La Costa Este.
El USS Pigeon llegó al muelle en Charleston a las cuatro de la mañana. Los tripulantes soviéticos, alojados en el comedor de la tripulación, se habían convertido en motivo de preocupación para todos. Si bien los oficiales rusos se habían esforzado para limitar el contacto entre sus hombres y los rescatadores norteamericanos, en realidad no lo habían logrado en ningún momento. Para decirlo sencillamente, habían sido incapaces de bloquear la llamada de la naturaleza. El Pigeon había atiborrado a sus huéspedes con un buen chow al estilo naval, y el retrete más cercano se hallaba a unos metros de distancia hacia popa. En el camino de ida y venida a los lavabos, los tripulantes del Octubre Rojo se encontraban con marineros norteamericanos, algunos de los cuales eran oficiales que hablaban ruso, disfrazados de tripulantes; otros eran especialistas en idioma ruso tomados de las listas de revista y llevados en avión justo cuando llegaba a bordo la última tanda de soviéticos. El hecho de que se encontraran a bordo de un buque reputado como hostil y se encontraran con hombres amistosos y que hablaban en ruso había resultado determinante para muchos de los jóvenes marineros.
Habían registrado sus observaciones en grabadoras ocultas para que las examinaran más tarde en Washington. Petrov y los tres oficiales jóvenes habían tardado en darse cuenta, y cuando lo hicieron adoptaron la costumbre de acompañar al retrete a cada hombre, turnándose entre ellos, como padres protectores. Pero hubo algo que no pudieron impedir: un oficial de inteligencia, con uniforme de contramaestre, que les hacía una oferta de asilo; cualquiera que deseara quedarse en Estados Unidos sería autorizado a hacerlo. En menos de diez minutos la información se había diseminado entre los tripulantes.
Cuando llegó la hora en que debían comer los tripulantes norteamericanos, los oficiales rusos apenas pudieron impedir los contactos; los propios oficiales casi no pudieron comer, tan ocupados estaban patrullando las mesas de los tripulantes. Ante la incrédula sorpresa de sus antagonistas norteamericanos, se vieron obligados a rechazar repetidas invitaciones a la cámara de oficiales del Pigeon.
El Pigeon amarró cuidadosamente. No había prisa. Cuando terminaron de colocar en su sitio la plancha, una banda ubicada en el muelle tocó una selección de aires soviéticos y norteamericanos, para marcar la naturaleza de cooperación de la misión de rescate. Los soviéticos habían esperado que su llegada fuese completamente silenciosa, dada la hora del día. Se equivocaron en eso. Cuando el primer oficial soviético había descendido la mitad de la plancha, quedó encandilado por cincuenta reflectores de televisión, de gran intensidad, y los gritos con preguntas que le formulaban los periodistas televisivos, sacados de la cama para ir a esperar al buque de rescate y disponer así de una interesante noticia —en esa época de Navidad— para las reeles de difusión de la mañana. Los rusos jamás se habían encontrado con algo parecido a un periodista de Occidente y la colisión cultural resultante fue un caos total. Los hombres de televisión identificaron a los oficiales y les interrumpieron el paso, ante la desesperación de los infantes de marina que trataban de mantener el control de las cosas. Con uno de los periodistas, los oficiales pretendieron no saber una palabra de inglés, y se encontraron con que el emprendedor muchacho había llevado con él a un profesor de ruso de la Universidad de Carolina del Sur en Columbia.
Petrov se encontró balbuceando inseguro algunos lugares comunes políticamente aceptables frente a media docena de cámaras, y deseando que todo el maldito asunto, en su integridad, no fuera otra cosa que la pesadilla que parecía ser. Pasó una hora antes de que todos los marinos rusos estuvieran sobre los tres autobuses fletados ex profeso y pudieran partir hacia el aeropuerto. A lo largo del camino siguieron junto a los autobuses, automóviles y furgones llenos de periodistas que continuaron molestando a los soviéticos con las luces de las cámaras y los gritos de preguntas que nadie podía comprender. En el aeropuerto la escena no fue diferente. La Fuerza Aérea había enviado un transporte VC-135, pero antes de que los rusos pudieran abordarlo tuvieron que abrirse camino otra vez en medio de un par de periodistas. Ivanov se encontró frente a un experto en lenguas eslavas, cuyo ruso estaba desfigurado por un acento horrible. Para subir al avión tardaron otra media hora.
Una docena de oficiales de la Fuerza Aérea hizo que todos se sentaran y los invitó a cigarrillos y botellitas de licores. Para cuando el transporte VIP alcanzó los seis mil metros de altura, todos sus pasajeros estaban disfrutando de un vuelo feliz. Un oficial les habló por el intercomunicador para explicarles qué iba a suceder. Se les iba a efectuar a todos un control médico. La Unión Soviética iba a mandar un avión al día siguiente para buscarlos, pero todos esperaban que pudieran quedarse uno o dos días más, de manera que pudieran vivir a fondo la hospitalidad norteamericana. La tripulación del avión se excedió, informando a sus pasajeros la historia de cuanta cosa se veía en la ruta: ciudades, aldeas, cruces de rutas, autopistas interestatales y hasta paradas de autobuses y camiones, proclamando a través del intérprete el deseo de todos los norteamericanos de unas pacíficas y amistosas relaciones con la Unión Soviética, expresando la admiración profesional de la Fuerza Aérea de Estados Unidos por el coraje de los marinos soviéticos, y lamentando la muerte de los oficiales que valientemente se habían quedado atrás, permitiendo que sus hombres salieran primero. Todo el asunto fue una obra maestra de doble intención, apuntada a abrumarlos, y empezó a surtir efecto.
La aeronave voló a baja altura sobre los suburbios de Washington mientras se aproximaba a la Base Aérea de Andrews. EL intérprete les explicó que estaban volando sobre hogares de clase media que pertenecían a trabajadores del gobierno y la industria local. En tierra los esperaban otros tres autobuses y, en vez de tomar el camino de cintura que rodea Washington D.C., los autobuses cruzaron directamente la ciudad. Los oficiales norteamericanos que viajaban en cada autobús se disculparon por los embotellamientos de tránsito, informando a los pasajeros que casi todas las familias norteamericanas tenían un automóvil, muchas de ellas dos o más, y que la gente sólo usaba el transporte público para evitar la molestia de conducir. La molestia de conducir su propio automóvil, pensaron asombrados los marinos soviéticos. Sus oficiales políticos podrían más tarde decirles que todo eso era una absoluta mentira, pero ¿quién podía negar los miles de automóviles que había en las calles y avenidas? ¿Acaso podía todo eso ser un fraude montado en pocos minutos para beneficio de unos pocos marineros?
Cuando atravesaron el sudeste de la ciudad notaron que los negros tenían sus coches propios… ¡y que apenas había lugar para estacionarlos todos! Los autobuses continuaron por el Mall, mientras los intérpretes seguían expresando la esperanza de que pudieran ver todos los museos que se abrían al público en general. Mencionaron que el Museo del Aire y del Espacio tenía una roca de la Luna, traída por los astronautas del Apolo… Los soviéticos vieron a la gente haciendo jogging en el Mall, y miles de personas que caminaban paseando. Hablaron atropelladamente entre ellos mientras los autobuses doblaban ya hacia el norte, en dirección a Bethesda, cruzando las más bonitas secciones del noroeste de Washington.
