IV

BAJÓ DEL autobús en el paradero de Alcanfores y recorrió a trancos largos las tres cuadras que había hasta su casa. Al cruzar una calle vio a un grupo de chiquillos. Una voz irónica dijo, a su espalda: «¿vendes chocolates?». Los otros se rieron. Años atrás, él y los muchachos del barrio gritaban también «chocolateros» a los cadetes del Colegio Militar. El cielo estaba plomizo, pero no hacía frío. La Quinta de Alcanfores parecía deshabitada. Su madre le abrió la puerta. Lo besó.

—Llegas tarde —le dijo—. ¿Por qué, Alberto?

—Los tranvías del Callao siempre están repletos, mamá. Y pasan cada media hora.

Su madre se había apoderado del maletín y del quepí y lo seguía a su cuarto. La casa era pequeña, de un piso, y brillaba. Alberto se quitó la guerrera y la corbata; las arrojó sobre una silla. Su madre las levantó y dobló cuidadosamente.

—¿Quieres almorzar de una vez?

—Me bañaré antes.

—¿Me has extrañado?

—Mucho, mamá.

Alberto se sacó la camisa. Antes de quitarse el pantalón se puso la bata: su madre no lo había visto desnudo desde que era cadete.

—Te plancharé el uniforme. Está lleno de tierra.

—Sí —dijo Alberto. Se puso las zapatillas. Abrió el cajón de la cómoda, sacó una camisa de cuello, ropa interior, medias. Luego, del velador, unos zapatos negros que relucían.

—Los lustré esta mañana —dijo su madre.

—Te vas a malograr las manos. No debiste hacerlo, mamá.

—¿A quién le importan mis manos? —dijo ella, suspirando—. Soy una pobre mujer abandonada.

—Esta mañana di un examen muy difícil —la interrumpió Alberto—. Me fue mal.

—Ah —repuso la madre—. ¿Quieres que te llene la tina?

—No. Me ducharé, mejor.

—Bueno. Voy a preparar el almuerzo.

Dio media vuelta y avanzó hasta la puerta.

—Mamá.

Se detuvo, en medio del vano. Era menuda, de piel muy blanca, de ojos hundidos y lánguidos. Estaba sin maquillar y con los cabellos en desorden. Tenía sobre la falda un delantal ajado. Alberto recordó una época relativamente próxima: su madre pasaba horas ante el espejo, borrando sus arrugas con afeites, agrandándose los ojos, empolvándose; iba todas las tardes a la peluquería y cuando se disponía a salir, la elección del vestido precipitaba crisis de nervios. Desde que su padre se marchó, se había transformado.

—¿No has visto a mi papá?

Ella volvió a suspirar y sus mejillas se sonrojaron.

—Figúrate que vino el martes —dijo—. Le abrí la puerta sin saber quién era. Ha perdido todo escrúpulo, Alberto, no tienes idea cómo está. Quería que fueras a verlo. Me ofreció plata otra vez. Se ha propuesto matarme de dolor. —Entornó los párpados y bajó la voz—: Tienes que resignarte, hijo.

—Voy a darme un duchazo —dijo él—. Estoy inmundo.

Pasó ante su madre y le acarició los cabellos, pensando: «no volveremos a tener un centavo». Estuvo un buen rato bajo la ducha; después de jabonarse minuciosamente se frotó el cuerpo con ambas manos y alternó varias veces el agua caliente y fría. «Como para quitarme la borrachera», pensó. Se vistió. Al igual que otros sábados, las ropas de civil le parecieron extrañas, demasiado suaves; tenía la impresión de estar desnudo: la piel añoraba el áspero contacto del dril. Su madre lo esperaba en el comedor. Almorzó en silencio. Cada vez que terminaba un pedazo de pan, su madre le alcanzaba la panera con ansiedad.

—¿Vas a salir?

—Sí, mamá. Para hacer un encargo a un compañero que está consignado. Regresaré pronto.

La madre abrió y cerró los ojos varias veces y Alberto temió que rompiera a llorar.

—No te veo nunca —dijo ella—. Cuando sales, pasas el día en la calle. ¿No compadeces a tu madre?

—Sólo estaré una hora, mamá —dijo Alberto, incómodo—. Quizá menos.

Se había sentado a la mesa con hambre y ahora la comida le parecía interminable e insípida. Soñaba toda la semana con la salida, pero apenas entraba a su casa se sentía irritado: la abrumadora obsequiosidad de su madre era tan mortificante como el encierro. Además, se trataba de algo nuevo, le costaba trabajo acostumbrarse. Antes, ella lo enviaba a la calle con cualquier pretexto, para disfrutar a sus anchas con las amigas innumerables que venían a jugar canasta todas las tardes. Ahora, en cambio, se aferraba a él, exigía que Alberto le dedicara todo su tiempo libre y la escuchara lamentarse horas enteras de su destino trágico. Constantemente caía en trance: invocaba a Dios y rezaba en voz alta. Porque también en eso había cambiado. Antes, olvidaba la misa con frecuencia y Alberto la había sorprendido muchas veces cuchicheando con sus amigas contra los curas y las beatas. Ahora iba a la iglesia casi a diario, tenía, un guía espiritual, un jesuita a quien llamaba «hombre santo», asistía a toda clase de novenas y, un sábado, Alberto descubrió en su velador una biografía de Santa Rosa de Lima. La madre levantaba los platos y recogía con su mano unas migas de pan dispersas sobre la mesa.

—Estaré de vuelta antes de las cinco —dijo él.

—No te demores, hijito —repuso ella—. Compraré bizcochos para el té.

LA MUJER era gorda, sebosa y sucia; los pelos lacios caían a cada momento sobre su frente; ella los echaba atrás con la mano izquierda y aprovechaba para rascarse la cabeza. En la otra mano, tenía un cartón cuadrado con el que hacía aire a la llama vacilante; el carbón se humedecía en las noches y, al ser encendido, despedía humo: las paredes de la cocina estaban negras y la cara de la mujer manchada de ceniza. «Me voy a volver ciega», murmuró. El humo y las chispas le llenaban los ojos de lágrimas; siempre estaba con los párpados hinchados.

—¿Qué cosa? —dijo Teresa, desde la otra habitación.

—Nada —refunfuñó la mujer, inclinándose sobre la olla: la sopa todavía no hervía.

—¿Qué? —preguntó la muchacha.

—¿Estás sorda? Digo que me voy a volver ciega.

—¿Quieres que te ayude?

—No sabes —dijo la mujer, secamente; ahora removía la olla con una mano y con la otra se hurgaba la nariz—. No sabes hacer nada. Ni cocinar, ni coser, ni nada. Pobre de ti.

Teresa no respondió. Acababa de volver del trabajo y estaba arreglando la casa. Su tía se encargaba de hacerlo durante la semana, pero los sábados y los domingos le tocaba a ella. No era una tarea excesiva; la casa tenía sólo dos habitaciones, además de la cocina: un dormitorio y un cuarto que servía de comedor, sala y taller de costura. Era una casa vieja y raquítica, casi sin muebles.

—Esta tarde irás donde tus tíos —dijo la mujer—. Ojalá no sean tan miserables como el mes pasado.

Unas burbujas comenzaron a agitar la superficie de la olla: en las pupilas de la mujer se encendieron dos lucecitas.

