VI

PODÍA SOPORTAR la soledad y las humillaciones que conocía desde niño y sólo herían su espíritu: lo horrible era el encierro, esa gran soledad exterior que no elegía, que alguien le arrojaba encima como una camisa de fuerza. Estaba frente al cuarto del teniente, todavía no levantaba la mano para tocar. Sin embargo, sabía que iba a hacerlo, había demorado tres semanas en decidirse, ya no tenía miedo ni angustia. Era su mano la que lo traicionaba: permanecía quieta, blanda, pegada al pantalón, muerta. No era la primera vez. En el Colegio Salesiano le decían «muñeca»; era tímido y todo lo asustaba. «Llora, llora, muñeca», gritaban sus compañeros en el recreo, rodeándolo. Él retrocedía hasta que su espalda encontraba la pared. Las caras se acercaban, las voces eran más altas, las bocas de los niños parecían hocicos dispuestos a morderlo. Se ponía a llorar. Una vez se dijo: «tengo que hacer algo». En plena clase desafió al más valiente del año: ha olvidado su nombre y su cara, sus puños certeros y su resuello. Cuando estuvo frente a él, en el canchón de los desperdicios, encerrado dentro de un círculo de espectadores ansiosos, tampoco sintió miedo, ni siquiera excitación: sólo un abatimiento total. Su cuerpo no respondía ni esquivaba los golpes; debió esperar que el otro se cansara de pegarle. Era para castigar a ese cuerpo cobarde y transformarlo que se había esforzado en aprobar el ingreso al Leoncio Prado; por ello había soportado esos veinticuatro meses largos. Ahora ya no tenía esperanza; nunca sería como el Jaguar, que se imponía por la violencia, ni siquiera como Alberto, que podía desdoblarse y disimular para que los otros no hicieran de él una víctima. A él lo conocían de inmediato, tal como era, sin defensas, débil, un esclavo. Sólo la libertad le interesaba ahora para manejar su soledad a su capricho, llevarla a un cine, encerrarse con ella en cualquier parte. Levantó la mano y dio tres golpes en la puerta.

¿Había estado durmiendo el teniente Huarina? Sus ojos hinchados parecían dos enormes llagas en su cara redonda; tenía el pelo alborotado y lo miraba a través de una niebla.

—Quiero hablar con usted, mi teniente.

El teniente Remigio Huarina era en el mundo de los oficiales lo que él en el de los cadetes: un intruso. Pequeño, enclenque, sus voces de mando inspiraban risa, sus cóleras no asustaban a nadie, los suboficiales le entregaban los partes sin cuadrarse y lo miraban con desprecio; su compañía era la peor organizada, el capitán Garrido lo reprendía en público, los cadetes lo dibujaban en los muros con pantalón corto, masturbándose. Se decía que tenía un almacén en los Barrios Altos donde su mujer vendía galletas y dulces. ¿Por qué había entrado en la Escuela Militar?

—¿Qué hay?

—¿Puedo entrar? Es un asunto grave, mi teniente.

—¿Quiere una audiencia? Debe usted seguir la vía jerárquica.

No sólo los cadetes imitaban al teniente Gamboa: como él, Huarina había adoptado la posición de firmes para citar el reglamento. Pero con esas manos delicadas y ese bigote ridículo, una manchita negra colgada de la nariz, ¿podía engañar a alguien?

—No quiero que nadie se entere, mi teniente. Es algo grave.

El teniente se hizo a un lado y él entró. La cama estaba revuelta y el Esclavo pensó de inmediato en la celda de un convento: debía ser algo así, desnuda, lóbrega, un poco siniestra. En el suelo había un cenicero lleno de colillas; una humeaba todavía.

—¿Qué hay? —insistió Huarina.

—Es sobre lo del vidrio.

—Nombre y sección —dijo el teniente, precipitadamente.

—Cadete Ricardo Arana, quinto año, primera sección.

—¿Qué pasa con el vidrio?

Era la lengua ahora la cobarde: se negaba a moverse, estaba seca, la sentía como una piedra áspera. ¿Era miedo? El Círculo se había ensañado con él; después del Jaguar, Cava era el peor; le quitaba los cigarrillos, el dinero, una vez había orinado sobre él mientras dormía. En cierto modo, tenía derecho; todos en el colegio respetaban la venganza. Y sin embargo, en el fondo de su corazón, algo lo acusaba. «No voy a traicionar al Círculo, pensó, sino a todo el año, a todos los cadetes».

—¿Qué hay? —dijo el teniente Huarina, irritado—. ¿Ha venido a mirarme la cara? ¿No me conoce?

—Fue Cava —dijo el Esclavo. Bajó los ojos—: ¿Podré salir este sábado?

—¿Cómo? —dijo el teniente. No había comprendido, todavía podía inventar algo y salir.

—Fue Cava el que rompió el vidrio —dijo—. El robó el examen de Química. Yo lo vi pasar a las aulas. ¿Se suspenderá la consigna?

—No —dijo el teniente—. Ya veremos. Primero repita lo que ha dicho.

La cara de Huarina se había redondeado y habían surgido unos pliegues en sus mejillas, cerca de la comisura de los labios, que estaban separados y temblaban ligeramente. Sus ojos mostraban satisfacción. El Esclavo se sintió tranquilo. Había dejado de importarle el colegio, la salida, el futuro. Se dijo que el teniente Huarina no parecía agradecido. Después de todo era natural, no era de su mundo, tal vez lo despreciaba.

—Escriba —dijo Huarina—. Ahora mismo. Ahí tiene papel y lápiz.

—¿Qué cosa, mi teniente?

—Yo le dicto. «Vi al cadete, ¿cómo se llama?, Cava, de tal sección, tal día, a tal hora, pasar hacia las aulas, para apropiarse indebidamente del examen de Química». Escriba claro. «Hago esta declaración a pedido del teniente Remigio Huarina, que descubrió al autor del robo y también mi participación…

—Mi teniente, yo no…

—… mi involuntaria participación en el asunto, como testigo». Fírmelo. Y escriba su nombre en letras de imprenta. Grandes.

—Yo no vi el robo —dijo el Esclavo—. Sólo que pasaba hacia las aulas. Hace cuatro semanas que no salgo, mi teniente.

