SEXTA ENTRADA

Cuando Trisha despertó los pájaros estaban cantando con entusiasmo. La luz era intensa y brillante, como siempre a mediodía. Habría podido dormir todavía más, pero el hambre no se lo permitió. Rugía desde su garganta hasta las rodillas. Y en medio dolía, dolía mucho. Como si algo la pellizcara por dentro. Era una sensación aterradora. Ya se había sentido hambrienta en otras ocasiones, pero nunca hasta el extremo de dolerle así.

Salió de su refugio, lo derribó una vez más, se puso en pie y cojeó hasta el arroyo con las manos apoyadas sobre su región lumbar. Debía recordar a la abuela de Pepsi Robichaud, la que era sorda y padecía una artritis tan grave que necesitaba utilizar un andador. La abuela Cascarrabias, la llamaba Pepsi.

Trisha se puso de rodillas, hundió las manos en el agua y bebió como un caballo en un abrevadero. Si el agua le sentaba mal otra vez, pues mala suerte. Tenía que echarle algo al estómago.

Se levantó, miró alrededor, se subió los tejanos (le ajustaban a la perfección cuando se los había puesto en Sanford, hacía una eternidad, pero ahora le venían grandes), y empezó a bajar la colina paralela al arroyo. Ya no albergaba esperanzas de que la fueran a sacar del bosque, pero al menos pondría algo de distancia entre ella y el Cagadero de Trisha. Al menos conseguiría eso.

Había caminado unos cien pasos cuando habló la niña mala. «¿No has olvidado algo, corazón?» Hoy, la niña mala hablaba como si estuviera cansada, pero su voz era tan fría e irónica como siempre. Y correcta, cómo no. Trisha permaneció inmóvil con la cabeza gacha y el pelo colgando, luego dio media vuelta y ascendió la colina, en dirección a su campamento nocturno. Tuvo que parar dos veces y dejar que su corazón acelerado se tranquilizara. Se quedó impresionada por la escasa energía que le quedaba.

Llenó su botella de agua, guardó los restos del capote en la mochila, exhaló un suspiro cuando notó el peso de ésta al levantarla (el maldito trasto estaba casi vacío, por el amor de Dios), y se puso en marcha una vez más. Caminaba con lentitud, casi arrastrando los pies, y si bien iba cuesta abajo, se vio obligada a parar a descansar cada quince minutos o así. Su corazón martilleaba. Todos los colores del mundo parecían demasiado brillantes, y cuando una urraca graznó desde una rama cercana, tuvo la impresión de que el sonido perforaba sus tímpanos como agujas. Fingió que Tom Gordon la acompañaba, y al cabo de un rato ya no tuvo que fingir. Caminaba a su lado, y aunque sabía que era una alucinación, parecía tan real a la luz del día como a la luz de la luna.

A eso del mediodía, Trisha tropezó con una roca y cayó cuan larga era sobre unos arbustos. Permaneció inmóvil, sin aliento, y su corazón martilleaba con tanta fuerza que vio lucecitas blancas ante sus ojos. La primera vez que intentó arrastrarse hasta terreno despejado, no lo consiguió. Esperó, descansó, trató de conservar una inmovilidad absoluta con los ojos entrecerrados, y después probó de nuevo. Esta vez se recuperó, pero cuando intentó incorporarse las piernas no la sostuvieron. No le extrañó. Durante las últimas cuarenta y ocho horas no había comido más que un huevo duro, un bocadillo de atún, dos Twinkies y unos cuantos helechos. Además, había padecido vómitos y diarrea.

—Voy a morir, ¿verdad, Tom? —preguntó con voz serena y lúcida.

No hubo respuesta. Trisha levantó la cabeza y paseó la mirada alrededor. El número 36 había desaparecido. Se arrastró hasta el arroyo y bebió. Daba la impresión de que el agua ya no afectaba a su estómago. Ignoraba si eso quería decir que ya se había acostumbrado, o que su cuerpo había desistido de deshacerse de las impurezas.

