FINAL DE LA CUARTA

Estaban detrás de la casita de su padre en Malden, solos los dos, sentados en oxidadas sillas de tijera, aposentadas sobre hierba que había crecido demasiado. Los gnomos parecían mirarla con una sonrisa enigmática y desagradable. Estaba llorando porque papá se había portado mal con ella. Nunca se portaba mal con ella, siempre la abrazaba y besaba en la cabeza y la llamaba «corazón», pero ahora se estaba portando mal, y todo porque ella no quería abrir la trampilla del sótano, bajo la ventana de la cocina, bajar cuatro peldaños y coger una lata de cerveza de la caja que guardaba allí para que estuvieran frescas. Estaba tan disgustada que sin duda le había salido una erupción en la cara, porque le picaba. Y los brazos también.

—Niña mala, papá se ha ido de caza —dijo papá, inclinado hacia ella, y Trisha percibió su aliento. No necesitaba otra cerveza: ya estaba borracho, y su aliento olía a levadura y a ratones muertos—. ¿Por qué eres tan cobardica? No tienes ni una gota de sangre fría.

Sin dejar de llorar, pero decidida a demostrarle que tenía sangre fría (un poco, al menos), se levantó de la oxidada silla y se acercó a la todavía más oxidada trampilla. Oh, le picaba todo el cuerpo, y no quería abrir aquella puerta porque había algo horrible al otro lado. Hasta los gnomos lo sabían, bastaba con ver sus sonrisas astutas para darse cuenta. No obstante, cogió el tirador, mientras papá se burlaba de ella con aquella horrible voz extraña, y la animaba a seguir, sigue, niña mala, sigue, corazón, sigue, tesoro, sigue y hazlo.

Alzó la trampilla y los peldaños que bajaban al sótano habían desaparecido. El pozo de la escalera había desaparecido. Su lugar lo ocupaba un monstruoso avispero. Cientos de avispas, fábricas de veneno regordetas y desmañadas, que se lanzaron hacia ella. No había tiempo para huir, todas la picarían a la vez y moriría, con la piel cubierta de avispas que se meterían en sus ojos y en su boca, llenarían de veneno su boca mientras descendían por la garganta…

Trisha pensó que estaba chillando, pero cuando se golpeó la cabeza contra el tronco, de forma que trocitos de corteza y musgo cayeron sobre su cabello sudado y la despertaron, sólo oyó una serie de gemidos tenues. Era lo máximo que permitía su garganta estrangulada.

Por un momento se sintió desorientada por completo, se preguntó por qué la cama era tan dura, contra qué se había golpeado la cabeza… ¿Era posible que se hubiera caído de la cama? Y su piel, en efecto, hormigueaba, debido al sueño del que acababa de escapar, oh Dios, qué terrible pesadilla.

Se golpeó la cabeza otra vez y la realidad empezó a imponerse. No estaba en su cama ni debajo de ella. Estaba en el bosque, perdida en el bosque. Se había dormido debajo de un árbol y su piel aún hormigueaba. No debido al miedo sino porque…

—¡Marchaos, bastardos, marchaos! —gritó con voz aguda y asustada, y agitó las manos frenéticamente.

La mayoría de mosquitos abandonaron su piel y volvieron a formar la nube. La sensación de hormigueo desapareció, pero el terrible picor persistió. No había avispas, pero la habían aguijoneado sin piedad. Picada mientras dormía por todos los insectos de la zona, que habían hecho un alto en el camino para saborear su sangre. Le escocía todo. Y necesitaba mear.

Salió a rastras de debajo del tronco, jadeante y encogida. Tenía el cuerpo dolorido debido a la caída por la pendiente, en especial el cuello y el hombro izquierdo, y el brazo izquierdo y la pierna izquierda, extremidades sobre las que se había tumbado, estaban entumecidos. Tiesos como palos, habría dicho su madre. Los adultos (al menos los de su familia) tenían un dicho para todo: tieso como un palo, contento como unas pascuas, vivaracho como una ardilla, sordo como una tapia, oscuro como boca de lobo, muerto como…

No, no quería pensar en ése, ahora no.

