Trisha pensó que había despertado en algún momento posterior del partido. Jerry Trupiano estaba hablando, al menos parecía Troop, pero no obstante decía que los Seattle Monsters tenían las bases cargadas y que Gordon estaba intentando cerrar el partido.
«Eso que hay en la base del bateador es un asesino —dijo Troop—, y Gordon parece asustado por primera vez este año. ¿Dónde está Dios cuando le necesitas, Joe?».
«Danvizz —dijo Joe Castiglione—. Llora lágrimazz de verdad».
Tenía que ser un sueño, tal vez mezclado con alguna partícula de realidad. Lo único que Trisha sabía con seguridad era que, cuando despertó por completo, el sol casi se había puesto y ella se sentía febril, le dolía la garganta cada vez que tragaba y su radio guardaba un silencio ominoso.
—Te has quedado dormida con la radio encendida, estúpida —dijo, con su nueva voz ronca—. Gilipollas.
Contempló el aparato, con la esperanza de ver la lucecilla roja, con la esperanza de haberlo desintonizado por accidente cuando empezó a resbalar de costado (había despertado con la cabeza apoyada en un hombro, y el cuello le dolía mucho), pero sabía la verdad. La lucecilla estaba apagada, por supuesto.
Intentó decirse que las pilas no habrían durado mucho más, pero no sirvió de nada y siguió llorando. Saber que la radio no funcionaba la entristeció mucho. Era como perder a tu último amigo. Devolvió la radio a la mochila con movimientos lentos y vacilantes, ciñó las hebillas y se la colgó. Casi estaba vacía, pero daba la impresión de pesar una tonelada. ¿Cómo era posible?
Al menos, estoy en una carretera, se recordó. Estoy en una carretera. Pero ahora, cuando la luz del día se iba borrando del cielo, ni siquiera eso le sirvió de ayuda. Parecía que la realidad de la situación se burlaba de ella. Tal vez había desperdiciado su última oportunidad, como cuando un equipo reduce las distancias con el contrario a uno o dos puntos y luego todo se derrumba. La estúpida carretera podía continuar atravesando el bosque durante otros doscientos kilómetros y al final no haber nada. Más matorrales y otro pantano asqueroso.
Sin embargo, echó a caminar otra vez, con paso lento y cansado, la cabeza gacha y los hombros tan hundidos que las correas de la mochila resbalaban sobre sus hombros.
Media hora antes de que oscureciera por completo, una de las correas resbaló del todo y la mochila se torció. Trisha pensó en abandonar el maldito trasto y seguir sin él. Lo habría hecho si sólo hubiera contenido el último puñado de gaulterias. Pero también había agua, y por turbia que fuese calmaba su garganta. Decidió parar para pasar la noche.
Se arrodilló en la carretera, se liberó de la mochila con un suspiro de alivio y apoyó la cabeza sobre ella. Miró la masa oscura de bosque que se extendía a su derecha.
—No te acerques —dijo—. No te acerques o marcaré el 1-800 y llamaré al gigante. ¿Me has entendido?
Algo la oyó. Tanto si la entendió como si no, no contestó, pero allí estaba. Trisha lo presentía. ¿La estaba dejando madurar? ¿Se alimentaba de su miedo antes de alimentarse de ella? En ese caso, el juego casi había terminado. Se había quedado casi sin miedo. Pensó en llamar a la cosa de nuevo, en decirle que no había hablado en serio, que estaba cansada y podía venir por ella si quería. Pero no lo hizo. Tenía miedo de que la cosa tomara sus palabras al pie de la letra.
Bebió un poco de agua y miró al cielo. Pensó en Bork el Dork, cuando decía que el dios de Tom Gordon no podía perder el tiempo con ella, que tenía otros asuntos más importantes entre manos. Trisha dudaba de ello… pero no estaba aquí, eso parecía cierto. Tal vez no se trataba de una cuestión de poder, sino de querer. Bork el Dork también había dicho: «Debo admitir que es un fanático de los deportes…, pero no necesariamente de los Red Sox».
Trisha se quitó la gorra, rota, manchada de sudor y con briznas de hierba adheridas, y acarició la visera con un dedo. Su más preciada posesión. Su padre había conseguido que Tom Gordon se la firmara, la había enviado a Fenway Park con una carta en la que decía a Tom que era el jugador favorito de su hija, y Tom (o su representante) se la había devuelto autografiada en la visera. Supuso que aún era su mejor posesión. Aparte de un poco de agua turbia, un puñado de bayas insípidas y secas y sus ropas sucias, era su única posesión. Y ahora la firma se había desdibujado, la lluvia y sus manos sudadas la habían convertido en una sombra negra. Pero había estado allí, y aún lo estaba, de momento, al menos.
