SIEMPRE PARECÍA tan limpia, tan elegante, que yo pensaba: ¿cómo a las otras nunca se las ve así? Y no es que cambiara mucho de vestido, al contrario, tenía poca ropa. Cuando estábamos estudiando y se manchaba las manos con tinta, botaba los libros al suelo y se iba a lavar. Si caía al cuaderno aunque fuera un puntito de tinta, rompía la hoja y la hacía de nuevo. «Pero así pierdes mucho tiempo, le decía yo. Mejor la borras. Presta una «Gillete» y verás, no se notará nada». Ella no aceptaba. Era lo único que la ponía furiosa. Sus sienes comenzaban a latir —se movían despacito, como un corazón, bajo sus cabellos negros—, su boca se fruncía. Pero al volver del caño ya estaba sonriendo de nuevo. Su uniforme de colegio era una falda azul y una blusa blanca. A veces yo la veía llegar del colegio y pensaba: «ni una arruga, ni una mancha». También tenía un vestido a cuadros que le cubría los hombros y se cerraba en el cuello con una cinta. Era sin mangas y ella se ponía encima una chompa color canela. Se abrochaba sólo el último botón y, al caminar, las dos puntas de la chompa volaban en el aire y qué bien se la veía. Ese era el vestido de los domingos, con el que iba a ver a sus parientes. Los domingos eran los peores días. Me levantaba temprano y salía a la Plaza Bellavista; me sentaba en una banca o veía las fotos del cine, pero sin dejar de espiar la casa, no fueran a salir sin que las viera. Los otros días, Tere iba a comprar pan a la panadería del chino Tilau, la que está junto al cine. Yo le decía: «qué casualidad, siempre nos encontramos». Si había mucha gente, Tere se quedaba afuera y yo me abría paso y el chino Tilau, un buen amigo, me atendía primero. Una vez, Tilau dijo al vemos entrar: «ah, ya llegaron los novios. ¿Siempre lo mismo? ¿Dos chancay calientes para cada uno?». Los que estaban comprando se rieron, ella se puso colorada y yo dije: «ya, Tilau, déjate de bromas y atiende». Pero los domingos la panadería estaba cerrada. Desde el vestíbulo del cine Bellavista o desde una banca, yo me quedaba mirándolas. Esperaban el ómnibus que va por la Costanera. Algunas veces disimulaba; me metía las manos en los bolsillos y silbando y pateando una piedra o una tapa de botella, pasaba junto a ellas y, sin parar, las saludaba: «buenos días, señora; hola, Tere» y me seguía de frente, para entrar a mi casa o ir hasta Sáenz Peña, porque sí.
También se ponía el vestido a cuadros y la chompa los lunes en la noche, porque su tía la llevaba al femenino del cine Bellavista. Yo le decía a mi madre que tenía que prestarme un cuaderno y salía a la plaza a esperar que terminara la función y la veía pasar con su tía, comentando la película.
Los otros días se ponía una falda color marrón. Era una falda vieja, medio desteñida. A veces yo encontraba a la tía zurciendo la falda, y lo hacía bien, los parches casi no se notaban, para algo era costurera. Si era ella la que zurcía la falda, se quedaba después del colegio con el uniforme y para no mancharse ponía un periódico en la silla. Con la falda marrón se ponía una blusa blanca, con tres botones y sólo se abrochaba los dos primeros, así que su cuello quedaba al aire, un cuello moreno y largo. En invierno se ponía sobre la blusa blanca la chompa color canela y no se abrochaba ningún botón. Yo pensaba: «cuánta maña para arreglarse».
Sólo tenía dos pares de zapatos y ahí no le servían de mucho las mañas, aunque sí un poquito. Llevaba al colegio unos zapatos negros con cordones, que parecían de hombre, pero como tenía pies pequeños, disimulaba. Los tenía siempre brillando, sin polvo y sin manchas. Al volver a su casa seguramente se los quitaba para lustrarlos, porque yo la veía entrar con zapatos negros y poco después, cuando yo llegaba para estudiar, tenía puestos los zapatos blancos y los negros estaban en la puerta de la cocina, como espejos. No creo que les echara pomada todos los días, pero sí les pasaría un trapo.