—No se preocupe. Yo me encargo de todo. No tenga miedo.

—No tengo miedo —gritó el Esclavo y el teniente levantó la vista, sorprendido—. Hace cuatro semanas que no salgo, mi teniente. Este sábado harán cinco.

Huarina asintió.

—Firme ese papel —dijo—. Le doy permiso para que salga hoy después de clase. Vuelva a las once.

El Esclavo firmó. El teniente leyó el papel; sus ojos bailaban en las órbitas; movía los labios al leer.

—¿Qué le harán? —dijo el Esclavo. La pregunta era estúpida y él lo sabía; pero había que decir algo. El teniente tenía cogida la hoja de papel con la punta de los dedos, cuidadosamente, no quería arrugarla.

—¿Ha hablado con el teniente Gamboa de esto? —Un instante la imagen de ese rostro sin ángulos y lampiño quedó suspendida; aguardaba la respuesta del Esclavo con alarma. Hubiera sido fácil apagar la alegría de Huarina, quitarle, sus aires de vencedor; bastaba decir sí.

—No, mi teniente. Con nadie.

—Bien. Ni una palabra —dijo el teniente—. Espere mis instrucciones. Venga a verme después de clase, con uniforme de salida. Lo llevaré hasta la Prevención.

—Sí, mi teniente. —El Esclavo vaciló antes de añadir—: No quisiera que los cadetes supieran…

—Un hombre —dijo Huarina, de nuevo en posición de firmes—, debe asumir sus responsabilidades. Es lo primero que se aprende en el Ejército.

—Sí, mi teniente. Pero si saben que yo lo denuncié…

—Ya sé —dijo Huarina, llevándose a los ojos el papel por cuarta vez—. Lo harían papilla. Pero no tema. Los Consejos de Oficiales son siempre secretos.

«Quizá me expulsen a mi también», pensó el Esclavo. Salió del cuarto de Huarina. Nadie podía haberlo visto, después del almuerzo los cadetes se tendían en sus literas o en la hierba del estadio. En el descampado, observó a la vicuña: esbelta, inmóvil, olfateaba el aire. «Es un animal triste», pensó. Estaba sorprendido: debería sentirse excitado o aterrado, algún trastorno físico debía recordarle la delación. Creía que los criminales, después de cometer un asesinato, se hundían en un vértigo y quedaban como hipnotizados. Él sólo sentía indiferencia. Pensó: «estaré seis horas en la calle. Iré a verla pero no podré decirle nada de lo que ha pasado». ¡Si hubiera alguien con quien hablar, que pudiera comprender o al menos escucharlo! ¿Cómo fiarse de Alberto? No sólo se había negado a escribir en su nombre a Teresa, sino que los últimos días lo provocaba constantemente —a solas, es verdad, pues ante los otros lo defendía—, como si tuviera algo que reprocharle. «No puedo fiarme de nadie, pensó. ¿Por qué todos son mis enemigos?»

Un leve temblor en las manos: fue la única reacción de su cuerpo al empujar los batientes de la cuadra y ver a Cava, de pie junto al ropero. «Si me mira se dará cuenta que acabo de fregarlo», pensó.

—¿Qué te pasa? —dijo Alberto.

—Nada. ¿Por qué?

—Estás pálido. Anda a la enfermería, seguro que te internan.

—No tengo nada.

—No importa —dijo Alberto—. ¿Qué más quieres que te internen, si estás consignado? Ojalá pudiera ponerme así de pálido. En la enfermería se come bien y se descansa.

—Pero se pierde la salida —dijo el Esclavo.

—¿Cuál salida? Todavía tenemos para rato aquí adentro. Aunque dicen que tal vez haya salida general el próximo domingo. Es cumpleaños del coronel. Eso dicen, al menos. ¿De qué te ríes?

—De nada.

¿Cómo podía hablar Alberto con esa indiferencia de la consigna, cómo podía acostumbrarse a la idea de no salir?

—Salvo que quieras tirar contra —dijo Alberto—. Pero de la enfermería es más fácil. En la noche no hay control. Eso sí, tienes que descolgarte por el lado de la Costanera y te puedes ensartar en la reja como un anticucho.

—Ahora tiran contra muy pocos —dijo el Esclavo—. Desde que pusieron la ronda.

—Antes era más fácil —dijo Alberto—. Pero todavía salen muchos. El cholo Urioste salió el lunes y volvió a las cuatro de la mañana.

Después de todo, ¿por qué no ir a la enfermería? ¿Para qué salir a la calle? Doctor, se me nubla la vista, me duele la cabeza, tengo palpitaciones, sudo frío, soy un cobarde. Cuando estaban consignados, los cadetes trataban de ingresar a la enfermería. Allí se pasaba el día sin hacer nada, en pijama, y la comida era abundante. Pero los enfermeros y el médico del colegio eran cada vez más estrictos. La fiebre no bastaba; sabían que poniéndose cáscaras de plátano en la frente un par de horas, la temperatura sube a treinta y nueve grados. Tampoco las gonorreas, desde que se descubrió la estratagema del Jaguar y el Rulos que se presentaron a la enfermería con el falo bañado en leche condensada. El Jaguar había inventado también los ahogos. Conteniendo la respiración hasta llorar, varias veces seguidas, antes del examen médico, el corazón se acelera y empieza a tronar como un bombo. Los enfermeros decretaban: «internamiento por síntomas de taquicardia».

—Nunca he tirado contra —dijo el Esclavo.

—No me extraña —dijo Alberto—. Yo sí, varias veces, el año pasado. Una vez fuimos a una fiesta en la Punta con Arróspide y volvimos poco antes del toque de diana. En cuarto año, la vida era mejor.

—Poeta —gritó Vallano—. ¿Tú has estado en el colegio «La Salle»?

—Sí —dijo Alberto—. ¿Por qué?

—El Rulos dice que todos los de «La Salle» son maricas. ¿Es cierto?

—No —dijo Alberto—. En «La Salle» no había negros.

El Rulos se rió.

—Estás fregado —le dijo a Vallano—. El poeta te come.

—Negro, pero más hombre que cualquiera —afirmó Vallano—. Y el que quiera hacer la prueba, que venga.