—Dios, si no puedes ser forofo de los Red Sox, al menos podrías serlo de Tom Gordon —dijo—. ¿Es mucho pedirte?
Perdió y recobró la conciencia alternativamente durante toda la noche. Temblorosa, se dormía y despertaba sobresaltada, segura de que eso estaba con ella. Eso, que al fin había salido del bosque para atraparla. Tom Gordon le habló. Su padre también le habló una vez. Estaba de pie detrás de ella y le preguntó si le apetecían macarrones, pero cuando Trisha se volvió no vio a nadie. Más meteoritos cruzaron el cielo, pero no supo si los había soñado. En una ocasión sacó la radio, con la esperanza de que las pilas se hubieran recargado un poco (a veces lo hacían, si las dejabas descansar un rato), pero la dejó caer en la hierba antes de poder comprobarlo y ya no pudo encontrarla, por más que buscó en el suelo. Por fin, sus manos regresaron a la mochila y tantearon las correas pasadas por las hebillas. Trisha decidió que no había sacado la radio, porque no habría podido ceñir tan bien las correas en la oscuridad. Sufrió una docena de accesos de tos, y ahora le dolía el pecho. En cierto momento, se alzó lo suficiente para orinar, y lo que salió estaba tan caliente que quemaba, y tuvo que morderse los labios.
La noche transcurrió como todas las noches de enfermedad: el tiempo se apelmaza y dilata. Cuando los pájaros empezaron a cantar por fin y vio una lucecita entre los árboles, Trisha apenas dio crédito a sus ojos. Levantó las manos y miró sus dedos sucios. Apenas podía creer que seguía viva, pero por lo visto era así.
Permaneció tumbada hasta que la luz le permitió ver la omnipresente nube de insectos alrededor de su cabeza. Se levantó poco a poco y esperó a ver si sus piernas la sostenían. Si me fallan, me arrastraré, pensó, pero aún no tuvo necesidad de arrastrarse: la sostuvieron. Se agachó y cogió la mochila. Cuando se incorporó, sintió un mareo y un escuadrón de aquellas mariposas de alas negras nubló su vista. Al final se desvanecieron y consiguió colgarse la mochila.
Entonces, se planteó otro problema: ¿qué camino debía seguir? Ya no estaba segura, y la carretera parecía igual en ambas direcciones. Miró de un lado al otro, insegura. Su pie pisó algo. Era el walkman, enredado en el cable de los auriculares y mojado de rocío. Por lo visto, lo había sacado. Lo recogió y lo miró, atontada. ¿Iba a quitarse la mochila otra vez, abrirla y guardar el walkman? Se le antojaba muy difícil, tanto como mover una montaña. Por otra parte, tirarlo no le parecía bien. Era como admitir la rendición.
Trisha permaneció inmóvil durante tres minutos más, con sus ojos febriles clavados en el aparato. ¿Tirarlo o guardarlo? ¿Tirarlo o guardarlo? ¿Cuál es tu decisión, Patricia, te quedas con la vajilla o prefieres ir a por el coche, el abrigo de armiño y el viaje a Río? Se le ocurrió que, si fuera el Mac PowerBook de su hermano Pete, estaría lanzando avisos de error y pequeños iconos-bomba. Aquello la hizo reír.
La risa se transformó casi de inmediato en tos. El peor acceso hasta el momento. Al cabo de un momento estaba ladrando como un perro, con las manos apoyadas en las rodillas y el pelo oscilando de un lado a otro de su cara, como una cortina sucia. Mantuvo el equilibrio y cuando la tos se calmó, comprendió que debía sujetar el walkman a la cintura de los tejanos. Para eso servía la pinza de la parte posterior del aparato, ¿no? Claro. Qué idiota eres.
Abrió la boca para decir: «Elemental, querido Watson», como Pepsi y ella se decían a veces, pero cuando lo hizo algo húmedo y caliente resbaló sobre su labio inferior. Se pasó la palma de la mano y la vio manchada de sangre.
Me habré mordido el labio cuando tosía, pensó, pero adivinó la verdad al instante. Era algo interno. La idea la asustó, y el miedo devolvió la lucidez a su mente. Pudo pensar de nuevo. Carraspeó (con suavidad; le dolía demasiado para hacerlo con fuerza), y escupió. Rojo brillante. La cagaste, Burt Lancaster, pero no podía hacer nada al respecto, y al menos había recuperado cierta serenidad como para deducir qué camino seguir. El sol se había puesto por su derecha. Se volvió, hasta que el sol naciente se filtró entre los árboles de su izquierda, y enseguida cayó en la cuenta de que se había orientado bien. Ni siquiera entendió su confusión anterior.
