El Octubre Rojo.
Ryan se encontró de nuevo en lo alto de la torreta gracias a Ramius, quien opinaba que se lo había ganado. Como cambio por el favor, Jack había ayudado al capitán a subir por la escalerilla hasta el puente. Mancuso estaba con ellos. En ese momento había una tripulación norteamericana abajo en la sala de control, y el complemento de la sala de máquinas estaba ya reforzado, de modo que contaban con algo parecido a una normal guardia de navegación. La filtración en la sala de radio no había sido totalmente contenida, pero se hallaba por encima de la línea de flotación. Mediante el uso de bombas pudieron achicar el compartimiento, y la escora del Octubre había disminuido a quince grados. Aún se hallaba un poco hundido de proa, lo que fue parcialmente compensado cuando soplaron y secaron los tanques intactos. La proa desfigurada daba al submarino una estela decididamente asimétrica, apenas visible bajo un cielo plomizo y sin luna. El Dallas y el Pogy estaban todavía sumergidos, a cierta distancia a popa, husmeando por si había nuevas interferencias, a medida que se acercaban a los cabos Henry y Charles.
Un poco más lejos, a popa, un barco de transporte de gas licuado se aproximaba al pasaje, que la guardia costera había cerrado a todo tráfico normal a fin de que esa bomba flotante pudiera viajar sin interferencias basta la terminal de carga de gas licuado en Cove Point, Maryland… al menos eso era lo que se decía. Ryan se preguntaba cómo habría persuadido la Marina al patrón del barco para que simulara problemas de máquinas o demorara de cualquier forma su llegada. Ellos llevaban un retraso de seis horas. La Marina debía de haber estado con los nervios a flor de piel, hasta que finalmente emergieron a la superficie hacía cuarenta minutos y fueron avistados inmediatamente por un patrullero Orion.
Las luces rojas y verdes de las boyas parpadeaban bailando entre las olas. Al frente, Ryan alcanzó a ver las luces del Puente-Túnel sobre la Bahía Chesapeake, pero no había faros de automóviles en marcha.
Probablemente la CIA había puesto en escena algún tremendo accidente para cerrar la ruta. Tal vez un tráiler de tractores o un camión lleno de huevos o de gasolina. Algo creativo.
—Usted no había venido antes a América —dijo Ryan, como para conversar algo.
—No, nunca a un país occidental. Fui a Cuba una sola vez, hace muchos años.
Ryan miró hacia el norte y el sur. Descubrió que ya estaban dentro de los cabos.
—Bueno, bienvenido a casa, capitán Ramius. Hablando por lo que a mí respecta, señor, estoy más contento que el diablo de que usted esté aquí.
—Y más contento aún por estar usted aquí —observó Ramius.
Ryan lanzó una carcajada.
—Puedo apostar hasta el trasero sobre eso. Muchas gracias otra vez por permitirme subir aquí.
—Usted se lo ha ganado, Ryan.
—Mi nombre es Jack, señor.
—Diminutivo de John, ¿no es así? —preguntó Ramius—. John es lo mismo que Iván, ¿no?
—Sí, señor, creo que es así. —Ryan no comprendió por qué la cara de Ramius rompió en una sonrisa.
—Se acerca el remolcador —señaló Mancuso.
El capitán norteamericano tenía una vista extraordinaria. Ryan no vio la embarcación con sus binóculos hasta un minuto después. Era una sombra, más oscura que la noche, a una milla quizá de distancia.
—Sceptre, aquí remolcador Puduach. ¿Me recibe? Cambio.
Mancuso tomó su radio portátil del bolsillo.
—Paduach, aquí Sceptre. Buenos días, señor. —Hablaba con acento británico.
—Por favor, sitúese detrás de mí, comandante, y síganos para entrar.
—Magnífico, Paduach. Así lo haremos. Cambio y corto.
