TENGO PENA por la perra Malpapeada que anoche estuvo llora y llora. Yo la envolvía bien con la frazada y después con la almohada pero ni por ésas dejaban de oírse los aullidos tan largos. A cada rato parecía que se ahogaba y atoraba y era terrible, los aullidos despertaban toda la cuadra. En otra época, pase. Pero como todos andan nerviosos, comenzaban a insultar y a carajear y a decir «sácala o llueve» y tenía que estar guapeando a uno y a otro desde mi cama, hasta que a eso de la medianoche ya no había forma. Yo mismo tenía sueño y la Malpapeada lloraba cada vez más fuerte. Varios se levantaron y vinieron a mi cama con los botines en la mano. No era cosa de machucarse con toda la sección, ahora que estamos tan deprimidos. Entonces la saqué y la llevé hasta el patio y la dejé pero al darme vuelta la sentí que me estaba siguiendo y le dije de mala manera: «quieta ahí, perra, quédese donde la he dejado por llorona», pero, la Malpapeada siempre detrás de mí, la pata encogida sin tocar el suelo, y daba compasión ver los esfuerzos que hacía por seguirme. Así que la cargué y la llevé hasta el descampado y la puse sobre la hierbita y le rasqué un rato el cogote y después me vine y esta vez no me siguió. Pero dormí mal, mejor dicho no dormí. Me estaba viniendo el sueño y, zaz, los ojos se me abrían solos y pensaba en la perra y además comencé a estornudar porque cuando la saqué al patio no me puse los zapatos y todo mi pijama está lleno de huecos creo que había mucho viento y a lo mejor llovía. Pobre la Malpapeada, congelándose ahí afuera, ella que es tan friolenta. Muchas veces la he pescado en la noche enfureciéndose porque yo me muevo y me destapo. Tiesa de cólera, se incorpora murmurando y con los dientes jala la frazada hasta volver a taparse o se mete sin más hasta el fondo de la cama para sentir el calorcito de mis pies. Los perros son bien fieles, más que los parientes, no hay nada que hacer. La Malpapeada es chusca, una mezcla de toda clase de perros, pero tiene un alma blanca. No me acuerdo cuándo vino al colegio. Seguro no la trajo nadie, pasaba y le dio ganas de meterse a ver, y le gustó y se quedó. Se me ocurre que ya estaba en el colegio cuando entramos. A lo mejor nació aquí y es leonciopradina. Era una enanita, yo me fijé en ella, andaba metiéndose en la sección todo el tiempo desde la época del bautizo, parecía sentirse en su casa, cada vez que entraba uno de cuarto se le lanzaba a los pies y le ladraba y quería morderlo. Era machaza: la hacían volar a patadones y ella volvía a la carga, ladrando y mostrando sus dientes, unos dientes chiquitos de perrita muy joven. Ahora ya está crecida, debe tener más de tres años, ya está vieja para ser perra, los animales no viven mucho, sobre todo si son chuscos y comen poco. No recuerdo haber visto que la Malpapeada coma mucho. Algunas veces le tiro cáscaras, esos son sus mejores banquetes. Porque la hierba sólo la mastica: se chupa el jugo y la escupe. Se mete un poco de hierba en la boca y se queda horas masca y masca, como un indio su coca. Siempre estaba metida en la sección y algunos decían que traía pulgas y la sacaban, pero la Malpapeada siempre volvía, la botaban mil veces y al poquito rato la puerta comenzaba a crujir y ahí abajo aparecía, casi junto al suelo, el hocico de la perra y nos daba risa su terquedad y a veces la dejábamos entrar y jugábamos con ella. No sé a quién se le ocurrió ponerle Malpapeada. Nunca se sabe de dónde salen los apodos. Cuando empezaron a decirme Boa me reía y después me calenté y a todos les preguntaba quién inventó eso y todos decían Fulano y ahora ni cómo sacarme de encima ese apodo, hasta en mi barrio me dicen así. Se me ocurre que fue Vallano. Él me decía siempre: «haznos una demostración, orina por encima de la correa», «muéstrame esa paloma que te llega a la rodilla». Pero no me consta.
ALBERTO SINTIÓ que lo cogían del brazo. Vio un rostro sinuoso, que no recordaba. Sin embargo, el muchacho le sonreía como si se conocieran. Tras él, se mantenía rígido otro cadete, más pequeño. No podía verlos bien; eran sólo las seis de la tarde, pero la neblina se había adelantado. Estaban en el patio de quinto, en las proximidades de la pista. Grupos de cadetes circulaban de un lado a otro.
—Espera, poeta —dijo el muchacho—. Tú que eres un sabido, ¿no es cierto que ovario es lo mismo que huevo, sólo que femenino?
—Suelta —dijo Alberto—. Estoy apurado.
—No friegues, hombre —insistió aquél—. Sólo un momento. Hemos hecho una apuesta.
—Sobre un canto —dijo el más pequeño, acercándose—. Un canto boliviano. Éste es medio boliviano y sabe canciones de allá. Cantos bien raros. Cántaselo, para que vea.
—Te digo que me sueltes —dijo Alberto—. Tengo que irme.
En vez de soltarlo, el cadete le apretó el brazo con más fuerza. Y cantó:
Siento en el ovario
un dolor profundo;
es el peladingo
que ya viene al mundo.
El más pequeño se rió.
—¿Vas a soltarme?
—No. Dime primero que si es lo mismo.
—Así no vale —dijo el pequeño—. Lo estás sugestionando.
—Sí es lo mismo —gritó Alberto y se libró de un tirón. Se alejó. Los muchachos se quedaron discutiendo. Caminó muy rápido hasta el edificio de los oficiales y allí dobló; estaba sólo a diez metros de la enfermería y apenas distinguía sus muros: la neblina había borrado puertas y ventanas. En el pasillo no había nadie; tampoco en la pequeña oficina de la guardia. Subió al segundo piso, venciendo de dos en dos los escalones. Junto a la entrada, había un hombre con un mandil blanco. Tenía en la mano un periódico pero no leía: miraba la pared con aire siniestro. Al sentirlo, se incorporó.
—Salga de aquí, cadete —dijo—. Está prohibido.
—Quiero ver al cadete Arana.
—No —dijo el hombre, de mal modo—. Váyase. Nadie puede ver al cadete Arana. Está aislado.
—Tengo urgencia —insistió Alberto—. Por favor. Déjeme hablar con el médico de turno.
—Yo soy el médico de turno.
—Mentira. Usted es el enfermero. Quiero hablar con el médico.
—No me gustan esas bromas —dijo el hombre. Había dejado el periódico en el suelo.
—Si no llama al médico, voy a buscarlo yo —dijo Alberto—. Y pasaré aunque usted no quiera.
—¿Qué le pasa, cadete? ¿Está usted loco?
—Llame al médico, carajo —gritó Alberto—. Maldita sea, llame al médico.
—En este colegio todos son unos salvajes —dijo el hombre. Se puso de pie y se alejó por el corredor. Las paredes habían sido pintadas de blanco, tal vez recientemente, pero la humedad las había ya impregnado de llagas grises. Momentos después, el enfermero apareció seguido de un hombre alto, con anteojos.
—¿Qué desea, cadete?
—Quisiera ver al cadete Arana, doctor.
—No se puede —repuso el médico, haciendo un ademán de impotencia—. ¿No le ha dicho el soldado que está prohibido subir aquí? Podrían castigarlo, joven.
—Ayer vine tres veces —dijo Alberto—. Y el soldado no me dejó pasar. Pero hoy no estaba. Por favor, doctor quisiera verlo aunque sea un minuto.
—Lo siento muchísimo. Pero no depende de mí. Usted sabe lo que es el reglamento. El cadete Arana está aislado. No lo puede ver nadie. ¿Es pariente suyo?
—No —dijo Alberto—. Pero tengo que hablar con él. Es algo urgente.
El médico le puso la mano en el hombro y lo miró compasivamente.
—El cadete Arana no puede hablar con nadie —dijo—. Está inconsciente. Ya se pondrá bueno. Y ahora salga de aquí. No me obligue a llamar al oficial.
—¿Podré verlo si traigo una orden del mayor jefe de cuartel?
—No —dijo el médico—. Sólo con una orden del coronel.
IBA A esperarla a la salida de su colegio dos o tres veces por semana, pero no siempre me acercaba. Mi madre se había acostumbrado a almorzar sola, aunque no sé si de veras creía que me iba a casa de un amigo. De todos modos, le convenía que yo faltara, así gastaba menos en la comida. Algunas veces, al verme regresar a casa a mediodía, me miraba con fastidio y me decía: «¿hoy no vas a Chucuito?». Por mí, hubiera ido todos los días a buscarla a su colegio, pero en el Dos de Mayo no me daban permiso para salir antes de la hora. Los lunes era fácil, pues teníamos educación física; en el recreo me escondía detrás de los pilares hasta que el profesor Zapata se llevara al año a la calle; entonces me escapaba por la puerta principal. El profesor Zapata había sido campeón de box, pero ya estaba viejo y no le interesaba trabajar; nunca pasaba lista. Nos llevaba al campo y decía: «Jueguen fútbol que es un buen ejercicio para las piernas; pero no se alejen mucho». Y se sentaba en el pasto a leer el periódico. Los martes era imposible salir antes; el profesor de matemáticas conocía a toda la clase por su nombre. En cambio el miércoles teníamos dibujo y música y el doctor Cigüeña vivía en la luna; después del recreo de las once me salía por los garajes y tomaba el tranvía a media cuadra del colegio.
El flaco Higueras me seguía dando plata. Siempre esperaba en la Plaza de Bellavista para invitarme un trago, un cigarrillo y para hablarme de mi hermano, de mujeres, de muchas cosas. «Ya eres un hombre, me decía. Hecho y derecho.» A veces me ofrecía dinero sin que yo se lo pidiera. No me daba mucho, cincuenta centavos o un sol, cada vez, pero bastaba para el pasaje. Iba hasta la Plaza Dos de Mayo, seguía la avenida Alfonso Ugarte hasta su colegio y me paraba siempre en la tienda de la esquina. Algunas veces me acercaba y ella me decía: «hola, ¿hoy también saliste temprano?» y luego me hablaba de otra cosa y yo también. «Es muy inteligente, pensaba yo; cambia de tema para no ponerme en apuros.» Caminábamos hacia la casa de sus tíos, unas ocho cuadras, y yo procuraba que fuéramos bien despacio, dando pasitos cortos o parándome a mirar las vitrinas, pero nunca demoramos más de media hora. Conversábamos de las mismas cosas, ella me contaba lo que ocurría en su colegio y yo también, de lo que estudiaríamos en la tarde, de cuándo serían los exámenes y si aprobaríamos el año. Yo conocía de nombre a todas las chicas de su clase y ella los apodos de mis compañeros y profesores y los chismes que corrían sobre los muchachos más sabidos del Dos de Mayo. Una vez pensé que le diría: «anoche me soñé que éramos grandes y nos casábamos». Estaba seguro que ella me haría preguntas y ensayé muchas frases para no quedarme callado. Al día siguiente, mientras caminábamos por la avenida Arica, le dije de repente: «oye, anoche me soñé…» «¿Qué cosa?, ¿qué soñaste?», me preguntó. Y yo sólo le dije: «que pasábamos de año los dos». «Ojalá que ese sueño se cumpla», me contestó.
