CUANDO EL viento de la madrugada irrumpe sobre La Perla, empujando la neblina hacia el mar y disolviéndola, y el recinto del Colegio Militar Leoncio Prado se aclara como una habitación colmada de humo cuyas ventanas acaban de abrirse, un soldado anónimo aparece bostezando en el umbral del galpón y avanza restregándose los ojos hacia las cuadras de los cadetes. La corneta que lleva en la mano se balancea con el movimiento de su cuerpo y, en la difusa claridad, brilla. Al llegar al tercer año, se detiene en el centro del patio, a igual distancia de los cuatro ángulos del edificio que lo cerca. Enfundado en su uniforme verduzco, desdibujado por los últimos residuos de la neblina, el soldado parece un fantasma. Lentamente, pierde su inmovilidad, se anima, se frota las manos, escupe. Luego sopla. Escucha el eco de su propia corneta y, segundos después, las injurias de los perros que desfogan contra él la cólera que les causa el final de la noche. Escoltado por carajos lejanos, el corneta se dirige a las cuadras de cuarto año. Algunos imaginarias del último turno han salido a las puertas, anunciados de su llegada por la diana de los perros: se burlan de él, lo insultan y a veces le tiran piedras. El soldado camina hacia quinto. Ya está completamente despierto y su paso es más vivo. Allí no hay reacción; los veteranos saben que desde el toque de diana hasta el silbato llamando a filas tienen quince minutos, la mitad de los cuales pueden aprovechar todavía en el lecho. El soldado regresa al galpón, frotándose las manos y escupiendo. No lo asustan la indignación de los perros, el malhumor de los cadetes de cuarto: apenas los percibe. Salvo los sábados. Ese día, como hay ejercicios de campaña, la diana se toca una hora antes y los soldados temen estar de servicio. A las cinco todavía es noche cerrada y los cadetes, borrachos de sueño y de ira, bombardean al corneta desde las ventanas con toda clase de proyectiles. Por eso, los sábados, los cornetas violan el reglamento: tocan la diana lejos de los patios, desde la pista, de desfile, y muy rápido.
El sábado, los de quinto pueden continuar en las literas sólo dos o tres minutos, pues en lugar de quince tienen apenas ocho minutos para lavarse, vestirse, tender las camas y formar. Pero este sábado es excepcional. La campaña ha sido suprimida para el quinto año debido al examen de Química; cuando los veteranos escuchan la diana, a las seis, los perros y los de cuarto están desfilando ya por la puerta del colegio hacia el despoblado que une La Perla al Callao.
UNOS INSTANTES después del toque de diana, Alberto, sin abrir los ojos todavía, piensa: «hoy es la salida». Alguien dice: «son las seis menos cuarto. Hay que apedrear a ese maldito». La cuadra queda de nuevo en silencio. Abre los ojos: por las ventanas entra a la habitación una luz indecisa, gris. «Los sábados debía salir sol». Se abre la puerta del baño. Alberto ve la cara pálida del Esclavo: las literas lo degüellan a medida que avanza. Está peinado y afeitado. «Se levanta antes de la diana para llegar primero a la fila», piensa Alberto. Cierra los ojos. Siente que el Esclavo se detiene junto a su cama y le toca el hombro. Entreabre los ojos: la cabeza del Esclavo culmina un cuerpo esquelético, devorado por el pijama azul.
—Está de turno el teniente Gamboa.
—Ya sé —responde Alberto—. Tengo tiempo.
—Bueno —dice el Esclavo—. Creí que estabas durmiendo.
Esboza una sonrisa y se aleja. «Quiere ser mi amigo», piensa Alberto. Vuelve a cerrar los ojos y queda tenso: el pavimento de la calle Diego Ferré brilla por la humedad; las aceras de Porta y Ocharán están cubiertas de hojas desprendidas de los árboles por el viento nocturno; un joven elegante camina por allí, fumando un Chesterfield. «Juro que hoy iré donde las polillas».
—¡Siete minutos! —grita Vallano, a voz en cuello, desde la puerta de la cuadra. Hay una conmoción. Las literas están oxidadas y chirrían; las puertas de los armarios crujen; los tacones de los botines martillan la loza; al rozarse o chocar, los cuerpos despiden un rumor sordo; pero las blasfemias y los juramentos prevalecen sobre cualquier otro ruido, como lenguas de fuego entre el humo. Sucesivos, ametrallados por una garganta colectiva, los insultos no son, sin embargo, precisos: apuntan a blancos abstractos como Dios, el oficial y la madre y los cadetes parecen recurrir a ellos más por su música que su significado.
Alberto salta de la cama, se pone las medias y los botines, todavía sin cordones. Maldice. Cuando termina de pasarlos, la mayor parte de los cadetes ha tendido su cama y empieza a vestirse. —¡Esclavo!, grita Vallano. Cántame algo. Me gusta oírte mientras me lavo. «Imaginaria, brama Arróspide. Me han robado un cordón. Eres responsable». «Te quedarás consignado, cabrón». «Ha sido el Esclavo, dice alguien. Juro. Yo lo vi». «Hay que denunciarlo al capitán, propone Vallano. No queremos ladrones en la cuadra». «¡Ay!, dice una voz quebrada. La negrita tiene miedo a los ladrones». «Ay, ay» cantan varios. «Ay, ay, ay» aúlla la cuadra entera. «Todos son unos hijos de puta», afirma Vallano. Y sale, dando un portazo. Alberto está vestido. Corre al baño. En el lavatorio contiguo, el Jaguar termina de peinarse.
—Necesito cincuenta puntos de Química —dice Alberto, la boca llena de pasta de dientes—. ¿Cuánto?
—Te jalarán, poeta. —El Jaguar se mira en el espejo y trata en vano de apaciguar sus cabellos: las púas, rubias y obstinadas, se enderezan tras el peine—. No tenemos el examen. No fuimos.
¿No consiguieron el examen?
—Nones. Ni siquiera intentamos.
Suena el silbato. El hirviente zumbido que brota de los baños y de las cuadras aumenta y se desvanece de golpe. La voz del teniente Gamboa surge desde el patio, como un trueno:
—¡Brigadieres, tomen los tres últimos!