Sus zapatos blancos estaban viejos. Cuando ella se distraía, cruzaba las piernas y tenía un pie en el aire, yo veía que las suelas estaban gastadas, comidas en varias partes y una vez que se golpeó contra la mesa y ella dio un grito y vino su tía y le quitó el zapato y empezó a sobarle el pie yo me fijé y dentro del zapato había un cartón doblado, así que pensé: «la suela tiene hueco». Una vez la vi limpiar sus zapatos blancos. Los iba pintando con una tiza por todas partes, con mucho cuidado, como cuando hacía las tareas del colegio. Así los tenía nuevecitos, pero sólo un momento, porque al rozar con algo la tiza se corría y se borraba y el zapato se llenaba de manchas. Una vez pensé: «si tuviera muchas tizas, tendría los zapatos limpios todo el tiempo. Puede llevar una tiza en el bolsillo y apenas se despinte una parte, saca la tiza y la pinta». Frente a mi colegio había una librería y una tarde fui y pregunté cuánto costaba la caja de tizas. La grande valía seis soles y la chica cuatro cincuenta. No sabía que era tan caro. Me daba vergüenza pedirle dinero al flaco Higueras, ni siquiera le había devuelto su sol. Ya éramos más amigos, aunque sólo nos viéramos a ratos, en la chingana de siempre. Me contaba chistes, me preguntaba por el colegio, me invitaba cigarrillos, me enseñaba a hacer argollas, a retener el humo y echarlo por la nariz. Un día me animé y le dije que me prestara cuatro cincuenta. «Claro hombre, me dijo, lo que quieras» y me los dio sin preguntarme para qué eran. Corrí a la librería y compré la caja de tizas. Había pensado decirle: «te he traído este regalo, Tere» y cuando entré a su casa todavía pensaba hacerlo, pero apenas la vi me arrepentí y sólo le dije: «me han regalado esto en el colegio y las tizas no me sirven para nada. ¿Tú las quieres?». Y ella me dijo: «sí, claro, dámelas».
NO CREO que exista el diablo pero el Jaguar me hace dudar a veces. Él dice que no cree, pero es mentira, pura pose. Se vio cuando le pegó a Arróspide por hablar mal de Santa Rosa. «Mi madre era devota de Santa Rosa y hablar mal de ella es como hablar mal de mi madre», pura pose. El diablo debe tener la cara del Jaguar, su misma risa y además los cachos puntiagudos. Vienen a llevarse a Cava, dijo, ya descubrieron todo. Y se puso a reír, mientras el Rulos y yo perdíamos el habla y nos venían los muñecos. ¿Cómo adivinó? Siempre sueño que me le acerco por detrás y lo noqueo y le doy en el suelo, juach, paf, kraj. A ver qué hace cuando despierta. El Rulos también debe pensar en eso. El Jaguar es una bestia, Boa, un bruto como no hay dos, me dijo esta tarde, ¿viste cómo adivinó lo del serrano, cómo se rió? Si el fregado hubiera sido yo, seguro que también se meaba de risa. Pero después, se puso como loco, sólo que no por el serrano, sino por él. «Ésa me la han hecho a mí, no saben con quién se meten», pero el que está adentro es Cava, se me paran los pelos, ¿y si los dados me elegían a mí? Me gustaría que lo fregaran al Jaguar, a ver qué cara pone, nadie lo friega nunca, eso es lo que da más pica, todo se lo adivina. Dicen que los animales se dan cuenta de las cosas por el olor; huelen y ya está, por la nariz les entra todo lo que va a ocurrir. Mi madre dice: el día del terremoto del 40 supe que iba a pasar algo, de repente los perros del barrio se volvieron locos, corrían y aullaban como si vieran al diablo con sus cachos y sus pelos de alambre. Poquito después comenzaba la tembladera. Igualito que el Jaguar. Puso una cara de ésas y dijo «alguien ha pegado un soplo», «juro por la virgen que sí», y Huarina y Morte ni habían asomado, ni se oían sus pasos, ni nada. Qué vergüenza, no lo vio ningún oficial, ningún suboficial, hace rato que lo hubieran encerrado, hace tres semanas que estaría en la calle, qué asco, tiene que ser un cadete. Quizá un perro o alguno de cuarto. Los de cuarto también son unos perros, más grandes, más sabidos, pero en el fondo perros. Nosotros nunca fuimos perros del todo, se lo debemos al Círculo, nos hacíamos respetar, nuestro trabajo nos costó. ¿Cuando estábamos en cuarto se le hubiera ocurrido a uno de quinto llevarnos a tender camas? Lo tiro al suelo, lo escupo, Jaguar, Rulos, serrano Cava, ¿quieren ayudarme?, me arden las manos de tanto zumbar a este rosquete. Ni siquiera se metían con los enanos de la décima, todo se lo deben al Jaguar, fue el único que no se dejó bautizar, dio el ejemplo, un hombre de pelo en pecho, para qué. Pasamos unos días buenos, mejores que todo lo que vino después, pero no quisiera que el tiempo retrocediera, más bien al contrario, haber salido ya, si es que todo no se friega con lo del serrano, lo mataría si se asusta y nos embarra a todos. Pongo mis manos al luego por él, dijo Rulos, no abrirá la boca así le metan un hierro caliente. Sería mucha mala suerte, quemarse al final, justo antes de los exámenes, por un mugriento vidrio, bah. No me gustaría ser perro de nuevo, está fregado pasar otros tres años aquí, sabiendo lo que es, teniendo experiencia. Hay perros que dicen voy a ser militar, voy a ser aviador, voy a ser marino, todos los blanquiñosos quieren ser marinos. Espérate unos meses y después hablamos.