Intentó ponerse en pie pero no lo consiguió, de modo que se arrastró hacia el claro en forma de media luna. Mientras se movía, el brazo y la pierna empezaron a despertarse: aquel hormigueo tan desagradable.

—Maldición —graznó, sobre todo para oír el sonido de su voz—. Está oscuro como boca de lobo.

Sólo que, cuando se detuvo junto al arroyo, se dio cuenta de que no era así. La fría luz de la luna iluminaba el claro con suficiente intensidad para arrojar una sólida sombra detrás de ella y crear destellos en el agua de su arroyo. El objeto que reinaba en el cielo era una piedra plateada algo deforme, casi demasiado brillante para mirarla… pero Trisha miró de todos modos, con aire solemne en su cara hinchada. La luna era tan brillante que había condenado a la mayoría de estrellas a la invisibilidad, y algo en ella, o tal vez el hecho de mirarla desde donde estaba, la hizo consciente de su soledad. Su anterior convicción de que se salvaría porque Tom Gordon había dado la victoria a su equipo había desaparecido. Era como tocar madera, tirar sal por encima del hombro o persignarse antes de entrar en la base del bateador, como siempre hacía Nomar Garciaparra. Aquí no había cámaras, repetición instantánea de jugadas o aficionados jubilosos. La cara fría y hermosa de la luna le sugirió que el Subaudible era, en fin de cuentas, la teoría más plausible, un Dios ignorante de que era Dios, al que no interesaban las niñas perdidas, al que no interesaba nada, un Dios abúlico cuya mente era como una nube de insectos, y cuyo ojo era la luna absorta e inexpresiva.

Trisha se agachó sobre el arroyo para mojarse la cara, vio su reflejo y gimió. La picadura de avispa que tenía en el pómulo izquierdo se había inflamado aún más (tal vez se la había rascado o rozado mientras dormía), y había estallado a través del barro con que la había cubierto como un volcán que se abre paso entre la lava petrificada de su anterior erupción. Había deformado su ojo, que aparecía torcido y monstruoso, como esos ojos que te obligan a desviar la vista si los ves acercarse a ti (por lo general en la cara de un retrasado mental) por la calle. El resto de su cara estaba igual de mal, o aún peor: apelmazada donde la habían picado, sólo hinchada donde cientos de mosquitos se habían dado el festín mientras dormía. El agua conservaba una relativa inmovilidad cerca de la orilla y Trisha vio en su reflejo que un último mosquito seguía pegado a ella, en la comisura de su ojo derecho, demasiado torpe incluso para extraer su trompa de la piel. Otro de aquellos dichos de adultos le vino a la cabeza: demasiado atiborrado para saltar.

Lo golpeó y el mosquito estalló, su propia sangre le salpicó en el ojo. Trisha reprimió un chillido, pero un tembloroso sonido de asco (mmmmmhh) escapó de sus labios apretados. Contempló incrédula la sangre que manchaba sus dedos. ¡Un solo mosquito había chupado tanta! ¡Era increíble!

Metió las manos en el agua y se lavó la cara. No bebió, pues recordaba algo acerca de que el agua de los bosques podía sentarte mal, pero sentirla sobre su piel febril fue maravilloso, un tacto como de raso frío. Recogió más, se humedeció el cuello y mojó los brazos hasta el codo. Luego recogió barro y se lo aplicó, esta vez no sólo en las picaduras, sino por todas partes, desde el cuello hasta la raíz del cabello. Mientras lo hacía, pensó en un episodio de El show de Lucy que había visto en la tele. Lucy y Ethel estaban en el salón de belleza, con aquellas mascarillas de caolín tan curiosas de 1958, y Des entraba, las miraba y decía: «Eh, Lucy, ¿cuál de las dos es judía?», y el público se desternillaba. Debía de tener un aspecto similar, pero a Trisha le daba igual. No había público, ni carcajadas en off, y ya no podía aguantar más picaduras. Se volvería loca.