—Iré mañana —dijo Teresa—. Hoy no puedo.

—¿No puedes?

La mujer agitaba frenéticamente el cartón que le servía de abanico.

—No. Tengo un compromiso.

El cartón quedó inmovilizado a medio camino y la mujer alzó la vista. Su distracción duró unos segundos; reaccionó y volvió a atender el fuego.

—¿Un compromiso?

—Sí. —La muchacha había dejado de barrer y tenía la escoba suspendida a unos centímetros del suelo—. Me han invitado al cine.

—¿Al cine? ¿Quién?

La sopa estaba hirviendo. La mujer parecía haberla olvidado. Vuelta hacia la habitación contigua, esperaba la respuesta de Teresa, los pelos cubriéndole la frente, inmóvil y ansiosa.

—¿Quién te ha invitado? —repitió. Y comenzó a abanicarse el rostro a toda prisa.

—Ese muchacho que vive en la esquina —dijo Teresa, posando la escoba en el suelo.

—¿Qué esquina?

—La casa de ladrillos, de dos pisos. Se llama Arana.

—¿Así se llaman ésos? ¿Arana?

—Sí.

—¿Ese que anda con uniforme? —insistió la mujer.

—Sí. Está en el Colegio Militar. Hoy tiene salida. Vendrá a buscarme a las seis.

La mujer se acercó a Teresa. Sus ojos abultados estaban muy abiertos.

—Ésa es buena gente —le dijo—. Bien vestida. Tienen auto.

—Sí —dijo Teresa—. Uno azul.

—¿Has subido a su auto? —preguntó la mujer con vehemencia.

—No. Sólo he conversado una vez con ese muchacho, hace dos semanas. Iba a venir el domingo pasado, pero no pudo. Me mandó una carta.

Súbitamente, la mujer dio media vuelta y corrió a la cocina. El fuego se había apagado, pero la sopa continuaba hirviendo.

—Vas a cumplir dieciocho años —dijo la mujer, reanudando el combate contra los rebeldes cabellos—. Pero no te das cuenta. Me quedaré ciega y nos moriremos de hambre, si no haces algo. No dejes escapar a ese muchacho. Tienes suerte que se haya fijado en ti. A tu edad, yo ya estaba encinta. ¡Para qué me dio hijos el Señor si me los iba a quitar después! ¡Bah!

—Sí, tía —dijo Teresa.

Mientras barría, contemplaba sus zapatos grises de tacón alto: estaban sucios y gastados. ¿Y si Arana la llevaba a un cine de estreno?

—¿Es militar? —preguntó la mujer.

—No. Está en el Leoncio Prado. Un colegio como los otros, sólo que dirigido por militares.

—¿En el colegio? —repuso la mujer, indignada—. Yo creí que era un hombre. Bah, a ti qué te puede importar que esté vieja. Lo que tú quieres es que yo reviente de una vez por todas.

ALBERTO SE arreglaba la corbata. ¿Era él ese rostro pulcramente afeitado, esos cabellos limpios y asentados, esa camisa blanca, esa corbata clara, esa chaqueta gris, ese pañuelo que asomaba por el bolsillo superior, ese ser aséptico y acicalado que aparecía en el espejo del cuarto de baño?

—Estás muy buen mozo —dijo su madre, desde la sala. Y añadió, tristemente—: Te pareces a tu padre.

Alberto salió del baño. Se inclinó para besarla. Su madre le presentó la frente; le llegaba al hombro y Alberto la sintió muy frágil. Sus cabellos eran casi blancos. «Ya no se pinta el pelo, pensó. Parece mucho más vieja».

—Es él —dijo la madre.

Efectivamente, un segundo después sonó el timbre. «No vayas a abrir», dijo la madre cuando Alberto avanzó hacia la puerta de calle, pero no hizo nada por impedirlo.

—Hola, papá —dijo Alberto.

Era un hombre bajo y macizo, un poco calvo. Vestía impecablemente, de azul, y Alberto, al besarlo en la mejilla, sintió un perfume penetrante. Sonriente, el padre le dio dos palmadas y echó una ojeada a la habitación. La madre, de pie en el pasillo que comunicaba con el baño, había asumido una actitud de resignación: la cabeza inclinada, los párpados semicerrados, las manos unidas sobre la falda, el cuello un poco avanzado como para facilitar la tarea del verdugo.

—Buenos días, Carmela.

—¿A qué has venido? —susurró la madre, sin cambiar de postura.

Sin el menor embarazo, el hombre cerró la puerta, arrojó a un sillón una cartera de cuero y, siempre sonriente y desenvuelto tomó asiento a la vez que hacía una señal a Alberto para que se sentara a su lado. Alberto miró a su madre: seguía inmóvil.

—Carmela —dijo el padre alegremente—. Ven, hija, vamos a conversar un momento. Podemos hacerlo delante de Alberto, ya es todo un hombrecito.

Alberto sintió satisfacción. Su padre, a diferencia de su madre, parecía más joven, más sano, más fuerte. En sus ademanes y en su voz, en su expresión, había algo incontenible que pugnaba por exteriorizarse. ¿Sería feliz?

—No tenemos nada que hablar —dijo la madre—. Ni una palabra.

—Calma —repuso el padre—. Somos gente civilizada. Todo se puede resolver con serenidad.

—¡Eres un miserable, un perdido! —gritó la madre, súbitamente cambiada: mostraba los puños y su rostro, que había perdido toda docilidad, estaba encarnado; sus ojos relampagueaban—. ¡Fuera de aquí! Ésta es mi casa, la pago con mi dinero.

El padre se tapó los oídos, divertido. Alberto miró su reloj. La madre había comenzado a llorar; su cuerpo se estremecía con los suspiros. No se limpiaba las lágrimas, que, al bajar por sus mejillas, revelaban una vellosidad rubia.

—Carmela —dijo el padre—, tranquilízate. No quiero pelear contigo. Un poco de paz. No puedes seguir así, es absurdo. Tienes que salir de esta casucha, tener sirvientas, vivir. No puedes abandonarte. Hazlo por tu hijo.

—¡Fuera de aquí! —rugió la madre—. Ésta es una casa limpia, no tienes derecho a venir a ensuciarla. Vete donde esas perdidas, no queremos saber nada de ti; guárdate tu dinero. Lo que yo tengo me sobra para educar a mi hijo.

—Estás viviendo como una pordiosera —dijo el padre ¿Has perdido la dignidad? ¿Por qué demonios no quieres que te pase una pensión?

—Alberto —gritó la madre, exasperada—. No dejes que me insulte. No le basta haberme humillado ante todo Lima, quiere matarme. ¡Haz algo, hijo!

—Papá, por favor —dijo Alberto, sin entusiasmo—. No peleen.

—Cállate —dijo el padre. Adoptó una expresión solemne y superior—. Eres muy joven. Algún día comprenderás. La vida no es tan simple.

Alberto tuvo ganas de reír. Una vez había visto a su padre en el centro de Lima, con una mujer rubia, muy hermosa. El padre lo vio también y desvió la mirada. Esa noche había venido al cuarto de Alberto, con una cara idéntica a la que acababa de poner y le había dicho las mismas palabras.

—Vengo a hacerte una propuesta —dijo el padre—. Escúchame un segundo.

La mujer parecía otra vez una estatua trágica. Sin embargo, Alberto vio que espiaba a su padre a través de las pestañas con ojos cautelosos.

