VIII

EL TENIENTE Gamboa abrió los ojos: a la ventana de su cuarto sólo asomaba la claridad incierta de los faroles lejanos de la pista de desfile; el cielo estaba negro. Unos segundos después sonó el despertador. Se levantó, se restregó los ojos y, a tientas, buscó la toalla, el jabón, la máquina de afeitar y la escobilla de dientes. El pasillo y el baño estaban a oscuras. De los cuartos vecinos no provenía ruido alguno; como siempre, era el primero en levantarse. Quince minutos después, al regresar a su cuarto peinado y afeitado, escuchó la campanilla de otros despertadores. Comenzaba a aclarar; a lo lejos, tras el resplandor amarillento de los faroles, crecía una luz azul, todavía débil. Se puso el uniforme de campaña, sin prisa. Luego salió. En vez de atravesar las cuadras de los cadetes, fue hacia la Prevención por el descampado. Hacía un poco de frío y él no se había puesto el sacón. Al verlo, los soldados de guardia lo saludaron, él les contestó. El teniente de servicio, Pedro Pitaluga, descansaba encogido sobre una silla, la cabeza entre las manos.

—¡Atención! —gritó Gamboa.

El oficial se incorporó de un salto, los ojos todavía cerrados. Gamboa se rió.

—No friegues, hombre —dijo Pitaluga, volviendo a sentarse. Se rascaba la cabeza—. Creí que era el Piraña. Estoy molido. ¿Qué hora es?

—Van a ser las cinco. Te quedan todavía cuarenta minutos. No es mucho. ¿Para qué tratas de dormir? Es lo peor.

—Ya sé —dijo Pitaluga, bostezando—. He violado el reglamento.

—Sí —dijo Gamboa, sonriendo—. Pero no lo decía por eso. Si duermes sentado se te descompone el cuerpo. Lo mejor es hacer algo, así el tiempo pasa sin que te des cuenta.

—¿Hacer qué cosa? ¿Conversar con los soldados? Sí mi teniente, no mi teniente. Son muy entretenidos. Basta que les dirijas la palabra para que te pidan licencia.

—Yo estudio cuando estoy de servicio —dijo Gamboa—. La noche es la mejor hora para estudiar. De día no puedo.

—Claro —dijo Pitaluga—. Tú eres el oficial modelo. A propósito, ¿qué haces levantado?

—Hoy es sábado. ¿Te has olvidado?

—La campaña —recordó Pitaluga. Ofreció un cigarrillo a Gamboa, que lo rechazó—. Por lo menos este servicio me ha librado de la campaña.

Gamboa recordó la Escuela Militar. Pitaluga era su compañero de sección; no estudiaba mucho pero tenía excelente puntería. Una vez, durante las maniobras anuales, se lanzó al río con su caballo. El agua le llegaba a los hombros; el animal relinchaba con espanto y los cadetes lo exhortaban a volver, pero Pitaluga consiguió vencer la corriente y ganar la otra orilla, empapado y dichoso. El capitán de año lo felicitó delante de los cadetes y le dijo: «es usted muy macho». Ahora Pitaluga se quejaba del servicio, de las campañas. Como los soldados y los cadetes, sólo pensaban en la salida. Éstos tenían al menos una excusa: estaban en el Ejército de paso; a unos los habían arrancado a la fuerza de sus pueblos para meterlos a filas; a los otros, sus familiares los enviaban al colegio para librarse de ellos. Pero Pitaluga había elegido su carrera. Y no era el único: Huarina inventaba enfermedades de su mujer cada dos semanas para salir a la calle, Martínez bebía a escondidas durante el servicio y todos sabían que su termo de café estaba lleno de pisco. ¿Por qué no pedían su baja? Pitaluga había engordado, jamás estudiaba y volvía ebrio de la calle. «Se quedará muchos años de teniente, pensó Gamboa. Pero rectificó: Salvo que tenga influencias.» Él amaba la vida militar precisamente por lo que otros la odiaban: la disciplina, la jerarquía, las campañas.

—Voy a llamar por teléfono.

—¿A estas horas?

—Sí —dijo Gamboa—. Mi mujer debe estar levantada. Viaja a las seis.

Pitaluga hizo un gesto vago. Como una tortuga que se hunde en su caparazón, sumió nuevamente la cabeza entre las manos. La voz de Gamboa en el teléfono era baja y suave, hacía preguntas, aludía a pastillas contra el mareo y al frío, insistía en que le enviaran un telegrama de alguna parte, varias veces repetía ¿estás bien? y luego se despedía con una frase breve, rápida. Pitaluga abrió automáticamente los brazos y su cabeza quedó colgando como una campana. Pestañeó antes de abrir los ojos. Sonrió sin entusiasmo. Dijo:

—Pareces en luna de miel. Hablas a tu mujer como si te acabaras de casar.