—Uy, qué miedo —dijo alguien—. Uy, mamita.

«Ay, ay, ay», cantó el Rulos.

—Esclavo —gritó el Jaguar—. Anda y haz la prueba. Después nos cuentas si el negro es tan hombre como dice.

—Al Esclavo lo parto en dos —dijo Vallano.

—Uy, mamita.

—A ti también —gritó Vallano—. Anímate y ven. Estoy a punto.

—¿Qué pasa? —dijo la voz ronca del Boa, que acababa de despertar.

—El negro dice que eres un marica, Boa —afirmó Alberto.

—Dijo que le consta que eres un marica.

—Eso dijo.

—Se pasó más de una hora rajando de ti.

—Mentira, hermanito —dijo Vallano—. ¿Crees que hablo de la gente por la espalda?

Hubo nuevas risas.

—Se están burlando de ti —agregó Vallano—. ¿No te das cuenta? —Levantó la voz—. Me vuelves a hacer una broma así, poeta, y te machuco. Te advierto. Por poco me haces tener un lío con el muchacho.

—Uy —dijo Alberto—. ¿Has oído, Boa? Te ha dicho muchacho.

—¿Quieres algo conmigo, negro? —dijo la voz ronca.

—Nada, hermanito —repuso Vallano—. Tú eres mi amigo.

—Entonces no digas muchacho.

—Poeta, te juro que te voy a quebrar.

—Negro que ladra no muerde —dijo el Jaguar.

El Esclavo pensó: «en el fondo, todos ellos son amigos. Se insultan y se pelean de la boca para afuera, pero en el fondo se divierten juntos. Sólo a mi me miran como a un extraño».

«TENÍA LAS piernas gordas, blancas y sin pelos. Eran ricas y daba ganas de morderlas». Alberto se quedó mirando la frase, tratando de calcular sus posibilidades eróticas, y la encontró bien. El sol atravesaba los vidrios manchados de la glorieta y caía sobre él, que estaba echado en el suelo, la cara apoyada en una de sus manos y en la otra un lapicero suspendido a unos centímetros de la hoja de papel a medio llenar. En el suelo cubierto de polvo, colillas, fósforos carbonizados, había otras hojas, algunas escritas. La glorieta había sido construida junto con el colegio, en el pequeño jardín que contenía a la piscina, eternamente desaguada y cubierta de musgo, sobre la que planeaban nubes de zancudos. Nadie, seguramente ni el mismo coronel, conocía la finalidad de la glorieta, sostenida a dos metros de tierra por cuatro columnas de cemento y a la que se llegaba por una angosta escalera sinuosa. Probablemente ningún oficial ni cadete había entrado a la glorieta antes de que el Jaguar consiguiera abrir su puerta clausurada con una ganzúa especial, en cuya fabricación intervino casi toda la sección. Ésta había encontrado una función para la solitaria glorieta: servir de escondrijo a aquellos que en vez de ir a clase querían dormir una siesta. «El aposento temblaba como si hubiera un terremoto; la mujer gemía, se jalaba los pelos, decía «basta, basta», pero el hombre no la soltaba; con su mano nerviosa seguía explorándole el cuerpo, rasguñándola, penetrándola. Cuando la mujer quedó muda, como muerta, el hombre se echó a reír y su risa parecía el canto de un animal». Colocó el lapicero en su boca y releyó toda la hoja. Todavía agregó una última frase: «La mujer pensó que los mordiscos del final habían sido lo mejor de todo y se alegró al recordar que el hombre volvería al día siguiente». Alberto echó una ojeada a las hojas cubiertas de palabras azules; en menos de dos horas, había escrito cuatro novelitas. Estaba bien. Todavía quedaban unos minutos antes de que sonara el silbato anunciando el final de las clases. Giró sobre sí mismo, apoyó la cabeza en el suelo, permaneció estirado, con el cuerpo blando, laxo; el sol tocaba ahora su cara pero no lo obligaba a cerrar los ojos: era débil.

Había salido a la hora de almuerzo. De pronto el comedor se iluminó y el murmullo vertiginoso murió de golpe; mil quinientas cabezas se volvieron hacia el descampado: en efecto, la hierba parecía dorada y los edificios contiguos proyectaban sombra. Era la primera vez que salía el sol en octubre desde que Alberto estaba en el colegio. De inmediato pensó: «me iré a la glorieta a escribir». En la formación, susurró al Esclavo: «si pasan lista, contestas por mí». Y, al llegar a las aulas, en un descuido del oficial, se metió en un baño. Cuando los cadetes entraron a las aulas, se deslizó rápidamente hasta la glorieta. Había escrito sin interrupción, novelitas de cuatro páginas; sólo en la última comenzó a sentir que la modorra invadía su cuerpo y surgió la tentación de soltar el lapicero y pensar en cosas vagas. Se le habían acabado los cigarrillos hacía días y trató de fumar las colillas retorcidas que encontró en la glorieta, pero apenas daba dos chupadas, el tabaco endurecido por el tiempo y el polvo que tragaba lo hacían toser.

