V

UNA VEZ pensé: «nunca he estado a solas con ella. ¿Y si fuera a esperarla a la salida de su colegio?» Pero no me animaba. ¿Qué le iba a decir? ¿Y de dónde sacaría dinero para el pasaje? Tere iba a almorzar donde unos parientes, cerca de su colegio, en Lima. Yo había pensado ir al mediodía, acompañarla hasta la casa de sus parientes, así caminaríamos juntos un rato. El año anterior, un muchacho me había dado quince reales por un trabajo manual, pero en segundo de media no se hacían. Pasaba horas viendo cómo conseguir el dinero. Hasta que un día se me ocurrió pedirle prestado un sol al flaco Higueras. Él siempre me invitaba un café con leche o un corto y cigarrillos, un sol no era gran cosa. Esa misma tarde, al encontrarlo en la Plaza de Bellavista, se lo pedí. «Sí hombre, me respondió, claro, para eso son los amigos». Le prometí devolvérselo en mi cumpleaños y él se rió y dijo: «por supuesto. Me pagarás cuando puedas. Toma». Cuando tuve el sol en el bolsillo, me puse feliz y esa noche no dormí, al día siguiente bostezaba en clase todo el tiempo. Tres días después dije a mi madre: «voy a almorzar en Chucuito, donde un amigo». En el colegio, pedí permiso al profesor para salir media hora antes, y como yo era uno de los más aplicados me dijo que bueno.

El tranvía iba casi vacío, no pude gorrear, felizmente el conductor sólo me cobró medio pasaje. Bajé en la Plaza Dos de Mayo. Una vez, al pasar por la avenida Alfonso Ugarte para ir donde mi padrino, mi madre me había dicho: «en esa casota tan grande estudia Teresita». Y siempre me acordaba y sabía que apenas volviera a verla la reconocería, pero no encontraba la avenida Alfonso Ugarte y me acuerdo que estuve por la Colmena y cuando me di cuenta regresé corriendo y sólo entonces descubrí la casota negra, cerca de la Plaza Bolognesi. Era justo la salida, había muchas alumnas, grandes y chicas y yo sentía una vergüenza terrible. Di media vuelta y fui hasta la esquina, me puse en la puerta de una pulpería, medio escondido tras la vitrina y estuve mirando. Era en invierno y yo sudaba. Lo primero que hice cuando la vi a lo lejos, fue meterme en la tienda, la moral hecha pedazos. Pero después salí de nuevo y la vi de espaldas, yendo hacia la Plaza Bolognesi. Estaba sola y a pesar de eso no me acerqué. Cuando dejé de verla, regresé a Dos de Mayo y tomé el tranvía de vuelta, furioso. El colegio estaba cerrado, todavía era temprano. Me sobraban cincuenta centavos pero no compré nada de comer. Todo el día estuve de mal humor y en la tarde, mientras estudiábamos, casi no hablé. Ella me preguntó qué me pasaba y me puse colorado.

Al día siguiente, de repente se me ocurrió en plena clase que debía regresar a esperarla y fui donde el profesor y le pedí permiso de nuevo. «Bueno, me respondió, pero dile a tu madre que si te hace salir antes todos los días, te va a perjudicar». Como ya conocía el camino, llegué a su colegio antes de la hora de salida. Al aparecer las alumnas, me sentí como el día anterior, pero me decía a mí mismo: «me voy a acercar, me voy a acercar». Salió entre las últimas, sola. Esperé que se alejara un poco y comencé a caminar tras ella. En la Plaza Bolognesi apuré el paso y me le acerqué. Le dije: «hola, Tere». Ella se sorprendió un poco, lo vi en sus ojos, pero me respondió: «hola, ¿qué haces por aquí?», de una manera natural y no supe qué inventar, así que sólo atiné a decirle: «salí antes del colegio y se me ocurrió venir a esperarte. ¿Por qué, ah?». «Por nada, dijo ella. Te preguntaba, no más». Le pregunté si iba a casa de sus parientes y me dijo que sí. «¿Y tú?», añadió. «No sé, le dije. Si no te importa te acompaño». «Bueno, dijo ella. Es aquí cerca». Sus tíos vivían en la avenida Arica. Apenas hablamos en el camino. Ella contestaba a todo lo que yo decía, pero sin mirarme. Cuando llegamos a una esquina, me dijo: «mis tíos viven en la otra cuadra, así que mejor me acompañas sólo hasta aquí». Yo le sonreí y ella me dio la mano. «Chau, le dije, ¿a la tarde estudiamos?». «Sí, sí, dijo ella, tengo montones de lecciones que aprender». Y después de un momento, añadió: «muchas gracias por haber venido».