—Me casé hace tres meses —dijo Gamboa.

—Yo hace un año. Y malditas las ganas que tengo de hablar con ella. Es un energúmeno, igual que su madre. Si la llamara a esta hora se pondría a gritar y me diría cachaco de porquería.

Gamboa sonrió.

—Mi mujer es muy joven —dijo—. Sólo tiene dieciocho años. Vamos a tener un hijo.

—Lo siento —dijo Pitaluga—. No sabía. Hay que tomar precauciones.

—Yo quiero tener un hijo.

—Ah, claro —repuso Pitaluga—. Ya me doy cuenta. Para hacerlo militar.

Gamboa parecía sorprendido.

—No sé si me gustaría que fuera militar —murmuró. Miró a Pitaluga de pies a cabeza—: En todo caso, no quisiera que fuera un militar como tú.

Pitaluga se incorporó.

—¿Qué broma es ésa? —dijo, con voz agria.

—Bah —dijo Gamboa—. Olvídala.

Dio media vuelta y salió de la Prevención. Los centinelas lo volvieron a saludar. Uno tenía la cristina caída sobre la oreja y Gamboa estuvo a punto de llamarle la atención, pero se contuvo; no valía la pena tener un disgusto con Pitaluga. Éste sepultó de nuevo la cabeza despeinada entre las manos pero esta vez no vino al letargo. Maldijo y llamó a gritos a un soldado para que le sirviera una taza de café.

Cuando Gamboa llegó al patio de quinto, el corneta había tocado ya la diana en tercero y cuarto y se disponía a hacerlo ante las cuadras del último año. Vio a Gamboa, bajó la corneta que llevaba a los labios, se cuadró y lo saludó. Los soldados y los cadetes del colegio advertían que Gamboa era el único oficial del Leoncio Prado que contestaba militarmente el saludo de sus subordinados; los otros se limitaban a hacer una venia y a veces ni eso. Gamboa cruzó los brazos sobre el pecho y esperó que el corneta terminara de tocar la diana. Miró su reloj. En las puertas de las cuadras había algunos imaginarias. Los fue observando uno por uno: a medida que se encontraban frente a él, los cadetes se ponían en atención, se echaban encima la cristina y se arreglaban el pantalón y la corbata antes de llevarse la mano a la sien. Luego daban media vuelta y desaparecían en el interior de las cuadras. El murmullo habitual ya había comenzado. Un momento después, apareció el suboficial Pezoa. Llegó corriendo.

—Buenos días, mi teniente.

—Buenos días. ¿Qué ha ocurrido?

—Nada, mi teniente. ¿Por qué, mi teniente?

—Usted debe estar en el patio junto con el corneta. Su obligación es recorrer las cuadras y apurar a la gente. ¿No sabía?

—Sí, mi teniente.

—¿Qué hace aquí, entonces? Vuele a las cuadras. Si dentro de siete minutos no está formado el año, lo hago responsable.

—Sí, mi teniente.

Pezoa echó a correr hacia las primeras secciones. Gamboa continuaba de pie en el centro del patio, miraba a ratos su reloj, sentía ese rumor macizo y vital que brotaba de todo el contorno del patio y convergía hacia él como los filamentos de la carpa de un circo hacia el mástil central. No necesitaba ir a las cuadras para palpar la furia de los cadetes por el sueño interrumpido, su exasperación por el plazo mínimo que tenían para hacer las camas y vestirse, la impaciencia y la excitación de aquellos que amaban disparar y jugar a la guerra y el disgusto de los perezosos que irían a revolcarse en el campo sin entusiasmo, por obligación, la subterránea alegría de todos los que, terminada la campaña, cruzarían el estadio para ducharse en los baños colectivos, volverían apresurados a ponerse el uniforme de paño azul y negro y saldrían a la calle.

A las cinco y siete minutos, Gamboa tocó un pitazo largo. En el acto sintió protestas y maldiciones, pero casi al mismo tiempo las puertas de las cuadras se abrían y los boquetes oscuros comenzaban a escupir una masa verdosa de cadetes que se empujaban unos a otros, se acomodaban los uniformes sin dejar de correr y con una sola mano, pues la otra iba en alto, sosteniendo el fusil, y en medio de groserías y empellones, las hileras de la formación surgían a su alrededor, ruidosamente, en el amanecer todavía impreciso de ese segundo sábado de octubre, igual hasta entonces a otros amaneceres, a otros sábados, a otros días de campaña. De pronto escuchó un golpe metálico fuerte y un carajo.

—Venga el que ha hecho caer ese fusil —gritó.