«Repite Vallano, repite eso último, repite negro y mi pobre madre abandonada pensando en su hijo rodeado de tanto cholo, pero en esa época todavía no se hubiera asustado siquiera, si hubiera estado ahí en medio, escuchando Los placeres de Eleodora, repite Vallano, ya terminó el bautizo, ya salimos a la calle, ya volvimos, tú fuiste el más cunda, te trajiste a Eleodora en la maleta, yo sólo traje paquetes de comida, si hubiera sabido». Los muchachos están sentados en las camas o en los roperos, absortos, pendientes de los labios de Vallano que lee con voz cálida. A ratos se detiene y, sin levantar los ojos del libro, espera: de inmediato surgen la algarabía, el fragor de las protestas. «Repite, Vallano, ya se me está ocurriendo una buena cosa para pasar el tiempo y ganarme unos centavos y mi madre rogando a Dios y a los santos, sábado y domingo, nos arrastrará a todos por la senda del mal, mi padre está embrujado por las Eleodoras» Después de leer tres o cuatro veces el libro enano de páginas amarillentas, Vallano lo guarda en el bolsillo de su sacón y echa una mirada vanidosa a sus compañeros que lo observan con envidia. Uno se atreve a decir: «préstamelo». Cinco, diez, quince lo asedian gritando: «préstamelo, negrito, hermano». Vallano sonríe, abre la bocaza descomunal, sus ojos bulliciosos danzan, exultan, su nariz palpita, ha adoptado una actitud triunfal, toda la cuadra lo rodea, lo solicita, lo adula. Él los insulta: «pajeros, asquerosos, a ver por qué no leen la Biblia o el Quijote». Lo festejan, lo palmean, le dicen: «ah, negrito, cómo eres de vivo, uy, cómo eres». De pronto, Vallano descubre las posibilidades que encierra ese cuento. Dice: «lo alquilo». Entonces lo empujan y lo amenazan, uno lo escupe, otro le grita: «interesado, sarnoso». Él se ríe a carcajadas, se echa en la cama, saca del bolsillo Los placeres de Eleodora, se lo planta ante los ojos que hierven de malicia, simula leer moviendo los labios como dos ventosas lascivas. «Cinco cigarros, diez cigarros, negrito Vallanito, préstame a Ele-o-do-ri-ta-pa-ra-hacer-me-la-pa-ji-ta, yo sabía mamacita que el primero sería el Boa por la manera como rascaba a la Malpapeada mientras el negro leía, aúlla y aguanta quieta, ya se me ocurrió pero qué buena idea para pasar el tiempo y ganarme unos cobres y tenía montones de ideas, sólo que me faltaba la ocasión». Alberto ve venir al suboficial, directamente hacia la fila y con el rabillo del ojo comprueba que el Rulos sigue embebido en la lectura: tiene el libro pegado al sacón del cadete que está delante; sin duda, debe hacer grandes esfuerzos para leer pues las letras son minúsculas. Alberto no puede advertirle que se aproxima el suboficial: éste no le quita los ojos de encima y avanza cautelosamente, como un felino hacia su presa; imposible mover el pie o el codo. El suboficial se agazapa y salta: cae sobre el Rulos que emite un chillido, y le arrebata Los placeres de Eleodora. «Pero no debió quemarlo y pisotearlo, no debió dejar la casa para correr tras de las putas, no debió abandonar a mi madre, no debimos dejar la gran casa con jardines de Diego Ferré, no debí conocer el barrio ni a Helena, no debió consignar al Rulos dos semanas, no debí comenzar nunca a escribir novelitas, no debí salir de Miraflores, no debí conocer a Teresa ni amarla». Vallano ríe, pero no puede disimular su desaliento, su nostalgia, su amargura. A ratos se pone serio y dice: «caracho, estaba enamorado de Eleodora. Rulos, por tu culpa he perdido a mi hembra querida». Los cadetes cantan «ay, ay, ay» y se menean como rumberas, pellizcan a Vallano en los cachetes y en las nalgas, el Jaguar se lanza como un endemoniado sobre el Esclavo, lo alza en peso, todos se callan y miran, y lo lanza contra Vallano. Le dice te regalo a esta puta. El Esclavo se incorpora, se arregla la ropa y se aleja. Boa lo atrapa por la espalda, lo levanta y el esfuerzo le congestiona el rostro y el cuello que se hincha; sólo lo tiene en el aire unos segundos y lo deja caer como un fardo. El Esclavo se retira, despacio, cojeando. «Maldita sea —dice Vallano—. Les juro que estoy muerto de pena». «Y entonces yo dije por media cajetilla de cigarrillos te escribo una historia mejor que «Los Placeres de Eleodora» y esa mañana yo supe lo que había pasado, la transmisión del pensamiento o la mano de Dios, supe y le dije, qué pasa con mi papá mamita y Vallano dijo ¿de veras ?, toma papel y lápiz y que te inspiren los ángeles, y entonces ella dijo, hijito, valor, una gran desgracia ha caído sobre nosotros, se ha perdido, nos ha abandonado y entonces comencé a escribir, sentado en un ropero, rodeado por toda la sección, como cuando el negro leía». Alberto escribe una frase con letra nerviosa: media docena de cabezas tratan de leer sobre sus hombros. Se detiene, alza el lápiz y la cabeza y lee: lo celebran, algunos hacen sugerencias que él desdeña. A medida que avanza es más audaz: las palabras vulgares ceden el paso a grandes alegorías eróticas, pero los hechos son escasos y cíclicos: las caricias preliminares, el amor habitual, el anal, el bucal, el manual, éxtasis, convulsiones, batallas sin cuartel entre erizados órganos y, nuevamente, las caricias preliminares, etc. Cuando termina la redacción —diez páginas de cuaderno, por ambas caras—. Alberto, súbitamente inspirado, anuncia el título: Los vicios de la carne y lee su obra, con voz entusiasta. La cuadra lo escucha respetuosamente; por instantes hay brotes de humor. Luego lo aplauden y lo abrazan. Alguien dice: «Fernández, eres un poeta». «Sí, dicen otros. Un poeta». Y ese mismo día se me acercó el Boa, con cara misteriosa, mientras nos lavábamos y me dijo hazme otra novelita como ésa y te la compro, buen muchacho, gran pajero, fuiste mi primer cliente y siempre me acordaré de ti, protestaste cuando dije cincuenta centavos por hoja, sin puntos aparte, pero aceptaste tu destino y nos cambiamos de casa y entonces fue de verdad que me aparté del barrio y los amigos y del verdadero Miraflores y comencé mi carrera de novelista, buena plata he ganado a pesar de los estafadores.

Es un domingo de mediados de junio; Alberto, sentado en la hierba, mira a los cadetes que pasean por la pista de desfile rodeados de familiares. Unos metros más allá hay un muchacho, también de tercero, pero de otra sección. Tiene en sus manos una carta, que lee y relee, con rostro preocupado. «¿Cuartelero?», pregunta Alberto. El muchacho asiente y muestra su brazalete color púrpura, con una letra C bordada. «Es peor que estar consignado», afirma Alberto. «Sí», dice el otro. «Y más tarde fuimos caminando a la sexta sección y nos echamos y fumamos cigarrillos Inca y me dijo soy iqueño y mi padre me mandó al Colegio Militar porque estaba enamorado de una muchacha de mala familia y me mostró su foto y me dijo apenas salga del colegio me caso con ella y ese mismo día dejó de pintarse y ponerse joyas y de ver a sus amigas y de jugar canasta y cada sábado que salía yo pensaba ha envejecido más».

