PRINCIPIO DE LA CUARTA

Su madre estaba cambiando los muebles de sitio: ése fue el primer pensamiento de Trisha cuando volvió en sí. El segundo fue que papá la había llevado al Palacio de Hielo de Lynn, y lo que oía era el ruido de los chicos que patinaban en la vieja pista inclinada. Entonces, algo frío se estrelló contra el puente de su nariz y abrió los ojos. Otra gota fría de agua cayó justo en el centro de su frente. Una luz brillante desgarró el cielo, lo cual provocó que se encogiera y entornara los ojos. A continuación, el estallido de un trueno la empujó a rodar de costado. Adoptó instintivamente la posición fetal, al tiempo que emitía un gritito. Entonces, los cielos se abrieron.

Trisha se incorporó, recogió la gorra, que se había caído, y se la encasquetó de nuevo, jadeando como alguien a quien hubieran arrojado a un lago helado (de hecho, así era como se sentía). Se levantó con movimientos vacilantes. Retumbó otro trueno y un rayo abrió una brecha púrpura en el aire. De pie, con el agua de lluvia que goteaba de su nariz y el cabello aplastado contra las mejillas, vio que un alto abeto medio muerto que había en el fondo del valle estallaba de repente en fragmentos de fuego. Un momento después comenzó a llover con tanta intensidad que el valle se transformó en un espectro esbozado, envuelto en bruma gris.

Retrocedió y fue a refugiarse en el bosque. Abrió la mochila y sacó el capote azul. Se lo puso («Mejor tarde que nunca», habría dicho su padre) y se sentó en un árbol caído. Tenía aún la cabeza turbia, y los párpados hinchados e irritados. El bosque absorbía parte de la lluvia, pero no toda. El chaparrón era tremendo. Trisha se subió la capucha y oyó el repiqueteo de la lluvia sobre él, como si fuera el techo de un coche. Vio la omnipresente nube de insectos que bailaban delante de sus ojos, y los ahuyentó con una mano carente de fuerzas. Nada les repele y siempre tienen hambre, se alimentaron de mis párpados cuando me desmayé y se alimentarán de mi cadáver, pensó, y rompió a llorar. Con desesperación. Siguió espantando a los insectos, y se encogía cada vez que, retumbaba un trueno.

Sin reloj y sin sol, el tiempo no existía. Trisha sólo sabía que estaba allí sentada, una diminuta figura con un capote azul acurrucada sobre un árbol caído, hasta que los truenos empezaron a alejarse hacia el este, como un bravucón vencido pero todavía fanfarrón. La lluvia caía sobre ella. Los mosquitos zumbaban, y había uno atrapado entre el interior de la capucha y su cabeza. Lo apretó con el pulgar y el zumbido cesó con brusquedad.

—Ya está —dijo desconsolada—. Tú te lo has buscado, por pesado.

Empezó a levantarse y su estómago crujió. Antes no había tenido hambre, pero ahora sí. La idea de llevar tanto tiempo perdida que tenía hambre era aterradora. Se preguntó cuántas cosas aterradoras más la aguardaban, y se alegró de no saberlo, de no poder verlas. Quizá ninguna, se dijo. Eh, chica, anímate. A lo mejor, ya has dejado atrás todas las cosas desagradables.

Trisha se quitó el capote. Antes de abrir la mochila, echó un vistazo a su aspecto. Estaba empapada de pies a cabeza y cubierta de agujas de pino debido a su desmayo, su primer desmayo de verdad. Se lo contaría a Pepsi, siempre dando por sentado que volviera a ver a Pepsi.

—No empieces otra vez —dijo, y abrió la mochila.

Sacó la comida y la bebida que había traído, y alineó ante ella las vituallas. Al ver la bolsa de papel que contenía su almuerzo, su estómago gruñó con más ferocidad. ¿Tan tarde era?

Algún reloj mental conectado con su metabolismo sugirió que debían de ser las tres de la tarde, ocho horas desde que había desayunado sus cereales, cinco desde que había tomado aquel atajo inacabable y estúpido. Las tres de la tarde. Tal vez incluso las cuatro.

La bolsa del almuerzo contenía un huevo duro, todavía con su cáscara, un bocadillo de atún y unos bastoncitos de apio. También había una bolsa de patatas fritas (pequeña), la botella de agua (grande), la botella de Surge (tamaño extra, le encantaba la Surge) y los Twinkies.

Cuando miró la botella de limonada, Trisha se sintió de pronto más sedienta que hambrienta… y loca por ingerir azúcar. Desenroscó el tapón y se llevó la botella a los labios, pero se detuvo. No sería una buena idea zamparse la mitad de su contenido, tuviera sed o no. Cabía la posibilidad de que continuara extraviada un buen rato. Parte de su mente gimió e intentó desechar la idea, calificarla de ridícula y expulsarla, pero Trisha no lo permitió. Ya podría pensar otra vez como una cría cuando estuviera fuera del bosque, pero de momento debía pensar como una adulta siempre que fuera posible.

Ya has visto lo que hay ahí, pensó, un gran valle sin otra cosa que árboles. Ni carreteras, ni humo. Has de proceder con astucia. Has de racionar tus provisiones. Mamá te diría lo mismo, y también papá.

Se permitió tres grandes sorbos de limonada, eructó y tomó otros dos tragos rápidos. Luego tapó la botella y examinó sus provisiones.

Se decidió por el huevo. Lo descascaró, y guardó los trocitos de cáscara en la misma bolsa de la que había salido el huevo (no se le ocurrió, ni en aquel momento ni después, que dejar abandonada la basura, cualquier señal de su presencia en aquel lugar, podría salvarle la vida), y lo espolvoreó con el pequeño salero. Ello provocó que volviera a llorar, porque se vio en la cocina de Sanford la noche anterior, poniendo sal sobre un trozo de papel parafinado, para después darle forma de cucurucho como le había enseñado su madre. Vio las sombras de su cabeza y sus manos, arrojadas por la luz del techo, sobre la encimera de formica. Oyó el sonido del telediario desde la sala de estar. Oyó crujidos cuando su hermano se movió en el piso de arriba. Este recuerdo poseía una claridad alucinógena, que casi lo convertía en una visión. Se sintió como alguien que se ahoga mientras recuerda cuando aún estaba en el barco, tan sereno y relajado, tan a salvo.

No obstante, tenía nueve años, nueve camino de diez, y era grande para su edad. El hambre era más fuerte que cualquier recuerdo del miedo. Espolvoreó el huevo con sal y lo devoró, con rapidez, casi resollando. Era delicioso. Podría haberse zampado otro sin problemas, y quizá dos. Su madre llamaba a los huevos «bombas de colesterol», pero su madre no estaba con ella y el colesterol le parecía algo nimio, teniendo en cuenta que estaba perdida en el bosque, rasguñada de pies a cabeza y con los párpados tan hinchados debido a las picaduras de los mosquitos que parecían lastrados por algo (pasta de harina pegoteada a las pestañas, por ejemplo).

Echó un vistazo a los Twinkies, abrió el paquete y comió uno.

—Sec-su-al —dijo, uno de los cumplidos favoritos de Pepsi.

Lo engulló con un sorbo de agua. Después, actuando con celeridad para que ninguna mano la traicionara y le embutiera algo más en la boca, devolvió el resto de la comida a la bolsa (ahora un poco más vacía), comprobó el tapón de la botella de Surge, llena en sus tres cuartas partes, y guardó todo en la mochila. En ese momento sus dedos rozaron un bulto en el costado de la mochila, y un súbito estallido de alegría, tal vez alimentado en parte por la inyección de calorías, la invadió.

¡Su walkman! ¡Había traído el walkman! ¡Sí!

Abrió la cremallera del bolsillo interior y lo cogió con la reverencia de un sacerdote al manipular la eucaristía. El cable de los auriculares rodeaba el walkman, y los diminutos artilugios estaban sujetos a los costados. Dentro había la cinta favorita actual de Pepsi y ella (Tubthumper, de Chumbawamba), pero a Trisha no le interesaba la música en aquel momento. Se puso los auriculares, cambió el interruptor de CINTA a RADIO y la encendió.