Trisha se sentó, se secó la boca y miró en dirección noroeste, siguiendo el curso del arroyo. La elevación del terreno que se extendía ante ella era moderada, y parecía que el bosque cambiaba de nuevo. Los abetos daban paso a árboles más jóvenes y pequeños, con mucha maleza que dificultaba el paso. No sabía hasta cuándo podría continuar en aquella dirección. Si intentaba caminar por en medio del arroyo, supuso que la corriente la arrastraría. No había helicópteros ni perros ladradores. Imaginó que podría oír aquellos sonidos si quería, al igual que podía ver a Tom Gordon a su capricho, de modo que valía más no pensar en eso. Si algún sonido la sorprendía, tenía que ser real.

Trisha pensaba que ningún sonido iba a sorprenderla.

Voy a morir en el bosque. —Esta vez no era una pregunta.

Su cara se demudó en una expresión de pesar, pero sin lágrimas. Extendió las manos y las miró. Estaban temblando. Por fin, se levantó y echó a caminar. Mientras bajaba con lentitud la colina, agarrándose a árboles y ramas para no caer, dos detectives estaban interrogando a sus padres. Aquella misma tarde, unas horas después, un psiquiatra que colaboraba con la policía estatal intentó hipnotizarles, y lo consiguió con Pete. Sus preguntas se centraban en lo que habían visto en el aparcamiento el sábado por la mañana, cuando se disponían a iniciar la excursión. ¿Habían visto una furgoneta azul? ¿Habían visto a un hombre de ojos azules y con gafas?

—Oh, Dios mío —dijo Quilla, y dejó escapar por fin las lágrimas que hasta el momento había reprimido—. Cree que mi hija ha sido raptada, ¿verdad? Sin que nos diéramos cuenta, mientras discutíamos.

Al oír eso, Pete también rompió a llorar.

En el TR-90, el TR-100 y el TR-110, proseguía la búsqueda de Trisha, pero el perímetro se había limitado, y los hombres y mujeres que peinaban los bosques habían recibido instrucciones de concentrarse en la zona cercana al lugar donde la niña había sido vista por última vez. Los exploradores buscaban más los efectos de la niña que a la niña en sí: su mochila, su capote, sus prendas. Sin embargo, no buscaban sus bragas. Todos estaban convencidos de que no iban a encontrarlas. Los cabrones como Mazzerole solían conservar la ropa interior de sus víctimas, incluso mucho después de que hubieran arrojado sus cuerpos a zanjas o alcantarillas.

Trisha McFarland, que no había visto en su vida a Francis Raymond Mazzerole, se encontraba ahora a 45 kilómetros más allá del perímetro noroeste de la nueva zona de búsqueda. Los guías del estado de Maine y los guardabosques del Servicio Forestal no se lo habrían creído, incluso sin la falsa pista, pero era cierto. Ya no estaba en Maine. A las tres de aquel lunes por la tarde había cruzado la frontera de New Hampshire.

Una o dos horas después, Trisha vio los arbustos, cerca de un hayedo cercano al arroyo. Caminó hacia ellos, sin atreverse a dar crédito a sus ojos, ni cuando vio las bayas rojas. ¿No se había dicho que era capaz de ver y oír cosas a voluntad?

Cierto… pero también se había dicho que, si se llevaba una sorpresa, las cosas que vería y oiría tal vez fueran reales. Otros cuatro pasos la convencieron de que los arbustos eran reales. Los arbustos… y la exuberante carga de gaulterias que colgaba de ellos, como manzanas diminutas.

—¡Bayas! —gritó con voz quebrada y ronca, y sus últimas dudas se disiparon cuando dos cuervos que se estaban dando un festín con la fruta caída alzaron el vuelo con graznidos de reprobación.