El zumbido estalla nuevamente, ahogado. Alberto echa a correr: va guardando en su bolsillo la escobilla de dientes y el peine y se enrolla la toalla como una faja entre el sacón y la camisa. La formación está a la mitad. Cae aplastado contra el de adelante, alguien se aferra a él por detrás. Alberto tiene cogido de la cintura a Vallano y da pequeños saltos para evitar los puntapiés con que los recién llegados tratan de desprender los racimos de cadetes a fin de ganar un puesto. «No manosees, cabrón», grita Vallano. Poco a poco, se establece el orden en las cabezas de fila y los brigadieres comienzan a contar los efectivos. En la cola, el desbarajuste y la violencia continúan, los últimos se esfuerzan por conquistar un sitio a codazos y amenazas. El teniente Gamboa observa la formación desde la orilla de la pista de desfile. Es alto, macizo. Lleva la gorra ladeada con insolencia; mueve la cabeza muy despacio, de un lado a otro, y su sonrisa es burlona.
—¡Silencio! —grita.
Los cadetes enmudecen. El teniente tiene los brazos en jarras; baja las manos, que se balancean un momento junto a su cuerpo antes de quedar inmóviles. Camina hacia el batallón; su rostro seco, muy moreno, se ha endurecido. A tres pasos de distancia, lo siguen los suboficiales Varúa, Morte y Pezoa. Gamboa se detiene. Mira su reloj.
—Tres minutos —dice. Pasea la vista de un extremo a otro, como un pastor que contempla su rebaño—. ¡Los perros forman en dos minutos y medio!
Una onda de risas apagadas estremece el batallón. Gamboa levanta la cabeza, curva las cejas: el silencio se restablece en el acto.
—Quiero decir, los cadetes de tercero.
Otra onda de risas, esta vez más audaz. Los rostros de los cadetes se mantienen adustos, las risas nacen en el estómago y mueren a las orillas de los labios, sin alterar la mirada ni las facciones. Gamboa se lleva la mano rápidamente a la cintura: de nuevo el silencio, instantáneo como una cuchillada. Los suboficiales miran a Gamboa, hipnotizados. «Está de buen humor», murmura Vallano.
—Brigadieres —dice Gamboa—. Parte de sección.
Acentúa la última palabra, se demora en ella mientras sus párpados se pliegan ligeramente. Un respiro de alivio anima la cola del batallón. En el acto Gamboa da un paso al frente; sus ojos perforan las hileras de cadetes inmóviles.
—Y parte de los tres últimos —añade.
Del fondo del batallón brota un murmullo bajísimo. Los brigadieres penetran en las filas de sus secciones, las papeletas y los lápices en las manos. El murmullo vibra como una maraña de insectos que pugna por escapar de la tela encerada. Alberto localiza con el rabillo del ojo a las víctimas de la primera: Urioste, Núñez, Revilla. La voz de éste, un susurro, llega a sus oídos: «mono, tú estás consignado un mes, ¿qué te hacen seis puntos? Dame tu sitio». «Diez soles», dice el Mono «No tengo plata; si quieres, te los debo». «No, mejor o jódete».
—¿Quién habla ahí? —grita el teniente. El murmullo sigue flotando, disminuido, moribundo.
—¡Silencio! —brama Gamboa—. ¡Silencio, carajo!
Es obedecido. Los brigadieres emergen de las filas, se cuadran a dos metros de los suboficiales, chocan los tacones, saludan. Después de entregar las papeletas, murmuran: «permiso para regresar a la formación, mi suboficial». Éste hace una venia o responde: «siga». Los cadetes vuelven a sus secciones al paso ligero. Luego, los suboficiales entregan las papeletas a Gamboa. Éste hace sonar los tacones espectacularmente y tiene una manera de saludar propia: no lleva la mano a la sien, sino a la frente, de modo que la palma casi cubre su ojo derecho. Los cadetes contemplan la entrega de partes, rígidos. En las manos de Gamboa, las papeletas se mecen como un abanico. ¿Por qué no da la orden de marcha? Sus ojos espían el batallón, divertidos. De pronto, sonríe.
—¿Seis puntos o un ángulo recto? —dice.
Estalla una salva de aplausos. Algunos gritan: «viva Gamboa».
—¿Estoy loco o alguien habla en la formación? —pregunta el teniente. Los cadetes se callan. Gamboa se pasea frente a los brigadieres, las manos en la cintura.
—Aquí los tres últimos —grita—. Rápido. Por secciones.
Urioste, Núñez y Revilla abandonan su sitio a la carrera. Vallano les dice, al pasar: «Tienen suerte que esté Gamboa de servicio, palomitas». Los tres cadetes se cuadran ante el teniente.
—Como ustedes prefieran —dice Gamboa—. Ángulo recto o seis puntos. Son libres de elegir.
Los tres responden: «ángulo recto». El teniente asiente y se encoge de hombros. «Los conozco como si los hubiera parido», susurran sus labios y Núñez, Urioste y Revilla sonríen con gratitud. Gamboa ordena:
—Posición de ángulo recto.
Los tres cuerpos se pliegan como bisagras, quedan con la mitad superior paralela al suelo. Gamboa los observa; con el codo baja un poco la cabeza a Revilla.
—Cúbranse los huevos —indica—. Con las dos manos.
Luego hace una seña al suboficial Pezoa, un mestizo pequeño y musculoso, de grandes fauces carnívoras. Juega muy bien al fútbol y su patada es violentísima. Pezoa toma distancia. Se ladea ligeramente: una centella se desprende del suelo y golpea. Revilla emite un quejido. Gamboa indica al cadete que retorne a su puesto.
—¡Bah! —dice luego—. Está usted débil, Pezoa. Ni lo movió.
El suboficial palidece. Sus ojos oblicuos están clavados en Núñez. Esta vez patea tomando impulso y con la punta. El cadete chilla al salir proyectado; trastabilla unos dos metros y se desploma. Pezoa busca ansiosamente el rostro de Gamboa. Éste sonríe. Los cadetes sonríen. Núñez, que se ha incorporado y se frota el trasero con las dos manos, también sonríe. Pezoa vuelve a tomar impulso. Urioste es el cadete más fuerte de la primera y, tal vez, del colegio. Ha abierto un poco las piernas para guardar mejor el equilibrio. El puntapié apenas lo remece.
—Segunda sección —ordena Gamboa—. Los tres últimos.
Luego pasan los de las otras secciones. A los de la octava, la novena y la décima, que son pequeños, los puntapiés de los suboficiales los mandan rodando hasta la pista de desfile. Gamboa no olvida preguntar a ninguno si prefieren el ángulo recto o los seis puntos. A todos les dice: «son libres de elegir».