Cuando la acompañaba, cruzábamos siempre a los alumnos de La Salle, con sus uniformes café con leche, y ese era otro tema de conversación. «Son unos maricas, le decía; no tienen ni para comenzar con los del Dos de Mayo. Esos blanquiñosos se parecen a los del Colegio de los Hermanos Maristas del Callao, que juegan fútbol como mujeres; les cae una patada y se ponen a llamar a su mamá; mírales las caras, no más.» Ella se reía y yo seguía hablando de lo mismo, pero al fin se me agotaba el tema y pensaba: «ya estamos llegando». Lo que me ponía más nervioso era la idea de que se aburriera al oírme contar siempre las mismas historias, pero me consolaba pensando que ella también me hablaba muchas veces de lo mismo y a mí eso nunca me parecía cansado. Me contaba dos y hasta tres veces la película que veía con su tía los lunes femeninos. Precisamente, hablando de cine me atreví una vez a decirle algo. Ella me preguntó si había visto no sé qué película y le dije que no. «Nunca vas al cine, ¿no?», me preguntó. «Ahora no mucho, le dije, pero el año pasado iba. Con dos muchachos del Dos de Mayo gorreábamos la vermouth de los miércoles en el Sáenz Peña; el primo de uno de mis amigos era policía municipal y cuando estaba de servicio nos hacía pasar a cazuela. Apenas se apagaban las luces nos bajábamos a platea alta; están separadas por una madera que cualquier la salta». «¿Y nunca los chaparon?», dijo ella, y yo le dije: «quién nos iba a chapar si el municipal era el primo de mi amigo», y ella me dijo: «¿por qué este año no hacen lo mismo?». «Ahora van los jueves, le dije, porque al municipal le han cambiado su día de servicio.» «¿Y tú no vas?», me preguntó. Y yo sin darme cuenta le contesté: «prefiero ir a tu casa a estar contigo». Y apenas se lo dije me di cuenta y me callé. Fue peor porque ella se puso a mirarme muy seria y yo pensé: «ya se enojó». Y entonces dije: «pero quizá una de estas semanas vaya con ellos. Aunque, la verdad, no me gusta mucho el cine». Y le hablé de otra cosa, pero sin dejar de pensar en la cara que había puesto, una cara distinta a la de siempre, como si al oírme se le hubieran ocurrido las cosas que no me atrevía a decirle.
Una vez el flaco Higueras me regaló un sol cincuenta. «Para que te compres cigarrillos, me dijo, o te emborraches si tienes penas de amor.» Al día siguiente íbamos caminando por la avenida Arica, por la vereda del cine Breña, y de casualidad nos paramos frente a la vitrina de una panadería. Había unos pasteles de chocolate y ella dijo: «¡qué ricos!». Me acordé de la plata que tenía en el bolsillo, pocas veces he sentido tanta felicidad. Le dije: «espera, tengo un sol y voy a comprar uno» y ella dijo, «no, no estés gastando, lo decía en broma», pero yo entré y le pedí al chino un pastel. Estaba tan atolondrado que me salí sin esperar el cambio, pero el chino, muy honrado, me dio alcance y me dijo: «le debo una peseta. Téngala». Le di el pastel y ella me dijo: «pero no va a ser todo para mí. Partamos». Yo no quería y le aseguraba que no tenía ganas, pero ella insistía y al final me dijo: «al menos dale un mordisco» y estiró la mano y me puso el pastel en la boca. Mordí un pedacito y ella se rió. «Te has manchado toda la cara, me dijo, qué tonta soy, yo tengo la culpa, voy a limpiarte.» Y entonces levantó la otra mano y la acercó a mi cara. Yo me quedé inmóvil y la sonrisa se me heló al sentir que me tocaba y no me atrevía a respirar cuando pasaba sus dedos por mi boca, para no mover los labios, se hubiera dado cuenta que tenía unas ganas de besarle la mano. «Ya está» dijo después y seguimos caminando hacia La Salle, sin hablar una palabra, yo estaba muerto con lo que acababa de pasar, y estaba seguro que se había demorado al pasar su mano por mi boca, o que la había pasado varias veces y yo decía para mí, «a lo mejor lo hizo adrede».
ADEMÁS LA Malpapeada no era la que traía las pulgas; yo creo que el colegio le contagió las pulgas a la perra, las pulgas de los serranos. Una vez le echaron ladillas encima a la pobre, el Jaguar y el Rulos, qué desgraciados. El Jaguar había metido las narices no sé dónde, en las pocilgas de la primera cuadra de Huatica, me figuro, y le habían pegado unas ladillas enormes. Las hacía correr por el baño y se veían sobre los mosaicos grandotas como hormigas. El Rulos le dijo: «¿por qué no se las echamos a alguien?» y la Malpapeada estaba mirando, para su mala suerte. A ella le tocó. El Rulos la tenía colgada del pescuezo, pataleando, y el Jaguar le pasaba sus bichos con las dos manos y después se excitaron y el Jaguar gritó: «todavía me quedan toneladas, ¿a quién bautizamos?» Y el Rulos gritó: «al Esclavo». Yo fui con ellos. Él estaba durmiendo; me acuerdo que lo cogí de la cabeza y le tapé los ojos y el Rulos le sujetó las piernas. El Jaguar le incrustaba las ladillas entre los pelos y yo le gritaba: «con más cuidado, carambolas, me las estás metiendo por las mangas». Si yo hubiera sabido que al muchacho le iba a pasar lo que le ha pasado, no creo que le hubiera agarrado la cabeza esa vez, ni lo habría fundido tanto.
Pero no creo que a él le pasara nada con las ladillas y en cambio a la Malpapeada la fregaron. Se peló casi enterita y andaba frotándose contra las paredes y tenía una pinta de perro pordiosero y leproso con el cuerpo pura llaga. Debía picarle mucho, no paraba de frotarse, sobre todo en la pared de la cuadra que tiene raspaduras. Su lomo parecía una bandera peruana, rojo y blanco, blanco y rojo, yeso y sangre. Entonces el Jaguar dijo: «si le echamos ají se va a poner a hablar como un ser humano», y me ordenó: «Boa, anda róbate un poco de ají de la cocina». Fui y el cocinero me regaló varios rocotos. Los molimos con una piedra, sobre el mosaico, y el serrano Cava decía «rápido, rápido». Después el Jaguar dijo: «cógela y tenla mientras la curo». De veras que casi se pone a hablar. Daba brincos hasta los roperos, se torcía como una culebra y qué aullidos los que daba. Vino el suboficial Morte, asustado con el ruido, y al ver los saltos de la Malpapeada se puso a llorar de risa y decía: «qué tales pendejos, qué tales pendejos». Pero lo más raro del caso es que la perra se curó. Le volvió a salir el pelo y hasta me parece que engordó. Seguro creyó que yo le había echado el ají para curarla, los animales no son inteligentes y vaya usted a saber lo que se le metió en la cabeza. Pero desde ese día, dale a estar detrás de mí todo el tiempo. En las filas se me metía entre los pies y no me dejaba marchar; en el comedor se instalaba bajo mi silla y movía el rabo por si yo le tiraba una cáscara; me esperaba en la puerta de la clase y, en los recreos, al verme salir comenzaba a hacerme gracias con el hocico y las orejas; y en las noches se trepaba a mi cama y quería pasarme la lengua por toda la cara. Y era por gusto que yo le pegara. Se retiraba pero volvía, midiéndome con los ojos, esta vez me vas a pegar o no, me acerco un poquito más y me alejo, a que ahora no me pateas, qué sabida. Y todos comenzaron a burlarse y a decir «te la tiras, bandolero», pero no era verdad, ni siquiera se me había pasado por la cabeza todavía manducarme a una perra. Al principio me daba cólera el animal tan pegajoso, aunque a veces, como de casualidad, le rascaba la cabeza y ahí le descubrí el gusto. En las noches se me montaba encima y se revolcaba, sin dejarme dormir, hasta que le metía los dedos al cogote y la rascaba un poco. Entonces se quedaba tranquila. Lo de las noches era viveza de la perra. Al oírla moverse todos empezaban a fundirme, «ya Boa, deja en paz a ese animal, lo vas a estrangular», allí bandida, eso sí que te gusta, ¿no?, ven acá, que te rasque la crisma y la barriguita. Y ahí mismo se ponía quieta como una piedra pero en mi mano yo siento que está temblando del gusto y si dejo de rascar un segundo, brinca, y veo en la oscuridad que ha abierto el hocico y está mostrando sus dientes tan blancos. No sé por qué los perros tienen los dientes tan blancos, pero todos los tienen así, nunca he visto un perro con un diente negro ni me acuerdo haber oído que a un perro se le cayó un diente o se le carió y tuvieron que sacárselo. Eso es algo raro de los perros y también es raro que no duerman. Yo creía que sólo la Malpapeada no dormía pero después me contaron que todos los perros son iguales, desvelados. Al comienzo me daba recelo, también un poco de susto. Basta que abriera los ojos y ahí mismo la veía, mirándome y a veces yo no podía dormir con la idea de que la perra se pasaba la noche a mi lado sin bajar los párpados, eso es algo que pone nervioso a cualquiera, que lo estén espiando, aunque sea una perra que no comprende las cosas pero a veces parece que comprende.
ALBERTO DIO media vuelta y bajó. Cuando llegaba a los primeros peldaños de la escalera cruzó a un hombre, ya de edad. Tenía el rostro demacrado y los ojos llenos de zozobra.
—Señor —dijo Alberto.
El hombre ya había subido algunos escalones; se detuvo y se volvió.
—Perdone —dijo Alberto—. ¿Es usted algo del cadete Ricardo Arana?
El hombre lo observó detenidamente, como intentando reconocerlo.
—Soy su padre —dijo—. ¿Por qué?
Alberto subió dos escalones; sus ojos estaban a la misma altura. El padre de Arana lo miraba fijamente. Unas manchas azules teñían sus párpados; sus pupilas revelaban alarma, desvelo.
—¿Puede decirme cómo está Arana? —preguntó Alberto.
—Está aislado —repuso el hombre, con voz ronca—. No nos dejan verlo. Ni siquiera a nosotros. No tienen derecho. ¿Usted es amigo de él?
—Somos de la misma sección —dijo Alberto—. A mí tampoco me han dejado entrar.
El hombre asintió. Parecía abrumado. Una barba rala sombreaba sus mejillas y su mentón; el cuello de la camisa aparecía con arrugas y manchas y la corbata, algo caída, mostraba un nudo ridículamente pequeño.
—Sólo he podido verlo un segundo —dijo el hombre desde la puerta. No debían hacer eso.
—¿Cómo está? —preguntó Alberto—. ¿Qué le ha dicho el médico?
El hombre se llevó las manos a la frente y luego se limpió la boca con los nudillos.
