LA ETERNA SÉPTIMA ENTRADA

El año anterior a la separación y el divorcio, los McFarland habían pasado una semana en Florida, durante las vacaciones de febrero de Pete y Trisha. Habían sido unas malas vacaciones, los niños dedicados a recolectar conchas en la playa, tristes, y los padres a pelear en la casita alquilada (él bebía demasiado, ella gastaba demasiado, me prometiste que, nunca has hecho tal, y bla bla bla bla bla). Cuando regresaron, a Trisha le tocó el asiento de ventanilla del avión, en lugar de a su hermano. El avión había descendido hacia el aeropuerto de Logan a través de capas de nubes, y evolucionaba con tanta cautela como una vieja gorda que paseara por una acera donde se hubiera formado escarcha. Trisha había mirado, fascinada, con la frente apretada contra la ventanilla. Estaban en un mundo de un blanco perfecto… Distinguió un breve destello de tierra, o de las aguas grises del puerto de Boston… Más blanco… Otro destello de tierra o de agua.

Los días posteriores a su decisión de desviarse hacia el norte fueron como ese descenso: un banco de nubes en su mayor parte. No confiaba en algunos de sus recuerdos. El martes por la noche, la frontera entre la realidad y la fantasía había empezado a difuminarse. El sábado por la mañana, después de una semana en el bosque, casi se había desvanecido. Ese sábado (aunque Trisha no lo reconociera como sábado; ya había perdido la cuenta de los días), Tom Gordon se había convertido en su compañero inseparable, no fingido, sino aceptado como real. Pepsi Robichaud caminó con ella cierto tiempo. Las dos cantaron sus dúos favoritos de Boys y Spice Girls, y luego Pepsi pasó por detrás de un árbol y no volvió a salir por el otro lado. Trisha miró detrás del árbol, comprobó que Pepsi no estaba y comprendió que nunca había estado con ella. Se sentó y lloró.

Mientras cruzaba un amplio claro sembrado de rocas, un enorme helicóptero negro, como los que utilizaban los malos en la serie Expedientes X, se detuvo sobre su cabeza. No emitía el menor sonido, salvo el tenue zumbido de su aspa. Trisha agitó las manos y pidió socorro a gritos, y aunque los que iban dentro tenían que haberla visto, el helicóptero negro se alejó y no regresó. Trisha llegó a un bosque de pinos viejos, a través del cual se filtraban rayos oblicuos de sol, como los que se derraman por los vitrales de una catedral. Tal vez fue el jueves. De estos árboles colgaban los cadáveres mutilados de mil ciervos, un ejército de ciervos descuartizados, recubiertos de moscas y gusanos. Trisha cerró los ojos, y cuando volvió a abrirlos, los ciervos habían desaparecido. Encontró un arroyo y lo siguió durante un rato, pero después, o bien la burló o ella perdió su rastro. No obstante, antes de que esto sucediera, vio una enorme cara en el fondo del agua, ahogada pero aún viva, que la miraba y hablaba sin emitir sonidos. Pasó junto a un gran árbol gris que parecía una mano engarfiada. Desde su interior, una voz muerta pronunció su nombre. Una noche despertó porque algo oprimía su pecho, y pensó que la cosa del bosque se había decidido por fin a atacarla, pero cuando extendió la mano no había nada. En varias ocasiones oyó que la llamaban, pero cuando contestó no obtuvo respuesta.

