Cuando Trisha despertó a la mañana siguiente, le dolía tanto el cuello que apenas podía volver la cabeza, pero no le importó. El sol había salido e iluminaba el claro en forma de media luna. Eso era lo único que le importaba. Se sintió renacer. Recordó que había despertado por la noche, con ganas de orinar. Recordó que había ido al arroyo y aplicado barro a sus picaduras, bajo la luz de la luna. Recordó que se había dormido mientras Tom Gordon vigilaba y le explicaba algunos secretos de su técnica. También recordó que había tenido mucho miedo de algo que se movía en el bosque, pero sólo eran imaginaciones suyas. Estar sola era lo que la había asustado, nada más.
Algo en su mente intentó protestar contra sus argumentaciones, pero Trisha lo acalló. La noche había terminado. Quería rememorarla tanto como volver a aquella pendiente rocosa y repetir su caída hasta el árbol que cobijaba el nido de avispas. Ahora era de día. Numerosas partidas de búsqueda vendrían y la salvarían. Lo sabía. Merecía que la salvaran, después de pasar toda la noche sola en el bosque.
Salió de debajo del árbol, empujando la mochila ante ella, se levantó, se puso el sombrero y cojeó hasta el arroyo. Se lavó el barro de la cara y las manos, observó la nube de mosquitos que se estaba formando nuevamente alrededor de su cabeza, y se aplicó a regañadientes otra capa de barro. Mientras tanto, recordó una ocasión en que Pepsi y ella habían jugado a maquillarse, cuando eran pequeñas. Habían armado tal desastre con los potingues de la señora Robichaud que la madre de Pepsi les había gritado que salieran de la casa, sin molestarse en adecentarlas, que salieran de la casa antes de que perdiera los estribos y les diera una buena azotaina. Así que se habían marchado, con su profusión de polvos cosméticos, colorete, eyeliner, sombra de ojos verde y lápiz de labios Passion Plum, con aspecto de ser las stripteuses más precoces del mundo. Habían ido a casa de Trisha, y Quilla, de entrada, se había quedado boquiabierta, pero luego rió hasta que le saltaron las lágrimas. Había conducido a cada niña de la mano hasta el cuarto de baño, donde les había proporcionado leche limpiadora para desmaquillarse.
—Repartidla bien por la cara, chicas —murmuró Trisha.
Después de terminar con su cara, se enjuagó las manos en el arroyo. Comió los restos del bocadillo de atún y la mitad de los bastoncitos de apio. Sintiendo inquietud enrolló la bolsa del almuerzo. El huevo se había terminado, el bocadillo de atún se había terminado, las patatas fritas se habían terminado y los Twinkies se habían terminado. Sus provisiones se reducían a media botella de Surge (menos, en realidad), media botella de agua y unos pocos bastoncitos de apio.
—Da igual —dijo, mientras guardaba todo en la mochila, incluido su raído y sucio capote—. Da igual, porque hay montones de partidas de búsqueda en la zona. Alguna me encontrará. A mediodía estaré comiendo en un restaurante. Hamburguesa, patatas fritas, batido de chocolate y pastel de manzana.
Su estómago crujió al pensar en el festín.
Una vez hubo guardado sus cosas, se aplicó una capa de barro en las manos. El sol bañaba el claro (el día estaba despejado y prometía calor), y Trisha se movía con más facilidad. Se desperezó, corrió sin moverse del sitio para estimular la sangre, y movió la cabeza de un lado a otro hasta que la rigidez del cuello desapareció. Dedicó un momento a intentar escuchar voces, perros, el zumbido de un helicóptero. No oyó nada, salvo al pájaro carpintero, que ya había empezado a trabajar por su pan de cada día.
No pasa nada, hay mucho tiempo, se dijo. Es junio, ya sabes. Éstos son los días más largos del año. Sigue el curso del arroyo. Aunque las partidas de rescate no te encuentren enseguida, el arroyo te conducirá hasta la civilización.
Pero a medida que la mañana avanzaba hacia el mediodía, el arroyo sólo la condujo a más bosque. La temperatura aumentó. Hilillos de sudor empezaron a dibujar senderos en su capa de barro. Círculos oscuros se formaron bajo las axilas de su camiseta del número 36. Una mancha apareció entre sus omóplatos. Su cabello, tan sucio que ya parecía morena en lugar de rubia, colgaba alrededor de su cara. Las esperanzas de Trisha empezaron a disiparse, y la energía con que había partido del claro a las siete de la mañana había desaparecido a las diez. A eso de las once ocurrió algo que la desanimó todavía más.
Había llegado a lo alto de una suave pendiente sembrada de hojas y agujas, y se detuvo a descansar, cuando aquella inoportuna sensación de ser observada, que no tenía nada que ver con su mente consciente, la puso de nuevo en estado de alerta. La estaban espiando. Era inútil decirse que no era verdad, porque lo era.
Trisha describió un círculo muy lentamente. No vio nada, pero daba la impresión de que el bosque había enmudecido otra vez. Ni ardillas listadas correteando entre las hojas y la maleza, ni ardillas normales al otro lado del arroyo, ni grajos guasones. El pájaro carpintero todavía martilleaba, los cuervos lejanos todavía graznaban; pero por lo demás, sólo estaban ella y los mosquitos.
—¿Quién hay ahí? —llamó.
No hubo respuesta, por supuesto, y Trisha bajó la pendiente contigua al arroyo, con la ayuda de los arbustos porque la tierra era resbaladiza. Sólo ha sido mi imaginación, pensó… pero estaba segura de que se engañaba.
El arroyo se iba estrechando, y eso sí no era producto de su imaginación. Mientras lo seguía por la larga pendiente erizada de pinos, y después por un tramo difícil (demasiada maleza erizada de espinos), disminuyó hasta reducirse su anchura a menos de medio metro.
Desapareció entre un espeso conglomerado de arbustos. Trisha se abrió paso entre ellos, en lugar de rodearlos, para no perder de vista el arroyo. Por una parte, sabía que perderlo daría igual, porque estaba casi segura de que no conducía a donde ella quería ir, lo más probable era que no condujera a ningún sitio, pero tenía la impresión de que todo eso daba igual. La verdad era que había forjado un lazo emocional con el arroyo (un vínculo, diría su madre), y no podía soportar la idea de abandonarlo. Sin él, sólo sería una niña perdida en el bosque sin ningún plan preconcebido. Sólo pensar en ello atenazaba su garganta y aceleraba su corazón.
Salió de los arbustos y el arroyo reapareció. Trisha lo siguió con la cabeza gacha y el entrecejo fruncido, tan concentrada como Sherlock Holmes siguiendo las huellas del sabueso de los Baskerville. No reparó en que los arbustos se habían convertido en helechos, ni en que la mayoría de los árboles que flanqueaban el arroyo eran árboles muertos, ni en que el terreno era más blando. Toda su atención estaba concentrada en el arroyo.
El arroyo empezó a ensancharse de nuevo, y durante unos quince minutos (ya era mediodía). Trisha alimentó la esperanza de que no desaparecería. Después se dio cuenta de que iba estrechándose más y más. De hecho, no era más que una hilera de charcos rebosantes de insectos. Unos diez minutos después, su zapatilla desapareció en un terreno que no era sólido, sino una engañosa superficie de musgo que cubría una bolsa de barro espeso. Se hundió hasta el tobillo. Trisha sacó el pie con un grito de asco. A causa del tirón, estuvo a punto de perder la zapatilla en el barro succionante. Lanzó otro grito y se agarró al tronco de un árbol, mientras se secaba el pie en la hierba, y después se calzó la zapatilla.
Luego paseó la vista en derredor y vio que había llegado a una especie de bosque fantasmal, el emplazamiento de una antigua hoguera. Delante (y alrededor) se extendía un laberinto irregular de árboles muertos. Brotaban de un terreno pantanoso. De los charcos de agua estancada se alzaban lomas cubiertas de hierba y trechos de malas hierbas. El aire vibraba con los zumbidos de los mosquitos y las evoluciones de las libélulas. Oyó más pájaros carpintero, docenas a juzgar por el ruido.