—No sé —dijo—. Lo han operado dos veces. Su madre está medio loca. No me explico cómo ha podido ocurrir una cosa así, justamente cuando estaba por terminar el año. Es mejor no pensar en eso, son reflexiones tontas. Sólo hay que rezar. Dios tiene que sacarlo sano y salvo de esta prueba. Su madre está en la capilla. El doctor ha dicho que tal vez podamos verlo esta noche.
—Se salvará —dijo Alberto—. Los médicos del colegio son los mejores, señor.
—Sí, sí —dijo el hombre—. El señor capitán nos ha dado muchas esperanzas. Es un hombre muy amable. Capitán Garrido, creo. Nos trajo un saludo del coronel, ¿sabe?
El hombre volvió a pasarse la mano por la cara. Buscó en su bolsillo y extrajo un paquete de cigarrillos. Ofreció uno a Alberto y este lo rechazó. El hombre volvió a meter la mano en el bolsillo. No encontraba los fósforos.
—Espere un momento —dijo Alberto—. Voy a conseguirle fuego.
—Voy con usted —dijo el hombre—. Es por gusto que siga aquí, sentado en el pasillo, sin tener con quien hablar. He pasado dos días así. Estoy con los nervios destrozados. Quiera Dios que no ocurra nada irremediable.
Salieron de la enfermería. En la pequeña oficina de la entrada estaba el soldado de guardia. Miró a Alberto con sorpresa y adelantó un poco la cabeza, pero no dijo nada. Había oscurecido. Alberto tomó el descampado, en dirección a «La Perlita». A lo lejos se distinguían las luces de las cuadras. El edificio de las aulas estaba a oscuras. No se oía ruido alguno.
—¿Usted estaba con él cuando ocurrió? —Preguntó el hombre.
—Sí —dijo Alberto—. Pero no cerca de él. Yo iba al otro extremo. Fue el capitán quien lo vio, cuando nosotros ya estábamos en el cerro.
—Esto es injusto —dijo el hombre—. Un castigo injusto. Somos gente honrada. Vamos a la iglesia todos los domingos, no hemos hecho mal a nadie. Su madre siempre hace obras de caridad. ¿Por qué nos envía Dios esta desgracia?
—Todos los de la sección estamos muy preocupados —dijo Alberto. Hubo un silencio y, al fin, agregó—: Lo estimamos mucho. Es un gran compañero.
—Sí —dijo el hombre—. No es un mal muchacho. Es mi obra, ¿sabe usted? He tenido que ser algo duro con él a veces. Pero era por su bien. Me ha costado mucho trabajo hacerlo un hombre. Es mi único hijo, todo lo que hago es por su bien. Por su futuro. Hábleme de él, ¿quiere? De su vida en el Colegio. Ricardo es muy reservado. No nos decía nada. Pero a veces parecía que no estaba contento.
—La vida militar es un poco fuerte —dijo Alberto—. Cuesta acostumbrarse. Nadie está muy contento al principio.
—Pero le hizo bien —dijo el hombre, con pasión—. Lo transformó, lo hizo otro. Nadie puede negar eso, nadie. Usted no sabe cómo era de chico. Aquí lo templaron, lo hicieron responsable. Eso es lo que yo quería, que fuera más varonil, que tuviera más personalidad. Además, si él hubiera querido salirse pudo decírmelo. Yo le dije que entrara y él aceptó. No es mi culpa. Yo he hecho todo pensando en su futuro.
—Cálmese, señor —dijo Alberto—. No se preocupe. Estoy seguro que ya pasó lo peor.
—Su madre me echa la culpa —dijo el hombre, como si no lo oyera—. Las mujeres son así, injustas, no comprenden las cosas. Pero yo tengo mi conciencia tranquila. Lo metí aquí para hacer de él un ser fuerte, un hombre de provecho. Yo no soy un adivino. ¿Usted cree que se me puede culpar, así porque sí?
—No sé —dijo Alberto, confuso—. Quiero decir, claro que no. Lo principal es que Arana se cure.
—Estoy muy nervioso —dijo el hombre—. No me haga caso. A ratos pierdo el control.
Habían llegado a «La Perlita». Paulino estaba en el mostrador, la cara apoyada entre las manos. Miró a Alberto como si lo viera por primera vez.
—Una caja de fósforos —dijo éste.
Paulino miró con desconfianza al padre de Arana.
—No hay —dijo.
—No es para mí, sino para el señor.
Sin decir nada, Paulino sacó una caja de fósforos de debajo del mostrador. El hombre quemó tres cerillas tratando de encender su cigarrillo. En la luz instantánea, Alberto vio que las manos del hombre temblaban.
—Déme un café —dijo el padre de Arana—. ¿Usted quiere tomar algo?
—Café no hay —dijo Paulino, con voz aburrida—. Una Cola si quiere.
—Bueno —dijo el hombre—. Una Cola, cualquier cosa.
HA OLVIDADO ese mediodía claro, sin llovizna y sin sol. Bajó del tranvía Lima-San Miguel en el paradero del cine Brasil, el anterior al de su casa. Siempre descendía allí, prefería caminar esas diez cuadras inútiles, aun cuando lloviese, para prolongar la distancia que lo separaba del encuentro inevitable. Era la última vez que cumpliría ese trajín; los exámenes habían terminado la semana anterior, acababan de entregarles las libretas, el colegio había muerto, resucitaría tres meses después. Sus compañeros estaban alegres ante la perspectiva de las vacaciones; él, en cambio, sentía temor. El colegio constituía su único refugio. El verano lo tendría sumido en una inercia peligrosa, a merced de ellos.
En vez de tomar la avenida Salaverry continuó por la avenida Brasil hasta el parque. Se sentó en una banca, hundió las manos en los bolsillos, se encogió un poco y permaneció inmóvil. Se sintió viejo; la vida era monótona, sin alicientes, una pesada carga. En las clases, sus compañeros hacían bromas apenas les daba la espalda el profesor: cambiaban morisquetas, bolitas de papel, sonrisas. Él los observaba, muy serio y desconcertado: ¿por qué no podía ser como ellos, vivir sin preocupaciones, tener amigos, parientes solícitos? Cerró los ojos y continuó así un largo rato, pensando en Chiclayo, en la tía Adelina, en la dichosa impaciencia con que aguardaba de niño la llegada del verano. Luego se incorporó y se dirigió hacia su casa, paso a paso.
Una cuadra antes de llegar, su corazón dio un vuelco: el coche azul estaba estacionado a la puerta. ¿Había perdido la noción del tiempo? Preguntó la hora a un transeúnte. Eran las once. Su padre nunca volvía antes de la una. Apresuró el paso. Al llegar al umbral, escuchó las voces de sus padres; discutían. «Diré que se descarriló un tranvía, que tuve que venirme a pie desde Magdalena Vieja», pensó, con la mano en el timbre.
Su padre le abrió la puerta. Estaba sonriente y en sus ojos no había el menor asomo de cólera. Extrañamente, le dio un golpe cordial en el brazo y le dijo, casi con alegría:
—Ah, al fin llegas. Justamente estábamos hablando de ti con tu madre. Pasa, pasa.
Él se sintió tranquilizado; de inmediato su cara se descompuso en esa sonrisa estúpida, desarmada e impersonal que era su mejor escudo. Su madre estaba en la sala. Lo abrazó tiernamente y él sintió inquietud: esas efusiones podían modificar el buen humor de su padre. En los últimos meses, éste lo había obligado a intervenir como árbitro o testigo en las disputas familiares. Era humillante y atroz: debía responder «sí, sí», a todas las preguntas-afirmaciones que su padre le hacía y que constituían graves acusaciones contra su madre: derroche, desorden, incompetencia, puterío. ¿Sobre qué debía testimoniar esta vez?
—Mira —dijo su padre, amablemente—. Ahí sobre la mesa, hay algo para ti.
Volvió los ojos en la carátula vio la fachada borrosa de un gran edificio y, al pie, una inscripción en letras mayúsculas: «El colegio Leoncio Prado no es una antesala de la carrera militar». Alargó la mano, tomó el folleto, lo acercó a su rostro y comenzó a hojearlo con sobresalto: vio canchas de fútbol, una piscina tersa, comedores, dormitorios desiertos, limpios y ordenados. En las dos caras de la página central, una fotografía iluminada mostraba una formación de líneas perfectas, desfilando ante una tribuna; los cadetes llevaban fusiles y bayonetas. Los quepis eran blancos y las insignias doradas. En lo alto de un mástil, flameaba una bandera.
—¿No te parece formidable? —dijo el padre. Su voz era siempre cordial, pero él la conocía ya bastante, para advertir ese ligerísimo cambio en la entonación, en la vocalización, que velaba una advertencia.
—Sí —dijo inmediatamente—. Parece formidable.
—¡Claro! —dijo el padre. Hizo una pausa y se volvió a la madre—: ¿No ves? ¿No te dije que sería el primero en entusiasmarse?
—No me parece —repuso la madre, débilmente, y sin mirarlo—. Si quieres que entre ahí, haz lo que te parezca. Pero no me pidas mi opinión. No estoy de acuerdo en que vaya interno a un colegio de militares.
Él levantó la vista.
—¿Interno a un colegio de militares? —Sus pupilas ardían—. Sería formidable, mamá, me gustaría mucho.
—Ah, las mujeres —dijo el padre, compasivamente—. Todas son iguales. Estúpidas y sentimentales. Nunca comprenden nada. Anda, muchacho, explica a esta mujer que entrar al Colegio Militar es lo que más te conviene.
—Ni siquiera sabe lo que es —balbuceó la madre.
—Sí sé —replicó él, con fervor—. Es lo que más me conviene. Siempre te he dicho que quería ir interno. Mi papá tiene razón.
—Muchacho —dijo el padre. Tu madre te cree un estúpido incapaz de razonar. ¿Comprendes ahora todo el mal que te ha hecho?
—Debe ser magnífico —repitió él—. Magnífico.
—Bueno —dijo la madre—. Puesto que no hay nada que discutir, me callo. Pero conste que no me parece.
—No te he pedido tu opinión —dijo el padre—. Estas cosas las resuelvo yo. Simplemente te comunicaba una decisión.
La mujer se puso de pie y salió de la sala. El hombre se calmó al instante.
—Tienes dos meses para prepararte —le dijo—. Los exámenes deben ser fuertes, pero como no eres bruto, los aprobarás sin dificultad. ¿No es cierto?
—Estudiaré mucho —prometió él—. Haré todo lo posible por entrar.
—Eso es —dijo el padre—. Te inscribiré en una Academia y te compraré los cuestionarios desarrollados. Aunque me cueste mucha plata, vale la pena. Es por tu bien. Ahí te harán un hombre. Todavía estás a tiempo para corregirte.
—Estoy seguro que aprobaré —dijo él—. Seguro.
—Bueno, ni una palabra más. ¿Estás contento? Tres años de vida militar te harán otro. Los militares saben hacer sus cosas. Te templarán el cuerpo y el espíritu. ¡Ojalá hubiera tenido yo a alguien que se preocupara de mi porvenir como yo del tuyo!
—Sí. Gracias, muchas gracias —dijo él. Y después de un segundo, añadió, por primera vez—: Papá.
