PRINCIPIO DE LA SÉPTIMA

Mientras el crepúsculo viraba hacia la verdadera oscuridad, Trisha llegó a un lugar rocoso que daba a un pequeño valle envuelto en sombras azuladas. Inspeccionó el valle con ansiedad, con la esperanza de ver luces, pero no había ninguna. Un somorgujo gritó desde algún sitio, y un cuervo le respondió. Eso fue todo.

Miró alrededor y vio varios salientes rocosos de escasa altura, entre los cuales se alzaban montículos de agujas de pino. Trisha dejó la mochila al pie de una de estas lomas, se encaminó hacia la pinada más cercana y rompió suficientes ramas para improvisar un colchón. La oscuridad había despertado en ella sensaciones, ahora ya familiares, de soledad y añoranza del hogar, pero lo peor de sus terrores ya había pasado. También había desaparecido la sensación de que la vigilaban. Si había algo en el bosque, se había alejado y la había dejado sola.

Volvió al arroyo, se arrodilló y bebió. Había sufrido retortijones durante todo el día, pero pensaba que su cuerpo se estaba adaptando al agua.

—Las bayas y las nueces no representan ningún problema —dijo, y sonrió—. Salvo por alguna que otra pesadilla.

Volvió hacia la mochila y la cama improvisada, sacó el walkman y se puso los auriculares. Sopló una brisa a su lado, que refrescó su piel sudada y le provocó escalofríos. Trisha extrajo los restos de su poncho y extendió sobre ella el sucio plástico azul, como si fuera una manta. No le dio mucho calor, pero la idea es lo que cuenta (ésta era de su madre).

Encendió el walkman, pero aunque no había cambiado de emisora sólo obtuvo una tenue estática. Había perdido la WCAS.

Movió el dial de la FM. Localizó música clásica en el 95 y un predicador que vociferaba acerca de la salvación en el 99. Trisha estaba muy interesada en la salvación, pero no precisamente en aquella de la que hablaba aquel individuo. La única ayuda del Señor que deseaba en ese momento era un helicóptero lleno de gente amigable. Siguió moviendo el dial, escuchó a Celine Dion con nitidez en el 104, vaciló, y siguió girando el dial. Aquella noche quería a los Red Sox, a Joe y Troop, no a Celine cantando que su corazón seguiría y seguiría y seguiría.

No había béisbol en la FM, de hecho no había nada de nada. Trisha cambió a la banda de AM y movió el dial hasta el 850, que era la WEEI de Boston, la emisora insignia de los Red Sox. No esperaba una recepción perfecta ni mucho menos, pero tendría paciencia. De noche se podía coger mucha AM, y la WEEI tenía una señal potente. Además, Trisha tenía todo el tiempo del mundo. Aquella noche no tenía ninguna cita excitante ni nada por el estilo. ¡Ja!

La WEEI se recibía bien, clara como el agua, pero Joe y Troop no estaban. En su lugar había uno de esos tipos que su padre llamaba «charlatanes idiotas». Éste era un charlatán idiota de deportes. ¿Estaría lloviendo en Boston? ¿Habrían aplazado el partido? Trisha miró con escepticismo su trozo de cielo, donde las primeras estrellas titilaban como lentejuelas sobre terciopelo azul oscuro. Al cabo de poco rato habría cientos. No distinguió ninguna nube. Claro que estaba a 225 kilómetros de Boston, tal vez más, pero…

El charlatán idiota estaba hablando con Walt de Framingham. Walt hablaba por el teléfono de su coche. Cuando el charlatán idiota preguntó dónde se encontraba ahora, Walt de Framingham dijo: «En Danvers, Mitre», y pronunció el nombre de la ciudad como la gente de Massachusetts, «Danvizz», de forma que no sonaba como una ciudad sino como un medicamento para la diarrea de los bebés. «¿Se ha perdido en el bosque? ¿Ha bebido agua del arroyo y, como resultado, no para de cagar? ¡Una tableta de Danvizz y se sentirá mejor en un periquete!»

Walt de Framingham quería saber por qué Tom Gordon siempre señalaba al cielo cuando conseguía un salvado («Ya sabes, Mitre, ese rollo de señalar», fue la expresión de Walt), y Mitre, el charlatán idiota deportivo, explicó que era la manera con que el número 36 daba gracias a Dios.