«LA PERLITA» está al final del descampado, entre el comedor y las aulas, cerca del muro posterior del colegio. Es una construcción pequeña, de cemento, con un gran ventanal que sirve de mostrador y en el que, mañana y tarde, se divisa la asombrosa cara de Paulino, el injerto: ojos rasgados de japonés, ancha jeta de negro, pómulos y mentón cobrizos de indio, pelos lacios. Paulino vende en el mostrador colas y galletas, café y chocolate, caramelos y bizcochos y, en la trastienda, es decir en el reducto amurallado y sin techo que se apoya en el muro posterior y que, antes de las rondas, era el lugar ideal para las contras, vende cigarrillos y pisco, dos veces más caro que en la calle. Paulino duerme en un colchón de paja, junto al muro, y en las noches las hormigas pasean sobre su cuerpo como por una playa. Bajo el colchón hay una madera que disimula un hueco, cavado por Paulino con sus manos para que sirva de escondite a los paquetes de «Nacional» y a las botellas de pisco que introduce clandestinamente en el colegio.

Los consignados acuden al reducto los sábados y los domingos, después del almuerzo, en grupos pequeños para no despertar sospechas. Se tienden en el suelo y, mientras Paulino abre su escondite, aplastan las hormigas con piedrecitas chatas. El injerto es generoso y maligno; da crédito pero exige que primero le rueguen y lo diviertan. El reducto de Paulino es pequeño, en él caben a lo más una veintena de cadetes. Cuando no hay sitio, los recién llegados van a tenderse al descampado y esperan jugando tiro al blanco contra la vicuña, que salgan los de adentro para reemplazarlos. Los de tercero casi no tienen ocasión de asistir a esas veladas, porque los de cuarto y quinto los echan o los ponen de vigías. Las veladas duran horas. Comienzan después del almuerzo y terminan a la hora de la comida. Los consignados resisten mejor el castigo los domingos, se hacen más a la idea de no salir; pero los sábados conservan todavía una esperanza y se extenúan haciendo planes para salir, gracias a una invención genial que conmueva al oficial de servicio o a la audacia ciega, una contra a plena luz y por la puerta principal. Pero sólo uno o dos de las decenas de consignados llegan a salir. El resto ambula por los patios desiertos del colegio, se sepulta en las literas de las cuadras, permanece con los ojos abiertos tratando de combatir el aburrimiento mortal con la imaginación; si tiene algún dinero va al reducto de Paulino a fumar, beber pisco, y a que lo devoren las hormigas.

Los domingos en la mañana, después del desayuno, hay misa. El capellán del colegio es un cura rubio y jovial que pronuncia sermones patrióticos donde cuenta la vida intachable de los próceres, su amor a Dios y al Perú y exalta la disciplina y el orden y compara a los militares con los misioneros, a los héroes con los mártires, a la Iglesia con el Ejército. Los cadetes estiman al capellán porque piensan que es un hombre de verdad: lo han visto, muchas veces, vestido de civil, merodeando por los bajos fondos del Callao, con aliento a alcohol y ojos viciosos.

HA OLVIDADO también que al día siguiente estuvo mucho tiempo con los ojos cerrados después de despertar. Al abrirse la puerta sintió nuevamente que el terror se instalaba en su cuerpo. Contuvo la respiración. Estaba seguro: era él y venía a golpearlo. Pero era su madre. Parecía muy seria y lo miraba fijamente. «¿Y él?» «Ya se fue, son más de las diez». Respiró hondamente y se incorporó. La habitación estaba llena de luz. Sólo ahora notaba la vida de la calle, el ruidoso tranvía, las bocinas de los automóviles. Se sentía débil, como si convaleciera de una enfermedad larga y penosa. Esperó que su madre aludiera a lo ocurrido. Pero no lo hacía; revoloteando de un lado a otro, simulaba ordenar el cuarto, movía una silla, corregía la posición de las cortinas. «Vámonos a Chiclayo», dijo él. Su madre se aproximó y comenzó a acariciarlo. Sus dedos largos recorrían su cabeza, se insinuaban fácilmente por sus cabellos, bajaban por su espalda: era una sensación grata y cálida que recordaba otros tiempos. La voz que llegaba ahora hasta sus oídos como una fina cascada era también la voz de su niñez. No prestaba atención, a lo que decía su madre, las palabras eran superfluas, lo tierno era la música. Hasta que la madre dijo: «no podemos volver a Chiclayo nunca más. Tienes que vivir siempre con tu papá». Él se volvió a mirarla, convencido que ella se derrumbaría de remordimiento, pero su madre estaba muy serena e, incluso, sonreía. «Prefiero vivir con la tía Adela que con él», gritó. La madre, sin alterarse, trataba de calmarlo. «Lo que ocurre, le decía con acento grave, es que no lo has visto antes; él tampoco te conocía. Pero todo va a cambiar, ya verás. Cuando se conozcan los dos, se querrán mucho, como en todas las familias». «Anoche me pegó, dijo él, roncamente. Un puñete, como si yo fuera grande. No quiero vivir con él». Su madre seguía pasándole la mano por la cabeza, pero ese roce ya no era una caricia, sino una presión intolerable. «Tiene mal genio, pero en el fondo es bueno, decía la madre. Hay que saber llevarlo. Tú también tienes algo de culpa, no haces nada por conquistarlo. Está muy resentido contigo por lo de ayer. Eres muy chico, no puedes comprender. Ya verás que tengo razón, te darás cuenta más tarde. Ahora que vuelva, pídele perdón por haber entrado al cuarto. Hay que darle gusto. Es la única manera de tenerlo contento». Él sentía su corazón palpitando con escándalo, como uno de esos sapos enormes que pululaban en la huerta de la casa de Chiclayo y parecían una glándula con ojos, una cámara que se infla y desinfla. Entonces comprendió: «ella está de su lado, es su cómplice». Decidió ser cauteloso, ya no podía fiarse de su madre. Estaba solo. Al mediodía, cuando sintió que abrían la puerta de calle, bajó la escalera y salió al encuentro de su padre. Sin mirarlo a los ojos, le dijo: «perdón por lo de anoche».

