Salió del bosque por el lado izquierdo de la carretera, y el primer pensamiento de Trisha fue: ¿Esto es todo? ¿Esto ha sido todo? Los adultos habrían huido a toda prisa del Ursus americanos que surgía de la última línea de arbustos: un oso negro de unos doscientos kilos. Sin embargo, Trisha esperaba algún horror innominable surgido de las profundidades de la noche.
Hojas y bardanas se habían pegado a su pelaje brillante, y sostenía en una mano (sí, tenía manos, al menos manos rudimentarias en forma de garras) una rama. La sostenía como un cetro. Salió al centro de la carretera, balanceándose pesadamente. Por un momento continuó a cuatro patas, y después, con un leve gruñido, se alzó sobre las patas traseras. En ese momento Trisha se dio cuenta de que no era un oso negro. Había acertado desde el primer momento: se parecía a un oso, pero en realidad era el dios de los Extraviados, y había venido a por ella.
La miró con unos ojos negros que no eran ojos, sólo cuencas vacías. Su hocico olfateó el aire y después acercó la rama al hocico, dejando al descubierto una doble hilera de enormes dientes amarillentos. Chupó el extremo de la rama, recordándole a Trisha un niño con una piruleta. Después, sus fauces la partieron en dos. Se hizo el silencio en el bosque, y Trisha oyó el ruido de la dentellada con claridad, un sonido similar al de huesos al partirse. Era el sonido que haría su brazo si aquella cosa la mordía. Cuando la mordiera.
La cosa estiró el cuello y agitó las orejas. Trisha observó que a su alrededor pululaba una oscura miríada de insectos. Su sombra, que la luz de la mañana alargaba, se extendía casi hasta las zapatillas de Trisha. Apenas les separaba una distancia de veinte metros.
Había venido por ella.
«Corre —gritó el dios de los Extraviados—. Huye de mí, huye hacia la carretera. Este cuerpo de oso es lento, aún no está saciado del forraje del verano. No ha cazado gran cosa. Corre. Tal vez te dejaré vivir».
¡Sí, corre!, pensó Trisha, y al instante oyó la voz de la niña impertinente: «No puedes correr. Apenas puedes tenerte en pie, corazón».
La cosa que no era un oso la estaba mirando, y agitaba las orejas para ahuyentar a los insectos que rodeaban su enorme cabeza triangular cuyo pelaje refulgía. Sujetaba la rama en una garra. Sus mandíbulas se movían con lentitud y pequeñas astillas se escurrían entre sus dientes. Algunas cayeron, otras se pegotearon a su hocico. Sus ojos eran cuencas abarrotadas de minúscula vida insectívora, una sopa viviente que hizo pensar a Trisha en el pantano que había vadeado.
«Yo maté al ciervo. Te vigilé, y dibujé mi círculo a tu alrededor. Huye de mí. Adórame con tus pies, y tal vez te dejaré vivir».
El silencio se había adueñado del bosque, que emitía su acre perfume verde. Trisha respiraba con la boca abierta. La cosa que parecía un oso la observaba desde sus dos metros y medio de estatura. Su cabeza llegaba al cielo y sus garras acariciaban la tierra. Trisha lo miró de arriba abajo y supo lo que debía hacer.
Debía cerrar.
«Es propio de la naturaleza de Dios intervenir al final de la novena», le había dicho Tom. ¿Y cuál era el secreto de cerrar? Dejar bien claro quién era el mejor. Podías ser vencido, pero no debías vencerte a ti mismo.
Primero era necesario crear aquella inmovilidad. La que se desprendía de los hombros y giraba alrededor del cuerpo hasta convertirse en un capullo de certidumbre. Podías ser vencido, pero no debías vencerte a ti mismo. No podías fallar el lanzamiento y no podías correr.
—Sangre fría —dijo, y la cosa que se erguía en el centro de la carretera ladeó la cabeza, de modo que pareció un enorme perro en guardia.
