ANTES DEL PARTIDO

El mundo tenía dientes y podía morderte en cualquier momento. Trisha McFarland lo descubrió cuando tenía nueve años de edad. A las diez de una mañana de principios de junio estaba sentada en el asiento trasero del Dodge Caravan de su madre, vestida con su sudadera azul de entrenamiento de bateo de los Red Sox (el que llevaba 36 GORDON estampado en la espalda), y jugaba con Mona, su muñeca. A las diez y media se había perdido en el bosque. A las once intentaba contener su terror, no pensar: Esto va en serio, esto va muy en serio. Intentaba no pensar que, en ocasiones, cuando la gente se perdía en el bosque salía gravemente perjudicada. A veces incluso moría.

Y todo porque necesitaba mear, pensó… aunque tampoco lo necesitaba con tanta urgencia, y en cualquier caso habría podido pedir a mamá y a Pete que esperaran un minuto en el sendero, mientras hacía sus necesidades detrás de un árbol. Se estaban peleando una vez más, menuda sorpresa, y por eso se había quedado un poco rezagada, sin decir nada. Por eso se había alejado del sendero y ocultado tras unos arbustos altos. Necesitaba un respiro, así de sencillo. Estaba harta de oírles discutir, harta de fingir alegría y optimismo, a punto de gritar a su madre: «¡Deja que se vaya! Si tantas ganas tiene de volver a Malden y vivir con papá, ¿por qué no le dejas? Si tuviera permiso, conduciría yo misma, aunque sólo fuera para conseguir un poco de paz y tranquilidad». Y después, ¿qué? ¿Qué diría su madre? ¿Qué expresión aparecería en su cara? ¿Y en la de Pete? Era mayor, estaba a punto de cumplir catorce años, y no era estúpido. ¿Por qué era tan cazurro? ¿Por qué no lo dejaba correr? «Corta el rollo», era lo que quería decirle (a los dos, en realidad), «cortad el rollo».

El divorcio se había sentenciado un año antes, y su madre había conseguido la custodia. Pete había protestado largo y tendido cuando se trasladaron desde las afueras de Boston al sur de Maine. En parte porque quería quedarse con papá, y ése era el argumento que siempre utilizaba para influir en mamá (algún instinto certero le decía que era lo más efectivo), pero Trisha sabía que no era el único motivo, ni siquiera el más importante. El verdadero motivo era que Pete odiaba el instituto de Sanford.

En Malden se lo había montado muy bien. Se había erigido en líder del club de informática, como si fuera su reino particular. Tenía amigos… chiflados de los ordenadores, sí, pero formaron un grupo compacto y los chicos malos no les molestaban. En el instituto de Sanford no había club de informática, y sólo había hecho un único amigo, Eddie Raynburn. En enero, Eddie se mudó, víctima también de una ruptura familiar. Eso convirtió a Pete en un solitario, juguete de cualquiera. Peor aún, muchos chicos se reían de él. Le habían adjudicado un mote que detestaba: CompuMundo.

Casi todos los fines de semana, cuando Pete y ella no iban a Malden con su padre, su madre los sacaba de excursión. Se dedicaba a ello en cuerpo y alma, y si bien Trisha deseaba con todo su corazón que mamá se dejara de tonterías (las peores peleas tenían lugar durante estas salidas), sabía que no ocurriría. Quilla Andersen (había recuperado su apellido de soltera, y Pete no lo soportaba) poseía el coraje de sus convicciones. En una ocasión, durante un fin de semana en la casa de Malden con papá, había oído a su padre hablar con el abuelo paterno por teléfono: «Si Quilla hubiera estado en Little Big Horn, los indios habrían sido derrotados», dijo, y aunque a Trisha no le gustaba que papá hablara así de mamá (le parecía infantil y desleal), no pudo negar que aquella observación contenía cierta verdad.

Durante los últimos seis meses, a medida que la relación entre mamá y Pete se deterioraba, les había llevado al Museo del Automóvil de Wiscasset, al Shaker Village de Gray, al Plant-A-Torium de Nueva Inglaterra, en North Wyndham, a la Six-Gun-City de Randolph, en New Hampshire, a una bajada en canoa por el río Saco, y a esquiar a Sugarloaf (donde Trisha se había dislocado el tobillo, un accidente que había provocado una seria trifulca entre sus padres. Qué divertido era divorciarse, era fantástico).

A veces, si el sitio le gustaba, Pete dejaba en paz a su madre. Había declarado Six-Gun-City «para bebés», pero mamá le había permitido pasar casi toda la visita en la sala de los juegos electrónicos, y Pete había vuelto a casa, si no contento, al menos en silencio. Por otra parte, si a Pete no le gustaba uno de los lugares que mamá elegía (el más detestado había sido el Plant-A-Torium; aquel día había vuelto a Sanford hecho un basilisco), proclamaba su opinión sin ambages. Seguir la corriente con el fin de evitar discusiones no era su especialidad. Ni la de su madre, suponía Trisha. Consideraba que era una excelente filosofía, pero todo el mundo la miraba y anunciaba que era igualita a su padre. A veces eso la molestaba, pero casi siempre le gustaba.