—¿Y QUÉ más te dijo? —preguntó el Esclavo.

—Nada más —dijo Alberto—. Me has preguntado lo mismo toda la semana. ¿No puedes hablar de otra cosa?

—Perdona —respondió el Esclavo—. Pero justamente hoy es sábado. Debe creer que soy un mentiroso.

—¿Por qué va a creer eso? Ya le escribiste. Y además, qué te importa lo que piense.

—Estoy enamorado de esa chica —dijo el Esclavo—. No me gusta que tenga malas ideas sobre mí.

—Te aconsejo que pienses en otra cosa —dijo Alberto —Quién sabe hasta cuándo seguiremos consignados. Tal vez varias semanas. No conviene pensar en mujeres.

—Yo no soy como tú —dijo el Esclavo, con humildad—. No tengo carácter. Quisiera no acordarme de esa chica y sin embargo no hago otra cosa que pensar en ella. Si el próximo sábado no salgo, creo que me volveré loco. Dime, ¿te hizo preguntas sobre mí?

—Maldita sea —repuso Alberto—. Sólo la vi cinco minutos, en la puerta de su casa. ¿Cuántas veces te voy a repetir que no hablé de nada con ella? Ni siquiera tuve tiempo de verle bien la cara.

—¿Y entonces por qué no quieres escribirle?

—Porque no —dijo Alberto—. No me da la gana.

—Me parece raro —dijo el Esclavo—. Les escribes cartas a todos. ¿Por qué a mí no?

—A las otras no las conozco —dijo Alberto—. Además, no tengo ganas de escribir cartas. Ahora no necesito plata. Para qué, si me voy a quedar encerrado no sé cuántas malditas semanas.

—El otro sábado saldré como sea —dijo el Esclavo—. Aunque tenga que escaparme.

—Bueno —dijo Alberto—. Pero ahora vamos donde Paulino. Estoy harto de todo y quiero emborracharme.

—Anda tú —dijo el Esclavo—. Yo me quedo en la cuadra.

—¿Tienes miedo?

—No. Pero no me gusta que me frieguen.

—No te van a fregar —dijo Alberto—. Vamos a emborracharnos. Al primero que venga con bromas, le partes la cara y se acabó. Levántate. Y anda.

La cuadra se había vaciado paulatinamente. Después del almuerzo, los diez consignados de la sección se tendieron en las literas a fumar; luego el Boa animó a algunos a ir a «La Perlita». Después, Vallano y otros se fueron a una timba organizada por los consignados de la segunda. Alberto y el Esclavo se pusieron de pie, cerraron sus roperos y salieron. El patio del año, la pista de desfile y el descampado estaban desiertos. Caminaron hacia «La Perlita», las manos en los bolsillos, sin hablar. Era una tarde sin viento y sin sol, serena. De pronto oyeron una risa. A unos metros, entre la hierba, descubrieron a un cadete, con la cristina hundida hasta los ojos.

—Ni me vieron, mis cadetes —dijo sonriendo—. Hubiera podido matarlos.

—¿No sabe saludar a sus superiores? —dijo Alberto—. Cuádrese, carajo.

El muchacho se incorporó de un salto y saludó. Se había puesto muy serio.

—¿Hay mucha gente donde Paulino? —preguntó Alberto.

—No muchos, mi cadete. Unos diez.

—Échese, no más —dijo el Esclavo.

—¿Usted fuma, perro? —dijo Alberto.

—Sí, mi cadete. Pero no tengo cigarrillos. Regístreme, si quiere. Hace dos semanas que no salgo.

—Pobrecito —dijo Alberto—. Me muero de pena. Tome. —Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y se lo mostró. El muchacho lo miraba con desconfianza y no se atrevía a estirar la mano.

—Saque dos —dijo Alberto—. Para que vea que soy buena gente.

El Esclavo los miraba distraído. El cadete estiró la mano con timidez, sin quitar los ojos a Alberto. Tomó dos cigarrillos y sonrió.

—Muchas gracias, mi cadete —dijo—. Es usted buena gente.

—De nada —dijo Alberto—. Favor por favor. Esta noche vendrá a tenderme la cama. Soy de la primera sección.

—Sí, mi cadete.

—Vamos de una vez —dijo el Esclavo.