En Bethesda los recibieron los equipos de televisión que transmitían en directo a través de las tres redes, y los sonrientes y amistosos médicos y enfermeros de la Marina de Estados Unidos que los invitaron a entrar en el hospital para los controles médicos.
Se encontraban allí diez funcionarios de la embajada, preguntándose cómo controlar el grupo, pero políticamente impedidos de protestar por las atenciones dadas a sus hombres dentro del espíritu de la détente.
Habían llevado médicos desde Walter Reed y otros hospitales del gobierno para efectuar a cada hombre un rápido y completo examen médico, especialmente para controlar posibles envenenamientos por radiación. A lo largo del procedimiento, cada hombre se encontró solo con un oficial de la Marina de Estados Unidos quien le preguntaba amablemente si podría desear quedarse en Estados Unidos, señalándole que cada hombre que tomara esa decisión sería requerido de informar su intención personalmente a un representante de la embajada soviética… pero que si estaba dispuesto a hacerlo, se le permitiría permanecer. Ante la furia de los funcionarios de la embajada, cuatro hombres tomaron la decisión, uno de ellos se retractó después de una confrontación con el agregado naval. Los norteamericanos habían tenido la precaución de registrar cada entrevista en videotape, de modo que cualquier eventual acusación de intimidación pudiera ser refutada de inmediato. Cuando se completaron los exámenes médicos —afortunadamente los niveles de exposición a la radiación habían sido muy bajos— todos los hombres comieron otra vez y los llevaron a dormir.
Washington D. C.
—Buenos días, señor embajador —dijo el Presidente. Arbatov notó que el doctor Pelt estaba otra vez de pie junto a su jefe, detrás del enorme escritorio antiguo. No había esperado que esa entrevista fuera agradable.
—Señor Presidente, estoy aquí para protestar por el intento de secuestro de nuestros marinos por parte del gobierno de Estados Unidos.
—Señor embajador —respondió vivamente el Presidente—, ante los ojos de un ex fiscal del distrito, el secuestro es un delito vil y repugnante, y no se puede acusar al gobierno de Estados Unidos de América de semejante cosa… ¡y menos aún en esta oficina! ¡No hemos secuestrado a nadie, ni acostumbramos hacerlo ni jamás lo haremos! ¿Está eso claro para usted, señor?
—Además de lo cual, Alex —dijo Pelt con menos énfasis—, los hombres a quienes usted se refiere no estarían con vida si no hubiera sido por nosotros. Y perdimos dos buenos hombres en el rescate de sus marinos. Usted podría al menos expresar cierto reconocimiento por nuestros esfuerzos para salvar esa tripulación, y tal vez tener un gesto de condolencia para los norteamericanos que perdieron sus vidas en el proceso.
—Mi gobierno aprecia el heroico esfuerzo de sus dos oficiales, y desea expresarle su agradecimiento y el del pueblo soviético por el rescate. Aun así, caballeros, se han hecho deliberados esfuerzos para tentar a algunos de esos hombres para que traicionaran a su país.
—Señor embajador, cuando el año pasado su buque pesquero rescató la tripulación de nuestro avión patrullero, algunos oficiales de las Fuerzas Armadas soviéticas ofrecieron a nuestros hombres dinero, mujeres y otras tentaciones para que dieran información o aceptaran quedarse en Vladivostok, ¿correcto? No me diga que usted no sabe nada de eso. Usted sabe muy bien que ésas son las reglas del juego. En aquel momento, nosotros no presentamos ninguna objeción por eso, ¿verdad? No, estábamos lo suficientemente agradecidos por el hecho de que esos seis hombres estuvieran todavía con vida, y ahora, por supuesto, todos ellos han vuelto a su trabajo. Hemos quedado muy reconocidos por la humanitaria preocupación de su gobierno con respecto a las vidas de ciudadanos norteamericanos comunes. En este caso, a cada oficial y tripulante se le dijo que podía permanecer aquí si lo deseaba. No se usó ninguna fuerza de ninguna clase. Cada hombre que deseara quedarse aquí debía encontrarse, a nuestro requerimiento, con un funcionario de su embajada, como para darles a ustedes una justa oportunidad de explicarle el error que estaba cometiendo. No hay duda de que esto ha sido justo, señor embajador. No hicimos ningún ofrecimiento de dinero ni mujeres. Nosotros no compramos gente, y maldita sea si alguna vez hemos secuestrado gente. A los secuestradores los pongo en la cárcel. Y hasta logré que ejecutaran a uno. No vuelva usted a acusarme jamás de eso —concluyó indignado el Presidente.
—Mi gobierno insiste en que todos nuestros hombres sean devueltos a su país —insistió Arbatov.
—Señor embajador, todas las personas que se encuentran en Estados Unidos, sin importar su nacionalidad ni la forma de su llegada, tienen derecho a la total protección de nuestra ley. Nuestro parlamento se ha pronunciado sobre esto en muchas oportunidades, y bajo nuestra ley ningún hombre o mujer puede ser obligado a hacer algo contra su voluntad sin proceso debido. El tema queda terminado. Ahora, tengo que hacerle una pregunta. ¿Qué estaba haciendo un submarino de misiles balísticos a trescientas millas de la costa norteamericana?
—¿Un submarino lanzamisiles, señor Presidente?
Pelt levantó una fotografía del escritorio del Presidente y la entregó a Arbatov. Tomada del grabador de cinta del Sea Cliff mostraba el misil balístico de lanzamiento desde el mar SS-N-20.
—El nombre del submarino es, era, Octubre Rojo —dijo Pelt—. Explotó y se hundió a trescientas millas de la costa de Carolina del Sur. Alex, tenemos un acuerdo entre nuestros dos países para que ningún navío de esas características se aproxime a menos de quinientas millas (ochocientos kilómetros) de distancia de sus respectivas costas. Queremos saber qué estaba haciendo allí ese submarino. No intente decirnos que ese misil es alguna clase de fraude… aunque hubiésemos querido hacer semejante tontería, no hubiéramos tenido tiempo. Ése es uno de sus misiles, señor embajador, y el submarino llevaba diecinueve más iguales a ése —Pelt citó deliberadamente un número falso—. Y el gobierno de Estados Unidos pregunta al gobierno de la Unión Soviética cómo fue que estaba allí, en violación de nuestro acuerdo, mientras otros de sus buques se encuentran tan cerca de nuestra costa atlántica.
—Ése tiene que ser el submarino perdido —arriesgó Arbatov.
—Señor embajador —dijo suavemente el Presidente—, el submarino no estuvo perdido hasta el jueves, siete días después de que usted nos informó sobre él. En síntesis, señor embajador, su explicación del último viernes no coincide con los hechos que hemos comprobado físicamente.
—¿Qué acusación está haciendo usted? —saltó, erizado, Arbatov.