Al principio, no oyó más que rumor de estática, porque había sintonizado la WMGX, una emisora de Portland. Pero buscando en la FM encontró la WOXO de Norway, y después la WCAS, la pequeña emisora de Castle Rock, un pueblo que habían atravesado camino de la Senda de los Apalaches. Casi pudo oír a su hermano, con la voz rebosante del sarcasmo recién descubierto, diciendo algo así como «¡La WCAS! ¡Hoy Hicksville, mañana el mundo!». Y era una emisora de Hicksville, no cabía duda. Plañideros cantantes country como Mark Chestnutt y Trace Adkins se alternaban con una locutora que recibía llamadas de personas deseosas de vender lavadoras, secadoras, Buicks y rifles de caza. Aun así, era un contacto humano, voces en la desolación, y Trisha siguió sentada sobre el árbol caído, transfigurada, mientras agitaba la gorra con la mano, como ausente, para ahuyentar los insectos. La primera vez que dijeron la hora fue a las tres y nueve minutos.

A las tres y media, la locutora pasó revista a las noticias locales. Los habitantes de Castle Rock estaban que trinaban por un bar donde había bailarinas en topless los viernes y los sábados por la noche, se había declarado un incendio en una guardería (nadie había resultado herido), y la autovía de Castle Rock iba a reabrir de nuevo el 4 de julio, con lugares de estacionamiento nuevos y montones de fuegos artificiales. Lluvioso esta tarde, despejado esta noche, soleado mañana con temperaturas superiores a veinte grados. Eso fue todo. Ninguna niña perdida. Trisha no supo si alegrarse o preocuparse.

Estaba a punto de apagar la radio para ahorrar pilas, cuando la locutora añadió: «No olviden que los Boston Red Sox reciben a esos cargantes New York Yankees esta noche a las siete. Podrán seguir las vicisitudes del encuentro aquí, en la WCAS. Y ahora, volvamos con…».

Volvamos con el día más mierdoso que ha vivido una niña, pensó Trisha, apagó la radio y enrolló el cable alrededor del aparato. No obstante, la verdad era que se sentía casi bien por primera vez desde que aquella extraña sensación había empezado a agitarse en su estómago. En parte se debía a tener algo que comer, pero sospechaba que la radio era la principal causante. Voces, auténticas voces humanas, y que sonaban tan cerca.

Había un enjambre de mosquitos sobre sus muslos, e intentaban horadar la tela de los tejanos. Gracias a Dios no se había puesto pantalones cortos. A esas alturas se habría convertido en filete de niña.

Ahuyentó a los mosquitos y se levantó. ¿Qué haría ahora? ¿Sabía algo de estar perdida en un bosque? Bien, que el sol salía por el este y se ponía por el oeste. Eso era todo. Alguien le había contado en una ocasión que el musgo crece sobre el lado norte o sur de un árbol, pero no conseguía recordar cuál. Quizá lo mejor sería seguir sentada allí, intentar improvisar una especie de refugio (más contra los insectos que contra la lluvia), y esperar a que alguien apareciera. Si tuviera cerillas, tal vez podría encender un fuego (la lluvia impediría que se propagase), y alguien vería el humo. Claro que si los cerdos tuvieran alas, el beicon volaría. Su padre lo decía.

—Espera un momento —dijo—. Espera un momento.

Algo acerca del agua. Salir de un bosque con la ayuda del agua. ¿Qué…?

Lo recordó, y experimentó otra oleada de alegría, tan intensa que casi se sintió aturdida. De hecho, se balanceó un poco sobre los pies, como cuando escuchas una música pegadiza.

Buscas una corriente de agua. No se lo había dicho su madre, lo había leído en un libro hacía mucho tiempo, tal vez cuando tenía siete años. Buscabas un río, un riachuelo, lo seguías, y tarde o temprano te llevaba a una corriente más grande. Si era más grande, la seguías hasta que conducía a otra aún más grande. A la larga, una corriente de agua tenía que guiarte fuera del bosque, porque siempre corrían hacia el mar, y allí no había bosques, sólo playas, rocas y algún faro ocasional. ¿Cómo encontraría una corriente de agua? Pues siguiendo el risco, por supuesto. De cuyo borde había estado a punto de caerse, gilipollas. El risco la guiaría en una dirección segura, y tarde o temprano encontraría un arroyo. Los bosques estaban llenos de arroyos, al menos eso decía la gente.

Volvió a cargar la mochila a su espalda (esta vez la colocó sobre el capote) y caminó con cautela hacia el risco y el fresno caído. Consideraba ahora su aterradora odisea por el bosque con esa mezcla de indulgencia y vergüenza que sienten los adultos cuando piensan en su peor comportamiento infantil, pero descubrió que aún no podía acercarse mucho al borde. Si lo hiciera, se sentiría mareada. Quizá se desmayaría de nuevo… o vomitaría. Vomitar la poca comida que había ingerido no sería una buena idea. Dobló a la izquierda y empezó a atravesar el bosque, con el valle a unos seis metros a su derecha. De vez en cuando se obligaba a acercarse para comprobar que no se estaba desviando, que el risco, con su amplia panorámica, seguía allí. Forzó el oído por si distinguía voces, pero sin excesivas esperanzas. El camino podía estar en cualquier sitio, y tropezar con él sería pura chiripa. Lo que intentaba escuchar era el sonido del agua, y al final lo oyó.

Me servirá de poca cosa si cae en cascada por ese estúpido precipicio, pensó, y decidió que se aproximaría más al borde para echar un vistazo al desnivel antes de llegar a la corriente. Aunque sólo fuera para evitar la decepción.

Los árboles habían retrocedido un poco en aquel punto, y el espacio que separaba el borde del bosque y el del precipicio estaba sembrado de arbustos. Dentro de cuatro o cinco semanas estarían cargados de arándanos. Ahora, sin embargo, las bayas eran diminutos brotes, verdes e indefinidos. No obstante, había encontrado gaulterias. Era la temporada, y sería una buena idea recordarlo. Por si acaso.

El terreno que se extendía entre los arbustos de arándanos estaba sembrado de fragmentos de roca. El sonido de sus zapatillas al pisar le recordó platos rotos. Caminó aún más despacio por aquella zona, y cuando estuvo a unos tres metros del borde del precipicio, avanzó a gatas. Estoy a salvo, se dijo, perfectamente a salvo, porque sé que está ahí, no hay nada de que preocuparse, pero su corazón seguía martilleando en el pecho.

Y cuando llegó al borde, lanzó una risita de perplejidad, porque apenas había precipicio.

La panorámica del valle seguía siendo amplia, pero no por mucho tiempo más, porque el terreno de este lado se estaba, hundiendo. Trisha se había concentrado tanto en escuchar y pensar (sobre todo para no perder los estribos de nuevo) que no se había dado cuenta. Avanzó un poco más, se abrió paso entre un pequeño grupo de arbustos y miró hacia abajo.

La distancia hasta el fondo debía de ser de unos seis metros, y ya no era escarpada. La pared de piedra se había convertido en una pendiente empinada y cubierta de grava. Abajo había árboles raquíticos, más arbustos de arándanos sin frutos, marañas de zarzas. Por todas partes se veían pilas de roca glaciar rota. El chaparrón había parado, sólo algún trueno ocasional se oía en la lejanía, pero continuaba lloviznando, y aquellos montones de roca tenían un aspecto desagradable y resbaladizo, como escoria de una mina.

Trisha retrocedió, se puso en pie y avanzó entre los arbustos hacia el sonido del agua. Empezaba a sentirse cansada, le dolían las piernas, pero pensó que, en conjunto, estaba bien. Asustada, desde luego, pero no tanto como antes. La encontrarían. Cuando la gente se perdía en el bosque, siempre la encontraban. Enviaban aviones y helicópteros y hombres con sabuesos y buscaban hasta localizar a la persona extraviada.