Alberto ha prestado atención a los primeros ángulos rectos. Luego, trata de recordar las últimas clases de Química. En su memoria nadan algunas fórmulas vagas, algunos nombres desorganizados. «¿Habrá estudiado Vallano?» El Jaguar está a su lado, ha desplazado a alguien. «Jaguar, murmura Alberto. Dame al menos veinte puntos. ¿Cuánto?» «¿Eres imbécil?, responde el Jaguar. Te dije que no tenemos el examen. No vuelvas a hablar de eso. Por tu bien».
—Desfilen por secciones —ordena Gamboa.
LA FORMACIÓN se disuelve a medida que va ingresando al comedor; los cadetes se quitan las cristinas y avanzan hacia sus puestos hablando a gritos. Las mesas son para diez personas; los de quinto ocupan las cabeceras. Cuando los tres años han entrado, el capitán de servicio toca el primer silbato; los cadetes permanecen ante las sillas en posición de firmes. Al segundo silbato se sientan. Durante las comidas, los amplificadores derraman por el enorme recinto marchas militares o música peruana, valses y marineras de la costa y huaynos serranos. En el desayuno sólo resuena la voz de los cadetes, un interminable caos. «Digo que las cosas cambian, porque si no, mi cadete, ¿se va a comer ese bistec enterito? Déjenos siquiera una ñizca, un nervio, mi cadete. Digo que sufrían con nosotros. Oiga Fernández, por qué me sirve tan poco arroz, tan poca carne, tan poca gelatina, oiga no escupa en la comida, oiga ha visto usted la jeta de maldito que tengo, perro no se juegue conmigo. Digo que si mis perros babearan en la sopa, Arróspide y yo les hacíamos la marcha del pato, calatos, hasta botar los bofes. Perros respetuosos, digo, mi cadete quiere usted más bistec, quién tiende hoy mi cama, yo mi cadete, quién me convida hoy el cigarrillo, yo mi cadete, quién me invita una Inca Cola en «La Perlita», yo mi cadete, quién se come mis babas, digo, quién».
El quinto año entra y se sienta. Las tres cuartas partes de las mesas están vacías y el comedor parece más grande. La primera sección ocupa tres mesas. Por las ventanas se divisa el descampado brillante. La vicuña está inmóvil sobre la hierba, las orejas paradas, los grandes ojos húmedos perdidos en el vacío. «Tú te crees que no, pero te he visto dar codazos como un varón para sentarte a mi lado; te crees que no pero cuando Vallano dijo quién sirve y todos gritaron el Esclavo y yo dije por qué no sus madres, a ver por qué, y ellos cantaron ay, ay, ay, vi que bajaste una mano y casi me tocas la rodilla». Ocho gargantas aflautadas siguen entonando ayes femeninos; algunos excitados unen el pulgar y el índice y avanzan las roscas hacia Alberto. «¿Yo, un rosquete?, dice éste. ¿Y qué tal si me bajo los pantalones?» «Ay, ay, ay». El Esclavo se pone de pie y llena las tazas. El coro lo amenaza: «Te capamos si sirves poca leche». Alberto se vuelve hacia Vallano:
—¿Sabes Química, negro?
—No.
—¿Me soplas? ¿Cuánto?
Los ojos movedizos y saltones de Vallano echan en torno una mirada desconfiada. Baja la voz:
—Cinco cartas.
—¿Y tu mamá? —pregunta Alberto—. ¿Cómo está?
—Bien —dice Vallano—. Si te conviene, avisa.
El Esclavo acaba de sentarse. Una de sus manos se alarga para coger un pan. Arróspide le da un manotazo: el pan rebota en la mesa y cae al suelo. Riendo a carcajadas, Arróspide se inclina a recogerlo. La risa cesa. Cuando su cara, asoma nuevamente, está serio. Se levanta, estira un brazo, su mano se cierra sobre el cuello de Vallano. «Digo hay que ser bruto porfiado para ver y no ver los colores con tanta luz. O tener mala estrella, una suerte de perro. Digo para robar hay que ser vivo, aunque sea un cordón, aunque sea una pezuña, qué sería si Arróspide lo cosiera a cabezazos, el negro y el blanco, qué sería». «Ni me fijé que era negro», dice Vallano, sacándose el cordón del botín. Arróspide lo recibe, ya calmado. «Sino me lo dabas, te molía, negro», dice. El coro estalla, quebrada y melifluo, cadencioso: ay, ay, ay. «Bah, dice Vallano. Juro que te vaciaré el ropero antes que termine el año. Ahora necesito un cordón. Véndeme uno Cava, tú que eres mercachifle. Oye, no ves que estoy hablando contigo, qué te pasa, piojoso». Cava levanta bruscamente los ojos de la taza vacía y mira a Vallano con terror. «¿Qué?, dice. ¿Qué?» Alberto se inclina hacia el Esclavo:
—¿Estás seguro que viste a Cava anoche?
—Sí —dice el Esclavo—. Seguro que era él.
—Mejor no digas a nadie que lo viste. Ha pasado algo. El Jaguar dice que no se tiraron el examen. Y mírale la cara al serrano.
Al oír el silbato, todos se ponen de pie y salen corriendo hacia el descampado, donde los espera Gamboa, los brazos cruzados sobre el pecho y el pito en la boca. La vicuña echa a correr despavorida ante esa invasión. «Le diré, no ves que me han jalado en Química por ti, no ves que ando enfermo por ti, Pies Dorados, no ves. Toma los veinte soles que me prestó el Esclavo y si quieres te escribiré cartas, pero no seas mala, no me asustes, no hagas que me jalen en Química, no ves que el Jaguar no quiere venderme ni un punto, no ves que estoy más pobre que la Malpapeada». Los brigadieres vuelven a contar los efectivos y a dar parte a los suboficiales y éstos al teniente Gamboa. Ha comenzado a caer una garúa muy fina. Alberto toca con su pie la pierna de Vallano. Éste lo mira de reojo.
—Tres cartas, negro.
—Cuatro.
—Bueno, cuatro.
Vallano asiente, pasándose la lengua por los labios en busca de las últimas migas de pan.