—Ninguna, Alex —dijo el Presidente—. Si ese acuerdo ya no está en vigencia… pues no está más en vigencia. Creo que hablamos de esa posibilidad la semana pasada. El pueblo norteamericano conocerá hoy, un poco más tarde, cuáles son los hechos. Usted está familiarizado con nuestro país lo suficiente como para imaginar su reacción. Yo tendré una explicación. Por el momento, no veo otras razones para que su flota permanezca frente a nuestra costa. El «rescate» ha finalizado con éxito, y la presencia ulterior de la flota soviética sólo puede ser una provocación. Quiero que usted y su gobierno consideren lo que me están diciendo en este momento mis comandantes militares… o, si lo prefiere, lo que sus comandantes estarían diciendo al Secretario General Narmonov si la situación fuera a la inversa. Yo tendré una explicación. Sin ella, sólo puedo llegar a una de otras pocas conclusiones… y son otras conclusiones de las que preferiría no tener que elegir. Envíe ese mensaje y dígale a su gobierno, que, como algunos de sus hombres han optado por quedarse aquí, probablemente descubriremos a muy corto plazo lo que realmente ha estado ocurriendo. Buenos días.
Arbatov dejó la oficina doblando a la izquierda para salir por la entrada oeste. Un infante de marina, de guardia, mantuvo la puerta abierta en un gesto de amabilidad. El chofer del embajador, que esperaba afuera en una limusina Cadillac, era el jefe de la sección de inteligencia política de la KGB, en la estación de Washington de la organización.
—Y bien —dijo, controlando el tránsito en la avenida Pennsylvania antes de doblar a la izquierda.
—Y bien, la entrevista resultó exactamente de acuerdo con lo que yo había previsto, y ahora podemos estar absolutamente seguros de que sabemos por qué están secuestrando a nuestros hombres —respondió Arbatov.
—¿Y por qué es, camarada embajador? —lo invitó a continuar el conductor. No dejó que se notara su irritación. Muy pocos años antes, ese esclavo del partido ni se hubiera atrevido a contemporizar con un oficial de alta jerarquía de la KGB. Era una desgracia lo que había sucedido en el Comité para la Seguridad del Estado después de la muerte del camarada Andropov. Pero las cosas volverían a ponerse en su lugar. Él estaba seguro de eso.
—El Presidente prácticamente nos acusó de enviar de forma deliberada el submarino hacia sus costas en violación a nuestro protocolo secreto del 1979. Están reteniendo a nuestros hombres para interrogarlos, para trabajarles la cabeza hasta que puedan averiguar qué órdenes tenía el submarino. ¿Cuánto tiempo puede llevarle eso a la CIA? ¿Un día? ¿Dos? —Arbatov sacudió la cabeza, enojado— Tal vez lo sepan ya… unas pocas drogas, una mujer quizá, para aflojarles la lengua. ¿El Presidente también invitó a Moscú que imaginara lo que lo están incitando a pensar esos exaltados del Pentágono? Y lo que le están proponiendo que haga. En eso no hay ningún misterio, ¿no? ¡Dirán que estábamos ensayando un ataque nuclear sorpresivo… o quizás ejecutándolo! ¡Como si nosotros no estuviéramos trabajando más que ellos para lograr la coexistencia pacífica! Imbéciles desconfiados, están con miedo por lo que ha sucedido, y aún más furiosos.
—¿Acaso puede culparlos, camarada? —preguntó el chofer, mientras asimilaba todo, lo registraba y analizaba para componer su informe independiente al Centro de Moscú.
—Y dijo que ya no había motivo para que nuestra flota permaneciera frente a sus costas.
—¿Cómo dijo eso? ¿Fue una exigencia?
—Sus palabras fueron suaves. Más suaves de lo que yo esperaba. Eso me preocupa. Están planeando algo, creo. Agitar un sable hace ruido, desenvainarlo no. Exige una explicación completa por todo el asunto. ¿Qué le digo? ¿Qué estaba sucediendo?
—Sospecho que nunca lo sabremos. —El importante agente sí lo sabía… conocía la historia original, tan increíble como lo era. Le había causado asombro que la Marina y la GRU pudieran permitir que tuviera lugar semejante error fantástico. La historia del agente Cassius era apenas un poco menos loca. El chofer la había pasado personalmente a Moscú. ¿Era posible que Estados Unidos y la Unión Soviética fueran ambos a la vez víctimas de un tercero? ¿Una operación que fracasa, los norteamericanos tratando de saber quién fue el responsable y cómo lo hicieron, de manera que pudieran intentar hacerla ellos mismos? Esa parte de la historia tenía sentido, pero ¿y el resto? Frunció el entrecejo por el tránsito. Tenía órdenes del Centro de Moscú: si se trataba de una operación de la CIA él debería descubrirlo de inmediato. No creía que lo fuera. De lo contrario, la CIA había logrado una poco habitual eficacia para cubrirla. ¿Era posible cubrir esa operación tan compleja? No lo creía. Sin embargo, él y sus colegas tendrían que trabajar durante varias semanas para penetrar cualquier cubierta existente, para averiguar qué se decía en Langley y en el campo, mientras otras secciones de la KGB hacían lo mismo en todo el mundo. Si la CIA había penetrado el alto comando de la Flota del Norte, él lo descubriría. De eso estaba seguro. Hasta casi deseaba que lo hubieran hecho. La GRU sería responsable del desastre, y entraría en desgracia después de haberse beneficiado de la pérdida de prestigio de la KGB en los últimos años. Si él estaba analizando correctamente la situación, el Politburó estaba soltando a la KGB sobre la GRU y los militares, permitiendo que el Centro de Moscú iniciara su investigación propia e independiente del asunto. Sin perjuicio de lo que se descubriera, la KGB saldría al frente y desacreditaría a las Fuerzas Armadas. De una u otra forma, su organización descubriría qué había ocurrido, y si eso causaba daño a sus rivales, tanto mejor…
Cuando la puerta se cerró a espaldas del embajador soviético, el doctor Pelt abrió una puerta lateral de la Oficina Oval. Entró el juez Moore.
—Señor Presidente, hacía mucho tiempo que no me veía obligado a hacer cosas como ésta de esconderme en un armario.
—¿Realmente espera que esto funcione? —preguntó Pelt.
—Sí, ahora sí. —Moore se instaló confortablemente en un sillón de cuero.
—¿No es un tanto alarmante todo esto, juez? —preguntó Pelt—. Me refiero al hecho de dirigir una operación tan compleja.
—En eso reside su belleza, doctor, nosotros no estamos dirigiendo nada. Los soviéticos lo harán por nosotros. Bueno, claro, tendremos un montón de gente nuestra dando vueltas por Europa Oriental y haciendo muchas preguntas. Otro tanto harán los hombres de Sir Basil. Los franceses y los israelíes ya están haciéndolo, porque nosotros les hemos preguntado si saben lo que está ocurriendo con el submarino lanzamisiles aislado. La KGB va a enterarse enseguida y se preguntará por qué las cuatro principales agencias de inteligencia de Occidente están todas haciendo las mismas preguntas… en vez de encerrarse en sí mismas como sería de esperar si esta operación fuera nuestra.