—Lo que a ti te preocupa —dijo el padre—, son las formas. Yo te comprendo, hay que respetar las convenciones sociales.

—¡Cínico! —gritó la madre y volvió a agazaparse.

—No me interrumpas, hija. Si quieres, podemos volver a vivir juntos. Tomaremos una buena casa, aquí, en Miraflores, tal vez consigamos de nuevo la de Diego Ferré, o una en San Antonio; en fin, donde tú quieras. Eso sí, exijo absoluta libertad. Quiero disponer de mi vida. —Hablaba sin énfasis, tranquilamente, con esa llama bulliciosa en los ojos que había sorprendido a Alberto—. Y evitaremos las escenas. Para algo somos gente bien nacida.

La madre lloraba ahora a gritos y, entre sollozos, insultaba al padre y lo llamaba «adúltero, corrompido, bolsa de inmundicias». Alberto dijo:

—Perdóname, papá. Tengo que salir a hacer un encargo. ¿Puedo irme?

El padre pareció desconcertarse, pero luego sonrió con amabilidad y asintió.

—Sí, muchacho —dijo—. Trataré de convencer a tu madre. Es la mejor solución. Y no te preocupes. Estudia mucho; tienes un gran porvenir por delante. Ya sabes, si das buenos exámenes te mandaré a Estados Unidos el próximo año.

—Del porvenir de mi hijo me encargo yo —clamó la madre.

Alberto besó a sus padres y salió, cerrando la puerta tras él, rápidamente.

TERESA LAVÓ los platos; su tía reposaba en el cuarto de al lado. La muchacha sacó una toalla y jabón y en puntas de pie salió a la calle. Contigua a la suya, había una casa angosta, de muros amarillos. Tocó la puerta. Le abrió una chiquilla muy delgada y risueña.

—Hola, Tere.

—Hola, Rosa. ¿Puedo bañarme?

—Pasa.

Atravesaron un corredor oscuro; en las paredes había recortes de revistas y periódicos: artistas de cine y futbolistas.

—¿Ves éste? —dijo Rosa—. Me lo regalaron esta mañana. Es Glenn Ford. ¿Has visto una película de él?

—No, pero me gustaría.

Al final del pasillo estaba el comedor. Los padres de Rosa comían en silencio. Una de las sillas no tenía espaldar: la ocupaba la mujer. El hombre levantó los ojos del periódico abierto junto al plato y miró a Teresa.

—Teresita —dijo, levantándose.

—Buenos días.

El hombre —en el umbral de la vejez, ventrudo, de piernas zambas y ojos dormidos— sonreía, estiraba una mano hacia la cara de la muchacha en un gesto amistoso. Teresa dio un paso atrás y la mano quedó vacilando en el aire.

—Quisiera bañarme, señora —dijo Teresa—. ¿Podría?

—Sí —dijo la mujer, secamente—. Es un sol. ¿Tienes?

Teresa alargó la mano; la moneda no brillaba; era un sol descolorido y sin vida, largamente manoseado.

—No te demores —dijo la mujer—. Hay poca agua.

El baño era un reducto sombrío de un metro cuadrado. En el suelo había una tabla agujereada y musgosa. Un caño incrustado en la pared, no muy arriba, hacía las veces de ducha. Teresa cerró la puerta y colocó la toalla en la manija, asegurándose que tapara el ojo de la cerradura. Se desnudó. Era esbelta y de líneas armoniosas, de piel muy morena. Abrió la llave: el agua estaba fría. Mientras se jabonaba escuchó gritar a la mujer: «sal de ahí, viejo asqueroso». Los pasos del hombre se alejaron y oyó que discutían. Se vistió y salió. El hombre estaba sentado a la mesa y, al ver a la muchacha, le guiñó el ojo. La mujer frunció el ceño y murmuró:

—Estás mojando el piso.

—Ya me voy —dijo Teresa—. Muchas gracias, señora.

—Hasta luego, Teresita —dijo el hombre—. Vuelve cuando quieras.

Rosa la acompañó hasta la puerta. En el pasillo, Teresa le dijo en voz baja:

—Hazme un favor, Rosita. Préstame tu cinta azul, esa que tenías puesta el sábado. Te la devolveré esta noche.

La chiquilla asintió y se llevó un dedo a la boca misteriosamente. Luego se perdió al fondo del pasillo y regresó poco después, caminando con sigilo.

—Tómala —dijo. La miraba con ojos cómplices—. ¿Para qué la quieres? ¿Adónde vas?

—Tengo un compromiso —dijo Teresa—. Un muchacho me ha invitado al cine.

Le brillaban los ojos. Parecía contenta.

UNA LENTÍSIMA garúa mecía las hojas de los árboles de la calle Alcanfores. Alberto entró al almacén de la esquina, compró un paquete de cigarrillos, caminó hacia la avenida Larco: pasaban muchos automóviles, algunos último modelo, capotas de colores vivos que contrastaban con el aire ceniza. Había gran número de transeúntes. Estuvo contemplando a una muchacha de pantalones negros, alta y elástica, hasta que se perdió de vista. El Expreso demoraba. Alberto divisó a dos muchachos sonrientes. Tardó unos segundos en reconocerlos. Se ruborizó, murmuró «hola», los muchachos se lanzaron sobre él con los brazos abiertos.

—¿Dónde te has metido todo este tiempo? —dijo uno; llevaba un traje sport, la onda que remataba sus cabellos sugería la cresta de un gallo—. ¡Parece mentira!

—Creíamos que ya no vivías en Miraflores —dijo el otro; era bajito y grueso; usaba mocasines y medias de colores. Hace siglos que no vas al barrio.

—Ahora vivo en Alcanfores —dijo Alberto—. Estoy interno en el Leoncio Prado. Sólo salgo los sábados.

—¿En el Colegio Militar? —dijo el de la onda—. ¿Qué hiciste para que te metieran ahí? Debe ser horrible.

—No tanto. Uno se acostumbra. Y no se pasa tan mal.

Llegó el Expreso. Estaba lleno. Quedaron de pie, cogidos del pasamano. Alberto pensó en la gente que encontraba los sábados en los autobuses de la Perla o los tranvías Lima-Callao: corbatas chillonas, olor a transpiración y a suciedad; en el Expreso se veían ropas limpias, rostros discretos, sonrisas.

—¿Y tu carro? —preguntó Alberto.

—¿Mi carro? —dijo el de los mocasines—. De mi padre. Ya no me lo presta. Lo choqué.

—¿Cómo? ¿No sabías? —dijo el otro, muy excitado ¿No supiste la carrera del Malecón?

—No, no sé nada.

—¿Dónde vives, hombre? Tico es una fiera —el otro comenzó a sonreír, complacido—. Apostó con el loco Julio, el de la calle Francia, ¿te acuerdas?, una carrera hasta la Quebrada, por los malecones. Y había llovido, qué tal par de brutos. Yo iba de copiloto de éste. Al loco lo cogieron los patrulleros, pero nosotros escapamos. Veníamos de una fiesta, ya te imaginas.

—¿Y el choque? —preguntó Alberto.

—Fue después. A Tico se le ocurrió dar curvas en marcha atrás por Atocongo. Se tiró contra un poste. ¿Ves esta cicatriz? Y él no se hizo nada, no es justo. ¡Tiene una leche!