EL SALÓN daba a un jardín lleno de flores, amplio, multicolor. La ventana estaba abierta de par en par y hasta ellos llegaba un olor a hierba húmeda. El Bebe puso el mismo disco por cuarta vez y ordenó: «levántate y no seas aguado, es por tu bien». Alberto se había desplomado en un sillón, rendido de fatiga. Pluto y Emilio asistían como espectadores a las lecciones y todo el tiempo hacían bromas, lanzaban insinuaciones, nombraban a Helena. Pronto se vería otra vez en el gran espejo de la sala, meciéndose muy seriamente en los brazos del Bebe, la rigidez se apoderaría de su cuerpo y Pluto afirmaría: «ya está, de nuevo bailas como un robot».
Se puso de pie. Emilio había encendido un cigarrillo y lo fumaba con Pluto, alternativamente. Alberto los vio, sentados en el sofá, discutiendo sobre la superioridad del tabaco americano o el inglés. No le prestaban atención. «Listo, dijo el Bebe. Ahora me llevas tú». Comenzó a bailar, al principio muy despacio, tratando de cumplir escrupulosamente los movimientos del vals criollo, un paso a la derecha, un paso a la izquierda, vuelta por aquí, vuelta por allá. «Ahora estás mejor, decía el Bebe, pero tienes que ir algo más rápido, con la música. Oye, tan-tan, tan-tan, juácate, tan-tan, tan-tan, juá-cate». En efecto, Alberto se sentía más suelto, más libre, dejaba de pensar en el baile y sus pies no se enredaban con los pies del Bebe.
«Vas bien, decía éste, pero no bailes tan tieso, no es cuestión de mover sólo los pies. Al dar vueltas tienes que doblarte, así, fíjate bien —el Bebe se inclinaba, una sonrisa convencional aparecía en su rostro de leche, su cuerpo giraba sobre un talón y luego, al recobrar la posición anterior, la sonrisa se esfumaba—. Son trucos, como cambiar de paso y hacer figuras, pero ya aprenderás eso después. Ahora tienes que acostumbrarte a llevar a tu pareja como se debe. No tengas miedo, la chica se da cuenta ahí mismo. Plántale la mano encima, fuerte, con raza. Déjame llevarte un rato, para que veas. ¿Te das cuenta? Le aprietas la mano con la izquierda y a medio baile, si notas que te da entrada, le vas cruzando los dedos y la acercas poquito a poquito, empujándola por la espalda, pero despacio, suavecito. Para eso tienes que tener bien plantada la mano desde el principio, no sólo la punta de los dedos, la mano íntegra, toda la manaza apoyada cerca de los hombros. Después la vas bajando, como si fuera pura casualidad, como si en cada vuelta la mano se cayera solita. Si la muchacha se respinga o se echa atrás, te pones a hablar de cualquier cosa, habla y habla, risa y risa, pero nada de aflojar la mano. Dale a apretar y a acercarla. Para eso mucha vuelta, siempre por el mismo lado. El que gira a la derecha no se marca, aguanta cincuenta vueltas al hilo, pero como ella da vueltas a la izquierda se marea prontito. Ya verás que apenas le dé vueltas la cabeza se te pega solita, para sentirse más segura. Entonces puedes bajar la mano hasta su cintura y cruzarle los dedos sin miedo y hasta juntarle un poco la cara. ¿Has entendido?»
El vals ha terminado y el tocadiscos emite un crujido monótono. El Bebe lo apaga.