—Ustedes tienen que apreciar el dilema que afrontan los soviéticos: una elección entre dos libretos a cada cual menos atractivo. Por una parte, pueden elegir el de creer que uno de sus más fieles oficiales profesionales cometió alta traición en una escala sin precedentes. Ustedes han visto nuestro legajo sobre el capitán Ramius. Es la versión comunista de un águila exploradora, un genuino Nuevo Hombre Soviético. Agreguemos a eso el hecho de que una conspiración de deserción compromete necesariamente a cierto número de oficiales igualmente fieles. Los soviéticos tienen un bloqueo mental que les impide creer que individuos de este tipo puedan abandonar alguna vez el Paraíso de los Trabajadores. Eso parece paradójico, debo admitirlo, teniendo en cuenta los extenuantes esfuerzos que hacen para evitar que la gente se vaya de su país, pero es verdad. Perder un bailarín de ballet o un agente de la KGB es una cosa… perder al hijo de un miembro del Politburó, un oficial con casi treinta años de servicio impecables, es otra completamente distinta. Más aún, un capitán naval tiene un montón de privilegios; su deserción podría considerarse como el equivalente a la decisión de un self made millonario de dejar Nueva York para irse a vivir a Moscú. Ellos simplemente no lo creerán. Por otra parte, pueden creer la historia que les planteamos a través de Henderson, que tampoco tiene nada de atractiva, pero está sostenida por una buena cantidad de evidencias circunstanciales, especialmente nuestros esfuerzos para tentar a sus tripulantes para que desertaran.
—Usted vio cómo se enfurecieron a raíz de eso. Con su forma de pensar, esto es una grave violación de las reglas de conducta civilizada. La fuerte reacción del Presidente ante nuestro descubrimiento de que se trataba de un submarino lanzamisiles es otra evidencia que favorece la historia de Henderson.
—Entonces, ¿hacia qué lado se inclinarán? —preguntó el Presidente.
—Eso, señor, es una cuestión de psicología más que de cualquier otra cosa, y la psicología soviética es bastante difícil de comprender para nosotros. Si tienen que elegir entre la traición colectiva de diez hombres y una conspiración exterior, mi opinión es que preferirán la última. Si ellos creyeran que esto fue realmente una deserción… bueno, los obligaría a reexaminar sus propias creencias. ¿A quién le gusta hacer eso? —Moore hizo un gesto grandilocuente—. La última alternativa significa que su seguridad ha sido violada por alguien de fuera, pero ser víctima es más aceptable que tener que reconocer las contradicciones intrínsecas de su propia filosofía de gobierno. Por encima de todo, tenemos el hecho de que la KGB será quien dirija la investigación.
—¿Por qué? —preguntó Pelt, atrapado por los argumentos del juez.
—En cualquiera de los casos, una deserción o una penetración de la seguridad naval operacional, la GRU sería la responsable. La seguridad de las fuerzas navales y militares es su jurisdicción, más aún con el daño hecho a la KGB después de la partida de nuestro amigo Andropov. Los soviéticos no pueden tener una organización que se investiga a sí misma… ¡no en su comunidad de inteligencia! Por lo tanto la KGB estará buscando apartar a su servicio rival. Desde la perspectiva de la KGB, la instigación desde el exterior es una alternativa mucho más atrayente; significa una operación mucho más grande. Si confirman la historia de Fienderson y convencen a todos de que es verdad, y lo harán, por supuesto, los hace aparecer a ellos en una posición mucho mejor, por haberla descubierto.
—¿Ellos confirmarán la historia?
—¡Desde luego que lo harán! En el negocio de la inteligencia si uno busca algo con ansias suficientes, lo encuentra, sea que esté realmente allí o no. Santo Dios, debemos a este personaje Ramius mucho más de lo que él sabrá alguna vez. Una oportunidad como ésta solamente se presenta una vez en una generación. Simplemente no podemos perder.
—Pero la KGB saldrá de esto fortalecida —observó Pelt—. ¿Es bueno eso?
Moore se encogió de hombros.
—Es inevitable que ocurra eventualmente. Derribar y posiblemente matar a Andropov dio demasiado prestigio a las Fuerzas Armadas, tal como ocurrió con Beria en la década de los cincuenta. Los soviéticos dependen del control político de sus Fuerzas Armadas tanto como nosotros… más. Haciendo que la KGB se encargue de apartar a los altos mandos se quitan de encima el trabajo sucio. De todos modos tenía que suceder, así que viene bien que nosotros nos beneficiemos con ellos. Quedan sólo unas pocas cosas más que tenemos que hacer.
—¿Cómo qué? —preguntó el Presidente.
—Dentro de aproximadamente un mes, nuestro amigo Henderson hará trascender información diciendo que nosotros teníamos un submarino que siguió al Octubre Rojo en toda su ruta desde Islandia.
—Pero ¿por qué? —objetó Pelt—. Entonces sabrán que estábamos mintiendo, que todo el escándalo sobre el submarino lanzamisiles era mentira.
—No exactamente, doctor —dijo Moore—. Tener un submarino lanzamisiles tan cerca de nuestra costa sigue siendo una violación del acuerdo, y desde el punto de vista de ellos, nosotros no tenemos forma de saber por qué estaba allí… hasta que interroguemos a los tripulantes que quedaron atrás, quienes probablemente no nos dirán nada de valor. Los soviéticos esperarán que no hayamos sido absolutamente sinceros con ellos en este asunto. El hecho de que estuviéramos siguiendo su submarino y de que nos halláramos listos para destruirlo en cualquier momento les da la evidencia de nuestra duplicidad que estarán buscando. Diremos también que el Dallas registró en el sonar el incidente del reactor, y eso explicará la proximidad de nuestro buque de rescate. Ellos saben…, bueno, ciertamente sospechan, que hemos ocultado algo. Esto los inducirá a error sobre qué era lo que realmente ocultábamos. Los rusos tienen un dicho para esto. Lo llaman carne de lobo. Y lanzarán una amplia operación para penetrar nuestra operación, sea lo que fuere. Pero no encontrarán nada. La única gente de la CIA que sabe lo que realmente está sucediendo somos Greer, Ritter y yo. Nuestra gente de operaciones tiene órdenes de descubrir qué estaba ocurriendo, y eso es todo lo que podría trascender.
—¿Qué hay con respecto a Henderson, y cuánta gente nuestra sabe algo acerca del submarino? —preguntó el Presidente.
—Si Henderson vuelca algo hacia ellos, estará firmando su propia sentencia de muerte. La KGB es sumamente severa con los agentes dobles, y no creerá que nosotros lo tendremos estrictamente vigilado de cualquier manera. ¿Cuánta de nuestra gente sabe algo sobre el submarino? Unos cien, quizás, y el número va a aumentar en cierta forma… pero recuerden que ellos creen que ahora tenemos dos submarinos hundidos frente a nuestras costas, y pueden creer razonablemente que cualquier equipo de submarino soviético que aparezca en nuestros laboratorios ha sido recuperado del fondo del océano. Nosotros vamos a reactivar al Glomar Explorer con ese exclusivo propósito, naturalmente. Tendrían sospechas si no lo hiciésemos. ¿Por qué decepcionarlos? Tarde o temprano podrían llegar a reconstruir toda la verdadera historia, pero para entonces, el casco desnudo estará ya en el fondo del mar.