Se aplicó un poco de barro en los párpados y después se agachó para mirar su reflejo. Lo que vio en las aguas calmas fue a una niña andrajosa embadurnada de barro a la luz de la luna.

Su cara era de un gris pastoso, como el rostro pintado en alguna vasija descubierta en una excavación arqueológica. Su cabello era una masa informe mugrienta. Sus ojos estaban blancos, húmedos y asustados. No tenía aspecto divertido, como Lucy y Ethel en su salón de belleza. Parecía muerta. Muerta y mal amortajada, o como se dijera.

—Entonces —canturreó Trisha a la cara reflejada en el agua— el negrito Sambo dijo: «Por favor, tigres, no me arranquéis mi traje nuevo».

Claro que eso tampoco era divertido. Untó de barro sus brazos y bajó las manos hacia el agua, con la intención de lavarlos. Pero era una estupidez. Los malditos mosquitos la picarían si lo hacía.

Las agujetas casi habían desaparecido de su brazo y su pierna. Trisha consiguió acuclillarse y orinar. Pudo erguirse y caminar, aunque una mueca de dolor deformaba su cara cada vez que ladeaba la cabeza. Supuso que sufría una especie de latigazo cervical, como el que padeció la señora Chetwynd, una vecina, cuando un anciano había chocado con su coche por detrás cuando estaba parada ante un semáforo. El viejo no se había hecho el menor daño, pero la pobre señora Chetwynd tuvo que llevar un collarín durante seis semanas. Quizá le pondrían un collarín cuando saliera de esto. Quizá la llevarían a un hospital en un helicóptero con una cruz roja en la panza, como en M*A*S*H, y…

«Olvídalo, Trisha. —Era la voz aterradora, que tan bien conocía ya—. No te hará falta ningún collarín. Ni tampoco un helicóptero».

—Cierra el pico —murmuró, pero la voz no desistió.

«Ni siquiera te amortajarán, porque nunca te encontrarán. Morirás aquí, vagarás por estos bosques hasta que mueras, y los animales devorarán tu cuerpo putrefacto, y algún día aparecerá un cazador y encontrará tus huesos».

Era una teoría tan terriblemente plausible (había oído historias similares en los telediarios, no una sino varias veces), que se echó a llorar de nuevo. Su imaginación materializó al cazador, un hombre vestido con un chaquetón de lana roja y una gorra naranja, un hombre necesitado de un afeitado. Buscaba un lugar donde guarecerse y acechar la aparición de un ciervo, o tal vez sólo quería orinar. Ve algo blanco y al principio piensa: Sólo es una piedra. Pero cuando se acerca ve que la piedra tiene cuencas oculares.

—Basta —susurró, mientras regresaba hacia el tronco caído y los restos dispersos del capote (había llegado a odiarlo; no sabía por qué, pero daba la impresión de simbolizar todo cuanto le había sucedido)—. Basta, por favor.

La fría voz no calló. La fría voz tenía algo más que decir. Una última cosa, al menos.

«O tal vez no morirás. Tal vez la cosa que anda al acecho te matará y devorará».

Trisha se detuvo junto al árbol caído, agarró con una mano los restos de una pequeña rama muerta, y paseó una nerviosa mirada en derredor. Desde que había despertado, sólo había podido pensar en sus espantosos picores. Ahora, el barro los había suavizado, así como el dolor de las picaduras de avispa, y tomó conciencia una vez más de dónde estaba: en el bosque, sola y de noche.

—Al menos hay luna —dijo, de pie al lado del árbol, mientras echaba un vistazo al claro. Parecía todavía más pequeño, como si los árboles y la maleza hubieran estrechado el cerco mientras dormía. Como si hubieran estrechado el cerco con sigilo.

La luz de la luna no la tranquilizaba tanto como había supuesto al principio. Iluminaba el claro, cierto, pero era un brillo engañoso que dotaba a todas las cosas de un aspecto real e irreal al mismo tiempo. Las sombras eran demasiado negras, y cuando la brisa agitaba los árboles, las sombras se alteraban de una manera inquietante.