HMS Sceptre era el nombre de un submarino de ataque inglés. «Debe de estar en algún lejano lugar», pensó Ryan, patrullando las Falklands (Malvinas) o en alguna otra posición igualmente remota, de modo que su llegada a Norfolk sería simplemente otro hecho de rutina, nada extraño y difícil de refutar. Evidentemente, pensaban en la posibilidad de que algún agente sospechara por la llegada de un submarino extraño.
El remolcador se acercó hasta unos cien metros y luego viró para hacerlos entrar dirigiéndolos a cinco nudos. Sólo se veía una luz roja en la popa.
—Espero que no demos con algún tráfico civil —dijo Mancuso.
—Pero usted dijo que la entrada al puerto estaba cerrada —objetó Ramius.
—Podría haber por allí algún tipo en un pequeño velero. El público tiene paso libre a través del astillero hasta el Canal Dismal Swamp, y son prácticamente invisibles por el radar. Se meten muchas veces.
—Están locos.
—Es un país libre, capitán —dijo suavemente Ryan—. Le llevará algún tiempo comprender lo que significa realmente libre. A menudo se usa mal la palabra, pero en poco tiempo verá que su decisión fue muy sabia.
—¿Usted vive aquí, capitán Mancuso? —preguntó Ramius.
—Si, mi escuadrón tiene su base en Norfolk. Mi casa está en Virginia Beach, en aquella dirección. Probablemente no llegaré a tiempo. Enseguida van a mandarnos fuera otra vez. Es lo único que pueden hacer. Así que… me pierdo otra Navidad en casa. Es parte del trabajo.
—¿Tiene familia?
—Sí, capitán. Esposa y dos hijos. Michael, de ocho, y Dominic, de cuatro. Están acostumbrados a que su papá esté lejos.
—¿Y usted, Ryan?
—Un varón y una niña. Creo que estaré en casa para Navidad. Lo siento, capitán. ¿Sabe?, por un momento, cuando estábamos allá tuve mis dudas. Después de que las cosas se estabilicen un poco, me gustaría reunir a todo este grupo para hacer algo especial.
—Una cuenta para un gran banquete —bromeó Mancuso.
—Lo cargaré a la CIA.
—¿Y qué hará la CIA con nosotros? —preguntó Ramius.
—Como le dije capitán, dentro de un año ustedes estarán viviendo sus propias vidas, dondequiera que deseen vivir, haciendo lo que quieran hacer.
—¿Sin más?
—Sin más. Nos enorgullecemos de nuestra hospitalidad, señor y si alguna vez vuelven a trasladarme desde Londres, usted y sus hombres serán bienvenidos a mi casa en cualquier momento.
—El remolcador está virando a babor —indicó Mancuso. La conversación estaba tomando un giro demasiado sensiblero para él.
—Dé usted la orden, capitán —dijo Ramius. Después de todo, era el puerto de Mancuso.
—Timón cinco grados a la izquierda —dijo Mancuso por el micrófono.
—Timón cinco grados a la izquierda, comprendido —respondió el timonel—. Señor, mi timón está cinco grados a la izquierda.
—Muy bien.
El Paduach viró entrando en el canal principal, pasó cerca del Saratoga, amarrado debajo de una inmensa grúa, y puso proa hacia la línea de muelles de una milla de largo del Astillero Naval de Norfolk.
El canal estaba completamente vacío, sólo el Octubre y el remolcador.
Ryan se preguntaba si el Paduach tendría su normal dotación de personal reclutado o una tripulación totalmente formada por almirantes. No habría sabido por cuál posibilidad apostar.
Norfolk, Virginia.
Veinte minutos después estaban en su destino. El Dique Ocho-Diez era un nuevo dique seco construido para proporcionar servicios a los submarinos de misiles balísticos de la flota, clase Ohio, una inmensa caja de cemento armado, de más de doscientos cincuenta metros de largo, más grande de lo que realmente se necesitaba, cubierto por un techo de acero para que los satélites espías no pudieran ver si estaba o no ocupado. Se hallaba en la sección de máxima seguridad de la base, y había que pasar varias barreras de seguridad, con guardias armados —infantes de marina, no la usual guardia de empleados civiles— para llegar cerca del dique; no hace falta decir todo lo que se necesitaba para entrar.
