Mamá y Pete se tomaron un breve descanso mientras sacaban de la camioneta las mochilas y la cesta de mimbre que Quilla, utilizaba para recoger plantas. Pete hasta ayudó a Trisha a ponerse la mochila a la espalda, para lo cual ciñó una de las correas, y la niña albergó la loca esperanza de que, a partir de ese momento, las cosas se arreglarían.
—¿Habéis cogido vuestros capotes? —preguntó mamá, mientras oteaba el cielo. Continuaba azul, pero se estaban formando nubes hacia el oeste. Era muy probable que lloviera, pero tal vez Pete no tuviera la oportunidad de lloriquear por haberse empapado.
—¡Tengo el mío, mamá! —gorjeó Trisha con su voz más melosa.
Pete gruñó algo que tal vez quería decir sí.
—¿La comida?
Asentimiento por parte de Trisha. Otro gruñido hosco por parte de Pete.
—Estupendo, porque no pienso compartir la mía.
Cerró con llave la furgoneta, y después les condujo hasta un letrero que rezaba SENDA OESTE, con una flecha debajo. Había una docena de coches en el aparcamiento, todos con matrícula de otros estados, a excepción del suyo.
—¿Repelente de insectos? —preguntó mamá mientras se dirigían hacia la senda—. ¿Trish?
—¡Lo llevo! —gorjeó la niña, no del todo segura, pero no quiso detenerse dando la espalda, por si a mamá se le ocurría comprobarlo. Eso desataría las iras de Pete. Si continuaban caminando quizá vería algo que le interesara, o al menos que le distrajera. Un mapache. Quizá un ciervo. Un dinosaurio sería estupendo. Trisha lanzó una risita.
—¿De qué te ríes? —preguntó mamá.
—Cosas mías —contestó Trisha, y Quilla frunció el ceño. «Cosas mías» era una expresión típica de Larry McFarland. Que frunza el ceño, pensó Trisha. Que frunza el ceño todo lo que quiera. Estoy con ella, y yo no me quejo como ese cascarrabias, pero es mi papá y le quiero.
Trisha tocó el ala de su gorra firmada, como para demostrarlo.
—Bien, chicos, vamos —dijo Quilla—. Llevad los ojos bien abiertos.
—Odio esto —casi gruñó Pete. Era la primera cosa articulada con claridad que decía desde que había salido de la furgoneta, y Trisha pensó: Dios, por favor, envía algo. Un ciervo, un dinosaurio o un ovni. Porque si no lo haces, se engancharán de nuevo.
Dios no envió más que unos cuantos mosquitos exploradores, que sin duda informaron al ejército principal de que había carne fresca en perspectiva, y cuando pasaron ante un letrero de NO. CONWAY STATION 5 KILÓMETROS, los dos se habían enzarzado de nuevo, sin hacer caso del bosque, sin hacer caso de ella, sin hacer caso de nada, excepto de ellos dos. Bla bla bla. Era como una mala representación de aficionados, pensó Trisha.
También era una pena, porque se estaban perdiendo muchas cosas estupendas. El olor dulce y resinoso de los pinos, por ejemplo, y la forma en que las nubes parecían acercarse, menos como nubes que como manchas de humo blancogrisáceas. Sospechó que era preciso ser un adulto para calificar de aburrido ir de excursión, pero no estaba nada mal. Ignoraba si toda la Senda de los Apalaches estaba tan bien cuidada como ese tramo (probablemente no), pero en caso afirmativo, comprendía por qué gente sin nada mejor que hacer decidía caminar tantos kilómetros por ella. Trisha pensó que era como pasear por una amplia avenida serpenteante a través del bosque. No estaba pavimentada, por supuesto, y era muy empinada, pero se caminaba con facilidad. Hasta había una pequeña cabaña, con una bomba de agua dentro y un letrero que anunciaba: ANÁLISIS DE AGUA POSITIVOS PARA SU CONSUMO. ROGAMOS LLENEN LA JARRA PARA LA SIGUIENTE PERSONA.
Llevaba una botella con agua en la mochila (grande, con un tapón a presión), pero de repente Trisha deseó accionar la bomba de la pequeña cabaña y beber agua pura y fresca de su grifo oxidado. Bebería y fingiría que era Bilbo Baggins, camino de las Smoky Mountains.
—Mamá —dijo desde detrás—, ¿podemos pararnos para…?
—Hacer amigos es un trabajo, Pete —estaba diciendo su madre. No miró a Trisha—. No puedes sentarte a esperar que los chicos vengan a ti.
—Mamá, Pete, ¿podéis parar un momento para…?
—No lo entiendes —replicó él con furia—. No tienes ni idea. No sé cómo iba el rollo cuando estabas en el instituto, pero las cosas son muy diferentes ahora.
—Pete, mamá. ¿Mamá? Hay una bomba de agua…
De hecho, había una bomba de agua. Era la forma gramaticalmente correcta de decirlo, porque habían dejado la bomba a su espalda y cada vez se estaban alejando más.
—Eso no lo acepto —contestó mamá, muy en su papel, y Trisha pensó: No me extraña que le ponga a cien. Y luego, con resentimiento: Ni siquiera saben que estoy aquí. La Niña Invisible, eso es lo que soy. Para el caso, es como si me hubiera quedado en casa. Un mosquito zumbó en su oído y le lanzó un manotazo, irritada.