El arroyuelo de Trisha se perdió en la ciénaga.
—¿Qué hago ahora, eh? —preguntó con voz sollozante y cansada—. ¿Alguien quiere hacer el favor de decírmelo?
Había muchos sitios donde sentarse y pensar en ello. Montones informes de árboles muertos por todas partes, muchos de los cuales todavía exhibían la huella de incendios en sus troncos. Sin embargo, el primero que probó cedió bajo su peso y la depositó sobre el barrizal. Trisha gritó cuando la humedad traspasó el fondillo de sus tejanos (Dios, cómo odiaba que se le mojara el fondillo de los pantalones), y se puso en pie de un brinco. La humedad había podrido el tronco. Los extremos rotos estaban plagados de cochinillas. Trisha las contempló con asqueada fascinación, y después se encaminó hacia el segundo árbol caído. Primero lo probó. Era sólido y se sentó sobre él, fatigada, y contempló la ciénaga de árboles caídos, mientras se frotaba el cuello dolorido y trataba de decidir qué hacer.
Aunque su mente estaba menos lúcida que cuando se despertó, pensó que todavía le quedaban dos opciones: quedarse allí y esperar a que la rescataran, o seguir avanzando al encuentro de la partida de rescate. Supuso que quedarse en un sitio fijo tenía cierta lógica: conservación de las fuerzas y todo eso. Además, sin el arroyo, ¿hacia dónde iría? Hacia nada seguro, por supuesto. Igual se dirigiría hacia la civilización que se alejaría de ella. Hasta cabía la posibilidad de que caminara en círculos.
Por otra parte («Siempre está la otra parte», le había dicho en una ocasión su padre), allí no había nada que comer, hedía a barro, árboles podridos y vete a saber qué cosas desagradables más; el lugar era un asco. Trisha pensó que, si se quedaba y no acudía ninguna partida de rescate, aquella noche tendría que dormir allí. Una idea aterradora. El pequeño claro en forma de media luna era Disneylandia comparado con esto.
Se levantó y miró en la dirección que seguía el arroyo antes de desaparecer. Ante ella se alzaba un laberinto de troncos grisáceos y ramas secas, pero creyó ver vegetación al otro lado. Vegetación alta. Tal vez una colina. ¿Más gaulterias? Eh, ¿por qué no? Ya había dejado atrás varios grupos de arbustos cargados de ellas. Tendría que haberlas cogido y guardado en la mochila, pero se había concentrado demasiado en el arroyo. Ahora, sin embargo, volvía a tener hambre. No se moría de hambre (todavía no, al menos), pero sí estaba hambrienta.
Avanzó dos pasos, pisó con cautela un tramo de terreno blando, y comprobó con desazón que el agua cubría su zapatilla. ¿Iba a aventurarse? ¿Sólo porque creía ver el otro lado?
—Podrían ser arenas movedizas —murmuró.
¡Exacto! —aprobó la voz fría al instante. Parecía divertida—. ¡Arenas movedizas! ¡Caimanes! ¡Por no hablar de los hombrecitos grises tipo Expediente X que te meterán sondas por el culo!
Trisha retrocedió los dos pasos que había dado y se sentó de nuevo. Se mordió el labio inferior. Apenas reparaba en los insectos que hormigueaban a su alrededor. ¿Seguir o quedarse? ¿Quedarse o seguir?
Lo que la impulsó a seguir diez minutos después fue la esperanza ciega… y pensar en las bayas. Demonios, estaba decidida a probarlas. Trisha se imaginó cogiendo bayas rojas en la ladera de una suave colina verde, como una niña en la ilustración de un libro de texto (había olvidado el barro que cubría su cara y la masa enmarañada en que se había convertido su cabello). Se imaginó subiendo a la cumbre de la colina, mientras llenaba su mochila de gaulterias… hasta que llegaba a la cima, miraba hacia abajo y veía…
Una carretera. Veo una carretera de tierra con cercas a ambos lados… caballos que pastan… y un granero en la distancia. Rojo, con adornos de madera blancos.
¡Chiflada! ¡Subnormal!
¿O no? ¿Y si se encontraba a media hora a pie de la salvación, aún perdida porque tenía miedo de una sustancia pegajosa?
—De acuerdo —dijo mientras se levantaba y ajustaba con movimientos nerviosos las correas de la mochila—. De acuerdo, vamos por las bayas, pero si la cosa se pone fea, volveré.
Caminó con lentitud sobre la tierra cada vez más húmeda, con suma cautela, rodeando los esqueléticos árboles erguidos y los troncos caídos.
A la larga (tal vez media hora después de haber iniciado la marcha, tal vez tres cuartos de hora), descubrió lo que miles, tal vez millones, de hombres y mujeres habían descubierto antes que ella: cuando la cosa se pone fea, es demasiado tarde para volver atrás. Pasó de un terreno cenagoso pero estable a una loma que no era tal sino sólo un disfraz. Su pie se hundió en una sustancia fría y viscosa, demasiado espesa para ser agua y demasiado líquida para ser barro. Se tambaleó, aferró una rama que sobresalía y gritó de miedo y humillación cuando se partió en su mano. Se desplomó sobre una extensión de hierba que bullía de insectos. Una rodilla se dobló bajo su cuerpo, y dio un tirón al pie. Emergió con un ruido de succión, pero la zapatilla quedó enterrada bajo la masa.
—¡No! —chilló con voz suficientemente alta para espantar a una enorme ave blanca, que alzó el vuelo agitando sus largas patas.
En otro momento y lugar, Trisha habría contemplado aquella exótica aparición con reverencia, pero su cerebro apenas la registró. Giró en redondo de rodillas, con la pierna derecha cubierta de barro negro hasta la rodilla, y hundió la mano en el agujero que había engullido su zapatilla.
—¡No te la vas a quedar! —gritó con furia—. ¡Es mía y tú no puedes… quedártela!
Tanteó en el barro, sus dedos atravesaron membranas de raíces o contornearon las que eran demasiado gruesas de romper. Algo que parecía vivo rozó la palma de su mano, pero enseguida se alejó. Un momento después, su mano se cerró sobre la zapatilla y la recuperó. La miró, una zapatilla negra de barro, ideal para una niña negra de barro, la combinación ideal, una mierda absoluta, como habría dicho Pepsi, y se echó a llorar de nuevo. Alzó la zapatilla, la ladeó, y de dentro cayó un chorro de porquería. Eso la hizo reír. Se quedó sentada sobre la loma con las piernas cruzadas y la zapatilla rescatada en el regazo, riendo y llorando en el centro de un universo negro de insectos que giraban a su alrededor, mientras los árboles muertos montaban guardia y los grillos cantaban.
Por fin, sus sollozos se convirtieron en sorbidos, sus carcajadas en risitas estranguladas, carentes de humor. Arrancó puñados de hierba y secó la zapatilla por fuera lo mejor que pudo. Luego, abrió la mochila, rompió en pedazos la bolsa del almuerzo vacía y utilizó los trozos como toallas para secar el interior. Convirtió estos trozos en bolas y los lanzó hacia atrás con indiferencia. Si alguien quería multarla por ensuciar aquel rincón asqueroso y maloliente, allá él.
Se puso en pie, sin soltar la zapatilla rescatada, y miró hacia adelante.
—Joder —graznó.
Era la primera vez en su vida que decía aquella palabrota en voz alta (Pepsi la decía a veces, pero Pepsi era Pepsi).
Ahora veía con más claridad la extensión verde que había confundido con una colina. Eran lomas, sólo más lomas. Separadas por aguas estancadas y más árboles, la mayoría muertos, pero con algo de pelusa verde en la copa. Oyó el croar de las ranas. Ninguna colina. De las ciénagas a los pantanos, de mal en peor.
Miró hacia atrás, pero ya no supo distinguir por dónde había entrado en aquel purgatorio. Si se le hubiera ocurrido señalar la zona con algo brillante, un trozo de su capote destrozado, por ejemplo, habría podido volver atrás. Pero no lo había hecho, y ya no tenía solución.