Algo emitió una risita burlona en el bosque, pareció atragantarse, rió de nuevo y enmudeció.

Un búho ululó en la distancia.

Más cerca, una rama se partió.

¿Qué fue eso?, pensó Trisha, mientras se volvía hacia la dirección del sonido. Su corazón empezó a acelerarse. De un momento a otro se desbocaría, y ella le imitaría, presa del pánico, corriendo como un ciervo acorralado en un incendio forestal.

—Nada, no ha sido nada —dijo en voz baja y rápida… una voz muy parecida a la de su madre, aunque ella no lo sabía.

Tampoco sabía que en una habitación de motel, a 45 kilómetros de donde ella se encontraba, su madre había despertado de un sueño inquieto, convencida de que algo espantoso había ocurrido a su hija, o estaba a punto de ocurrir.

«Es lo que has oído, Trisha —dijo la fría voz. Su tono aparentaba ser triste, pero era indeciblemente jubiloso en el fondo—. Viene a por ti. Ha captado tu olor».

—No existe ninguna cosa —dijo Trisha con un susurro desesperado—. Venga, déjame en paz, no hay ninguna cosa.

La engañosa luz de la luna había cambiado las formas de los árboles, los había transformado en rostros descarnados de ojos negros. El sonido de dos ramas al rozarse se convirtió en el canturreo de un monstruo. Trisha caminó en círculos, intentando mirar a todas partes a la vez, con ojos atemorizados en su rostro cubierto de barro.

«Es una cosa especial, Trisha… La cosa que espera a los extraviados. Les deja vagar hasta que están muy asustados, porque eso les da mejor sabor, ablanda la carne, y entonces va a por ellos. Ya lo verás. Surgirá entre los árboles de un momento a otro. En cuestión de segundos. Y cuando veas su cara, enloquecerás. Si alguien pudiera oírte, pensaría que estabas chillando. Pero la verdad es que reirás, ¿sabes?, porque eso es lo que hacen los locos cuando su vida llega a su fin, ríen, ríen… y ríen».

—¡Basta, no existe esa cosa, no hay ninguna cosa en el bosque, basta! —susurró a toda prisa, y la mano que agarraba el muñón de la rama lo apretó más y más, hasta que se partió con un chasquido similar a un disparo.

El sonido le provocó un respingo e hizo que emitiera un gritito, pero también la serenó. Al fin y al cabo, sabía lo que era: una rama que ella había roto. Aún era capaz de partir ramas, aún conservaba ese control sobre el mundo. Los sonidos sólo eran sonidos. Las sombras sólo eran sombras. Podía tener miedo, podía escuchar aquella voz traidora y estúpida si quería, pero no había

(ninguna cosa especial)

en el bosque. Había vida salvaje, y sin duda en algún lugar se estaba repitiendo el viejo ritual de matar o morir, en aquel mismo segundo, pero no había ningún ser…

.

Y era verdad.

Trisha, mientras paralizaba todos sus pensamientos y contenía el aliento, supo con absoluta certidumbre que sí lo había. Había algo. En aquel momento no había voces en su interior, sólo una parte de su ser incomprensible para ella, un conjunto especial de nervios eclipsados que, acaso, dormía en el mundo de las casas, los teléfonos y las luces eléctricas, y sólo cobraba vida en el bosque. Esa parte no podía ver ni pensar, pero sí sentir. Ahora sentía la presencia de algo en el bosque.

—¡Hola! —gritó a las caras descarnadas de los árboles—. Hola, ¿hay alguien ahí?

En la habitación del motel de Castle View, que Quilla le había pedido que compartiera con ella, Larry McFarland estaba sentado en pijama en el borde de una de las camas gemelas, con el brazo rodeando la espalda de su ex mujer. Aunque ella se había puesto el camisón de algodón más tenue que se pueda imaginar, y él estaba seguro de que no llevaba nada debajo, y aunque no mantenía relaciones sexuales con nadie —a excepción de su mano izquierda—, desde hacía más de un año, no sentía deseo (un deseo inmediato, al menos). Quilla temblaba de pies a cabeza. Larry tenía la impresión de que los músculos de su espalda se habían vuelto del revés.