O puede que me salve yo misma. Encontraré una cabaña en el bosque, romperé una ventana si la puerta está cerrada con llave y no hay nadie, usaré el teléfono

Trisha se imaginó en la cabaña de un cazador, que no había sido utilizada desde el otoño pasado. Vio los muebles cubiertos con telas descoloridas y una alfombra de piel de oso en el suelo. Percibió el olor a polvo y a cenizas antiguas. Era una fantasía tan clara que hasta pudo percibir un tenue aroma a café. La casa estaba vacía, pero el teléfono funcionaba. Era de los anticuados, con el auricular tan pesado que tuvo que sujetarlo con las dos manos, pero funcionaba y se oyó decir: «Hola, mamá. Soy Trisha. No sé muy bien dónde estoy, pero estoy b…».

Estaba tan absorta en la cabaña imaginaria y la llamada telefónica imaginaria, que estuvo a punto de caer en un pequeño riachuelo que salía del bosque y caía en cascada por la pendiente.

Se agarró a las ramas de un aliso y contempló el riachuelo, y hasta sonrió un poquito. Había sido un día fétido, sí, très fétido, pero daba la impresión de que su suerte estaba cambiando, y eso era fantástico. Se acercó al borde de la pendiente. El riachuelo se desplomaba como una cortina de espuma, golpeaba en alguna roca grande y desprendía chorros de rocío que hubieran albergado arco iris en una tarde soleada. La pendiente, a ambos lados del agua, parecía resbaladiza e inestable, por culpa de tanta roca mojada suelta. Sin embargo, estaba sembrada de arbustos. Si resbalaba, se agarraría a uno, como se había agarrado del aliso al borde del riachuelo.

—El agua lleva hacia la gente —dijo, y empezó a descender.

Lo hizo de costado, dando saltitos, por el lado derecho del arroyo. Al principio no tuvo problemas, aunque la pendiente era más inclinada de lo que parecía desde arriba, y el terreno quebradizo se deslizaba bajo sus zapatillas cada vez que ella se movía. Su mochila, de la que apenas había sido consciente hasta ahora, se le empezó a antojar como un bebé enorme e inestable acomodado en una mochilita. Cada vez que se movía, tenía que agitar los brazos para conservar el equilibrio. Pero todo iba bien de momento, y mejor así, porque cuando se detuvo a mitad de la pendiente su pie derecho se hundió en la roca suelta, y comprendió que subir sería imposible. Fuera como fuese, su destino era el fondo del valle.

Se puso en marcha de nuevo. Cuando había recorrido las tres cuartas partes del camino, un insecto, no un mosquito sino uno grande, se estrelló contra su cara. Era una avispa, y Trisha agitó las manos con un grito. La mochila se ladeó con violencia, su pie derecho resbaló y perdió el equilibrio. Cayó, se golpeó el hombro contra la ladera y empezó a deslizarse cuesta abajo.

¡Mierda podrida! —gritó, y se aferró a la tierra.

Sólo consiguió que un torrente de roca suelta la acompañara en su descenso, y una tremenda punzada de dolor cuando un pedazo de cuarzo le cortó la palma. Se agarró de un arbusto, pero sus estúpidas y endebles raíces cedieron. Su pie golpeó contra algo, su pierna derecha se dobló en un ángulo doloroso y de repente voló por los aires. El mundo dio vueltas mientras Trisha ejecutaba un imprevisto salto mortal.

Aterrizó de espaldas y resbaló así, con las piernas abiertas, agitando los brazos, chillando de dolor, terror y sorpresa. El capote y la parte posterior de la camisa se le subieron hasta los omóplatos. Afilados fragmentos de roca le rasguñaron la piel. Intentó frenar con los pies. El izquierdo colisionó con un afloramiento de esquisto que la hizo girar a la derecha. De modo que empezó a rodar sin control, obstaculizada por la mochila. Vio el cielo abajo, la odiada pendiente arriba, y después intercambiaron posiciones.

Recorrió los diez metros finales sobre su costado izquierdo, con el brazo izquierdo extendido y la cara hundida en el hueco de su codo. Golpeó contra algo, con fuerza suficiente para contusionarse las costillas… y antes siquiera de que pudiera levantar la vista, una aguja de dolor se clavó justo encima de su pómulo izquierdo. Trisha chilló y se puso de rodillas, abofeteando el aire. Aplastó algo (otra avispa, por supuesto, ¿qué otra cosa podía ser?), al tiempo que el monstruo la picaba de nuevo. Abrió los ojos y los vio a su alrededor: insectos de un color amarillo pardusco que parecían lastrados en la sección de cola, fábricas de veneno regordetas y desmañadas.

Se había estrellado contra un árbol reseco al pie de la pendiente, a unos ocho metros del riachuelo. En la horqueta más baja del árbol, a la altura de los ojos de una niña de nueve años, pero que era alta para su edad, había un nido gris. Irritadas avispas revoloteaban alrededor y salían volando por el agujero de arriba.

El dolor se materializó en el lado derecho del cuello de Trisha, justo debajo de la visera de su gorra. Sintió otro aguijonazo en el brazo derecho, sobre el codo. Dio media vuelta, presa del pánico, chillando. Algo asaeteó su nuca y su región lumbar, por encima de la cintura de los pantalones, que la camisa levantada y el capote deshilachado dejaban al descubierto.

Corrió en dirección al arroyo sin pensarlo dos veces, sólo porque era terreno al descubierto. Se abrió paso entre los arbustos, y cuando la maleza empezó a espesarse, continuó corriendo. Se detuvo en el arroyo, sin aliento, y miró hacia atrás, con lágrimas en los ojos (y con miedo). Las avispas se habían ido, pero habían hecho mucho daño antes de que las dejara atrás. Su ojo izquierdo casi estaba cerrado a causa de la hinchazón.

Si me da una mala reacción, moriré, pensó, pero después del pánico que había experimentado ya le daba igual. Se sentó junto al arroyo que la había metido en aquel lío, y sollozó y sorbió por la nariz. Cuando se serenó un poco, se quitó la mochila. Feroces estremecimientos la recorrían, y cada uno conseguía tensar su cuerpo como un resorte, así como despertar punzadas de dolor en todos los sitios donde la habían picado. Rodeó la mochila con los brazos, la meció como si fuera una muñeca, y lloró con más pesar todavía. Abrazar la mochila de aquella manera la llevó a pensar en Mona, acostada en el asiento trasero del Caravan, la fiel Moanie Balogna de grandes ojos azules. En ciertos momentos, cuando sus padres estaban a punto de divorciarse, y cuando al fin lo hicieron, Mona había significado su único consuelo. Eran tiempos en que ni siquiera Pepsi podía comprenderla. Ahora, el divorcio de sus padres se le antojaba pecata minuta. Había problemas más gordos que los adultos no sabían solventar, las avispas, para empezar, y Trisha pensó que daría cualquier cosa por ver otra vez a Mona.

Al menos, no iba a morir a consecuencia de las picaduras, o ya estaría agonizando. Había oído hablar a su madre y a la señora Thomas, que vivía al otro lado de la calle, sobre alguien alérgico a los picotazos, y la señora Thomas había dicho, «Diez segundos después de que le picara, el pobre Frank se hinchó como un globo. Si no hubiera tenido a mano su pequeño botiquín con la hipodérmica, se habría asfixiado hasta morir».

Trisha no se sentía asfixiada, pero las picaduras le dolían horriblemente, y se habían hinchado como globos, en efecto. La que tenía al lado del ojo había erigido un volcancito de tejido en erupción que hasta podía ver, y cuando lo tocó con los dedos, un relámpago de dolor cruzó su cabeza y la hizo llorar de desdicha. En realidad no era que estuviera llorando, pero aquel ojo no cesaba de verter lágrimas.

Trisha se examinó, moviendo las manos con cautela. Identificó al menos media docena de picaduras (pensó que en un lugar concreto, en el costado izquierdo por encima de la cadera, había por lo menos dos, o incluso tres; era donde más le dolía). Tenía toda la espalda rasguñada, y el brazo izquierdo, que había recibido la peor parte durante el final de su caída, era una redecilla de sangre desde la muñeca al codo. También sangraba el lado de su cabeza donde se le había hincado el tocón de la rama.