La entrada del reducto de Paulino era una puerta de hojalata, apoyada en el muro. No estaba sujeta, bastaba un viento fuerte para derribarla. Alberto y el Esclavo se aproximaron, después de comprobar que no había ningún oficial cerca. Desde afuera, oyeron risas y la sobresaliente voz del Boa. Alberto se acercó en puntas de pie, indicando silencio al Esclavo. Puso las dos manos sobre la puerta y empujó: en la abertura que surgió frente a ellos, después del ruido metálico, vieron una docena de rostros aterrorizados.

—Todos presos —dijo Alberto—. Corrachos, maricones, degenerados, pajeros, todo el mundo a la cárcel.

Estaban en el umbral. El Esclavo se había colocado detrás de Alberto; su rostro expresaba ahora docilidad y sometimiento. Una figura ágil, simiesca, se incorporó entre los cadetes amontonados en el suelo y se plantó ante Alberto.

—Entren, caracho —dijo—. Rápido, que pueden verlos. Y no hagas esas bromas, poeta, un día nos van a fregar por tu culpa.

—No me gusta que me tutees, cholo de porquería —dijo Alberto, franqueando el umbral. Los cadetes se volvieron a mirar a Paulino, que había arrugado la frente; sus grandes labios tumefactos se abrían como las caras de una almeja.

—¿Qué te pasa, blanquiñoso? —dijo—. ¿Estás queriendo que te suene o qué?

—O qué —dijo Alberto, dejándose caer al suelo. El Esclavo se tendió junto a él. Paulino se rió con todo el cuerpo; sus labios se estremecían y por momentos dejaban ver una dentadura desigual, incompleta.

—Te has traído tu putita —dijo—. ¿Qué vas a hacer si la violamos?

—Buena idea —gritó el Boa—. Comámonos al Esclavo.

—¿Por qué no a ese mono de Paulino? —dijo Alberto—. Es más gordito.

—Se las ha agarrado conmigo —dijo Paulino, encogiéndose de hombros. Se echó junto al Boa. Alguien había vuelto a poner la puerta en su sitio. Alberto descubrió, en medio de los cuerpos acumulados, una botella de pisco. Alargó la mano pero Paulino lo sujetó.

—Cinco reales por trago.

—Ladrón —dijo Alberto.

Sacó su cartera y le dio un billete de cinco soles.

—Diez tragos —dijo.

—¿Es para ti solo o también para tu hembrita? —preguntó Paulino.

—Por los dos.

El Boa se rió estruendosamente. La botella circulaba entre los cadetes. Paulino calculaba los tragos; si alguien bebía más de lo debido, le arrebataba la botella de un tirón. El Esclavo, después de beber, tosió y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Esos dos no se separan un instante desde hace una semana —dijo el Boa, señalando a Alberto y al Esclavo—. Me gustaría saber qué ha pasado.

—Bueno —dijo un cadete, que apoyaba su cabeza en la espalda del Boa—. ¿Y la apuesta?

Paulino entró en un estado de viva agitación. Se reía, daba palmadas a todo el mundo diciendo «ya pues, ya pues», los cadetes aprovechando sus saltos robaban largos tragos de pisco. La botella quedó vacía en pocos minutos. Alberto, la cabeza sobre sus brazos cruzados, miró al Esclavo: una pequeña hormiga roja recorría su mejilla y él no parecía sentirla. Sus ojos tenían un resplandor líquido; su piel estaba lívida. «Y ahora sacará un billete, o una botella, o una cajetilla de cigarros y luego habrá una pestilencia, una charca de mierda, y yo me abriré la bragueta, y tú te abrirás la bragueta, y él se abrirá, y el injerto comenzará a temblar y todos comenzarán a temblar, me gustaría que Gamboa asomara la cabeza y oliera ese olor que habrá». Paulino, en cuclillas, escarbaba la tierra. Poco después, se irguió con una talega en las manos. Al moverla, se oía ruido de monedas. Todo su rostro había cobrado una animación extraordinaria, las aletas de su nariz se inflaban, sus labios amoratados, muy abiertos, avanzaban en busca de una presa, sus sienes latían. El sudor bañaba su rostro exacerbado. «Y ahora se sentará, se pondrá a respirar como un caballo o como un perro, la baba le chorreará por el pescuezo, sus manos se volverán locas, se le cortará la voz, quita la mano asqueroso, dará patadas en el aire, silbará con la lengua entre los dientes, cantará, gritará, se revolcará sobre las hormigas, las cerdas le caerán en la frente, saca la mano o te capamos, se tenderá en la tierra, hundirá la cabeza en la hierbita y en la arena, llorará, sus manos y su cuerpo se quedarán quietos, morirán».

—Hay como diez soles en monedas de cincuenta —dijo Paulino—. Y ahí abajo hay otra botella de pisco para el segundo. Pero tendrá que convidar a todos.

Alberto había sumido la cabeza entre los brazos: sus ojos exploraban un minúsculo universo en tinieblas. Sus oídos percibían una bulliciosa excitación: cuerpos que se estiran o se encogen, risas ahogadas, el resuello frenético de Paulino. Giró sobre sí mismo y quedó con la cabeza sobre la tierra: arriba, veía un pedazo de calamina y el cielo gris, ambos del mismo tamaño. El Esclavo se inclinó hacia él. La palidez abarcaba no sólo su rostro, también su cuello y sus manos: bajo la piel se distinguían unos manantiales azules.