—¿Ya no te gusta? —dice Alberto—. ¿Por qué pones esa cara cuando hablas de ella?

El muchacho baja la voz y responde, como a sí mismo:

—No sé escribirle.

—¿Por qué? —pregunta Alberto.

—¿Cómo por qué? Porque no. Ella es muy inteligente. Me escribe cartas muy lindas.

—Escribir una carta es muy fácil —dice Alberto—. Lo más fácil del mundo.

—No. Es fácil saber lo que quieres decir, pero no decirlo.

—Bah —dice Alberto—. Puedo escribir diez cartas de amor en una hora.

—¿De veras? —pregunta el muchacho, mirándolo fijamente.

«Y le escribí una y otra y la chica me contestaba y el cuartelero me convidaba cigarros y colas en «La Perlita» y un día me trajo a un zambito de la octava y me dijo ¿puedes escribirle una carta a la hembrita que éste tiene en Iquitos? y yo le dije ¿quieres que vaya a verlo y le hable? y ella me dijo no hay nada que hacer sino rezar a Dios y comenzó a ir a misa y a novenas y a darme consejos Alberto tienes que ser piadoso y querer mucho a Dios para que cuando seas grande las tentaciones no te pierdan como a tu padre y yo le dije Okey pero me pagas».

Alberto pensó: «ya hace más de dos años. Cómo pasa el tiempo». Cerró los ojos: evocó el rostro de Teresa y su cuerpo se llenó de ansiedad. Era la primera vez que resistía la consigna sin angustia. Ni siquiera las dos cartas que había recibido de la muchacha lo incitaban a desear la salida. Pensó: «me escribe en papel barato y tiene mala letra. He leído cartas más bonitas que las de ella». Las había leído varias veces, siempre a ocultas. (Las guardaba en el forro del quepí, como los cigarrillos que traía al colegio los domingos.) La primera semana, al recibir una carta de Teresa, se dispuso a responderle de inmediato, pero después de escribir la fecha, sintió disgusto, turbación y no supo qué decir. Todo el lenguaje parecía falso e inútil. Destruyó varios borradores y al fin se decidió a contestarle apenas unas líneas objetivas: «estamos consignados por un lío. No sé cuando saldré. Tuve una gran alegría al recibir tu carta. Siempre pienso en ti y lo primero que haré, al salir, será ir a verte». El Esclavo lo perseguía, le ofrecía cigarrillos, fruta, sándwiches, le hacía confidencias; en el comedor, en la fila y en el cine se las arreglaba para estar a su lado. Recordó su cara pálida, su expresión obsecuente, su sonrisa beatífica y lo odió. Cada vez que veía aproximarse al Esclavo, sentía malestar. La conversación de un modo u otro recaía en Teresa y Alberto debía disimular, adoptando un papel cínico; otras veces se mostraba amistoso y daba al Esclavo consejos sibilinos: «no vale la pena que te declares por carta. Esas cosas se hacen de frente, para ver las reacciones. En la primera salida, vas a su casa y le caes» La cara lánguida escuchaba seriamente, asentía sin rebelarse. Alberto pensó «se lo diré el primer día que salgamos, apenas crucemos la puerta del colegio. Ya tiene una cara bastante estúpida para amargarle más la vida. Le diré: lo siento mucho, pero esa chica me gusta y si la vas a ver te parto la cara. Hay más mujeres en el mundo. Y después iré a verla y la llevaré al Parque Necochea» (que está al final del Malecón Reserva, sobre los acantilados verticales y ocres que el mar de Miraflores combate ruidosamente; desde el borde se contempla, en invierno, a través de la neblina, un escenario de fantasmas: la playa de piedras, solitaria y profunda). Pensó: «me sentaré en el último banco, junto a la baranda de troncos blancos». El sol había entibiado su cara y su cuerpo; no quería abrir los ojos para evitar que la imagen se fuera.

Cuando despertó, el sol había desaparecido; estaba en medio de una luz parda. Se movió en el sitio y le dolieron los huesos de la espalda; sentía la cabeza pesada: era incómodo dormir sobre madera. Tenía el cerebro adormecido, no atinaba a ponerse de pie, pestañeó varias veces, sintió ganas de fumar. Luego se incorporó con torpeza y espió. El jardín estaba vacío y los bloques de cemento de las aulas parecían desiertos. ¿Qué hora sería? El silbato para ir al comedor era a las siete y media. Inspeccionó cuidadosamente los alrededores. El colegio estaba muerto. Descendió de la glorieta y cruzó rápidamente el jardín y los edificios sin ver a nadie. Sólo al llegar a la pista de desfile distinguió a un grupo de cadetes que correteaba detrás de la vicuña. Al fondo de la pista, un kilómetro más allá, presentía a los cadetes envueltos en sus sacones verdes, caminando en parejas por el patio, y el gran rumor de las cuadras. Tenía unos deseos enormes de fumar.

En el patio de quinto, se detuvo. En vez de cruzarlo, regresó hacia la Prevención. Era miércoles, podía haber cartas. Varios cadetes obstruían la puerta.

—Paso. El oficial de guardia me ha mandado llamar.

Nadie se movió.

—Haz cola —dijo uno.

—No vengo por cartas —afirmó Alberto—. El oficial me necesita.

—Friégate. Aquí todos hacen cola.

Esperó. Cuando salía un cadete, la cola se agitaba; todos pugnaban por pasar primero. Distraídamente, Alberto leía el Orden del Día, colgado en la puerta: «Quinto año. Oficial de guardia: teniente Pedro Pitaluga. Suboficial: Joaquín Morte. Efectivo de año. Disponibles: 360. Internados en la enfermería: S. Disposición especial: se suspende la consigna a los imaginarias del 13 de septiembre. Firmado, el capitán de año». Volvió a leer la última parte, dos, tres veces. Dijo una lisura en voz alta y, desde el fondo de la Prevención, la voz del suboficial Pezoa protestó:

—¿Quién anda diciendo mierda por ahí?

Alberto corría hacia la cuadra. Su corazón desbordaba de impaciencia. Encontró a Arróspide en la puerta.