—No es nada —dijo—. Sólo un sueño. Una pesadilla con la que has despertado.

—No —dijo Quilla, y sacudió la cabeza, azotando levemente con su cabello la mejilla de su ex marido—. Está en peligro, lo presiento. En un peligro terrible.

Rompió a llorar.

Trisha no lloraba, en aquel momento no. En aquel momento, estaba demasiado asustada para llorar. Algo la estaba observando. Algo.

—Hola —probó de nuevo.

No hubo respuesta… pero estaba allí, y se había puesto en movimiento: al otro lado de los árboles, detrás del claro, se movía de izquierda a derecha. Mientras los ojos de Trisha se desplazaban, sin seguir otra cosa que la luz de la luna y una sensación, oyó que una rama se partía en la zona que estaba mirando. Se oyó un suave suspiro. ¿O era acaso el susurro del viento?

Ya sabes la respuesta, musitó la fría voz, y Trisha la sabía, por supuesto.

—No me hagas daño —dijo Trisha sin poder contener las lágrimas, ya no—. Seas lo que seas, te suplico que no me hagas daño. Yo procuraré no hacerte daño, así que tú tampoco… Sólo soy una niña.

Sus piernas flaquearon y Trisha, más que desplomarse, se vino abajo. Sin dejar de llorar, sacudida por violentos estremecimientos, buscó refugio bajo el árbol caído, como el animal pequeño e indefenso en que se había convertido. Continuó rogando que no le hicieran daño, casi sin darse cuenta. Cogió la mochila y la colocó delante de su cara como si fuera un escudo. Tremendos espasmos recorrían su cuerpo, y cuando otra rama se partió más cerca, chilló. No había sido en el claro, todavía no, pero casi. Casi.

¿Había sido en los árboles? ¿Se movía entre las ramas entrelazadas de los árboles? ¿Algo provisto de alas, como un murciélago?

Miró entre la parte superior de la mochila y la curva del árbol que la cobijaba. Sólo vio ramas enredadas recortadas contra el cielo plateado. No había ningún ser entre ellas, al menos sus ojos no lo distinguían, pero el silencio más profundo se había adueñado del bosque. Las aves no piaban, los insectos no zumbaban.

Estaba muy cerca, fuera lo que fuera, y estaba tomando una decisión. O vendría y la despedazaría, o proseguiría su camino. No era una broma y no era un sueño. Era la muerte y la locura, erguida, acuclillada o tal vez subida a una rama al borde del claro. Estaba decidiendo si acabar con ella ahora… o dejarla madurar un poco más.

Trisha contuvo el aliento, abrazada a su mochila. Al cabo de una eternidad, crujió otra rama, esta vez un poco más lejos. Fuera lo que fuera, se estaba alejando.

La niña cerró los ojos. Brotaron lágrimas por debajo de sus párpados enlodados y resbalaron por sus mejillas, también enlodadas. Su boca temblaba. Por un momento deseó estar muerta, mejor muerta que sometida a tal estado de pavor, mejor muerta que perdida.

Más lejos aún, otra rama crujió. Una ráfaga de algo que no era viento agitó las hojas, más lejos aún. Se estaba marchando, pero ahora sabía que ella estaba allí, en su bosque. Regresaría. Entretanto, la noche se extendía ante Trisha como mil kilómetros de carretera desierta.

Nunca conseguiré dormir, se dijo. Nunca.

Cuando Trisha no podía dormir, su madre le aconsejaba que se inventara algo. «Imagina algo agradable, cariño. Es lo mejor que se puede hacer cuando Morfeo se retrasa».

¿Imaginar que se había salvado? No, eso empeoraría aún más las cosas… como imaginar un gran vaso de agua fría cuando estás sediento.