Tico sonreía a sus anchas, feliz.

—Eres una fiera —dijo Alberto—. ¿Cómo están en el barrio?

—Bien —dijo Tico—. Ahora no nos reunimos durante la semana, las chicas están en exámenes, sólo salen los sábados y domingos. Las cosas han cambiado, ya las dejan salir con nosotros, al cine, a las fiestas. Las viejas se civilizan, les permiten tener enamorado. Pluto está con Helena, ¿sabías?

—¿Tú estás con Helena? —preguntó Alberto.

—Mañana cumpliremos un mes —dijo el de la onda, ruborizado.

—¿Y la dejan salir contigo?

—Claro, hombre. A veces su madre me invita a almorzar. Oye, de veras, a ti te gustaba.

—¿A mí? —dijo Alberto—. Nunca.

—¡Claro! —dijo Pluto—. Claro que sí. Estabas loco por ella. ¿No te acuerdas esa vez que te estuvimos enseñando a bailar en la casa de Emilio? Te dijimos cómo tenías que declararte.

—¡Qué tiempos! —dijo Tico.

—Cuentos —dijo Alberto—. Completamente falso.

—Oye —dijo Pluto, atraído por algo que se hallaba al fondo del Expreso—. ¿Ven lo que estoy viendo, lagartijas?

Se abrió camino hacia los asientos de atrás. Tico y Alberto lo siguieron. La muchacha, advirtiendo el peligro, se había puesto a mirar por la ventanilla los árboles de la avenida. Era bonita y redonda; su nariz latía como el hocico de un conejito, casi pegada al vidrio, y lo empañaba.

—Hola, corazón —cantó Pluto.

—No molestes a mi novia —dijo Tico—. O te parto el alma.

—No importa —dijo Pluto—. Puedo morir por ella. —Abrió los brazos como un recitador—. La amo.

Tico y Pluto rieron a carcajadas. La muchacha seguía mirando los árboles.

—No le hagas caso, amorcito —dijo Tico—. Es un salvaje. Pluto, pide disculpas a la señorita.

—Tienes razón —dijo Pluto—. Soy un salvaje y estoy arrepentido. Por favor, perdóname. Dime que me perdonas o hago un escándalo.

—¿No tienes corazón? —preguntó Tico.

Alberto miraba también por la ventanilla: los árboles estaban húmedos y el pavimento relucía. Por la pista contraria desfilaba una columna de automóviles. El Expreso había dejado atrás Orrantia y las grandes residencias multicolores. Las casas eran ahora pequeñas, pardas.

—Esto es una vergüenza —dijo una señora—. ¡Dejen tranquila a esa niña!

Tico y Pluto seguían riendo. La muchacha despegó un instante la vista de la avenida y lanzó a su alrededor una vivísima mirada de ardilla. Una sonrisa cruzó su rostro y desapareció.

—Con mucho gusto, señora —dijo Tico. Y volviéndose a la muchacha—: Le pedimos disculpas, señorita.

—Aquí me bajo —dijo Alberto, tendiéndoles la mano—. Hasta luego.

—Ven con nosotros —dijo Tico—. Vamos al cine. Tenemos una chica para ti. No está mal.

—No puedo —dijo Alberto—. Tengo una cita.

—¿En Lince? —dijo Pluto, malicioso—. ¡Ah, tienes un plancito, cholifacio! Buen provecho. Y no te pierdas, anda por el barrio, todos se acuerdan de ti.

«YA SABÍA que era fea», pensó, apenas la vio, en el primero de los peldaños de su casa. Y dijo, rápidamente:

—Buenas tardes. ¿Está Teresa?

—Soy yo.

—Tengo un encargo de Arana. Ricardo Arana.

—Pase —dijo la muchacha, cohibida—. Tome asiento.

Alberto se sentó a la orilla y se mantuvo rígido. ¿Lo resistiría la silla? Por el vacío que dejaba la cortina entre las dos habitaciones, vio el final de una cama y los grandes pies oscuros de una mujer. La muchacha estaba a su lado.

—Arana no ha podido salir —dijo Alberto—. Mala suerte, lo consignaron esta mañana. Me dijo que tenía un compromiso con usted, que viniera a disculparlo.

—¿Lo consignaron? —dijo Teresa. Su rostro mostraba desencanto. Llevaba los cabellos recogidos en la nuca con la cinta azul. «¿Se habrán besado en la boca?», pensó Alberto.

—Eso le pasa a todo el mundo —dijo—. Es cuestión de suerte. Vendrá a verla el próximo sábado.

—¿Quién está ahí? —preguntó una voz malhumorada. Alberto miró: los pies habían desaparecido. Segundos después, un rostro grasiento asomó sobre la cortina. Alberto se puso de pie.

—Es un amigo de Arana —dijo Teresa—. Se llama…

Alberto dijo su nombre. Sintió en la suya una mano gorda y fláccida, sudada: un molusco. La mujer sonreía teatralmente y se había lanzado a hablar sin pausas. En el chisporroteo de palabras, las fórmulas de cortesía que Alberto había escuchado en su infancia aparecían como en caricatura, condimentadas con adjetivos lujosos y gratuitos, y a ratos comprendía que lo trataban de señor y de don y lo interrogaban sin esperar su respuesta. Se halló envuelto en una costra verbal, en un laberinto sonoro.

—Siéntese, siéntese —decía la mujer, señalando la silla, el cuerpo doblado en una reverencia de gran mamífero—. No se incomode por mí, ésta es su casa, una casa pobre pero honrada, ¿sabe usted?, toda mi vida me he ganado el pan como Dios manda, con el sudor de mi frente, soy costurera y he podido dar una buena educación a Teresita, mi sobrinita, la pobre quedó huérfana, figúrese, y me lo debe todo, siéntese, señor Alberto.

—Arana se quedó consignado —dijo Teresa; evitaba mirar a Alberto y a su tía—. El señor trajo el recado.

«¿El señor?», pensó Alberto. Y buscó los ojos de la muchacha, pero ésta miraba ahora el suelo. La mujer se había erguido y tenía los brazos abiertos. Su sonrisa se había congelado, pero seguía intacta en sus pómulos, en su ancha nariz, en sus ojillos disimulados bajo bolsas carnosas.

—Pobrecito —decía— pobre muchacho, cómo sufrirá su madre, yo también tuve hijos y sé lo que es el dolor de una madre, porque se me murieron, así es el Señor y mejor no tratar de comprender, pero ya saldrá la otra semana, la vida es dura para todos, me doy cuenta muy bien, ustedes que son jóvenes mejor ni piensen en eso, dígame ¿adónde la va a llevar a Teresita?

—Tía —dijo la muchacha, dando un respingo—. Ha venido a traer un encargo. No…

—Por mí no se preocupen —añadió la mujer, bondadosa, comprensiva, sacrificada—. Los jóvenes se sienten mejor cuando están solos, yo también he sido joven y ahora estoy vieja, así es la vida, pero ya vendrán para ustedes las preocupaciones, uno llega a la vejez a pasar angustias. ¿Sabía usted que me estoy volviendo ciega?

—Tía —repitió la muchacha—. Por favor…

—Si usted permite —dijo Alberto—, podríamos ir al cine. Si a usted no le parece mal.

La muchacha había vuelto a bajar la vista; estaba muda y no sabía qué hacer con sus manos.