Trisha se encasquetó la gorra con la visera hacia adelante. Como Tom Gordon. Después giró el cuerpo hacia el lado derecho de la carretera y dio un paso adelante, con las piernas separadas, la izquierda apuntada hacia la cosa-oso. Su cabeza también estaba vuelta hacia ella. Clavó la vista en las cuencas, a través de la nube de insectos. «Todo depende de esto —dijo Joe Castiglione—. Abróchense los cinturones».
—¡Ven de una vez! —gritó Trisha. Se desenganchó el walkman de los tejanos, liberó el cable y tiró los auriculares a sus pies. Empezó a dar vueltas al walkman, con la mano que ocultaba a la espalda, buscando la forma de aferrarlo mejor—. Tengo sangre fría en las venas y espero que te congeles al primer bocado. ¡Ven, inútil! ¡Bateador de tres al cuarto!
La cosa-oso soltó su rama y se aposentó a cuatro patas. Arañó el camino como un toro inquieto, levantó una nube de tierra con las garras, y después avanzó hacia ella, con una celeridad sorprendente y engañosa. Mientras se acercaba, aplastó las orejas contra el cráneo. De sus fauces surgió un zumbido que Trisha reconoció al instante: no eran abejas sino avispas. Había adoptado la forma exterior de un oso, pero por dentro estaba lleno de avispas. Pues claro que sí. ¿Acaso no había sido su profeta la figura ataviada con el hábito negro que se había materializado junto al arroyo?
«Huye», dijo mientras se acercaba a ella balanceando sus grandes cuartos traseros de un lado a otro. Poseía una gracia sobrenatural, y dejó huellas de garras y una hilera de deyecciones sobre la superficie de tierra. «Huye, es tu última oportunidad».
Pero su última oportunidad era la inmovilidad.
La inmovilidad y quizá un buen lanzamiento con efecto.
Trisha juntó las manos. El tacto del walkman ya no era el de un walkman sino el de una pelota de béisbol. No contaba con los Fieles de Fenway, que se ponían de pie en la Catedral del Béisbol de Boston. No contaba con palmadas rítmicas. No contaba con árbitros ni con bateador. Sólo contaba con sus propias fuerzas, la verde inmovilidad, el ardiente sol de la mañana y una cosa que parecía un oso por fuera y estaba llena de avispas por dentro. Sólo la inmovilidad, y entonces comprendió cómo se debía sentir Tom Gordon en el silencio del ojo del huracán, cuando toda presión desciende a cero, todos los sonidos enmudecen y todo depende de esto: abróchense los cinturones.
Dejó que la inmovilidad girara a su alrededor. Sí, se desprendía de los hombros. Que la devorara. Que la derrotara. Podía hacer ambas cosas. Pero ella no se derrotaría a sí misma.
Y no huiré, pensó.
La bestia se detuvo ante ella y estiró el cuello hacia su cara como para besarla. No había ojos, sólo dos círculos remolineantes, abismos llenos de insectos. Zumbaban y porfiaban por hacerse un hueco en los túneles que conducían hasta el cerebro inimaginable del dios. Sus fauces se abrieron, y Trisha vio que tenía la garganta tapizada de avispas, fábricas de veneno regordetas y desmañadas que se arrastraban sobre los restos de una rama masticada y el grumo rosáceo de intestinos de ciervo que hacía las veces de lengua. Su aliento era como el hedor fangoso del pantano.
Trisha vio estas cosas y apartó la mirada. Veritek le hizo la señal. No tardaría en lanzar, pero continuó inmóvil. Continuó inmóvil. Deja que el bateador espere, anticipe, pierda el ritmo. Deja que empiece a interrogarse, a pensar que su intuición le ha engañado sobre la parábola del lanzamiento.
La cosa-oso olfateó su cara. Entraban y salían insectos por sus fosas nasales. Aleteaban mosquitos entre las dos caras, una peluda y otra imberbe. La cara de la cosa no paraba de cambiar de forma: era la cara de amigos y profesores, la cara de padres y hermanos, la del hombre que se ofrecía a acompañarte a casa cuando salías de la escuela. Desconocido igual a peligro, les habían enseñado en primer grado: desconocido igual a peligro. Hedía a muerte, enfermedad y todo cuanto es azaroso. El zumbido de sus acciones malvadas era el auténtico Subaudible, pensó Trisha.