—Vámonos, Fernández —le susurró el Esclavo—. Salgamos.

—No —dijo Alberto—. Quiero ganar esa talega.

La risa del Boa era, ahora, furiosa. Ladeando un poco la cabeza, Alberto podía ver sus grandes botines, sus gruesas piernas, su vientre apareciendo entre las puntas de la camisa caqui y el pantalón desabotonado, su cuello macizo, sus ojos sin luz. Algunos se bajaban los pantalones, otros los abrían solamente. Paulino daba vueltas en torno al abanico de cuerpos, con los labios húmedos; de una de sus manos colgaba la talega sonora y la otra sostenía la botella de pisco. «El Boa quiere que le traigan a la Malpapeada», dijo alguien y nadie se rió. Alberto se desabotonaba lentamente, los ojos semicerrados, y trataba de evocar el rostro, el cuerpo, los cabellos de la Pies Dorados, pero la imagen era huidiza y se esfumaba para dar paso a otra, una muchacha morena, que también se fugaba y volvía, le mostraba una mano, una boca fina, y la garúa caía sobre ella, humedecía su ropa y la luz rojiza de Huatica estaba brillando en el fondo de esos ojos oscuros y él decía mierda y surgía el muslo blanco y carnoso de la Pies Dorados y desaparecía y la avenida Arequipa estaba repleta de vehículos que pasaban junto al paradero del Raimondi, donde esperaban él y la muchacha.

—¿Y tú, qué esperas? —dijo Paulino, indignado. El Esclavo se había tendido y permanecía inmóvil, la cabeza entre las manos. El injerto estaba de pie, ante él y parecía enorme. «Cómetelo, Paulino», gritó el Boa. «Cómete a la novia del poeta. Te juro que si el poeta se mueve, lo quiebro». Alberto miró al suelo: unos puntos negros surcaban la tierra castaña, pero no había ninguna piedra. Endureció el cuerpo y cerró los puños. Paulino se había inclinado, con las rodillas separadas: las piernas del Esclavo pasaban bajo su cuerpo.

—Si lo tocas, te rompo la cara —dijo Alberto.

—Está enamorado del Esclavo —dijo el Boa, pero su voz revelaba que ya se había desinteresado de Paulino y Alberto; era una voz débil y congestionada, lejana. El injerto sonrió y abrió la boca: la lengua arrastraba una masa de saliva que mojó sus labios.

—No le voy a hacer nada —dijo—. Sólo que es muy flojo. Lo voy a ayudar.

El Esclavo estaba inmóvil y, mientras Paulino abría su correa y desabotonaba su pantalón, siguió mirando al techo. Alberto volvió la cabeza; la calamina era blanca, el cielo era gris, en sus oídos había una música, el diálogo de las hormigas coloradas en sus laberintos subterráneos, laberintos con luces coloradas, un resplandor rojizo en el que los objetos parecían oscuros y la piel de esa mujer devorada por el fuego desde la punta de los pequeños pies adorables hasta la raíz de los cabellos pintados, había una gran mancha en la pared, el cadencioso balanceo de ese muchacho marcaba el tiempo como un péndulo, fijaba el reducto a la tierra, impedía que se elevara por los aires y cayera en la espiral rojiza de Huatica, sobre ese muslo de miel y de leche, la muchacha caminaba bajo la garúa, liviana, graciosa, esbelta, pero esta vez el chorro volcánico estaba ahí, definitivamente instalado en algún punto de su alma, y comenzaba a crecer, a lanzar sus tentáculos por los pasadizos secretos de su cuerpo, expulsando a la muchacha de su memoria y de su sangre, y segregando un perfume, un licor, una forma, bajo su vientre que sus manos acariciaban ahora y de pronto ascendía algo quemante y avasallador, y él podía ver, oír, sentir, el placer que avanzaba, humeante, desplegándose entre una maraña de huesos y músculos y nervios, hacia el infinito, hacia el paraíso donde nunca entrarían las hormigas rojas, pero entonces se distrajo, porque Paulino acezaba y había caído a poca distancia, y el Boa decía palabras entrecortadas. Sintió nuevamente la tierra en sus espaldas y al volverse a mirar, sus ojos ardieron como punzados por una aguja. Paulino estaba junto al Boa y éste lo dejaba manosear su cuerpo, indiferente. El injerto resollaba, emitía grititos destemplados. El Boa había cerrado los ojos y se retorcía. «Y ahora comenzará el olor, y la botella se vaciará en unos segundos y cantaremos, y alguien contará chistes, y el injerto se pondrá triste, y sentiré la boca seca y los cigarrillos me darán ganas de vomitar y querré dormir, y la cabeza y algún día me volveré tísico, el doctor Guerra dijo que es como si uno se acostara siete veces seguidas con una mujer».

