La parte oeste del barranco al que Trisha había bajado era mucho más empinada que la parte por donde había descendido. Trepó con la ayuda de varios árboles, llegó arriba y caminó en dirección a las voces que había oído. Había mucha maleza, y rodeó muchos brotes erizados de espinos. Cada vez que los rodeaba clavaba los ojos en la dirección del camino principal. Caminó de esta manera durante unos diez minutos, y luego se detuvo. Sintió un leve temblor de inquietud en ese delicado lugar situado entre el pecho y el estómago, el lugar donde todos los nervios del cuerpo parecen converger. ¿No tendría que haber llegado ya al de North Conway de la Senda de los Apalaches? Pensaba que sí. No había avanzado tanto por el ramal de Kezar Notch, no más de cincuenta pasos (no más de sesenta, seguro, setenta a lo sumo), y el hueco entre los dos brazos divergentes de la Y no podía ser muy grande, ¿verdad?
Aguzó el oído para escuchar las voces de la senda principal, pero ahora el bosque estaba en silencio. Bueno, eso no era cierto. Oyó el susurro del viento entre los grandes y ancianos pinos del oeste, oyó el graznido de un grajo y el lejano martilleo de un pájaro carpintero, ocupado en extraer su aperitivo matinal de un árbol hueco, oyó un par de frenéticos mosquitos recién llegados (zumbaban alrededor de sus oídos), pero ninguna voz humana. Era como si fuera la única persona en aquel inmenso bosque y, aunque resultaba ridículo, notó que algo se agitaba de nuevo en aquel lugar hueco. Esta vez, con un poco más de fuerza.
Trisha echó a caminar de nuevo, ansiosa por llegar a la senda, ansiosa por experimentar el alivio de la senda. Llegó a un gran árbol caído, demasiado alto para saltarlo, y decidió que pasaría por debajo. Sabía que lo más sensato sería dar la vuelta, pero ¿y si perdía el sentido de la orientación?
«Ya lo has perdido», susurró una voz en su cabeza, una voz fría y terrible.
—Cállate, no me he perdido, cállate —susurró en respuesta, y se puso de rodillas.
Había un hueco que corría bajo un fragmento del árbol cubierto de musgo, y Trisha se metió por él. Las hojas que lo forraban estaban mojadas, pero cuando se dio cuenta de que tenía la camisa empapada, decidió que ya no importaba. Se arrastró y la mochila tropezó con el tronco del árbol.
—¡Maldición! —susurró («maldición» era el juramento favorito de Pepsi y de ella. Sonaba muy de mansión campestre inglesa), y retrocedió.
Se puso de rodillas, sacudió las hojas mojadas que se habían adherido a su camisa y notó que sus dedos estaban temblando.
—No estoy asustada —dijo en voz alta a propósito, porque el sonido de sus susurros la había asustado un poco—. Nada asustada. La senda está allí. Llegaré dentro de cinco minutos, y correré para alcanzarles.
Se quitó la mochila, la empujó delante de ella y empezó a reptar de nuevo por debajo del árbol.
A mitad de camino, algo se movió bajo ella. Era una gruesa serpiente negra que se deslizaba entre las hojas. Por un momento todos sus pensamientos se transformaron en una silenciosa explosión blanca de asco y horror. Su piel se convirtió en hielo, y notó un nudo en la garganta. Ni siquiera podía pensar en la palabra «serpiente», sólo sentirla, latiendo bajo su mano caliente. Trisha gritó y trató de levantarse, olvidando que no estaba en terreno descubierto. Una rama gruesa como un brazo amputado se hundió en su región lumbar. Cayó al suelo y salió de debajo del árbol a la mayor velocidad posible, seguramente recordando un poco a una serpiente.
El repugnante bicho había desaparecido, pero el terror permanecía. La había tenido justo debajo de la mano, escondida entre las hojas muertas y justo debajo de su mano. Era evidente que no era de las que mordían, gracias a Dios. Pero ¿y si había más? ¿Y si eran venenosas? ¿Y si el bosque estaba lleno de ellas? Pues claro que sí, el bosque estaba lleno de todo lo que no te gustaba, de todo lo que temías y detestabas instintivamente, de todo lo que intentaba dominarte con un pánico irracional. ¿Por qué había accedido a venir? Y no sólo accedido, sino accedido de buena gana.