—Tráigala temprano —dijo la tía—. Los jóvenes no deben estar fuera de casa hasta muy tarde, don Alberto. —Se volvió a Teresa—. Ven un minuto. Con su permiso, señor.

Tomó a Teresa del brazo y la llevó a la otra habitación. Las palabras de la mujer llegaban hasta él como arrebatadas por el viento y, aunque las comprendía aisladas, no podía descubrir su organización. Entendió sin embargo, oscuramente, que la muchacha se negaba a salir con él y que la mujer, sin tomarse el trabajo de replicarle, trazaba como un gran cuadro sinóptico de Alberto, o mejor dicho, de un ser ideal que él encarnaba ante sus ojos, y se vio rico, hermoso, elegante, envidiable: un gran hombre de mundo.

La cortina se abrió. Alberto sonreía. La muchacha se frotaba las manos, disgustada y más cohibida que antes.

—Pueden salir —dijo la mujer—. La tengo muy bien cuidada, ¿sabe usted? No la dejo salir con cualquiera. Es muy trabajadora, aunque no parece, tan delgadita como es. Me alegro que se vayan a divertir un rato.

La muchacha avanzó hasta la puerta y se retiró, para que Alberto saliese primero. La garúa había cesado, pero el aire olía a mojado y las aceras y la pista estaban lustrosas y resbaladizas. Alberto cedió a Teresa el interior de la calzada. Sacó los cigarrillos, encendió uno. La miró de reojo: turbada, caminaba a pasos muy cortos, mirando adelante. Llegaron hasta la esquina sin hablarse. Teresa se detuvo.

—Me quedaré aquí —dijo—. Tengo una amiga en la otra cuadra. Gracias por todo.

—Pero no —dijo Alberto—. ¿Por qué?

—Tiene que disculpar a mi tía —dijo Teresa; lo miraba a los ojos y parecía más serena—. Es muy buena, hace cualquier cosa para que yo salga.

—Sí —dijo Alberto—. Es muy simpática, muy amable.

—Pero habla mucho —afirmó Teresa, y lanzó una carcajada.

«Es fea pero tiene bonitos dientes, pensó Alberto; ¿cómo se le habrá declarado el Esclavo?»

—¿Arana se enojaría si sales conmigo?

—No es nada mío —dijo ella—. Es la primera vez que íbamos a salir. ¿No le ha contado?

—¿Por qué no me tuteas? —preguntó Alberto.

Estaban en la esquina. En las calles que los rodeaban se veía gente a lo lejos. Nuevamente comenzaba a llover. Una niebla levísima descendía sobre ellos.

—Bueno —dijo Teresa—. Podemos tutearnos.

—Sí —dijo Alberto—. Resulta raro tratarse de usted; es cosa de viejos.

Quedaron en silencio unos segundos. Alberto arrojó el cigarrillo y lo apagó con el pie.

—Bueno —dijo Teresa, estirándole la mano—. Hasta luego.

—No —dijo Alberto—. Puedes ver a tu amiga otro día. Vamos al cine.

Ella puso un rostro grave:

—No lo hagas por compromiso —dijo—. De veras. ¿No tienes nada que hacer ahora?

—Y aunque tuviera —dijo Alberto—. Pero no tengo nada, palabra.

—Bueno —dijo ella. Y extendió una mano, la palma hacia arriba. Miraba el cielo y Alberto comprobó que sus ojos eran luminosos.

—Está lloviendo.

—Casi nada.

—Vamos a tomar el Expreso.

Caminaron hacia la avenida Arequipa. Alberto encendió otro cigarrillo.

—Acabas de apagar uno —dijo Teresa—. ¿Fumas mucho?

—No. Sólo los días de salida.

—¿En el colegio no los dejan fumar?

—Está prohibido. Pero fumamos a escondidas.

A medida que se acercaban a la avenida, las casas eran más grandes y ya no se veían callejones. Cruzaban grupos de transeúntes. Unos muchachos en mangas de camisa gritaron algo a Teresa. Alberto hizo un movimiento para regresar, pero ella lo contuvo.

—No les hagas caso —dijo—. Siempre dicen tonterías.

—No se puede molestar a una chica que está acompañada —dijo Alberto—. Es una insolencia.

—Ustedes, los del Leoncio Prado, son muy peleadores.

Él enrojeció de placer. Vallano tenía razón: los cadetes impresionaban a las hembritas, no a las de Miraflores, pero sí a las de Lince. Comenzó a hablar del colegio, de las rivalidades entre los años, de los ejercicios en campaña, de la vicuña y la perra Malpapeada. Teresa lo escuchaba con atención y festejaba sus anécdotas. Ella le contó luego que trabajaba en una oficina del centro y que antes había estudiado taquigrafía y mecanografía en una academia. Subieron al Expreso en el paradero del Colegio Raimondi y bajaron en la plaza de San Martín. Pluto y Tico estaban bajo los portales. Los miraron de arriba abajo. Tico sonrió a Alberto y le guiñó el ojo.

—¿No iban al cine?

—Nos dejaron plantados —dijo Pluto.

Se despidieron. Alberto los oyó cuchichear a su espalda. Le pareció que sobre él caían de pronto, como una lluvia, las miradas malignas de todo el barrio.

—¿Qué quieres ver? —preguntó.

—No sé —dijo ella—. Cualquier cosa.

Alberto compró un diario y leyó con voz afectada los anuncios cinematográficos. Teresa se reía y la gente que pasaba por los portales se volvía a, mirarlos. Decidieron ir al cine Metro. Alberto compró dos plateas. «Si Arana supiera para lo que ha servido la plata que me prestó, pensaba. Ya no podré ir donde la Pies Dorados». Sonrió a Teresa y ella también le sonrió. Todavía era temprano y el cine estaba casi vacío. Alberto se mostraba locuaz, ponía en práctica con esa muchacha que no lo intimidaba, las frases ingeniosas, los desplantes y las bromas que había escuchado tantas veces en el barrio.

—El cine Metro es bonito —dijo ella—. Muy elegante.

—¿No habías venido nunca?

—No. Conozco pocos cines del centro. Salgo tarde del trabajo, a las seis y media.

—¿No te gusta el cine?

—Sí, mucho. Voy todos los domingos. Pero a algún cine cerca de mi casa.

La película, en colores, tenía muchos números de baile. El bailarín era también un cómico; confundía los nombres de las personas, se tropezaba, hacía muecas, torcía los ojos. «Marica a la legua», pensaba Alberto y volvía la cabeza: el rostro de Teresa estaba absorbido por la pantalla; su boca entreabierta y sus ojos obstinados revelaban ansiedad. Más tarde, cuando salieron, ella habló de la película como si Alberto no la hubiera visto. Animada, describía los vestidos de las artistas, las joyas, y al recordar las situaciones cómicas reía limpiamente.

—Tienes buena memoria —dijo él—. ¿Cómo puedes acordarte de todos esos detalles?

—Ya te dije que me gustaba mucho el cine. Cuando veo una película, me olvido de todo, me parece estar en otro mundo.

—Sí —dijo él—. Te vi y parecías hipnotizada.

Subieron al Expreso, se sentaron juntos. La plaza San Martín estaba llena de gente que salía de los cines de estreno y caminaba bajo los faroles. Una maraña de automóviles envolvía el cuadrilátero central. Poco antes de llegar al paradero del Colegio Raimondi, Alberto tocó el timbre.