De todos modos, puedes retroceder: ya conoces la dirección general.
Tal vez, pero no iba a abundar en la misma forma de pensar que la había metido en aquel lío.
Se volvió hacia las lomas y los turbios reflejos del sol sobre las aguas estancadas. Había muchos árboles a los que aferrarse, y el pantano tenía que terminar en alguna parte, ¿verdad?
Hasta pensar en ello era una locura.
Desde luego. Era una situación delirante.
Permaneció inmóvil un momento más y pensó en Tom Gordon y su inmovilidad especial. De esta manera se erguía en su montículo, mientras observaba a un catcher de los Red Sox, Hatterberg o Veritek, a la espera de que le hiciera las señales. Absolutamente inmóvil (como ella ahora), como si aquella profunda inmovilidad girara alrededor de él a partir de los hombros. Y después entraba en acción.
Tiene sangre fría, decía su padre.
Trisha quería salir de aquel repugnante pantano, para empezar, y después del maldito bosque. Quería volver a donde pudiera encontrar gente, tiendas, galerías comerciales, teléfonos y policías, que te ayudaban si extraviabas el camino. Y pensaba que podía hacerlo. Si era valiente, si conservaba un poco de sangre fría.
Trisha abandonó su inmovilidad, se quitó la otra Reebok y ató juntos los cordones de ambas. Se las colgó alrededor del cuello como péndulos de reloj de cuco, dudó acerca de los calcetines y decidió dejárselos puestos. Se arremangó los tejanos hasta las rodillas, respiró hondo y suspiró.
—McFarland lanza —dijo. Volvió a ponerse la gorra de los Sox (esta vez hacia atrás, porque hacia atrás era guay) y se puso en marcha de nuevo.
Trisha avanzó de loma en loma con cautela, levantaba la vista con frecuencia, se fijaba en una característica del terreno y caminaba hacia ella, como había hecho el día anterior. Sólo que hoy no me asustaré y correré, pensó. Hoy tengo sangre fría.
Transcurrió una hora, y después dos. El terreno era cada vez más blando. Por fin, ya no hubo suelo firme, a excepción de las lomas. Trisha pasó de una a otra, se agarraba a ramas y arbustos donde podía, extendía los brazos en cruz para conservar el equilibrio, como un funámbulo, cuando no había nada a lo que sujetarse. Por fin, llegó a un trecho en que le resultó imposible saltar hasta la siguiente loma. Se armó de valor y luego se internó en las aguas estancadas, lo cual provocó que se alzara una nube de chinches de agua y se desprendiera un hedor a putrefacción. El agua le llegaba a las rodillas. Sus pies se habían hundido en algo que recordaba a una jalea fría y aterronada. Burbujas amarillentas aparecieron en la superficie del agua agitada. En ella giraban fragmentos negros de vaya usted a saber qué.
—Qué asco —gimió mientras avanzaba hacia la siguiente loma—. Qué asco. Qué asco qué asco qué asco. Voy a vomitar.
Caminó a grandes zancadas, pero cada vez tenía que tirar del pie para liberarlo. Intentó no pensar en lo que pasaría si se quedaba atascada en el fondo y empezaba a hundirse.
—Qué asco qué asco qué asco.
Se convirtió en una especie de cántico. Gruesas gotas de sudor resbalaban sobre su rostro y escocían sus ojos. Los grillos parecían clavados en una nota aguda sin final: riiiiii. Delante de ella, en la loma que era su próxima parada, tres ranas saltaron de la hierba al agua: plip plip plop.
—Bud-Why-Zer —dijo Trisha, y sonrió sin ganas.
Cientos de renacuajos nadaban en el agua turbulenta negroamarillenta que la rodeaba. Mientras las miraba, uno de sus pies topó con algo duro y cubierto de fango; tal vez un tronco. Trisha consiguió pasar por encima, sin caer, y llegar a la loma. Se irguió, casi sin aliento, y contempló con angustia sus pies y piernas cubiertos de lodo, como si esperara verlos invadidas por sanguijuelas o algo peor. No había nada horrible (que ella pudiera ver, al menos), pero estaba sucia de mugre hasta las rodillas. Se quitó los calcetines, que eran negros, y la piel blanca de debajo se le antojó más parecida a los calcetines que los propios calcetines. Rió como una maníaca. Se tendió de espaldas sobre los codos y aulló al cielo, aunque no quería reír así, como
(una loca)
una idiota total, pero no pudo contenerse durante un rato. Cuando se recuperó, exprimió los calcetines, volvió a ponérselos y se levantó. Escogió un árbol con una gruesa rama baja partida y lo convirtió en su siguiente objetivo.
—McFarland lanza —dijo con voz cansada, y se puso en marcha otra vez. Ya no pensaba en bayas. Sólo deseaba salir del bosque ilesa.
Hay un momento en que la gente abandonada a sus propios medios deja de vivir y se limita a sobrevivir. El cuerpo, agotadas sus fuentes de energía, recurre a las calorías almacenadas. La lucidez empieza a embotarse. La percepción empieza a reducirse, al tiempo que se despierta de una forma perversa. Las cosas comienzan a borronearse alrededor de los bordes. Trisha McFarland se estaba aproximando a esta frontera entre la vida y la supervivencia a medida que su segunda tarde en el bosque iba declinando.
El hecho de que se desplazara hacia el oeste no la preocupaba demasiado. Pensaba (tal vez con razón) que avanzar en una dirección concreta era lo mejor que podía hacer. Estaba hambrienta, pero apenas era consciente de ello. Estaba concentrada en caminar en línea recta. Si se desviaba a izquierda o derecha, tal vez continuaría en aquel estercolero cuando cayera la noche, y era una idea que no podía soportar. En una ocasión se detuvo para echar un trago de su botella de agua, y alrededor de las cuatro terminó el resto de Surge, casi sin darse cuenta.
Los árboles muertos empezaron a parecer cada vez menos árboles y más centinelas con sus pies nudosos hundidos en el agua negra e inmóvil. Pronto empezarás a ver caras en ellos, pensó. Mientras vadeaba el agua ante uno de esos árboles, tropezó con otra raíz o rama sumergida, y esta vez cayó. Su boca se llenó de agua nauseabunda y la escupió con un grito. Vio sus manos en el agua oscura, amarillentas y sebosas, como cosas sumergidas desde hacía mucho tiempo. Las sacó y alzó.
—¡Estoy bien! —exclamó, y casi fue consciente de que iba a cruzar una línea vital, casi experimentó la sensación de que entraba en otro país, donde el idioma y el dinero eran diferentes. Las cosas cambiaban, pero…—. Estoy bien. Sí, estoy bien.
Y su mochila aún estaba seca. Eso era muy importante, porque allí llevaba el walkman, y ahora su walkman era su último vínculo con el mundo.
Sucia y empapada, Trisha continuó. La nueva señal era un árbol muerto que se bifurcaba a la mitad y se convertía en una Y negra, recortada contra el sol agonizante. Llegó al pie de una loma, pero prefirió vadear el agua. ¿Para qué molestarse? Vadear era más rápido. Su asco hacia la jalea fría y podrida del fondo se había esfumado. Si es necesario te acostumbras a cualquier cosa. Ahora lo sabía.
Poco tiempo después de su primer chapuzón en aquellas repugnantes aguas, Trisha empezó a sentirse acompañada por Tom Gordon. Al principio se le antojó extraño, incluso siniestro, pero a medida que transcurrían las horas de la tarde perdió su timidez y empezó a hablar en voz alta con absoluta naturalidad. Le explicó que un incendio debía de haber sido el causante de aquel pantano, le aseguró que no tardarían en salir del bosque, que aquello no podía prolongarse indefinidamente. Le estaba confiando su esperanza de que los Red Sox se apuntarían veinte carreras en el partido de la noche, para que se lo tomara con calma, cuando se interrumpió con brusquedad.
—¿Has oído algo? —preguntó.