El murmullo se apagó instantáneamente. Todos miraban adelante y mantenían los fusiles pegados al cuerpo. El suboficial Pezoa, caminando en puntas de pie, avanzó hasta donde se hallaba el teniente y se puso a su lado.

—He dicho que venga aquí el cadete que hizo caer su fusil —repitió Gamboa.

El silencio fue alterado por el ruido de unos botines. Los ojos de todo el batallón se volvieron hacia Gamboa. El teniente miró al cadete a los ojos.

—Su nombre.

El muchacho balbuceó su apellido, su compañía, su sección.

—Revise el fusil, Pezoa —dijo el teniente.

El suboficial se precipitó hacia el cadete y revisó el arma aparatosamente: la pasaba bajo sus ojos con lentitud, le daba vueltas, la exponía al cielo como si fuera a mirar al través, abría la recámara, comprobaba la posición del alza, hacía vibrar el gatillo.

—Raspaduras en la culata, mi teniente —dijo—. Y está mal engrasado.

—¿Cuánto tiempo lleva en el colegio militar, cadete?

—Tres años, mi teniente.

—¿Y todavía no ha aprendido a agarrar el fusil? El arma no debe caer nunca al suelo. Es preferible romperse la crisma antes que soltar el fusil. Para el soldado el arma es tan importante como sus huevos. ¿Usted cuida muchos sus huevos, cadete?

—Sí, mi teniente.

—Bueno —dijo Gamboa—. Así tiene que cuidar su fusil. Vuelva a su sección. Pezoa, hágale una papeleta de seis puntos.

El suboficial sacó una libreta y escribió, mojando la punta del lápiz en la lengua.

Gamboa ordenó desfilar.

Cuando la última sección del quinto año hubo entrado al comedor, Gamboa se dirigió a la cantina de oficiales. No había nadie. Poco después comenzaron a llegar los tenientes y capitanes. Los jefes de compañía de quinto —Huarina, Pitaluga y Calzada— se sentaron junto a Gamboa.

—Rápido, indio —dijo Pitaluga—. El desayuno debe estar servido apenas entra el oficial al comedor.

El soldado que servía murmuró una disculpa, que Gamboa no oyó: el motor de un avión vulneraba el amanecer y los ojos del teniente exploraban el cielo uniforme, la atmósfera mojada. Sus ojos bajaron hacia el descampado. Perfectamente alineados en grupos de a cuatro, sosteniéndose mutuamente por el cañón, los mil quinientos fusiles de los cadetes aguardaban en la neblina; la vicuña circulaba entre las pirámides paralelas y las olía.

—¿Ya falló el Consejo de Oficiales? —preguntó Calzada. Era el más gordo de los cuatro. Mordisqueaba un pedazo de pan y hablaba con la boca llena.

—Ayer —dijo Huarina—. Terminamos tarde, después de las diez. El coronel estaba furioso.

—Siempre está furioso —dijo Pitaluga—. Por lo que se descubre, por lo que no se descubre. —Le dio un codazo a Huarina—. Pero no puedes quejarte. Esta vez has tenido suerte. Es algo que vale la pena tener señalado en la hoja de servicios.

—Sí —dijo Huarina—. No fue fácil.

—¿Cuándo le arrancan las insignias? —dijo Calzada—. Es una cosa divertida.

—El lunes a las once.

—Son unos delincuentes natos —dijo Pitaluga—. No escarmientan con nada. ¿Se dan cuenta? Un robo con fractura, ni más ni menos. Desde que estoy aquí, ya han expulsado a una media docena.

—No vienen al colegio por su voluntad —dijo Gamboa—. Eso es lo malo.

—Sí —dijo Calzada—. Se sienten civiles.

—Nos confunden con los curas, a veces —afirmó Huarina—. Un cadete quería confesarse conmigo, quería que le diera consejos. ¡Parece mentira!

—A la mitad los mandan sus padres para que no sean unos bandoleros —dijo Gamboa—. Y a la otra mitad, para que no sean maricas.

—Se creen que el colegio es una correccional —dijo Pitaluga, dando un golpe en la mesa—. En el Perú todo se hace a medias y por eso todo se malea. Los soldados que llegan al cuartel son sucios, piojosos, ladrones. Pero a punta de palos se civilizan. Un año de cuartel y del indio sólo les quedan las cerdas. Pero aquí ocurre lo contrario, se malogran a medida que crecen. Los de quinto son peores que los perros.

—La letra con sangre entra —dijo Calzada—. Es una lástima que a estos niños no se los pueda tocar. Si les levantas la mano se quejan y se arma un escándalo.

—Ahí está el Piraña —murmuró Huarina.