«Debería señalar a Joe Kerrigan —dijo Walt de Framingham—. Fue idea de Kerrigan asignarle el puesto de cerrador. Al principio, no daba una, ¿sabes?».

«Tal vez Dios inspiró la idea a Kerrigan, ¿se te ha ocurrido pensar en eso, Walt? —preguntó el charlatán idiota de deportes—. Joe Kerrigan es el entrenador de los lanzadores de los Red Sox, para los que no lo saben».

—Yo sí lo sé, capullo —murmuró Trisha, impaciente.

«Estamos hablando sobre todo de los Sox esta noche, mientras disfrutan de una de sus escasas noches libres —explicó Mitre, el charlatán idiota de deportes—. Mañana inician una serie de tres partidos con Oakland. Mañana disfrutarán de toda la acción aquí, en la WEEI, pero hoy es fiesta».

Hoy es fiesta, eso lo explicaba todo. Trisha experimentó una abrumadora y absurda decepción, y más lágrimas acudieron a sus ojos. Lloraba con mucha facilidad últimamente, de hecho lloraba por cualquier cosa. Pero el partido le hacía mucha ilusión. Ignoraba hasta qué punto necesitaba las voces de Joe Castiglione y Jerry Trupiano, hasta que descubrió que no iba a oírles.

«Tenemos algunas líneas abiertas —dijo el charlatán idiota—, vamos a por ellas. ¿Alguno de los oyentes cree que Mo Vaughn debería dejar de portarse como un crío y firmar sobre la línea de puntos? ¿Cuánto dinero necesita este tipo? Buena pregunta, ¿verdad?».

—Una pregunta estúpida, capullo —dijo Trisha, irritada—. Si supieras batear como Mo, tú también pedirías un montón de dinero.

«¿Quieren hablar sobre Pedro Martínez el Maravilloso? ¿Sobre Darren Lewis? ¿Sobre el sorprendente descansadero de los Sox? Una agradable sorpresa de los Red Sox, ¿no creen? Llámenme, díganme su opinión. Después de esto».

Una voz dichosa empezó a canturrear una tonada conocida: «¿A quién llamas cuando se te rompe el parabrisas?».

—1-800-54-GIANT —dijo Trisha, y abandonó la WEEI. Quizá podría sintonizar otro partido. Hasta los odiados Yankees servirían. Pero antes de encontrar un partido de béisbol, se quedó transfigurada al oír su nombre.

«… se están esfumando para la niña de nueve años Patricia McFarland, desaparecida desde el sábado por la mañana».

La voz del locutor se oía desvaída, fluctuante, apagada por la estática. Trisha se inclinó y apretó más los auriculares en los oídos.

«Las autoridades policiales de Connecticut, siguiendo una pista comunicada por teléfono a la policía estatal de Maine, han detenido hoy a Francis Raymond Mazzerole, de Weymouth, Massachusetts, y le han interrogado durante seis horas en relación con la desaparición de la pequeña McFarland. Mazzerole, un obrero de la construcción que actualmente trabaja en el proyecto de un puente en Hartford, ha sido condenado dos veces por pederastia, y tiene solicitada la extradición a Maine por causas pendientes de acoso sexual y pederastia. Al parecer, ignora por completo el paradero de Patricia McFarland. Fuentes próximas a la investigación refieren que Mazzerole afirma haber estado en Hartford el pasado fin de semana, y numerosos testigos corroboran…».

El sonido se desvaneció. Trisha apagó el aparato y se quitó los auriculares. ¿Aún la estaban buscando? Era probable, pero imaginó que habían dedicado casi todo el día a interrogar al tal Mazzerole.

—Qué pandilla de inútiles —dijo desconsolada, y devolvió el walkman a la mochila.

Se tendió sobre las ramas de pino, extendió el capote sobre ella, se quitó las zapatillas y buscó la postura más cómoda. Sopló una leve brisa, y se alegró de haber elegido un sitio entre los salientes rocosos. La noche era fresca, y la temperatura bajaría aún más antes de que saliera el sol.

Sobre su cabeza brillaban miles de estrellas, tal como estaba previsto. Miles, ni una más ni una menos. Su brillo se apagaría un poco cuando saliera la luna, pero ahora brillaban lo suficiente para pintar de escarcha sus sucias mejillas. Como siempre, Trisha se preguntó si existiría vida en alguno de aquellos puntos brillantes. ¿Habría selvas pobladas por fabulosos animales alienígenas? ¿Pirámides? ¿Reyes y gigantes? ¿Alguna versión del béisbol?