—Paren máquinas —ordenó Mancuso.
—Parar máquinas, comprendido.
El Octubre Rojo había ido disminuyendo su velocidad desde hacía varios minutos, pero pasaron otros doscientos metros hasta que se detuvo totalmente. El Paduach dio una vuelta hacia estribor para empujarlo de proa. Ambos comandantes hubieran preferido gobernar el buque con su propia potencia para hacerlo entrar, pero la proa dañada dificultaba las maniobras. El remolcador, con sus máquinas diesel, demoró cinco minutos para situar adecuadamente la proa, enfilada hacia el interior de la caja llena de agua. Ramius dio personalmente la orden a la sala de máquinas, la última en su submarino. El Octubre se adelantó sobre las negras aguas y pasó lentamente debajo del amplio techo.
Mancuso ordenó a sus hombres situados en cubierta que tomaran los cabos lanzados por un puñado de marineros que estaban en el borde del dique, y el submarino se detuvo exactamente en el centro. El gran portón que acababa de pasar ya se estaba cerrando, y a lo ancho de él corrían una cubierta de lona del tamaño de la vela principal de un clipper. Sólo cuando terminaron de asegurar en su sitio la lona se encendieron las luces del techo. Y de repente, un grupo de unos treinta o más oficiales empezó a gritar como hinchas de fútbol. Lo único que faltaba era la banda.
—Terminado con los motores —dijo Ramius en ruso a la tripulación del cuarto de maniobras, después pasó al inglés y dijo con una sombra de tristeza en su voz—: Bueno, aquí estamos.
La grúa que se desplazaba sobre sus cabezas se acercó y se detuvo para levantar la plancha, que apoyó cuidadosamente en la cubierta de misiles, delante de la torreta. La plancha estaba apenas en su lugar cuando dos oficiales que tenían cintas doradas hasta casi los codos, caminaron —corrieron— subiendo por ella. Ryan reconoció al que caminaba delante. Era Dan Foster.
El jefe de operaciones navales saludó reglamentariamente al llegar al extremo de la plancha, luego miró hacia la torreta.
—Solicito permiso para subir a bordo, señor.
—Permiso…
—Concedido —apuntó Mancuso.
—Permiso concedido —dijo Ramius en voz alta.
Foster saltó a bordo y se apresuró para llegar a la escalerilla exterior de la torreta. No era fácil, porque la nave aún tenía evidente escora a babor. Foster resoplaba cuando llegó a la estación de control.
—Capitán Ramius, soy Dan Foster. —Mancuso ayudó al comandante para pasar sobre la brazola del puente. La estación de control quedó de pronto llena de gente. El almirante norteamericano y el capitán de navío ruso se estrecharon las manos, luego Foster saludó igualmente a Mancuso y por último a Jack.
—Parece que el uniforme necesita un poco de cuidado, Ryan. Y lo mismo ocurre con su cara.
—Sí, bueno, tuvimos algunos problemas.
—Ya lo veo. ¿Qué sucedió?
Ryan no esperó la explicación. Se fue hacia abajo sin excusarse. No pertenecía a esa fraternidad. En la sala de control, los hombres permanecían de pie intercambiando sonrisas, pero guardaban silencio, como si temiesen que la magia del momento desapareciera demasiado rápido. Para Ryan eso ya había ocurrido. Miró buscando la escotilla de la cubierta y subió a través de ella, llevando consigo todo lo que había traído a bordo. Caminó por la plancha en sentido contrario al tránsito.
Nadie pareció fijarse en él. Pasaron dos enfermeros del hospital llevando una camilla y Ryan resolvió esperar en el muelle hasta que sacaran a Williams. El oficial británico había estado ajeno a todo lo que sucedía; sólo había recobrado el conocimiento hacía tres horas. Mientras aguardaba, Ryan fumó su último cigarrillo ruso. Apareció la camilla con Williams atado a ella. Noyes y el personal de sanidad de los submarinos lo acompañaban.
—¿Cómo se siente? —Ryan caminó junto a la camilla en dirección a la ambulancia.