Cuando escuchó el grito del Boa, no se movió: era un pequeño ser adormecido en el fondo de una concha rosada, y ni el viento ni el agua ni el fuego podían invadir su refugio. Luego volvió a la realidad: el Boa tenía a Paulino contra el suelo y lo abofeteaba, gritando, «me mordiste, cholo maldito, serrano, voy a matarte». Algunos se habían incorporado y contemplaban la escena con rostros lánguidos. Paulino no se defendía y después de un momento, el Boa lo soltó. El injerto se levantó pesadamente, se limpió la boca, recogió del suelo la talega de monedas y la botella de pisco. Dio el dinero al Boa.

—Yo terminé segundo —dijo Cárdenas.

Paulino avanzó hacia él con la botella. Pero lo detuvo el cojo Villa, que estaba junto a Alberto.

—Mentira —dijo—. No fue él.

—¿Quién entonces? —dijo Paulino.

—El Esclavo.

El Boa dejó de contar las monedas y sus ojos pequeñitos miraron al Esclavo. Éste permanecía de espaldas, las manos a lo largo de su cuerpo.

—Quién lo hubiera dicho —dijo el Boa—. Tiene una pinga de hombre.

—Y tú una de burra —dijo Alberto—. Ciérrate el pantalón, fenómeno.

El Boa se rió a carcajadas y corrió por el reducto, sobre los cuerpos, con el sexo entre las manos, gritando «los orino a todos, me los como a todos, por algo me dicen Boa, puedo matar a una mujer de un polvo». Los otros se limpiaban y acomodaban la ropa. El Esclavo había abierto la botella de pisco, y después de tomar un trago largo y escupir, la pasó a Alberto. Todos bebían y fumaban. Paulino estaba sentado en un rincón, con una expresión marchita y melancólica. «Y ahora saldremos y nos lavaremos las manos, y después tocarán el silbato y formaremos y marcharemos al Comedor, un, dos, un, dos, y comeremos y saldremos del comedor y entraremos a las cuadras y alguien gritará un concurso y alguien dirá ya estuvimos donde el injerto y ganó el Boa, y el Boa dirá también fue el Esclavo, lo llevó el poeta y no dejó que nos lo comiésemos e incluso salió segundo en el concurso, y tocarán silencio y dormiremos y mañana y el lunes y cuántas semanas».

EMILIO LE dio un golpe en el hombro y le dijo: «ahí está». Alberto levantó la cabeza. Helena, con medio cuerpo inclinado sobre la baranda de la galería, lo miraba. Sonreía. Emilio le dio un codazo y repitió: «ahí está. Anda, anda». Alberto susurró: «cállate, hombre. ¿No ves que está con Ana?» Junto a la cabeza rubia, suspendida sobre la baranda, había aparecido otra, morena: Ana, la hermana de Emilio. «No te preocupes, dijo éste. Yo me encargo de ella. Vamos». Alberto asintió. Subieron la escalera del Club Terrazas. La galería estaba llena de gente joven; del otro lado del Club, de los salones, provenía una música muy alegre. «Pero no te acerques por nada del mundo, murmuraba Alberto mientras subían la escalera. No dejes que tu hermana nos interrumpa. Si quieres, sígannos, pero de lejos.» Cuando se acercaron a ellas, las dos muchachas reían. Helena parecía mayor. Delgada, dulce, transparente, nada revelaba a primera vista su audacia. Pero los del barrio la conocían. Mientras las otras muchachas, al ser abordadas en media calle, se ponían a llorar, bajaban los ojos y se cohibían o asustaban, Helena hacía frente a los asaltantes, los desafiaba como una fierecilla de ojos encendidos y su voz enérgica respondía uno por uno a los sarcasmos, o tomaba la iniciativa y llamaba a los muchachos por sus sobrenombres más ofensivos y los amenazaba y se la veía, el cuerpo firme y erguido, el rostro altanero, azotar el aire con sus puños, resistir el cerco, romperlo y alejarse con expresión triunfal. Pero eso era antes. Hacía un tiempo, ninguno sabía exactamente en qué estación del año, en qué mes (tal vez esas vacaciones de julio, cuando los padres de Tico celebraron su cumpleaños con una fiesta mixta), el clima de pugna entre hombres y mujeres comenzó a eclipsarse. Los muchachos ya no aguardaban el paso de las chicas para asustarlas y divertirse a su costa; al contrario, la aparición de una de ellas los complacía y despertaba una cordialidad tímida y balbuceante. Y a la inversa, cuando las chicas, desde el balcón de la casa de Laura o de Ana, veían pasar a alguno de ellos, dejaban de hablar en voz alta, cambiaban misteriosas palabras al oído, lo saludaban por su nombre, y él podía sentir, junto al halago íntimo que lo invadía, la excitación que su presencia suscitaba en el balcón. Tendidos en el jardín de la casa de Emilio, sus conversaciones tomaban otros rumbos. ¿Quién recordaba los partidos de fulbito, las carreras, las bajadas a la playa por el despeñadero? Fumando sin descanso (ya nadie se atoraba con el humo), estudiaban la manera de filtrarse en las películas para mayores de quince años, calculaban las posibilidades de una fiesta próxima: ¿permitirían los padres que pusieran el tocadiscos y bailaran?, ¿duraría como la última que terminó a medianoche? Y cada uno narraba sus encuentros, sus conversaciones con las chicas del barrio. Los padres habían cobrado una importancia excepcional; unos, como el padre de Ana y la madre de Laura gozaban del aprecio unánime, porque saludaban a los muchachos, permitían que conversaran con sus hijas, los interrogaban sobre sus estudios; otros, como el papá de Tico y la madre de Helena (estrictos, celosísimos) los atemorizaban y ahuyentaban.