—¿A quién llamas cuando se te rompe el parabrisas? —cantó en voz baja Trisha—. 1-800-54…

Se interrumpió y aspiró el aire sobre el labio inferior, como si se hubiera hecho daño. Fuego blanco surcó el cielo cuando una estrella cayó. La estela recorrió la mitad del cielo, y luego sé apagó. No era una estrella, por supuesto, una estrella de verdad, sino un meteoro.

Vio otra, y después otra. Trisha se incorporó, los harapos del capote cayeron sobre su regazo, con los ojos abiertos de par en par. Llegó una cuarta y una quinta, en otra dirección. No era sólo un meteoro, sino una lluvia de meteoros.

Como si algo hubiera estado esperando a que lo comprendiera, el cielo se iluminó en una silenciosa tormenta de estelas brillantes. Trisha miraba con la cabeza ladeada, los ojos como platos y los brazos cruzados sobre el pecho, aferrándose los hombros con sus manos de uñas mordisqueadas. Nunca había visto algo así, nunca había soñado que pudiera existir algo así.

—¡Oh, Tom! —susurró con voz temblorosa—. ¡Oh, Tom, mira eso! ¿Lo ves?

En su gran mayoría eran destellos blancos que desaparecían con tal rapidez que habrían parecido alucinaciones, de no haber tantos. Unos cuantos, no obstante (cinco u ocho), iluminaron el cielo como fuegos artificiales silenciosos, brillantes franjas de un naranja rabioso en los bordes. Podía tratarse de un engaño visual, pero Trisha no lo creyó así.

Por fin, la lluvia empezó a disiparse. Trisha se tumbó de nuevo y acomodó las partes doloridas de su cuerpo hasta encontrar la postura adecuada. Mientras tanto, no dejó de vigilar los destellos cada vez más ocasionales, hasta que se quedó dormida.

Sus sueños fueron vívidos pero fragmentarios: una especie de lluvia de meteoros mental. El único que recordaría con claridad fue el que tuvo justo antes de despertarse en plena noche, tosiendo y con frío, tendida de costado con las rodillas contra la barbilla, sacudida por temblores.

En el sueño, Tom Gordon y ella se encontraban en una pradera sembrada de arbustos y árboles jóvenes, sobre todo abedules. Tom estaba de pie junto a un poste astilloso que le llegaba a la altura de la cadera. Sobre él había un viejo perno de aro, rojizo a causa de la herrumbre. Tom lo movía entre sus dedos de un lado a otro. Llevaba la chaqueta de calentamiento sobre el uniforme. El uniforme gris asfalto. Esta noche estaría en Oakland. Había interrogado a Tom acerca de «ese rollo de señalar». Sabía la respuesta, por supuesto, pero preguntó de todos modos. Tal vez porque Walt de Framingham había querido saberlo, y un retrasado mental como Walt no creería a una niña pequeña perdida en el bosque. Walt querría saberlo de labios del cerrador.

—Señalo porque la naturaleza de Dios consiste en manifestarse al final de la novena —dijo Tom. Dio vueltas al perno de aro entre sus dedos. De un lado a otro, de un lado a otro. ¿A quién llamas cuando se ha roto tu perno de aro? Marcas el 1-800-54-PERNODEARO, por supuesto—. En particular cuando las bases están llenas y sólo hay un eliminado.

Algo castañeteó en el bosque, tal vez en señal de burla. El castañeteo aumentó de intensidad, hasta que Trisha abrió los ojos en la oscuridad y se dio cuenta de que era el sonido de sus dientes.

Se levantó poco a poco, mientras todo su cuerpo protestaba. Sus piernas eran la parte más dolorida, seguida de la espalda. Una ráfaga de viento la azotó (esta vez no era una brisa sino una ráfaga) y estuvo a punto de derribarla. Se preguntó cuánto peso habría perdido. Una semana así, y podrán atarme a una cuerda y hacerme volar como una cometa. Rió de la idea, y la risa se convirtió en otro ataque de tos. Permaneció de pie con las manos apoyadas en las piernas, justo encima de las rodillas, la cabeza gacha, tosiendo. Las toses se iniciaban en el pecho y salían de su boca como ladridos. Estupendo. Fantástico. Se tocó la frente, pero no pudo decidir si tenía fiebre o no.