No sabía si Tom se había dado cuenta, pero ella sí: el zumbido de un helicóptero, lejano pero inconfundible. Trisha estaba descansando sobre una loma cuando oyó el ruido. Se puso en pie de un brinco y describió un círculo completo, con una mano levantada para hacerse sombra, la vista clavada en el horizonte. No vio nada, y el sonido se desvaneció en la distancia al poco.
—Mierda —dijo desconsolada.
Pero al menos la estaban buscando. Liquidó a un mosquito pegado a su cuello y prosiguió su camino.
Unos diez o quince minutos después se encontraba de pie sobre la raíz medio sumergida de un árbol, con la vista clavada en el frente, intrigada y perpleja. Al otro lado de la línea de árboles rotos donde estaba ahora, el pantano desembocaba en una laguna de aguas estancadas. Más lomas se alzaban en su centro, pero eran de color pardusco, y parecían hechas de ramitas rotas y ramas retorcidas. Media docena de animales gordezuelos de color marrón la miraban desde ellas.
Poco a poco las arrugas desaparecieron de la frente de Trisha, cuando se dio cuenta de lo que eran. Olvidó que estaba en un pantano, olvidó que estaba desaliñada, empapada y agotada, que estaba perdida.
—Tom —susurró casi sin aliento—. ¡Son castores! Castores sentados sobre casitas de castor, tipis de castor, o como se llamen. Son castores, ¿verdad?
Se puso de puntillas, cogida al tronco del árbol para no perder el equilibrio, y los miró fascinada. Castores aposentados sobre sus casitas de ramas… ¿La estaban mirando? Pensó que sí, sobre todo el de en medio. Era más grande que los otros, y Trisha tuvo la impresión de que sus ojos negros no abandonaban ni un momento su cara. Pensó que tenía bigotes, y su pelaje era de un color marrón oscuro, que adoptaba un tono casi castaño rojizo en sus generosas ancas. Su estampa la llevó a pensar en las ilustraciones de El viento en los sauces.
Por fin, Trisha bajó del tronco y se puso en marcha una vez más. Al instante, el Castor Jefe (así le había bautizado) retrocedió hasta que sus cuartos traseros tocaron el agua, a la que agitó con la cola. El ruido resonó con estrépito en el aire bochornoso e inmóvil. Un momento después, todos sus compañeros se hundieron en el agua al unísono. Era como ver en acción a un equipo de buceo. Trisha los observó con las manos enlazadas sobre el esternón y una ancha sonrisa. Era una de las cosas más asombrosas que había visto en su vida, y comprendió que nunca sería capaz de explicar por qué el Castor Jefe le había recordado a un maestro de escuela anciano o algo por el estilo.
—¡Mira, Tom! —Señaló con el dedo, riendo—. ¡Mira el agua! ¡Allí van! ¡Sí!
Media docena de uves se formaron en el agua turbia, alejándose de sus casas de ramitas. Desaparecieron al cabo de un instante, y Trisha se puso en camino de nuevo. Su nuevo objetivo era una loma bastante más grande que las demás, rematada por helechos de un verde oscuro, como cabello enmarañado. Se aproximó describiendo un arco, en lugar de caminar en línea recta. Ver a los castores había sido fantástico (alucinante, diría Pepsi), pero no albergaba el menor deseo de encontrarse con uno mientras nadaba bajo el agua. Había visto suficientes películas para saber que hasta los castores pequeños tenían dientes grandes. Durante un rato Trisha lanzó grititos cada vez que una brizna de hierba sumergida la rozaba, seguro que era el Castor jefe (o uno de sus acólitos), que la quería expulsar de su barrio.
Se acercó a la loma grande, siempre con los habitáculos de los castores a su derecha, y a medida que se aproximaba una sensación de exaltación se apoderó de ella. Aquellos helechos verde oscuro no eran helechos vulgares, pensó. Había recogido esa clase de helechos con su madre y su abuela tres primaveras seguidas, y pensó que lo eran. Ya se habían terminado en Sanford, desde hacía al menos un mes, pero su madre le había dicho que aún se encontraban tierra adentro, casi hasta julio en lugares pantanosos. Costaba creer que algo bueno creciera en aquel maloliente trozo de creación, pero cuanto más se acercaba más segura estaba. Aquellos helechos no sólo eran buenos, sino también deliciosos. Hasta Pete, que nunca encontraba verduras de su gusto (excepto guisantes congelados), comía esos helechos.
Se dijo que no debía esperar gran cosa, pero cinco minutos después ya estaba segura. Lo que se alzaba delante de ella no era una loma, sino la isla de los Helechos. Aunque tal vez, pensó a medida que se acercaba vadeando el agua que ahora le llegaba hasta los muslos, la isla de los Insectos sería un nombre mejor. Había nubes de insectos, por supuesto, y ella no cesaba de aplicarse barro a las partes expuestas de su cuerpo. Una nube compacta de mosquitos flotaba sobre la isla de los Helechos, y también había insectos de muchas otras variedades. Oyó su zumbido soporífero, casi radiante.
Se encontraba a media docena de pasos del primer grupo de helechos cuando se detuvo, apenas consciente de que sus pies se hundían en el lodo sumergido. El borde vegetal de aquel lado del montecillo estaba desgarrado y destrozado. En algunos puntos, brotes de helechos desarraigados aún flotaban en el agua oscura. Más arriba, vio manchas de un rojo intenso entre el verde.
—Esto no me gusta —murmuró, y avanzó hacia la izquierda, en lugar de en línea recta.
Aquellos helechos eran estupendos, pero por allí había algo muerto, o herido de muerte. Tal vez las hembras de los castores se peleaban por los machos, o algo por el estilo. Aún no estaba lo bastante hambrienta para enfrentarse a un castor herido, enfrascado en una cena temprana. Sería una buena forma de perder un ojo o una mano.
Mediado ya su rodeo de la isla de los Helechos, Trisha volvió a detenerse. No quería mirar, pero al principio no pudo apartar la vista.
—Eh, Tom —dijo, con un temblor en la voz—. Qué mal rollo.
Era la cabeza cortada de un cervato. Había rodado por la pendiente del montículo, dejando un reguero de sangre y brotes de helechos manchados. Se había detenido al borde del agua, vuelta del revés. Sus ojos eran enjambres de liendres. Regimientos de moscas habían aterrizado sobre el muñón de su cuello. Zumbaban como un motor.
—Veo su lengua —dijo con voz distante, como un pasillo vibrante de ecos.
De pronto, la luz del sol se le antojó demasiado brillante y pensó que iba a perder el conocimiento.
—No —susurró—. No, no me dejes, no puedo…
Esta vez su voz, aunque tenue, pareció sonar más cerca. Dio la impresión de que la luz casi había recobrado la normalidad. Gracias a Dios. Lo último que deseaba era desmayarse, hundida casi hasta la cintura en aguas estancadas y fangosas. Ni helechos, ni desmayo. La cuestión estaba casi equilibrada.
Apresuró el paso, sin tomar tantas precauciones sobre la solidez del terreno que pisaba. Se movía oscilando las caderas de una manera exagerada, cortando el aire con los brazos delante del cuerpo. Supuso que, si llevara leotardos, parecería la invitada del día de Manténte en forma con Wendy. Bien, amigos, hoy vamos a probar unos ejercicios nuevos. ¡Mueve esas caderas, flexiona esas nalgas, trabaja esos hombros!
Mantenía la vista clavada al frente, pero no había forma de escapar al zumbido de las moscas. ¿Qué había sido el causante? Los castores no, por descontado. Ningún castor cortaba la cabeza a un ciervo, por afilados que tuviera los dientes.
«Ya sabes qué lo ha hecho —dijo la fría voz—. Fue la cosa. Esa cosa tan especial. La que te está observando en este preciso momento».
—Nada me está observando, eso es una chorrada —dijo con voz ahogada. Miró hacia atrás y se alegró de ver que la isla de los Helechos se estaba rezagando, aunque no con la rapidez suficiente. Echó un vistazo fugaz a la cosa marrón con el collar negro zumbante—. Es una idiotez, ¿verdad, Tom?