Entre estas nubes de fantasía se colaban vívidos destellos de realidad. Recordó que había descubierto otro tramo de terreno sembrado de bayas, que cubría la ladera de una colina, y que había llenado la mochila mientras cantaba «¿A quién llamas cuando se te rompe el parabrisas?». Recordó que había llenado su botella de Surge con agua de una fuente. Recordó que había tropezado con una raíz y caído al fondo de un pequeño declive, donde había visto flores hermosas, pálidas y aromáticas, graciosas como corolas. Conservaba el recuerdo diáfano de haberse topado con el cuerpo decapitado de un zorro. Al contrario que el ejército de ciervos muertos colgados de los árboles, este cadáver no se desvaneció cuando cerró los ojos y contó hasta veinte. Estaba segura de haber visto a un cuervo colgado cabeza abajo de una rama, y si bien parecía imposible, el recuerdo poseía una cualidad de la que muchos otros (el del helicóptero negro, por ejemplo) carecían: textura y nitidez. Recordó haber pescado con su capucha en el arroyo donde más tarde vio una cara larga y ahogada. No había truchas, pero consiguió capturar algunas crías. Las comió enteras, no sin antes asegurarse de que estaban muertas. La atormentaba la idea de que vivieran en su estómago y luego se transformaran en ranas.

Estaba enferma, no le cabía duda, pero su cuerpo combatió la infección de su garganta, pecho y senos paranasales con notable tenacidad. Durante horas se sentía febril, ajena al mundo. La luz, incluso cuando era tenue y filtrada por la gruesa cobertura de árboles, dañaba sus ojos, y no paraba de hablar, en particular con Tom Gordon, pero también con su madre, su hermano, su padre, Pepsi y todos sus profesores, hasta con la señora Garmond, de la guardería.

Una noche despertó tendida de costado con las rodillas apoyadas contra el pecho, temblorosa a causa de la fiebre y asaltada por una tos tan violenta que temió lo peor. Pero luego, en lugar de empeorar, la fiebre bajó o desapareció por completo, y las jaquecas que la acompañaban se apaciguaron. Otra noche (la de un jueves, aunque ella no lo sabía), durmió de un tirón y despertó casi curada. Si sufrió accesos de tos durante esa noche, no fueron suficientemente violentos como para despertarla.

Sus recuerdos más lúcidos se centraban en haberse tumbado bajo montones de hojas y haber escuchado a los Red Sox, mientras las estrellas lanzaban su frío resplandor desde el cielo. De tres partidos, ganaron dos en Oakland. Tom Gordon había sido el artífice de ambas victorias. Mo Vaughn consiguió dos home runs, y Troy O’Leary (un jugador muy mono, según la humilde estimación de Trisha) uno. Escuchó los partidos por la WEEI, y si bien la recepción empeoraba cada noche, las pilas resistían. Apagaba la radio cuando empezaba a dormirse. Ni una sola vez, ni siquiera la noche en que se vio asaltada por escalofríos, fiebre y diarreas, se durmió con la radio encendida. La radio era su salvavidas. Sin ella se habría rendido.

La niña que se había perdido en el bosque (casi diez años y mayor para su edad) pesaba cuarenta kilos. La niña que ascendió una pendiente cubierta de pinos y desembocó en un claro tantos días después, no pesaba más de treinta. Tenía la cara hinchada a causa de las picaduras de mosquitos, y un herpes considerable había florecido en la comisura izquierda de su boca. Murmuraba una canción para sí («Rodéame con tus brazos, porque quiero estar cerca de ti»), y parecía la heroinómana más joven del mundo. Había utilizado todos los recursos a su alcance, había tenido suerte con el tiempo (temperaturas moderadas, ni una gota de lluvia desde el día que se había perdido), y había descubierto que poseía reservas de energía insospechadas. Ahora, esas reservas se habían agotado casi por completo, y Trisha lo sabía. La niña que atravesaba el claro con paso lento y cansado había llegado al límite de sus fuerzas.

En el mundo que había abandonado, proseguía esporádicamente la búsqueda, pero casi todos los participantes la daban por muerta a estas alturas. Sus padres habían empezado a discutir, aún sin creerlo, si debían celebrar un funeral o esperar a que encontraran el cadáver. Y si decidían esperar, ¿durante cuánto tiempo? A veces, los cuerpos de las personas desaparecidas nunca se encontraban. Pete apenas hablaba, se mostraba hosco y silencioso, con los ojos hundidos. Se llevó a Moanie Balogna a su habitación y la acomodó en un rincón, de cara a su cama. Cuando vio que su madre reparaba en la muñeca, dijo: «No la toques. Ni se te ocurra».