Trisha tenía la intención de caminar, pero descubrió que estaba corriendo. Cuando llegó a los arbustos, paró en seco, con la respiración entrecortada y las mejillas ruborizadas. Extendió sus manos mugrientas, todavía convencida en parte de que, cuando intentara tocarlas, se desvanecerían. Los arbustos rielarían como un efecto especial de una película (los amados morfins de Pete) y mostrarían su realidad: más zarzales, sedientos de su sangre.

—No —dijo, y extendió las manos. Dudó un momento más, y luego… oh, y luego…

Notó las gaulterias pequeñas y blandas bajo sus dedos. Aplastó la primera que cogió. Lanzó gotitas de zumo rojo sobre su piel, y pensó en una ocasión que había visto afeitarse a su padre y se había cortado.

Levantó el dedo coronado de gotitas (y un poco de piel de baya), se lo llevó a la boca y lo introdujo entre sus labios. Tenía un sabor dulce y penetrante, que recordaba a zumo de manzana bebido de una botella recién sacada de la nevera. El sabor la hizo llorar, pero no fue consciente de las lágrimas que resbalaban sobre sus mejillas. Ya estaba buscando más bayas, las arrancaba de las hojas a racimos, se las metía en la boca a puñados, sin apenas masticar, las tragaba y buscaba más.

Vivió la experiencia al límite, totalmente absorta en ella, como Pepsi habría dicho. Su yo pensante parecía muy lejano, un mero observador. Cerraba su mano alrededor de racimos de bayas y los arrancaba. Sus dedos se tiñeron de rojo, también sus palmas, y al cabo de poco rato, su boca. A medida que se adentraba más entre los arbustos, fue adoptando la apariencia de una niña que había sufrido pavorosos arañazos y necesitaba ingresar en el servicio de urgencias más próximo.

Comió algunas hojas, además de las bayas, y su madre tenía razón: eran muy buenas, aunque no fueras una marmota. Yupi. Los dos sabores combinados le recordaron la jalea que la abuela McFarland servía con el pollo a la brasa.

Habría seguido abriéndose paso hacia el sur durante un rato más, pero el sendero de bayas llegó a un brusco final. Trisha salió del último grupo de arbustos y se topó de frente con la cara dócil y sobresaltada, y los ojos pardos, de una cierva de buen tamaño. Dejó caer un doble puñado de bayas y chilló, entre lo que ahora parecía una aplicación demencial de pintalabios.

Los ruidos que hacía Trisha al avanzar entre los arbustos no habían incomodado a la cierva, que sólo pareció molesta por el grito de la niña. Más tarde, Trisha pensó que aquel animal sería afortunado si sobrevivía a la temporada de caza. La cierva se limitó a mover las orejas y dio dos ágiles pasos hacia atrás (más bien dos saltos), hasta plantarse en un claro bañado por la luz doradoverdosa del ocaso.

Más atrás había dos cervatos que se sostenían sobre unas patas larguiruchas. La cierva miró a Trisha y luego se acercó a sus retoños con largas zancadas. Trisha, tan maravillada como cuando había visto a los castores, pensó que la cierva se movía como un ser provisto de almohadillas en las patas.

Los tres ciervos se inmovilizaron en el claro, casi como si estuvieran posando para un retrato de familia. Después, la madre empujó con el hocico a uno de los cervatos (o quizá le mordisqueó el flanco), y los tres se marcharon. Trisha vio moverse sus colas blancas mientras descendían la colina, y después tuvo el claro para ella sola.

—¡Adiós! —gritó—. Gracias por pararos a…

Enmudeció cuando comprendió por qué estaban los ciervos en aquel lugar. El suelo del bosque estaba sembrado de nueces. Lo sabía gracias a las clases de ciencias del colegio. Un cuarto de hora antes se estaba muriendo de hambre. Era como encontrarse en una cena de Acción de Gracias… en versión vegetariana, sí, pero ¿y qué?

Trisha se arrodilló, cogió una nuez y apoyó lo que quedaba de sus uñas sobre la juntura de la cáscara. No esperaba gran cosa, pero se abrió con casi tanta facilidad como un cacahuete. La cáscara era del tamaño de un nudillo, y la nuez un poco más grande que una semilla de girasol. La probó, algo dudosa, pero estaba buena. A su manera, parecía tan buena como las gaulterias.