Pero Tom no contestó. Tom no podía contestar. En ese momento Tom debía de estar en Fenway Park, bromeando con sus compañeros de equipo mientras se quitaba su uniforme blanco inmaculado. El Tom Gordon que recorría el pantano con ella, aquel pantano interminable, era como una cura homeopática para la soledad. Estaba más sola que la una.
«Pero no lo estás, corazón. No estás sola».
Trisha tenía mucho miedo de que la fría voz estuviera diciendo la verdad, aunque no fuera su amiga. La sensación de ser observada era más intensa que nunca. Intentó achacarlo a sus nervios (cualquiera se pondría cardíaco después de ver la cabeza cortada), y casi lo había logrado, cuando llegó ante un árbol en cuyo tronco muerto se habían grabado media docena de cortes diagonales. Era como si algo muy grande lo hubiera atacado cuando pasó a su lado.
—Oh, Dios mío —dijo—. Son marcas de garras.
«Está más adelante, Trisha. Te está esperando, con garras y todo».
Trisha vio más agua estancada, más lomas, lo que semejaba otra colina verde elevada (pero antes ya se había equivocado). No vio ningún animal… pero era lo lógico, ¿no? La bestia haría lo propio de todas las bestias cuando esperaban para lanzarse sobre su presa, había una palabra que lo describía, pero estaba demasiado cansada, asustada y afligida para pensar en ello…
«Acechan —dijo la fría voz—. Eso es lo que hacen, acechan. Sí, nena. Sobre todo las que son especiales, como tu nuevo amigo».
—Acechan —graznó Trisha—. Sí, ésa es la palabra. Gracias.
Avanzó de nuevo porque ya había llegado demasiado lejos para retroceder. Aunque algo la estuviera esperando más adelante para matarla, ya era demasiado tarde para volver atrás. Esta vez, lo que parecía terreno sólido resultó terreno sólido. Al principio, Trisha se resistió a creerlo, pero a medida que se acercaba y no veía agua entre las masas de arbustos verdes y árboles raquíticos, alimentó cierta esperanza. Además, estaba vadeando aguas menos profundas. Le llegaba sólo a media espinilla, en lugar de hasta las rodillas o los muslos. Y crecían más helechos en al menos dos de las lomas. No tantos como en la isla de los Helechos, pero cogió unos cuantos y los engulló. Eran dulces, con un sabor de fondo algo acre. Era un sabor verde, y a Trisha le resultó delicioso. Si hubieran quedado más los habría guardado en la mochila, pero había terminado con todos. En lugar de lamentarlo, saboreó lo que tenía a su alcance con la espontaneidad de un niño. Por ahora ya había bastante. Las preocupaciones vendrían después. Caminó hacia terreno sólido, mientras cortaba con los dientes las mazorcas enrolladas y masticaba los tallos. Ni siquiera se daba cuenta de que estaba vadeando el pantano. Su repugnancia se había esfumado.
Cuando llegó a los últimos helechos que crecían en la segunda loma, su mano se inmovilizó. Volvió a oír el zumbido adormecedor de las moscas. Esta vez era mucho más intenso. De haber podido, Trisha se habría desviado, pero daba la impresión de que ramas muertas y arbustos hundidos bloqueaban el pantano. Parecía que sólo había un canal, libre a medias, que condujera fuera de aquel laberinto, y tenía que atravesarlo a menos que quisiera emplear dos horas más en salvar barreras sumergidas, y tal vez cortarse los pies de paso.
Incluso en el susodicho canal se vio obligada a posarse sobre un árbol sumergido. Había caído en fecha reciente, y caído no era la palabra precisa. Trisha vio marcas de garras en la corteza, y si bien el remanente del tronco se había perdido en la maraña de arbustos, observó que la madera del tocón se veía fresca y blanca. El árbol se había interpuesto en el camino de algo, y ese algo se había limitado a derribarlo, partiéndolo como un mondadientes.
El zumbido aumentó de intensidad. El resto del ciervo (casi todo, a decir verdad) estaba tirado al pie de un extravagante manojo de helechos, cerca del lugar donde Trisha salió con cautela del pantano. Estaba dividido en dos pedazos, unidos por una maraña de intestinos rebosantes de moscas: Habían arrancado una de sus patas, para luego apoyarla de pie contra el tronco de un árbol cercano, como si fuera un bastón.
Trisha se cubrió la boca con el dorso de la mano y continuó presurosa, mientras emitía ruiditos extraños y procuraba reprimir las náuseas. La cosa que había matado al ciervo quería que vomitara. ¿Era posible? La parte racional de su mente (y aún quedaba mucha) decía que no, pero tenía la impresión de que algo había contaminado a propósito los dos brotes más grandes de helechos con el cuerpo destrozado del ciervo. Y si había hecho eso, ¿no cabía la posibilidad de que intentara forzarla a vomitar el escaso alimento que había conseguido encontrar?
Sí, eso es, se dijo. Te estás comportando como una gilipollas. Olvídalo. Y no vomites, por el amor de Dios.
Los ruiditos (hipidos estentóreos, robustos) empezaron a espaciarse mientras caminaba hacia el oeste (avanzar hacia el oeste era fácil ahora, porque el sol estaba bajo en el cielo), y el sonido de las moscas empezó a disminuir. Cuando enmudeció por completo, Trisha hizo un alto en el camino, se quitó los calcetines y volvió a ponerse las zapatillas. Exprimió los calcetines y los miró. Recordó que se los había puesto en su habitación de Sanford, sentada en el borde de la cama, y mientras tanto cantaba: «Rodéame con tus brazos…, porque quiero estar cerca de ti». Eran los Boyz To Da Maxx. Pepsi y ella pensaban que los Boyz To Da Maxx eran monos, sobre todo Adam. Recordó aquel rectángulo de sol en el suelo. Recordó su cartel de Titanic en la pared. El recuerdo de haberse puesto los calcetines en el dormitorio era muy claro, pero lejano. Supuso que los viejos, como el abuelo, recordaban así las cosas ocurridas cuando eran niños. Ahora, los calcetines eran poca cosa más que tomates unidos por hilachas, y eso le dio ganas de volver a llorar (tal vez porque se sentía como tomates unidos por hilachas), pero se controló. Enrolló los calcetines y los guardó en la mochila.
Estaba ajustando las hebillas cuando oyó el zumbido del helicóptero por segunda vez. En esta ocasión sonaba mucho más cerca. Trisha se puso en pie de un brinco. Hacia el este, negras contra el cielo azul, había dos formas. Le recordaron un poco las libélulas que había visto en el pantano del Ciervo Muerto. Era absurdo gritar y agitar los brazos, estaban a millones de kilómetros de distancia, pero de todos modos lo hizo. No pudo evitarlo. Por fin, cuando casi se quedó afónica, abandonó la tarea.
—Escucha, Tom —dijo mientras los seguía con expresión anhelante de izquierda a derecha, o sea de norte a sur—. Escucha, intentan encontrarme. Si se acercaran un poquito más…
Pero no lo hicieron. Los helicópteros distantes desaparecieron tras la masa del bosque. Trisha se quedó inmóvil donde estaba, y no se movió hasta que el ruido de las aspas se fundió con el cántico tenaz de los grillos. Después exhaló un profundo suspiro y se arrodilló para atar sus zapatillas. Ya no experimentaba la sensación de que alguien la espiaba, menos mal…
«Oh, mentirosa —dijo la fría voz. Sonaba divertida—. Mentirosilla».
Pero no estaba mintiendo, al menos no a propósito. Estaba tan cansada y confusa que ya no estaba segura de sus sensaciones… Ahora que se había liberado del barro y el lodo (y se había alejado del cuerpo descuartizado del ciervo), lo que sí tenía claro era que estaba hambrienta y sedienta. Cruzó por su mente la idea de regresar y recoger más helechos. No le resultaría difícil mantenerse alejada del cuerpo del ciervo y de los lugares ensangrentados.