—Han suspendido la consigna —gritó Alberto—. El capitán se ha vuelto loco.

—No —dijo Arróspide—. ¿Acaso no sabes? Alguien ha pegado un chivatazo. Cava está en el calabozo.

—¿Qué? —dijo Alberto—. ¿Lo han denunciado? ¿Quién?

—Oh —dijo Arróspide—. Eso se sabe siempre.

Alberto entró en la cuadra. Como en las grandes ocasiones, el recinto había cambiado de atmósfera. El ruido de los botines parecía insólito en la cuadra silenciosa. Muchos ojos lo seguían desde las literas. Fue hasta su cama. Buscó con la mirada: ni el Jaguar, ni el Rulos ni el Boa estaban presentes. En la litera de al lado, Vallano hojeaba unas copias.

—¿Ya se sabe quién ha sido? —le preguntó Alberto.

—Se sabrá —dijo Vallano—. Tiene que saberse antes que expulsen a Cava.

—¿Dónde están los otros?

Vallano señaló el baño con un movimiento de cabeza.

—¿Qué hacen?

—Están reunidos. No sé que hacen.

Alberto se levantó y fue hasta la litera del Esclavo. Estaba vacía. Empujó uno de los batientes del baño; sentía a su espalda los ojos de toda la sección. Estaban en un rincón, acurrucados, el Jaguar al centro. Lo miraban.

—¿Qué quieres? —dijo el Jaguar.

—Orinar —respondió Alberto—. Supongo que puedo.

—No —dijo el Jaguar—. Fuera.

Alberto volvió a la cuadra y se dirigió hacia la cama del Esclavo.

—¿Dónde está?

—¿Quién? —dijo Vallano, sin apartar los ojos de las copias.

—El Esclavo.

—Ha salido.

—¿Qué cosa?

—Salió después de clases.

—¿A la calle? ¿Estás seguro?

—¿A dónde va a ser? Su madre está enferma, creo.

«Soplón y mentiroso, ya sabía que con esa cara, para qué iba a ir, puede ser que su madre se esté muriendo, si ahorita entro al baño y digo Jaguar el soplón es el Esclavo, inútil que se levanten, ha salido a la calle, hizo creer a todo el mundo que su madre está enferma, no se desesperen que las horas pasan rápido, déjenme entrar al Círculo que yo también quiero vengar al serrano Cava». Pero el rostro de Cava se ha desvanecido en una nebulosa que arrastra también al Círculo y a los otros cadetes de la cuadra, y diluye su indignación y el desprecio que hace un momento lo colmaba, pero a su vez la nebulosa devora la propia nebulosa y en su espíritu surge ese rostro mustio que simula una sonrisa. Alberto va hasta su litera, se tiende. Busca en los bolsillos, sólo encuentra unas hebras de tabaco. Maldice. Vallano aparta los ojos de las copias y lo mira, un segundo. Alberto deja caer el brazo sobre su rostro. Siente su corazón lleno de urgencia, sus nervios crispados bajo la piel. Oscuramente piensa que alguien puede descubrir, de algún modo, que el infierno se ha instalado en su cuerpo y, para disimular, bosteza ruidosamente. Piensa: «soy un estúpido». «Esta noche vendrá a despertarme y yo ya sabía que pondría esa cara, lo estoy viendo como si hubiera venido, como si ya me hubiera dicho desgraciado, así que la invitaste al cine y le escribes y ella te escribe y no me habías dicho nada y dejabas que yo te hablara de ella todo el tiempo, así que por eso dejabas que, no querías que, me decías que, pero ni tendrá tiempo de abrir la boca, ni de despertarme porque antes que me toque, o llegue a mi cama, saltaré sobre él y lo tiraré al suelo y le daré sin piedad y gritaré levántense que aquí tengo cogido del pescuezo al soplón de mierda que denunció a Cava». Pero esas sensaciones se enroscan a otras y es desagradable que la cuadra continúe en silencio. Si abre los ojos, puede ver por una estrecha rendija entre la manga de su camisa y su cuerpo, un fragmento de las ventanas de la cuadra, el techo, el cielo casi negro, el resplandor de las luces de la pista.

«Y ya puede estar allá, puede estar bajando del ómnibus, caminando por esas calles de Lince, puede estar con ella, puede estarse declarando con su cara asquerosa, ojalá que no vuelva nunca, mamita, y te quedes abandonada en tu casa de Alcanfores y yo también te abandonaré y me iré de viaje, a Estados Unidos, y nadie volverá a tener noticias de mí, pero antes juro que le aplastaré la cara de gusano y lo pisotearé y diré a todo el mundo miren como ha quedado este soplón, huelan, toquen, palpen e iré a Lince y le diré eres una pobre tipita de cuatro reales y estás bien para ese soplón que acabo de machucar». Está rígido sobre la angosta litera crujiente, los ojos fijos en el colchón de la cama de arriba, que parece próximo a desbordar los alambres tejidos en rombo que lo sostienen y precipitarse sobre él y aplastarlo.

—¿Qué hora es? —le pregunta a Vallano.

—Las siete.

Se levanta y sale. Arróspide sigue en la puerta, con las manos en los bolsillos; mira con curiosidad a dos cadetes que discuten a gritos en el centro del patio.

—Arróspide.

—¿Qué hay?

—Voy a salir.

—¿Y a mí?

—Voy a tirar contra.

—Allá tú —dice Arróspide—. Habla con los imaginarias.

—No en la noche —responde Alberto—. Quiero salir ahora. Mientras desfilan al comedor.

Esta vez, Arróspide lo mira con interés.

—Tengo que salir —dice Alberto—. Es muy importante.

—¿Tienes un plancito, o una fiesta?

—¿Pasarás el parte sin mí?

—No sé —dice Arróspide—. Si te descubren, me friego yo también.

—Sólo hay una formación —insiste Alberto—. Sólo tienes que poner en el parte «efectivo completo».

—Eso y nada más —dice Arróspide—. Pero si hay otra formación no te paso como presente.

—Gracias.

—Mejor sales por el estadio —dice Arróspide—. Anda a esconderte por ahí de una vez, ya no demora el pito.