A Trisha le daba igual a dónde iban los sábados, y se habría contentado con una dieta regular de parques de atracciones y pistas de minigolf, tan sólo porque reducían la cantidad de discusiones, cada vez más horripilantes. Sin embargo, a mamá le gustaba que las salidas fueran, para colmo, instructivas, de ahí el Plant-A-Torium y el Shaker Village. Como si no tuviera suficientes problemas, Pete no soportaba que los sábados le metieran más educación por un embudo, cuando habría preferido quedarse en su habitación jugando con su Mac. En una o dos ocasiones había dado su opinión («¡Esto es una mierda!», en resumidas cuentas), con tal sinceridad que mamá le había enviado de vuelta al coche y ordenado que se quedara allí, hasta que Trisha y ella volvieran.

Trisha tenía ganas de decirle a su madre que hacía mal en tratarle como a un niño de teta necesitado de un descanso, que un día volverían y encontrarían la furgoneta vacía, después de que Pete hubiera decidido volver en autostop a Massachusetts, pero no dijo nada, por supuesto. Las salidas de los sábados eran una equivocación, pero mamá nunca lo aceptaría. Al término de algunas, Quilla Andersen parecía cinco años más vieja, como mínimo, con profundas arrugas en las comisuras de la boca y una mano siempre tocándose la sien, como si padeciera jaqueca… pero nunca se rendiría. Trisha lo sabía. Tal vez si su madre hubiera estado en Little Big Horn, los indios habrían ganado también, pero sus bajas habrían sido mucho más considerables.

La salida de este fin de semana era a un pueblo situado en la parte oeste del estado. La Senda de los Apalaches serpenteaba a través de la zona, en su camino hasta New Hampshire. Mamá, sentada a la mesa de la cocina la noche anterior, les había enseñado las fotos de un folleto. La mayoría mostraban a felices excursionistas caminando por una pista forestal o de pie ante grandiosas panorámicas, protegiéndose los ojos y contemplando, al otro lado de grandes valles boscosos, los picos erosionados por el tiempo, pero todavía impresionantes, de las White Mountains centrales.

Pete estaba sentado a la mesa, con una expresión de mortal aburrimiento, y se negó a dedicar al folleto más de una mirada de soslayo. Por su parte, mamá había rehusado caer en la cuenta de su evidente falta de interés. Trisha, como era su costumbre cada vez más acentuada, se mostró de lo más entusiasmada. Cada vez recordaba más a una participante en un concurso televisivo, casi a punto de mearse en las bragas ante la perspectiva de ganar una batería de cocina para cocción sin agua. ¿Y cómo se sentía últimamente? Como cola utilizada para pegar dos fragmentos de algo roto. Cola débil.

Quilla había dado vuelta al folleto. En la parte posterior había un plano. Dio golpecitos sobre una línea azul serpenteante.

—Ésta es la carretera 68 —dijo—. Dejaremos el coche aquí, en el aparcamiento. —Indicó un cuadradito azul. Recorrió con la uña otra línea roja serpenteante—. Ésta es la Senda de los Apalaches, entre la 68 y la 302, en North Conway, New Hampshire. Sólo son nueve kilómetros, señalados como «moderados». Bien… Esta pequeña sección de la mitad está descrita como «moderada-difícil», pero no será necesario llevar material de escalada.

Indicó otro cuadradito azul. Pete miraba en dirección contraria, con la cabeza apoyada en una mano. La presión que ejercía su palma desfiguraba su boca, hasta el punto de imitar una mueca. Aquel año había empezado a desarrollar acné; y una colonia nueva cubría su frente. Trisha le quería, pero a veces (por ejemplo anoche, sentados a la mesa de la cocina, mientras mamá explicaba la ruta) también le odiaba. Tuvo ganas de decirle que dejara de ser un cobardica, porque así terminabas cuando escondías la cabeza como los avestruces, como decía papá. Pete quería regresar a Malden con su rabito adolescente entre las piernas porque era un cobardica. Pasaba de mamá, pasaba de Trisha, hasta pasaba de que estar con papá le beneficiara a la larga. Lo que de veras preocupaba a Pete era no tener a nadie con quien comer en las graderías del estadio. Lo que preocupaba a Pete era que alguien gritara siempre, cuando entraba en el aula después del primer aviso del timbre: «¡Eh, CompuMundo! ¿Cómo te ha ido, ermitaño?».

—Éste es el aparcamiento del que saldremos —había dicho mamá, sin darse cuenta de que Pete no estaba mirando el plano, o al menos lo fingía—. Una camioneta aparece a eso de las tres. Nos trasladará de vuelta al coche. Dos horas después llegaremos a casa, y os llevaré al cine si no estáis demasiado cansados. ¿Qué os parece?