Caminó lentamente, con las piernas bien abiertas (el trasero le escocía menos así), volvió a los pinos y rompió más ramas, esta vez con la intención de apilarlas sobre ella como si fueran mantas. Volvió a su lecho improvisado con los brazos cargados, regresó por más y se detuvo a mitad de camino entre los árboles y el lugar donde había elegido dormir. Describió un lento círculo bajo las estrellas de las cuatro de la mañana.

—Déjame en paz, ¿quieres? —gritó, y empezó a toser otra vez. Cuando la tos cedió, lo repitió en voz más baja—: ¿No puedes parar ya? ¿No puedes dejarme en paz?

Nada. Ningún ruido, sólo el susurro del viento entre los árboles… y un gruñido. Bajo y suave, ni remotamente humano. Trisha permaneció donde estaba sosteniendo su fragante cargamento de ramas. Se le puso la piel de gallina. ¿De dónde había venido ese gruñido? ¿De este lado del arroyo? ¿Del otro?

¿De la pineda? Tuvo la horrible idea, casi una certidumbre, de que venía de los pinos. La cosa que la estaba espiando estaba entre los pinos. Mientras recogía ramas con las que cubrirse, tal vez su cara se había detenido a menos de un metro de la suya.

Sus garras, las que habían arañado los árboles y desmembrado a los ciervos, tal vez se habían inmovilizado a escasos centímetros de sus manos, dedicadas a arrancar y cortar ramas.

Trisha tosió de nuevo, y eso la impulsó a moverse. Dejó caer las ramas y se arrastró entre ellas sin el menor intento de crear orden en aquel caos. Se encogió y gimió cuando una de ellas se le hincó en la cadera, y después se quedó quieta. Intuyó que se acercaba, que salía de los pinos e iba por ella de una vez por todas. La cosa tan especial de la niña impertinente, el dios de los Extraviados del sacerdote-avispa. Podías llamarlo como te diera la gana: el señor de los lugares oscuros, el emperador de los sótanos, la peor pesadilla de un niño. Fuera como fuese, se había cansado de jugar con ella. Ahora apartaría a zarpazos las ramas que la cubrían y se la comería viva.

Trisha, sacudida por toses y escalofríos, perdido todo sentido de la realidad y la racionalidad (momentáneamente loca, de hecho), enlazó las manos bajo la nuca y esperó a que las garras de aquella cosa la desgarraran y la engullera con su boca erizada de colmillos. Se quedó dormida así, y cuando despertó con las primeras luces de la mañana del martes, se le habían dormido ambos brazos, y al principio tampoco pudo doblar el cuello. Tuvo que caminar con la cabeza algo ladeada.

Supongo que ya no tendré que preguntarle a la abuela qué se siente cuando uno es viejo, pensó mientras orinaba en cuclillas. Creo que ahora lo sé.

Mientras regresaba a la pila de ramas donde había dormido (como una ardilla en una madriguera, pensó con ironía), vio que una de las lomas repletas de agujas (la más cercana a la suya, de hecho) parecía removida. Habían esparcido las agujas y cavado hasta dejar al descubierto la tierra negra. Así pues, tal vez no había enloquecido. O no del todo. Porque después de que ella se durmiera, algo había venido. Tal vez se había acuclillado a su lado y la había observado mientras dormía. Se preguntó si ya había llegado el momento de devorarla, y al final decidió que no, que la dejaría madurar un día más. Para que se endulzara como una gaulteria.

Trisha dio vueltas en círculos, con una leve sensación de déjà vu, pero no recordó si había descrito el mismo círculo casi en el mismo lugar, tan sólo unas horas antes. Se detuvo cuando volvió al punto de partida, y cubrió una tos nerviosa con la mano. Cuando tosió le dolió el pecho, un pequeño dolor sordo muy profundo. No le importó demasiado. Al fin y al cabo, el dolor era cálido, y notaba frío en el resto de su cuerpo.

—Se ha ido, Tom —dijo—. Sea lo que sea, se ha ido. Al menos por un rato.

« —dijo Tom—, pero volverá. Tarde o temprano, tendrás que enfrentarte a eso».

—Ya ha habido bastante maldad por hoy —dijo Trisha. Ésa era de la abuela McFarland. No sabía muy bien qué significaba, pero creía saberlo más o menos, y le pareció adecuado para aquella ocasión.