Los cuatro tenientes se pusieron de pie. El capitán Garrido los saludó con una inclinación de cabeza. Era un hombre alto, de piel pálida, algo verdosa en los pómulos. Le decían Piraña porque, como esas bestias carnívoras de los ríos amazónicos, su doble hilera de dientes enormes y blanquísimos desbordaba los labios, y sus mandíbulas siempre estaban latiendo. Les alcanzó un papel a cada uno.

—Las instrucciones para la campaña —les dijo—. El quinto irá detrás de los sombríos, a ese terreno descubierto, en torno al cerro. Hay que apurarse. Tenemos más de tres cuartos de hora de marcha.

—¿Los hacemos formar o lo esperamos a usted, mi capitán? —preguntó Gamboa.

—Vayan, no más —repuso el capitán—. Les daré alcance.

Los cuatro tenientes salieron del comedor, juntos, y al llegar al descampado se distanciaron, en una misma línea. Tocaron sus silbatos. El bullicio que procedía del comedor ascendió y, un momento después, los cadetes comenzaron a salir a toda carrera. Llegaban a su emplazamiento, recogían sus fusiles, marchaban hacia la pista y se ordenaban por secciones.

Poco, después, el batallón cruzaba la puerta principal del colegio, ante los centinelas en posición de firmes, e invadía la Costanera. El asfalto estaba limpio y resplandecía. Los cadetes, de tres en fondo, anchaban la formación de tal manera que las filas laterales iban por los dos extremos de la avenida y la del centro por el medio.

El batallón avanzó hasta la avenida de las Palmeras y Gamboa dio orden de doblar, hacia Bellavista. A medida que descendían por esa pendiente, bajo los árboles de grandes hojas encorvadas, los cadetes podían ver, al otro extremo, una imprecisa aglomeración: los edificios del Arsenal Naval y del puerto del Callao. A sus costados, las viejas casas de la Perla, altas, con las paredes cubiertas de enredaderas, y verjas herrumbrosas que protegían jardines de todas dimensiones. Cuando el batallón estuvo cerca de la avenida Progreso, la mañana comenzó a animarse: surgían mujeres descalzas con canastas y bolsas de verduras, que se detenían a contemplar a los cadetes harapientos; una nube de perros asediaba el batallón, saltando y ladrando; chiquillos enclenques y sucios lo escoltaban como los peces a los barcos en alta mar.

En la avenida Progreso el batallón se detuvo: los automóviles y autobuses constituían un flujo sin pausas. A una señal de Gamboa, los suboficiales Morte y Pezoa se pusieron en medio de la pista y contuvieron la hemorragia de vehículos, mientras el batallón cruzaba. Algunos conductores, indignados, tocaban bocina; los cadetes los insultaban. A la cabeza del batallón, Gamboa indicó, levantando la mano, que en vez de tomar la dirección del puerto se cortara por el campo raso, flanqueando un sembrío de algodón todavía tierno. Cuando todo el batallón estuvo sobre la tierra eriácia, Gamboa llamó a los suboficiales.

—¿Ven el cerro? —Les señalaba con el dedo una elevación oscura, al final del sembrío.

—Sí, mi teniente —corearon Morte y Pezoa.

—Es el objetivo. Pezoa, adelántese con media docena de cadetes. Recórralo por todos lados y si hay gente por ahí hágala desaparecer. No debe quedar nadie en el cerro ni en las proximidades. ¿Entendido?

Pezoa asintió y dio media vuelta. Encaró a la primera sección:

—Seis voluntarios.

Nadie se movió y los cadetes miraron a todos lados, salvo al frente. Gamboa se acercó.

—Fuera los seis primeros de la formación —dijo—. Vayan con el suboficial.

Subiendo y bajando el brazo derecho con el puño cerrado, para indicar a los cadetes que tomaran el paso ligero, Pezoa echó a correr por el sembrío. Gamboa retrocedió algunos pasos para reunirse con los otros tenientes.

—He mandado a Pezoa a despejar el terreno.

—Bueno —repuso Calzada—. Creo que no hay problema. Yo me quedo con mi gente de este lado.

—Yo ataco por el Norte —dijo Huarina—. Siempre soy el más fregado, tengo que caminar todavía cuatro kilómetros.

—Una hora para llegar a la cumbre no es mucho —dijo Gamboa—. Hay que hacerlos trepar rápido.

—Espero que los blancos estén bien marcados —dijo Calzada—. El mes pasado el viento los arrancó y estuvimos haciendo puntería contra las nubes.

—No te preocupes —dijo Gamboa—. Ya no son blancos de cartón, sino telas de un metro de diámetro. Los soldados los colocaron ayer. Que no comiencen a disparar antes de doscientos metros.

—Muy bien, general —dijo Calzada—. ¿También vas a enseñarnos eso?

—Para qué gastar pólvora en gallinazos —dijo Gamboa—. De todas maneras, tu compañía no colocará un solo tiro.