Poco a poco, con cautela, como alguien que camina sobre un suelo de losas recién fregadas, Trisha se puso en marcha de nuevo. Esto está a punto de acabar, pensó. Hoy es mi última oportunidad, y tal vez no pueda pasar de esta mañana. Quizá por la tarde me sienta demasiado débil y enferma para andar, y si soy capaz de ponerme en pie después de otra noche aquí, será un milagro de ojos azules.
Un milagro de ojos azules. ¿Era de su madre o de su padre?
—¿A quién le importa una mierda? —graznó—. Si salgo de ésta inventaré mis propios dichos.
Unos quince o veinte metros al norte del lugar donde había pasado aquel domingo por la noche y lunes por la mañana interminables, Trisha se dio cuenta de que aún llevaba el walkman en la mano derecha. Paró y se concentró en la laboriosa tarea de sujetarlo a la cintura de los tejanos. Ahora, los pantalones flotaban sobre sus caderas, cuyos marcados huesos podía distinguir con claridad. Si pierdo unos kilos más podré desfilar por todas las pasarelas de París, pensó. Se estaba preguntando qué iba a hacer con los auriculares, cuando unas lejanas explosiones hendieron el aire inmóvil de la mañana. Sonaron como si alguien estuviera sorbiendo un lago de gaseosa mediante una paja gigantesca.
Trisha lanzó un grito, pero no fue la única en sobresaltarse. Varios cuervos graznaron y un faisán correteó entre la maleza lanzando chillidos.
Trisha se quedó boquiabierta, con los auriculares oscilando junto a su tobillo izquierdo. Conocía aquel sonido. Era el petardeo de un viejo tubo de escape. Un camión, tal vez. Había otra carretera por allí cerca. Y era una carretera de verdad.
Sintió el impulso de correr, pero sabía que no debía hacerlo. Agotaría todas sus energías en un instante. Desmayarse y quizá morir expuesta a la intemperie cuando estaba oyendo el sonido de tráfico, sería como fallar el tanto decisivo cuando el equipo contrario está a tu merced. Tales abominaciones sucedían, pero Trisha no permitiría que le ocurriera a ella.
Echó a caminar con paso lento y decidido, mientras aguzaba el oído para escuchar más petardeos, de un motor lejano o de un claxon. No oyó nada, nada de nada, y al cabo de una hora de caminar pensó que lo había imaginado todo, que había sufrido alucinaciones. No se lo había parecido, pero…
Llegó a la cumbre de una loma y miró hacia abajo. Tosió de nuevo y escupió más sangre, ni siquiera se tapó la boca con la mano. Vio que la pista desembocaba en un camino de tierra.
Descendió la loma con parsimonia. No vio huellas de neumáticos en el camino, pero sí rodadas, y no crecía hierba en el centro. El camino discurría en ángulo recto con respecto al suyo, dirección este-oeste. Y allí, por fin, Trisha tomó la decisión correcta. El único motivo de que eligiera el oeste fue porque la cabeza había empezado a dolerle de nuevo y no quería caminar en dirección al sol. A seis kilómetros de donde se encontraba, la carretera 96 de New Hampshire serpenteaba entre el bosque. Pocos coches y numerosos camiones la utilizaban, pero lo que Trisha había oído era el tubo de escape de un camión cuando bajaba desde Kemongus Hill. El sonido se había propagado hasta quince kilómetros de distancia en el aire calmo de la mañana.
Trisha avanzó con renovadas energías. Unos tres cuartos de hora después oyó algo, lejano pero inconfundible.
No seas estúpida, se dijo, has llegado a un sitio donde todo puede confundirse.
Tal vez, pero aun así…
Ladeó la cabeza como el perro de los viejos discos de la RCA Victor, los que la abuela McFarland guardaba en el desván. Contuvo el aliento. Oyó el latido de la sangre en sus sienes, el silbido de su aliento en la garganta infectada, el canto de las aves, el susurro de la brisa. Oyó el zumbido de los mosquitos alrededor de sus oídos… y otro zumbido: el de neumáticos sobre pavimento. Muy lejano, pero real.
Trisha rompió a llorar.
—No dejes que me lo invente, por favor —dijo con voz ronca, apenas más que un susurro—. Por favor, Dios, no dejes que me lo inv…
Oyó un crujido a su espalda. Y esta vez no era la brisa. Aunque hubiera logrado convencerse de lo contrario por unos segundos, el ruido de las ramas al quebrarse era inconfundible. Y después el chasquido de algo al caer, tal vez un arbolillo que se había interpuesto en su camino. Aquella cosa había permitido que Trisha llegara a las puertas de su salvación, que lograra oír los ruidos de la carretera. Había sido testigo de sus penosos avances, tal vez divertida, tal vez con una especie de compasión divina, demasiado terrible incluso para imaginarla. Pero se había cansado de esperar y observar.
Poco a poco, transida de terror e invadida por una especie de calma resignada, Trisha se volvió hacia el dios de los Extraviados.