—Entonces, ¿no podemos mantener el secreto para siempre? —preguntó Pelt.
—Para siempre es un largo tiempo. Tenemos que planificar la posibilidad. En un futuro inmediato, el secreto estará bastante bien guardado, con unas cien personas al tanto. En un mínimo de un año, más probablemente dos o tres, ellos pueden haber acumulado suficiente información como para sospechar lo que ha sucedido, pero para esa época no habrá mucha evidencia física que puedan señalar. Más aún, si la KGB descubre la verdad, ¿estarán dispuestos a informarla? Si fuera la GRU quien la descubriera, ellos sí que lo harían, y el caos resultante en la comunidad de inteligencia soviética redundaría también en nuestro beneficio. —Moore sacó un cigarro de un estuche de cuero—. Como dije antes, Ramius nos ha dado una fantástica oportunidad en varios niveles. Y lo bueno de todo esto es que nosotros no tenemos que hacer mucho en ningún aspecto. Los rusos serán quienes se tomen todo el trabajo, buscando algo que no está allí.
—¿Y con respecto a los desertores, juez? —preguntó el Presidente.
—De ellos nos ocuparemos, señor Presidente. Sabemos cómo hacerlo, y es muy difícil que tengamos alguna queja sobre la hospitalidad de la CIA. Nos tomaremos algunos meses para interrogarlos y, al mismo tiempo, estaremos preparándolos para la vida en este país. Tendrán nuevas identidades, reeducación, cirugía estética si es necesario, y nunca tendrán que trabajar ni un día más mientras vivan… pero ellos querrán trabajar. Casi todos ellos lo quieren. Espero que la Marina encuentre puestos para ellos, consultores pagados para su departamento de guerra submarina, esa clase de cosas.
—Yo quiero conocerlos —dijo impulsivamente el Presidente.
—Eso puede arreglarse, señor, pero tendrá que ser discreto —advirtió Moore.
—Camp David; eso debe de ser suficientemente seguro. Y sobre Ryan, juez, quiero que lo cuiden.
—Comprendido, señor. Tiene un gran futuro con nosotros.
Tyuratam, USSR.
La causa por la cual se había ordenado al Octubre Rojo que se sumergiera mucho antes del amanecer estaba orbitando la tierra a una altura de ochocientos kilómetros. El Albatross 8, del tamaño de un autobús Greyhound, había sido lanzado al espacio hacía once meses, desde el cosmódromo de Tyuratam, impulsado por un poderoso cohete secundario. El enorme satélite, designado como un RORSAT, satélite radar de reconocimiento oceánico, estaba específicamente diseñado para la exploración marítima.
El Albatross 8 pasó sobre el estrecho de Pamlico a las 11.31, hora local. Su programación de a bordo estaba preparada para rastrear emisiones térmicas sobre el horizonte visible, interrogando todo lo que estuviera a la vista y ajustándose a cualquier emisión calórica que estuviera dentro de los parámetros de adquisición programados. Cuando en la continuación de su órbita pasó sobre elementos de la flota de Estados Unidos, los equipos de interferencia del New Jersey estaban apuntando hacia arriba para confundir su señal. Los sistemas grabadores de cintas del satélite registraron eso debidamente. La interferencia diría algo a los operadores sobre los sistemas de guerra electrónica de Estados Unidos. Cuando el Albatross 8 cruzó el polo, el plato parabólico que llevaba al frente enganchó la onda portadora de otro pájaro, el Iskra, satélite de comunicaciones.
Cuando el satélite de reconocimiento localizó a su primo —que volaba a mayor altura— un emisor lateral láser transmitió el contenido del banco de cintas del Albatross. El Iskra lo retransmitió de inmediato a la estación terrestre de Tyuratam. También recibió la misma señal la antena-plato de quince metros ubicada en China occidental y operada por la Agencia Nacional de Seguridad en Fort Meade, Maryland. Casi al mismo tiempo, la señal digital era examinada por dos equipos de expertos separados entre sí por más de ocho mil kilómetros de distancia.
—Tiempo claro —protestó un técnico—. ¡Ahora tenemos tiempo claro!
—Disfrútalo mientras puedas, camarada. —Su vecino, en la consola siguiente, estaba observando la información de un satélite meteorológico geosincrónico que vigilaba el hemisferio occidental. Conocer el estado del tiempo sobre una nación hostil puede tener gran valor estratégico—. Hay otro frente frío que se aproxima a su costa. El invierno que han tenido ellos ha sido como el nuestro. Espero que lo estén disfrutando.
—No será nada bueno para nuestros hombres en el mar. —El técnico se estremeció mentalmente ante la idea de estar embarcado en una tormenta severa. Había efectuado un crucero por el Mar Negro el verano anterior, sufriendo un terrible mareo—. ¡Ajá! ¿Qué es esto? ¡Coronel!
—¿Sí, camarada? —El coronel que supervisaba la guardia se acercó rápidamente.
—Mire aquí, camarada coronel. —El técnico pasó un dedo sobre la pantalla de televisión—. Esto es el estrecho de Pamlico, en la costa central de Estados Unidos. Fíjese aquí, coronel. —La imagen térmica del agua en la pantalla era negra, pero cuando el técnico ajustó los controles, cambió a verde con dos manchas blancas, una más grande que la otra. Dos veces, la mayor se dividió en dos segmentos. La imagen era de la superficie del agua, y parte de ésta se hallaba medio grado más caliente de lo que debía haber estado. La diferencia no era constante, pero se repetía lo suficiente como para demostrar que algo estaba agregando calor al agua.
—¿Luz de sol, quizá? —preguntó el coronel.
—No, camarada, el cielo claro da luz pareja a toda la zona —dijo el técnico con tono tranquilo. Siempre se mostraba calmo cuando pensaba que tenía algo entre manos—. Dos submarinos, tal vez tres, a treinta metros debajo del agua.
—¿Está seguro?
El técnico movió una llave para ampliar la imagen del radar, y se vio solamente la textura aterciopelada de las pequeñas olas.
—No hay nada sobre el agua que genere ese calor, camarada coronel. Por lo tanto, debe de ser algo debajo del agua. Ésta no es época de reproducción de ballenas. Sólo puede tratarse de submarinos nucleares, probablemente dos, quizá tres. Yo supongo, coronel, que los norteamericanos se han asustado lo suficiente, por el despliegue de nuestra flota, como para buscar refugio para sus submarinos lanzamisiles. Su base de submarinos lanzamisiles está solamente a unos pocos kilómetros hacia el sur. A lo mejor uno de sus submarinos clase Ohio se ha refugiado aquí y lo está protegiendo un submarino de ataque, como hacemos con los nuestros.
—Entonces va a salir pronto. Ya han llamado de regreso a nuestra flota.
—Qué lástima; sería bueno seguirlo. Es una oportunidad poco frecuente, camarada coronel.
—Ya lo creo. Bien hecho, camarada académico. —Diez minutos después, la información había sido transmitida a Moscú.
Alto Comando Naval Soviético, Moscú.