No es justo, pensó. No es j

Entonces se le ocurrió una idea terrible… sólo que era algo más que una idea, era una certidumbre. Su walkman estaba roto, hecho añicos en la mochila. Seguro. No habría podido sobrevivir a la caída.

Trisha tiró de las hebillas de la mochila con dedos ensangrentados y temblorosos, y consiguió liberar por fin las correas. Sacó el gameboy, y en efecto, estaba destrozado, no quedaba nada de la ventana donde habían brincado las pequeñas figuras electrónicas, salvo algunas astillas de cristal amarillo. Además, la bolsa de patatas fritas había reventado y el interior del gameboy estaba cubierto de pedacitos grasientos.

Las dos botellas de plástico, la de agua y la de Surge, estaban melladas pero ilesas. La bolsa del almuerzo se había transformado en una masa uniforme (y cubierta con más fragmentos de patatas fritas), pero Trisha no se molestó en mirar dentro. Mi walkman, pensó, sin darse cuenta de que lloraba mientras abría la cremallera del bolsillo interior. Mi pobrecito walkman. Estar separada hasta de las voces del mundo humano se le antojaba más insoportable que cualquier otra cosa.

Metió la mano en el compartimiento y extrajo un milagro: el walkman, intacto. El cable de los auriculares estaba enredado, pero eso era todo. Sostuvo el walkman en la mano, y paseó una mirada incrédula entre el gameboy y el walkman. ¿Cómo era posible que uno estuviera intacto y el otro hecho trizas? ¿Cómo era posible?

«No lo es —la informó aquella odiosa y fría voz interior—. Parece intacto, pero por dentro está roto».

Trisha desenredó el cable, se colocó los auriculares en los oídos y apoyó un dedo en el botón de mando. Había olvidado las picaduras, los cortes y los arañazos. Cerró sus párpados hinchados, para conseguir un poco de oscuridad.

—Dios mío, por favor —dijo—, no dejes que mi walkman se haya roto.

Entonces apretó el botón.

«Noticia de última hora», dijo la locutora. Era como si estuviera retransmitiendo desde la cabeza de Trisha. «Una mujer de Sanford que iba de excursión por una zona de Castle County de la Senda de los Apalaches con sus dos hijos, ha informado que su hija, la niña de nueve años Patricia McFarland, ha desaparecido y es muy posible que se haya perdido en los bosques que se encuentran al oeste del TR-90 y de la localidad de Motton».

Trisha abrió los ojos de par en par y escuchó durante diez minutos más, mucho después de que la WCAS hubiera reincidido de nuevo, como alguien de malas costumbres inquebrantables, en la música country. Se había perdido en el bosque. Ya era oficial. Pronto ellos entrarían en acción, fueran quienes fueran esos «ellos», la gente, suponía, que mantenía los helicópteros preparados para volar y los sabuesos para olfatear. Su madre se habría llevado un susto de muerte… Trisha experimentó un pequeño estremecimiento de satisfacción cuando pensó en esa posibilidad.

No me vigilaron, pensó, muy farisea ella. Soy una niña pequeña y no me vigilaron bien. Además, si me da la tabarra diré: «No parabais de discutir y al final ya no lo pude aguantar». A Pepsi le gustaría eso, tan propio de V. C. Andrews.

Por fin, apagó el walkman, volvió a enrollar el cable, dio al aparato un beso impulsivo y lo devolvió con amoroso cuidado a la mochila. Echó un vistazo a la bolsa del almuerzo y decidió que no se sentía con fuerzas para mirar dentro y ver qué aspecto habían adoptado el bocadillo de atún y los Twinkies restantes. Demasiado deprimente. Menos mal que había comido el huevo antes de que se transformara en picadillo. Pensó que eso merecía una risita, pero al parecer se le habían agotado. El antiguo pozo de risitas, que su madre creía inagotable, se había secado, al menos de momento.

Trisha se sentó a la orilla del arroyo, que en aquel punto tenía menos de un metro de anchura, y comió desconsolada patatas fritas, primero de la bolsa reventada, después de la bolsa del desayuno, y por fin recuperó los fragmentos más pequeños del fondo de la mochila. Un enorme insecto zumbó ante su nariz y la niña se encogió, lanzó un grito y levantó una mano para proteger su cara, pero sólo era un tábano.

Por fin, con movimientos tan cansados como los de una mujer de sesenta años después de un duro día de trabajo (se sentía como una mujer de sesenta años después de un duro día de trabajo), Trisha devolvió todo a la mochila, incluso el gameboy destrozado, y se levantó. Antes de cerrarla, se quitó el capote y lo sostuvo ante ella. No le había servido de protección durante el descenso por la pendiente, y ahora estaba destrozado de una forma que hubiera parecido cómica en otras circunstancias (casi parecía una falda hawaiana de plástico azul), pero supuso que lo más prudente sería conservarlo. Al menos la protegería de los insectos, que habían vuelto a formar una nube alrededor de su cabeza. Había más mosquitos que nunca, sin duda atraídos por la sangre de su brazo. Debían de olerla.

—Aj —dijo Trisha, arrugó la nariz y agitó la gorra contra la nube de insectos—, qué desagradables sois.

Intentó decirse que debía estar agradecida por no haberse roto un brazo o fracturado el cráneo, y también de no ser alérgica a los picotazos como Frank, el amigo de la señora Thomas, pero era difícil sentirse agradecida cuando estabas asustada, rasguñada, hinchada y apalizada en general.

Se estaba poniendo los harapos de su capote, la mochila vendría a continuación, cuando miró al arroyo y observó que había mucho barro en las orillas, justo por encima del agua. Dobló una rodilla, dio un respingo cuando el cinturón de sus tejanos se aplastó contra las picaduras que tenía encima de la cadera, y recogió con el dedo un poco de aquella pasta gris marrón. ¿Probar o no probar?

—Bueno, mal no me puede hacer —suspiró, y aplicó el barro sobre la hinchazón de la cintura.

Su frescor era maravilloso, y el dolor disminuyó casi al instante. Embadurnó con cautela todas las picaduras a su alcance. Luego se secó las manos en los tejanos, se puso su capote deshilachado y cargó con la mochila. Por suerte, no se apoyaba sobre ninguna picadura. Trisha echó a caminar junto al arroyo de nuevo, y cinco minutos después penetró otra vez en el bosque.

Siguió el arroyo durante las cuatro horas siguientes, sin oír otra cosa que el canto de los pájaros y el incesante zumbido de los insectos. Lloviznó durante casi todo ese tiempo, y en un momento dado cayó un chaparrón que la caló hasta los huesos, pese a que se refugió bajo un gran árbol. Al menos no hubo rayos ni truenos.

Trisha nunca se había sentido más una niña de ciudad que aquel infausto día, mientras la tarde se encaminaba hacia la noche. Tuvo la impresión de que el bosque se cerraba a su alrededor. Durante un rato atravesó una extensión de altos pinos, y en aquel punto el bosque parecía casi amable, como salido de una película de Disney. Pero de pronto, el bosque se replegó sobre sí mismo y se encontró atrapada entre árboles pequeños y arbustos apelotonados (la mayoría provistos de espinos), y tuvo que abrirse paso entre ramas entrelazadas que amenazaban sus ojos y sus brazos. Daba la impresión de que su único propósito consistía en dificultarle el avance, y en tanto el cansancio daba paso al agotamiento, Trisha empezó a sospechar que poseían inteligencia, una conciencia astuta y maligna de aquella desconocida para el capote azul raído. Empezó a pensar que su deseo de arañarla (y con suerte, de reventarle un ojo) era secundario. Lo que realmente deseaban los arbustos era alejarla del arroyo, del camino que la conducía hacia otra gente, su billete de salida.