Las bayas la habían satisfecho casi por completo. No tenía ni idea de cuántas se había zampado (por no hablar de las hojas; debía de tener los dientes tan verdes como Arthur Rhode, aquel niño siniestro que vivía en la misma calle de Pepsi). Además, era muy probable que su estómago se hubiera encogido. Lo que debía hacer ahora era…

—Hacer acopio de alimentos —murmuró—. Sí, hacer acopio de alimentos.

Se quitó la mochila, consciente de que había recuperado su energía (era más que asombroso, un poco sobrecogedor, de hecho), y la abrió. Se arrastró por el claro recogiendo nueces. El pelo le caía encima de los ojos, su camisa mugrienta aleteaba, y de vez en cuando se tiraba de los tejanos, que le iban a la perfección cuando se los había puesto, hacía un millón de años, pero ya no querían quedarse ceñidos. Mientras recogía nueces, canturreaba la música del anuncio (1-800-54-GIANT). Cuando hubo reunido suficientes hayucos para llenar el fondo de la mochila, recorrió el tramo de gaulterias, cogiendo bayas y dejándolas caer (las que no terminaban en su boca) sobre las nueces.

Cuando llegó al lugar donde había estado antes, parada y sin atreverse a tocar lo que veía, casi se sintió recuperada. No del todo, pero sí bastante. «Ilesa» fue la palabra que se le ocurrió, y le gustó tanto que la dijo en voz alta dos veces.

Caminó hacia el arroyo, arrastrando la mochila, y se sentó bajo un árbol. En el agua, como un buen presagio, vio un pececillo moteado que seguía la dirección de la corriente, tal vez una cría de trucha.

Trisha siguió sentada unos momentos, con la cara alzada al sol y los ojos cerrados. Luego depositó la mochila sobre su regazo y metió la mano dentro, para mezclar bayas y nueces. Esa actividad la hizo pensar en el Tío Gilito, cuando jugaba en la bóveda donde guardaba el dinero, y rió de placer. La imagen era absurda y perfecta al mismo tiempo.

Descascaró media docena de nueces, las mezcló con un número similar de bayas (esta vez utilizó sus dedos manchados de carmesí para quitar los tallos con cuidado), y se metió la mezcla en la boca. Sabía de maravilla, como uno de esos desayunos a base de cereales diversos que su madre siempre tomaba, y cuando terminó el último puñado se dio cuenta de que no sólo estaba llena, sino atiborrada. Ignoraba cuánto duraría la sensación (era muy probable que nueces y bayas fueran como la comida china, que te dejaban ahíta y una hora después volvías a tener hambre), pero en aquel momento su estómago parecía un calcetín de Navidad lleno a rebosar. Era maravilloso sentirse llena. Había vivido nueve años sin saberlo, y confiaba en que nunca lo olvidaría: era maravilloso sentirse llena.

Trisha se apoyó contra el árbol y miró su mochila con felicidad y gratitud. Si no estuviera tan atiborrada habría metido la cabeza dentro como un asno en un saco de avena, para inundar la nariz con el delicioso olor combinado de bayas y nueces.

—Me habéis salvado la vida, chicos —dijo—. Habéis salvado mi jodida vida.

Al otro lado del río había un pequeño claro alfombrado de agujas de pino. La luz del sol lo bañaba con brillantes rayos amarillentos, en los que bailaba el polvo del bosque. Las mariposas danzaban y volaban en aquella luz. Trisha cruzó las manos sobre el estómago, donde el rugido se había aplacado, y contempló las mariposas. En aquel momento no añoró a su madre, su padre, su hermano ni a su mejor amiga. En aquel momento ni siquiera quería volver a casa, aunque tenía todo el cuerpo dolorido y el trasero le escocía. Estaba experimentando el placer más grande de su vida. Si salgo de ésta, nunca se lo podré decir, pensó. Contempló las mariposas que evolucionaban al otro lado del arroyo. Había dos blancas. La tercera era de un tono oscuro aterciopelado, marrón o quizá negra.