Pete no había dicho nada anoche, pero habló bastante por la mañana, empezando con el desplazamiento desde Sanford. No quería hacerlo, le parecía una estupidez, además había oído que llovería más tarde, por qué debían pasar todo un sábado triscando por los bosques en la peor época del año en cuestión de insectos, qué pasaría si Trisha se metía entre zumaques venenosos (como si le importara), y así sucesivamente. Bla bla bla. Hasta tuvo la desfachatez de decir que quería quedarse en casa para estudiar, en vistas a los exámenes finales. Pete jamás había estudiado un sábado en toda su vida, por lo que Trisha sabía. Al principio mamá no reaccionó, pero al final empezó a mosquearse. Pete siempre conseguía sacarla de quicio, al final. Cuando llegaron al pequeño aparcamiento polvoriento de la carretera 68, los nudillos de mamá se habían puesto blancos debido a la fuerza con que aferraba el volante, y hablaba en un tono crispado que Trisha conocía muy bien. Mamá estaba a punto de estallar. Daba la impresión de que el paseo de nueve kilómetros por los bosques del oeste de Maine iba a resultar excesivamente largo.

Al principio Trisha intentó distraerles: expresó su admiración por los establos, los caballos que pastaban y los pintorescos cementerios, con su mejor tono de concursante televisiva, pero no le hicieron caso, y al cabo de un rato se quedó callada en el asiento trasero con Mona sobre su regazo (a su padre le gustaba llamarla Mona Moame Balogna) y la mochila al lado, mientras les oía discutir y se preguntaba si empezaría a chillar o enloquecería. ¿Las continuas trifulcas de la familia podían enloquecerte? Cuando su madre empezaba a masajearse las sienes no era porque tuviera jaqueca, sino porque intentaba evitar que su cerebro padeciera una combustión espontánea, una descompresión explosiva o algo por el estilo.

Para escapar de ellos, Trisha abrió la puerta de su fantasía favorita. Se quitó la gorra de los Red Sox y contempló la firma escrita sobre la visera con enérgicos trazos negros. Eso la ayudaría a recuperar el buen humor. Era la firma de Tom Gordon. A Pete le gustaba Mo Vaughn, y su madre tenía debilidad por Nomar Garciaparra, pero Tom Gordon era el jugador de los Red Sox favorito de Trisha y su padre. Tom Gordon era el cerrador de los Red Sox. Salía en la octava o novena entrada, cuando el resultado era reñido pero los Sox todavía ganaban. Su padre admiraba a Gordon porque daba la impresión de que nunca perdía la serenidad («Flash tiene agua helada en las venas», solía decir Larry McFarland), y Trisha siempre decía lo mismo. Sólo había dicho algo más a Moanie Balogna y (una vez) a su amiga del alma, Pepsi Robichaud. Confesó a Pepsi que consideraba a Tom Gordon «muy guapo». En cuanto a Mona, echó toda precaución por la borda, y afirmó que el número 36 era el hombre más apuesto que había visto en su vida, y que si alguna vez la tocaba, se desmayaría. Si alguna vez la besaba, aunque fuera en la mejilla, seguramente se moriría.

Ahora, mientras su madre y su hermano se peleaban en el asiento delantero (por la excursión, por el instituto de Sanford, por su vida trastornada), Trisha miró la gorra firmada que su padre le había comprado en marzo, justo antes de que empezara la temporada, y pensó lo siguiente:

Estoy en Sanford Park, cruzando el parque en dirección a casa de Pepsi, en un día normal. Hay un tipo muy alto parado delante del puesto de perritos calientes. Viste tejanos y una camiseta blanca, y lleva una cadena de oro alrededor del cuello. Me da la espalda, pero veo la cadena centellear al sol. Entonces se vuelve y veo… Oh, no puedo creerlo, pero es cierto, es él, es Tom Gordon, ignoro qué hace en Sanford, pero es él, sin la menor duda, y vaya ojos, como cuando espera la señal de entrar en acción, esos mismos ojos, y sonríe y dice que se ha extraviado, pregunta si conozco un pueblo llamado North Berwick, si sé indicarle el camino, y hay que ver cómo tiemblo, no seré capaz de decir ni una palabra, abriré la boca y no saldrá nada, apenas un graznido, lo que papá llama pedo de ratón, pero sé que cuando lo intento puedo hablar, hasta parezco normal, y digo

Yo digo, él dice, yo digo, él dice. Piensa en cómo hablarían mientras la pelea prosigue en el asiento delantero del Caravan (a veces, había decidido Trisha, el silencio era la mayor bendición de la vida). Estaba contemplando fijamente la firma de la gorra, cuando mamá entró en el aparcamiento («Trish se ha largado a su mundo», decía su padre), ignorante de que había dientes escondidos en la textura normal de las cosas, pero pronto lo sabría. Estaba en Sanford, no en el TR-90. Estaba en el parque del pueblo, no en un punto de entrada a la Senda de los Apalaches. Estaba con Tom Gordon, el número 36, que iba a invitarla a un perrito caliente por haberle indicado la dirección de North Berwick.

¡Oh, qué dicha!