EL AULA de la primera sección está en el segundo piso del edificio nuevo, aunque descolorido y manchado por la humedad, que se yergue junto al salón de actos, un gran cobertizo de banquetas rústicas donde se pasa películas a los cadetes una vez por semana. La garúa ha convertido la pista de desfile en un espejo sin fondo. Los botines se posan en la superficie resplandeciente, caen y rebotan al compás del silbato. La marcha se transforma en trote cuando la formación llega a la escalera; los botines resbalan, los suboficiales maldicen. Desde las aulas se ve, a un lado, el patio de cemento, donde cualquier otro día seguirían desfilando hacia sus pabellones los cadetes de cuarto y los perros de tercero, bajo los escupitajos y proyectiles de los de quinto. El negro Vallano arrojó una vez un pedazo de madera. Se oyó un grito y luego, un perro cruzó el patio como una exhalación, tapándose la oreja con las manos: entre sus dedos corría un hilo de sangre que el sacón absorbía en una mancha oscura. La sección estuvo consignada dos semanas, pero el culpable no fue descubierto. El primer día de salida, Vallano trajo dos paquetes de cigarrillos para los treinta cadetes. «Es mucho, caramba, protestaba el negro. Basta con un paquete por cráneo». El Jaguar y los suyos le advirtieron: «dos o se reunirá el Círculo».
—Sólo veinte puntos —dice Vallano—. Ni uno más. Yo no me juego la cabeza por unas cuantas cartas.
—No —responde Alberto—. Al menos treinta. Y yo te indico las preguntas con el dedo. Además, no me dictas. Me muestras tu examen.
—Te dicto.
Las carpetas son de a dos. Delante de Alberto y Vallano, que están en la última fila, se sientan Boa y Cava, ambos de grandes espaldas, buenos biombos para escapar a la vigilancia.
—¿Como la vez pasada? Me dictaste mal a propósito.
Vallano ríe.
—Cuatro cartas —dice—. De dos páginas.
El suboficial Pezoa aparece en la puerta con un alto de exámenes. Los mira con sus ojos pequeñitos y malévolos; de cuando en cuando, moja la punta de sus bigotes ralos con la lengua.
—Al que saque el libro o mire al compañero se le anula la prueba —dice—. Y, además, seis puntos. Brigadier, reparta los exámenes.
—Rata.
El suboficial da un respingo, enrojece; sus ojos parecen dos cicatrices. Su mano de niño estruja la camisa.
—Anulado el pacto —dice Alberto—. No sabía que venía la rata. Prefiero copiar del libro.
Arróspide distribuye las pruebas. El suboficial mira su reloj.
—Las ocho —dice—. Tienen cuarenta minutos.
—Rata.
—¡Aquí no hay un solo hombre! —ruge Pezoa—. Quiero verle la cara a ese valiente que anda diciendo rata.
Las carpetas comienzan a animarse; se elevan unos centímetros del suelo y caen, al principio en desorden, luego armoniosamente, mientras las voces corean: «rata, rata».
—¡Silencio, cobardes! —grita el suboficial.
En la puerta del aula aparecen el teniente Gamboa y el profesor de Química, un hombre escuálido y cohibido. Junto a Gamboa, que es alto y atlético, parece insignificante con sus ropas de civil, demasiado anchas para su cuerpo.
—¿Qué ocurre, Pezoa?
El suboficial saluda.
—Se las dan de graciosos, mi teniente.
Todo está inmóvil. Reina absoluto silencio.
—¿Ah, sí? —dice Gamboa—. Vaya a la segunda, Pezoa. Yo cuidaré a estos jóvenes.
Pezoa vuelve a saludar y se marcha. El profesor de Química lo sigue; parece asustado entre tanto uniforme.
—Vallano —susurra Alberto—. El pacto vale.
Sin mirarlo, el negro mueve la cabeza y se pasa un dedo por el cuello como una guillotina. Arróspide ha terminado de repartir las pruebas. Los cadetes inclinan las cabezas sobre las hojas. «Quince más cinco, más tres, más cinco, en blanco, más tres, en blanco, pucha, en blanco, más tres, no, en blanco, son ¿cuánto?, treinta y uno, hasta el garguero. Que se fuera por la mitad, que lo llamaran, que pasara algo y tuviera que irse corriendo, Pies Dorados». Alberto responde las preguntas, lentamente, con letra de imprenta. Los tacos de Gamboa suenan contra las baldosas. Cuando un cadete levanta la vista de su examen, encuentra siempre los ojos burlones del teniente y escucha:
—¿Quiere que le sople? Y baje la cabeza. A mí sólo me miran mi mujer y mi sirvienta.
Cuando termina de responder lo que sabe, Alberto mira a Vallano: el negro escribe a toda prisa, mordiéndose la lengua. Explora la clase con infinitas precauciones; algunos simulan escribir deslizando la pluma en el aire a unos milímetros del papel. Relee la prueba, contesta otras dos preguntas cuya respuesta intuye oscuramente. Comienza un ruido distante y subterráneo; inquietos, los cadetes se mueven en sus asientos. La atmósfera se condensa; algo invisible flota sobre las cabezas inclinadas, una pasta tibia e inasible, una nebulosa, un sentimiento aéreo, un rocío. ¿Cómo escapar unos segundos a la vigilancia del teniente, a esa presencia?
Gamboa ríe. Deja de caminar, queda en el centro del aula. Tiene los brazos cruzados, los músculos se insinúan bajo la camisa crema y sus ojos abarcan de una mirada todo el conjunto, como en las campañas, cuando lanza a su compañía entre el fango y la hace rampar sobre la hierba o los pedruscos con un simple movimiento de la mano o un pitazo cortante: los cadetes a sus órdenes se enorgullecen al ver la exasperación de los oficiales y cadetes de las otras compañías, que siempre terminan cercados, emboscados, pulverizados. Cuando Gamboa, con el casco reluciendo en la mañana, apunta con el dedo una alta tapia de adobes y exclama (sereno, impávido ante el enemigo invisible que ocupa las cumbres y los desfiladeros vecinos y aun la lengua de playa en que se asientan los acantilados): «¡Crúcenla pájaros!», los cadetes de la primera compañía arrancan como bólidos, las bayonetas caladas apuntando al cielo y los corazones henchidos de un coraje ilimitado, atraviesan las chacras pisoteando con ferocidad los sembríos —¡ah, si fueran cabezas de chilenos o ecuatorianos, ah, si bajo las suelas de los botines saltara la sangre, si murieran!—, llegan al pie de la tapia transpirando y jurando, cruzan el fusil en bandolera y alargan las manos hinchadas, hunden las uñas en las grietas, se aplastan contra el muro, y reptan verticalmente, los ojos prendidos del borde que se acerca, y luego saltan y se encogen en el aire y caen y sólo escuchan sus propias maldiciones y su sangre exaltada que quiere abrirse paso hacia la luz por las sienes y los pechos. Pero Gamboa está ya al frente, en lo alto de un peñón, apenas arañado, husmeando el viento marino, calculando. En cuclillas o tendidos, los cadetes lo observan: la vida y la muerte dependen de sus labios. De pronto, su mirada se despeña colérica, los pájaros se transforman en larvas. «¡Sepárense! ¡Están amontonados como arañas!» Las larvas se incorporan, se despliegan, los viejos uniformes de campaña mil veces zurcidos se inflan con el viento y los parches y remiendos parecen costras y heridas, vuelven al fango, se confunden con la hierba, pero los ojos siguen fijos en Gamboa, dóciles, implorantes, como esa noche odiosa en que el teniente asesinó al Círculo.