«¿Decirles qué, corazón?» Era la niñita impertinente, pero por una vez su voz no era fría, sino sólo curiosa.

La pura realidad, pensó Trisha. Tan sencilla. Comer… Tener algo que comer y quedarse llena después. Pero dijo:

—El Subaudible.

Contempló las mariposas. Dos blancas y una oscura, y las tres surcaban el aire bajo el sol de la tarde. Pensó en el negrito Sambo subido en un árbol, los tigres que corrían alrededor del tronco hasta que se fundieron y convirtieron en mantequilla.

En lo que papá llamaba manteca de leche de búfalo.

Su mano derecha se deshizo de la izquierda, rodó y cayó al suelo con la palma hacia arriba. Volverla a su sitio parecía un trabajo excesivo, y Trisha la dejó donde estaba.

«El Subaudible ¿qué, corazón? ¿Qué pasa con él?»

—Bien —dijo Trisha—. No es que no sea nada… ¿verdad?

La niña impertinente no contestó. Trisha se alegró. Se sentía tan llena, tan maravillosa. Claro que no durmió. Incluso después, cuando comprendió que tenía que haberse dormido, no tuvo esa impresión. Recordaba haber pensado en el patio trasero de su padre, detrás de la casa nueva y más pequeña, cuyo césped necesitaba una buena siega y los enanos parecían ladinos, como si supieran algo que ella ignoraba, y donde su papá empezaba a parecerle triste y viejo, con aquel olor a cerveza que siempre rezumaba de todos sus poros. La vida podía ser muy triste, y casi siempre lo era. La gente fingía que no, y mentía a sus hijos (ninguna película o programa de televisión la había preparado para perder el equilibrio y caer sobre su propia mierda, por ejemplo), para no asustarlos ni empujarlos a una vida disoluta, pero sí, podía ser triste. El mundo tenía dientes y podía morderte en cualquier momento que lo deseara. Ahora lo sabía. Sólo tenía nueve años pero lo sabía, y pensó que sería capaz de aceptarlo. Al fin y al cabo, estaba a punto de cumplir los diez, y era mayor para su edad.

¡No sé por qué hemos de pagar por vuestras equivocaciones! Era lo último que había oído decir a Pete, y ahora Trisha pensaba que sabía la respuesta. Era una respuesta dura pero muy cierta, probablemente porque sí. Y si no te gusta, compra un bosque y piérdete.

Trisha llegó a la conclusión de que ahora era mayor que Pete en muchos aspectos.

Miró arroyo abajo y vio que otro arroyo desembocaba en el suyo a unos cincuenta metros más allá. Caía sobre la orilla como una pequeña cascada. Así era como debía ser. Este segundo arroyo que había descubierto se haría más y más grande, éste la conduciría hacia la gente. La…

Desvió la vista hacia el pequeño claro que había al otro lado del arroyo y vio a tres personas que la estaban mirando. Al menos, supuso que la estaban mirando. No veía sus rostros. Ni sus pies. Llevaban hábitos largos, como los sacerdotes de los días de antaño («En los días de antaño, cuando los caballeros eran audaces y las damas enseñaban sus nalgas», cantaba a veces Pepsi Robichaud cuando saltaba a la comba). El dobladillo de los hábitos rozaba la alfombra de agujas del claro. Las capuchas ocultaban sus caras. Trisha los miró, un poco sobresaltada, pero no asustada. Dos de los hábitos eran blancos. El que llevaba la figura del medio era negro.

—¿Quiénes sois? —preguntó Trisha. Intentó sentarse un poco más erguida y descubrió que no podía. Estaba demasiado atiborrada de comida. Por primera vez en su vida experimentó la sensación de que la habían drogado con comida—. ¿Me ayudaréis? Me he perdido. Me perdí hace… —No lo recordaba. ¿Eran dos días o tres?— mucho tiempo. Ayudadme, por favor.