—¿Hacernos una apuesta, general? —dijo Calzada.

—Cinco libras.

—Soy caja —propuso Huarina.

—De acuerdo —dijo Calzada—. Cállense, que ahí está el Piraña.

El capitán se aproximó.

—¿Qué esperan?

—Estamos listos —dijo Calzada—. Lo esperábamos a usted, mi capitán.

—¿Localizaron sus posiciones?

—Sí, mi capitán.

—¿Han enviado a ver si está libre el terreno?

—Sí, mi capitán. Al suboficial Pezoa.

—Bien. Igualemos los relojes —dijo el capitán—. Comenzaremos a las nueve. Abran fuego a las nueve y media. Los tiros deben cesar apenas empiece el asalto. ¿Entendido?

—Sí, mi capitán.

—A las diez, todo el mundo en la cumbre; hay sitio para todos. Lleven a sus compañías a los emplazamientos al paso ligero, para que los muchachos entren en calor.

Los oficiales se alejaron. El capitán permaneció en el sitio. Escuchó las voces de mando de los tenientes; la de Gamboa era la más alta, la más enérgica. Poco después, estaba solo. El batallón se había escindido en tres cuerpos, que se alejaban en direcciones opuestas para rodear el cerro. Los cadetes corrían sin dejar de hablar: el capitán podía distinguir algunas frases sueltas entre el barullo. Los tenientes iban a la cabeza de las secciones y los suboficiales a los flancos. El capitán Garrido se llevó los prismáticos a los ojos. A la mitad del cerro, separados por cuatro o cinco metros, se divisaban los blancos: unas redondelas perfectas. Él también hubiera querido dispararles. Por eso correspondía ahora a los cadetes; para él, la campaña era aburrida, consistía solamente en observar. Abrió un paquete de cigarrillos negros y extrajo uno. Quemó varios fósforos antes de encenderlo, pues había mucho viento. Luego fue a paso vivo tras la primera compañía. Era entretenido ver actuar a Gamboa, que se tomaba la campaña en serio.

Al llegar a las faldas del cerro, Gamboa comprobó que los cadetes estaban realmente fatigados; algunos corrían con la boca abierta y el rostro lívido, y todos tenían los ojos clavados en él; en sus miradas Gamboa veía la angustia con que esperaban la voz de alto. Pero no dio esa orden; miró las circunferencias blancas, las laderas desnudas, ocres, que descendían hasta hundirse en el campo de algodones, y, al otro lado de los blancos, varios metros más arriba, la cresta del cerro, una gran comba maciza, esperándolos. Y siguió corriendo, primero junto al cerro, luego a campo abierto, a toda la velocidad que podía, luchando por no abrir la boca, aunque sentía él también que su corazón y sus pulmones reclamaban una gran bocanada de viento puro; las venas de su garganta se anchaban y su piel, desde los cabellos hasta los pies, se humedecía con un sudor frío. Se volvió todavía una vez, para calcular si se habían alejado ya unos mil metros del objetivo y luego, cerrando los ojos, consiguió apresurar la carrera dando saltos más largos y azotando el aire con los brazos; así llegó hasta los matorrales que alborotaban la tierra salvaje, fuera del sembrío, junto a la acequia indicada en las instrucciones de la campaña como límite del emplazamiento de la primera compañía. Allí se detuvo y sólo entonces abrió la boca y respiró, los brazos extendidos. Antes de dar media vuelta, se limpió el sudor de la cara, a fin de que los cadetes no supieran que él también estaba agotado. Los primeros en llegar a los matorrales fueron los suboficiales y el brigadier Arróspide. Luego llegaron los demás, en completo desorden: las columnas habían desaparecido, quedaban sólo racimos, grupos dispersos. Poco después, las tres secciones se reagrupaban formando una herradura en torno a Gamboa. Éste escuchaba la respiración animal de los ciento veinte cadetes, que habían apoyado los fusiles en la tierra.

—Vengan los brigadieres —dijo Gamboa. Arróspide y otros dos cadetes abandonaron la fila—. Compañía, ¡descanso!

El teniente se alejó unos pasos, seguido de los suboficiales y de los tres brigadieres. Luego, trazando cruces y rayas en la tierra, les explicó detalladamente los diferentes movimientos del asalto.

—¿Comprendida la disposición de los cuerpos? —dijo Gamboa y sus cinco oyentes asintieron—. Bien. Los grupos de combate comenzarán a desplegarse en abanico desde que se dé la orden de marcha; desplegarse quiere decir no ir como carneros, sino separados, aunque en una misma línea. ¿Comprendido? Bien. A nuestra compañía le corresponde atacar el frente Sur, ése que tenemos delante. ¿Visto?