—Hoy puedes ir al cine después del almuerzo —dijo el padre—. Te daré diez soles de propina…
LOS SÁBADOS a la Malpapeada le da la tristeza. Antes no era así. Al contrario, venía con nosotros a la campaña, correteaba y daba brincos al oír los disparos que le pasaban zumbando, y estaba en todas partes, y se excitaba más que los otros días. Pero después se hizo mi pata y cambió de maneras. Los sábados se ponía media rara y se prendía a mí como una lapa, y andaba pegada a mis pies, lamiéndome y mirándome con sus lagañas. Hace tiempo que me di cuenta, cada vez que regresamos de campaña y nos llevan a los baños, o sino después, al volver a la cuadra para ponerme el uniforme de salida, ella se mete debajo de la cama o se zambulle en el ropero y comienza a llorar bajito, de pena porque voy a salir. Y sigue llorando bajito cuando firmamos, y me sigue, caminando con su cabeza agachada, como un alma en pena. Se para en la puerta del colegio, levanta su hocico y se pone a mirarme, y yo la siento cuando estoy lejos, incluso cuando estoy llegando a la avenida de las Palmeras, siento que la Malpapeada sigue en la puerta del colegio, frente a la Prevención, mirando la carretera por donde me he ido y esperando. Eso sí, nunca ha tratado de seguirme fuera del colegio, aunque nadie le ha dicho que se quede adentro, parece que fuera cosa de ella, como una penitencia, eso también es algo raro. Pero cuando regreso los domingos en la noche, ahí está la perra en la puerta, toda nerviosa, corriendo entre los cadetes que entran y su hocico no se está quieto, se mueve y huele y yo sé que me siente desde lejos porque la oigo que se acerca, ladrando, y apenas me ve brinca, para la cola y se tuerce todita de puro contenta. Es un animal bien leal, me compadezco de haberla machucado. No es que siempre la haya tratado bien, muchas veces la he molido sólo porque estaba deprimido o jugando. Y no se puede decir que la Malpapeada se enojara, más bien parecía que le gustaba, seguro creía que eran cariños. «¡Salta Malpapeada, no tengas miedo!», y la perra, arriba del ropero, roncando y ladrando, mirando con un susto, como el perro en la punta de la escalera. «¡Salta, salta Malpapeada!» y no se decidía hasta que yo me acercaba por detrás y un pequeño empujón y la perra cayendo con los pelos parados, rebotando en el suelo. Pero era en broma. Ni yo me compadecía de ella, ni la Malpapeada se molestaba aunque le doliera. Pero hoy fue distinto, le di a la mala, con intención. No se puede decir que yo tenga la culpa de todo. Hay que tener en cuenta las cosas que han pasado. El pobre cholo Cava, a cualquiera se le ponen los nervios como alambres, y el Esclavo con su pedazo de plomo en la cabeza, es natural que todos estemos muñequeados. Además no sé por qué nos hicieron poner el uniforme azul, justamente con ese sol de verano y todos estábamos transpirando y teníamos como diablos azules en la barriga. A qué hora lo traen, cómo estará, habrá cambiado con tantos días de encierro, debe haberse enflaquecido, a lo mejor lo tenían a pan y agua, metido en un cuarto todo el día, con los muñecos del Consejo de Oficiales, salir sólo para cuadrarse ante el coronel y los capitanes, ya me imagino las preguntas, los gritos, le deben haber sacado la mugre. Para qué, aunque serrano, se ha portado como un hombre, ni una palabra para acusar a nadie, aguantó solito el bolondrón, yo fui, yo me tiré el examen de Química, yo solito, nadie sabía, rompí el vidrio y todavía me arañé las manos, miren los rasguños. Y luego otra vez la Prevención, a esperar que el soldado le pase la comida por la ventana —ya se me ocurre qué comida, la de la tropa—. Y a pensar lo que le hará su padre cuando vuelva a la sierra y le diga: «me expulsaron». Su padre debe ser muy bruto, todos los serranos son muy brutos, en el colegio yo tenía un amigo que era puneño y su padre lo mandaba a veces con tremendas cicatrices de los correazos que le daba. Debe haber pasado unos días muy negros el serrano Cava, me compadezco de él. Seguro que nunca lo volveré a ver. Así es la vida, hemos estado tres años juntos y ahora se irá a la sierra y ya no volverá a estudiar, se quedará a vivir con los indios y las llamas, será un chacarero bruto. Eso es lo peor de este colegio, los años aprobados no les valen a los expulsados, han pensado muy bien en la manera de joder a la gente estos cabrones. Debe haberlas pasado muy mal estos días el serrano y toda la sección estuvo pensando en eso, como yo, mientras nos tenían con el uniforme azul, plantados en el patio, con ese sol tan fuerte, esperando que lo trajeran. No se podía levantar la cabeza porque los ojos se ponían a llorar. Y nos tuvieron esperando un rato sin que pasara nada. Después llegaron los tenientes con sus uniformes de parada, y el Mayor jefe de cuartel y de repente llegó el coronel y entonces nos cuadramos. Los tenientes fueron a darle el parte, qué escalofríos que teníamos. Cuando el coronel habló había un silencio que daba miedo toser. Pero no sólo estábamos asustados. También entristecidos, sobre todo los de la primera, no era para menos sabiendo que dentro de un ratito iban a ponernos delante a alguien que ha estado viviendo con nosotros tanto tiempo, un muchacho al que hemos visto calato tantas veces, con el que hemos hecho tantas cosas, habría que ser de piedra para no sentir algo en el corazón. Ya el coronel había empezado a hablar con su vocecita rosquetona. Estaba blanco de cólera y decía cosas terribles contra el serrano, contra la sección, contra el año, contra todo el mundo y ahí comencé a darme cuenta que la Malpapeada estaba jode y jode con el zapato. Fuera Malpapeada, zafa de aquí perra sarnosa, anda a morderle los cordones al coronel, quédate quieta, no te aproveches del momento para fregarme la paciencia. Y no poder darle siquiera una patadita suave para que se largue. El teniente Huarina y el suboficial Morte están cuadrados a menos de un metro y si respiro me sienten, perra no abuses de las circunstancias. Detente animal feroz que el hijo de Dios nació primero que vos. Ni por ésas, nunca la vi tan porfiada, jaló y jaló el cordón hasta que lo rompió y sentí que el pie me quedaba chico dentro del zapato. Pero dije, ya se dio gusto, ahora se mandará mudar, por qué no te largaste Malpapeada, tú tienes la culpa de todo. En vez de quedarse quieta dale a joder con el otro zapato, como si se hubiera dado cuenta que yo no podía moverme ni un milímetro, ni siquiera mirarla, ni siquiera decirle palabrotas. Y en eso lo trajeron al serrano Cava. Venía en medio de dos soldados, como si fueran a fusilarlo y estaba bien pálido. Sentí que me crecía el estómago, que me subía un jugo por la garganta, algo bien doloroso. El serrano, amarillo, marcaba el paso entre los dos soldados, también dos serranos, los tres tenían la misma cara, parecían trillizos, sólo que Cava estaba amarillo. Se acercaban por la pista de desfile y todos los miraban. Dieron la vuelta y se quedaron marcando el paso frente al batallón, a pocos metros del coronel y de los tenientes. Yo decía «por qué siguen marcando el paso» y me di cuenta que ni él ni los soldados sabían qué hacer delante de los oficiales y a nadie se le ocurría decir «firmes». Hasta que Gamboa se adelantó, hizo un gesto, y los tres se cuadraron. Los soldados retrocedieron y lo dejaron solito en el matadero y él no se atrevía a mirar a ningún lado, hermanito no sufras, el Círculo está contigo de corazón y algún día te vengaremos. Yo dije «ahorita se echa a llorar», no te eches a llorar serrano, les darías un gusto a esos mierdas, aguanta firme, bien cuadrado y sin temblar, para que aprendan. Estate quieto y tranquilo, ya verás que se acaba rápido, si puedes sonríe un poco y verás cómo les arde. Yo sentía que toda la sección era un volcán y que teníamos unas ganas de estallar. El coronel se había puesto a hablar de nuevo y le decía cosas al serrano para bajarle la moral, hay que ser perverso, hacer sufrir a un muchacho al que han fregado ya a su gusto. Le daba consejos que todos oíamos, le decía que aprovechara la lección, le contaba la vida de Leoncio Prado, que a los chilenos que lo fusilaron les dijo «quiero comandar yo mismo el pelotón de ejecución», qué tal baboso. Después tocaron la corneta y el Piraña, las mandíbulas machuca y machuca, fue hasta el serrano Cava y yo pensaba «voy a llorar de pura rabia» y la maldita Malpapeada dale y dale a morder el zapato y la basta del pantalón, me la vas a pagar malagradecida, te vas a arrepentir de lo que haces. Aguanta serrano, ahora viene lo peor, después te irás tranquilo a la calle y no más militares, no más consignas, no más imaginarias. El serrano estaba inmóvil pero se seguía poniendo más pálido, su cara que es tan oscura se había blanqueado, desde lejos se notaba que le temblaba la barbilla. Pero aguantó. No retrocedió ni lloró cuando el Piraña le arrancó la insignia de la cristina y las solapas y después el emblema del bolsillo y lo dejó todo harapos, el uniforme roto y otra vez tocaron la corneta y los dos soldados se le pusieron a los lados y comenzaron a marcar el paso. El serrano casi no levantaba los pies. Después se fueron hasta la pista de desfile. Tenía que torcer los ojos para verlo alejarse. El pobre no podía seguir el paso, se tropezaba y a ratos bajaba la cabeza, seguro para ver cómo le había quedado el uniforme de jodido. Los soldados en cambio levantaban bien las piernas para que los viera el coronel. Después los tapó el muro y yo pensé, espérate Malpapeada, sigue comiéndote el pantalón, ahora te toca tu turno, ya la vas a pagar, y todavía no nos hicieron romper filas porque el coronel volvió a hablar sobre los próceres. Ya debes estar en la calle, serrano, esperando el ómnibus, mirando la Prevención por última vez, no te olvides de nosotros, y aunque te olvides, aquí quedan tus amigos del Círculo para ocuparse de la revancha. Ya no eres un cadete, sino un civil cualquiera, puedes acercarte a un teniente o a un capitán y no tienes que saludarlo, ni cederle el asiento ni la vereda. Malpapeada, por qué mejor no das un salto y me muerdes la corbata o la nariz, haz lo que quieras, estás en tu casa. Hacía un calor terrible y el coronel seguía hablando.
CUANDO ALBERTO salió de su casa comenzaba a oscurecer y, sin embargo, sólo eran las seis. Había demorado lo menos media hora en arreglarse, lustrar los zapatos, dominar el impetuoso remolino del cráneo, armar la onda. Incluso, se había afeitado con la navaja de su padre el vello ralo que asomaba sobre el labio superior y bajo las patillas. Fue hasta la esquina de Ocharán y Juan Fanning y silbó. Segundos después, Emilio aparecía en la ventana; también estaba acicalado.
—Son las seis —dijo Alberto—. Vuela.
—Dos minutos.
Alberto miró su reloj, compuso el pliegue del pantalón, extrajo unos milímetros el pañuelo del bolsillo de su chaqueta, se contempló con disimulo en el cristal de una ventana: la gomina cumplía bien su cometido, el peinado se conservaba intacto. Emilio salió por la puerta de servicio.