—No es necesario que me acompañes —dijo ella—. Puedo ir sola. Ya te he quitado bastante tiempo.

Él protestó e insistió en acompañarla. La calle que avanzaba hacia el corazón de Lince estaba en la penumbra. Pasaban algunas parejas; otras, detenidas en la oscuridad, dejaban de susurrar o de besarse al verlos.

—¿De veras no tenías nada que hacer? —dijo Teresa.

—Nada, te juro.

—No te creo.

—Es cierto, ¿por qué no me crees?

Ella vacilaba. Al fin, se decidió:

—¿No tienes enamorada?

—No —dijo él—. No tengo.

—Seguro me estás mintiendo. Pero habrás tenido muchas.

—Muchas no —dijo Alberto—. Sólo algunas. ¿Y tú has tenido muchos enamorados?

—¿Yo? Ninguno.

«¿Y si me le declaro ahorita mismo?», pensó Alberto.

—No es verdad —dijo—. Debes haber tenido muchísimos.

—¿No me crees? Te voy a decir una cosa; es la primera vez que un muchacho me invita al cine.

La avenida Arequipa y su columna doble de perpetuos vehículos estaba ya lejos; la calle se estrechaba y la penumbra era más densa. De los árboles resbalaban a la vereda imperceptibles gotitas de agua que las hojas y las ramas habían conservado de la garúa de la tarde.

—Será porque tú no has querido.

—¿Qué cosa?

—Que no has tenido enamorados. —Dudó un segundo—: Todas las chicas bonitas tienen los enamorados que quieren.

—Oh —dijo Teresa—. Yo no soy bonita. ¿Crees que no me doy cuenta?

Alberto protestó con calor y afirmó: «eres una de las chicas más bonitas que he visto». Teresa se volvió a mirarlo.

—¿Te estás burlando? —balbuceó.

«Soy muy torpe», pensó Alberto. Sentía los pasos menudos de Teresa en el empedrado, dos por cada uno de los suyos, y la veía, la cabeza un poco inclinada, los brazos cruzados sobre el pecho, la boca cerrada. La cinta azul parecía negra y se confundía con sus cabellos, destacaba al pasar bajo un farol, luego la oscuridad la devoraba. Llegaron hasta la puerta de la casa, silenciosos. —Gracias por todo —dijo Teresa—. Muchas gracias. Se dieron la mano.

—Hasta pronto.

Alberto dio media vuelta y, después de dar unos pasos, regresó.

—Teresa.

Ella levantaba la mano para tocar. Se volvió, sorprendida.

—¿Tienes algo que hacer mañana? —preguntó Alberto.

—¿Mañana? —dijo ella.

—Sí. Te invito al cine. ¿Quieres?

—No tengo nada que hacer. Muchas gracias.

—Vendré a buscarte a las cinco —dijo él.

Antes de entrar a su casa, Teresa esperó que Alberto perdiera de vista.

CUANDO SU madre le abrió la puerta, Alberto, antes de saludarla, comenzó a disculparse. Ella tenía los ojos cargados de reproches y suspiraba. Se sentaron en la sala. Su madre no decía nada y lo miraba con rencor. Alberto sintió un aburrimiento infinito.

—Perdóname —repitió una vez más—. No te enojes, mamá, Te juro que hice todo lo posible por salir, pero no me dejaron. Estoy un poco cansado. ¿Podría irme a dormir?

Su madre no respondió; lo seguía mirando resentida y él se preguntaba «¿a qué hora comienza?». No tardó mucho: de pronto se llevó las manos al rostro y poco después lloraba dulcemente. Alberto le acarició los cabellos. La madre le preguntó por qué la hacía sufrir. Él juró que la quería sobre todas las cosas y ella lo llamó cínico, hijo de su padre. Entre suspiros e invocaciones a Dios, habló de los pasteles y bizcochos que había comprado en la tienda de la vuelta, eligiéndolos primorosamente, y del té que se había enfriado en la mesa, y de su soledad y de la tragedia que el Señor le había impuesto para probar su fortaleza moral y su espíritu de sacrificio. Alberto le pasaba la mano por la cabeza y se inclinaba a besarla en la frente. Pensaba: «otra semana que me quedo sin ir donde la Pies Dorados». Luego su madre se calmó y exigió que probara la comida que ella misma le había preparado, con sus propias manos. Alberto aceptó y mientras tomaba la sopa de legumbres, su madre lo abrazaba y le decía: «eres el único apoyo que tengo en el mundo». Le contó que su padre se había quedado en la casa cerca de una hora, haciéndole toda clase de propuestas —un viaje al extranjero, una reconciliación aparente, el divorcio, la separación amistosa— y que ella las había rechazado todas, sin vacilar.

Luego volvieron a la sala y Alberto le pidió permiso para fumar. Ella asintió, pero al verlo encender un cigarrillo, lloró y habló del tiempo, de los niños que se hacen hombres, de la vida efímera. Recordó su niñez, sus viajes por Europa, sus amigas de colegio, su juventud brillante, sus pretendientes, los grandes partidos que rechazó por ese hombre que ahora se empeñaba en destruirla. Entonces, bajando la voz y adoptando una expresión melancólica, se puso a hablar de él. Repetía constantemente «de joven era distinto» y evocaba su espíritu deportivo, sus victorias en los campeonatos de tenis, su elegancia, su viaje de bodas al Brasil y los paseos que, tomados de la mano, hacían a medianoche por la Playa de Ipanema. «Lo perdieron los amigos, exclamaba. Lima es la ciudad más corrompida del mundo. ¡Pero mis oraciones lo salvarán!» Alberto la escuchaba en silencio, pensando en la Pies Dorados que tampoco vería este sábado, en la reacción del Esclavo cuando supiera que había ido al cine con Teresa, en Pluto que estaba con Helena, en el Colegio Militar, en el barrio que hacía tres años no frecuentaba. Luego, su madre bostezó. Él se puso en pie y le dio las buenas noches. Fue a su cuarto. Comenzaba a desnudarse cuando vio en el velador un sobre con su nombre escrito en letras de imprenta. Lo abrió y extrajo un billete de cincuenta soles.

—Te dejó eso —le dijo su madre, desde la puerta. Suspiró—: Es lo único que acepté. ¡Pobre hijito mío, no es justo que tú también te sacrifiques!

Él abrazó a su madre, la levantó en peso, giró con ella en brazos, le dijo: «todo se arreglará algún día, mamacita, haré todo lo que tú quieras». Ella sonreía gozosa y afirmaba: «no necesitamos a nadie». Entre un torbellino de caricias, él le pidió permiso para salir.

—Sólo unos minutos —le dijo—. A tomar un poco de aire.

Ella ensombreció el rostro pero accedió. Alberto volvió a ponerse la corbata y la chaqueta, se pasó el peine por los cabellos y salió. Desde la ventana su madre le recordó:

—No dejes de rezar antes de dormir.

FUE VALLANO quien comunicó a la cuadra su nombre de guerra. Un domingo a medianoche, cuando los cadetes se despojaban de los uniformes de salida y rescataban del fondo de los quepis los paquetes de cigarrillos burlados al oficial de guardia, Vallano comenzó a hablar solo y a voz en cuello, de una mujer de la cuarta cuadra de Huatica. Sus ojos saltones giraban en las órbitas como una bola de acero en un círculo imantado. Sus palabras y el tono que empleaba eran fogosos.