Estaba sedienta, de hecho reseca como un hueso. Supuso que era la secuela del miedo: la sed. Soltó las hebillas de la mochila con cierto esfuerzo. De haber estado sentada le habría resultado más fácil, pero aquella noche nada en el mundo, en el universo, podría sacarla de debajo de aquel árbol.

«Hasta que vuelva —dijo la voz fría—. Hasta que vuelva y te saque a rastras».

Cogió la botella de agua y tomó varios sorbos. Después, echó una mirada anhelante al bolsillo que contenía el walkman. Se moría de ganas por sacarlo y escuchar un poco la radio, pero tenía que ahorrar pilas.

Cerró la mochila antes de desfallecer, y volvió a abrazarla. Ahora que ya no tenía sed, ¿qué debía imaginar? Lo supo sin vacilar: imaginó a Tom Gordon en el claro con ella, de pie junto al arroyo. Tom Gordon con el uniforme del equipo, tan blanco que casi brillaba a la luz de la luna. En realidad no la estaba protegiendo, sólo lo aparentaba, pero sí la estaba protegiendo de alguna manera. ¿Por qué no? Al fin y al cabo era la fantasía de Trisha.

¿Qué era eso del bosque? —le preguntó.

«No sé», contestó Tom con indiferencia. Claro, se lo podía permitir, ¿no? El verdadero Tom Gordon se encontraba a trescientos kilómetros de distancia, en Boston, y ahora estaría dormido detrás de una puerta cerrada con llave.

—¿Cómo lo haces? —preguntó, casi dormida, tan dormida que no se dio cuenta de que estaba hablando en voz alta—. ¿Cuál es el secreto?

«¿El secreto de qué?»

—De cerrar —dijo Trisha, mientras sus ojos se cerraban.

Pensó que diría creer en Dios (¿acaso no señalaba al cielo cada vez que tenía éxito?), o creer en sí mismo, o tal vez esforzarse al máximo (era el lema del entrenador de fútbol de Trisha: «Esfuérzate al máximo, olvida lo demás»), pero el número 36 no dijo nada de eso, de pie junto al riachuelo.

«Has de intentar adelantarte al primer bateador —fue lo que dijo—. Has de desafiarle con ese primer lanzamiento, lanzar una pelota a la que no pueda dar. Llega a la base y piensa, yo soy mejor que ese tío. Has de disuadirle de esa idea, y es mejor no esperar. Lo mejor es hacerlo cuanto antes. Demostrar que eres tú el mejor, ése es el secreto de cerrar».

—¿Cómo…? —«prefieres hacer el primer lanzamiento» era el resto de la pregunta, pero antes de terminarla ya se había dormido.

En Castle View sus padres también se habían dormido, esta vez en la misma cama individual, después de un repentino, satisfactorio y espontáneo coito. Si me hubieras dicho alguna vez… fue el último pensamiento consciente de Quilla. Ni en un millón de años, fue el de Larry.

De toda la familia, fue Pete McFarland quien durmió peor en aquella madrugada de finales de primavera. Estaba en su habitación, contigua a la de sus padres, gemía y retorcía las sábanas mientras se daba vueltas sin cesar. En sus sueños, su madre y él discutían, caminaban por la senda y discutían, y en determinado momento se volvía irritado (o quizá para evitar a su madre la satisfacción de verle llorar), y Trisha había desaparecido. En este punto el sueño se le atragantaba como un hueso en la garganta. Se retorcía de un lado a otro de la cama, con el ánimo de escupirlo. La luna le miraba, y el sudor que perlaba su frente y sus sienes brillaba.

Se volvía y había desaparecido. Se volvía y había desaparecido. Se volvía y había desaparecido. Sólo veía la pista desierta.

—No —murmuró Pete en su sueño, y sacudió la cabeza para desprenderse de él antes de que lo asfixiara.

No pudo. Se volvía y había desaparecido. Detrás de él sólo veía la pista desierta.

Era como si nunca hubiera tenido hermana.