe preocuparse de nada, la administración del colegio correrá con todos los gastos del entierro; apenas ocurrida la desgracia se encargaron las coronas, la del coronel director es la más grande». A través de la improvisada correa de transmisión, los cadetes siguieron las palabras del teniente Pitaluga, sin dejar de escuchar el inacabable murmullo de la mujer; de vez en cuando, voces masculinas interrumpían brevemente a Pitaluga.
Luego llegó el coronel. Reconocieron sus pasos de gaviota, rápidos y muy cortos; Pitaluga y los otros se callaron, el quejido de la mujer se hizo más dulce, más lejano. Sin que nadie lo ordenara, se pusieron en atención. No levantaron las armas, pero juntaron los talones, endurecieron los músculos, apoyaron las manos en el cuerpo, a lo largo de la franja negra del pantalón. Cuadrados, escucharon la vocecita aguda del coronel. Hablaba más bajo que Pitaluga y el teléfono humano se había interrumpido: sólo los que estaban a la cola comprendieron lo que decía. No lo veían, pero les era fácil imaginarlo, tal como era en las actuaciones, irguiéndose ante el micro con una mirada soberbia y complacida, y elevando las manos como para mostrar que no llevaba nada escrito. Ahora también hablaba sin duda de los sagrados valores del espíritu, de la vida militar que hace a los hombres sanos y eficientes y de la disciplina, que es la base del orden. No lo veían, pero adivinaban su rostro de ceremonia, sus pequeñas manos fofas evolucionando ante los ojos enrojecidos de la mujer y apoyándose por instantes en la hebilla del cinturón que rodeaba el magnífico vientre, sus piernas entreabiertas para soportar mejor el peso de su cuerpo. Y adivinaban también los ejemplos y las moralejas que exponía, el desfile de los próceres epónimos, de los mártires de la Independencia y la Guerra con Chile, los héroes inmarcesibles que habían derramado su sangre generosa por la Patria en peligro. Cuando el coronel se calló, la mujer había dejado de quejarse. Fue un momento insólito: la capilla parecía transformada. Algunos cadetes se miraron, incómodos. Pero el silencio no duró mucho rato. Pronto, el coronel, seguido del teniente Pitaluga y de un civil vestido de oscuro, avanzó hacia el ataúd y los tres estuvieron contemplándolo un momento. El coronel tenía cruzadas las manos sobre el vientre; su labio inferior avanzado ocultaba el labio superior y sus párpados estaban entrecerrados: era la expresión reservada a los acontecimientos graves. El teniente y el civil permanecían a su lado, este último tenía un pañuelo blanco en la mano. El coronel se volvió hacia Pitaluga, le dijo algo al oído y ambos se aproximaron al civil, que asintió dos o tres veces. Luego regresaron a la parte posterior de la capilla. Entonces, la mujer reanudó el murmullo. Aun después de que el teniente les indicó que salieran al patio, donde esperaba la segunda sección para reemplazarlos en la guardia, continuaron escuchando el lamento de la mujer.
Salieron uno por uno. Giraban sobre el sitio y, en puntas de pie, avanzaban hacia la puerta. Echaban miradas furtivas hacia las bancas, con la esperanza de descubrir a la mujer, pero se lo impedía un grupo de hombres —había tres, además de Pitaluga y el coronel—, que permanecían de pie, muy serios. En la pista de desfile, frente a la capilla, se hallaban los cadetes de la segunda, también en uniforme y con fusiles. Los de la primera formaron unos metros más allá, al borde del descampado. El brigadier, la cabeza metida entre los dos primeros de la fila, observaba si el alineamiento era correcto. Luego, se desplazó hacia la izquierda para contar el efectivo. Ellos esperaban, sin moverse, hablando en voz baja de la mujer, el coronel, el entierro. Después de unos minutos comenzaron a preguntarse si el teniente Pitaluga los había olvidado. Arróspide seguía subiendo y bajando a lo largo de la formación.
Cuando el oficial salió de la capilla, el brigadier ordenó atención y fue a su encuentro. El teniente le indicó que llevara la sección a la cuadra y Arróspide volvía la cabeza para ordenar la marcha, cuando de la cola brotó una voz: «falta uno». El teniente, el brigadier y varios cadetes volvieron la vista; otras voces repetían ya: «sí, falta uno». El teniente se aproximó. Arróspide recorría ahora las columnas a toda velocidad y, para mayor seguridad, contaba los efectivos con los dedos. «Sí, mi teniente, dijo al fin; éramos 29 y somos 28.» Entonces, alguien gritó: «es el poeta». «Falta el cadete Fernández, mi teniente», dijo Arróspide. «¿Entró a la capilla?», preguntó Pitaluga. «Sí, mi teniente. Estaba detrás de mí.» «Con tal que no se haya muerto también», murmuró Pitaluga, haciendo un gesto al brigadier para que lo siguiera.
Lo vieron apenas llegaron a la puerta. Estaba en el centro de la nave —su cuerpo les ocultaba el ataúd, pero no las coronas—, el fusil algo ladeado, la cabeza baja. El teniente y el brigadier se detuvieron en el umbral. «¿Qué hace ahí ese pelotudo?, dijo el oficial: sáquelo en el acto.» Arróspide avanzó y al pasar junto al grupo de civiles, su mirada cruzó la del coronel. Hizo una venia, pero no supo si el coronel le contestó, porque volvió el rostro de inmediato. Alberto no se movió cuando Arróspide lo tomó del brazo. El brigadier olvidó un momento su misión para echar una mirada al ataúd: estaba cubierto también en la parte superior de una madera negra y lisa, que remataba en un cristal empañado, a través del cual se distinguía borrosamente un rostro y un quepí. La cara del Esclavo, envuelta en una venda blanca, parecía hinchada y de color granate. Arróspide sacudió a Alberto. «Todos están formados, le dijo, y el teniente te espera en la puerta. ¿Quieres que te consignen?» Alberto no respondió; siguió a Arróspide como un sonámbulo. En la pista de desfile, se les acercó el teniente Pitaluga. «So cabrón, dijo a Alberto, ¿le gusta mucho eso de mirar la cara a los muertos?» Alberto tampoco respondió y siguió caminando hacia la formación, donde ocupó su puesto, dócilmente, bajo la mirada de sus compañeros. Varios le preguntaron qué había ocurrido. Pero él no les hizo caso ni pareció darse cuenta minutos más tarde, cuando Vallano, que marchaba a su lado, dijo en voz bastante alta para que oyera toda la sección: «el poeta está llorando».