—Éste sabe las de Quico y Caco —dice Emilio, señalando al Bebe—. ¡Qué sapo!
—Ya está bien —dice Pluto—. Alberto ya sabe bailar. ¿Por qué no jugamos un casinito barrio alegre?
El primitivo nombre del barrio, desechado porque aludía también al jirón Huatica, ha resucitado con la adaptación del juego de Casino que hizo Tico, meses atrás, en un salón del Club Terrazas. Se reparten todas las cartas entre cuatro jugadores; la caja inventa los comodines. Se juega en parejas. Desde su aparición, es el único juego de naipes practicado en el barrio.
—Pero sólo ha aprendido el vals y el bolero —dice el Bebe—. Le falta el mambo.
—Ya no —dice Alberto—. Seguiremos otro día.
Cuando entraron a la casa de Emilio, a las dos de la tarde, Alberto estaba animado y respondía a las bromas de los otros. Cuatro horas de lección lo habían agobiado. Sólo el Bebe parecía conservar el entusiasmo; los otros se aburrían.
—Como quieras —dijo el Bebe—. Pero la fiesta es mañana.
Alberto se estremeció. «Es verdad, se dijo. Y para remate es en casa de Ana. Tocarán mambos toda la noche». Como el Bebe, Ana era una estrella del baile: hacía figuras, inventaba pasos, sus ojos se anegaban de dicha si le hacían una rueda. ¿Me pasaré toda la fiesta sentado en un rincón, mientras los otros bailan con Helena? ¡Si sólo fueran los del barrio!
En efecto, desde hace algún tiempo, el barrio ha dejado de ser una isla, un recinto amurallado. Advenedizos de toda índole —miraflorinos de 28 de Julio, de Reducto, de la calle Francia, de la Quebrada, muchachos de San Isidro e incluso de Barranco—, aparecieron de repente en esas calles que constituían el dominio del barrio. Acosaban a las muchachas, conversaban con ellas en la puerta de sus casas, desdeñando la hostilidad de los varones o desafiándola. Eran más grandes que los chicos del barrio y a veces los provocaban. Las mujeres tenían la culpa; los atraían, parecían satisfechas con esas incursiones. Sara, la prima de Pluto, había aceptado a un muchacho de San Isidro, que a veces venía acompañado de uno o dos amigos y Ana y Laura iban a conversar con ellos. Los intrusos aparecían sobre todo los días de fiesta. Surgían como por encantamiento. Desde la tarde, rondaban la casa de la fiesta, bromeaban con la dueña, la halagaban. Si no conseguían hacerse invitar, se los veía en la noche, las caras pegadas a los vidrios, contemplando con ansiedad a las parejas que bailaban. Hacían gestos, muecas, bromas, se valían de toda clase de tretas para llamar la atención de las muchachas y despertar su compasión. A veces una de ellas (la que bailaba menos), intercedía ante la dueña por el intruso. Era suficiente: pronto el salón estaba cubierto de forasteros que terminaban por desplazar a los del barrio, adueñarse del tocadiscos y de las chicas. Y Ana, justamente, no se distinguía por su celo, su espíritu de clan era muy débil, casi nulo. Los advenedizos le interesaban más que los muchachos del barrio. Haría entrar a los extraños si es que no los había invitado.
—Sí —dijo Alberto—. Tienes razón. Enséñame el mambo.
—Bueno —dijo el Bebe—. Pero déjame fumar un cigarrillo. Mientras, baila con Pluto.
Emilio bostezó y le dio un codazo a Pluto. «Anda a lucirte, mambero», le dijo. Pluto se rió. Tenía una risa espléndida, total; su cuerpo se estremecía con las carcajadas.
—¿Sí o no? —dijo Alberto, malhumorado.
—No te enojes —dijo Pluto—. Voy.
Se puso de pie y fue a elegir un disco. El Bebe había encendido un cigarrillo y con su pie seguía el ritmo de alguna música que recordaba.
—Oye —dijo Emilio—. Hay algo que no entiendo. Tú eras el primero que se ponía a bailar, quiero decir en las primeras fiestas del barrio, cuando empezamos a juntarnos con las chicas. ¿Te has olvidado?
—Eso no era bailar —dijo Alberto—. Sólo dar saltos.
—Todos empezamos dando saltos —afirmó Emilio—. Pero luego aprendimos.
—Es que éste dejó de ir a fiestas no sé cuánto tiempo. ¿No se acuerdan?
—Sí —dijo Alberto—. Eso es lo que me reventó.