Las figuras se limitaron a seguir mirándola (al menos, ella suponía que la miraban), y fue entonces cuando Trisha empezó a sentirse asustada. Tenían los brazos cruzados sobre el pecho y no se veían sus manos, porque las tenían metidas en las amplias mangas de sus hábitos.

—¿Quiénes sois? ¡Decidme quiénes sois!

El de la izquierda avanzó, y cuando alzó la mano hacia la capucha, las mangas blancas resbalaron hacia atrás y dejaron al descubierto sus largos dedos blancos. Echó hacia atrás la capucha y reveló un rostro inteligente (aunque algo caballuno) de mandíbula huidiza. Se parecía al señor Bork, el profesor de ciencias de la escuela elemental de Sanford, que les había enseñado las plantas y animales del norte de Nueva Inglaterra… incluyendo, por supuesto, el hayuco, famoso en todo el mundo. Casi todos los chicos y algunas chicas (Pepsi Robichaud, por ejemplo) le llamaban Bork el Dork[1].

La miró desde el otro lado del arroyo, desde detrás de unas diminutas gafas de montura dorada.

—Vengo de parte del dios de Tom Gordon —dijo—. Aquel al que señala cuando salva un partido.

—¿Sí? —preguntó Trisha. No estaba segura de confiar en aquel tipo. Podía creer en muchas cosas, pero que Dios se pareciera a su profesor de ciencias era excesivo—. Eso es… muy interesante.

—No puede ayudarte —dijo Bork el Dork—. Hoy hay mucha actividad. Por ejemplo, un fuerte terremoto en Japón. Por regla general no interviene en los asuntos humanos, aunque debo admitir que es un fanático de los deportes. No necesariamente de los Red Sox, sin embargo.

Retrocedió y se puso la capucha. Al cabo de un momento, el otro sujeto del hábito blanco, el de la derecha, avanzó… como Trisha ya había supuesto. Esas cosas se regían por unas pautas determinadas: tres deseos, tres hermanas, tres posibilidades de adivinar el nombre del enano malvado. Por no hablar de tres ciervos que comían hayucos en el bosque.

¿Estaré soñando?, se preguntó, y tocó la picadura de avispa de su mejilla izquierda. Seguía en su sitio, aunque la hinchazón había remitido un poco, y tocarla aún dolía. No era un sueño. Pero cuando el segundo hombre del hábito blanco se quitó la capucha y vio a un hombre parecido a su padre (no eran exactos, pero se parecía tanto a Larry McFarland como el primer individuo al señor Bork), pensó que debía serlo. En ese caso, jamás había tenido un sueño semejante.

—No me lo digas —dijo Trisha—. Tú vienes de parte del Subaudible, ¿verdad?

—De hecho, yo soy el Subaudible —dijo en tono de disculpa el hombre que parecía su padre—. Con el fin de aparecer, debía adoptar la apariencia de alguien que conocieras, porque estoy muy débil. No puedo hacer nada por ti, Trisha. Lo lamento.

—¿Estás borracho? —preguntó la niña, irritada de repente—. Sí, ¿verdad? Lo huelo desde aquí. ¡Jolines!

El Subaudible sonrió con expresión avergonzada, sin decir nada, retrocedió y se puso la capucha.

La figura vestida de negro se adelantó. Trisha experimentó un repentino terror.

—No —dijo—. Tú no. —Intentó levantarse, pero descubrió que aún no podía moverse—. Tú no, lárgate, déjame en paz.

Pero las mangas negras resbalaron hacia atrás, y revelaron unas garras blancoamarillentas… las garras que habían dejado las marcas en los árboles, las garras que habían arrancado la cabeza del ciervo y destripado su cuerpo.

—No —susurró Trisha—. No, por favor. No quiero ver.