—Vamos a aprovechar esta oportunidad, camarada —dijo Gorshkov—. Hemos ordenado el regreso de nuestra flota, pero dejaremos que algunos submarinos se queden atrás para reunir información sobre nuevos dispositivos electrónicos de guerra. Los norteamericanos probablemente perderán algo durante los cambios de posición.
—Es muy probable —dijo el jefe de operaciones de la flota.
—EL Ohio viajará hacia el sur, probablemente hacia su base de submarinos en Charleston o Kings Bay. O hacia el norte, a Norfolk. En Norfolk tenemos al Konovalov, y frente a Charleston está el Shabilikov. Ambos permanecerán en posición durante varios días, creo. Debemos hacer algo bueno para demostrar a los políticos que tenemos una verdadera Marina. Si fuésemos capaces de seguir al Ohio sería un buen comienzo.
—Haré que las órdenes salgan en quince minutos, camarada. —El jefe de operaciones pensó que era una buena idea. No le había gustado el informe sobre la reunión del Politburó, que recibió a través de Gorshkov… aunque si Sergey estuviera por abandonar el cargo, él estaría en buena posición para asumirlo…
El New Jersey.
El mensaje RED ROCKET había llegado a las manos de Eaton hacía pocos minutos: Moscú acababa de transmitir una larga orden operacional, vía satélite, a la flota soviética. Los rusos estaban en ese momento verdaderamente encerrados, pensó el comodoro. Alrededor de ellos había tres grupos de batalla: los portaaviones Kennedy, America y Nimitz, todos ellos bajo el comando de Josh Painter. Eaton los tenía a la vista, y tenía además control operacional sobre el Tarawa, para aumentar su propio grupo de acción de superficie. El comodoro apuntó los binóculos al Kirov.
—Capitán, coloque el grupo en sus puestos de combate.
—Comprendido. —El oficial de operaciones del grupo levantó el micrófono de la radio táctica—. Muchachos Azules, aquí Rey Azul. Luz Ámbar, ejecuten. Cambio y corto.
Eaton esperó cuatro segundos hasta que empezó a sonar la alarma general del New Jersey. La dotación corrió a sus cañones.
—¿Distancia del Kirov?
—Treinta y siete mil seiscientas yardas, señor. Lo hemos estado comprobando con un telémetro láser a cada momento. Los ajustes están hechos, señor —informó el oficial de operaciones del grupo—. Las torres de las baterías principales todavía están cargadas con sabots, y los artilleros han estado actualizando el cálculo de tiro cada treinta segundos.
Sonó un teléfono junto al sillón de mando de Eaton, en el puente de mando.
—Eaton.
—Todas las posiciones ocupadas y listas, comodoro —informó el comandante del acorazado. Eaton miró su cronómetro.
—Bien hecho, comandante. Realmente, tenemos a los hombres bien entrenados.
En el centro de informaciones de combate del New Jersey, las presentaciones numéricas mostraban la distancia exacta al mástil principal del Kirov. El primer blanco lógico es siempre el buque insignia enemigo. La única duda era cuánto castigo podía absorber el Kirov… y qué lo destruiría primero: los proyectiles de los cañones o los misiles Tomahawk. Lo más importante —había estado diciendo desde hacía días el oficial de artillería— era destruir al Kirov antes de que pudiera interferir ningún avión. El New Jersey nunca había hundido un buque exclusivamente por sus propios medios. Cuarenta años era un tiempo muy largo para esperar.
—Están virando —dijo el oficial de operaciones del grupo.
—Sí, veamos cuánto.
La formación del Kirov había estado llevando un rumbo general oeste cuando llegó el mensaje. Todos los buques del dispositivo circular cayeron a estribor, al mismo tiempo. Sus giros se detuvieron cuando alcanzaron el rumbo cero-cuatro-cero.
Eaton guardó los binóculos en su estuche.
—Se vuelven a casa. Vamos a informarlo a Washington, y mantenga a los hombres por un rato en los puestos de combate.
Aeropuerto Internacional Dulles.
Los soviéticos se excedieron en su empeño por sacar a sus hombres de Estados Unidos. Retiraron del servicio internacional regular un Aeroflot Illyushin IL-62 y lo enviaron directamente de Moscú a Dulles. Aterrizó a la puesta del sol. La aeronave de cuatro motores, casi una copia del británico VC-10, carreteó para cargar combustible hasta la zona de reaprovisionamiento más retirada. Junto con algunos otros pasajeros —que no descendieron del avión si siquiera para estirar las piernas—, habían llevado una tripulación completa de reemplazo, de manera que la máquina pudiera volver inmediatamente a su país. Dos clásicos autobuses de aeropuerto se trasladaron desde la estación terminal, a tres mil metros de distancia, hasta la aeronave que aguardaba.
Desde su interior, los tripulantes del Octubre Rojo miraron el paisaje nevado, sabiendo que ésa era su última mirada a Estados Unidos. Iban en silencio; los habían levantado apresuradamente de la cama en Bethesda y llevado en autobús a Foster Dulles sólo una hora antes. Esa vez no sufrieron ataques de los periodistas.
Los cuatro oficiales, nueve michman y el resto de los tripulantes fueron separados en grupos definidos cuando subieron a bordo. Llevaron cada grupo a un sitio distinto del avión. Cada oficial y michman tenía su propio interrogador de la KGB, y las preguntas comenzaron en cuanto la aeronave inició la carrera de despegue. Para el momento en que el Illyushin alcanzaba la altura de crucero, la mayoría de los tripulantes se estaban preguntando a sí mismos por qué no habrían optado por quedarse atrás junto con sus traidores compatriotas. Las entrevistas eran decididamente desagradables.
—¿Actuó extrañamente el capitán Ramius? —preguntó un mayor de la KGB a Petrov.
—¡Desde luego que no! —respondió con rapidez Petrov, a la defensiva—. ¿Usted no sabía que sabotearon nuestro submarino? ¡Tuvimos suerte de escapar con vida!
—¿Saboteado? ¿Cómo?
—Los sistemas del reactor. No debería preguntarme a mí sobre eso, yo no soy ingeniero, pero fui yo quien detectó las fugas. Como usted sabe, las plaquetas de película para radiación mostraron contaminación, pero los instrumentos de la sala de máquinas no. No solamente estropearon el reactor, sino que arruinaron todos los instrumentos medidores de radiación. Yo lo vi personalmente. El jefe de máquinas Melekhin tuvo que reconstruir varios de ellos para localizar la tubería del reactor donde estaba la fuga. Svyadov puede informarle esto mejor. Él mismo lo vio.
El oficial de la KGB garabateaba notas continuamente.
—¿Y qué estaba haciendo su submarino tan cerca de la costa de Estados Unidos?
—¿Qué quiere decir? ¿No sabe usted cuáles eran nuestras órdenes?
—¿Cuáles eran sus órdenes, camarada doctor? —El oficial de la KGB clavó la vista en los ojos de Petrov.
El doctor lo explicó, concluyendo:
—Yo vi las órdenes. Las colocaron para que todos las vieran, como es lo normal.
—¿Firmadas por quién?
—El almirante Korov. ¿Qué otro podía ser?