En aquel mundo de luces, coches y carreteras asfaltadas, Trisha estaba muerta. En éste, el que existía lejos del sendero, donde a veces los cuervos colgaban cabeza abajo, casi lo estaba. Pero ella seguía trajinando (ésta era de su padre). En ocasiones, su ruta se desviaba un poco al oeste o al este, pero no mucho, y con escasa frecuencia. Su capacidad de avanzar en línea recta era casi tan notable como el rechazo de su cuerpo a rendirse por completo a las infecciones del pecho y la garganta. Tampoco la ayudaba demasiado. Su ruta la alejaba, lenta pero inexorablemente, de ciudades y pueblos, y la adentraba cada vez más en la «chimenea» de New Hampshire.

La cosa del bosque, fuera lo que fuese, la acompañó durante toda la travesía. Si bien Trisha quitaba importancia a la mayor parte de lo que sentía y creía ver, nunca desdeñaba la sensación de la cercanía de lo que el sacerdote-avispa había llamado el dios de los Extraviados. Nunca confundía los árboles arañados (ni el zorro decapitado, por ejemplo) con simples alucinaciones. Cuando intuía la presencia de la cosa (o la oía; varias veces había oído el ruido de ramas rotas en el bosque, y en dos ocasiones escuchó su gruñido inhumano), nunca dudaba de su realidad. Cuando la sensación la abandonaba, tampoco dudaba de que la cosa se había ido. Ahora estaban unidas por algún vínculo ignoto, y así continuaría hasta que ella muriera. Trisha pensaba que ya faltaba poco. «Al doblar la esquina», habría dicho su madre, pero no había esquinas en los bosques. Insectos, pantanos y caídas inesperadas sí, pero esquinas no. No era justo que muriese después de haber luchado con tanta resolución, pero tal injusticia ya no la encolerizaba. Para estar encolerizado hacía falta energía y vitalidad. Trisha casi había agotado ambas.

A mitad de camino de aquel nuevo claro, idéntico a las docenas de claros que ya había cruzado, empezó a toser. Le dolió el pecho, como si algo lo estuviera desgarrando. Trisha se dobló en dos, se agarró a un tocón, y tosió hasta que brotaron lágrimas de sus ojos. Cuando la tos se calmó por fin, esperó a que su corazón se sosegara para incorporarse, y a que aquellas grandes mariposas negras que aleteaban ante sus ojos se alejaran. Menos mal que había podido cogerse a aquel tocón, de lo contrario habría caído al suelo.

Sus ojos se desviaron hacia el tocón y se quedó estupefacta. No estoy viendo lo que creo ver, pensó. Es otra fantasía, otra alucinación. Cerró los ojos y contó hasta veinte. Cuando volvió a abrirlos, las mariposas negras habían desaparecido pero lo demás seguía en su sitio. El tocón no era un tocón. Era un poste. Y encima, atornillado en la madera gris y podrida, había un perno de aro oxidado.

Trisha palpó su realidad. Lo soltó y miró las partículas de herrumbre que cubrían sus dedos. Lo cogió de nuevo y lo movió de un lado a otro. Se sintió asaltada otra vez por aquella sensación de déjà vu, como cuando había dado vueltas en círculo, sólo que ahora era más fuerte, y relacionada de alguna manera con Tom Gordon. ¿Qué…?

—Lo has soñado —dijo Tom. Estaba de pie a unos veinte metros de distancia, con los brazos cruzados y el trasero apoyado contra un arce, vestido con un uniforme gris—. Has soñado que veníamos a este lugar.

—¿Sí?

—Claro, ¿no te acuerdas? Era la noche libre del equipo. La noche que oíste a Walt.