—Hay gente en la sala —le dijo a Alberto—. Hubo un almuerzo. Uf, qué asco. Todos están hecho polvo y la casa huele a whisky de arriba abajo. Y con la borrachera mi padre me ha fregado. Se hace el gracioso y no quiere darme la propina.
—Yo tengo plata —dijo Alberto—. ¿Quieres que te preste?
—Si vamos a algún sitio, sí. Pero si nos quedamos en el Parque Salazar no vale la pena. Oye, ¿cómo hiciste para que te dieran propina? ¿Tu padre no ha visto la libreta de notas?
—Todavía no. Sólo la ha visto mi madre. El viejo reventará de rabia. Es la primera vez que me jalan en tres cursos. Tendré que estudiar todo el verano. Apenas podré ir a la playa. Bah, ni pensar en eso. Además, a lo mejor ni se enoja. Hay grandes líos en mi casa.
—¿Por qué?
—Anoche mi padre no vino a dormir. Apareció esta mañana, lavado y afeitado. Es un fresco.
—Sí, es un bárbaro —asintió Emilio—. Tiene montones de mujeres. ¿Y qué le dijo tu madre?
—Le tiró un cenicero. Y después se echó a llorar a gritos. Toda la vecindad debe haber oído.
Caminaban hacia Larco, por la calle Juan Fanning. Al verlos pasar, el japonés de la tienducha de los jugos de fruta donde se refugiaban hacía años después de los partidos de fulbito, los saludó con la mano. Acababan de encenderse las luces de la calle, pero las veredas continuaban en la sombra, las hojas y las ramas de los árboles detenían la luz. Al cruzar la calle Colón echaron una mirada hacia la casa de Laura. Allí solían reunirse las muchachas del barrio, antes de ir al Parque Salazar, pero todavía no habían llegado: las ventanas del salón estaban a oscuras.
—Creo que iban a ir donde Matilde —dijo Emilio—. El Bebe y Pluto se fueron allá después del almuerzo. —Se rió—. El Bebe anda medio loco. Irse a la Quinta de los Pinos y día domingo. Si no lo han visto los padres de Matilde, los matones le habrán roto el alma. Y también a Pluto, que no tiene nada que ver en el asunto.
Alberto se rió.
—Está loco por esa chica —dijo—. Templado hasta el cien.
La Quinta de los Pinos está lejos del barrio, al otro lado de la avenida Larco, más allá del Parque Central, cerca de los rieles del tranvía a Chorrillos. Hace algunos años, esa quinta pertenecía a territorio enemigo, pero los tiempos han cambiado, los barrios ya no constituyen dominios infranqueables. Los forasteros ambulan por Colón, Ocharán y la calle Porta, visitan a las muchachas, asisten a sus fiestas, las enamoran, las invitan al cine. A su vez, los varones han tenido que emigrar. Al principio iban en grupos de ocho o diez a recorrer otros barrios miraflorinos, los más próximos, como el de 28 de Julio y la calle Francia y luego los distantes, como el de Angamos y el de la avenida Grau, donde vive Susuki, la hija del contralmirante. Algunos encontraron enamoradas en esos barrios extranjeros y se incorporaron a ellos, aunque sin renunciar a la morada solar, Diego Ferré. En ciertos barrios hallaron resistencia: burlas y sarcasmos de los hombres, desaires de las mujeres. Pero en la Quinta de los Pinos la hostilidad de los muchachos del lugar se traducía en violencia. Cuando el Bebe comenzaba a rondar a Matilde, una noche lo asaltaron y le echaron un balde de agua. Sin embargo, el Bebe sigue asediando la quinta y con él otros muchachos del barrio, porque allí no sólo vive Matilde, sino también Graciela y Molly, que no tienen enamorado.
—¿No son ésas? —dijo Emilio.
—No. ¿Estás ciego? Son las García.
Estaban en la avenida Larco, a veinte metros del Parque Salazar. Una serpiente avanza, despacio, por la pista, se enrosca sobre sí misma frente a la explanada, se pierde en la mancha de vehículos estacionados al borde del Parque y luego aparece al otro extremo, disminuida: gira y toma nuevamente la avenida Larco, en sentido contrario. Algunos automóviles llevan la radio prendida: Alberto y Emilio escuchan músicas de baile y un torrente de voces jóvenes, risas. A diferencia de cualquier otro día de la semana, hoy las veredas de Larco que colindan con el Parque Salazar están cubiertas de gente. Pero nada de eso les llama la atención: el imán que todas las tardes de domingo atrae hacia el parque Salazar a los miraflorinos menores de veinte años ejerce su poder sobre ellos desde hace tiempo. No son ajenos a esa multitud sino parte de ella: van bien vestidos, perfumados, el espíritu en paz; se sienten en familia. Miran a su alrededor y encuentran rostros que les sonríen, voces que les hablan en un lenguaje que es el suyo. Son los mismos rostros que han visto mil veces en la piscina del Terrazas, en la playa de Miraflores, en la Herradura, en el Club Regatas, en los cines Ricardo Palma, Leuro o Montecarlo, los mismos que los reciben en las fiestas de los sábados. Pero no sólo conocen las facciones, la piel, los gestos de esos jóvenes que avanzan como ellos hacia la cita dominical del Parque Salazar; también están al tanto de su vida, de sus problemas y de sus ambiciones; saben que Tony no es feliz a pesar del coche sport que le regaló su padre en Navidad, pues Anita Mendizábal, la muchacha que ama, es esquiva y coqueta: todo Miraflores se ha mirado en sus ojos verdes que sombrean unas pestañas largas y sedosas; saben que Vicky y Manolo, que acaban de pasar junto a ellos tomados de la mano, no llevan mucho tiempo, apenas una semana y que Paquito sufre porque es el hazmerreír de Miraflores, con sus forúnculos y su joroba; saben que Sonia partirá mañana al extranjero, tal vez por mucho tiempo, pues su padre ha sido nombrado embajador y que ella está triste ante la perspectiva de abandonar su colegio, sus amigas y las clases de equitación. Pero, además, Alberto y Emilio saben que están unidos a esa multitud por sentimientos recíprocos: a ellos también los conocen los otros. En su ausencia se evocan sus proezas o fracasos sentimentales, se analizan sus romances, se los considera al elaborar las listas de invitados para las fiestas. Vicky y Manolo, justamente, deben estar hablando de ellos en ese momento: «¿viste a Alberto? Helena le hizo caso después de largarlo cinco veces. Lo aceptó la semana pasada y ahora lo va a largar de nuevo. Pobrecito».
El Parque Salazar está lleno de gente. Apenas franquean el sardinel que contornea los pulidos cuadriláteros de hierba, que a su vez circundan una fuente con peces rojos y amarillos y un monumento ocre, Alberto y Emilio cambian de expresión: sus bocas se despliegan ligeramente, los pómulos se recogen, las pupilas chispean, se inquietan, en una media sonrisa idéntica a la que aparece en los rostros que cruzan. Grupos de muchachos se mantienen inmóviles, apoyados en el muro del Malecón y contemplan la rueda humana que gira al borde de los cuadriláteros, dividida en hileras que circulan en direcciones opuestas. Las parejas se saludan unas a otras, con un saludo que no altera la media sonrisa fija, sino apenas la posición de las cejas y los párpados, un movimiento rápido y mecánico que arruga momentáneamente la frente, un reconocimiento más que un saludo, una especie de santo y seña. Alberto y Emilio dan dos vueltas al Parque, reconocen a sus amigos, a los conocidos, a los intrusos que vienen desde Lima, Magdalena o Chorrillos, para contemplar a esas muchachas que deben recordarles a las artistas de cine. Desde sus puestos de observación, los intrusos lanzan frases hacia la rueda humana, anzuelos que quedan flotando entre los bancos de muchachas.
—No han venido —dijo Emilio—. ¿Qué hora tienes?
—Las siete. Pero a lo mejor están por ahí y no las vemos. Laura me dijo esta mañana que vendrían de todos modos. Iba a pasar a buscar a Helena.
—Te ha dejado plantado. No sería raro. Helena se pasa la vida haciéndote perradas.
—Ahora ya no —dijo Alberto—. Eso era antes. Pero ahora está conmigo. Es distinto.
Dieron otras vueltas, observando ansiosamente a todos lados, sin encontrarlas. En cambio, divisaron a algunas parejas del barrio: el Bebe y Matilde, Tico y Graciela, Pluto y Molly.
—Ha pasado algo —dijo Alberto—. Ya deberían estar acá.
—Si vienen, te acercas tú solo —repuso Emilio, malhumorado—. Yo no acepto estas cosas, soy muy orgulloso.
—A lo mejor no es culpa de ellas. De repente no las dejaron salir.
—Cuentos. Cuando una chica quiere salir, sale aunque se acabe el mundo.
Siguieron dando vueltas, sin hablar, fumando. Media hora después, Pluto les hizo una seña. «Ahí están, les dijo, señalando una esquina. ¿Qué esperan?» Alberto se lanzó en esa dirección, atropellando a las parejas. Emilio lo siguió; murmuraba entre dientes. Naturalmente, no estaban solas; las rodeaba un círculo de intrusos. «Permiso», dijo Alberto y los sitiadores se retiraron, sin protestar. Momentos después, Emilio y Laura, Alberto y Helena, giraban también, lentamente, tomados de la mano.
—Creí que ya no ibas a venir.
—No pude salir antes mi mamá estaba sola y tuve que esperar a mi hermana, que había ido al cine. Y no puedo quedarme mucho rato. Tengo que volver a las ocho.
—¿Nada más que hasta las ocho? Pero si casi son las siete y media.
—Todavía no. Sólo son las siete y cuarto.
—Es lo mismo.
—¿Qué te pasa? ¿Estás de mal humor?
—No, pero trata de comprender mi situación, Helena. Es terrible.
—¿Qué cosa es terrible? No entiendo lo que quieres decir.
—Quiero decir la situación de nosotros. No nos vemos nunca.
—¿No ves? Te advertí que iba a pasar esto. Por eso no quería aceptarte.
—Pero eso no tiene nada que ver. Si estamos juntos, lo más natural es que nos veamos un poco. Cuando no eras mí enamorada te dejaban salir como a las otras chicas. Pero ahora te tienen encerrada, ni que fueras una criatura. Yo creo que la culpa es de Inés.
—No hables mal de mi hermana, no me gusta que se metan con mi familia.
—Yo no me meto con tu familia, pero tu hermana es una antipática. Me odia.
—¿A ti? Ni sabe cómo te apellidas.
—Eso crees. Siempre que la veo en el Terrazas, la saludo y no me contesta. Pero varias veces la he pescado mirándome a la disimulada.
—A lo mejor le gustas.
—¿Quieres dejar de burlarte de mí? ¿Qué te pasa?
—Nada.
Alberto aprieta levemente la mano de Helena y la mira a los ojos; ella está muy seria.
—Trata de comprenderme, Helena. ¿Por qué eres así?
—¿Cómo soy? —responde ella, con sequedad.