—Vivo —dijo Williams, pálido y delgado—. ¿Y usted?
—Siento bajo mis pies cemento sólido. ¡Gracias a Dios por eso!
—Y lo que va a sentir él es una cama de hospital. Encantado de verle, Ryan —dijo secamente el médico—. Vamos, muchachos. —Los enfermeros cargaron la camilla en la ambulancia estacionada junto al lado interior de los enormes portones. Un minuto después había desaparecido.
—¿Usted es el capitán Ryan, señor? —preguntó un sargento infante de marina después de saludar. Ryan devolvió el saludo.
—Tengo un automóvil que lo está esperando, señor. ¿Quiere seguirme, por favor?
—Adelante, sargento.
El coche era un Chevy color gris de la Marina, que lo llevó directamente a la Base Aeronaval de Norfolk. Allí Ryan abordó un helicóptero. Para ese entonces, estaba tan cansado que le hubiera dado lo mismo un trineo tirado por renos. Durante los treinta y cinco minutos de vuelo hasta la Base Andrews de la Fuerza Aérea, Ryan viajó sentado solo en la parte posterior, con la mirada fija en el espacio. En la base lo esperaba otro automóvil que lo condujo directamente a Langley.
Dirección General de la CIA.
Eran las cuatro de la mañana cuando Ryan entró finalmente en la oficina de Greer. Allí estaba el almirante, junto con Moore y Ritter. EL almirante le sirvió algo de beber. No era café, sino whisky bourbon Wild Turkey. Los tres oficiales superiores le dieron la mano.
—Siéntate, muchacho —dijo Moore.
—Muy bien hecho todo —sonrió Greer.
—Gracias. —Ryan bebió un largo trago de whisky—. ¿Y ahora qué?
—Ahora lo interrogaremos —respondió Greer.
—No, señor. Ahora volaré a casa lo antes que pueda.
Los ojos de Greer centellearon mientras sacaba un sobre del bolsillo de su abrigo y lo arrojaba sobre las rodillas de Ryan.
—Tiene una reserva para salir de Dulles a las siete y cinco de la mañana. Es el primer vuelo a Londres. Y en realidad debería lavarse, cambiarse de ropa y recoger la Barbie con esquíes.
Ryan bebió de un trago el resto del whisky. Sintió los ojos acuosos, pero pudo contener el deseo de toser.
—Parece que ese uniforme recibió bastante mal trato —observó Ritter.
—Y lo mismo ocurrió con el resto de mi persona. —Jack buscó en el interior de la chaqueta y sacó la pistola automática—. Esto también tuvo cierto uso.
—¿El agente de la GRU? ¿No lo sacaron con el resto de la tripulación?
—¿Ustedes sabían sobre él? ¡Ustedes sabían y no me avisaron nada, por amor de Dios!
—Tranquilícese, hijo —dijo Moore—. Por media hora no pudimos conectarnos. Fue mala suerte, pero usted lo logró. Eso es lo que cuenta.
Ryan estaba demasiado cansado como para gritar, como para hacer nada de nada. Greer tomó una grabadora y un cuaderno amarillo lleno de preguntas.
—Williams, el oficial británico, no está nada bien —dijo Ryan, dos horas más tarde—. Pero el médico dice que se salvará. El submarino no irá a ninguna parte. La proa está toda aplastada, y tiene un bonito agujero donde nos alcanzó el torpedo. Tenían razón sobre el Typhoon, almirante, los rusos construyeron muy fuerte a ese bebé, a Dios gracias. ¿Sabe usted?, puede haber todavía gente con vida en ese Alfa…
—Es una pena —dijo Moore.
Ryan movió lentamente la cabeza asintiendo.
—Lo ignoraba. Es algo que no me gusta, señor, dejar que mueran así.
—Tampoco a nosotros —dijo el juez Moore—. Tampoco a nosotros, pero si rescatáramos a alguien de allí, bueno, todo lo que hemos… todo lo que ustedes han pasado no tendría ninguna utilidad. ¿Usted querría eso?