—¿Walt…? —El nombre le resultó vagamente familiar, pero el significado se le escapaba.

—Walt de Framingham. El imbécil del teléfono móvil.

Trisha empezó a recordar.

—Y entonces, las estrellas cayeron.

Tom asintió.

Trisha rodeó lentamente el poste, sin soltar el perno de aro. Paseó la vista en torno y comprobó que no se trataba de un claro. Había demasiada hierba, la hierba alta y verde que se veía en campos o prados. Era un prado, o lo había sido en otro tiempo. Si hacías caso omiso de los abedules y los arbustos, y lo abarcabas en su conjunto, no podía confundirse con otra cosa. Era un prado. La gente hacía prados, de la misma manera que clavaba postes en el suelo, postes con pernos de aro encima.

Trisha acarició el poste de arriba abajo, con suavidad para no clavarse alguna astilla. Hacia la mitad descubrió un par de agujeros y un saliente retorcido de metal antiguo. Palpó la hierba. Encontró otra cosa, que arrancó con ambas manos. Resultó una vieja bisagra herrumbrosa. La alzó hacia la luz del sol. Un rayo delgado atravesó uno de los agujeros y proyectó un punto de luz sobre su mejilla.

—Tom —exclamó con voz ahogada. Miró hacia donde lo había visto la última vez, apoyado contra un arce con los brazos cruzados, temiendo que hubiese desaparecido de nuevo. Pero allí estaba y, aunque no sonreía, ella creyó ver la sombra de una sonrisa en sus ojos y su boca—. ¡Mira, Tom!

Alzó la bisagra.

—Era una cancela —dijo Tom.

—¡Una cancela! —repitió ella, extasiada—. ¡Una cancela!

Algo fabricado por seres humanos, en otras palabras. Gente del mundo mágico de luces, aparatos y repelente de insectos.

—Ésta es tu última oportunidad.

—¿Qué? —Le miró, inquieta.

—Son las últimas entradas. No cometas ningún error, Trisha.

—Tom, tú…

Pero Tom ya había desaparecido. Ella no le vio desaparecer porque Tom nunca había estado allí. Era un mero producto de su imaginación.

«¿Cuál es el secreto de cerrar?», le había preguntado. No recordaba cuándo. «Dejar claro que tú eres el mejor», había contestado Tom. Su mente tal vez había reciclado algún comentario oído a medias en un programa deportivo, o tal vez una entrevista posterior a un partido vista con su padre, que rodeaba sus hombros con su brazo, y ella tenía la cabeza apoyada contra él. Es mejor hacerlo cuanto antes.

«Tu última oportunidad. Últimas entradas. No cometas ningún error».

¿Cómo lo lograré, si ni siquiera sé lo que estoy haciendo?

No había respuesta a esa pregunta, de manera que Trisha volvió a rodear el poste con la mano sobre el perno de aro, con tanta parsimonia y delicadeza como una muchacha sajona participante en un antiguo ritual de cortejo de las fiestas de mayo. El bosque que rodeaba el prado dio vueltas ante su vista, como cuando subía a un tiovivo de Revere Beach u Old Orchard. No parecía muy diferente de los kilómetros de bosque que ya había atravesado, pero ¿cuál era el camino? ¿Cuál era el camino correcto? Aquello era un simple poste, no un poste indicador.

—Un simple poste, no un poste indicador —susurró, al tiempo que andaba un poco más deprisa—. ¿Cómo puede revelarme algo si no es un poste indicador, sólo un simple poste? ¿Cómo puede una tonta como yo…?

Entonces tuvo una idea, y cayó de rodillas, golpeándose una espinilla contra una roca, pero apenas se dio cuenta. Tal vez era un poste indicador. Tal vez.

Porque había sido el poste de una cancela.