—No sé, a ratos parece que te molestara estar conmigo. Y yo estoy cada vez más enamorado de ti. Por eso me desespera no verte.
—Yo te lo advertí. No me eches la culpa.
—He estado tras de ti más de dos años. Y cada vez que me largabas, pensaba: «pero algún día me hará caso y entonces me olvidaré de los malos ratos que estoy pasando». Pero ha resultado peor. Antes, al menos te veía seguido.
—¿Sabes una cosa? No me gusta que me hables así.
—¿Que te hable cómo?
—Que me digas eso. Hay que ser un poco orgulloso. No me ruegues.
—Si no te estoy rogando. Te digo la verdad. ¿Acaso no eres mi enamorada? ¿Para qué quieres que sea orgulloso?
—No lo digo por mí, sino por ti. No te conviene.
—Yo soy como soy.
—Bueno, allá tú.
Él vuelve a apretarle la mano y trata de encontrar sus ojos, pero esta vez ella rehúye la mirada. Está mucho más seria y grave.
—No peleemos —dice Alberto—. Estamos tan poco juntos.
—Tengo que hablar contigo —dice ella, bruscamente.
—Sí. ¿Qué cosa?
—He estado pensando.
—¿Pensando en qué, Helena?
—En que mejor sería que quedáramos como amigos.
—¿Como amigos? ¿Quieres pelear conmigo? ¿Por lo que te he dicho? No seas sonsa. No me hagas caso.
—No, no era por eso. Lo pensé desde antes. Creo que mejor estábamos como antes. Somos muy distintos.
—Pero a mí eso no me importa. Yo estoy enamorado de ti, seas como seas.
—Pero yo no. Lo he pensado mejor y no estoy enamorada de ti.
—Ah —dice Alberto—. Ah, bueno.
Siguen en la rueda, avanzando lentamente; han olvidado que están de la mano. Recorren todavía unos veinte metros, mudos y sin mirarse. A la altura de la pileta, ella abre apenas los dedos, sin ninguna violencia, como sugiriendo algo, y él comprende y la suelta. Pero no se detienen. Así, uno junto al otro y siempre callados, dan toda una vuelta al Parque, mirando a las parejas que vienen en dirección opuesta, sonriendo a los conocidos. Cuando llegan a la avenida Larco, se detienen. Se miran.
—¿Lo has pensado bien? —dice Alberto.
—Sí —responde ella—. Creo que sí.
—Bueno. En ese caso no hay nada que decir.
Ella asiente y sonríe un segundo, pero luego adopta nuevamente un rostro de circunstancias. Él le estira la mano. Helena te alcanza la suya y dice, con voz muy amable y aliviada:
—¿Pero seguiremos como amigos, no?
—Claro —responde él—. Claro que sí.
Alberto se aleja por la avenida, entre el dédalo de coches estacionados con el parachoque tocando el sardinel del Parque. Va hasta Diego Ferré y tuerce. La calle está vacía. Camina por el centro de la pista, a trancos largos. Antes de llegar a Colón escucha pasos precipitados y una voz que lo llama por su nombre. Se vuelve. Es el Bebe.
—Hola —dice Alberto—. ¿Qué haces aquí? ¿Y Matilde?
—Ya se fue. Tenía que volver temprano.
El Bebe se acerca y da una palmada a Alberto, en el hombro. Luce una cara amistosa, fraternal.
—Lo siento por lo de Helena —le dice—. Pero creo que es mejor. Esa chica no te conviene.
—¿Cómo sabes? Si acabamos de pelear.
—Yo sabía desde anoche. Todos sabíamos. Pero no te dijimos nada, para no amargarte.
—No te entiendo, Bebe. Háblame claro, por favor.
—¿No te vas a amargar?
—No hombre, dime de una vez qué pasa.
—Helena se muere por Richard.
—¿Richard?
—Sí, ese de San Isidro.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Nadie. Pero todos se han dado cuenta. Anoche estuvieron juntos donde Nati.
—¿Quieres decir en la fiesta de Nati? Mentira, Helena no.
—Sí fue, eso es lo que no queríamos decirte.
—Me dijo que no iba a ir.
—Por eso te digo que esa chica no te convenía.
—¿Tú la viste?
—Sí. Estuvo bailando toda la noche con Richard. Y Ana se acercó a decirle: ¿ya peleaste con Alberto? Y ella le dijo, no, pero peleo mañana de todas maneras. No te vayas a amargar por lo que te he contado.
—Bah —dice Alberto—. Me importa un pito. Ya me estaba cansando de Helena, te juro.
—Buena, hombre —dice el Bebe y le da otra palmada—. Así me gusta. Lánzate sobre otra chica, ésa es la mejor venganza, la que más arde, la más dulce. ¿Por qué no le caes a la Nati? Está regia. Y ahora está solita.
—Sí —dice Alberto—. Tal vez. No es mala idea.
Recorren la segunda cuadra de Diego Ferré y en la puerta de la casa de Alberto se despiden. El Bebe lo palmea dos o tres veces, en señal de solidaridad. Alberto entró y tomó directamente la escalera hacia su cuarto. La luz estaba encendida. Abrió la puerta; su padre, de pie, tenía la libreta de notas en la mano; su madre, sentada en la cama, parecía pensativa.
—Buenas —dijo Alberto.
—Hola, joven —dijo el padre.
Vestía de oscuro, como de costumbre y parecía recién afeitado. Sus cabellos brillaban. Tenía una expresión aparentemente dura, pero sus ojos perdían por instantes la gravedad y, ansiosos, se proyectaban sobre los zapatos relucientes, la corbata de motas grises, el albo pañuelo del bolsillo, las manos impecables, los puños de la camisa, los pliegues del pantalón. Se examinaba con una mirada ambigua, inquieta y complacida, y luego los ojos recuperaban la supuesta dureza.
—Vine más temprano —dijo Alberto—. Me dolía un poco la cabeza.
—Debe ser la gripe —dijo la madre—. Acuéstate, Albertito.
—Antes, vamos a hablar un poco, jovencito —dijo el padre, agitando la libreta de notas—. Acabo de leer esto.
—Algunos cursos están mal —dijo Alberto—. Pero lo importante es que salvé el año.
—Cállate —dijo el padre—. No digas estupideces. (La madre lo miró, contrariada.) Esto no ha ocurrido nunca en mi familia. Se me cae la cara de vergüenza. ¿Sabes cuánto tiempo hace que nosotros ocupamos los primeros puestos en el colegio, en la Universidad, en todas partes? Hace dos siglos. Si tu abuelo hubiera visto esta libreta, se habría muerto de la impresión.
—También mi familia —protestó la madre—. ¿Qué te crees? Mi padre, fue ministro dos veces.
—Pero esto se acabó —dijo el padre, sin prestar atención a la madre—. Es un escándalo. No voy a dejar que eches mi apellido por el suelo. Mañana comienzas tus clases con un profesor particular para prepararte al ingreso.
—¿Ingreso a dónde? —preguntó Alberto.
—Al Leoncio Prado. El internado te hará bien.
—¿Interno? —Alberto lo miró asombrado.
—No me convence del todo ese colegio —dijo la madre—. Se puede enfermar. El clima de la Perla es muy húmedo.
—¿No te importa que vaya a un colegio de cholos? —dijo Alberto.
—No, si es la única manera de que te compongas —dijo el padre—. Con los curas puedes jugar, pero no con los militares. Además, en mi familia todos hemos sido siempre muy demócratas. Y, por último, el que es gente es gente en todas partes. Ahora acuéstate y desde mañana a estudiar. Buenas noches.
—¿A dónde vas? —exclamó la madre.
—Tengo un compromiso urgente. No te preocupes. Volveré temprano.
—Pobre de mí —suspiró la madre, inclinando la cabeza.
PERO CUANDO rompimos filas me hice el disimulado. Ven Malpapeada, perrita, qué graciosa eres, chusquita, ven. Y vino. Todo es culpa suya, por confiada, si en ese momento se escapa después hubiera sido otra cosa. Me compadezco de ella. Pero al ir al comedor todavía estaba furioso, me importaba un pito que la Malpapeada estuviera en el pasto con su pata encogida. Se va a quedar coja, estoy casi seguro. Mejor le hubiera salido sangre, esas heridas se curan, la piel se cierra y queda sólo una cicatriz. Pero no le salió sangre, ni ladró. La verdad, yo le había tapado el hocico con una mano y con la otra le daba vueltas a la pata, como al pescuezo de la gallina que se tiró el serrano Cava, pobre. Le estaba doliendo, sus ojos decían que le estaba doliendo, toma perra para que aprendas a fregar cuando estoy en la fila, para que te aproveches, soy tu pata pero no tu cholito, nunca muerdas cuando hay oficiales delante. La perra temblaba calladita pero sólo cuando la solté me di cuenta que la había fregado, no podía pararse, se caía y su pata se había arrugado, se levantaba y se caía, se levantaba y se caía, y comenzó a aullar suavecito y de nuevo me dieron ganas de zumbarle. Pero en la tarde me vino la compasión, cuando al volver de las aulas la encontré quietecita en la hierba, en el mismo sitio de la mañana. Le dije: «venga acá, perra malcriada, venga a pedirme perdón». Ella se levantó y se cayó, dos o tres veces se levantó y se cayó y al fin pudo moverse, pero sólo con tres patas y cómo aullaba, seguro le dolía muchísimo. La he fregado, se quedará coja para siempre. Me dio pena y la cargué y quise sobarle la pata y dio un chillido, así que dije tiene algo quebrado, mejor ni la toco. La Malpapeada no es rencorosa, todavía me lamía la mano y se quedaba con la cabeza colgando entre mis brazos, yo comencé a arañarle el pescuezo y la barriga. Pero apenas la ponía en el suelo para hacerla caminar se caía o sólo daba un brinquito y le resultaba difícil hacer equilibrio con tres patas y aullaba, se nota que cuando hace cualquier esfuerzo lo siente en la pata que le machuqué. El serrano Cava no quería a la Malpapeada, la detestaba. Varias veces lo pesqué tirándole piedras, pateándola al descuido cuando yo no lo veía. Los serranos son bien hipócritas y en eso Cava era bien serrano. Mi hermano siempre dice: si quieres saber si un tipo es serrano, míralo a los ojos, verás que no aguanta y tuerce la vista. Mi hermano los conoce bien, para algo ha sido camionero. De chico yo quería ser camionero como él. Iba a la sierra, a Ayacucho, dos veces por semana, para regresar al día siguiente y eso durante años, y no recuerdo una sola vez que no llegara hablando pestes de los serranos. Se tomaba unas copas y ahí mismo empezaba a buscar un serrano, para zumbarle. Dice que lo pescaron borracho y debe ser la pura verdad, me parece imposible que si lo agarran seco lo hubieran machucado en esa forma. Algún día iré a Huancayo y sabré quiénes fueron y les pesará en el alma lo que le hicieron. Oiga, dijo el policía, ¿aquí vive la familia Valdivieso? Sí, le contesté, si es que habla de la familia de Ricardo Valdivieso y me acuerdo que mi madre me jaló de las cerdas y me metió adentro y se adelantó toda asustada y mirando al cachaco con una desconfianza le dijo: «hay muchos Ricardo Valdivieso en el mundo y además nosotros no tenemos que pagar las culpas de nadie. Somos pobres, pero honrados, señor policía, usted no tiene que hacer caso de lo