La figura vestida de negro no le hizo caso. Se quitó la capucha. No había rostro, sólo una cabeza deforme hecha de avispas. Pululaban unas sobre otras al tiempo que zumbaban, Trisha vio que componían inquietantes rasgos humanos: un ojo vacío, una boca sonriente. La cabeza zumbaba, al igual que las moscas habían zumbado sobre el cuello desgarrado del ciervo. Zumbaba como si el ser vestido de negro tuviera un motor en lugar de cerebro.

—Vengo de parte de la cosa del bosque —dijo la figura ataviada de negro. El sonido de su voz era como el del tipo de la radio que te aconsejaba no fumar, el que había perdido las cuerdas vocales en una operación de cáncer y tenía que hablar mediante un aparato sujeto a su garganta—. Vengo de parte del dios de los Extraviados. Te ha estado observando. Te ha estado esperando. Es tu milagro, y tú eres el de él.

—¡Vete! —Trisha intentó gritar, pero de su boca sólo surgió un susurro ahogado.

—El mundo es un argumento nauseabundo, y temo que todo lo que experimentas es cierto —zumbó la voz del avispero. Rascó con las garras su cabeza, desgarró su carne de insectos y reveló el hueso brillante que cubría—. La piel del mundo está trenzada con aguijones, una realidad que has averiguado sin necesidad de ayuda. Debajo sólo hay hueso y el Dios que compartimos. Esto es muy convincente, ¿no crees?

Trisha apartó la vista, aterrorizada. Clavó los ojos en el arroyo. Descubrió que, cuando no miraba al horrible sacerdote-avispa, podía moverse un poco. Se llevó las manos a las mejillas, secó las lágrimas y le miró.

—¡No te creo! No…

El sacerdote-avispa había desaparecido. Todos habían desaparecido. Sólo vio mariposas bailando en el aire, al otro lado del arroyo, ocho o nueve en lugar de tres, todas de colores diferentes. Y también la luz era diferente. Estaba empezando a adoptar un tono naranja dorado. Habían transcurrido dos horas, tal vez tres. Por lo tanto, se había dormido. No ha sido más que un sueño, como dicen en los cuentos, pero no recordaba haberse dormido, por más que se esforzó, ni podía recordar ninguna laguna en su consciencia. Tampoco le había parecido un sueño.

Entonces se le ocurrió una idea, aterradora y consoladora al mismo tiempo, aunque pareciera extraño: tal vez las bayas y las nueces la habían colocado. Sabía que algunos hongos colocaban, así que ¿por qué no las bayas?

—O las hojas —dijo—. Quizá fueron las hojas. Apuesto a que sí.

De acuerdo, ni una más, flipantes o no.

Trisha se levantó, sintió un calambre en el estómago que la hizo doblar en dos. Dejó escapar una ventosidad y se sintió mejor. Luego fue al arroyo, vio un par de rocas de buen tamaño que sobresalían del agua y las utilizó para saltar. En algunos aspectos se sentía una chica diferente, perspicaz y rebosante de energía, aunque el recuerdo del sacerdote-avispa la torturaba, y sabía que su inquietud empeoraría cuando el sol se pusiera. Si no iba con cuidado, los horrores se apoderarían de ella, pero si podía demostrarse que sólo había sido un sueño provocado por comer hojas de gaulterias o por beber un tipo de agua al que su sistema todavía no se había acostumbrado…

De hecho, estar en el pequeño claro la ponía nerviosa, como un personaje de una película de psycho-killers, la chica estúpida que entra en la casa del psicótico y pregunta: «¿Hay alguien ahí?». Miró hacia el otro lado del arroyo y percibió que algo la estaba espiando. Se volvió tan velozmente que estuvo a punto de caerse. No había nada allí. En ningún sitio, por lo que pudo colegir.

—Tontita —se dijo en voz baja, pero había regresado la sensación de que la espiaban, y con atroz intensidad. El dios de los Extraviados, había dicho el sacerdote-avispa, te ha estado espiando, te ha estado observando. El sacerdote-avispa había dicho otras cosas, pero eso era lo único que recordaba: te está espiando, te está esperando.