—Silencio, payaso —dijo el Jaguar—. Déjanos en paz.

Pero él siguió hablando mientras tendía la cama, Cava, desde su litera, le preguntó:

—¿Cómo dices que se llama?

—Pies Dorados.

—Debe ser nueva —dijo Arróspide—. Conozco a toda la cuarta cuadra y ese nombre no me suena.

Al domingo siguiente, Cava, el Jaguar y Arróspide también hablaban de ella. Se daban codazos y reían. «¿No les dije?, decía Vallano, orgulloso. Guíense siempre de mis consejos». Una semana después, media sección la conocía y el nombre de Pies Dorados comenzó a resonar en los oídos de Alberto como una música familiar. Las referencias feroces, aunque vagas, que escuchaba en boca de los cadetes, estimulaban su imaginación. En sueños, el nombre se presentaba dotado de atributos carnales, extraños y contradictorios, la mujer era siempre la misma y distinta, una presencia que se desvanecía cuando iba a tocarla o lo sumía en una ternura infinita y entonces creía morir de impaciencia.

Alberto era uno de los que más hablaba de la Pies Dorados en la sección. Nadie sospechaba que sólo conocía de oídas el jirón Huatica y sus contornos porque él multiplicaba las anécdotas e inventaba toda clase de historias. Pero ello no lograba desalojar cierto desagrado íntimo de su espíritu; mientras más aventuras sexuales describía ante sus compañeros, que reían o se metían la mano al bolsillo sin escrúpulos, más intensa era la certidumbre de que nunca estaría en un lecho con una mujer, salvo en sueños, y entonces se deprimía y se juraba que la próxima salida iría a Huatica, aunque tuviese que robar veinte soles, aunque le contagiaran una sífilis.

BAJÓ EN el paradero de la avenida 28 de Julio y Wilson. Pensaba: «he cumplido quince años pero aparento más. No tengo por qué estar nervioso». Encendió un cigarrillo y lo arrojó después de dar dos pitadas. A medida que avanzaba por 28 de Julio, la avenida se poblaba. Después de cruzar los rieles del tranvía Lima-Chorrillos, se halló en medio de una muchedumbre de obreros y sirvientas, mestizos de pelos lacios, zambos que se cimbreaban al andar como bailando, indios cobrizos, cholos risueños. Pero él sabía, que estaba en el distrito de la Victoria por el olor a comida y bebida criollas que impregnaba el aire, un olor casi visible a chicharrones y a pisco, a butifarras y a transpiración, a cerveza y pies.

Al atravesar la plaza de la Victoria, enorme y populosa, el Inca de piedra que señala el horizonte le recordó al héroe, y a Vallano que decía: «Manco Cápac es un puto, con su dedo muestra el camino de Huatica». La aglomeración lo obligaba a andar despacio; se asfixiaba. Las luces de la avenida parecían deliberadamente tenues y dispersas para acentuar los perfiles siniestros de los hombres que caminaban metiendo las narices en las ventanas de las casitas idénticas, alineadas a lo largo de las aceras. Es la esquina de 28 de Julio y Huatica, en la fonda de un japonés enano, Alberto escuchó una sinfonía de injurias. Miró: un grupo de hombres y mujeres discutía con odio en torno a una mesa cubierta de botellas. Se demoró unos segundos en la esquina. Estaba con las manos en los bolsillos y espiaba las caras que lo rodeaban; algunos hombres tenían los ojos vidriosos y otros parecían muy alegres.

Se arregló la chaqueta e ingresó en la cuarta cuadra del jirón, la más cotizada; su rostro lucía una media sonrisa despectiva, pero su mirada era angustiosa. Sólo debió caminar unos metros, sabía de memoria que la casa de la Pies Dorados era la segunda. En la puerta había tres hombres, uno detrás de otro. Alberto observó por la ventana: una minúscula antesala de madera, iluminada con una luz roja, una silla, una foto descolorida e irreconocible en la pared; al pie de la ventana, un banquillo. «Es bajita», pensó, decepcionado. Una mano tocó su hombro.

—Joven —dijo una voz envenenada de olor a cebolla ¿Está usted ciego o es muy vivo?

Los faroles aclaraban sólo el centro de la calle y la luz roja apenas llegaba a la ventana; Alberto no podía ver el rostro del desconocido. En ese instante comprobó que la multitud de hombres que ocupaba el jirón, circulaba pegada a las paredes, donde permanecía casi a oscuras. La pista estaba vacía.

—¿Y? —dijo el hombre—. ¿En qué quedamos?

—¿Qué le pasa? —preguntó Alberto.

—A mí me importa un carajo —dijo el desconocido—, pero no soy un imbécil. Nadie me mete el dedo a la boca, sépalo. Ni a ninguna otra parte.

—Sí —dijo Alberto—. ¿Qué quiere?

—Póngase a la cola. No sea conchudo.

—Bueno —dijo Alberto—. No se sulfure.

Se separó de la ventana y la mano del hombre no intentó retenerlo. Se puso al final de la cola, se apoyó en la pared y fumó, uno tras otro, cuatro cigarrillos. El hombre que estaba delante de él entró y salió pronto. Se alejó murmurando algo sobre el costo de la vida. Una voz de mujer dijo, al otro lado de la puerta:

—Entra.

Atravesó la antesala vacía. Una puerta de vidrios empavonados lo separaba del otro cuarto. «Ya no tengo miedo, pensó. Soy un hombre». Empujó la puerta. El cuarto era tan pequeño como la antesala. La luz, también roja, parecía más intensa, más cruda; la pieza estaba llena de objetos y Alberto se sintió extraviado unos segundos, su mirada revoloteó sin fijar ningún detalle, sólo manchas de todas dimensiones, e incluso pasó rápidamente sobre la mujer que estaba tendida en el lecho, sin percibir su rostro, reteniendo de ella apenas las formas oscuras que decoraban su bata, unas sombras que podían ser flores o animales. Luego, se sintió otra vez sereno. La mujer se había incorporado. En efecto, era bajita: sus pies sólo rozaban el suelo. El pelo teñido dejaba ver un fondo negro bajo la maraña desordenada de rizos rubios. La cara estaba muy pintada y le sonreía. Él bajó la cabeza y vio dos peces de nácar, vivos, terrestres, carnosos, «para tragárselos de un solo bocado y sin mantequilla», como decía Vallano, y absolutamente extraños a ese cuerpo regordete que los prolongaba y a esa boca insípida y sin forma y a esos ojos muertos que lo contemplaban.

—Eres del Leoncio Prado —dijo ella.

—Sí.

—¿Primera sección del quinto año?

—Sí —dijo Alberto.

Ella lanzó una carcajada.

—Ocho, hoy —dijo—. Y la semana pasada vinieron no sé cuántos. Soy su mascota.

—Es la primera vez que vengo —dijo Alberto, enrojeciendo—. Yo…

Lo interrumpió otra carcajada, más ruidosa que la anterior.

—No soy supersticiosa —dijo ella, sin dejar de reír—. No trabajo gratis y ya estoy vieja para que me cuenten historias. Todos los días aparece alguien que viene por primera vez, qué tal frescura.

—No es eso —dijo Alberto—. Tengo plata.