—Parecía que te ibas a meter de cura —dijo Pluto; acababa de elegir un disco y le daba vueltas en la mano—. Casi ni salías.
—Bah —dijo Alberto—. No era mi culpa. Mi mamá no me dejaba.
—¿Y ahora?
—Ahora sí. Las cosas están mejor con mi papá.
—No entiendo —dijo el Bebe—. ¿Qué tiene que ver?
—Su padre es un donjuán —dijo Pluto—. ¿No sabías? ¿No has visto cuando llega en las noches, cómo se limpia la boca con el pañuelo antes de entrar a su casa?
—Sí —dijo Emilio—. Una vez lo vimos en la Herradura. Llevaba en el coche a una mujer descomunal. Es una fiera.
—Tiene una gran pinta —dijo Pluto—. Y es muy elegante.
Alberto asentía, complacido.
—¿Pero qué tiene que ver eso con que no le dieran permiso para ir a las fiestas? —dijo el Bebe.
—Cuando mi papá se desboca —dijo Alberto—, mi mamá comienza a cuidarme para que yo no sea como él de grande. Tiene miedo que sea un mujeriego, un perdido.
—Formidable —dijo el Bebe—. Muy buena.
—Mi padre también es un fresco —dijo Emilio—. A veces no viene a dormir y sus pañuelos siempre están pintados. Pero a mi mamá no le importa. Se ríe y le dice: «viejo verde». Sólo Ana lo riñe.
—Oye —dijo Pluto—. ¿Y a qué hora bailamos?
—Espera, hombre —replicó Emilio—. Conversemos un rato. Ya bailaremos harto en la fiesta.
—Cada vez que hablamos de la fiesta, Alberto se pone pálido —dijo el Bebe—. No seas tonto, hombre. Esta vez Helena te va a aceptar. Apuesto lo que quieras.
—¿Tú crees? —dijo Alberto.
—Está templado hasta los huesos —dijo Emilio—. Nunca he visto a nadie más templado. Yo no podría hacer lo que hace éste.
—¿Qué hago? —dijo Alberto.
—Declararte veinte veces.
—Sólo tres —dijo Alberto—. ¿Por qué exageras?
—Yo creo que hace bien —afirmó el Bebe—. Si le gusta, que la persiga hasta que lo acepte. Y que después la haga sufrir.
—Pero eso es no tener orgullo —dijo Emilio—. A mí una chica me larga y yo le caigo a otra ahí mismo.
—Esta vez te va a hacer caso —dijo el Bebe a Alberto—. El otro día, cuando estábamos conversando en la casa de Laura, Helena preguntó por ti y se puso muy colorada cuando Tico le dijo «¿lo extrañas?».
—¿De veras? —preguntó Alberto.
—Templado como un perro —dijo Emilio—. Miren cómo le brillan los ojos.
—Lo que pasa —dijo el Bebe—, es que a lo mejor no te declaras bien. Trata de impresionarla. ¿Ya sabes lo que vas a decirle?
—Más o menos —dijo Alberto—. Tengo una idea.
—Eso es lo principal —afirmó el Bebe—. Hay que tener preparadas todas las palabras.
—Depende —dijo Pluto—. Yo prefiero improvisar. Vez que la caigo a una chica, me pongo muy nervioso, pero apenas comienzo a hablarle se me ocurren montones de cosas. Me inspiro.
—No —dijo Emilio—. El Bebe tiene razón. Yo también llevo todo preparado. Así, en el momento sólo tienes que preocuparte de la manera cómo se lo dices, de las miradas que le echas, de cuándo le coges la mano.
—Tienes que llevar todo en la cabeza —dijo el Bebe—. Y si puedes, ensáyate una vez ante el espejo.
—Sí —afirmó Alberto. Dudó un momento—: ¿Tú qué le dices?
—Eso varía —repuso el Bebe—. Depende de la chica. —Emilio asintió con suficiencia—. A Helena no puedes preguntarle de frente si quiere estar contigo. Primero tienes que hacerle un buen trabajo.
—Quizá me largó por eso —confesó Alberto—. La vez pasada le pregunté de golpe si quería ser mi enamorada.
—Fuiste un tonto —dijo Emilio—. Y además, te le declaraste en la mañana. Y en la calle. ¡Hay que estar loco!
—Yo me declaré una vez en misa —dijo Pluto—. Y me fue bien.