—De cualquier manera, es una probabilidad entre mil —dijo Greer.
—No sé —repuso Ryan, terminando su tercer trago, y sintiéndolo. Esperaba que a Moore no le interesara inspeccionar el Alfa para buscar signos de vida, pero Greer lo había sorprendido. De modo que el viejo marino había sido corrompido por ese asunto, o simplemente por estar en la CIA, como para olvidar el código del marino. ¿Y qué decía eso con respecto a Ryan?—. Realmente no lo sé.
—Es una guerra, Jack —dijo Ritter, con más amabilidad que la habitual—, una verdadera guerra. Usted lo hizo muy bien, muchacho.
—En una guerra las cosas se hacen bien cuando uno vuelve a casa con vida —Ryan se puso de pie—, y eso, caballeros, es lo que me propongo hacer en este mismo momento.
—Sus cosas están en el lavabo. —Greer controló el reloj—. Tiene tiempo para afeitarse, si quiere.
—Oh, casi lo olvido. —Ryan metió la mano en el cuello para sacar la llave. La entregó a Greer—. No parece gran cosa, ¿verdad? Pero usted puede matar cincuenta millones de personas con eso. «Mi nombre es Ozymandias, ¡rey de reyes! ¡Mirad mis obras, poderosos, y desesperad!». —Ryan se dirigió al cuarto de baño, sabiendo que debía de estar borracho para citar a Shelley.
Lo miraron hasta que desapareció. Greer detuvo la grabadora y miró la llave que tenía en la mano.
—¿Todavía quieres llevarlo a ver al Presidente?
—No, no es una buena idea —dijo Moore—. Ese muchacho está medio deshecho, y no lo culpo en lo más mínimo. Póngalo en el avión, James. Mañana o pasado enviaremos un equipo a Londres para que terminen el interrogatorio.
—Muy bien. —Greer miró su vaso vacío—. Es un poco temprano todavía para esto, ¿no?
Moore terminó el tercero.
—Supongo que sí. Pero es que ha sido un día bastante bueno, y ni siquiera ha salido el sol todavía. Vamos, Bob. Tenemos una operación pendiente.
Astillero Naval de Norfolk.
Mancuso y sus hombres abordaron el Paduach antes de amanecer y los trasladaron de vuelta al Dallas. El submarino de ataque, clase 688 partió de inmediato y ya estaba otra vez sumergido antes de que saliera el sol. El Pogy, que en ningún momento había entrado en el puerto, se aprestaba a completar su despliegue, sin el hombre de sanidad que debía llevar a bordo. Ambos submarinos tenían órdenes de permanecer fuera otros treinta días, durante los cuales sus tripulantes serían alentados a olvidar todo lo que habían visto, oído o especulado sobre el asunto.
El Octubre Rojo, custodiado por veinte infantes de marina armados, estaba solo en el interior del dique seco, que se iba vaciando a su alrededor. La custodia no era de extrañar en el Dique Ocho-Diez. Un grupo de ingenieros y técnicos elegidos ya lo estaba inspeccionando.
Los primeros elementos retirados del submarino fueron sus libros y máquinas de cifrado. Antes de mediodía estarían ya en la Jefatura de la Agencia Nacional de Seguridad, en Fort Meade.
Ramius, sus oficiales y elementos personales fueron llevados en autobús al mismo aeropuerto que había usado Ryan. Una hora más tarde se encontraban en una casa de seguridad de la CIA en las colinas del sur de Charlottesville, Virginia. Se fueron de inmediato a la cama, menos dos hombres que permanecieron despiertos contemplando televisión por cable, asombrados ya por lo que veían de la vida en Estados Unidos.
Aeropuerto Internacional Dulles.
Ryan se perdió el amanecer. Abordó un 747 de TWA, que salió de Dulles en horario, a las siete y cinco de la mañana. El cielo estaba cubierto, y cuando la aeronave rompió la capa de nubes surcando a la luz del sol, Ryan hizo algo que jamás había hecho antes. Por primera vez en su vida, Jack Ryan se quedó dormido en un avión.