El monstruo se alzó de nuevo sobre sus patas traseras, se balanceó un poco, como al ritmo de una música bestial que sólo él pudiera oír, y después le lanzó una bofetada juguetona, que no dio en el blanco por escasos centímetros. La corriente que levantaron sus garras le apartó el pelo de la frente, pero Trisha no se movió. Continuó inmóvil, mirando el bajo vientre del oso, donde había una mancha de pelaje blancoazulado.
«Mírame».
No.
«¡Mírame!»
Era como si unas manos invisibles la hubieran agarrado por debajo de la mandíbula. Poco a poco, incapaz de resistirse, Trisha levantó la cabeza. Miró a los ojos vacíos de la cosa-oso y comprendió que su intención era matarla. El valor no bastaba. Entonces ¿qué? Si tan sólo contabas con un poco de valor, ¿qué? Había llegado el momento de cerrar.
Trisha apoyó el pie izquierdo contra el derecho e inició su movimiento, no el que papá le había enseñado en el patio trasero, sino el que había aprendido en la tele, viendo a Gordon. Cuando alzó la mano derecha hacia la oreja derecha, y luego un poco más arriba, porque este lanzamiento iba muy en serio, era decisivo, la cosa-oso dio un torpe paso hacia atrás. ¿Acaso las cosas remolineantes que le prestaban su escasa visión habían registrado como un arma la pelota de béisbol que sujetaba en la mano? ¿O tal vez su sobresalto era debido al movimiento amenazador y agresivo, la mano alzada, el paso adelante, cuando tendría que haber huido? Daba igual. La cosa gruñó, tal vez de perplejidad. Una nubecilla de avispas surgió de su boca como vapor viviente. Agitó una peluda mano en un esfuerzo por conservar el equilibrio, y en ese momento sonó un disparo.
El hombre que se encontraba en el bosque, el primer ser humano que veía a Trisha McFarland desde hacía nueve días, estaba demasiado conmocionado para mentir a la policía sobre los motivos de su presencia en el bosque con un fusil semiautomático de alta potencia. Quería cazar un ciervo fuera de temporada. Se llamaba Travis Herrick y no quería gastar dinero en comida como no se viera obligado. Había demasiadas cosas importantes en que gastar dinero: billetes de lotería y cerveza, por ejemplo. En cualquier caso, no fue juzgado, ni siquiera multado, y tampoco mató al ser que vio erguido ante aquella niña que le hacía frente con tanta valentía.
—Si se hubiera movido cuando llegó a su lado, la hubiera destrozado —dijo Herrick—. En cualquier caso, es un milagro que no la descuartizara. Ella lo estaba mirando, como Tarzán en las películas antiguas. Llego a lo alto de la colina y veo a los dos, debí de mirarlos durante medio minuto, como mínimo. Igual fue un minuto, en situaciones como ésa pierdes el sentido del tiempo, pero no podía disparar. Estaban demasiado juntos. Tenía miedo de darle a la niña. Entonces ella se movió. Tenía algo en la mano y se lo iba a arrojar, como si fuera a lanzar una pelota de béisbol. Su movimiento sobresaltó al animal. Retrocedió y estuvo a punto de perder el equilibrio. Entonces supe que era mi oportunidad de salvar a la niña, así que disparé.
Ni juicio ni multa. Lo que consiguió Travis Herrick fue su propia carroza en el desfile del Cuatro de julio de 1998 de Grafton Notch. Sí.
Trisha oyó el disparo, supo al instante lo que era y vio que una de las orejas erguidas de la cosa salía volando por los aires, como un trozo de papel desmenuzado. Vio una lluvia de gotas rojas, no mayores que gaulterias, describir un arco en el aire. Al mismo tiempo, vio que el oso volvía a ser un oso, de ojos grandes, vidriosos, con una expresión de sorpresa casi cómica. Tal vez había sido un oso desde el primer momento.
Pero ella sabía la verdad.
Continuó con su movimiento y lanzó la pelota. Alcanzó al oso entre los ojos y (vaya, hablando de alucinaciones) vio un par de pilas Energizer caer sobre la carretera.