Trisha decidió que se resignaría a perder de vista el arroyo si el laberinto de árboles y arbustos se espesaba aún más, pero no renunciaría a su sonido. Si el rumor del arroyo se desvanecía, gateaba y reptaba bajo las ramas, en lugar de buscar un hueco para pasar. Gatear sobre la tierra húmeda era lo peor (en las pinadas, la tierra estaba seca y alfombrada de agujas, pero en los amasijos de arbustos siempre parecía húmeda). Su mochila se enredaba a veces con las ramas y los arbustos, y siempre, por espeso que fuera el bosque, la nube de mosquitos bailaba delante de su cara.

Comprendió por qué todo aquello le resultaba tan deprimente, tan espantoso, pero no supo verbalizarlo. Estaba relacionado con cosas cuyo nombre desconocía. Sabía algunas porque su madre se las había enseñado: los abedules, las hayas, los alisos, los abetos y los pinos; el martilleo hueco de un pájaro carpintero y el áspero graznido de los cuervos; el antipático sonido de los grillos cuando el día empezaba a oscurecer… pero ¿qué era todo lo demás? Si mamá se lo había dicho, Trisha ya no se acordaba, pero no creía que su madre se lo hubiera dicho. Pensó que su madre no era más que una chica de ciudad de Massachusetts, que había vivido en Maine un tiempo, aficionada a dar paseos por el bosque, y había leído algunas guías de la naturaleza. ¿Qué eran, por ejemplo, los espesos matorrales de hojas verdes y lustrosas? (Dios mío, ¿no será zumaque venenoso?). ¿O esos árboles pequeños de aspecto siniestro y tronco grisáceo? ¿O los árboles de hojas estrechas que colgaban? Los bosques que rodeaban Sanford, los bosques que su madre conocía y recorría (a veces con Trisha y a veces sola) eran bosques de juguete. Éste no era un bosque de juguete.

Trisha intentó imaginar cientos de personas que iban en su busca. Tenía una fértil imaginación, y al principio lo consiguió con facilidad. Vio grandes autobuses escolares amarillos con las palabras GRUPO DE BÚSQUEDA en las ventanillas, que frenaban en todos los aparcamientos de la parte occidental de Maine de la Senda de los Apalaches. Las puertas se abrían y vomitaban hombres con uniformes marrones, algunos con perros sujetos con correas, todos con transmisores portátiles sujetos al cinturón, algunos especiales provistos de megáfonos. Serían los que oiría primero, como la voz de Dios amplificada gritando:

«PATRICIA MCFARLAND, ¿DÓNDE ESTÁS? ¡SI ME OYES, CAMINA HACIA MI VOZ!».

Pero a medida que las sombras se espesaban y juntaban las manos, sólo se oía el sonido del arroyo (ni más ancho ni más pequeño que cuando había caído por la pendiente a su lado) y el sonido de su respiración. Sus imágenes mentales de hombres uniformados se disiparon poco a poco.

No puedo pasar al raso toda la noche, pensó, nadie puede esperar que pase al raso toda la noche

Sintió que el pánico se apoderaba de ella una vez más. Aceleraba los latidos de su corazón, secaba su boca, atormentaba sus ojos. Estaba perdida en el bosque, acorralada por árboles cuyo nombre desconocía, sola en un lugar donde su vocabulario de niña de ciudad no servía para nada, y en consecuencia estaba perdida con un estrecho margen de reconocimiento y reacción, en su mayor parte primitivos. De niña urbanita a niña cavernícola en un solo paso.

Tenía miedo de la oscuridad incluso cuando estaba en su habitación, con el resplandor de la farola de la calle que se filtraba por la ventana. Pensó que, si tenía que pasar la noche allí, se moriría de terror.

Una parte de su ser deseaba correr. Daba igual que la corriente de agua la condujera hasta la gente al final, todo eso eran idioteces propias de La casa de la pradera. Seguía el arroyo desde hacía kilómetros, y sólo la había llevado hacia más insectos. Quería huir de ellos, huir en cualquier dirección que no presentara dificultades. Huir y encontrar gente antes de que oscureciera. La idea era tan desquiciada que no la ayudó mucho. No alteró el dolor de sus ojos, desde luego (ni de las picaduras, que también le dolían), ni eliminó el sabor a cobre del miedo en su boca.

Trisha avanzó entre árboles tan juntos que casi estaban entrelazados, y salió a un pequeño claro en forma de media luna, donde el arroyo torcía a la izquierda. El claro, rodeado por arbustos y árboles, se le antojó un trozo de Edén. Hasta había un árbol caído que servía de banco.

Trisha se sentó sobre él, cerró los ojos y trató de rezar para que la rescataran. Pedir a Dios que su walkman no se hubiera roto había sido fácil, porque lo había hecho sin pensar. No obstante, rezar le resultó más difícil. Sus padres no eran devotos. Su madre era una católica no practicante, y su padre, por lo que Trisha sabía, nunca había practicado nada, y ahora se descubría perdida y sin vocabulario. Dijo el Padrenuestro, que surgió de su boca monótono e incómodo, tan útil como un abrelatas eléctrico en aquellos parajes. Abrió los ojos, paseó la vista alrededor, observó que la atmósfera estaba virando a gris y enlazó las manos con nerviosismo.

No recordaba haber hablado con su madre de temas espirituales, pero había preguntado a su padre, no hacía ni un mes, si creía en Dios. Estaban en el pequeño patio trasero de su padre, en Malden, comiendo los cucuruchos de helado que vendía el hombre de Sunny Treat, que aún pasaba en su camioneta blanca (pensar en Sunny Treat le dio ganas de llorar otra vez). Pete estaba «en el parque», como decían en Malden, haraganeando con sus antiguos amigos.

—Dios —había dicho papá, paladeando la palabra como si fuera un nuevo sabor de helado, vainilla con Dios en lugar de vainilla con avellanas—. ¿Por qué lo preguntas, corazón?

Ella meneó la cabeza, porque no lo sabía. Ahora, sentada en el tronco caído, en aquel ocaso nublado de junio, se le ocurrió una idea aterradora: ¿Se lo habría preguntado porque algo en su interior había presagiado la odisea que se avecinaba? ¿Había decidido que iba a necesitar un pequeño Dios para sobrevivir, y la había iluminado?

—Dios —había dicho Larry McFarland, mientras lamía su helado—. Dios; bien, Dios…

Pensó un rato más. Trisha guardó silencio, en tanto observaba el pequeño patio de papá, que necesitaba una buena poda de césped, y le concedía todo el tiempo que necesitaba.

—Te diré en lo que creo —dijo el hombre por fin—. Creo en el Subaudible.

—¿Sub qué?

Le había mirado, sin saber si estaba bromeando. Su expresión no lo indicaba.

—El Subaudible. ¿Te acuerdas cuando vivíamos en Fore Street?

Pues claro que recordaba la casa de Fore Street. A tres manzanas de donde estaban, cerca del límite de Lynn. Una casa más grande que ésta, con un patio trasero más grande, cuyo césped papá siempre había segado. Cuando Sanford sólo existía para ir a ver a los abuelos y las vacaciones de verano y Pepsi Robichaud sólo era su amiga de verano y simular el ruido de pedos con el brazo doblado era lo más divertido del mundo… salvo los pedos de verdad, por supuesto. En Fore Street, la cocina no olía a cerveza rancia como la de esta casa. Asintió, pues lo recordaba muy bien.

—Aquella casa tenía calefacción eléctrica. ¿Te acuerdas de que los radiadores zumbaban, incluso cuando no funcionaba la calefacción? ¿Incluso en verano?

Trisha había sacudido la cabeza. Y su padre había asentido, como si esperara aquella reacción.

—Porque te acostumbraste —dijo—. Pero créeme, Trish, el sonido siempre estaba presente. Hay ruidos hasta en las casas que no tienen radiadores. La nevera se dispara y apaga. Las cañerías chasquean. Las tablas del suelo crujen. Pasa tráfico por delante. Todo el rato oímos cosas, pero casi nunca las escuchamos. Se convierten…

Indicó con un ademán que ella concluyera la frase, como había hecho desde que era muy pequeña, sentada en su regazo y empezando a leer. Aquel gesto tan querido.

