Aulló durante unos quince minutos, y a veces hizo bocina con las manos y envió su voz en la dirección donde imaginaba que estaba el camino, sin apartarse de los helechos. Emitió un chillido final, sin palabras, apenas un agudo graznido de miedo y cólera combinados, tan potente que la garganta le escoció, y después se sentó al lado de la mochila, apoyó la cara en las manos y lloró. Lloró durante unos cinco minutos (era imposible comprobarlo, porque se había dejado el reloj en casa, sobre la mesita de noche, otra inteligente jugada de la gran Trisha), y cuando paró se sintió un poco mejor… de no ser por los insectos. Había insectos por todas partes, zumbaban y siseaban, intentaban beber su sangre y sorber su sudor. Los insectos la estaban volviendo loca. Trisha se levantó de nuevo, agitó en el aire su gorra de los Red Sox y se recordó que no debía soltar manotazos, a sabiendas de que lo haría si la situación no cambiaba. No podría contenerse.
¿Caminar o quedarse donde estaba? No sabía qué sería mejor. Estaba demasiado asustada para pensar con lucidez. Sus pies decidieron por ella, y Trisha se puso en marcha de nuevo, mientras miraba alrededor atemorizada y se enjugaba los ojos hinchados. La segunda vez que se llevó el brazo a la cara lo vio cubierto por media docena de mosquitos; los atacó con saña y mató tres. Dos estaban llenos a reventar. Ver su propia sangre no solía afectarla, pero esta vez sus piernas se quedaron sin fuerzas y volvió a sentarse sobre la alfombra de agujas, en mitad de una arboleda de pinos viejos, y lloró de nuevo. Le dolía la cabeza y notaba el estómago algo revuelto. Hace un rato estaba en la furgoneta, pensó una y otra vez. En la furgoneta, en el asiento trasero de la furgoneta, mientras ellos discutían. Entonces recordó la voz airada de su hermano: «¡No sé por qué hemos de pagar por vuestras equivocaciones!» Pensó que tal vez serían las últimas palabras que oiría decir a Pete, y se estremeció de pavor, como si hubiera atisbado una forma monstruosa en las sombras.
Esta vez sus lágrimas se secaron con mayor rapidez, y no lloró con tanto sentimiento. Cuando volvió a levantarse (mientras agitaba la gorra en el aire sin darse cuenta), se sintió casi calmada. A estas alturas ya se habrían dado cuenta de su desaparición. La primera idea de mamá sería que Trisha se había hartado de la discusión y regresado al Caravan. La llamarían, volverían sobre sus pasos, preguntarían a la gente con que se cruzaran si habían visto a una niña tocada con una gorra de los Red Sox («Tiene nueve años, pero es alta para su edad y parece mayor», oyó Trisha decir a su madre), y cuando regresaran al aparcamiento y vieran que no estaba en la furgoneta, empezarían a preocuparse en serio. Mamá se asustaría. Trisha se sintió culpable y asustada al pensar en su miedo. Se armaría un desaguisado, tal vez tan grande que implicaría a los guardabosques y al Servicio Forestal, y todo sería por su culpa. Se había apartado del camino.
Lo cual añadió una nueva capa de angustia a su ya alterada mente, y Trisha empezó a caminar a buen paso, con la esperanza de llegar al camino principal antes de que se armara el cirio, antes de convertirse en lo que su madre definiría como «espectáculo público». Caminó sin tomar la anterior precaución de desplazarse en línea recta, desviándose cada vez más hacia el oeste sin darse cuenta, alejándose de la Senda de los Apalaches y de la mayor parte de sus pistas y caminos secundarios, una dirección donde había poco más que bosque renacido muy espeso, repleto de maleza, barrancos enmarañados y un terreno todavía más difícil. Gritaba y escuchaba, gritaba y escuchaba. Se habría quedado estupefacta de haber sabido que su madre y su hermano seguían enzarzados en su discusión y aún no habían reparado en su desaparición.
Aceleró el paso, mientras agitaba las manos para ahuyentar a los insectos, sin molestarse ya en rodear los matojos de arbustos. Escuchaba y gritaba, escuchaba y gritaba, sólo que, en realidad, ya no escuchaba. No sentía los mosquitos arremolinados sobre su nuca, justo debajo de la línea del cabello como alcohólicos poniéndose como cubas.
No cedió al pánico de súbito, como cuando notó el contacto de la serpiente, sino de una forma gradual, como perdiendo la noción del mundo. Caminaba sin fijarse por dónde iba. Pedía socorro a gritos sin escuchar su voz. Escuchaba con oídos que no hubieran oído un grito de respuesta procedente del árbol más cercano. Y cuando empezó a correr, lo hizo sin darse cuenta. He de mantener la calma, pensó mientras sus pies se aceleraban. Yo estaba en la furgoneta, pensó al iniciar la maratón. No sé por qué hemos de pagar por vuestras equivocaciones, pensó, mientras esquivaba por poco una rama que parecía empeñada en sacarle un ojo. No obstante, rozó su mejilla izquierda, de la que brotó un hilillo de sangre.