El Círculo había nacido con su vida de cadetes, cuarenta y ocho horas después de dejar las ropas de civil y ser igualados por las máquinas de los peluqueros del colegio que los raparon, y de vestir los uniformes caquis, entonces flamantes, y formar por primera vez en el estadio al conjuro de los silbatos y las voces de plomo. Era el último día del verano y el cielo de Lima se encapotaba, después de arder tres meses como un ascua sobre las playas, para echar un largo sueño gris. Venían de todos los rincones del Perú; no se habían visto antes y ahora constituían una masa compacta, instalada frente a los bloques de cemento cuyo interior desconocían. La voz del capitán Garrido les anunciaba que la vida civil había terminado para ellos por tres años, que aquí se harían hombres, que el espíritu militar se compone de tres elementos simples: obediencia, trabajo y valor. Pero aquello había venido después, al terminar el primer almuerzo del colegio, cuando por fin estuvieron libres de la tutela de los oficiales y suboficiales y salieron del comedor, mezclados a los cadetes de cuarto y de quinto, a quienes miraban con un recelo no exento de curiosidad y aun de simpatía.
EL ESCLAVO estaba solo y bajaba las escaleras del comedor hacia el descampado, cuando dos tenazas cogieron sus brazos y una voz murmuró a su oído: «venga con nosotros, perro». Él sonrió y los siguió dócilmente. A su alrededor, muchos de los compañeros que había conocido esa mañana, eran abordados y acarreados también por el campo de hierba hacia las cuadras de cuarto año. Ese día no hubo clases. Los perros estuvieron en manos de los de cuarto desde el almuerzo hasta la comida, unas ocho horas. El Esclavo no recuerda a qué sección fue llevado ni por quién. Pero la cuadra estaba llena de humo y de uniformes y se oían risas y gritos. Apenas cruzó la puerta, la sonrisa en los labios aún, se sintió golpeado en la espalda. Cayó al suelo, giró sobre sí mismo, quedó tendido boca arriba. Trató de levantarse, pero no pudo: un pie se había instalado sobre su estómago. Diez rostros indiferentes lo contemplaban como a un insecto; le impedían ver el techo. Una voz dijo:
—Para empezar, cante cien veces «soy un perro», con ritmo de corrido mexicano.
No pudo. Estaba maravillado y tenía los ojos fuera de las órbitas. Le ardía la garganta. El pie presionó ligeramente su estómago.
—No quiere —dijo la voz—. El perro no quiere cantar.
Y entonces los rostros abrieron las bocas y escupieron sobre él, no una, sino muchas veces, hasta que tuvo que cerrar los ojos. Al cesar la andanada, la misma voz anónima que giraba como un torno, repitió:
—Cante cien veces «soy un perro», con ritmo de corrido mexicano.
Esta vez obedeció y su garganta entonó roncamente la frase ordenada con la música de «Allá en el rancho grande»; era difícil: despojada de su letra original, la melodía se transformaba por momentos en chillidos. Pero a ellos no parecía importarles; lo escuchaban atentamente.
—Basta —dijo la voz—. Ahora, con ritmo de bolero.
Luego fue con música de mambo y de vals criollo. Después le ordenaron:
—Párese.
Se puso de pie y se pasó la mano por la cara. Se limpió en el fundillo. La voz preguntó:
—¿Alguien le ha dicho que se limpie la jeta? No, nadie le ha dicho.
Las bocas volvieron a abrirse y él cerró los ojos, automáticamente, hasta que aquello cesó. La voz dijo:
—Eso que tiene usted a su lado son dos cadetes, perro. Póngase en posición de firmes. Así, muy bien. Esos cadetes han hecho una apuesta y usted va a ser el juez.
El de la derecha golpeó primero y el Esclavo sintió fuego en el antebrazo. El de la izquierda lo hizo casi inmediatamente.
—Bueno —dijo la voz—. ¿Cuál ha pegado más fuerte?
—El de la izquierda.
—¿Ah, sí? —replicó la voz cambiante—. ¿De modo que yo soy un pobre diablo? A ver, vamos a ensayar de nuevo, fíjese bien.
El Esclavo se tambaleó con el impacto, pero no llegó a caer: las manos de los cadetes que lo rodeaban lo contuvieron y lo devolvieron a su sitio.
—Y ahora, ¿qué piensa? ¿Cuál pega más fuerte?
—Los dos igual.
—Quiere decir que han quedado tablas —precisó la voz—. Entonces tienen que desempatar.
Un momento después, la voz incansable preguntó:
—A propósito, perro. ¿Le duelen los brazos?
—No —dijo el Esclavo.
Era verdad; había perdido la noción de su cuerpo y del tiempo. Su espíritu contemplaba embriagado el mar sin olas de Puerto Eten y escuchaba a su madre que le decía: «cuidado con las rayas, Ricardito» y tendía hacia él sus largos brazos protectores, bajo un sol implacable.
—Mentira —dijo la voz—. Si no le duelen, ¿por qué está llorando, perro?
Él pensó: «ya terminaron». Pero sólo acababan de comenzar.
—¿Usted es un perro o un ser humano? —preguntó la voz.
—Un perro, mi cadete.
—Entonces, ¿qué hace de pie? Los perros andan a cuatro patas.
Él se inclinó, al asentar las manos en el suelo, surgió el ardor en los brazos, muy intenso. Sus ojos descubrieron junto a él a otro muchacho, también a gatas.
—Bueno —dijo la voz—. Cuando dos perros se encuentran en la calle, ¿qué hacen? Responda, cadete. A usted le hablo.