Trisha se encaminó hacia el lugar donde había visto a las tres figuras vestidas con hábitos y buscó alguna señal de ellas, la que fuera. No había nada. Se hincó para mirar con más detenimiento, pero no vio ni un trecho de agujas pisoteadas que su mente aterrorizada pudiera interpretar como una pisada. Se levantó, dispuesta a cruzar el arroyo, y entonces algo llamó su atención.

Caminó en dirección al bosque, escudriñó la oscuridad enmarañada donde árboles jóvenes de troncos delgados crecían muy juntos, luchaban por encontrar espacio y luz, en pugna con los arbustos, que también necesitaban humedad y espacio bajo tierra. En determinados lugares, los abedules se erguían como fantasmas esqueléticos. Una mancha se destacaba en el tronco de un abedul. Trisha echó una nerviosa mirada hacia atrás, y después caminó hacia el árbol. El corazón le palpitaba y su mente gritaba que se detuviera, que no cometiera aquella estupidez, pero ella continuó…

Vio al pie del abedul una sección de intestinos ensangrentados, tan recientes que sólo habían congregado a unas pocas moscas. Ayer, un espectáculo similar había puesto a prueba su resistencia a vomitar, pero hoy la vida parecía diferente. Las cosas habían cambiado. No experimentó náuseas, ni hipidos, ni la perentoria necesidad de volverse o apartar la vista, sino una frialdad que se le antojó mucho peor. Era como ahogarse, pero de dentro hacia afuera.

A un lado de los intestinos había un trozo de pelaje enredado en los arbustos, sembrado de puntos blancos. Eran los restos de un cervato, uno de los dos que había visto en el claro. Cuando se adentró más entre los árboles, donde el bosque ya estaba virando hacia la noche, vio un aliso con marcas de garras en el tronco. Aparecían a gran altura, donde sólo un hombre muy alto llegaría. Aunque Trisha no creía que un hombre fuera el autor de esas marcas.

«Te ha estado espiando». Sí, y la estaba espiando en ese mismo momento. Notó que unos ojos reptaban sobre su piel, como los mosquitos que no la dejaban en paz. Tal vez hubiera imaginado aquellos tres sacerdotes, pero no estaba imaginando los intestinos del ciervo o las marcas de garras en el aliso. No estaba imaginando la sensación de aquellos ojos.

Mientras escrutaba con la mirada el territorio circundante, retrocedió hacia el sonido del arroyo, preparada para ver en el bosque al dios de los Extraviados. Dejó atrás la maleza y, con la ayuda de ramas pequeñas, llegó hasta el arroyo. Lo atravesó saltando de roca en roca, en parte convencida de que aquello la estaba siguiendo, algo provisto de garras, colmillos y aguijones. Resbaló en la segunda roca, estuvo a punto de caer al agua, consiguió conservar el equilibrio y llegó a la orilla opuesta. Dio media vuelta y miró. No vio nada. Hasta las mariposas se habían esfumado, apenas una o dos continuaban bailando, reticentes a dar por terminada la jornada laboral.

Sería un buen sitio para pasar la noche, cerca de los arbustos de gaulterias y el claro sembrado de nueces, pero no podía quedarse en el punto donde había visto a los sacerdotes. Debían de ser figuras entrevistas en un sueño, pero el del hábito negro había sido horrible. Además, estaba el cervato. En cuanto las moscas marcaran su territorio, las oiría zumbar.

Trisha abrió la mochila y sacó un puñado de bayas.

—Gracias —les dijo—. Sois la mejor comida que he tomado nunca.

Caminó arroyo abajo, mientras comía unas cuantas nueces. Al cabo de un rato empezó a cantar, vacilante al principio, pero después con entusiasmo, a medida que el día declinaba.

—Rodéame con los brazos… porque quiero estar cerca de ti… contigo para siempre… me haces sentir como nueva…

Sí.