Los suboficiales y brigadieres miraron el cerro y dijeron: «visto».

—¿Y qué instrucciones hay para la progresión, mí teniente? —murmuró Morte. Los brigadieres se volvieron a mirarlo y el suboficial se ruborizó.

—A eso voy —dijo Gamboa—. Saltos de diez en diez metros. Una progresión intermitente. Los cadetes recorren esa distancia a toda carrera y se arrojan, al que entierre el fusil le parto el culo a patadas. Cuando todos los hombres de la vanguardia están tendidos, toco silbato y la segunda línea dispara. Un solo tiro. ¿Entendido? Los tiradores saltan y progresan diez metros, se arrojan. La tercera línea dispara y progresa. Luego comenzamos desde el principio. Todos los movimientos se hacen a mis órdenes. Así llegaremos a cien metros del objetivo. Allí los grupos pueden cerrarse un poco para no invadir el terreno donde operan las otras compañías. El asalto final lo dan las tres secciones a la vez, porque el cerro ya está casi limpio y quedan apenas unos cuantos focos enemigos.

—¿Qué tiempo hay para ocupar el objetivo? —preguntó Morte.

—Una hora —dijo Gamboa—. Pero eso es asunto mío. Los suboficiales y brigadieres deben preocuparse de que los hombres no se abran ni se peguen demasiado, de que nadie se quede atrás y deben estar siempre en contacto conmigo, por si los necesito.

—¿Vamos adelante o en la retaguardia, mi teniente? —preguntó Arróspide.

—Ustedes con la primera línea, los suboficiales atrás. ¿Alguna pregunta? Bueno, vayan a explicar la operación a los jefes de grupo. Comenzamos dentro de quince minutos.

Los suboficiales y brigadieres se alejaron al paso ligero. Gamboa vio venir al capitán Garrido y se iba a incorporar, pero el Piraña le indicó con la mano que permaneciera como estaba, en cuclillas. Ambos quedaron mirando a las secciones que se desmenuzaban en grupos de doce hombres. Los cadetes se apretujaban los cinturones, anudaban los cordones de sus botines, se encasquetaban las cristinas, limpiaban el polvo de los fusiles, comprobaban la soltura de la corredera.

—Esto sí les gusta —dijo el capitán—. Ah, pendejos. Mírelos, parece que fueran a un baile.

—Sí —dijo Gamboa—. Se creen en la guerra.

—Si algún día tuvieran que pelear de veras —dijo el capitán—, éstos serían desertores o cobardes. Pero, por suerte para ellos, acá los militares sólo disparamos en las maniobras. No creo que el Perú tenga nunca una verdadera guerra.

—Pero, mi capitán —repuso Gamboa—. Estamos rodeados de enemigos. Usted sabe que el Ecuador y Colombia esperan el momento oportuno para quitarnos un pedazo de selva. A Chile todavía no le hemos cobrado lo de Arica y Tarapacá.

—Puro cuento —dijo el capitán, con un gesto escéptico—. Ahora todo lo arreglan los grandes. El 41 yo estuve en la campaña contra el Ecuador. Hubiéramos llegado hasta Quito. Pero se metieron los grandes y encontraron una solución diplomática, qué tales riñones. Los civiles terminan resolviendo todo. En el Perú, uno es militar por las puras huevas del diablo.

—Antes era distinto —dijo Gamboa.

El suboficial Pezoa y los seis cadetes que lo acompañaron, regresaron corriendo. El capitán lo llamó.

—¿Dio la vuelta a todo el cerro?

—Sí, mi capitán. Completamente despejado.

—Van a ser las nueve, mi capitán —dijo Gamboa—. Voy a comenzar.

—Vaya —dijo el capitán. Y agregó, con repentino mal humor—: Sáqueles la mugre a esos ociosos.

Gamboa se acercó a la compañía. La observó largamente, de un extremo a otro, como midiendo sus posibilidades ocultas, el límite de su resistencia, su coeficiente de valor. Tenía la cabeza algo echada hacia atrás; el viento agitaba su camisa comando y unos cabellos negros que asomaban por la cristina.

—¡Más abiertos, carajo! —gritó—. ¿Quieren que los apachurren? Entre hombre y hombre debe haber cuando menos cinco metros de distancia. ¿Creen que van a misa?

Las tres columnas se estremecieron. Los jefes de grupo, abandonando la formación, ordenaban a gritos a los cadetes que se separaran. Las tres hileras se alargaron elásticamente, se hicieron más ralas.

—La progresión se hace en zig-zag —dijo Gamboa; hablaba en voz muy alta, para que pudieran oírlo los extremos—. Eso ya lo saben desde hace tres años, cuidado con avanzar uno tras otro como en la procesión. Si alguien se queda de pie, se adelanta o se atrasa cuando yo dé la orden, es hombre muerto. Y los muertos se quedan encerrados, sábado y domingo. ¿Está claro?