El Esclavo recibió un puntapié en el trasero y al instante contestó:
—No sé, mi cadete.
—Pelean —dijo la voz—. Ladran y se lanzan uno encima de otro. Y se muerden.
El Esclavo no recuerda la cara del muchacho que fue bautizado con él. Debía ser de una de las últimas secciones, porque era pequeño. Estaba con el rostro desfigurado por el miedo y, apenas calló la voz, se vino contra él, ladrando y echando espuma por la boca y de pronto el Esclavo sintió en el hombro un mordisco de perro rabioso y entonces todo su cuerpo reaccionó y mientras ladraba y mordía, tenía la certeza de que su piel se había cubierto de una pelambre dura, que su boca era un hocico puntiagudo y que, sobre su lomo, su cola chasqueaba como un látigo.
—Basta —dijo la voz—. Ha ganado usted. En cambio, el enano nos engañó. No es un perro sino una perra. ¿Saben qué pasa cuando un perro y una perra se encuentran en la calle?
—No, mi cadete —dijo el Esclavo.
—Se lamen. Primero se huelen con cariño y después se lamen.
Y luego lo sacaron de la cuadra y lo llevaron al estadio y no podía recordar si aún era de día o había caído la noche. Allí lo desnudaron y la voz le ordenó nadar de espaldas, sobre la pista de atletismo, en torno a la cancha de fútbol. Después lo volvieron a una cuadra de cuarto y tendió muchas camas y cantó y bailó sobre un ropero, imitó a artistas de cine, lustró varios pares de botines, barrió una loseta con la lengua, fornicó con una almohada, bebió orines, pero todo eso era un vértigo febril y de pronto él aparecía en su sección, echado en su litera, pensando: «Juro que me escaparé. Mañana mismo». La cuadra estaba silenciosa. Los muchachos se miraban unos a otros y, a pesar de haber sido golpeados, escupidos, pintarrajeados y orinados, se mostraban graves y ceremoniosos. Esa misma noche, después del toque de silencio, nació el Círculo.
Estaban acostados pero nadie dormía. El corneta acababa de marcharse del patio. De pronto, una silueta se descolgó de una litera, cruzó la cuadra y entró al baño: los batientes quedaron meciéndose. Poco después estallaban las arcadas y luego el vómito ruidoso, espectacular. Casi todos saltaron de las camas y corrieron al baño, descalzos: alto y escuálido, Vallano estaba en el centro de la habitación amarillenta, frotándose el estómago. No se acercaron, estuvieron examinando el negro rostro congestionado mientras arrojaba. Al fin, Vallano se aproximó al lavador y se enjuagó la boca. Entonces comenzaron a hablar con una agitación extraordinaria y en desorden, a maldecir con las peores palabras a los cadetes de cuarto año.
—No podemos quedarnos así. Hay que hacer algo —dijo Arróspide. Su rostro blanco destacaba entre los muchachos cobrizos de angulosas facciones. Estaba colérico y su puño vibraba en el aire.
—Llamaremos a ése que le dicen el Jaguar —propuso Cava.
Era la primera vez que lo oían nombrar. «¿Quién?», preguntaron algunos; «¿es de la sección?»
—Sí —dijo Cava—. Se ha quedado en su cama. Es la primera, junto al baño.
—¿Por qué el Jaguar? —dijo Arróspide—. ¿No somos bastantes?
—No —dijo Cava—. No es eso. Él es distinto. No lo han bautizado. Yo lo he visto. Ni les dio tiempo siquiera. Lo llevaron al estadio conmigo, ahí detrás de las cuadras. Y se les reía en la cara, y les decía: ¿así que van a bautizarme?, vamos a ver, vamos a ver. Se les reía en la cara. Y eran como diez.
—¿Y? —dijo Arróspide.
—Ellos lo miraban medio asombrados —dijo Cava—. Eran como diez, fíjense bien. Pero sólo cuando nos llevaban al estadio. Allá se acercaron más, como veinte, o más, un montón de cadetes de cuarto. Y él se les reía en la cara; ¿así que van a bautizarme?, les decía, qué bien, qué bien.
—¿Y? —dijo Alberto.
—¿Usted es un matón, perro?, le preguntaron. Y entonces, fíjense bien, se les echó encima. Y riéndose. Les digo que había ahí no sé cuantos, diez o veinte o más tal vez. Y no podían agarrarlo. Algunos se sacaron las correas y lo azotaban de lejos, pero les juro que no se le acercaban. Y por la Virgen que todos tenían miedo, y juro que vi a no sé cuántos caer al suelo, cogiéndose los huevos, o con la cara rota, fíjense bien. Y él se les reía y les gritaba: ¿así que van a bautizarme?, qué bien, qué bien.
—¿Y por qué le dices Jaguar? —preguntó Arróspide.
—Yo no —dijo Cava—. Él mismo. Lo tenían rodeado y se habían olvidado de mí. Lo amenazaban con sus correas y él comenzó a insultarlos, a ellos, a sus madres, a todo el mundo. Y entonces uno dijo: «a esta bestia hay que traerle a Gambarina». Y llamaron a un cadete grandazo, con cara de bruto, y dijeron que levantaba pesas.
—¿Para qué lo trajeron? —preguntó Alberto.
—¿Pero por qué le dicen el Jaguar? —insistió Arróspide.
—Para que pelearan —dijo Cava—. Le dijeron: «oiga, perro, usted que es tan valiente, aquí tiene uno de su peso». Y él les contestó: «me llamo Jaguar. Cuidado con decirme perro».
—¿Se rieron? —preguntó alguien.
—No —dijo Cava—. Les abrieron cancha. Y él siempre se reía. Aun cuando estaba peleando, fíjense bien.
—¿Y? —dijo Arróspide.
—No pelearon mucho rato —dijo Cava—. Y me di cuenta por qué le dicen Jaguar. Es muy ágil, una barbaridad de ágil. No crean que muy fuerte, pero parece gelatina; al Gambarina se le salían los ojos de pura desesperación, no podía agarrarlo. Y el otro, dale con la cabeza y con los pies, dale y dale, y a él nada. Hasta que Gambarina dijo: «ya está bien de deporte; me cansé», pero todos vimos que estaba molido.
—¿Y? —dijo Alberto.
—Nada más —dijo Cava—. Lo dejaron que se viniera y comenzaron a bautizarme a mí.
—Llámalo —dijo Arróspide.