—¿No le parecieron un poco extrañas esas órdenes? —preguntó fastidiado el mayor.
—¿Usted cuestiona sus órdenes, camarada mayor? —le espetó Petrov—. Yo no.
—¿Qué le pasó a su oficial político?
En otro lugar, Ivanov estaba explicando cómo habían detectado al Octubre Rojo los buques norteamericanos y británicos.
—¡Pero al capitán Ramius los evadió brillantemente! Lo habríamos logrado de no haber sido por ese maldito accidente del reactor. Ustedes deben descubrir quién nos hizo eso, camarada capitán. ¡Yo quisiera verlo muerto!
El oficial de la KGB no se mostró impresionado.
—¿Y qué fue lo último que le dijo a usted el comandante?
—Me ordenó que mantuviera el control de mis hombres, que no los dejara hablar con los norteamericanos más de lo imprescindible, y dijo que los norteamericanos jamás pondrían sus manos sobre nuestra nave. —Los ojos de Ivanov soltaron lágrimas al pensar en su comandante y su buque, ambos perdidos. Era un orgulloso y privilegiado joven soviético, hijo de un académico del partido—. Camarada, usted y su gente deben encontrar al bastardo que nos hizo esto.
—Fue muy astuto —relataba Svyadov a pocos pasos de distancia—. El propio camarada Melekhin sólo pudo encontrar el daño en el tercer intento, y juró vengarse de los hombres que lo provocaron. Yo mismo lo vi —dijo el teniente, olvidando que, en realidad, nunca lo había visto. Dio una explicación en detalle, hasta el punto de dibujar un diagrama de cómo lo habían hecho—. No sé nada sobre el accidente final. En ese momento estaba entrando de guardia. Melekhin, Surzpoi y Bugayev trabajaron durante horas tratando de conectar los sistemas de energía auxiliares —sacudió la cabeza—. Yo quise unirme a ellos, pero el capitán Ramius lo prohibió. Intenté de nuevo, contra las órdenes, pero el camarada Petrov me lo impidió.
Cuando llevaban dos horas de vuelo sobre el Atlántico, los interrogadores de mayor jerarquía de la KGB se reunieron en la parte posterior del avión para comparar sus notas.
—Pues bien, si este capitán estaba actuando, fue diabólicamente bueno —sintetizó el coronel a cargo de los interrogatorios iniciales—. Sus órdenes a los hombres fueron impecables. Las órdenes de la misión se anunciaron y exhibieron como es lo normal…
—Pero entre todos esos hombres, ¿quién conoce la firma de Korov? Y no podemos ahora ir a preguntarle a Korov, ¿verdad? —dijo un mayor. El comandante de la Flota del Norte había muerto de una hemorragia cerebral a las dos horas de iniciado su primer interrogatorio en Lubyanka ante la decepción de todos—. En último caso, pudo haber sido falsificada. ¿Tenemos una base secreta de submarinos en Cuba? ¿Y qué decir de la muerte del zampolit?
—El doctor está seguro de que fue un accidente —contestó otro mayor—. El capitán creyó que se había golpeado la cabeza, pero en realidad se había quebrado el cuello. Pero pienso que hubieran debido informarlo por radio pidiendo instrucciones.
—Una orden de silencio de radio —dijo el coronel—. Yo lo comprobé. Eso es completamente normal para los submarinos lanzamisiles.
¿Tenía conocimiento de artes marciales ese capitán Ramius? ¿Pudo él haber asesinado al zampolit?
—Es una posibilidad —murmuró el mayor que había interrogado a Petrov—. No estaba entrenado en esas cosas pero no es difícil hacerlo.
El coronel no supo si estar o no de acuerdo.
—¿Tenemos alguna evidencia de que la tripulación pensara que se estaba intentando una deserción? —Todas las cabezas se movieron en gesto de negación—. En todos los demás aspectos, ¿fue normal el comportamiento operativo de la nave?
—Sí, camarada coronel —dijo un joven capitán—. El oficial de navegación, sobreviviente, Ivanov, dice que la evasión de las fuerzas submarinas y de superficie imperialistas se efectuó perfectamente… tal como lo establecen los procedimientos doctrinarios, pero ajustados en forma brillante por este individuo Ramius durante un período de doce horas. Yo no he sugerido siquiera que pueda haber estado presente la traición. Todavía. —Todos sabían que esos marinos tendrían que cumplir un tiempo en Lubyanka hasta que cada una de sus cabezas hubiera quedado absolutamente limpia.
—Muy bien —dijo el coronel—, ¿hasta este punto no tenemos indicación alguna de traición por parte de los oficiales del submarino? Yo creo que no. Camaradas, van a continuar los interrogatorios en forma suave hasta que lleguemos a Moscú. Permitan un cierto aflojamiento.
Gradualmente, la atmósfera en el avión fue haciéndose más agradable. Se sirvieron emparedados y vodka, para soltar las lenguas y alentar un mejoramiento amistoso con los oficiales de la KGB, que estaban tomando agua. Todos los hombres sabían que irían a prisión por cierto tiempo, y aceptaban ese destino con lo que en Occidente sería considerado como un sorprendente fatalismo. La KGB seguiría trabajando durante varias semanas para reconstruir todo lo ocurrido en el submarino, desde el momento en que soltó su última amarra en Polyarnyy hasta el momento en que el último hombre entró en el Mystic. Otros grupos de agentes estaban ya trabajando en todo el mundo para averiguar si lo ocurrido con el Octubre Rojo era el resultado de un plan de la CIA o de algún otro servicio de inteligencia. La KGB encontraría su respuesta, pero el coronel a cargo del caso estaba empezando a pensar que la respuesta no estaba en esos marinos.
El Octubre Rojo.
Noyes autorizó a Ramius a caminar bajo supervisión los cinco metros que separaban la enfermería de la cámara de oficiales. El aspecto del paciente no era muy bueno, aunque eso se debía mayormente a que necesitaba lavarse y afeitarse, como todos los demás que estaban a bordo. Borodin y Mancuso lo ayudaron a sentarse a la cabecera de la mesa.
—¿Y bien, Ryan, cómo está usted hoy?
—Bien, gracias, capitán Ramius. —Ryan sonrió por encima de su café. La verdad era que se sentía enormemente aliviado desde que, varias horas antes, había podido delegar el asunto de dirigir el submarino en manos de los hombres que sabían realmente cómo hacerlo. Aunque no dejaba de contar las horas hasta que pudiera salir del Octubre Rojo, por primera vez en dos semanas no estaba mareado ni aterrorizado—. ¿Cómo está su pierna, señor?
—Dolida. Debe servirme de lección para no dejarme herir otra vez. No recuerdo si le dije que le debo mi vida, como todos nosotros.
—Se trataba de mi vida también —respondió Ryan, algo turbado.
—Buenos días, señor. —Era el cocinero—. ¿Puedo prepararle el desayuno, capitán Ramius?
—Sí, tengo mucha hambre.
—¡Mejor! Un desayuno estilo Marina de Estados Unidos. Voy a traerle un poco de café también. —Desapareció por el corredor. Treinta segundos después volvía con café recién hecho y un juego de cubiertos para Ramius—. Diez minutos más y le traeré el desayuno, señor.