—… en el Subaudible —dijo, no porque comprendiera del todo el significado de la palabra, sino porque era lo que él deseaba de ella.

—Preeecisamente —dijo, al tiempo que hacía otro ademán con el cucurucho. Un poco de vainilla cayó sobre una pernera de sus pantalones caqui, y Trisha se preguntó cuántas cervezas había bebido ya aquel día—. Preeecisamente, corazón, subaudible. No creo en ningún Dios pensante que gobierne la caída de todas las aves de Australia o todos los insectos de la India, un Dios que anote todos nuestros pecados en un gran libro dorado y nos juzgue cuando morimos. No quiero creer en un Dios que crea adrede personas malas, y luego las envía adrede a asarse en un infierno que Él ha creado… pero creo que ha de existir algo.

Había echado un vistazo a su jardín, con su hierba demasiado crecida, el pequeño conjunto de columpio y tobogán que había montado para su hijo y su hija (Pete ya era demasiado mayor para utilizarlos, y Trisha también, aunque de vez en cuando se columpiaba o tiraba por el tobogán, sólo para complacerle), los dos enanos de terracota (uno apenas visible entre el extravagante despliegue de malas hierbas), la valla que necesitaba una urgente capa de pintura. En aquel momento le había parecido viejo. Un poco confuso. Un poco asustado (un poco perdido en el bosque, pensó, sentada sobre el tronco caído con la mochila entre las zapatillas). Después, papá asintió y la miró.

—Sí, algo. Algún tipo de fuerza bondadosa inconsciente. ¿Sabes qué quiere decir «inconsciente»?

Trisha había asentido, aunque no lo sabía con exactitud, pero no quería que se parara a explicárselo. No quería que le diera lecciones, hoy no. Sólo quería aprender de él.

—Creo que existe una fuerza que salva a los adolescentes borrachos, casi todos los adolescentes borrachos, de estrellarse con sus coches cuando vuelven a casa de la fiesta de graduación o de su primer concierto de rock. Que salva a casi todos los aviones de estrellarse, incluso cuando algo no funciona. No a todos, sólo a la mayoría. Mira, el hecho de que nadie haya utilizado un arma nuclear contra seres vivos desde 1945 sugiere que algo nos protege. Alguien lo hará tarde o temprano, por supuesto, pero más de medio siglo… es mucho tiempo.

Hizo una pausa, miró los enanos, con sus rostros joviales e inexpresivos.

—Hay algo que nos salva a casi todos de morir mientras dormimos. No se trata de un Dios perfecto, omnipotente y omnipresente, no hay ninguna prueba que lo demuestre, pero sí una fuerza.

—El Subaudible.

—Lo has entendido.

Lo había entendido, pero no le había gustado. Era como recibir una carta que crees interesante e importante, pero la abres y va dirigida a «Estimado Inquilino».

—¿Crees en algo más, papá?

—Oh, en lo acostumbrado. La muerte, los impuestos y que eres la niña más guapa del mundo.

—¡Papá!

Rió y se retorció cuando él la abrazó y besó en la cabeza. Le gustó su contacto y su beso, pero no su olor a cerveza.

La soltó y se levantó.

—También creo que es hora de tomar una cerveza. ¿Quieres té helado?

—No, gracias —dijo, y tal vez algún mecanismo presciente se había disparado, porque dijo, cuando él empezaba a alejarse—: ¿Crees en algo más? En serio.

Su sonrisa se había convertido en una expresión seria. Se quedó pensativo (sentada en el tronco, recordó que la había halagado el hecho de que se concentrara tanto para responder a su pregunta), y el helado empezó a gotear sobre su mano. Luego, levantó la cabeza y sonrió de nuevo.

—Creo que tu adorado Tom Gordon puede salvar cuarenta partidos este año —dijo—. Creo que en este momento es el mejor cerrador de las ligas profesionales, que si no se lesiona y los Sox mantienen su ritmo, podría lanzar en las Series Mundiales de octubre. ¿Te basta con eso?

—¡Siiiiií! —había gritado ella, riendo, olvidada su seriedad, porque en realidad adoraba a Tom Gordon, y quería a su padre por saberlo y tomarlo con humor, en lugar de burlarse de ella.

Había corrido hacia él, le había abrazado con todas sus fuerzas, manchándose la camisa de helado, pero no le importó. ¿Qué era un poco de Sunny Treat entre amigos?

Ahora, sentada bajo una luz cada vez más grisácea, mientras escuchaba el goteo del agua en el bosque, veía los árboles desdibujarse y adoptar formas que pronto se convertirían en amenazadoras, aguzaba el oído por si escuchaba gritos amplificados («¡MUÉVETE HACIA EL SONIDO DE MI VOZ!») o el lejano ladrido de los perros, pensó. No puedo rezar al Subaudible, pensó. No puedo. Tampoco podía rezar a Tom Gordon, sería ridículo, pero quizá podría oírle jugar… y contra los Yankees. La WCAS iba a transmitir el partido. Tenía que conservar las pilas, lo sabía, pero podría escuchar un ratito, ¿no? Y quién sabe, igual escuchaba aquellas voces amplificadas y los ladridos de los perros antes de que terminara el partido.

Abrió la mochila, extrajo con reverencia el walkman y se puso los auriculares. Vaciló un momento, convencida de repente de que la radio ya no funcionaba, de que algún cable vital se había soltado durante la caída, y esta vez sólo habría silencio cuando apretara el botón. Era una idea estúpida; tal vez, pero en un día en que todo se había torcido también parecía una idea horriblemente plausible.

¡Venga, venga, no seas cobardica!

Oprimió el botón y, como un milagro, la voz de Jerry Trupiano llenó su cabeza, y aún más importante, los sonidos de Fenway Park. Estaba sentada en un bosque oscuro, perdida y sola, pero podía oír a treinta mil personas. Era un milagro.

«… al final de dos entradas y media, los Yankees siguen ganando a los Red Sox por dos a cero».

Una voz cantarina indicó a Trisha que llamara al 1-800-54-GIANT si quería que le repararan el coche, pero no la escuchó. Ya se habían jugado dos entradas y media, lo cual significaba que debían de ser las ocho. Al principio le resultó asombroso, pero después, teniendo en cuenta la escasa luz, no le costó creerlo. Llevaba sola diez horas. Se le antojó una eternidad. A la vez, parecía que el tiempo se hubiera detenido.

Trisha ahuyentó a los insectos (el gesto había llegado a ser tan automático que ni siquiera se daba cuenta cuando lo repetía), y después investigó la bolsa del almuerzo. El bocadillo de atún no se encontraba en tan mal estado, aplastado y roto en pedazos, pero aún reconocible como bocadillo. La bolsa lo había protegido. El restante Twinkie, no obstante, se había transformado en lo que Pepsi Robichaud habría llamado «desastre total».

Trisha comió la mitad del bocadillo mientras escuchaba el partido. Despertó su apetito, y podría haber comido la otra mitad sin la menor dificultad, pero la devolvió a la bolsa y comió en cambio el Twinkie, recogiendo con un dedo la crema que lo rellenaba. Cuando recuperó todo cuanto pudo con el dedo, lamió el papel hasta dejarlo limpio. Guardó el envoltorio en la bolsa del almuerzo. Se permitió tres grandes sorbos más de Surge, y después buscó más restos de patatas fritas con la punta de un dedo mugriento, mientras los Red Sox y los Yankees jugaban el resto de la tercera y la cuarta.

A mitad de la quinta los Yankees ganaban por cuatro a uno, y Jim Corsi había sustituido a Martínez. Larry McFarland sentía una profunda desconfianza hacia Corsi. En una ocasión, mientras hablaba de béisbol con Trisha por teléfono, había dicho: «No olvides mis palabras, corazón. Jim Corsi no es amigo de los Red Sox». Trisha se echó a reír, no pudo evitarlo. Lo había dicho con tanta solemnidad. Y al cabo de un rato, papá también se había echado a reír. Se había convertido en una frase de complicidad entre ellos, como un santo y seña: «No olvides mis palabras, corazón. Jim Corsi no es amigo de los Red Sox».