Estaban en cuclillas y formaban un círculo. Algunos habían encendido cigarrillos que iban pasando de mano en mano. La habitación comenzó a llenarse de humo. Cuando el Jaguar entró al baño, precedido por Cava, todos comprendieron que éste había mentido: esos pómulos, ese mentón habían sido golpeados y también esa ancha nariz de buldog. Se había plantado en medio del círculo y los miraba detrás de sus largas pestañas rubias, con unos ojos extrañamente azules y violentos. La mueca de su boca era forzada, como su postura insolente y la calculada lentitud con que los observaba, uno por uno. Y lo mismo su risa hiriente y súbita que tronaba en el recinto. Pero nadie lo interrumpió. Esperaron, inmóviles, que terminara de examinarlos y de reír.
—Dicen que el bautizo dura un mes —afirmó Cava—. No podemos aceptar que todos los días pase lo que hoy.
El Jaguar asintió.
—Sí —dijo—. Hay que defenderse. Nos vengaremos de los de cuarto, les haremos pagar caro sus gracias. Lo principal es recordar las caras y, si es posible, la sección y los nombres. Hay que andar siempre en grupos. Nos reuniremos en las noches, después del toque de silencio. Ah, y buscaremos un nombre para la banda.
—¿Los halcones? —insinuó alguien, tímidamente.
—No —dijo el Jaguar—. Eso parece un juego. La llamaremos «el Círculo».
Las clases comenzaron a la mañana siguiente. En los recreos, los de cuarto se precipitaban sobre los perros y organizaban carreras de pato: diez o quince muchachos, formados en línea, las manos en las caderas y las piernas flexionadas, avanzaban a la voz de mando imitando los movimientos de un palmípedo y graznando. Los perdedores merecían ángulos rectos. Además de registrarlos y apoderarse del dinero y los cigarrillos de los perros, los de cuarto preparaban aperitivos de grasa de fusil, aceite y jabón y las víctimas debían beberlos de un solo trago, sosteniendo el vaso con los dientes. El Círculo comenzó a funcionar dos días más tarde, poco después del desayuno. Los tres años salían tumultuosamente del comedor y se esparcían como una mancha por el descampado. De pronto, una nube de piedras pasó sobre las cabezas descubiertas y un cadete de cuarto rodó por el suelo, chillando. Ya formados, vieron que el herido era llevado en hombros a la enfermería por sus compañeros. A la noche siguiente, un imaginaria de cuarto que dormía en la hierba fue asaltado por sombras enmascaradas: al amanecer, el corneta lo encontró desnudo, amarrado y con grandes moretones en el cuerpo enervado por el frío. Otros fueron apedreados, manteados; el golpe más audaz, una incursión a la cocina para vaciar bolsas de caca en las ollas de sopa del cuarto año, envió a muchos a la enfermería con cólicos. Exasperados por las represalias anónimas, los de cuarto proseguían el bautizo con ensañamiento. El Círculo se reunía todas las noches, examinaba los diversos proyectos, el Jaguar elegía uno, lo perfeccionaba e impartía las instrucciones. El mes de encierro forzado transcurría rápidamente, en medio de una exaltación sin límites. A la tensión del bautizo y las acciones del Círculo, se sumó pronto una nueva agitación: la primera salida estaba próxima y ya habían comenzado a confeccionarles los uniformes azul añil. Los oficiales les daban una hora diaria de lecciones sobre el comportamiento de un cadete uniformado en la calle.
—El uniforme —decía Vallano, revolviendo con avidez los ojos en las órbitas—, atrae a las hembritas como la miel.
«Ni fue tan grave como decían, ni como me pareció entonces, sin contar lo que pasó cuando Gamboa entró al baño después de silencio, ni se puede comparar ese mes con los otros domingos de consigna, ni se puede». Esos domingos, el tercer año era dueño del colegio. Proyectaban una película al mediodía y en las tardes venían las familias: los perros se paseaban por la pista de desfile, el descampado, el estadio y los patios, rodeados de personas solícitas. Una semana antes de la primera salida, les probaron los uniformes de paño: pantalones añil y guerreras negras, con botones dorados; quepí blanco. El cabello crecía lentamente sobre los cráneos y también la codicia de la calle. En la sección, después de las reuniones del Círculo, los cadetes se comunicaban sus planes para la primera salida. «¿Y cómo supo, pura casualidad, o un soplón, y si hubiera estado Huarina de servicio, o el teniente Cobos? Sí, por lo menos no tan rápido, se me ocurre que si no descubre el Círculo la sección no se hubiera vuelto un muladar, estaríamos vivitos y coleando, no tan rápido». El Jaguar estaba de pie y describía a un cadete de cuarto, un brigadier. Los demás lo escuchaban en cuclillas, como de costumbre; las colillas pasaban de mano en mano. El humo ascendía, chocaba contra el techo, bajaba hasta el suelo y quedaba circulando por la habitación como un monstruo translúcido y cambiante. «Pero ése qué había hecho, no es cuestión de echarnos un muerto a la espalda, Jaguar, decía Vallano, está bien la venganza pero no tanto, decía Urioste, lo que me apesta en ese asunto es que puede quedar tuerto, decía Pallasta, el que las busca las encuentra, decía el Jaguar, y mejor si lo averiamos, qué había hecho, y qué fue primero, ¿el portazo, el grito?» El teniente Gamboa debió golpear la puerta con las dos manos, o abrirla de un puntapié; pero los cadetes quedaron sobrecogidos, no al oír el ruido del portazo, ni el grito de Arróspide, sino al ver que el humo estancado huía por el boquerón oscuro de la cuadra, casi colmado por el teniente Gamboa que sostenía la puerta con las dos manos. Las colillas cayeron al suelo, humeando. Estaban descalzos y no se atrevían a apagarlas. Todos miraban al frente y exageraban la actitud marcial. Gamboa pisó los cigarrillos. Luego contó a los cadetes.
—Treinta y dos —dijo—. La sección completa. ¿Quién es el brigadier?
Arróspide dio un paso adelante.
—Explíqueme este juego con detalles —dijo Gamboa, tranquilamente—. Desde el principio. Y no se olvide de nada.