—¡Strike tres cantado! —gritó, y al oír el sonido de su voz, ronca, triunfal y quebradiza, el oso herido huyó a cuatro patas, sangrando por la oreja destrozada. Se oyó otra detonación, y el aire se agitó cuando el proyectil pasó a menos de treinta centímetros de Trisha. Levantó una nube de polvo en el camino, lejos del oso, que se desvió a la izquierda y desapareció en la espesura del bosque. Por un momento Trisha vio el resplandor de su brillante pelaje negro, y a continuación unos arbolillos se estremecieron, como si una parodia de miedo hubiera pasado entre ellos.
Se volvió, tambaleante, y vio correr hacia ella a un hombrecillo con pantalones verdes remendados, botas de goma verde y una vieja camiseta. Su cabeza era calva, pero de los costados le caían largas guedejas que colgaban sobre sus hombros. Unas gafas pequeñas sin montura destellaron al sol. Sujetaba un rifle sobre su cabeza, como los indios de las películas antiguas.
No la sorprendió ver que la camiseta llevaba grabada el emblema de los Red Sox. Por lo visto, todos los hombres de Nueva Inglaterra tenían una camiseta de los Red Sox.
—¡Eh, niña! —chilló—. Por Dios, niña, ¿te encuentras bien? Maldita sea, eso era un jodido oso. ¿Te encuentras bien?
Trisha se tambaleó hacia él.
—Strike tres cantado —dijo, pero las palabras apenas salieron de su boca. Había agotado sus energías con su último grito. Sólo conservaba una especie de susurro lastimero—. Strike tres cantado… Lancé la bola y lo dejé clavado en el sitio…
—¿Qué? —El hombre se detuvo ante ella—. No te entiendo, repítelo.
—¿Lo has visto? —repuso Trisha, refiriéndose a su lanzamiento, aquella parábola increíble que no se había desviado ni un sólo milímetro—. ¿Lo has visto?
—Yo… sí, lo he visto.
Claro que, en realidad, no sabía lo que había visto. Durante unos segundos suspendidos en el tiempo, cuando la niña y el oso se estaban mirando, no se había sentido muy seguro de que fuera un oso, pero no lo mencionó a nadie. La gente sabía que bebía. Pensarían que estaba loco. Y lo único que veía ahora era a una niña delirante, que parecía un esqueleto sostenido por ropas sucias y raídas. No recordaba su nombre, pero sabía quién era. Lo habían dicho por la radio y la tele. No tenía ni idea de cómo había conseguido llegar tan al noroeste, pero sabía muy bien quién era.
Trisha tropezó con sus propios pies, y habría caído si Herrick no la hubiera sostenido. En ese mismo momento su rifle, un Krag 350 que era el orgullo de su vida, se disparó de nuevo, cerca del oído de Trisha, y la ensordeció. Ella apenas se dio cuenta. Ya todo le parecía normal.
—¿Lo has visto? —preguntó de nuevo, incapaz de oír su propia voz, y muy poco segura de estar hablando. El hombrecillo parecía perplejo, asustado y no muy listo, pero también parecía bondadoso—. Le dejé clavado en el sitio con el lanzamiento curvo, ¿lo viste?
Los labios del hombre se movieron, pero Trisha no oyó nada. Herrick dejó el arma en el suelo, la alzó en volandas y dio la vuelta con tal celeridad que ella se sintió mareada. Si hubiera quedado algo en su estómago, quizá habría vomitado. Empezó a toser. Tampoco lo oyó, debido a aquel monstruoso silbido que taladraba sus oídos, pero lo sintió en el pecho.
Tuvo ganas de decirle lo contenta que estaba de que la llevara en brazos, de que la hubiera rescatado, pero también que la cosa-oso ya se batía en retirada antes de que él disparara. Había visto perplejidad en su cara, había visto que su movimiento la asustaba. Quiso decir a aquel hombre algo muy importante, pero las prisas del hombre la estaban sacudiendo, ella tosía, su cabeza martilleaba, y no supo si lo estaba diciendo o no.
Trisha aún intentaba decir: Lo conseguí, conseguí el tanto decisivo, cuando perdió el conocimiento.