—No, no —lo interrumpió Emilio. Y se volvió a Alberto Mira. Mañana la sacas a bailar. Esperas que toquen un bolero. No vayas a declararte en un mambo. Tiene que ser una música romántica.
—Por eso no te preocupes —dijo el Bebe—. Cuando estés decidido, me haces una seña y yo me encargo de poner «Me gustas» de Leo Marini.
—¡Es mi bolero! —exclamó Pluto—. Siempre que me declaro bailando «Me gustas» me han dicho sí. No falla.
—Bueno —dijo Alberto—. Te haré una seña.
—La sacas a bailar y la pegas —dijo Emilio—. A la disimulada te vas hacia un rinconcito para que no te oigan las otras parejas. Y le dices, al oído, «Helenita, me muero por ti».
—¡Animal! —gritó Pluto—. ¿Quieres que lo largue otra vez?
—¿Por qué? —preguntó Emilio—. Yo siempre me declaro así.
—No —dijo el Bebe—. Eso es declararse sin arte, a la bruta. Primero pones una cara muy seria y le dices: «Helena, tengo que decirte algo muy importante. Me gustas. Estoy enamorado de ti. ¿Quieres estar conmigo?».
—Y si se queda callada —añadió Pluto—, le dices: «Helenita, ¿tú no sientes nada por mí?».
—Y entonces le aprietas la mano —dijo el Bebe—. Despacito, con mucho cariño.
—No te pongas pálido, hombre —dijo Emilio, dando una palmada a Alberto—. No te preocupes. Esta vez te acepta.
—Sí —dijo el Bebe—. Ya verás que sí.
—Después que te declares les haremos una rueda —dijo Pluto—. Y les cantaremos «Aquí hay dos enamorados». Yo me encargo de eso. Palabra.
Alberto sonreía.
—Pero ahora tienes que aprender el mambo —dijo el Bebe—. Anda, ahí te espera tu pareja.
Pluto había abierto los brazos teatralmente.
CAVA DECÍA que iba a ser militar, no infante, sino de artillería. Ya no hablaba de eso, últimamente, pero seguro lo pensaba. Los serranos son tercos, cuando se les mete algo en la cabeza ahí se les queda. Casi todos los militares son serranos. No creo que a un costeño se le ocurra ser militar. Cava tiene cara de serrano y de militar, y ya le jodieron todo, el colegio, la vocación, eso es lo que más le debe arder. Los serranos tienen mala suerte, siempre les pasan cosas. Por la lengua podrida de un soplón, que a lo mejor ni descubrimos, le van a arrancar las insignias delante de todos, lo estoy viendo y se me pone la carne de gallina, si esa noche me toca ahora estaría adentro. Pero yo no hubiera roto el vidrio, hay que ser bruto para romper un vidrio. Los serranos son un poco brutos. Seguro que fue de miedo, aunque el serrano Cava no es un cobarde. Pero esa vez se asustó, sólo así se explica. También por mala suerte. Los serranos tienen mala suerte, les ocurre lo peor. Es una suerte no haber nacido serrano. Y lo peor es que no se la esperaba, nadie se la esperaba, estaba muy contento, jode y jode al marica de Fontana, en las clases de francés uno se divierte mucho, vaya tipo raro, Fontana. El serrano decía: Fontana es todo a medias; medio bajito, medio rubio, medio hombre. Tiene los ojos más azules que el Jaguar, pero miran de otra manera, medio en serio, medio en burla. Dicen que no es francés sino peruano y que se hace pasar por francés, eso se llama ser hijo de perra. Renegar de su patria, no conozco nada más cobarde. Pero a lo mejor es mentira, ¿de dónde sale tanta cosa que cuentan de Fontana? Todos los días sacan algo nuevo. De repente ni siquiera es marica, pero de dónde esa vocecita, esos gestos que provoca pellizcarle los cachetes. Si es verdad que se hace pasar por francés, me alegro de haberlo batido. Me alegro que lo batan. Lo seguiré batiendo hasta el último día de clase. Profesor Fontana, ¿cómo se dice en francés cucurucho de caca? A veces da compasión, no es mala gente, sólo un poco raro. Una vez se puso a llorar, creo que fue por las «Gilletes», zumm, zumm, zumm. Traigan todos una «Gillete» y párenlas en una rendija de la carpeta, para hacerlas vibrar les meten el dedito, dijo el Jaguar. Fontana movía la boca y sólo se oía zumm, zumm, zumm. No se rían para no perder el compás, el marica seguía moviendo la boquita, zumm, zumm, zumm, cada vez más fuerte y parejo, a ver