—¿Vas a ir a la matiné? —preguntó Alberto.

Caminaban por el malecón, solos. Él sentía a su espalda, los pasos de Emilio y de Ana. Helena afirmó con la cabeza y dijo: «al cine Leuro». Alberto decidió esperar: en la oscuridad sería más fácil. Tico había explorado el terreno unos días atrás y Helena le había dicho: «no se puede saber nunca, pero si se me declara bien, tal vez lo aceptaría». Era una clara mañana de verano, el sol brillaba en un cielo azul, sobre el océano vecino y él se sentía animoso: los signos eran favorables. Con las chicas del barrio se mostraba siempre seguro, les hacía bromas ingeniosas o conversaba seriamente. Pero Helena no facilitaba el diálogo, discutía todo, aun las afirmaciones más inocentes, nunca hablaba por gusto y sus opiniones eran cortantes. Una vez, Alberto le contó que había llegado a misa después del Evangelio. «No te vale, repuso Helena, fríamente. Si te mueres esta noche te irás al infierno». Otra vez, Ana y Helena contemplaban desde el balcón un partido de fulbito. Después, Alberto le preguntó: «¿qué tal juego?» Y ella le respondió: «juegas muy mal». Sin embargo, una semana antes, en el Parque de Miraflores se había reunido un grupo de muchachos y muchachas del barrio y habían paseado un buen rato, en torno al Ricardo Palma. Alberto caminaba junto a Helena y ésta se mostraba cordial; los otros se volvían a verlos y decían: «qué buena pareja».

Acababan de dejar el Malecón, avanzaban por Juan Fanning hacia la casa de Helena. Alberto ya no sentía los pasos de Emilio y de Ana. «¿Nos veremos en el cine?», le dijo. «¿Tú también vas a ir al Leuro?», preguntó Helena con infinita inocencia. «Sí, dijo él, también». «Bueno, entonces tal vez nos veamos». En la esquina de su casa, Helena le tendió la mano. La calle Colón, el cruce de Diego Ferré, el corazón mismo del barrio, estaba solitario; los muchachos seguían en la playa o en la piscina del Terrazas. «¿Vas a ir de todos modos al Leuro, no?», dijo Alberto. «Sí. dijo ella. Salvo que pase algo» «¿Qué puede pasar?» «No sé, dijo ella muy seria; un temblor o algo así». «Tengo algo que decirte en el cine», dijo Alberto. La miró a los ojos; ella parpadeó y pareció muy sorprendida. «¿Tienes algo que decirme?, ¿Qué cosa?». «Te lo diré en el cine». «¿Por qué no ahora?, dijo ella; es mejor hacer las cosas lo antes posible». Él hizo esfuerzos para no ruborizarse. «Ya sabes lo que te voy a decir», dijo. «No, repuso ella, más sorprendida todavía. Ni se me ocurre qué puede ser». «Si quieres te lo digo de una vez», dijo Alberto. «Eso es, dijo ella. Atrévete».

«Y AHORA saldremos y después tocarán silbato y formaremos y marcharemos al comedor, un dos, un, dos, y comeremos rodeados de mesas vacías, y saldremos al patio vacío y entraremos a las cuadras vacías, y alguien gritará un concurso y yo diré ya estuvimos donde el injerto y ganó el Boa, siempre gana el Boa, el próximo sábado también ganará el Boa, y tocarán silencio y dormiremos y vendrá el domingo y el lunes y volverán los que salieron y les compraremos cigarrillos y les pagaré con cartas o novelitas». Alberto y el Esclavo estaban echados en dos camas vecinas de la cuadra desierta. El Boa y los otros consignados acababan de salir hacia «La Perlita». Alberto fumaba una colilla.

—Puede seguir hasta fin de año —dijo el Esclavo.

—¿Qué cosa?

—La consigna.

—¿Para qué maldita sea hablas de la consigna? Quédate callado o duerme. No eres el único consignado.

—Ya sé, pero tal vez nos quedemos encerrados hasta fin de año.

—Sí —dijo Alberto—. Salvo que descubran a Cava. Pero cómo van a descubrirlo.

—No es justo —dijo el Esclavo—. El serrano sale todos los sábados, muy tranquilo. Y nosotros, aquí adentro por su culpa.

—Qué fregada es la vida —dijo Alberto—. No hay justicia.