Pensó en Pepsi, que a veces se impacientaba con ella si se rasguñaba la rodilla cuando patinaba o caía cuando trepaban a un árbol. Si veía que empezaban a formarse lágrimas en los ojos de Trisha, Pepsi era capaz de decir: «No me vengas con niñerías, McFarland». Bien sabía Dios que no podía abandonarse a niñerías por culpa de un ciervo muerto, y mucho menos en una situación semejante, pero…
… pero tenía miedo de que la cosa que había matado al ciervo continuara en las cercanías, la estuviera acechando, confiada en que volvería.
En cuanto a beber el agua del pantano, no fastidiemos. La suciedad era una cosa. Insectos muertos y huevos de mosquito eran otra muy diferente. ¿Podían los mosquitos incubar en el estómago de una persona? Probablemente no. ¿Quería averiguarlo con certeza? Definitivamente no.
—Supongo que encontraré más helechos —dijo—. ¿Verdad, Tom? Y bayas también…
Tom no contestó, pero Trisha siguió caminando sin pararse a pensar.
Anduvo hacia el oeste durante otras tres horas. Al principio avanzaba con lentitud, después avivó el paso y entró en otra extensión de bosque. Le dolían las piernas y la espalda, pero no prestaba mucha atención. Ni siquiera el hambre ocupaba su mente. Cuando la luz diurna viró del dorado al rojo, era la sed lo que dominaba los pensamientos de Trisha. Tenía la garganta seca y dolorida. Su lengua parecía un estropajo. Se maldijo por no haber bebido en el pantano cuando tuvo la oportunidad, y en una ocasión se detuvo y pensó: A la mierda, voy a volver.
«Será mejor que no lo intentes, corazón —dijo la fría voz—. No encontrarías el camino. Aunque fueras lo bastante afortunada como para volver sobre tus pasos sin desviarte, oscurecería antes de que llegaras… ¿y a que no adivinas lo que te estaría esperando?»
—Cierra el pico —dijo Trisha, cansada—. Cierra el pico, bruja malvada y estúpida.
Pero claro, la bruja malvada y estúpida tenía razón. Trisha se volvió en la dirección del sol, ahora de color naranja, y se puso a andar de nuevo. Cada vez la asustaba más su sed. Si la hacía sufrir tanto a las ocho, ¿qué pasaría a medianoche? Además, ¿cuánto tiempo podía vivir una persona sin agua? No se acordaba, si bien estaba segura de que en algún momento había topado con aquella curiosa información. No tanto como el que una persona podía pasar sin comida, en cualquier caso. ¿Cómo sería morir de sed?
—No voy a morir de sed en este maldito bosque… ¿verdad, Tom?
Tom no contestó. El Tom Gordon de verdad estaría presenciando otro encuentro en este momento. Tim Wakefield, el diestro pitcher de los Boston, contra Andy Pettite, el joven zurdo de los Yankees. Le costaba tragar saliva. Recordó la lluvia del día anterior (al igual que la imagen de ella sentada en la cama cuando se estaba poniendo los calcetines, le parecía algo muy lejano en el tiempo), y deseó que volviera a llover. Se mojaría y bailaría con la cabeza hacia atrás, los brazos extendidos y la boca abierta. Bailaría como Snoopy sobre su perrera.
Trisha caminó entre pinos y abetos, cada vez más altos y espaciados a medida que aumentaba la antigüedad del bosque. La luz del sol se filtraba sesgada entre los árboles, en forma de franjas polvorientas de un color intenso. Habría considerado hermosos los árboles y la luz rojoanaranjada, de no ser por su sed… Una parte de su mente tomaba nota de dicha belleza, pese a sus sufrimientos. Sin embargo, la luz era demasiado brillante. Sus sienes latían y le dolía la cabeza, y sentía la garganta como reseca.
En ese estado, atribuyó el rumor de una corriente de agua a una alucinación auditiva. No podía ser agua de verdad; era demasiado oportuna. No obstante, se volvió hacia el rumor, en dirección sudoeste en lugar de oeste, mientras se agachaba bajo ramas bajas y saltaba árboles caídos como alguien sumido en un trance hipnótico. Cuando el sonido se intensificó, demasiado fuerte para confundirlo con otra cosa, Trisha se echó a correr. Resbaló dos veces sobre la alfombra de agujas, y en cierto momento atravesó un matorral de ortigas que arañaron sus brazos y sus manos, pero no se dio cuenta. Diez minutos después de haber oído el primer susurro tenue, llegó a una breve y pronunciada bajada, donde el lecho rocoso emergía de la tierra y el suelo del bosque estaba alfombrado de agujas, en una serie de montículos de piedra grisáceos. Al pie corría un arroyo que, al principio, se le antojó el goteo de una manguera mal cerrada.
Trisha caminó por el borde de la pendiente con perfecta inconsciencia, aunque un paso en falso la habría enviado rodando hasta una distancia de unos ocho metros, y tal vez la habría matado. Cinco minutos de caminata arroyo arriba la condujeron hasta una especie de garganta que corría desde el borde del bosque hasta la hondonada por donde discurría el arroyo. Era un barranco natural, excavado a base de décadas de hojas y agujas caídas.
Se sentó y descendió con la ayuda de los pies a modo de frenos. A mitad de camino empezó a resbalar. En lugar de intentar parar, lo cual podía provocarle un salto mortal, se tendió, enlazó las manos detrás del cuello, cerró los ojos y confió en que todo saliera bien.
El descenso acabó bruscamente. La cadera derecha de Trisha golpeó con un saliente rocoso, y el impacto con otro dejó entumecidos sus dedos entrelazados. Si no se hubiera protegido la cabeza con las manos, tal vez la segunda roca le habría abierto el cuero cabelludo, pensó. O algo peor. «No te rompas tu estúpido cuello» era otro dicho de los adultos, uno de los favoritos de la abuela McFarland.
Tocó fondo con un golpe que estremeció sus huesos, y sus zapatillas se llenaron de agua fría. Se las quitó, cayó de bruces y bebió hasta que una punzada taladró su frente, como sucedía a veces cuando estaba acalorada y sedienta, y se zampaba un helado demasiado deprisa. Trisha sacó su cara goteante y cubierta de barro del arroyo y echó un vistazo al cielo oscuro, mientras jadeaba y sonreía. ¿Había probado alguna vez un agua tan buena? No. ¿Había probado alguna vez algo tan bueno? Por supuesto que no. Constituía una clase aparte. Bajó la cara y bebió de nuevo. Por fin, se puso de rodillas, emitió un eructo estruendoso y rió como una loca. Notaba el estómago hinchado, tenso como el parche de un tambor. Durante un rato, al menos, no tendría hambre.
El barranco era demasiado resbaladizo y empinado para volver a subir. Llegaría a la mitad, o casi hasta arriba, y luego resbalaría hasta el fondo. Sin embargo, la subida parecía más cómoda por el otro lado del arroyo, empinada y cubierta de árboles, pero poco escarpada, y había muchas rocas para apoyar el pie. Podía avanzar un poco antes de que hubiera oscurecido demasiado para ver. ¿Por qué no? Ahora que había bebido agua se sentía fuerte de nuevo, maravillosamente fuerte. Y segura de sí misma. Había dejado atrás el pantano y había encontrado otro arroyo. Un buen arroyo.
«Sí, pero ¿qué me dices de la cosa tan especial?», preguntó la fría voz, aterrando a Trisha. Decía cosas horribles. Lo peor era haber descubierto en su interior a una niña tan malvada. «¿Te has olvidado de esa cosa tan especial?»
—Si había una cosa tan especial —dijo Trisha—, ahora ya se ha ido. Tal vez ha vuelto con el ciervo.
Era verdad, o lo parecía. Aquella sensación de ser espiada, tal vez seguida, había desaparecido. La voz fría lo sabía, y no contestó. Trisha descubrió que podía visualizar a su propietaria, una mocosa burlona y alborotadora que se parecía un poco a Trisha, tal vez por casualidad (el parecido de una prima segunda, por ejemplo). Ahora se estaba alejando con los hombros tensos y los puños apretados, la viva imagen del resentimiento.
—Sí, vete y no vuelvas —dijo Trisha—. No me asustas. —Y al cabo de una pausa—: ¡Jódete!