La brisa que azotaba su cara mientras corría, mientras atravesaba un matorral con un sonido que se le antojó muy distante (ni siquiera sentía los espinos que desgarraban sus tejanos y arañaban sus brazos), era fresca y tonificante. Ascendió una ladera, corriendo a toda prisa con la gorra torcida y el cabello suelto, pues hacía mucho rato que había perdido la goma que sujetaba su coleta de caballo. Saltó por encima de arbolillos que alguna tormenta habría derribado, llegó a lo alto de un saliente… y de repente vio ante ella un largo valle gris azulado, con riscos de granito que se alzaban al otro lado, a kilómetros de donde ella se encontraba. Y delante de ella no había nada más que el resplandor del aire, por el cual caería hacia su muerte, mientras daba vueltas y vueltas y llamaba a gritos a su madre.
Su mente se había perdido de nuevo en aquel rugido blanco de terror irracional, pero su cuerpo reconoció que detenerse a tiempo de no caer por el precipicio era imposible. Su única esperanza residía en reconducir el movimiento antes de que fuera demasiado tarde. Trisha giró a la izquierda, al tiempo que su pie derecho se proyectaba sobre la sima. Oyó los guijarros, impulsados por ese mismo pie, que caían rebotando sobre la muralla de roca.
Trisha se desplazó con brusquedad sobre la franja que separaba el suelo del bosque, alfombrado de agujas, de la roca desnuda que indicaba el borde del precipicio. Corrió con confusa y terrible certeza de que algo había estado a punto de pasarle, y también con un vago recuerdo de una película de ciencia ficción, en la que el héroe atraía a un feroz dinosaurio hasta el borde de una sima para que cayera por ella.
Delante de ella, un fresno había caído, y sus seis metros finales sobresalían sobre el borde como la proa de una nave, Trisha se abrazó a él con ambas manos, aplastó su mejilla arañada y ensangrentada contra el suave tronco, y cada vez que respiraba, absorbía el aire con un chillido y lo expulsaba con un sollozo estremecido. Permaneció así durante largo rato temblando de pies a cabeza y abrazada al árbol. Por fin, abrió los ojos. Tenía vuelta la cabeza hacia la derecha, con la vista clavada en el abismo, sin poder evitarlo.
En aquel punto, la caída sólo era de unos quince metros, terminaba en un montón de escoria glacial, de la que brotaban pequeños grupos de arbustos de un verde intenso. También distinguió una pila de árboles y ramas podridos, madera muerta que había caído por el borde del precipicio por culpa de alguna lejana tormenta. Entonces, una imagen apareció en el cerebro de Trisha, terrible por su diáfana claridad. Se vio cayendo hacia aquel montón informe, al tiempo que gritaba agitaba los brazos. Vio que una rama muerta atravesaba su mandíbula y se abría paso entre los dientes, hasta clavar la lengua contra el paladar como una nota roja, para luego perforar su cerebro y matarla.
—¡No! —chilló, impresionada por la imagen. Contuvo aliento—. Estoy bien —dijo, en voz baja y apresurada. Notó el dolor de los arañazos causados por las zarzas en sus brazos, así como el de la mejilla, cubiertos de sudor—. Estoy bien. Me encuentro bien. Sí.
Se soltó del árbol, se puso en pie con movimientos inseguros, y después lo aferró de nuevo, cuando el pánico se coló en su cabeza. Una parte irracional de su mente temía que la tierra se ladeara y la arrojara por el borde.
—Estoy bien —repitió, todavía en voz baja y apresurada. Se humedeció el labio superior y notó un gusto salado—. Estoy bien, estoy bien.
Lo repitió una y otra vez, pero pasaron tres minutos antes de que pudiera convencer a sus brazos de que se soltaran del árbol por segunda vez. Cuando lo logró por fin, Trisha retrocedió, lejos del precipicio. Se puso la gorra de nuevo (con la visera hacia atrás, sin siquiera darse cuenta) y miró hacia el otro lado del valle. Vio el cielo, cubierto de nubes de lluvia, y vio unos seis trillones de árboles, pero ni la menor señal de vida humana, ni siquiera el humo de un pequeño campamento.
—Pero estoy bien… Estoy bien.
Retrocedió otro paso y emitió un gritito cuando algo
(serpientes serpientes)
rozó la parte posterior de sus rodillas. Sólo eran arbustos, por supuesto. Con las ramas cargadas de bayas. Y los mosquitos la habían descubierto otra vez. Estaban dando forma de nuevo a su nube, cientos de puntitos negros que bailaban alrededor de sus ojos, sólo que esta vez los puntos eran más grandes y daba la impresión de que estaban estallando como rosas negras al florecer. Trisha sólo tuvo tiempo de pensar: Me voy a desmayar, me voy a desmayar, y cayó de espaldas sobre los arbustos, con los ojos en blanco, y los insectos flotaron como una nube trémula sobre su carita pálida. Al cabo de unos momentos, los primeros mosquitos aterrizaron sobre sus párpados y dieron comienzo al festín.