que dice la criatura». Pero yo ya tenía más de diez años, no era ninguna criatura. El cachaco se rió y dijo: «no es que Ricardo Valdivieso haya hecho nada, sino que está en la Asistencia Pública más cortado que una lombriz. Lo han chaveteado por todas partes y dijo que avisaran a la familia». «Fíjate cuánta plata queda en esa botella, me dijo mi madre. Habrá que llevarle unas naranjas.» Por gusto le compramos fruta, ni pudimos dársela, estaba todo vendado, sólo se le veían los ojos. El policía ese estuvo conversando con nosotros y nos decía, qué tal bruto, ¿usted sabe señora dónde lo cortaron? En Huancayo. ¿Y sabe dónde lo recogieron? Cerca de Chosica, qué tal bruto. Se subió a su camión y se vino a Lima lo más fresco. Cuando lo encontraron ahí, salido de la carretera, se había quedado dormido sobre el timón, yo creo que más de borracho que de herido. Y si usted viera cómo está ese camión, todo pegajoso de la sangre que este bruto vino chorreando por el camino, señora, perdóneme que se lo diga, pero es un bruto como no hay dos. ¿Usted sabe lo que le dijo el doctor? Todavía estás borracho, hombre, tú no has venido desde Huancayo en ese estado, te hubieras más que muerto a medio camino, si te han metido más de treinta chavetazos. Y mi madre le decía, «sí señor policía, su padre también era así, una vez me lo trajeron medio muerto, casi ni podía hablar y quería que le fuera a comprar más licor y como no podía levantar los brazos de tanto que le dolían, yo misma tenía que meterle a la boca la botella de pisco, se da usted cuenta qué familia. El Ricardo ha salido a su padre, para mi desgracia. Un día, como su padre se irá y no volveremos a saber dónde anda ni qué hace. En cambio, el padre de éste (y me dio un manazo) era tranquilo, un hombre de su casa, todo lo contrario del otro. De su trabajo a su hogar y al fin de la semana me entregaba su sobre con la plata y yo le daba para sus cigarrillos y sus pasajes y el resto lo guardaba. Un hombre muy distinto del otro, señor policía, y casi no probaba licor. Pero mi hijo mayor, quiero decir ése que está ahí vendado, le tenía tirria. Y le hacía pasar muy malos ratos. Cuando el Ricardo, que todavía era un muchacho, llegaba tarde, mi pobre compañero se ponía a temblar, ya sabía que este bruto vendría borracho y empezaría a preguntar ¿dónde está ese señor que dice que es mi padrastro para conversar un poquito con él? Y mi pobre compañero se escondía en la cocina, hasta que el Ricardo lo encontraba y lo hacía correr por toda la casa. Y tanto lo cargó, que éste también se me fue. Pero con razón.» Y el cachaco se reía como una chancha de contento y el Ricardo se movía en su cama, furioso de no poder abrir la boca para decirle a su madre que se callara y no lo hiciera quedar tan mal. Mi madre le regaló una naranja al cachaco y las otras las llevamos a la casa. Y cuando el Ricardo se curó me dijo: «cuídate siempre de los serranos, que son lo más traicionero que hay en el mundo. Nunca se te paran de frente, siempre hacen las cosas a la mala, por detrás. Esperaron que yo estuviera bien borracho, con pisco que ellos mismos me convidaron, para echárseme encima. Y ahora como me han quitado el brevete, no podré volver a Huancayo a arreglarles cuentas». Será por eso que los serranos siempre me han caído atravesados. Pero en el colegio había pocos, dos o tres. Y estaban acriollados. En cambio, cómo me chocó cuando entré aquí la cantidad de serranos. Son más que los costeños. Parece que se hubiera bajado toda la puna, ayacuchanos, puneños, ancashinos, cuzqueños, huancaínos, carajo y son serranos completitos, como el pobre Cava. En la sección hay varios pero a él se le notaba más que a nadie. ¡Qué pelos! No me explico cómo un hombre puede tener esos pelos tan tiesos. Me consta que se avergonzaba. Quería aplastárselos y se compraba no sé qué brillantina y se bañaba en eso la cabeza para que no se le pararan los pelos y le debía doler el brazo de tanto pasarse el peine y echarse porquerías. Ya parecía que se estaban asentando, cuando, juácate, se levantaba un pelo, y después otro, y después cincuenta pelos, y mil, sobre todo de las patillas, ahí es donde los pelos se les paran como alas a los serranos y también atrás, encima del cogote. El serrano Cava ya estaba medio loco de tanto que lo batían por sus pelos y su brillantina que echaba un olor salvaje a podredumbre. Siempre voy a acordarme de tanto que lo batían cuando aparecía con su cabeza brillando y todos lo rodeaban y comenzaban a contar, uno, dos, tres, cuatro, a grito pelado, y antes que llegáramos a diez ya habían saltado los pelos, y él aguantando verde y los pelos saltando uno tras otro y antes que contáramos cincuenta todos sus pelos estaban como un sombrero de espinas. Eso es lo que más los friega, la pelambre. Pero a Cava más que a los otros, qué manera de tener pelos, casi no se le ve la frente, le crecen sobre las cejas, no debe ser cómodo tener esa peluca, ser un hombre sin frente, y eso era otra cosa que le fregaba mucho. Una vez lo encontraron afeitándose la frente, el negro Vallano, creo. Entró a la cuadra y dijo: «corran que el serrano Cava se está sacando los pelos de la frente, es algo que vale la pena». Fuimos corriendo al baño de las aulas, porque hasta ahí se había ido para que nadie lo pescara, y ahí estaba el serrano con la frente enjabonada como si fuera la barba, y se metía la navaja con mucho cuidadito para no cortarse y qué tal manera de batirlo. Se puso medio loco de cólera y ésa fue la vez que se trompeó con el negro Vallano, ahí mismo, en el baño. Qué manera de sonarse, pero el negro era más fuerte, le dio sin misericordia. Y el Jaguar dijo: «oigan, tanto que quiere quitarse los pelos, por qué no lo ayudamos». No creo que hiciera bien, el serrano era del Círculo, pero él no pierde la oportunidad de fregar. Y el negro Vallano, que estaba enterito a pesar de la pelea, fue el primero que se lanzó sobre el serrano y después yo y cuando lo tuvimos bien cogido, el Jaguar le echó la misma espuma que quedaba en la brocha, le embadurnó toda la frente peluda y cerca de media cabeza y comenzó a afeitarlo. Quieto serrano, la navaja se te va a meter al cráneo si te mueves. El serrano Cava hinchaba los músculos bajo mis brazos, pero no podía moverse y miraba al Jaguar con una furia. Y el Jaguar, rapa y rapa, aféitale media mitra, qué manera de batir. Y después el serrano se quedó quieto y el Jaguar le limpió la espuma con pelos y de pronto le aplastó la mano en la cara: «come, serrano, no tengas asco, espumita rica, come». Y qué manera de reírnos cuando se paró y corrió a mirarse en el espejo. Creo que nunca me he reído tanto como esa vez, al ver a Cava caminando delante de nosotros por la pista de desfile, con la mitad de la cabeza afeitada y la otra mitad con los pelos tiesos, y el poeta daba saltos y gritaba: «aquí está el último mohicano, den parte a la Prevención», y todo el mundo se acercaba y el serrano iba rodeado de cadetes que lo señalaban con el dedo y en el patio lo vieron dos suboficiales y también comenzaron a reírse y entonces al serrano no le quedó más remedio que reírse. Y después en la fila el teniente Huarina dijo: «¿qué les pasa, mierdas, que andan riéndose como locas? A ver, brigadieres, vengan aquí». Y los brigadieres, nada mi teniente, efectivo completo y los suboficiales dijeron: «un cadete de la primera anda con la cabeza medio pelada». Y Huarina dijo: «aquí el cadete». No había quién se aguantara la risa cuando el serrano Cava se cuadró frente a Huarina y éste le dijo «quítese la cristina» y él se la quitó. «Silencio, dijo Huarina, ¿qué es eso de reírse en la formación?», pero él también miraba la cabeza del serrano y se le torcía la boca. «¿Qué ha pasado, oiga?», y el serrano, nada mi teniente, cómo que nada, usted cree que el colegio Militar es un circo, no mi teniente, por qué tiene la cabeza así, me he cortado el pelo por el calor mi teniente, y Huarina entonces se rió y le dijo a Cava: «es usted una putita perdida, pero éste no es un colegio de locas, vaya a la peluquería y que lo rapen, así se le van a quitar los calores y no saldrá hasta que tenga el pelo como dice el reglamento». Pobre serrano, no era mala gente, después nos llevamos bien. Al principio me caía mal, sólo por ser serrano, por las cosas que le hicieron al Ricardo. Siempre andaba batiéndolo. Cuando se reunía el Círculo y había que sortear a uno que zumbara a uno de cuarto y salía el serrano, yo decía mejor elegimos a otro, éste se hará chapar y nos caerán encima. Y Cava se quedaba callado, asimilando. Y después cuando el Círculo se deshizo y el Jaguar nos propuso: «el Círculo se acabó pero si quieren formamos otro, nosotros cuatro», yo dije nada con serranos, son unos cobardes y el Jaguar dijo: «esto, hay que arreglarlo de una vez, nada de estas bromas entre nosotros». Lo llamó a Cava y le dijo: «el Boa nos ha dicho que eres un cobarde y que no debes formar parte del Círculo, tienes que demostrarle que está equivocado». Y el serrano dijo bueno. Esa noche nos fuimos los cuatro al estadio, y nos quitamos las hombreras para que al pasar por cuarto y quinto no vieran que éramos perros y nos llevaran a tender camas. Y logramos pasar y llegamos al estadio y el Jaguar dijo: «peleen sin decir lisuras ni gritar, las cuadras de cuarto y quinto están llenas de hijos de perra a estas horas». Y el Rulos dijo: «mejor sería que se quitaran las camisas, no vayan a romperla y mañana hay revista de prendas». Así que nos quitamos las camisas y el Jaguar dijo: «comiencen cuando quieran». Yo ya sabía que el serrano no podía, pero cómo iba a pensar que resistiera tanto. Eso también había sido cierto, los serranos son bien duros para el castigo, aunque no lo parezcan, siendo tan bajitos. Y Cava es bajo, pero eso sí, muy maceteado. No tiene cuerpo, es todo cuadrado, ya me había fijado. Y cuando le daba, parecía que no le hacía nada, aguantaba lo más fresco. Pero es muy bruto, muy serrano, se me prendía del pescuezo y la cintura y no había modo de zafarse, le molía la espalda y la cabeza para que se alejara, pero al ratito volvía como un toro, qué resistencia. Y daba pena ver lo poco ágil que era. Eso