Se sentó sobre una roca al lado de su loma y comió tres puñados de bayas y hayucos, diciéndose que eran galletas. Las bayas no eran tan sabrosas esa mañana (un poco duras, de hecho), y Trisha supuso que estarían menos sabrosas aún a la hora de comer. De todos modos, se obligó a comer los tres puñados, y después se acercó al arroyo a beber. Vio otra cría de trucha en el agua, y si bien las que había visto hasta el momento no eran mucho más grandes que eperlanos o sardinas grandes, decidió de repente apoderarse de una. Su cuerpo había empezado ya a desentumecerse, hacía más calor a medida que el sol ascendía en el cielo, y empezó a sentirse un poco mejor. Casi esperanzada. Tal vez afortunada, incluso. Hasta la tos había cesado.

Volvió a su cama improvisada, extrajo los restos de su pobre capote y lo extendió sobre uno de los afloramientos rocosos. Buscó una piedra de borde afilado y la encontró cerca del lugar donde el arroyo caía sobre el extremo redondeado del peñasco hasta el valle. La pendiente era tan empinada como aquella por la que había resbalado el día que se había perdido (tenía la sensación de que habían transcurrido cinco años desde entonces), pero pensó que el descenso sería más fácil. Había montones de árboles a los que cogerse.

Trisha se acercó con su improvisada herramienta cortante al capote (extendido de aquella manera sobre la roca, parecía una gran muñeca de papel azul), y cortó la capucha por debajo de la línea de los hombros. Dudaba de poder atrapar un pez con la capucha, pero sería divertido intentarlo y no tenía ganas de probar la pendiente hasta haberse alimentado un poco más. Canturreó para sí mientras trabajaba, primero la canción de los Boyz To Da Maxx que se le había metido en la cabeza, después el MMMm-Bop de los Hansons, y después un fragmento de Take Me Out to the Ballgame, pero en particular repetía aquello de «¿A quién llamas cuando se te rompe el parabrisas?».

La brisa helada de la noche había alejado a los insectos, pero a medida que aumentaba el calor se iba formando la nube habitual alrededor de la cabeza de Trisha. Apenas reparó en ellos, y sólo soltaba un manotazo impaciente cuando se le acercaban demasiado a los ojos.

Cuando hubo terminado de cortar la capucha, la sostuvo al revés y la examinó. Interesante. Un trabajo estúpido, sin duda, pero no por ello menos interesante.

—¿A quién llamas, nena, a quién llamas cuando se te ha roto la maldita cosa? —canturreó Trisha, y caminó hacia el arroyo.

Plantó los pies sobre dos rocas que sobresalían a ambos lados del agua. Miró la corriente entre sus piernas abiertas. Se veía con claridad el lecho guijarroso. En aquel momento no había ningún pez, pero si quería aprender a pescar debía ser paciente.

—Rodéame con tus brazos… porque voy a comerte —cantó, y luego rió. ¡Qué tontería! Se agachó y hundió su red improvisada en el arroyo.

La corriente tiró de la capucha entre sus piernas, pero siguió abierta. El problema era su postura: la espalda inclinada y la cabeza al nivel de la cintura. No podría continuar así durante mucho rato más, y si intentaba acuclillarse entre las rocas sus piernas doloridas y temblorosas la traicionarían y acabaría cayendo en el arroyo. Lo cual no contribuiría a la mejoría de su tos.

Cuando sus sienes empezaron a latir, Trisha dobló las rodillas y alzó el torso un poco. Miró arroyo arriba y vio tres destellos plateados (peces, sin duda) que venían hacia ella. Si hubiera tenido tiempo de reaccionar, habría dado un tirón a la capucha sin conseguir nada. Pero sólo tuvo tiempo para un único pensamiento

(como estrellas fugaces submarinas)

y los destellos plateados culebrearon entre las rocas sobre las que estaba erguida. Uno de ellos se escurrió, pero los otros dos se metieron de cabeza en la capucha.

¡Bingo! —gritó Trisha.

Con ese grito (que expresaba tanto desaliento y sobresalto como alegría), se inclinó y cerró el borde de la capucha. Estuvo a punto de perder el equilibrio y caer al arroyo, pero logró mantenerse erguida: Alzó la capucha, llena de agua, y volvió a la orilla. Una trucha se retorció y consiguió escurrirse, cayó al agua y se alejó con la corriente.