Cogió su mochila por la correa y corrió, mientras la mochila golpeaba contra su pierna, mientras echaba miradas hacia el árbol caído y los espacios sembrados de hojas que se extendían entre los demás, temerosa de ver la serpiente, aún más temerosa de ver todo un batallón, como las serpientes de La invasión de las serpientes asesinas, una película de horror, protagonizada por Patricia McFarland, la estremecedora historia de una niña perdida en el bosque y…
—No me he p… —empezó Trisha, y entonces, como iba mirando hacia atrás, tropezó con una roca que sobresalía de la tierra húmeda, se tambaleó y cayó de costado. Notó una llamarada de dolor en la región lumbar, donde la rama se le había clavado antes.
Siguió tumbada sobre las hojas (húmedas, pero no tan pegajosas como las que había en el hueco bajo el árbol caído), con la respiración entrecortada, un latido doloroso entre los ojos. De repente, tomó conciencia de que ya no sabía si iba en la dirección correcta. No tenía que haber mirado tanto hacia atrás.
Vuelve al árbol, pues. El árbol caído. Ponte de pie en el punto por donde saliste y mira adelante, y ésa será la dirección en la que deberás ir, la dirección del camino principal.
¿Lo era? En ese caso, ¿por qué no había llegado ya al camino principal?
Notó el escozor de las lágrimas en las comisuras de los ojos. Trisha parpadeó varias veces para rechazarlas. Si empezaba a llorar, no sería capaz de decirse que no estaba asustada. Si empezaba a llorar, podía pasar cualquier cosa.
Caminó con lentitud hacia el árbol caído cubierto de musgo. Detestaba ir en la dirección equivocada siquiera por unos segundos, detestaba volver al lugar donde había visto a la serpiente (venenosa o no, las odiaba), pero debía hacerlo. Divisó el punto entre las hojas donde había estado cuando vio (y sintió, oh, Dios) a la serpiente, una mancha del tamaño de una niña sobre el suelo del bosque. Ya se estaba llenando de agua. Al verlo, se pasó una mano por la camisa, toda mojada y manchada de barro. Hasta el momento, lo más alarmante era que su camisa estuviera mojada y embarrada, como resultado de reptar bajo un árbol. Sugería que se había producido un cambio de plan… y si el nuevo plan incluía arrastrarse bajo árboles caídos, el cambio no había sido para mejor.
Para empezar, ¿por qué se había apartado del camino principal? ¿Por qué había perdido de vista el camino? ¿Sólo para mear? ¿Para mear, cuando su necesidad no era tan acuciante? Si era así, tenía que estar loca. Y después se había apoderado de ella una locura aún mayor, convenciéndola de que podía recorrer el bosque inexplorado (era la expresión que se le ocurrió ahora) sana y salva. Bien, hoy había aprendido algo, sin duda. Había aprendido a no alejarse del sendero. Independientemente de lo que tuvieras que hacer, de la necesidad de hacerlo, de la tabarra que tuvieras que escuchar, lo mejor era ceñirse al camino. Si te ceñías al camino, tu camiseta de los Red Sox seguía estando limpia y seca. En el camino nada se agitaba en el lugar hueco situado entre el pecho y el estómago. En el camino estabas a salvo.
A salvo.
Trisha se llevó la mano a la región lumbar y notó un agujero en la camisa. La rama la había atravesado. Confiaba en que no hubiera sido así. Cuando se miró los dedos, vio manchitas de sangre en las yemas. Trisha emitió un suspiro, pariente cercano de un sollozo, y se secó los dedos en los tejanos.
—Tranquilízate, al menos no ha sido un clavo oxidado —dijo—. Cuenta tus bendiciones.
Era uno de los dichos de su madre, pero no sirvió de gran cosa. Trisha nunca se había sentido menos bendecida en toda su vida.