Salió de su boca de nuevo, lo que Pepsi llamaba la Palabrota Terrible, y Trisha no lo lamentó. Hasta imaginó que lo decía a su hermano Pete si éste empezaba de nuevo con sus tonterías sobre Malden, cuando volvían a casa del colegio. Malden esto y Malden lo otro, papá esto y papá lo otro, ¿y qué pasaría si decía: «Eh, Pete, jódete, apechuga con ello», en lugar de mostrarse silenciosa y comprensiva, o bien alegre y empeñada en cambiar de tema? Sólo «Eh, Pete, jódete», ¿qué tal? Trisha le vio en su cabeza, le vio mirándola boquiabierto. La imagen la hizo reír.
Se levantó, caminó hasta el agua, eligió cuatro piedras que la ayudarían a cruzar, y las arrojó de una en una al arroyo. Cuando llegó al otro lado empezó a bajar la pendiente.
La ladera de la colina se hacía más empinada y el arroyo era más ruidoso a su espalda. Cuando llegó a un claro de suelo relativamente plano, decidió pernoctar allí. La oscuridad estaba imponiéndose. Si intentaba bajar la cuesta corría el riesgo de caer. Además, el lugar no estaba nada mal. Al menos podía ver el cielo.
—Los insectos son tozudos —dijo, mientras espantaba a los mosquitos que rodeaban su cara y se los quitaba del cuello a palmadas, pero (ja ja, qué mala suerte, nena) no tenía barro a mano. Muchas rocas, pero nada de barro.
Trisha se sentó en cuclillas un momento, mientras los insectos pululaban alrededor de sus ojos. Con las manos, apartó las agujas de un pequeño círculo de tierra, cavó un agujero poco profundo en la tierra blanda y llenó su botella de agua en el arroyo. Fabricó barro con los dedos, una actividad que la complació (pensó en la abuela Andersen; ella hacía pan en su cocina los sábados por la mañana, de pie sobre un taburete porque la encimera era muy alta). Después, se lo aplicó en toda la cara. Cuando terminó, casi había oscurecido por completo.
Trisha se levantó, mientras frotaba barro sobre sus brazos, y paseó la vista alrededor. No había ningún árbol caído providencial bajo el que dormir aquella noche, pero a unos veinte metros de distancia reparó en una maraña de ramas de pino muertas. Las llevó hasta uno de los altos abetos cercanos al arroyo y las apoyó contra el tronco como abanicos vueltos del revés, hasta crear un pequeño espacio en cuyo interior podría entrar a rastras… una especie de media tienda. Si el viento no derribaba las ramas, pensó que sería muy cómoda.
Mientras transportaba las dos últimas, sintió un calambre en el estómago y sus intestinos se aflojaron. Trisha se detuvo, con una rama en cada mano, a la espera de los acontecimientos. El calambre pasó, y también la extraña sensación de sus tripas, pero no se encontraba muy bien. Agitada. Como una mariposa, decía la abuela Andersen, pero para indicar que estaba nerviosa, y Trisha no estaba nerviosa. No sabía qué le pasaba.
«Es el agua —dijo la fría voz—. Había algo en el agua. Te has envenenado, corazón. Es probable que mañana por la mañana ya estés muerta».
—Qué remedio —dijo Trisha, y añadió las dos últimas ramas a su refugio improvisado—. Ya me estaba muriendo de sed. Tenía que beber.
No hubo respuesta. Tal vez la voz fría, por traidora que fuera, lo comprendía. No había tenido otra opción que beber.
Se quitó la mochila y extrajo con reverencia el walkman. Se colocó los auriculares y lo encendió. La WCAS aún se escuchaba bien, pero no como anoche. Se le antojó rara la idea de haber salido casi de la zona de alcance de una emisora de radio, como cuando vas en coche. La verdad era que le parecía muy raro, pero mucho. Y lo notaba en el estómago.
«Muy bien —dijo Joe Castiglione. Daba la impresión de que su voz llegaba desde muy lejos—. Mo entra y nos preparamos para el final de la cuarta».
De repente algo se removió en su garganta y en su estómago, y aquellos poderosos hipidos (urk-urk, urk-urk) empezaron de nuevo. Trisha se arrastró fuera del refugio, se puso de rodillas y vomitó en las sombras extendidas entre dos árboles, apoyada en un tronco con una mano y aferrándose el estómago con la otra.
Se quedó donde estaba, casi sin aliento, y escupió el sabor de helechos apenas digeridos (agrio, ácido), mientras Mo fallaba tres lanzamientos. Troy O’Leary era el siguiente.
«Bien, los Red Sox lo tienen crudo —comentó Troop—. Pierden siete a uno en el final de la cuarta, y Andy Pettite está lanzando una joya».
—Demonios —dijo Trisha, y volvió a vomitar.
No vio lo que salía, estaba demasiado oscuro para eso y se alegró, pero parecía líquido, más parecido a sopa que a vómito. Aquellas dos palabras consiguieron que se le hiciera un nudo en el estómago. Se alejó de los árboles entre los que había vomitado, todavía de rodillas, y notó otro calambre, esta vez más fuerte.
—¡Demonios! —aulló mientras forcejeaba con el botón superior de los tejanos.
Estaba segura de que no iba a conseguirlo, pero al final pudo aguantarse lo bastante para bajarse los tejanos y las bragas y quitarlos de en medio. Todo salió como una exhalación.
Trisha gritó, y un ave gritó a su vez en la lejanía, como si se burlara. Cuando todo acabó y trató de ponerse en pie, se mareó. Perdió el equilibrio y se desplomó sobre sus excrementos.
—Perdida y sentada sobre mi propia mierda —dijo Trisha.
Se echó a llorar, y después a reír, porque lo encontró divertido. Perdida y sentada sobre mi propia mierda, ya lo creo, pensó. Se levantó con esfuerzo, con los tejanos y las bragas enredados alrededor de sus tobillos (los tejanos tenían las rodilleras rotas y estaban acartonados debido al barro, pero al menos había evitado hundirlos en la mierda… al menos de momento). Se quitó las bragas y caminó hasta el arroyo, desnuda de cintura para abajo, con el walkman en una mano. Troy O’Leary había hecho un cuadrangular más o menos cuando ella perdía el equilibrio y caía sobre su propia mierda. Cuando entró descalza en el arroyo de aguas heladas, Jim Leyritz consiguió una doble eliminación. Sec-su-al a tope.
—Era el agua, Tom —dijo Trisha, mientras se limpiaba el trasero—. La maldita agua, pero ¿qué debía hacer? ¿Limitarme a mirarla?
Tenía los pies entumecidos cuando salió del arroyo. Y también el trasero, pero al menos estaba limpia de nuevo. Se puso las bragas y los tejanos, y se estaba abrochando los botones cuando su estómago se agitó de nuevo. Trisha dio dos grandes zancadas hacia los árboles, se agarró al mismo de antes y vomitó. Esta vez no creyó que saliera nada sólido. Era como expulsar dos tazas de agua caliente. Se inclinó y apoyó la frente contra el tronco del pino. Por un momento, imaginó que había un letrero clavado en él, como los que la gente cuelga en las puertas de sus tiendas de campaña: EL CAGADERO DE TRISHA. Eso la hizo reír otra vez, pero fue una risa falsa. Un estribillo resonó en el espacio que separaba aquellos bosques del mundo que Trisha había creído suyo, el sonsonete que decía: «Marque el 1-800-54-GIANT».
Más calambres.
—No —dijo Trisha, todavía con la frente apoyada contra el árbol y los ojos cerrados—. No, por favor, mas no. Ayúdame, Dios. Basta, por favor.
«No malgastes tu aliento —dijo la fría voz—. No sirve de nada rezar al Subaudible».
Los retortijones se calmaron. Trisha volvió poco a poco a su refugio, sobre unas piernas que sentía de goma e inestables. Le dolía la espalda de tanto vomitar. Sentía tensos como resortes los músculos del estómago. Y su piel estaba caliente. Tal vez tenía fiebre.