quién se cansa primero. Nos quedamos así tres cuartos de hora, quizá más. ¿Quién va a ganar, quién se rinde primero? Fontana como si nada, un mudo que mueve la boca y la sinfonía cada vez más bonita, más igualita. Y entonces cerró los ojos y cuando los abrió lloraba. Es un marica. Pero seguía moviendo la boca, qué resistencia de tipo. Zumm, zumm, zumm. Se fue y todos dijeron «ha ido a llamar al teniente, ya nos fregamos», pero eso es lo mejor, sólo se mandó mudar. Todos los días lo baten y nunca llama a los oficiales. Debe tener miedo que le peguen, lo bueno es que no parece un cobarde. A veces parece que le gusta que lo batan. Los maricas son muy raros. Es un buen tipo, nunca jala en los exámenes. Él tiene la culpa que lo batan. ¿Qué hace en un colegio de machos con esa voz y esos andares? El serrano lo friega todo el tiempo, lo odia de veras. Basta que lo vea entrar para que empiece, ¿cómo se dice maricón en francés?, profesor ¿a usted le gusta el catchascán?, usted debe ser muy artista, ¿por qué no se canta algo en francés con esa dulce voz que tiene?, profesor Fontana, sus ojos se parecen a los de Rita Hayworth. Y el marica no se queda callado, siempre responde, sólo que en francés. Oiga, profesor, no sea usted tan vivo, no mente la madre, lo desafío a boxear con guantes, Jaguar no seas mal educado. Lo que pasa es que se lo han comido, lo tenemos dominado. Una vez lo escupimos mientras escribía en la pizarra, quedó todito vomitado, qué asquerosidad decía Cava, debía bañarse antes de entrar a clases. Ah, esa vez llamó al teniente, la única vez, qué papelón, por eso no volvió a llamar a los oficiales, Gamboa es formidable, ahí nos dimos cuenta todos de lo formidable que es Gamboa. Lo miró de arriba abajo, qué suspenso, nadie respiraba. ¿Qué quiere que haga, profesor? Usted es el que manda en el aula. Es muy fácil hacerse respetar. Mire. Nos observó un rato y dijo ¡Atención!, caracho en menos de un segundo estábamos cuadrados. ¡Arrodillarse!, caracho en menos de un segundo estábamos en el suelo. «Marcha del pato en el sitio», y ahí mismito comenzamos a saltar con las piernas abiertas. Más de diez minutos, creo. Parecía que me habían machucado las rodillas con una comba, un-dos, un-dos, muy serios, como patos, hasta que Gamboa dijo ¡alto! y preguntó ¿alguien quiere algo conmigo, de hombre a hombre?, no se movía ni una mosca. Fontana lo miraba y no podía creer. Debe hacerse respetar usted mismo, profesor, a éstos no les gustan las buenas maneras sino los carajos. ¿Quiere usted que los consigne a todos? No se moleste, dijo Fontana, qué buena respuesta, no se moleste, teniente. Y comenzamos a decir ma-ri-qui-ta, con el estómago, eso es lo que hacía Cava esta tarde, porque es medio ventrílocuo. No se mueven ni su jeta ni sus ojos de serrano y de adentro le sale una voz clarita, es de verlo y no creerlo. Y en eso el Jaguar dijo «vienen a llevarse a Cava, ya descubrieron todo». Y se puso a reír y Cava miraba a todos lados, y el Rulos y yo, qué pasa hermano, y Huarina apareció en la puerta y dijo, Cava, venga con nosotros, perdón, profesor Fontana, es un asunto importante. Bien hombre el serrano, se levantó y salió sin mirarnos y el Jaguar, «no saben con quién se meten», y se puso a hablar incendios contra Cava, serrano de mierda, se fregó por bruto, y todo el serrano, como si él tuviera la culpa de que lo fueran a expulsar.
HA OLVIDADO los hechos minúsculos, idénticos, que constituían su vida, esos días que siguieron al descubrimiento de que tampoco podía confiar en su madre, pero no ha olvidado el desánimo, la amargura, el rencor, el miedo que reinaban en su corazón y ocupaban sus noches. Lo peor era simular. Antes, aguardaba para levantarse que él hubiera salido. Pero una mañana alguien retiró las sábanas de su cama cuando aún dormía; sintió frío, la luz clara del amanecer le obligó a abrir los ojos. Su corazón se detuvo: su padre estaba a su lado y tenía las pupilas incendiadas, igual que aquella noche. Oyó:
—¿Qué edad tienes?