—¡Caracoles! —gritó Trisha, al tiempo que reía.

Cuando llegó a terreno llano, miró en el interior de la capucha, convencida de que no habría nada. Había perdido el otro pez, porque las chicas no pescan truchas, ni siquiera crías, con las capuchas de sus capotes. Sin embargo, la trucha continuaba allí, dando vueltas como en una pecera.

—Dios, ¿qué voy a hacer ahora? —dijo Trisha. Era una auténtica súplica.

Fue su cuerpo quien contestó, no su espíritu. Había visto montones de dibujos animados en que el Coyote miraba al Correcaminos y lo veía convertido en la comida de Acción de Gracias. Ella reía, Pete reía, hasta mamá reía. Trisha no rió ahora. Las bayas y los hayucos del tamaño de pepitas de girasol estaban muy bien, pero no bastaban. Ni siquiera cuando los comías mezclados y te decías que eran galletas, no bastaban. La reacción de su cuerpo a la trucha de veinte centímetros que nadaba en la capucha azul era radicalmente diferente, no se trataba exactamente de hambre sino de una especie de apretujón, un calambre que nacía de su estómago pero, en realidad, llegaba de todas partes, un grito inarticulado

(DAME ESO)

muy poco relacionado con el cerebro. Era una trucha, una cría que no llegaba al tamaño legal, pero vieran lo que vieran sus ojos, su cuerpo veía comida. Comida de verdad.

Trisha sólo tenía una idea clara cuando acercó la capucha a los restos del capote, que seguía extendido sobre el afloramiento (una muñeca de papel sin cabeza): Lo haré, pero nunca hablaré de ello. Si me encuentran y me rescatan, les contaré todo, excepto que me caí sobre mi propia mierda… y esto.

Actuó sin planificación ni escrúpulos. Su cuerpo apartó a su mente de un manotazo y tomó el control. Derramó el contenido de la capucha sobre el suelo cubierto de agujas, y vio al pececillo dar saltos, casi asfixiado. Cuando quedó inmóvil, lo cogió, lo depositó sobre el capote y lo abrió en canal con una piedra. Surgió un hilillo de líquido; más parecido a mocos que a sangre. Vio las diminutas tripas rojas del pez. Las extrajo con la uña del pulgar. Debajo había espina. Intentó sacarla y extrajo la mitad. Durante ese trajín su mente sólo intentó imponerse en una ocasión: «No te comas la cabeza», le dijo en un tono razonable que no disimulaba el horror y el asco. «Quiero decir… los ojos, Trisha. ¡Los ojos!» Después, su cuerpo tomó de nuevo el mando, esta vez con más rudeza. «Cuando quiera tu opinión, golpearé los barrotes de tu jaula», solía decir Pepsi.

Trisha cogió el pececillo por la cola, volvió al arroyo y lo hundió para limpiarlo. Luego engulló la mitad superior de la trucha. Crujieron pequeñas espinas entre sus dientes. Su mente intentó mostrarle los ojos de la trucha, que se deslizaban por su lengua como oscuros fragmentos de jalea. Visualizó una imagen borrosa, pero su cuerpo volvió a imponerse, implacable. La mente volvería cuando fuera necesario. La imaginación volvería cuando fuera necesario. En ese momento, su cuerpo estaba al mando, y el cuerpo decía: «Comida, es comida, tal vez sea demasiado temprano, pero la comida está servida; esta mañana tenemos pescado fresco».

El trozo de trucha descendió por su garganta como un gran trago de aceite con grumos. El sabor era horrible y maravilloso al mismo tiempo. Sabía a vida. Trisha meneó la otra mitad de la trucha, dedicó un momento a extraer un trozo de espina, y susurró:

—Marque el 1-800-54-PESCADO-FRESCO.

Y se zampó el resto de la trucha, con cola y todo.

Una vez terminado el ágape, se secó la boca y se preguntó si lo vomitaría todo. Había comido pescado crudo, y si bien el sabor todavía anegaba su garganta, apenas podía creerlo. Su estómago sufrió una arcada, y Trisha pensó: Ya está. Eructó y su estómago se tranquilizó. Apartó la mano de la boca y vio algunas escamas relucientes en la palma. Las secó en los tejanos con una mueca, y después se acercó a su mochila y guardó los restos del capote y la capucha cortada (que había funcionado muy bien, al menos con peces jóvenes y estúpidos) junto con sus restantes provisiones. Volvió a colgarse la mochila. Se sentía fuerte, avergonzada de sí misma, orgullosa de sí misma, febril y un poco chiflada.