Recorrió con la mirada la longitud del tronco, incluso metió un pie entre las hojas, pero no vio ni rastro de la serpiente. No debía ser de las mordedoras, pero, oh, Dios, eran tan horribles. Sin patas y sinuosas, y metían y sacaban la lengua. Ni siquiera podía pensar en ello, cómo había latido bajo su palma como un músculo frío.
¿Por qué no me he puesto botas?, pensó Trisha, mientras contemplaba sus Reebooks. ¿Por qué he salido con zapatillas de deporte? La respuesta era, por supuesto, que se trataba de un tipo de calzado ideal para caminar por el sendero… y el plan consistía en caminar por el sendero.
Cerró los ojos un momento.
—No obstante, estoy bien —dijo—. Sólo he de conservar la cabeza fría y no ponerme nerviosa. Dentro de un par de minutos oiré las voces de otros excursionistas.
Esta vez, su voz la convenció un poco, y se sintió algo mejor. Dio media vuelta, plantó los pies a cada lado del trozo de tierra donde se había tumbado, y apoyó el trasero contra el tronco del árbol. Allí. Justo enfrente. El camino principal. Tenía que estar allí.
Quizá. Y quizá sea mejor que espere aquí. Que espere a oír voces. Para estar segura de que me he orientado bien.
Pero no podía soportar la espera. Quería estar de vuelta en el camino y dejar atrás aquellos aterradores diez minutos (o tal vez ya eran quince) lo antes posible. En consecuencia, se colgó de nuevo la mochila a la espalda (no tenía a mano al hermano mayor, irritable y distraído, pero en el fondo buen chico, que la ayudara con las correas) y se puso en marcha. Zumbaban tantos insectos alrededor de su cabeza, que su vista daba la impresión de bailar con puntitos negros. Agitó las manos para ahuyentarlos, pero sin soltar bofetones. Los bofetones estaban reservados para los mosquitos, aunque es mejor ahuyentar a los insectos más pequeños, había dicho su madre… tal vez el mismo día que le había enseñado cómo meaban las chicas en el bosque. Quilla Andersen (sólo que entonces aún era Quilla McFarland) dijo que los bofetones atraían al miedo, y el que los repartía cada vez era más consciente de su inquietud. «En lo tocante a los insectos del bosque —había dicho la mamá de Trisha—, es mejor pensar como un caballo. Fingir que tienes una cola para ahuyentarlos».
De pie junto al árbol caído, agitando las manos pero sin lanzar manotazos contra los mosquitos, Trisha clavó la vista en un pino alto que distaba unos cuarenta metros… Cuarenta metros hacia el norte, si aún conservaba el sentido de la orientación. Caminó hacia él, y cuando apoyó la mano sobre el tronco del enorme pino, pegajoso a causa de la resina, miró hacia el árbol caído. ¿Estaban en línea recta? Eso pensaba.
Animada, divisó unos arbustos salpicados de bayas rojas. Su madre se las había enseñado durante uno de sus paseos campestres, y cuando Trisha afirmó que eran venenosas y mortales de necesidad (Pepsi Robichaud se lo había dicho), su madre rió y dijo: «La famosa Pepsi no sabe nada de nada. Eso me tranquiliza. Eso son gaulterias, Trish. Y no son en absoluto venenosas. Saben a ese chicle que va envuelto en papel rosa». Su madre se había metido un puñado de bayas en la boca, y como no se desplomó víctima de vómitos y convulsiones, Trisha las había probado. Le habían sabido a los caramelos de mentol que te hacían cosquillas en la boca.
Caminó hasta los arbustos y pensó en coger algunas bayas para animarse, pero no lo hizo. No tenía hambre, y jamás había tenido menos ganas de animarse. Inhaló el aroma especiado de las hojas verdes cerúleas (también se podían comer, había dicho Quilla, aunque Trisha nunca las había probado, porque al fin y al cabo no era una marmota) y volvió a mirar hacia el pino. Supuso que aún se estaba desplazando en línea recta, y escogió una tercera señal, en esta ocasión una roca hendida que parecía un sombrero surgido de una peli antigua en blanco y negro. A continuación vino una arboleda de abedules, y desde allí caminó con parsimonia hasta un exuberante grupo de espinos, a mitad de una pendiente.