—Diez años —dijo.
—¿Eres un hombre? Responde.
—Sí —balbuceó.
—Fuera de la cama, entonces —dijo la voz—. Sólo las mujeres se pasan el día echadas, porque son ociosas y tienen derecho a serlo, para eso son mujeres. Te han criado como a una mujerzuela. Pero yo te haré un hombre.
Ya estaba fuera de la cama, vistiéndose, pero la precipitación era fatal: equivocaba el zapato, se ponía la camisa al revés, la abotonaba mal, no encontraba el cinturón, sus manos temblaban y no podían anudar los cordones.
—Todos los días, cuando baje a tomar desayuno, quiero verte en la mesa, esperándome. Lavado y peinado. ¿Has oído?
Tomaba el desayuno con él y adoptaba actitudes diferentes, según el carácter de su padre. Si lo notaba sonriente, la frente lisa, los ojos sosegados, le hacía preguntas que pudieran halagarlo, lo escuchaba con profunda atención, asentía, abría mucho los ojos y le preguntaba si quería que le limpiara el auto. En cambio, si lo veía con el rostro grave y no contestaba a su saludo, permanecía en silencio y escuchaba sus amenazas con la cabeza baja, como arrepentido. A la hora del almuerzo, la tensión era menor, su madre servía de elemento de diversión. Sus padres conversaban entre ellos, podía pasar desapercibido. En las noches, el suplicio terminaba. Su padre volvía tarde. Él cenaba antes. Desde las siete comenzaba a rondar a su madre, le confesaba que lo consumía la fatiga, el sueño, el dolor de cabeza. Cenaba velozmente y corría a su cuarto. A veces, cuando estaba desnudándose sentía el frenazo del automóvil. Apagaba la luz y se metía en la cama. Una hora después, se levantaba en puntas de pie, terminaba de desnudarse, se ponía el pijama.
Algunas mañanas, salía a dar una vuelta. A las diez, la avenida Salaverry estaba solitaria, de cuando en cuando pasaba un ruidoso tranvía a medio llenar. Bajaba hasta la avenida Brasil y se detenía en la esquina. No cruzaba la ancha pista lustrosa, su madre se lo había prohibido. Contemplaba los automóviles que se perdían a lo lejos, en dirección al centro, y evocaba la Plaza Bolognesi, al final de la avenida, tal como la veía cuando sus padres lo llevaban a pasear: bulliciosa, un hervidero de coches y tranvías, una muchedumbre en las veredas, las capotas de los automóviles semejantes a espejos que absorbían los letreros luminosos, rayas y letras de colores vivísimos e incomprensibles. Lima le daba miedo, era muy grande, uno podía perderse y no encontrar nunca su casa, la gente que iba por la calle era desconocida. En Chiclayo salía a caminar solo; los transeúntes le acariciaban la cabeza, lo llamaban por su nombre y él les sonreía: los había visto muchas veces, en su casa, en la Plaza de Armas los días de retreta, en la misa del domingo, en la Playa de Eten.
Descendía luego hasta el final de la avenida Brasil y se sentaba en una de las bancas de ese pequeño parque semicircular donde aquélla remata, al borde del acantilado, sobre el mar cenizo de la Magdalena. Los parques de Chiclayo —muy pocos, los conocía todos de memoria—, también eran antiguos, como éste, pero las bancas no tenían esa herrumbre, ese musgo, esa tristeza que le imponían la soledad, la atmósfera gris, el melancólico murmullo del océano. A veces, sentado de espaldas al mar, mientras observaba la avenida Brasil, abierta frente a él como la carretera del norte cuando venía a Lima, sentía ganas de llorar a gritos. Recordaba a su tía Adela, volviendo de compras, acercándose a él con una mirada risueña para preguntarle: «¿a que no adivinas qué me encontré?», y extrayendo de su bolsa un paquete de caramelos, un chocolate, que él le arrebataba de las manos. Evocaba el sol, la luz blanca que bañaba todo el año las calles de la ciudad y las conservaba tibias, acogedoras, la excitación de los domingos, los paseos a Eten, la arena amarilla que abrasaba, el purísimo cielo azul. Levantaba la vista: nubes grises por todas partes, ni un punto claro. Regresaba a su casa, caminando despacio, arrastrando los pies como un viejo. Pensaba: «cuando sea grande volveré a Chiclayo. Y jamás vendré a Lima».