No hablaré de esto, así de claro. No he de hablar de esto y no lo haré. Aunque salga de aquí.

—Y merezco salir —dijo en voz baja—. Cualquiera capaz de comer pescado crudo merece salir.

«Los japoneses comen a montones», dijo la niña impertinente, mientras Trisha se ponía en marcha siguiendo el curso del arroyo.

—Pues se lo diré a ellos —dijo Trisha—. Si alguna vez voy a su país, se lo diré.

Por una vez, la niña impertinente pareció quedarse sin respuesta. Trisha se alegró.

Bajó la pendiente hasta llegar al valle, donde el arroyo atravesaba un bosque de abetos y árboles caducos entremezclados. Formaban una masa casi compacta, pero había menos maleza y pocos zarzales, y Trisha avanzó sin dificultades durante casi toda la mañana. No experimentaba la sensación de que la vigilasen, y el pescado había revitalizado su energía. Fingió que Tom Gordon paseaba con ella, y sostuvieron una larga e interesante conversación, que giró casi siempre alrededor de Trisha. Por lo visto, Tom quería saber todo sobre ella: sus clases favoritas en la escuela, por qué pensaba que el señor Hall era malvado si ponía deberes los viernes, por qué Debra Gilhooly era tan desagradable, cómo se les había ocurrido a Pepsi y a ella la idea de disfrazarse de Spice Girls el último Halloween, cuando mamá había dicho que la madre de Pepsi podía hacer lo que quisiese, pero que su hija de nueve años no iba a salir por ahí con minifalda, tacones altos y un top. Tom comprendía perfectamente la vergüenza padecida por Trisha.

Le estaba contando que Pete y ella pensaban regalar a su padre un puzzle personalizado para el día de su cumpleaños, comprado a la empresa de Vermont que los fabricaba (si era demasiado caro, se conformarían con una cortadora de césped), cuando se detuvo con brusquedad. Dejó de moverse. Dejó de hablar.

Escudriñó el arroyo con expresión compungida, mientras una mano espantaba de manera automática a la nube de insectos que rodeaba su cabeza. La maleza empezaba a crecer entre los árboles, que eran más enclenques. La luz era más brillante. Los grillos zumbaban y cantaban.

—No —dijo Trisha—. No. Ni hablar. Otra vez no.

El silencio reciente del arroyo era lo que la había distraído de su fascinante conversación con Tom Gordon (las personas imaginarias eran los mejores oyentes). El agua ya no susurraba ni alborotaba, debido a que la velocidad de la corriente había disminuido. Había más hierba en su lecho que sobre el valle. Estaba empezando a dispersarse.

—Si desemboca en otro pantano me mataré, Tom.

Una hora después, Trisha avanzaba cansinamente por un bosque de álamos y abedules. Se llevó la mano a la frente para aplastar un mosquito particularmente pesado, y la dejó allí, la viva imagen de un ser humano agotado y que no sabe que hacer o a dónde dirigirse.

En algún momento, el arroyo había desbordado sus orillas de baja altura e inundado una extensa zona de tierra despejada, de manera que había creado un pantano poco profundo de cañas y espadañas. Entre la vegetación, el sol brillaba sobre las aguas estancadas. Los grillos chirriaban; las ranas croaban; en el cielo, dos halcones planeaban con sus alas inmóviles. En algún lugar, un cuervo graznaba. El aspecto del pantano no era desagradable, como la marisma de lomas y madera podrida que había vadeado, pero se extendía durante al menos dos kilómetros (o tal vez tres) antes de llegar a un cerro bajo cubierto de pinos.

Y el arroyo, por supuesto, había desaparecido.

Trisha se sentó en el suelo y empezó a decir algo a Tom Gordon, pero comprendió lo estúpido que resultaba mentir cuando estaba claro (más claro a cada hora que pasaba) que iba a morir. Daba igual cuánto caminara o cuántos peces lograra comerse. Se echó a llorar, con la cara entre las manos.

—¡Quiero a mi madre! —gritó. Los halcones se habían ido, pero el cuervo seguía graznando cerca de aquel cerro boscoso—. ¡Quiero a mi madre, quiero a mi hermano, quiero a mi muñeca, quiero ir a casa!