Estaba tan concentrada en no perder de vista ninguna de las señales (no vuelvas a mirar atrás, cariño), que se paró al lado de los espinos antes de darse cuenta, y perdón por el juego de palabras, de que los árboles le ocultaban el bosque. Ir de señal en señal era estupendo, y pensó que había conseguido andar en línea recta… pero ¿y si la línea recta iba en la dirección equivocada? Tal vez sólo por un poco, pero tenía que haberse equivocado. Si no, a estas alturas ya habría llegado a la senda. Tenía que haber andado…
—Cáscaras —dijo, y en su voz notó un tono curioso que no le gustó nada—, serán unos dos kilómetros. Dos kilómetros, como máximo.
Insectos a su alrededor. Odiosos mosquitos que parecían colgar como helicópteros de sus orejas, y que emitían aquel murmullo enloquecedor. Intentó aplastar a uno y falló, sólo consiguió que su oído le zumbara. Tuvo que contenerse para no repetir la jugada. Si empezaba, terminaría atizándose como un personaje de los antiguos dibujos animados.
Dejó caer la mochila, se acuclilló, desanudó las hebillas y la abrió. Dentro había su capote de plástico azul, y la bolsa de papel donde guardaba el almuerzo que se había preparado. Había su Gameboy y una loción bronceadora (tampoco era que la fuera a necesitar, porque el sol había desaparecido y los últimos retazos de azul se iban cubriendo de nubes). Había su botella de agua y una botella de Surge y sus Twinkies y una bolsa de patatas fritas. Sin embargo, no vio el repelente de insectos. Por lo tanto, se aplicó la loción bronceadora (quizá mantendría a raya los mosquitos). Se detuvo apenas un momento para echar un vistazo a los Twinkies, y luego los dejó caer en la mochila con todo lo demás. Por lo general, le encantaban (cuando tuviera la edad de Pete, su cara sería un mapa de acné si no aprendía a rechazar los dulces), pero de momento no tenía nada de hambre.
«Además, es posible que nunca llegues a la edad de Pete», dijo aquella inquietante voz interior. ¿Cómo era posible que alguien guardara dentro de sí una voz tan fría y aterradora, tan traidora a la causa? «Es posible que nunca salgas de este bosque».
—Cállate, cállate —siseó, y cerró la mochila con dedos temblorosos.
Empezó a levantarse… De pronto se detuvo, con una rodilla en la blanda tierra, al lado de los helechos, la cabeza erguida, y olisqueó el aire como un cervato durante su primera expedición sin la compañía de su madre. Sólo que Trisha no estaba oliendo. Estaba escuchando completamente concentrada.
El crujido de las ramas acariciadas por una suave brisa. El murmullo de los mosquitos (bichos asquerosos). El graznido lejano de un cuervo. El pájaro carpintero. Y, casi inaudible, el zumbido de un avión. No se oían voces procedentes del camino. Ni una. Era como si hubieran cortado el camino de North Conway. Y, mientras el ruido del avión se desvanecía en la distancia, Trisha comprendió la verdad.
Se puso en pie y sintió las piernas muy pesadas, y también su estómago. En cambio, notó la cabeza ligera y extraña, como un globo lleno de gas y cargado de lastre. De pronto se sumergió en el aislamiento con una opresiva sensación de haber quedado aislada del resto de la humanidad. De algún modo había sobrepasado los límites, se había alejado del estadio para llegar a un lugar donde las reglas a las que se atenía ya no servían.
—¡Eh! —chilló—. ¿Alguien me oye? ¿Me oís? ¡Eh! —Hizo una pausa, mientras rezaba para recibir una respuesta, pero no llegó, y al fin se desahogó por completo—: ¡Socorro, me he perdido! ¡Socorro, me he perdido!
Las lágrimas empezaron a brotar, y ya no pudo contenerlas, ya no pudo fingir que conservaba el control de la situación. Su voz tembló, primero la voz vacilante de una niña, y después el aullido de un bebé al que han dejado olvidado en la cuna, y aquel sonido la aterró todavía más que cualquier otra cosa en aquella espantosa mañana, porque el único sonido humano que se oía en el bosque era su voz, que suplicaba ayuda, suplicaba ayuda porque se había perdido.