Trisha volvió a encontrar los agujeros del poste, por donde habían pasado los tornillos de la bisagra. Se orientó con los pies sobre los agujeros, y después se alejó gateando del poste en línea recta. Una rodilla adelante, después la otra, después la primera…

¡Ay! —gritó, y apartó la mano de la hierba. Miró su palma y vio gotitas de sangre. Trisha se inclinó sobre los antebrazos, apartó la hierba, convencida de saber lo que había herido su mano.

Era el fragmento dentado de otro poste, partido a unos treinta centímetros por encima del suelo, y había tenido suerte de no hacerse más daño. Un par de astillas de diez centímetros, afiladas como agujas, sobresalían del poste. Un poco más allá del fragmento, enterrado en la hierba blancuzca y recia que crecía bajo la hierba verde y agresiva de junio, estaba el resto del poste.

«La última oportunidad. Últimas entradas».

—Sí, y tal vez alguien espera demasiado de una niña —dijo.

Extrajo de la mochila los restos del capote y arrancó una tira. La ató alrededor del trozo de poste, emitiendo una tosecilla nerviosa mientras lo hacía. El sudor resbalaba por su cara.

Se levantó, volvió a cargarse la mochila, y permaneció inmóvil entre el poste que continuaba en pie y la franja de plástico azul que señalaba el caído.

—Aquí estaba la cancela —dijo—. Justo aquí. —Clavó la vista en el frente, en dirección noroeste. Dio media vuelta y miró al sudeste—. No sé por qué alguien puso una cancela aquí, pero sé que nadie se molesta en hacerlo si no hay una carretera, una senda o algo por el estilo. Quiero… —Su voz tembló, al borde de las lágrimas. Se contuvo y continuó su perorata solitaria—. Quiero encontrar el sendero. Cualquier sendero. ¿Dónde está? Ayúdame, Tom.

El número 36 no contestó. Un grajo la sobresaltó y algo se movió en el bosque (no era la cosa, sino un simple animal, tal vez un ciervo, había visto muchos durante los últimos tres o cuatro días), pero eso fue todo. Ante ella, alrededor, había un prado tan antiguo que parecía el claro de un bosque, a menos que te fijaras bien. Al otro lado vio más bosque y más árboles cuyo nombre desconocía. No vio ningún sendero.

«Ésta es tu última oportunidad».

Trisha se volvió y caminó hacia el noroeste por el claro que conducía al bosque. Luego miró hacia atrás para comprobar que había caminado en línea recta. Como así era, miró al frente. Una leve brisa movía las ramas, que proyectaban manchas huidizas de luz, creando un efecto parecido al de una discoteca. Vio un tronco caído y se acercó con la esperanza de que… pero sólo era un tronco, no otro poste. No vio nada más interesante. Con el corazón acelerado y la respiración entrecortada, regresó al claro, al lugar donde había estado la cancela. Esta vez se situó de cara al sudeste y caminó hasta la linde del bosque.

«Bien, allá vamos —decía siempre Troop—. Son las últimas entradas y los Red Sox necesitan corredores de bases».

Bosques. Nada más que bosques. Nada parecido a un sendero de cazadores, y mucho menos a un camino. Avanzó un poco más, conteniendo las lágrimas, a sabiendas de que pronto no podría evitarlo. ¿Por qué tenía que soplar el viento? ¿Cómo se podía ver algo con todos aquellos puntitos de luz alrededor? Era como estar en un planetárium.

—¿Qué es eso? —preguntó Tom desde detrás.

—¿Qué? —No se volvió. Ya no consideraba milagrosas las apariciones de Tom—. No veo nada.

—A tu izquierda. Una cosita muy pequeña.

El dedo de Tom apuntó por encima del hombro de Trisha.

—No es más que un tocón —dijo, pero ¿lo era? ¿O sólo tenía miedo de creer que…?

—A mí no me lo parece —dijo el número 36, porque tenía ojos de jugador de béisbol—. Creo que es otro poste, muchacha.