—Así me gusta —dijo ella—. Ponla en el velador. Y apúrate, cadetito.

Alberto se desnudó, despacio, doblando su ropa pieza por pieza. Ella lo miraba sin emoción. Cuando Alberto estuvo desnudo, con un gesto desganado se arrastró de espaldas sobre el lecho y abrió la bata. Estaba desnuda, pero tenía un sostén rosado, algo caído, que dejaba ver el comienzo de los senos. «Era rubia de veras», pensó Alberto. Se dejó caer junto a ella, que rápidamente le pasó los brazos por la espalda y lo estrechó. Sintió que bajo el suyo, el vientre de la mujer se movía, buscando una mejor adecuación, un enlace más justo. Luego las piernas de la mujer se elevaron, se doblaron en el aire, y él sintió que los peces se posaban suavemente sobre sus caderas, se detenían un momento, avanzaban hacia los riñones y luego comenzaban a bajar por sus nalgas y sus muslos y a subir y a bajar, lentamente. Poco después, las manos que se apoyaban en su espalda se sumaban a ese movimiento y recorrían su cuerpo de la cintura a los hombros, al mismo ritmo que los pies. La boca de la mujer estaba junto a su oído y escuchó algo, un murmullo bajito, un susurro y luego una blasfemia. Las manos y los peces se inmovilizaron.

—¿Vamos a dormir una siesta o qué? —dijo ella.

—No te enojes —balbuceó Alberto—. No sé qué me pasa.

—Yo sí —dijo ella—. Eres un pajero.

Él rió sin entusiasmo y dijo una lisura. La mujer lanzó nuevamente su gran carcajada vulgar y se incorporó haciéndolo a un lado. Se sentó en la cama y lo estuvo mirando un momento con unos ojos maliciosos, que Alberto no le había visto hasta entonces.

—A lo mejor eres un santito de a deveras —dijo la mujer—. Échate.

Alberto se estiró sobre la cama. Veía a la Pies Dorados, de rodillas a su lado, la piel clara y un poco enrojecida y los cabellos que la luz que venía de atrás oscurecían y pensaba en una figurilla de museo, en una muñeca de cera, en una mona que había visto en un circo, y ni se daba cuenta de las manos de ella, de su activo trajín, ni escuchaba su voz empalagosa que le decía zamarro y vicioso. Luego desaparecieron los símbolos y los objetos y sólo quedó la luz roja que lo envolvía y una gran ansiedad.

BAJO EL reloj de la Colmena, instalado frente a la plaza San Martín, en el paradero final del tranvía que va al Callao, oscila un mar de quepis blancos. Desde las aceras del Hotel Bolívar y el Bar Romano, vendedores de diarios, choferes, vagabundos, guardias civiles, contemplan la incesante afluencia de cadetes: vienen de todas direcciones, en grupos, y se aglomeran en torno al reloj, en espera del tranvía. Algunos salen de los bares vecinos. Obstaculizan el tránsito, responden con grosería a los automovilistas que piden paso, asaltan a las mujeres que se atreven a cruzar esa esquina y se mueven de un lado a otro, insultándose y bromeando. Los tranvías son rápidamente cubiertos por los cadetes; prudentes, los civiles aceptan ser desplazados en la cola. Los cadetes de tercero maldicen entre dientes cada vez que, el pie levantado para subir al tranvía, sienten una mano en el pescuezo y una voz: «primero los cadetes, después los perros».

—Son las diez y media —dijo Vallano—. Espero que el último camión no haya partido.

—Sólo son diez y veinte —dijo Arróspide—. Llegaremos a tiempo.

El tranvía iba atestado; ambos se hallaban de pie. Los domingos, los camiones del colegio iban a Bellavista a buscar a los cadetes.

—Mira —dijo Vallano—. Dos perros. Se han pasado los brazos sobre el hombro para que no se vean las insignias. Qué sabidos.

—Permiso —dijo Arróspide, abriéndose paso hasta el asiento que ocupaban los de tercero. Éstos, al verlos venir, se pusieron a conversar. El tranvía había dejado atrás la plaza Dos de Mayo, rodaba entre chacras invisibles.

—Buenas noches, cadetes —dijo Vallano.

Los muchachos no se dieron por aludidos. Arróspide le tocó la cabeza a uno de ellos.

—Estamos muy cansados —dijo Vallano—. Párense.

Los cadetes obedecieron.

—¿Qué hiciste ayer? —preguntó Arróspide.

—Casi nada. El sábado tenía una fiesta, que al final se convirtió en un velorio. Era un cumpleaños, creo. Cuando llegué había un lío de los diablos. La vieja que me abrió la puerta me gritó «traiga un médico y un cura» y tuve que salir disparado. Un gran planchazo. Ah, también fui a Huatica. A propósito tengo algo que contar a la sección sobre el poeta.

—¿Qué? —dijo Arróspide.

—La contaré a todos juntos. Es una historia de mamey.

Pero no esperó hasta llegar a la cuadra. El último camión del colegio avanzaba por la avenida de las Palmeras hacia los acantilados de la Perla. Vallano, que iba sentado sobre su maletín, dijo:

—Oigan, éste parece el camión particular de la sección. Estamos casi todos.

—Sí, negrita —dijo el Jaguar—. Cuídate. Te podemos violar.

—¿Saben una cosa? —dijo Vallano.

—¿Qué? —preguntó el Jaguar—. ¿Ya te han violado?

—Todavía —dijo Vallano—. Se trata del poeta.

—¿Qué te pasa? —preguntó Alberto, arrinconado contra la caseta.

—¿Estás ahí? Peor para ti. El sábado fui donde la Pies Dorados y me dijo que le pagaste para que te hiciera la paja.

—¡Bah! —dijo el Jaguar—. Yo te hubiera hecho el favor gratis.

Hubo algunas risas desganadas, corteses.

—La Pies Dorados y Vallano en la cama debe ser una especie de café con leche —dijo Arróspide.

—Y el poeta encima de los dos, un sándwich de negro, un hotdog —agregó el Jaguar.

—¡Abajo todo el mundo! —clamó el suboficial Pezoa. El camión estaba detenido en la puerta del colegio y los cadetes saltaban a tierra. Al entrar, Alberto recordó que no había escondido los cigarrillos. Dio un paso atrás pero en ese momento descubrió con sorpresa que en la puerta de la Prevención sólo había dos soldados. No se veía ningún oficial. Era insólito.

—¿Se habrán muerto los tenientes? —dijo Vallano.

—Dios te oiga —repuso Arróspide.

Alberto entró a la cuadra. Estaba a oscuras pero la puerta abierta del baño dejaba pasar una claridad rala: los cadetes que se desnudaban junto a los roperos parecían aceitados.

—Fernández —dijo alguien.

—Hola —dijo Alberto—. ¿Qué te pasa?

El Esclavo estaba a su lado, en pijama, la cara desencajada.

—¿No sabes?

—No. ¿Qué hay?

—Han descubierto el robo del examen de Química. Habían roto un vidrio. Ayer vino el coronel. Gritó a los oficiales en el comedor. Todos están como fieras. Y los que estábamos de imaginaria el viernes…

—Sí —dijo Alberto—. ¿Qué?

—Consignados hasta que se descubra quién fue.

—Mierda —dijo Alberto—. Maldita sea su alma.