Arróspide miraba oblicuamente a sus compañeros y el teniente Gamboa aguardaba, quieto como un árbol. «¿Qué parecía como lo lloraba? Y después todos éramos sus hijos, cuando comenzamos a llorarle, y qué vergüenza, mi teniente, usted no puede saber cómo nos bautizaban, ¿no es cosa de hombres defenderse?, y qué vergüenza, nos pegaban, mi teniente, nos hacían daño, nos mentaban las madres, mire cómo tiene el fundillo Montesinos de tanto ángulo recto que le dieron, mi teniente, y él como si lloviera, qué vergüenza, sin decirnos nada, salvo qué más, hechos concretos, omitir los comentarios, hablar uno por uno, no hagan bulla que molestan a las otras secciones, y qué vergüenza el reglamento, comenzó a recitarlo, debería expulsarlos a todos, pero el Ejército es tolerante y comprende a los cachorros que todavía ignoran la vida militar, el respeto al superior y la camaradería, y este juego se acabó, sí mi teniente, y por ser primera y última vez no pasaré parte, sí mi teniente, me limitaré a dejarlos sin la primera salida, sí mi teniente, a ver si se hacen hombrecitos, sí mi teniente, conste que una reincidencia y no paro hasta el Consejo de Oficiales, sí mi teniente, y apréndanse de memoria el reglamento si quieren salir el sábado siguiente, y ahora a dormir, y los imaginarias a sus puestos, me darán parte dentro de cinco minutos, sí mi teniente».
El Círculo no volvió a reunirse, aunque más tarde el Jaguar pusiera el mismo nombre a su grupo. Ese sábado primero de junio, los cadetes de la sección, desplegados a lo largo de la baranda herrumbrosa, vieron a los perros de las otras secciones, soberbios y arrogantes como un torrente, volcarse en la avenida Costanera, teñirla con sus uniformes relucientes, el blanco inmaculado de los quepis y los lustrosos maletines de cuero; los vieron aglomerarse en el mordido terraplén, con el mar crujiente a la espalda, en espera del ómnibus Miraflores-Callao, o avanzar por el centro de la carretera hacia la avenida de las Palmeras, para ganar la avenida Progreso (que hiende las chacras y penetra en Lima por Breña o, en dirección contraria, continúa bajando en una curva suave y amplísima hasta Bellavista y el Callao); los vieron desaparecer y cuando el asfalto quedó nuevamente solitario y humedecido por la neblina, seguían con las narices en los barrotes; luego escucharon la corneta que llamaba al almuerzo y fueron caminando despacio y en silencio hacia el año, alejándose del héroe que había contemplado con sus pupilas ciegas la explosión de júbilo de los ausentes y la angustia de los consignados, que desaparecían entre los edificios plomizos.
Esta misma tarde, al salir del comedor ante la mirada lánguida de la vicuña, surgió la primera pelea en la sección. «¿Yo me hubiera dejado, Vallano se hubiera dejado, Cava se hubiera dejado, Arróspide, quién? Nadie, sólo él, porque el Jaguar no es dios y entonces todo hubiera sido distinto, si contesta, distinto si se mecha o coge una piedra o un palo, distinto aun si se echa a correr, pero no a temblar, hombre, eso no se hace». Estaban todavía en las escaleras, amontonados, y de pronto hubo una confusión y dos cayeron dando traspiés sobre la hierba. Los caídos se incorporaban; treinta pares de ojos los contemplaban desde las gradas como desde un tendido. No alcanzaron a intervenir, ni siquiera a comprender de inmediato lo ocurrido, porque el Jaguar se revolvió como un felino atacado y golpeó al otro, directamente al rostro y sin ningún aviso y luego se dejó caer sobre él y lo siguió golpeando en la cabeza, en el rostro, en la espalda; los cadetes observaban esos dos puños constantes y ni siquiera escuchaban los gritos del otro, «perdón, Jaguar, fue de casualidad que te empujé, juro que fue casual». «Lo que no debió hacer fue arrodillarse, eso no. Y además, juntar las manos, parecía mi madre en las novenas, un chico en la iglesia recibiendo la primera comunión, parecía que el Jaguar era el obispo y él se estuviera confesando, me acuerdo de eso, decía Rospigliosi y la carne se me escarapela, hombre». El Jaguar estaba de pie, miraba con desprecio al muchacho arrodillado y todavía tenía el puño en alto como si fuera a dejarlo caer de nuevo sobre ese rostro lívido. Los demás no se movían. «Me das asco —dijo el Jaguar—. No tienes dignidad ni nada. Eres un esclavo».
—OCHO Y treinta —dice el teniente Gamboa—. Faltan diez minutos.
En el aula hay una especie de ronquidos instantáneos, un estremecimiento de carpetas. «Me iré a fumar un cigarrillo al baño», piensa Alberto, mientras firma la hoja de examen. En ese momento la bolita de papel cae sobre el tablero de la carpeta, rueda unos centímetros bajo sus ojos y se detiene contra su brazo. Antes de cogerla, echa una mirada circular. Luego alza la vista: el teniente Gamboa le sonríe. «¿Se habrá dado cuenta?», piensa Alberto, bajando los ojos en el momento en que el teniente dice:
—Cadete, ¿quiere pasarme eso que acaba de aterrizar en su carpeta? ¡Silencio los demás!
Alberto se levanta. Gamboa recibe la bolita de papel sin mirarla. La desenrolla y la pone en alto, a contraluz. Mientras la lee, sus ojos son dos saltamontes que brincan del papel a las carpetas.
—¿Sabe lo qué hay aquí, cadete? —pregunta Gamboa.
—No, mi teniente.
—Las fórmulas del examen, nada menos. ¿Qué le parece? ¿Sabe quién le ha hecho este regalo?
—No, mi teniente.
—Su ángel de la guarda —dice Gamboa—. ¿Sabe quién es?
—No, mi teniente.
—Vaya a sentarse y entrégueme el examen. —Gamboa hace trizas la hoja y pone los pedazos blancos en un pupitre—. El ángel de la guarda —añade— tiene treinta segundos para ponerse de pie.
Los cadetes se miran unos a otros.
—Van quince segundos —dice Gamboa—. He dicho treinta.
—Yo, mi teniente —dice una voz frágil.
Alberto se vuelve: el Esclavo está de pie, muy pálido y no parece sentir las risas de los demás.
—Nombre —dice Gamboa.
—Ricardo Arana.
—¿Sabe usted que los exámenes son individuales?
—Sí, mi teniente.
—Bueno —dice Gamboa—. Entonces sabrá también que yo tengo que consignarlo sábado y domingo. La vida militar es así, no se casa con nadie, ni con los ángeles. —Mira su reloj y agrega—: La hora. Entreguen los exámenes.