Llegaron a una bifurcación. La rama principal, que ya no era tan ancha como una avenida, pero no estaba mal pese a todo, se alejaba a la izquierda, señalizada mediante un letrero que anunciaba No. CONWAY 9. La otra rama, más pequeña y cubierta de maleza, anunciaba KEZAR NOTCH 15.
—Tíos, he de mear —dijo la Niña Invisible, y ninguno de los dos le hizo caso, por supuesto.
Se habían adentrado en el ramal que conducía a North Conway. Caminaban codo con codo como amantes y se miraban como amantes y discutían como los peores enemigos del mundo. Tendríamos que habernos quedado en casa, pensó Trisha. Habrían podido discutir en casa, y yo habría leído un libro. Quizá El Hobbit otra vez, una historia sobre gente aficionada a pasear por el bosque.
—A quién le importa que me esté meando —dijo con semblante hosco, y avanzó unos metros por el ramal de KEZAR NOTCH.
Los pinos, que se habían mantenido apartados de la senda principal, se apelotonaban, alargaban sus ramas negroazuladas, y también había maleza, mucha. Buscó las hojas relucientes que anunciaban zumaque venenoso, pero no vio ninguna… Gracias a Dios por esos pequeños favores. Un par de años antes, cuando la vida era más sencilla y feliz, su madre le había enseñado fotografías de dichas plantas para que pudiera identificarlas. En aquellos tiempos, Trisha iba a pasear por el bosque con su madre muy a menudo (las quejas más amargas de Pete acerca de la excursión al Plant-A-Torium se centraban en que su madre quería ir. La evidente verdad de esto le había impedido comprender su egoísmo, y durante todo el día había dado la paliza al respecto).
Durante uno de los paseos, mamá también le había enseñado cómo mean las chicas en el bosque. Empezó diciendo: «Lo más importante, tal vez lo único importante, es no hacerlo en una zona de zumaque venenoso. Ahora, observa. Mírame y hazlo como yo».
Trisha miró en ambas direcciones, no vio a nadie y decidió salir del ramal. El camino a Kezar Notch no parecía muy frecuentado (era poco más que un callejón en comparación con la amplia arteria del camino principal), pero no quería acuclillarse en mitad de él. Se le antojaba indecoroso.
Se apartó del sendero en dirección a la bifurcación de North Conway, y todavía les oyó discutir. Más tarde, cuando se había extraviado del todo y no quería creer que podía morir en pleno bosque, Trisha recordó la última frase que había oído en el claro. La voz indignada y ofendida de su hermano: «¡No sé por qué hemos de pagar por vuestras equivocaciones!»
Caminó media docena de pasos hacia el sonido de su voz y rodeó con cautela un zarzal. Se detuvo, miró atrás, y comprobó que aún podía ver el camino de Kezar Notch… lo cual significaba que cualquiera que viniera por allí podría verla, acuclillada y meando con una mochila cargada a medias a la espalda y una gorra de los Red Sox en la cabeza. Con el culo al aire, como diría Pepsi (en una ocasión, Quilla Andersen había comentado que la foto de Penelope Robichaud tendría que ilustrar la palabra «vulgar» en el diccionario).
Trisha bajó por una suave pendiente, sus zapatillas resbalaron un poco sobre la alfombra de hojas muertas del año anterior, y cuando llegó al fondo, ya no pudo ver el sendero de Kezar Notch. Estupendo. Desde la otra dirección, justo enfrente, oyó una voz de hombre y la respuesta en forma de carcajada de una chica. Excursionistas que iban por el camino principal, y no se encontraban muy lejos, a juzgar por el sonido. Mientras Trisha se desabotonaba los tejanos, se le ocurrió que si su madre y su hermano hacían un alto en su interesantísima discusión y miraban atrás para ver qué hacía hermanita, y en su lugar se encontraban con una pareja de desconocidos, tal vez se preocuparían por ella.
¡Bien! A ver si piensan en otra cosa durante unos minutos. Algo que no sea ellos mismos.
El truco, le había dicho su madre durante aquel paseo por el bosque de hacía dos años, no consistía en desistir de salir al campo (las chicas podían hacerlo tan bien como los chicos), sino en hacerlo sin mojarse la ropa.
Trisha se agarró a la rama que sobresalía de un pino cercano, dobló las rodillas, metió la mano libre entre las piernas y apartó los pantalones y las bragas de la línea de fuego. Durante un momento no pasó nada (normal), y Trisha suspiró. Un mosquito sediento de sangre zumbó cerca de su oído izquierdo, pero no tenía ninguna mano libre para repelerlo.
—¡Oh, batería de cocina sin agua! —dijo irritada, pero era divertido, deliciosamente estúpido y divertido, y se echó a reír.
En cuanto empezó a reír, empezó a mear. Cuando acabó, miró alrededor en busca de algo para secarse, y decidió, utilizando otra frase de su padre, no tentar su suerte. Meneó un poco el culito (como si fuera a servir de algo), y se subió los pantalones. Cuando el mosquito zumbó cerca de su cara otra vez, lo aplastó al instante y contempló con satisfacción la manchita de sangre aparecida en la palma de su mano.
—Pensabas que iba desarmada, ¿verdad, amiguito? —dijo.
Trisha se volvió hacia la pendiente, y después dio media vuelta cuando se le ocurrió la peor idea de su vida: continuar adelante, en lugar de retroceder hasta el sendero de Kezar Notch. Los senderos se habían bifurcado en forma de Y. Cruzaría el hueco entre ambos y regresaría al camino principal. Estaba chupado. No había posibilidad de perderse, porque oía con claridad las voces de los demás excursionistas. No existía la menor oportunidad de perderse.