Al principio de la sexta, Corsi eliminó a los tres primeros bateadores de los Yankees. Trisha sabía que debía apagar la radio para ahorrar pilas, Tom Gordon no iba a lanzar en un partido en que los Red Sox perdían por tres carreras, pero no podía soportar la idea de desconectarse de Fenway Park. Escuchaba el murmullo de voces de fondo con más atención que a los locutores, Jerry Trupiano y Joe Castiglione. Había gente allí, gente que comía perritos calientes y bebía cerveza y hacía cola para comprar recuerdos y helados y comida china. Miraron a Darren Lewis (DeeLu, le llamaban a veces los locutores) cuando entró en el área del bateador. Las brillantes hileras de focos proyectaron su sombra detrás de él, a medida que anochecía. No podía soportar la idea de cambiar aquellas treinta mil voces murmurantes por el zumbido de los mosquitos (más numerosos a medida que anochecía), el goteo del agua de lluvia que caía de las hojas, el chirrido de los grillos… y los demás sonidos que hubiera.

Eran esos otros sonidos los que más temía.

Los otros sonidos en la oscuridad.

DeeLu bateó un sencillo a la derecha, y un out después Mo Vaughn bateó un slider que no erró.

«¡Atrás atrás atrás! —canturreó Troop—. ¡Va al descansadero de los Red Sox! Alguien, creo que Rich Garcés, la ha cogido en el aire. ¡Home run de Mo Vaughn! Es su duodécimo en lo que va de año, y la ventaja de los Yankees se reduce a una carrera».

Trisha rió y aplaudió, sentada en el tronco, y después se encasquetó la gorra firmada por Tom Gordon. La oscuridad era ya absoluta.

Al final de la octava, Nomar Garciaparra se anotó un home run de dos carreras. Los Red Sox ganaban por cinco a cuatro, y Tom Gordon salió para lanzar al principio de la novena.

Trisha bajó al suelo. El tronco arañó las picaduras de su cadera, pero apenas se dio cuenta. Los mosquitos se aposentaron al instante sobre su espalda desnuda, aprovechando que se le habían subido la camisa y los restos del capote, pero no los sintió. Echó un vistazo al último destello de luz sobre el arroyo y se sentó sobre la tierra húmeda, con los dedos apretados sobre las comisuras de la boca. De pronto consideró muy importante que Tom Gordon conservara la ventaja de una carrera, que asegurara la victoria contra los poderosos Yankees, que habían perdido un par de partidos para Anaheim al principio de la temporada, y desde entonces casi no habían vuelto a perder.

—Venga, Tom —susurró.

En su habitación de un hotel de Castle View, su madre estaba padeciendo una agonía de terror; su padre, a bordo de un avión de la Delta, volaba desde Boston a Portland para reunirse con Quilla y su hijo; en el cuartel de la policía estatal de Castle Point, que había sido designado Punto de Reunión Patricia, partidas de búsqueda muy parecidas a las que la niña perdida había imaginado regresaban después de sus infructuosas salidas; ante el cuartel había aparcadas camionetas de tres emisoras de televisión de Portland y dos de Portsmouth; tres docenas de guardabosques experimentados (algunos acompañados por perros) seguían en los bosques de Motton y de los tres municipios segregados que se extendían hacia New Hampshire: TR-90, TR-100 y TR-110. Los exploradores que continuaban en el bosque habían llegado a la conclusión de que Patricia McFarland debía seguir en Motton o en el TR-90. Al fin y al cabo, era una niña pequeña, y no se habría alejado mucho del lugar en que había sido vista por última vez. Aquellos guías experimentados, guardabosques y hombres del Servicio Forestal se habrían quedado estupefactos de haber sabido que Trisha se había alejado casi catorce kilómetros al oeste de la zona que los buscadores consideraban su máxima prioridad.

—Venga, Tom —susurró—. Venga, Tom, tú eres el mejor.

Pero esta noche no. Gordon abrió el principio de la novena dando la base por bolas al apuesto pero peligroso interbase de los Yankees, Derek Jeter, y Trisha recordó algo que su padre le había dicho: cuando un equipo le da la base por bola al primer bateador, sus posibilidades de anotar un tanto aumentan en un setenta por ciento.

Si ganamos, si Tom nos salva, yo también me salvaré. Esta idea se le ocurrió de repente. Fue como si fuegos artificiales hubieran estallado en su cabeza.

Era una estupidez, por supuesto, como cuando su padre tocaba madera antes de una jugada decisiva (cosa que hacía siempre), pero a medida que la oscuridad era más profunda y el arroyo apagaba su último brillo dorado, también la consideró irrefutable, tan evidente como que dos y dos son cuatro: si Tom Gordon les salvaba, ella se salvaría.

Paul O’Neill bateó un globo sobre el cuadro. Uno eliminado. Bernie Williams salió.

«Siempre es un bateador peligroso», comentó Joe Castiglione, y Williams lanzó de inmediato un sencillo al centro del campo, e impulsó a Jeter a la tercera.

—¿Por qué has dicho eso, Joe? —gimió Trisha—. Caray, ¿por qué has dicho eso?

Corredores en la primera y la tercera, sólo un out. Los espectadores aplaudieron, esperanzados. Trisha los imaginó inclinados hacia adelante en sus asientos.

—Venga, Tom, venga, Tom —susurró.

Seguía rodeada por la sempiterna nube de insectos, pero ya no se daba cuenta. Una sensación de desesperación tocó su corazón, fría e intensa: era como la voz odiosa que había descubierto en el centro de su cabeza. Los Yankees eran demasiado buenos. Un batazo válido empataría el partido, una bola larga lo pondría fuera de su alcance, y el temible Tino Martínez estaba arriba, con el bateador más peligroso justo detrás de él. El Hombre de Paja estaría ahora con una rodilla hincada en el círculo de espera, dando vueltas al bate y observando.

Gordon lanzó su curva.

«¡Le ha ponchado! —gritó Joe Castiglione. Era como si no pudiera creerlo—. ¡Ha sido genial! ¡Martínez ha fallado por un pie!».

«Dos pies», añadió Troop.

«Llega el momento decisivo —dijo Joe, y detrás de su voz se oyó el volumen de otras voces, las voces de los aficionados. Empezaron los aplausos rítmicos. Los fieles de Fenway se habían puesto en pie como una congregación religiosa a punto de cantar un himno—. Con una ventaja de una carrera para los Red Sox, Tom Gordon en el montículo y…».

—No lo digas —susurró Trisha, con las manos apretadas contra la boca—. ¡No te atrevas a decirlo!

Pero lo hizo.

«Y el siempre peligroso Darryl Strawberry se acerca a la base».

Ya estaba. Se había terminado el partido. El gran Satán Joe Castiglione había abierto la boca y la había fastidiado. ¿Por qué no se había limitado a anunciar el nombre de Strawberry? ¿Por qué tenía que empezar con aquella chorrada de «siempre peligroso», cuando hasta un idiota sabía que eso les convertía en peligrosos?

«Muy bien, que todo el mundo se abroche los cinturones —dijo Joe—. Strawberry ladea el bate. Jeter está bailando alrededor de la tercera, intentando atraer un lanzamiento o, al menos, la atención de Gordon. Ni lo uno ni lo otro. Gordon mira. Veritek hace la señal. Hacia el conjunto. Gordon lanza… Strawberry falla, strike uno. Strawberry menea la cabeza, como disgustado…».

«No debería estarlo, ha sido un lanzamiento muy bueno —comentó Troop, y Trisha, sentada en el culo del mundo, pensó: Cierra el pico, Troop, ciérralo por un rato».

«Straw sale del cajón… Golpea el bate contra los tacos de las botas… Ahora vuelve. Gordon mira a Williams en la primera… Adopta posición de set… Lanza. Hacia fuera y bajo».

