Capítulo 22

Los dos alguaciles del dux casi no daban crédito a sus ojos. Frente a ellos el cuerpo sin vida de un fraile. Una soga del grosor de un puño lo sujetaba firme por el cuello, fijándolo a una de las vigas de la plaza de la Mercadería.

Andrea Rho, jefe de guardia, aún no había desayunado. De hecho, casi no había terminado de abrocharse el uniforme cuando aquella noticia truncó su aburrida mañana de domingo. Con las canas revueltas, el estómago vacío y el inconfundible perfume a oso recién despierto, Rho se acercó de mala gana a ver qué pasaba. Poco pudo hacer. El desgraciado tenía la piel azulada y fría; las venas del rostro hinchadas y los ojos abiertos y secos. El terror dibujado en aquellas pupilas sugería una muerte cruel. El difunto había agonizado un buen rato antes de ahogarse. Sus brazos, ahora lánguidos, caían paralelos al hábito blanco de santo Domingo mientras la caída de las mangas apenas dejaba entrever dos manos cuidadas, flacas, tiesas. Un suave hedor a muerto alcanzó la nariz del capitán.

—¿Y bien? —La mirada de Andrea se paseó entre una turbamulta de curiosos sedientos de espectáculo. Muchos regresaban a casa frustrados por no haber podido ver la suntuosa carroza mortuoria de la duquesa, y aquel revuelo callejero prometía compensarlos. Rho desconfiaba de todos. Buscaba algún rostro cómplice, alguien que mirara la escena con orgullo—. ¿Qué tenemos aquí?

—Es un religioso, señor. Un fraile —respondió marcial su compañero, mientras trataba de mantener a raya al gentío con los brazos en cruz y su pica clavada en el suelo.

—Eso ya lo veo, Adriano. Me han despertado con esa noticia.

—Veréis, señor —titubeó el soldado—. Este hombre apareció colgado esta misma mañana. Ningún taller ni almacén de esta zona ha abierto hoy, así que nadie ha visto nada…

—¿Lo has registrado?

—Todavía no.

—¿No? ¿Aún no sabes si le robaron antes de colgarlo?

El tal Adriano negó con gesto de aprensión. Probablemente nunca había tocado un cadáver. Rho le regaló una mueca de desprecio antes de dirigirse a la concurrencia.

—¡Nadie sabe nada!, ¿eh? —los increpó a gritos—. Sois un hatajo de cobardes. ¡Ratas!

Nadie se inmutó. Miraban extasiados el sutil movimiento pendular del monje, conjeturando en voz baja qué habría sucedido. Bien sabe Dios que los religiosos no suelen llevar una bolsa abultada y que a los salteadores no les compensa casi nunca agredirlos. Pero si no se trataba de ladrones, ¿quién había acabado con aquel monje? ¿Y por qué lo habían ajusticiado, abandonándolo en plena vía pública?

Andrea Rho rodeó un par de veces más el cadáver antes de formular otra pregunta maliciosa a su compañero:

—Está bien, Adriano. Seamos listos. ¿Tú qué dirías que ha pasado aquí? ¿Lo han matado o se ha ahorcado él sólito?

El mozo, de espaldas cargadas y mirada intermitente, meditó un instante la pregunta, como si le fuera un ascenso en ello. Rumió su respuesta con cuidado, y cuando estaba a punto de abrir la boca para decir algo… no pudo. Un vozarrón magnífico se alzó entre la muchedumbre:

−¡Se ha quitado la vida! −gritó alguien desde muy atrás−. ¡Se la ha quitado! ¡De eso no hay duda, capitán!

Era un timbre varonil, seco, que casi hizo temblar los soportales del mercado, dejando impresionado al gentío.

−¡Y además −prosiguió−, también sé su nombre: fray Alessandro Trivulzio, bibliotecario del convento de Santa Maria delle Grazie! ¡Dios acoja esa alma en Su seno!

El desconocido dio entonces un paso al frente, abriéndose camino entre los curiosos. Adriano, aún con la boca abierta, se quedó mirándolo. Se trataba de un individuo extraordinario: alto, robusto, impecablemente vestido con una camisola de algodón que le caía hasta los pies y una larga melena recogida bajo un gorro de lana. Lo acompañaba un mozalbete de aspecto huidizo, que no tendría más de doce o trece años y que parecía muy impresionado por la cercanía del muerto.

−¡Vaya! ¡Al fin un valiente! ¿Y vos quién sois, si puede saberse? −interrogó Rho−. ¿Cómo podéis estar tan seguro de lo que decís?

El coloso buscó los ojos de Andrea Rho antes de responder.

−Es muy fácil, capitán. Si prestáis atención al aspecto de su cuerpo, veréis que no muestra otras señales de violencia que las del desgarro del cuello. Si se hubiera resistido a morir o hubiera sido atacado, sus hábitos estarían sucios, tal vez rotos o ensangrentados. Y no es el caso. Este fraile aceptó su final de buen grado. Y si prestáis aún mayor atención, bajo él veréis aún el barrilete que le sirvió de cadalso para encaramarse a la viga y anudarse la soga al pescuezo.

−Sabéis mucho de muertos, señor −dijo irónico.

−He visto más de los que imagináis, ¡y de cerca! Su estudio es una de mis pasiones. Incluso los he abierto en canal para convertir sus entrañas en ciencia. −El gigante enfatizó aquella frase, a sabiendas de que un murmullo de horror se extendería por toda la plaza−. Si usted hubiera tenido la ocasión de contemplar a tantos ahorcados como yo, capitán, también se habría dado cuenta de otra cosa.

−¿Otra cosa?

−Que este cuerpo lleva colgado aquí varias horas.

−¿De veras?