—Hoy se cumple un mes que no salgo —dijo el Esclavo—. Nunca he estado consignado tanto tiempo.

—Ya podías acostumbrarte.

—Teresa no me contesta —dijo el Esclavo—. Van dos cartas que le escribo.

—¿Y qué mierda te importa? —dijo Alberto—. El mundo está lleno de mujeres.

—Pero a mí me gusta ésa. Las otras no me interesan. ¿No te das cuenta?

—Sí me doy. Quiere decir que estás fregado.

—¿Sabes cómo la conocí?

—No. ¿Cómo lo puedo saber eso?

—La veía pasar todos los días por mi casa. Y me la quedaba mirando desde la ventana y a veces la saludaba.

—¿Te hacías la paja pensando en ella?

—No. Me gustaba verla.

—Qué romántico.

—Y un día bajé poco antes de que saliera. Y la esperé en la esquina.

—¿La pellizcaste?

—Me acerqué y le di la mano.

—¿Y qué le dijiste?

—Mi nombre. Y le pregunté cómo se llamaba. Y le dije: «mucho gusto de conocerte».

—Eres un imbécil. ¿Y ella qué te dijo?

—Me dijo su nombre, también.

—¿La has besado?

—No. Ni siquiera he salido con ella.

—Eres un mentiroso de porquería. A ver, jura que no la has besado.

—¿Qué te pasa?

—Nada. No me gusta que me mientan.

—¿Por qué te voy a mentir? ¿Crees que no tenía ganas de besarla? Pero apenas he estado con ella, unas tres o cuatro veces, en la calle. Por este maldito colegio no he podido verla. Y a lo mejor ya se le declaró alguien.

—¿Quién?

—Qué sé yo; alguien. Es muy bonita.

—No tanto. Yo diría que es fea.

—Para mí es bonita.

—Eres una criatura. A mí me gustan las mujeres para acostarme con ellas.

—Es que a esta chica creo que la quiero.

—Me voy a poner a llorar de la emoción.

—Si me esperara hasta que termine la carrera, me casaría con ella.

—Se me ocurre que te metería cuernos. Pero no importa, si quieres, seré tu testigo.

—¿Por qué dices eso?

—Tienes cara de cornudo.

—A lo mejor no ha recibido mis dos cartas.

—A lo mejor.

—¿Por qué no quisiste escribirme una carta? Esta semana has hecho varias.

—Porque no me dio la gana.

—¿Qué tienes conmigo? ¿De qué estás furioso?

—La consigna me pone de mal humor. ¿O tú crees que eres el único que está harto de no salir?

—¿Por qué entraste al Leoncio Prado?

Alberto se rió. Dijo:

—Para salvar el honor de mi familia.

—¿Nunca puedes hablar en serio?

—Estoy hablando en serio, Esclavo. Mi padre decía que yo estaba pisoteando la tradición familiar. Y para corregirme me metió aquí.

—¿Por qué no te hiciste jalar en el examen de ingreso?

—Por culpa de una chica. Por una decepción, ¿me entiendes? Entré a esta pocilga por un desengaño y por mi familia.

—¿Estabas enamorado de esa chica?

—Me gustaba.

—¿Era bonita?

—Sí.

—¿Cómo se llamaba? ¿Qué pasó?

—Helena. Y no pasó nada. Además, no me gusta contar mis cosas.

—Pero yo te cuento todas las mías.

—Porque te da la gana. Si no quieres, no me cuentes nada.

—¿Tienes cigarrillos?

—No. Ahora conseguiremos.

—Estoy sin un centavo.

—Yo tengo dos soles. Levántate y vamos donde Paulino.

—Estoy harto de «La Perlita». El Boa y el injerto me dan náuseas.

—Entonces quédate durmiendo. Yo prefiero ir allá.

Alberto se puso de pie. El Esclavo lo vio colocarse la cristina y enderezar su corbata.

—¿Quieres que te diga una cosa? —dijo el Esclavo—. Ya sé que te vas a burlar de mí. Pero no importa.

—¿Qué cosa?

—Eres el único amigo que tengo. Antes no tenía amigos, sino conocidos. Quiero decir en la calle, aquí ni siquiera eso. Eres la única persona con la que me gusta estar.

—Eso parece una declaración de amor de maricón —dijo Alberto.

El Esclavo sonrió.

—Eres un bruto —dijo—. Pero buena gente.

Alberto salió. Desde la puerta, le dijo:

—Si consigo cigarrillos, te traeré uno.

El patio estaba húmedo. Alberto no se había dado cuenta que llovía mientras conversaban en la cuadra. Distinguió, a lo lejos, a un cadete sentado en la hierba. ¿Sería el mismo que hacía de vigía el sábado pasado? «Y ahora entraré donde el injerto, y haremos un concurso y el Boa ganará y habrá ese olor y luego saldremos al patio vacío y entraremos a las cuadras y alguien dirá un concurso y yo diré estuvimos donde Paulino y ganó el Boa, el próximo sábado también ganará el Boa, y tocarán silencio y dormiremos y vendrá el domingo y el lunes y cuántas semanas».