Trisha se acercó al objeto con dificultad (los árboles estaban muy aglutinados en aquella zona, los arbustos eran muy espesos y el suelo, traicionero y cubierto de mantillo), y sí, era otro poste. Con fragmentos herrumbrosos de alambre de espino clavados, como pequeñas pajaritas afiladas.

Trisha apoyó una mano sobre su parte superior corroída y clavó la vista en el bosque engañoso. Conservaba una borrosa memoria de estar sentada en su cuarto un día de lluvia, enfrascada en una actividad que su madre le había enseñado. Había un dibujo, un dibujo muy recargado, y debía encontrar diez objetos ocultos: una pipa, un payaso, un anillo de diamantes, cosas por el estilo.

Necesitaba encontrar un camino. Dios mío, por favor, ayúdame a encontrar el camino, pensó, y cerró los ojos. Rezaba al dios de Tom Gordon, no al Subaudible de su padre. Ahora no estaba en Malden ni en Sanford, y necesitaba un dios que existiera de verdad, uno al que pudieras señalar con el dedo cuando, si lo conseguías, marcabas el tanto decisivo. Dios mío, por favor. Ayúdame en las últimas entradas.

Abrió los ojos de par en par y miró sin ver. Transcurrieron cinco segundos, quince, treinta. Y de repente lo vio. No tenía ni idea de lo que estaba viendo, tal vez un simple vector donde había menos árboles y la luz era un poco más clara, tal vez sólo una pauta sugerente de sombras que indicaban el mismo camino, pero sabía lo que era: los últimos restos de un camino.

No lo perderé mientras evite pensar demasiado, se dijo Trisha, y empezó a caminar. Llegó a otro poste, inclinado en ángulo agudo. Un invierno más de escarcha y heladas, una primavera más de deshielo, y caería y sería engullido por la hierba del verano siguiente. Si pienso demasiado en él o miro con demasiada atención, lo perderé.

Con aquellas ideas en mente, Trisha siguió los escasos postes que continuaban en pie, plantados por un granjero llamado Elias McKorkle en 1905. Señalaban el camino que había abierto en el bosque cuando era joven, antes de que se diera a la bebida y perdiera las ambiciones. Trisha caminaba con los ojos bien abiertos, sin dudar en ningún momento (lo cual daría la oportunidad a su mente de intervenir y traicionarla). A veces encontraba un tramo sin postes, pero no paraba para buscar entre la maleza sus restos. Dejaba que la luz, las pautas de sombras y su instinto la guiaran.

Caminó con idéntica resolución durante el resto del día, entre densas arboledas y altos zarzales, sin que sus ojos abandonaran ni un instante el tenue rastro del camino. Anduvo durante siete horas, y cuando pensaba que esa noche iba a dormir acurrucada dentro del capote para protegerse de los insectos, llegó al borde de otro claro. Tres postes, inclinados como borrachos, se internaban hasta su centro. Los restos de una segunda cancela todavía colgaban del último poste, sujetas por la gruesa capa de hierba que rodeaba sus dos travesaños inferiores. Al otro lado, un par de rodadas apenas visibles, cubiertas de hierba y margaritas, se dirigían hacia el sur, y describían una curva hasta internarse en el bosque de nuevo. Era una vieja pista forestal.

Trisha caminó con parsimonia hasta el punto donde la pista parecía empezar (o terminar; supuso que todo dependía de en qué dirección señalara). Permaneció inmóvil un momento, se puso de rodillas y se arrastró sobre una rodada. Empezó a sollozar. Gateó y dejó que la hierba cosquilleara su barbilla, y se desvió hacia la otra rodada. Gateaba como una persona ciega, y gritaba entre lágrimas mientras avanzaba.

—¡Una carretera! ¡Es una carretera! ¡He encontrado una carretera! ¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias por esta carretera!

Se detuvo por fin y se tumbó sobre la rodada. La han hecho ruedas, pensó, y rió y lloró al mismo tiempo. Al cabo de un rato, se tendió de espaldas y miró al cielo.