Derek Lowe salió a lanzar para los Red Sox. Jorge Posada le recibió con un hit de tres bases hacia la esquina del jardín derecho. Trisha entró a gatas en el refugio, con cuidado de no rozar ninguna rama con el brazo o la cadera. Si lo hacía, el invento se vendría abajo. Si la pillaba por sorpresa de nuevo (mamá lo decía así; Pepsi lo llamaba «tener cagaleras» o «bailar la polka de las letrinas»), lo derribaría todo. De momento, no obstante, allí estaba.
Chuck Knoblauch lanzó lo que Troop llamó «una bola alta como una torre». Darren Bragg la atrapó, pero Posada marcó. Ocho a uno para los Yankees. Era su noche de suerte, no cabía duda. Una suerte increíble.
—¿A quién llamas cuando se te rompe el parabrisas? —canturreó para sí, tumbada sobre las agujas de pino—. Al 1-800-54-GI…
Un repentino acceso de temblores la sacudió. En lugar de sentirse caliente y febril, se sintió fría de pies a cabeza. Aferró sus brazos embarrados con sus dedos embarrados y contuvo el aliento, con la esperanza de que las ramas que había dispuesto con tanto cuidado no se le vinieran encima.
—El agua —gimió—. El agua, la maldita agua, basta ya.
Pero lo sabía, y no hacía falta que se lo chivara la voz fría. Ya tenía sed otra vez, por culpa de los vómitos, y no tardaría en volver al arroyo.
Siguió escuchando a los Red Sox. Despertaron en la octava, consiguieron cuatro carreras y Pettite fue expulsado. Mientras los Yankees bateaban contra Dennis Eckersley al principio de la novena (Joe y Troop le llamaban «el Eck»), Trisha se rindió. No podía resistir la llamada del arroyo. Incluso con el volumen del walkman a toda pastilla, su lengua y su garganta suplicaban lo que estaban oyendo. Salió con mucha cautela del refugio, se acercó al arroyo y bebió otra vez. El agua estaba fresca y deliciosa, no sabía a veneno, sino a néctar de los dioses. Regresó a gatas al refugio, sintiendo frío y calor a ratos alternos, sudorosa y temblorosa, y cuando se tumbó pensó: Es probable que por la mañana esté muerta. Muerta, o tan enferma que desee morir.
Los Red Sox, que perdían por ocho a cinco, cargaron las bases con un solo out en el final de la novena. Nomar Garciaparra lanzó una batada al jardín central. Si hubiera salido fuera, los Sox habrían ganado el partido por nueve a ocho. En cambio, Bernie Williams la atrapó en el descansadero de los lanzadores de reserva y dio al traste con el esfuerzo de Garciaparra. Una carrera ganada gracias a una bola sacrificada, pero eso fue todo. O’Leary salió y fue eliminado por tres lanzamientos consecutivos de Mariano Rivera, dando por finalizada una noche poco afortunada y el partido. Trisha apagó el walkman para ahorrar pilas. Rompió a sollozar, impotente, con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados. Sentía el estómago revuelto. Los Sox habían perdido. Tom Gordon ni siquiera había participado en aquel estúpido encuentro. La vida era una mierda. Aún seguía llorando cuando se quedó dormida.
En el cuartel general de la policía estatal de Castle Rock se produjo una breve llamada telefónica justo en el momento en que Trisha, sin atender a razones, iba al arroyo para beber agua por segunda vez. La persona que llamaba transmitió su mensaje a la operadora y a la grabadora que registraba todas las llamadas.
La llamada empezó a las 21.46 horas:
Usuario: La niña que andan buscando fue raptada en el sendero por Francis Raymond Mazzerole, con M de microscopio. Tiene treinta y seis años, usa gafas, tiene el pelo corto y teñido de rubio. ¿Ha tomado nota?
Operadora: Señor, ¿puedo preguntarle…?
Usuario: Cierre el pico y escuche. Mazzerole conduce una furgoneta Ford azul, creo que las llaman Econoline. En estos momentos habrá llegado ya a Connecticut. Es un mal bicho. Echen un vistazo a sus antecedentes y lo comprobarán. Se la tirará unos cuantos días si no le plantea problemas, sólo unos cuantos días, pero después la matará. Ya lo ha hecho en otras ocasiones.
Operadora: Señor, ¿tiene la matrícula…?
Usuario: Le he dado su nombre y la marca del coche que conduce. Le he proporcionado todo lo necesario. Ya lo ha hecho en otras ocasiones.
Operadora: Señor…
Usuario: Espero que le maten.
La llamada finalizó a las 21.48 horas.
La investigación localizó el origen de la llamada en una cabina de Old Orchard Beach. No consiguieron averiguar nada en la población.
A las dos de la madrugada, tres horas después de que la policía de Massachusetts, Connecticut, Nueva York y Nueva Jersey hubiera empezado a buscar una furgoneta azul Ford, conducida por un hombre de cabello corto rubio y con gafas, Trisha despertó con más náuseas y calambres. Derrumbó su refugio cuando salió a gatas de él, se quitó los tejanos y las bragas y vació lo que parecía una ingente cantidad de ácido líquido. Le escoció como la peor picadura.
Cuando terminó, se arrastró hasta el Cagadero de Trisha y se agarró al mismo árbol de antes. Tenía la piel calenturienta, y su pelo estaba empapado de sudor. Temblaba de pies a cabeza y los dientes le castañeteaban.
No puedo vomitar más, pensó. Dios mío, por favor, no puedo vomitar más. Si sigo vomitando, moriré.
Fue cuando vio a Tom Gordon por primera vez. Estaba de pie en el bosque, a unos cincuenta metros de distancia, y su uniforme blanco parecía resplandecer bajo la luz de la luna que caía entre los árboles. Llevaba su guante. Tenía la mano derecha oculta tras la espalda, y Trisha comprendió que sujetaba una pelota de béisbol. Estaba apoyada contra su palma, le daba vueltas con sus largos dedos, palpaba los costurones, y sólo la inmovilizó cuando los tuvo donde quería y la presa fue firme.
—Tom —susurró—, esta noche no has tenido la menor oportunidad, ¿verdad?
Tom no le hizo caso. Estaba esperando la señal. Entonces, la inmovilidad se desprendió de sus hombros y envolvió todo su cuerpo. Permaneció erguido bajo la luz de la luna, tan nítido como los cortes que surcaban los brazos de Trisha, tan real como las náuseas que asaltaban su garganta y su estómago. Estaba inmóvil, a la espera de la señal. No era una inmovilidad perfecta, porque la mano oculta tras su espalda daba vueltas y vueltas a la pelota, para aferrarla mejor, pero cualquier observador habría dicho que estaba inmóvil. Trisha se preguntó si podría imitarle: despojarse de los temblores, permanecer inmóvil y ocultar los calambres.
Se agarró al árbol y probó. No ocurrió enseguida (lo bueno siempre tardaba en suceder, decía su padre), pero ocurrió: sus intestinos se inmovilizaron. Permaneció así durante mucho rato. ¿El bateador se impacientaba porque pensaba que tardaba demasiado entre lanzamiento y lanzamiento? Estupendo. Le importaba un comino. Estaba inmóvil, a la espera de la señal correcta y de aferrar bien la pelota. La inmovilidad se desprendía de los hombros, te envolvía, templaba tus nervios y te concentraba.
Los escalofríos cesaron por completo. En determinado momento se dio cuenta de que su estómago se había serenado. Aún sentía algún calambre, pero ya no eran tan fuertes. La luna estaba baja. Tom Gordon se había ido. En ningún momento había estado con ella, por supuesto, lo sabía, pero…
—Esta vez parecía muy real —graznó—. Superreal. Caramba.
Se levantó y caminó hasta el árbol donde había montado su refugio. Aunque su único deseo era acurrucarse sobre las agujas de pino y dormir, montó de nuevo la tienda de ramas, y después se acomodó bajo ellas. Cinco minutos después, dormía como un tronco. Mientras dormía, algo se acercó. La observó durante largo rato. No se alejó hasta que la luz empezó a perfilar el horizonte… pero no se alejó mucho.