Las ranas sólo croaban, y le recordaban la historia que papá le había leído cuando era pequeña: un coche atascado en el barro, y todas las ranas croando alrededor. Le había dado mucho miedo.

Lloró con todas sus fuerzas, y en un momento dado sus lágrimas (tantas lágrimas, tantas malditas lágrimas) la irritaron. Alzó la vista, rodeada de insectos, y las odiadas lágrimas continuaron resbalando por su cara.

—¡Quiero a mi madre! ¡Quiero a mi hermano! ¡Quiero salir de aquí! ¿Me oyes?

Pataleó con tal fuerza que una zapatilla salió disparada. Sabía que estaba sucumbiendo a un berrinche, el primero desde los cinco o seis años, pero le daba igual. Se tumbó de espaldas, golpeó el suelo con los puños, luego arrancó puñados de hierba y los lanzó al aire.

¡¡Quiero salir de aquí!! ¿Por qué no me encontráis, capullos de mierda? ¿Por qué no me encontráis? ¡¡¡Quiero… ir… a… casa!!!

Siguió con la vista clavada en el cielo, jadeante. Le dolía el estómago y la garganta de tanto gritar, pero se sintió un poco mejor, como si se hubiera desembarazado de algo peligroso. Se cubrió la cara con un brazo y dormitó, sin dejar de sorber por la nariz.

Cuando despertó, el sol estaba situado sobre el cerro, al otro lado del pantano. El día había dado paso a la tarde. «Dime, Johnny, ¿qué tenemos para nuestros concursantes? Bien, Bob, tenemos otra tarde. El premio no es muy importante, pero imagino que es lo mejor que una pandilla de capullos de mierda como nosotros puede conseguir».

La cabeza le dio vueltas cuando se levantó. Un escuadrón de moscones negros voló perezosamente ante su campo de visión. Por un momento creyó que iba a desmayarse. La sensación pasó, pero la garganta le dolió cuando tragó saliva, y notó la cabeza caliente. No tendría que haberme dormido bajo el sol, se dijo, sólo que dormirse bajo el sol no era el motivo de que se sintiera así. La razón era que estaba enfermando.

Se puso la zapatilla perdida durante su estúpida pataleta y luego comió un puñado de bayas y bebió agua. Divisó un matorral de helechos al borde del pantano y los comió. Eran sosos y mucho más duros que sabrosos, pero se obligó a engullirlos. Una vez terminada la merienda, se levantó y miró hacia el otro lado del pantano, pero esta vez se protegió los ojos del sol. Al cabo de un momento meneó la cabeza con movimientos lentos y cansados, el gesto de una mujer, no el de una niña, incluso el de una anciana. Veía el cerro con claridad y estaba segura de que el terreno era seco, pero se sentía incapaz de atravesar otra ciénaga con las zapatillas atadas alrededor del cuello. Ni aunque ésta fuera menos profunda que la anterior y el suelo menos asqueroso. Ni por todos los helechos del mundo. ¿Para qué, si no había arroyo que seguir? Tal vez encontraría ayuda, u otro arroyo.

Con esta idea, torció hacia el norte y caminó por la ribera este del pantano, que se extendía sobre casi todo el lecho del valle. Había hecho muchas cosas bien desde que se perdiera, más de las que imaginaba, pero aquélla fue una mala decisión, la peor que tomaba desde que abandonara el sendero. Si hubiera atravesado la ciénaga y trepado al cerro, habría visto Devlin Pond, en las afueras de Green Mount, New Hampshire. Devlin era pequeño, pero había cabañas en el extremo sur y una carretera rural que conducía a la carretera 52 de New Hampshire.

Un sábado o un domingo, Trisha habría oído sin duda el zumbido de las motoras en el estanque, conducidas por los que practicaban esquí acuático con sus críos. Después del Cuatro de julio había motoras todos los días de la semana, a veces tantas que debían esforzarse para no chocar. Pero estaba a mediados de una semana de principios de junio, y en Devlin no había nadie más que un par de pescadores con barquitas de vela, y por lo tanto Trisha sólo oyó las aves, las ranas y los insectos. En lugar de encontrar el estanque, se desvió hacia la frontera canadiense y empezó a adentrarse más en los bosques. A unos seiscientos kilómetros de distancia en línea recta se encontraba Montreal.