—Sí —dice Alberto—. Ya sé.

Regresó a la cuadra. Abrió su ropero. Tenía dos soles, bastaba para el autobús.

—¿Quiénes son los imaginarias de los dos primeros turnos? —preguntó a Vallano.

—Baena y Rulos.

Habló con Baena y éste aceptó pasarlo como presente. Luego fue hasta el baño. Los tres seguían acurrucados; al verlo, el Jaguar se incorporó.

—¿No me has entendido?

—Tengo que hablar dos palabras con el Rulos.

—Anda a hablar con tu madre. Fuera de aquí.

—Voy a tirar contra en este momento. Quiero que el Rulos me pase presente.

—¿En este momento? —dijo el Jaguar.

—Sí.

—Está bien —dijo el Jaguar—. ¿Sabes lo de Cava? ¿Quién ha sido?

—Si supiera ya lo habría machucado. ¿Qué me crees? Supongo que no piensas que soy un soplón.

—Espero que no —dijo el Jaguar—. Por tu bien.

—A ése no lo toca nadie —dijo el Boa—. A ése me lo dejan a mí.

—Cállate —dijo el Jaguar.

—Tráeme una cajetilla de Inca y te paso presente —dijo el Rulos.

Alberto asintió. Al entrar a la cuadra, escuchó el silbato y las voces del suboficial, llamando a filas. Echó a correr y pasó como una centella por el patio, entre los embriones de hileras. Avanzó por la pista de desfile, tapándose las hombreras rojas con las manos, por si algún oficial de otro año lo interceptaba. En las cuadras de tercero, el batallón estaba ya formado y Alberto dejó de correr; caminó a paso vivo, con naturalidad. Cruzó ante el oficial de año y saludó: el teniente contestó maquinalmente. En el estadio, lejos de las cuadras, sintió una gran calma. Contorneó el galpón de los soldados; oyó voces y groserías. Corrió pegado a la baranda del colegio, hasta el extremo, donde los muros se encontraban en un ángulo recto. Todavía seguían allí, amontonados, los ladrillos y los adobes que habían servido para otras contras. Se tiró al suelo y miró detenidamente los edificios de las cuadras, separados de él por la mancha verde y rectangular de la cancha de fútbol. No veía casi nada pero oía los silbatos; los batallones desfilaban hacia el comedor. Tampoco se veía a nadie cerca del galpón. Sin levantarse, arrastró unos ladrillos y los apiló, al pie del muro. ¿Y si le faltaban las fuerzas para izarse? Siempre había tirado contra por el otro lado, junto a «La Perlita». Echó una última mirada alrededor, se incorporó de un salto, trepó a los ladrillos, alzó las manos.

La superficie del muro es áspera. Alberto hace flexión y consigue elevarse hasta tocar la cumbre con los ojos; ve el campo desierto, casi a oscuras, y a lo lejos, la armoniosa línea de palmeras que escolta la avenida Progreso. Unos segundos después sólo ve el muro, pero sus manos siguen prendidas del borde. «Eso sí, juro por Dios que ésta sí me las pagas, Esclavo, delante de ella me la vas a pagar, si me resbalo y me rompo una pierna llamarán a mi casa y si viene mi padre le diré por fin qué pasa, a mi me han expulsado por tirar contra pero tú te escapaste de la casa para irte con las putas y eso es peor». Los pies y las rodillas se adhieren a la erizada superficie del muro, se apoyan en grietas y salientes, trepan. Arriba, Alberto se encoge como un mono, sólo el tiempo necesario para elegir un pedazo de tierra plana. Luego salta: choca y rueda hacia atrás, cierra los ojos, se frota la cabeza y las rodillas, furiosamente, luego se sienta; se mueve en el sitio, se incorpora. Corre, atraviesa una chacra pisoteando los sembríos. Sus pies se hunden en una tierra muelle; siente en los tobillos las punzadas de las hierbas. Algunos tallos se quiebran bajo sus zapatos. «Y qué bruto, cualquiera pudo verme y decirme y la cristina, y las hombreras, es un cadete que se está escapando, como mi padre, y si fuera donde la Pies Dorados y le dijera, mamá, ya basta por favor, acepta, total ya estás vieja y la religión es suficiente, pero ésta me las pagarán los dos, y la vieja bruja de la tía, la alcahueta, la costurera, la maldita». En el paradero del autobús no hay nadie. El ómnibus llega junto con él y debe subir a la volada. Nuevamente siente una tranquilidad profunda; va apretujado entre una masa de gente y afuera, al otro lado de las ventanillas, no se ve nada, la noche ha caído en pocos segundos, pero él sabe que el vehículo atraviesa descampados y chacras, alguna fábrica, una barriada con casas de latas y cartones, la Plaza de Toros. «Él entró, le dijo hola, con su sonrisa de cobarde, ella le dijo hola y siéntate, la bruja salió y comenzó a hablar y le dijo señor y se fue a la calle y los dejó solos y él le dijo he venido por, para, figúrate que, te das cuenta, te mandé decir con, ah, Alberto, sí, me llevó al cine, pero nada más y le escribí, ah, yo estoy loco por ti, y se besaron, están besándose, estarán besándose, Dios mío, haz que estén besándose cuando llegue, en la boca, que estén calatos, Dios mío». Baja en la avenida Alfonso Ugarte y camina hacia la Plaza Bolognesi, entre empleados y funcionarios que salen de las cafeterías o permanecen en las esquinas, formando grupos zumbones; cruza las cuatro pistas paralelas surcadas por ríos de automóviles y llega a la Plaza donde, en el centro, en lo alto de la columna, otro héroe de bronce se desploma acribillado por balas chilenas, en las sombras, lejos de las luces. «Juráis por la bandera sagrada de la Patria, por la sangre de nuestros héroes, por la playita del despeñadero estábamos bajando cuando Pluto me dijo mira arriba y ahí estaba Helena, juramos y desfilamos y el ministro se limpiaba su nariz, se la rascaba y mi pobre madre, ya no más canastas, no más fiestas, cenas, viajes, papá llévame al fútbol, ése es un deporte de negros muchacho, el próximo año te haré socio del Regatas para que seas boga y después se fue con las polillas como Teresa». Avanza por el Paseo Colón, despoblado como una calle de otro mundo, anacrónico como sus casas cúbicas del siglo diecinueve que sólo albergan ya simulacros de buenas familias, fachadas que arden de inscripciones, paseo sin autos, con bancos averiados y estatuas. Luego sube al Expreso de Miraflores, iluminado y reluciente como una nevera; lo rodea gente que no ríe ni habla; baja en el Colegio Raimondi y camina por las calles lóbregas de Lince: ralas pulperías, faroles moribundos, casas a oscuras. «Así que no habías salido nunca con un muchacho, qué me cuentas, pero después de todo, con esa cara que Dios te puso sobre el cogote, así que el cine Metro es muy bonito, no me digas, veremos si el Esclavo te lleva a las matinés del centro, si te lleva a un parque, a la playa, a Estados Unidos, a Chosica los domingos, y sí que ésas teníamos, mamá tengo que contarte una cosa, me enamoré de una huachafa y me puso cuernos como a ti mi padre pero antes de que nos casáramos, antes de que me declarara, antes de todo, qué me cuentas». Ha llegado a la esquina de la casa de Teresa y está pegado a la pared, oculto en las sombras. Mira a todos lados, las calles están vacías. A su espalda, en el interior de la casa oye un ruido de objetos, alguien ordena un armario o lo desordena, sin precipitación, con método. Se pasa la mano por los cabellos, los alisa, sigue con un dedo la raya y comprueba que se conserva recta. Saca su pañuelo, se limpia la frente y la boca. Se arregla la camisa, levanta un pie y frota la puntera del zapato en la basta del pantalón; hace lo mismo con el otro pie. «Entraré, les daré la mano, sonriendo, he venido sólo por un segundo, perdónenme, Teresa mis dos cartas por favor, toma las tuyas, tú quieto Esclavo, hablaremos después, éste es asunto de hombres, ¿para qué hacer un lío delante de ella?, dime, ¿tú eres un hombre?» Alberto está frente a la puerta, al pie de los tres escalones de cemento. Trata de escuchar, en vano. Sin embargo, están allí: una hebra de luz ilumina el contorno de la puerta y, segundos antes, ha sentido un roce casi aéreo, tal vez una mano que buscó apoyo en algo. «Pasaré en mi carro convertible, con mis zapatos americanos, mis camisas de hilo, mis cigarrillos rubios, mi chaqueta de cuero, mi sombrero con una pluma roja, tocaré la bocina, les diré suban, llegué ayer de Estados Unidos, demos una vuelta, vengan a mi casa de Orrantia, quiero que conozcan a mi mujer, una americana que fue artista de cine, nos casamos en Hollywood el mismo año que terminé mi carrera, vengan, sube Esclavo, sube Teresa, ¿quieren oír radio mientras?».