Se volvió hacia el capitán Garrido, pero éste parecía distraído. Miraba el horizonte, con ojos vagabundos. Gamboa se llevó el silbato a los labios. Hubo un breve temblor en las columnas.

—Primera línea de ataque. Lista para entrar en acción. Los brigadieres adelante, los suboficiales a la retaguardia.

Miró su reloj. Eran las nueve en punto. Dio un pitazo largo. El sonido penetrante hirió los oídos del capitán, que hizo un gesto de sorpresa. Comprendió que, durante unos segundos, había olvidado la campaña y se sintió en falta. Vivamente se trasladó junto a los matorrales, detrás de la compañía, para seguir la operación.

Antes que cesara el sonido metálico, el capitán Garrido vio que la primera fila de ataque, dividida en tres cuerpos, salía impulsada en un movimiento simultáneo: los tres grupos se abrían en abanico, avanzaban a toda velocidad desplegándose adelante y hacia los lados, igual a un pavo real que yergue su poderoso plumaje. Precedidos de los brigadieres, los cadetes corrían doblados sobre sí mismos, la mano derecha aferrada al fusil, que colgaba perpendicular, el cañón apuntando al cielo de través, la culata a pocos centímetros del suelo. Luego escuchó un segundo silbato, menos largo pero más agudo que el primero y más lejano —porque el teniente Gamboa también corría, de medio lado, para controlar los detalles de la progresión—, y al instante la línea, como pulverizada por una ráfaga invisible, desaparecía entre las hierbas: el capitán pensó en los soldados de latón de las tómbolas cuando el perdigón los derriba. Y en el acto, los rugidos de Gamboa poblaban la mañana como seres eléctricos —«¿por qué se adelanta ese grupo? Rospigliosi, pedazo de asno, ¿quiere que le vuelen la cabeza?, ¡cuidado con enterrar el fusil!»—; y nuevamente se escuchaba el silbato y la línea cimbreante surgía de entre las hierbas y se alejaba a toda carrera y, poco después, al conjuro de otro silbato, volvía a desaparecer de su vista y la voz de Gamboa se distanciaba y perdía: el capitán escuchaba groserías insólitas, nombres desconocidos, veía avanzar la vanguardia, se distraía por momentos, en tanto que las columnas del centro y de la retaguardia comenzaban a hervir. Los cadetes, olvidando la presencia del capitán, hablaban a voz en cuello, se burlaban de los que avanzaban con Gamboa: «el negro Vallano se arroja como un costal, debe tener huesos de jebe; y esa mierda del Esclavo, tiene miedo de rasguñarse la carita».

De pronto, Gamboa surgió ante el capitán Garrido, gritando: «Segunda línea de ataque: lista para entrar en acción». Los jefes de grupo levantaron el brazo derecho, treinta y seis cadetes quedaron inmóviles. El capitán miró a Gamboa: tenía el rostro sereno, los puños apretados, y lo único excepcional era su mirada móvil: brincaba de un punto a otro, se animaba, se exasperaba, sonreía. La segunda línea se desbordó por el campo. Los cadetes se empequeñecían, el teniente corría de nuevo, el silbato en la mano, la cara vuelta hacia la formación.

Ahora el capitán veía dos líneas, extendidas en el campo, sumiéndose en la tierra y resurgiendo, alternativamente, llenando de vida el campo desolado. No podía saber ya si los cadetes ejecutaban el salto como prescribían los manuales, dejándose caer sobre la pierna, el costado y el brazo izquierdo, ladeando el cuerpo de tal modo que el fusil, antes que tocar el suelo, golpeara sus costillas, ni si las líneas de ataque conservaban sus distancias y los grupos de combate mantenían la cohesión, ni si los brigadieres continuaban a la cabeza, como puntas de lanza y sin perder de vista al teniente. El frente comprendía unos cien metros y una profundidad cada vez mayor. De pronto, Gamboa reapareció ante él, el rostro siempre sereno, los ojos afiebrados, tocó el silbato y la retaguardia, encuadrada por los suboficiales, salió despedida hacia el cerro. Ahora eran tres las columnas que avanzaban, lejos de él, que había quedado solo junto a los matorrales espinosos. Permaneció en el sitio unos minutos, pensando en lo lentos, lo torpes que eran los cadetes, si los comparaba con los soldados o con los alumnos de la Escuela Militar.