−Sin duda −afirmó−. Basta con fijarse en el ejército de moscas que revolotean a su alrededor. Las de esa clase, pequeñas y nerviosas, tardan de dos a tres horas en acercarse a un difunto. ¡Y mirad cómo revolotean en busca de alimento!… ¿No es extraordinario?

−¡Aún no habéis dicho quién sois!

−Me llamo Leonardo, capitán. Y sirvo al dux igual que vos.

−Nunca os había visto antes.

−Los dominios del Moro son extensos −dijo amagando una risotada impropia de las circunstancias−. Soy artista y trabajo en varios de sus proyectos, uno de ellos en el convento de Santa Maria delle Grazie; por eso conocía bien a este desgraciado. ¿Y sabéis? Era un buen amigo.

Mientras hacía intención de santiguarse, el alguacil repasó los modos de aquel extranjero. Terminó por aceptar que debía encontrarse ante un prohombre de la ciudad. Como todos en Milán, había oído hablar de cierto sabio llamado Leonardo y de sus extraordinarios poderes. Trataba de recordar lo que decían de él: que no sólo era capaz de atrapar el alma humana en un lienzo, o de fundir la más grande estatua ecuestre que vieran los siglos para recordar al difunto Francesco Sforza, sino que tenía conocimientos médicos que rayaban en el milagro.

Aquel tipo cuadraba bastante bien con la idea que se había hecho de él.

—Decidme pues, maestro Leonardo. Según vos ¿por qué habría querido un fraile del convento de Santa Maria delle Grazie ahorcarse aquí?

—Eso lo ignoro, capitán —respondió más amable—. Aunque puedo interpretar con facilidad los signos externos, la voluntad de los hombres es a menudo imposible de captar. Sin embargo, tal vez la respuesta sea muy simple. Igual que yo vengo a menudo a comprar mis lienzos y pinturas a este lugar, él podría haberse acercado en busca de alguna otra mercancía. Después, algún pensamiento funesto se cruzaría por su mente y decidió que era un buen momento para morir… ¿No creéis?

—¿En domingo? —El capitán Rho receló—. ¿Y con el funeral de la princesa Beatrice celebrándose en su propio convento? No. No lo creo.

El gigante se encogió de hombros:

—Sólo Dios sabe qué puede cruzarse por la mente de uno de sus siervos…

—Ya.

—Tal vez si descolgarais y registrarais su cadáver con cuidado, encontraríais alguna pista sobre lo que vino a buscar a la Mercadería. Y si así lo estimáis oportuno, pongo a vuestro servicio la ciencia médica que conozco y mi completa disposición para establecer la causa y momento de su muerte. Bastaría con que enviaseis el cuerpo a mi estudio de…

El maestro no terminó su frase. Giberto, Andrea, Benedetto y yo alcanzamos el corro de curiosos en ese preciso instante. El tuerto marchaba al frente, mudo, con esa mirada que ponen las fieras antes de atacar. Cuando su único ojo distinguió la túnica blanca de Leonardo junto al cuerpo del hermano Alessandro, palideció.

—¡Ni se os ocurra profanar el cuerpo de un siervo de Santo Domingo, meser Leonardo! —gritó antes de alcanzarlo.

El toscano giró la cabeza hacia donde estábamos. Un segundo después, nos saludaba con una reverencia y nos presentaba sus excusas:

—Lo siento, padre Benedetto. Lamento esta muerte tanto como vos.

El tuerto echó un vistazo al rostro inerte de fray Alessandro, reconociéndolo de inmediato. Parecía impresionado. Aunque seguro que no lo estaba tanto como yo. Palpé atónito sus manos frías y rígidas, incapaz de creer que estuviera muerto. ¿Y qué pensar de Leonardo? ¿Qué hacía allí el maestro pintor, mostrando tanta preocupación por el bibliotecario? ¿No era ésa la confirmación definitiva de que fray Alessandro y él habían mantenido una estrecha relación? Me persigné jurándome aclarar el asunto, al tiempo que el toscano murmuró su pésame:

—Que el Señor lo acoja en su gloria —dijo.

—¿Y qué más os da? —Fray Benedetto, furioso, increpó al gigante con brío—: ¡Al fin y al cabo, no fue más que un tonto útil para vos, maestro! Admitidlo ahora, cuando aún lo tenéis de cuerpo presente.

—Siempre lo subestimasteis, padre.

—No tanto como vos.

Un respingo amenazó la fortaleza del maestro.

—Además —prosiguió Benedetto—, me sorprende que emitáis un juicio tan prematuro sobre su muerte. Es impropio de la fama que tenéis. Nuestro bibliotecario amaba la vida, ¿por qué habría de quitársela?

Aguardé la respuesta del toscano, pero no abrió la boca. Quizá intuyó el juego del tuerto. Los frailes de Santa Maria tratarían de convencer a la policía de que nuestro hermano había caído en una emboscada. Aceptar la hipótesis del suicidio sería deshonrarlo, y además haría inviable sepultarlo en suelo sagrado.

Con cuidado, descolgamos al cadáver de su improvisado cadalso. El bibliotecario conservaba aquella curiosa mueca dibujada en el rostro; era un mohín burlón, casi divertido, que contrastaba con su mirada desencajada, llena de terror. El toscano, en un gesto piadoso que nadie esperaba, se acercó a él, le bajó los párpados y le murmuró algo al oído.

—¿También habláis a los muertos, meser Leonardo?

La cabeza de Andrea Rho, a un palmo de la del pintor, rió la ocurrencia.

—Sí, capitán. Ya os dije que éramos buenos amigos.

Y diciendo aquello, agarró la mano del púber de rizos rubios y mirada transparente con el que había llegado, y enfiló sus pasos hacia el callejón de Cuchilleros.