Alberto toca la puerta dos veces, la segunda con más fuerza. Momentos después ve en el umbral un contorno de mujer, una silueta sin facciones, sin voz. La luz que viene del interior ilumina apenas los hombros de la muchacha y el nacimiento de su cuello. «¿Quién es?», dice ella. Alberto no responde. Teresa se aparta un poco hacia la izquierda y Alberto recibe en el rostro un baño de luz tenue.

—Hola —dice Alberto—. Quisiera hablar un momento con él. Es muy urgente. Llámalo por favor.

—Hola, Alberto —dice ella—. No te había reconocido. Pasa. Entra. Me has asustado.

Él entra y agrava la expresión de su rostro a la vez que mira en todas direcciones el cuarto vacío; la cortina que separa las habitaciones oscila y él puede ver una cama ancha, en desorden, y al lado otra más pequeña. Suaviza la expresión y se vuelve: Teresa está cerrando la puerta, de espaldas a él. Alberto ve que ella, antes de girar, se pasa rápidamente la mano por los cabellos y luego corrige los pliegues de su falda. Ahora ella está frente a él. De golpe, Alberto descubre que el rostro tantas veces evocado en el colegio estas últimas semanas, tenía una firmeza que no asoma en el rostro que ve a su lado, el mismo que vio en el cine Metro, o tras esa puerta, cuando se despidieron, un rostro cohibido, unos ojos tímidos que se apartan de los suyos y se abren y cierran como tocados por el sol del verano. Teresa sonríe y parece turbada: sus manos se unen y desunen, caen junto a sus caderas, se apoyan en la pared.

—Me he escapado del colegio —dice él. Enrojece y baja la vista.

—¿Te has escapado? —Teresa ha abierto los labios pero no dice nada más, sólo lo mira con cierta ansiedad; sus manos han vuelto a juntarse y están suspendidas a pocos centímetros de Alberto—. ¿Qué ha pasado? Cuéntame. Pero, siéntate, no hay nadie, mi tía ha salido.

Él levanta la cabeza y le dice:

—¿Has estado con el Esclavo?

Ella lo mira con los ojos muy abiertos:

—¿Quién?

—Quiero decir, Ricardo Arana.

—Ah —dice ella, como tranquilizada; otra vez está sonriendo—. El muchacho que vive en la esquina.

—¿Ha venido a verte? —insiste él.

—¿A mí? —dice ella—. No. ¿Por qué?

—Dime la verdad —dice él, en alta voz—. ¿Para qué me mientes? Es decir… —Se interrumpe, balbucea algo, se calla. Teresa lo mira muy seria, moviendo apenas la cabeza, las manos quietas a lo largo de su cuerpo, pero en sus ojos asoma un elemento nuevo, todavía impreciso, una luz maliciosa.

—¿Por qué me preguntas eso? —su voz es muy suave y lenta, vagamente irónica.

—El Esclavo salió esta tarde —dice Alberto—. Creí que había venido a verte. Hizo creer que estaba enferma su madre.

—¿Por qué iba a venir? —dice ella.

—Porque está enamorado de ti.

Esta vez todo el rostro de Teresa se ha impregnado de esa luz, sus mejillas, sus labios, su frente, muy tersa, sobre la cual ondean unos cabellos.

—Yo no sabía —dice ella—. Sólo he conversado con él un momento. Pero…

—Por eso me escapé —dice Alberto; queda un instante en silencio, con la boca abierta. Al fin, añade—: Tenía celos. Yo también estoy enamorado de ti.