Luego caminó detrás de la compañía; a ratos, observaba con los prismáticos. Desde lejos, la progresión sugería un movimiento simultáneo de retroceso y avance: cuando la línea delantera estaba tendida, la segunda columna progresaba a toda carrera, superaba la posición de aquélla y pasaba a la vanguardia; la tercera columna avanzaba hasta el emplazamiento abandonado por la segunda línea. Al avance siguiente, las tres columnas volvían al orden inicial, segundos después se desarticulaban, se igualaban. Gamboa agitaba los brazos, parecía apuntar y disparar con el dedo a ciertos cadetes y, aunque no podía oírlo, el capitán Garrido adivinaba fácilmente sus órdenes, sus observaciones.

Y súbitamente, oyó los disparos. Miró su reloj. «Exacto —pensó—. Las nueve y media en punto». Observó con los prismáticos; en efecto, la vanguardia se hallaba a la distancia prevista. Miró los blancos, pero no alcanzó a distinguir los tiros acertados. Corrió unos veinte metros y esta vez comprobó que las circunferencias tenían una docena de perforaciones. «Los soldados son mejores, pensó; y éstos salen con grado de oficiales de reserva. Es un escándalo». Siguió avanzando, casi sin quitarse los prismáticos de la cara. Los saltos eran más cortos: las columnas progresaban de diez en diez metros. Disparó la segunda línea y, apenas apagado el eco, el silbato indicó que las columnas de adelante y atrás podían avanzar. Los cadetes se destacaban diminutos contra el horizonte, parecían brincar en el sitio, caían. Un nuevo silbato y la columna que estaba tendida disparaba. Después de cada ráfaga, el capitán examinaba los blancos y calculaba los impactos. A medida que la compañía se acercaba al cerro, los tiros eran mejores: las circunferencias estaban acribilladas. Observaba las caras de los tiradores: rostros congestionados, infantiles, lampiños, un ojo cerrado y otro fijo en la ranura del alza. El retroceso de la culata conmovía esos cuerpos jóvenes que, el hombro todavía resentido, debían incorporarse, correr agazapados y volver a arrojarse y disparar, envueltos por una atmósfera de violencia que sólo era un simulacro. Porque el capitán Garrido sabía que la guerra no era así.

En ese momento vio la silueta verde que hubiera podido pisar si no la divisaba a tiempo, y ese fusil con el cañón monstruosamente hundido en la tierra, en contra de todas las instrucciones sobre el cuidado del arma. No atinaba a comprender qué podían significar ese cuerpo y ese fusil derribados. Se inclinó. El muchacho tenía la cara contraída por el dolor y los ojos y la boca muy abiertos. La bala le había caído en la cabeza: un hilo de sangre corría por el cuello.

El capitán dejó caer los prismáticos que tenía en la mano, cargó al cadete, pasándole un brazo por las piernas y otro por la espalda y echó a correr, atolondrado, hacia el cerro, gritando: «¡teniente Gamboa, teniente Gamboa!» Pero tuvo que correr muchos metros antes que lo oyeran. La primera compañía —escarabajos idénticos que escalaban la pendiente hacia los blancos—, debía estar demasiado absorbida por los gritos de Gamboa y el esfuerzo que exigía el ascenso rampante para mirar atrás. El capitán trataba de localizar el uniforme claro de Gamboa o a los suboficiales. De pronto, los escarabajos se detuvieron, giraron y el capitán se sintió observado por decenas de cadetes. «Gamboa, suboficiales, gritó. ¡Vengan, rápido!» Ahora los cadetes se descolgaban por la pendiente a toda carrera y él se sintió ridículo con ese muchacho en los brazos. «Tengo una suerte de perro —pensó—. El coronel meterá esto en mi foja de servicios».

El primero en llegar a su lado fue Gamboa. Miró asombrado al cadete y se inclinó para observarlo, pero el capitán gritó:

—Rápido, a la enfermería. A toda carrera.

Los suboficiales Morte y Pezoa cargaron al muchacho y se lanzaron por el campo, velozmente, seguidos por el capitán, el teniente y los cadetes que, desde todas direcciones, miraban con espanto el rostro que se balanceaba por efecto de la carrera: un rostro pálido, demacrado, que todos conocían.

—Rápido —decía el capitán—. Más rápido.

De pronto, Gamboa arrebató el cadete a los suboficiales, lo echó sobre sus hombros y aceleró la carrera; en pocos segundos sacó una distancia de varios metros.

—Cadetes —gritó el capitán—. Paren el primer coche que pase.

Los cadetes se apartaron de los suboficiales y cortaron camino, transversalmente. El capitán quedó retrasado, junto a Morte y Pezoa.

—¿Es de la primera compañía? —preguntó.

—Sí, mi capitán —dijo Pezoa—. De la primera sección.

—¿Cómo se llama?

—Ricardo Arana, mi capitán. —Vaciló un instante y añadió—: Le dicen el Esclavo.