también lo sabía, los serranos no saben usar los pies. Sólo los chalacos manejan las patas como se debe, mejor que las manos, ellos deben haber inventado la chalaca, pero no es fácil, cualquiera no levanta las dos patas a la vez y las planta en la cara del enemigo. Los serranos pelean sólo con las dos manos. Ni siquiera saben usar la cabeza como los criollos, y eso que la tienen dura. Creo que los chalacos son los mejores peleadores del mundo. El Jaguar dice que es de Bellavista, pero yo creo que es chalaco, en todo caso está tan cerquita. No conozco a nadie que maneje como él la cabeza y los pies. Casi no usa las manos para pelear, chalaca y cabezazo todo el tiempo, no quisiera pelearme nunca con el Jaguar. Mejor paramos, serrano, le dije. «Como tú quieras, me contestó, pero nunca más digas que soy un cobarde.» «Pónganse las camisas, dijo el Rulos, y límpiense las caras, ahí viene alguien, creo que son suboficiales.» Pero no eran suboficiales sino cadetes de quinto. Y eran cinco. «¿Por qué están sin cristinas?», dijo uno. «Ustedes son de cuarto o perros, no disimulen.» Y otro gritó: «cuádrense y vayan sacando la plata y los cigarrillos». Yo estaba muy cansado, me quedé quieto mientras el tipo ése me rebuscaba los bolsillos. Pero el que estaba registrando al Rulos dijo: «éste está lleno de plata y de incas, qué tesoro». Y el Jaguar les dijo, con su risita: «ustedes son muy valientes porque están en quinto, ¿no?». Y uno preguntó: «¿qué ha dicho este perro?». No se les veían las caras porque estaba oscuro. Y otro tipo dijo: «¿quiere repetir lo que ha dicho, perro?». Y el Jaguar le dijo: «si usted no estuviera en quinto, mi cadete, seguro que no se atrevía a sacarnos la plata y los cigarrillos». Y los cadetes se rieron. Le preguntaron: «¿usted es muy maldito, por lo que parece?». «Sí, les dijo el Jaguar. Una barbaridad de maldito. Y también creo que no se atreverían a meterme las manos al bolsillo si estuviéramos en la calle.» «Qué me cuentan, qué me cuentan», dijo otro, «¿oyen lo que estoy oyendo?». Y otro dijo: «si usted quiere, cadete, podría quitarme las insignias y tirarlas al suelo y se me ocurre que también sin insignias le meto la mano donde se me antoje». «No, mi cadete, dijo el Jaguar, no creo que se atrevería.» «Vamos a probar», dijo el cadete. Y se quitó el sacón y las insignias y al ratito el Jaguar lo había tumbado y lo machucaba contra el suelo, así que el tipo se puso a gritar: « ¡qué esperan para ayudarme!». Y los otros se echaron sobre el Jaguar y el Rulos dijo: «esto sí que no lo permito». Y yo me fui sobre el montón, qué pelea más rara, nadie veía nada, y a ratos me caían como pedradas y yo pensaba: «se me hace que son las patas del Jaguar». Y ahí estuvimos en el cargamontón hasta que sonó el pito y todos salimos corriendo. Qué manera de estar molidos. En la cuadra, cuando nos quitamos las camisas, los cuatro estábamos hinchados de arriba abajo y nos moríamos de risa. Toda la sección se amontonó en el baño y decían: «cuenten». Y el poeta nos echó pasta de dientes en la cara para bajar la hinchazón. Y en la noche el Jaguar dijo: «ha sido como el bautizo del nuevo Círculo». Y después yo fui hasta la cama del pobre Cava y le dije: «oye, quedemos como amigos». Y él me dijo: «por supuesto».
BEBIERON LAS Colas sin hablar. Paulino los miraba descaradamente, con sus ojos malignos. El padre de Arana bebía del pico de la botella, a tragos cortos; a veces, se quedaba con la botella suspendida sobre la boca y los ojos ausentes. Reaccionaba haciendo una mueca y volvía a tomar otro trago. Alberto bebía sin ganas, el gas le hacía cosquillas en el estómago. Procuraba no hablar, temía que el hombre se lanzara a nuevas confidencias. Miraba a un lado y a otro. No se veía a la vicuña, probablemente estaba en el estadio. El animal huía al otro extremo del colegio cuando los cadetes estaban libres. Durante las clases, en cambio, venía a recorrer el campo de hierba a pasos lentos y gimnásticos. El padre de Arana pagó las bebidas y dio a Paulino una propina. El edificio de las aulas no se veía, aún estaban sin encender las luces de la pista de desfile y la neblina había descendido hasta el suelo.
—¿Sufría mucho? —preguntó el hombre—. El sábado, al traerlo aquí. ¿Sufría mucho?
—No, señor. Estaba desmayado. Lo subieron a un coche en la avenida Progreso. Y lo trajeron directamente a la enfermería.
—Sólo nos avisaron el sábado en la tarde —dijo el hombre, con voz fatigada—. A eso de las cinco. Hacía como un mes que no salía y su madre quería venir a verlo. Siempre lo castigaban por una cosa u otra. Yo pensaba que eso lo obligaba a estudiar más. Nos llamó por teléfono el capitán Garrido. Fue algo duro para nosotros, joven. Vinimos al instante, casi choco en la Costanera. Y ni siquiera nos dejaron estar con él. Eso no habría ocurrido en una clínica.
—Si ustedes quisieran, podrían llevarlo a otra clínica. No se atreverán a prohibirles eso.
—El médico dice que ahora no se lo puede mover. Está muy grave, ésa es la verdad, para qué engañarse. Su madre se va a volver loca. Está furiosa conmigo, sabe usted, eso es lo más injusto, por lo del viernes. Las mujeres son así, todo lo tergiversan. Si yo he sido severo con el muchacho, ha sido por su bien. Pero el viernes no pasó nada, una tontería. Y me lo saca en cara todo el tiempo.
—Arana no me contó nada —dijo Alberto—. Y eso que siempre me hablaba de sus cosas.
—Le digo que no pasó nada. Vino a la casa por unas horas, le habían dado un permiso no sé por qué. Hacía un mes que no salía. Y apenas llegó quiso ir a la calle. Era una desconsideración, no es cierto, qué es eso de llegar y salir disparado de su casa. Le dije que se quedara con su madre, que tanto se desespera cuando no sale. Nada más, fíjese si no es una tontería. Y ahora ella me dice que yo lo martiricé hasta el final, ¿no es injusto y estúpido?
—Su señora debe estar nerviosa —dijo Alberto—. Es natural. Una cosa así…
—Sí, sí —dijo el hombre—. No hay manera de convencerla que descanse. Se pasa todo el día en la enfermería, esperando al médico. Y para nada. Apenas nos habla, fíjese. Calma, un poco de paciencia señores, estamos haciendo todo lo posible, ya les avisaremos. El capitán puede ser muy amable, nos quiere tranquilizar, pero hay que ponerse en nuestro caso. Parece tan increíble, después de tres años, ¿cómo le puede ocurrir a un cadete un accidente así?
—Es decir —dijo Alberto—. No se sabe. Mejor dicho…
—El capitán nos explicó —dijo el hombre—. Lo sé todo. Ya sabe usted, los militares son partidarios de la franqueza. Al pan pan y al vino vino. No hablan con rodeos.
—¿Le contó todo con detalles?
—Sí —dijo el padre—. Se me ponían los pelos de punta. Parece que el fusil chocó cuando él apretaba el gatillo. ¿Se da usted cuenta? En parte es culpa del colegio. ¿Qué clase de instrucción les dan?
—¿Le dijo que se había disparado él mismo? —lo interrumpió Alberto.
—Fue un poco brusco en eso —dijo el hombre—. No debió decirlo delante de su madre. Las mujeres son débiles. Pero los militares no tienen pelos en la lengua. Yo quería que mi hijo fuera así, una roca. ¿Sabe lo que nos dijo? En el Ejército los errores se pagan caros, así, tal como se lo cuento. Y nos dio explicaciones, que los peritos revisaron el arma, que todo funciona perfectamente, que la culpa fue sólo del muchacho. Pero yo tengo mis dudas. Yo pienso que la bala se escapó por accidente. En fin, uno no puede saber. Los militares entienden de estas cosas más que uno. Además, ahora qué importa.
—¿Le dijo todo eso? —insistió Alberto.
El padre de Arana lo miró.
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada —repuso Alberto—. Nosotros no vimos. Estábamos en el cerro.
—Me disculpan —dijo Paulino—. Pero tengo que cerrar.
—Será mejor que vuelva a la enfermería —dijo el hombre—. Tal vez ahora podamos verlo un rato.
Se levantaron y Paulino les hizo un saludo con la mano. Volvieron a avanzar sobre la hierba. El padre de Arana caminaba con las manos a la espalda; se había subido las solapas del saco. «El Esclavo nunca me habló de él», pensó Alberto. «Ni de su madre.»
—¿Puedo pedirle un favor? —dijo—. Quisiera ver a Arana un momento. No digo ahora. Mañana, o pasado, cuando esté mejor. Usted podría hacerme entrar a su cuarto diciendo que soy un pariente, o un amigo de la familia.
—Sí —dijo el hombre—. Ya veremos. Hablaré con el capitán Garrido. Parece muy correcto. Un poco estricto, como todos los militares. Después de todo, es su oficio.
—Sí —dijo Alberto—. Los militares son así.
—¿Sabe? —dijo el hombre—. El muchacho está muy resentido conmigo. Yo me doy cuenta. Le hablaré y si no es bruto comprenderá que todo ha sido por su bien. Verá que las responsables son su madre y la vieja loca de Adelina.
—¿Es una tía suya, creo? —dijo Alberto.
—Sí —afirmó el hombre, enfurecido—. La histérica ésa. Lo crió como a una mujercita. Le regalaba muñecas y le hacía rizos. A mí no pueden engañarme. He visto fotos que le tomaron en Chiclayo. Lo vestían con faldas y le hacían rulos, a mi propio hijo, ¿comprende usted? Se aprovecharon de que yo estaba lejos. Pero no se iban a salir con la suya.
—¿Usted viaja mucho, señor?
—No —respondió brutalmente el hombre—. No he salido nunca de Lima. Ni me interesa. Pero cuando yo lo recobré estaba maleado, era un inservible, un inútil. ¿Quién me puede culpar por haber querido hacer de él un hombre? ¿Eso es algo de que tengo que avergonzarme?
—Estoy seguro que sanará pronto —dijo Alberto—. Seguro.
—Pero tal vez he sido un poco duro —prosiguió el hombre—. Por exceso de cariño. Un cariño bien entendido. Su madre y esa loca de Adelina no pueden comprender. ¿Quiere usted un consejo? Cuando tenga hijos, póngalos lejos de la madre. No hay nada peor que las mujeres para malograr a un muchacho.
—Bueno —dijo Alberto—. Ya llegamos.
—¿Qué pasa allá? —dijo el hombre—. ¿Por qué corren?
—Es el silbato —dijo Alberto—. Para formar. Tengo que irme.
—Hasta luego —dijo el hombre—. Gracias por acompañarme.
Alberto echó a correr. Pronto alcanzó a uno de los cadetes que habían pasado antes. Era Urioste.
—Todavía no son las siete —dijo Alberto.
—El Esclavo ha muerto —dijo Urioste, jadeando—. Estamos yendo a dar la noticia.