Trisha gimió. Tenía los dedos tan hundidos en las mejillas que se había levantado los labios en una extraña sonrisa aturdida. El corazón martilleaba en su pecho.

«Ahí vamos de nuevo —dijo Joe—. Gordon está preparado. Lanza, Strawberry conecta un batazo largo hacia el jardín derecho, y si la pelota se mantiene en la zona buena irá fuera, pero abre… se abre… se abreeee…».

Trisha esperó, conteniendo el aliento.

«La zona mala —dijo Joe por fin, y Trisha empezó a respirar de nuevo—. Pero ha ido por los pelos. Strawberry acaba de fallar un home run de tres carreras. Pasó por el lado malo del poste de foul por no más de seis u ocho pies».

«Yo diría unos cuatro pies», añadió Troop.

—Apuesto a que tus pies apestan —susurró Trisha—. Venga, Tom, venga, por favor.

Pero no lo conseguiría. Lo sabía con seguridad.

De todos modos, le veía. No tan alto y bien parecido como Randy Johnson, no tan bajo y corpulento como Rich Garcés. Estatura mediana, esbelto… y guapo. Muy guapo, sobre todo con la gorra puesta, que le protegía los ojos del sol…, pero su padre había dicho que casi todos los jugadores de béisbol eran guapos.

—Es cosa de los genes —le había dicho, y añadió—: Muchos tienen la sesera vacía, por supuesto, pero igual se la encasquetan.

Pero lo importante no era el aspecto de Tom Gordon, sino la inmovilidad que adoptaba antes de lanzar. Eso había atraído la atención y la admiración de Trisha. No daba vueltas alrededor del montículo como algunos, ni se agachaba para juguetear con las zapatillas, ni recogía el saquito de resina para tirarlo hacia atrás de forma que levantara una nubecilla de polvo blanco. No, el número 36 se limitaba a esperar absolutamente inmóvil, con su uniforme blanco, a que el bateador terminara sus rituales y estuviera preparado. Y después, por supuesto, estaba lo que hacía cuando conseguía el tanto. Eso que hacía cuando abandonaba el montículo. A Trisha le encantaba.

«Gordon lanza… ¡y da un piconazo! Veritex ha bloqueado la pelota con su cuerpo y eso ha salvado la carrera. La carrera del empate».

«¡El público se ha quedado de una pieza! », dijo Troop.

Joe ni siquiera intentó llevarle la contraria.

«Gordon respira hondo. Strawberry se prepara. Gordon gira…, lanza… alto».

Una tormenta de abucheos estalló en los oídos de Trisha, como un huracán.

«Unas treinta mil personas no han estado de acuerdo con eso, Joe», comentó Troop.

«Cierto, pero Larry Barnett tiene la última palabra y Barnett ha dicho que salió alta. La cuenta se cierra para Darryl Strawberry. Tres y dos».

Se oyeron de fondo las rítmicas palmadas de los aficionados. Sus voces llenaban el aire y su cabeza. Tocó el tronco sin darse cuenta de lo que hacía.

«El público se ha puesto en pie —dijo Joe Castiglione—, las treinta mil personas, porque nadie ha abandonado el campo esta noche».

«Tal vez una o dos», dijo Troop. Trisha no le hizo caso. Ni Joe.

«Gordon presenta bola».

Sí, pudo imaginarle sin problemas, con las manos juntas, sin mirar directamente a la base de meta, sino por encima de su hombro izquierdo.

«Gordon inicia el movimiento».

También pudo ver esto: el pie izquierdo retrocediendo hacia el derecho plantado en tierra, mientras las manos (una enguantada, la otra sosteniendo la pelota) se alzaban hasta el esternón. Incluso pudo ver a Bernie Williams corriendo hacia la segunda, pero Tom Gordon no se dio cuenta, e incluso en movimiento conservó su inmovilidad esencial, con los ojos clavados en la mascota de Jason Veritek, agachado detrás de la base e inclinado hacia la esquina exterior.

«Gordon lanza… y…».

El repentino estallido de júbilo de la multitud informó a Trisha.

«¡Strike tres cantado! —Joe casi chillaba—. ¡Oh, Dios mío, ha dejado petrificado a Strawberry! Los Red Sox ganan por cinco a cuatro a los Yankees y Tom Gordon consigue su decimoctavo salvado. —Su voz adoptó un registro más normal—. Los compañeros de Gordon se dirigen hacia el montículo con Mo Vaughn al frente de la carga, agitando el puño en el aire, pero antes de que Vaughn llegue Gordon hace el ademán, el que sus admiradores han llegado a conocer tan bien en el escaso tiempo que lleva siendo el cerrador de los Sox».

Trisha estalló en lágrimas. Apagó el walkman y siguió sentada sobre la tierra mojada, con la espalda apoyada contra el tronco y las piernas abiertas. Lloró aún con más sentimiento que nunca cuando comprendió que se había perdido, pero esta vez lloraba de alivio. Estaba perdida, pero la encontrarían. Estaba segura. Tom Gordon había salvado a su equipo, y ella también se salvaría.

Sin dejar de llorar, se quitó el capote, lo extendió sobre el suelo, bajo el árbol caído, y se arrastró hasta tenderse sobre el plástico. Lo hizo casi sin ser consciente de sus movimientos. La mayor parte de su ser continuaba todavía en Fenway Park, viendo al árbitro llamar a Strawberry, viendo a Mo Vaughn correr hacia el montículo para felicitar a Tom Gordon; vio a Nomar Garciaparra acudir al trote desde la primera base, a John Valentin desde la tercera, y a Mark Lemke desde la segunda para hacer lo mismo. Pero antes de que llegaran, Gordon hizo lo que siempre hacía cuando aseguraba un partido: señalar al cielo. Un rápido movimiento del dedo.

Trisha guardó el walkman en la mochila, pero antes de apoyar la cabeza sobre el brazo extendido, señaló un momento al cielo, como Gordon hacía. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, algo la había ayudado a sobrevivir a aquel día, por horrible que hubiera sido. Y cuando señalabas, ese algo se te antojaba Dios. Al fin y al cabo, no podías señalar a la mala suerte o al Inaudible.

El gesto consiguió que se sintiera mejor y peor al mismo tiempo. Mejor porque parecía más una oración que si la hubiera verbalizado en voz alta, y peor porque se sentía sola por primera vez en todo el día. Tom Gordon había conseguido que se sintiera más perdida que nunca. Las voces que habían surgido de los auriculares del walkman y llenado su cabeza se le antojaban ahora un sueño, voces de fantasmas. Se estremeció, pues no deseaba pensar en fantasmas allí, en el bosque, acurrucada bajo un árbol caído, en la oscuridad. Echaba de menos a su madre. Aún más, deseaba ver a su padre. Él sabría sacarla de aquí, la cogería de la mano y la conduciría a un lugar seguro. Y si se cansaba de andar, la llevaría en brazos. Tenía músculos fuertes. Cuando Pete y ella iban a pasar el fin de semana con él, la cogía en brazos el sábado por la noche y la llevaba a su habitación. Lo hacía aunque tuviera nueve años (y fuera grande para su edad). Era el mejor momento de sus fines de semana en Malden.

Trisha descubrió, con una especie de asombro abyecto, que también echaba de menos al incordio de su hermano.

Se quedó dormida entre sollozos. Los insectos revolotearon a su alrededor en la oscuridad, cada vez más cerca. Por fin, empezaron a posarse sobre su piel, y se dieron un festín con su sangre y su sudor.

Una bocanada de aire estremeció el bosque, agitó las hojas, desprendió de ellas las últimas gotas de lluvia. Al cabo de un par de segundos, el aire se inmovilizó. Después, la inmovilidad sufrió una alteración. En el profundo silencio se oyó el ruido de ramitas al romperse. A continuación, se produjo una pausa, seguida por el repentino movimiento de unas ramas y un sonido áspero. Un cuervo graznó alarmado. Se hizo otra pausa, y después los sonidos se reanudaron, acercándose al lugar donde Trisha dormía con la cabeza apoyada en el brazo.