Ramius se sirvió una taza de café. Había un pequeño sobre en el platillo.
—¿Qué es esto?
—Coffee Mate —dijo Mancuso sonriendo—. Es crema para el café, capitán.
Ramius abrió el pequeño sobre, y miró con aire de desconfianza en su interior antes de verter el contenido en la taza y removerlo.
—¿Cuándo nos vamos?
—Mañana, en algún momento —contestó Mancuso. El Dallas se situaba periódicamente a profundidad de periscopio para recibir órdenes operativas y retransmitirlas al Octubre mediante el teléfono submarino—. Hace pocas horas supimos que la flota soviética ha puesto rumbo al nordeste. Lo sabremos con seguridad hacia la puesta del sol. Nuestra gente está vigilándolos atentamente.
—¿Adónde vamos? —preguntó Ramius.
—¿Adónde les dijo usted que se proponía ir? —quiso saber Ryan—. ¿Qué decía exactamente su carta?
—Usted sabe lo de la carta… ¿cómo?
—Sabemos… Es decir, yo sé que existió una carta, pero eso es todo lo que puedo decir, señor.
—Le dije al Tío Yuri que íbamos a navegar a Nueva York para obsequiar este buque al Presidente de Estados Unidos.
—Pero usted no se dirigió a Nueva York —objetó Mancuso.
—Por supuesto que no. Yo quería entrar en Norfolk. ¿Por qué ir a un puerto civil cuando hay una base naval tan cerca? ¿Usted dice que debí haber escrito la verdad a Padorin? —Ramius sacudió la cabeza—. ¿Por qué? La costa de ustedes es tan grande…
«Querido almirante Padorin, me voy a Nueva York… No es de extrañar que se hayan vuelto locos», pensó Ryan.
—¿Vamos a Norfolk o a Charleston? —preguntó Ramius.
—Norfolk, creo —dijo Mancuso.
—¿No sabía que enviarían toda la flota detrás de usted? —preguntó Ryan—. ¿Para qué enviar la carta, después de todo?
—Para que supieran —respondió Ramius—. Para que supieran. Yo pensaba que nadie iba a localizarnos. En eso ustedes nos sorprendieron.
El comandante norteamericano trató de no sonreír.
—Lo detectamos frente a la costa de Islandia. Fue más afortunado de lo que se imagina. Si hubiéramos partido de Inglaterra en el momento previsto habríamos estado quince millas más cerca de la costa y lo habríamos detectado antes. Lo siento, capitán, pero nuestros sonares y operadores de sonar son muy buenos. Más tarde podrá conocer al hombre que lo localizó primero. En este momento está trabajando con su hombre Bugayev.
—Starsina —dijo Borodin.
—¿No es oficial? —preguntó Ramius.
—No, sólo un muy buen operador —dijo Mancuso sorprendido. ¿Por qué habría de querer alguien un oficial para hacer guardia en un equipo de sonar?
Volvió a entrar el cocinero. Su idea de desayuno estándar de la Marina de Estados Unidos consistía en un enorme plato con una gruesa tajada de jamón, un par de huevos fritos, una porción de carne picada y verduras, cuatro tostadas y jalea de manzana.
—Dígame si quiere más, señor —dijo el cocinero.
—¿Éste es un desayuno normal? —preguntó Ramius a Mancuso.
—Perfectamente normal. Yo prefiero waffles. Los norteamericanos toman abundantes desayunos. —Ramius ya estaba atacando el suyo.
Después de dos días sin una comida normal y con toda la pérdida de sangre de su herida en la pierna, el cuerpo le pedía comida a gritos.
—Dígame, Ryan —Borodin estaba encendiendo un cigarrillo—. ¿Qué es lo que más nos asombrará en Estados Unidos?
Jack señaló el plato del capitán.
—Los supermercados.
—¿Supermercados? —preguntó Borodin.
—Mientras esperaba en el Invincible, leí un informe de la CIA sobre personas que se habían pasado a nuestro lado. —Ryan no quiso decir desertores. En cierta forma, la palabra sonaba degradante—. Aparentemente, lo primero que sorprende a la gente, gente de su parte del mundo, es entrar y atravesar un supermercado.
—Hábleme de ellos —ordenó Borodin.
—Un edificio del tamaño de un campo de fútbol… Bueno, tal vez un poco más pequeño que eso. Usted entra por la puerta del frente y toma un carrito para sus compras. A la derecha están las frutas y verduras frescas, y así, poco a poco, va recorriendo el camino por la izquierda a través de los otros departamentos. Yo vengo haciéndolo desde que era un chico.
—¿Dijo frutas y verduras frescas? ¿Y cómo lo hacen ahora, en el invierno?
—¿Qué problema hay con el invierno? —dijo Mancuso—. Tal vez cuesten un poquito más, pero siempre se pueden conseguir productos frescos. Ésa es una de las cosas que echamos de menos en los submarinos. Nuestra disponibilidad de productos frescos y leche sólo nos dura una semana más o menos.
—¿Y la carne? —preguntó Ramius.
—La que usted quiera —respondió Ryan—. De vaca, de cerdo, cordero, pavo, pollo. Los granjeros norteamericanos son muy eficientes. Estados Unidos se abastece de alimentos a sí mismo y tiene un importante excedente. Usted lo sabe, la Unión Soviética nos compra grano a nosotros. ¿Diablos?, pagamos a los granjeros para que no cultiven, para poder mantener los excedentes bajo control. —Los cuatro rusos parecían dudar.
—¿Qué otra cosa? —preguntó Borodin.
—¿Qué otra cosa los sorprenderá? Casi todo el mundo tiene un automóvil. La mayor parte de la gente es dueña de su casa. Si usted tiene dinero, puede comprar prácticamente cualquier cosa que desee. En Estados Unidos, la familia promedio gana algo así como veinte mil dólares por año, creo. Todos estos oficiales ganan más que eso. Lo cierto es que en nuestro país si usted tiene algo de cerebro (y todos ustedes lo tienen) y si está dispuesto a trabajar (y todos ustedes lo están) podrá llevar una vida confortable, aun sin ayuda. Además, pueden estar seguros de que la CIA se ocupará muy bien de ustedes. No quisiéramos que nadie se quejara de nuestra hospitalidad.
—¿Y qué será de mis hombres? —preguntó Ramius.
—No puedo decírselo con exactitud, señor, dado que nunca he intervenido antes en esta clase de cosas. Yo supongo que a usted lo llevarán a un lugar seguro para reponerse. La gente de la CIA y de la Marina querrá conversar largamente con usted. Eso no es ninguna sorpresa, ¿verdad? Se lo dije antes. Dentro de un año estará haciendo cualquier cosa que usted mismo elija hacer.
—Y cualquiera que desee realizar un crucero con nosotros será muy bien recibido —agregó Mancuso.
Ryan se preguntó hasta dónde sería cierto eso. La Marina no estaría dispuesta a permitir que algunos de esos hombres subieran a bordo de un submarino clase 688. Podría darle a alguno de ellos información lo suficientemente valiosa como para posibilitarle el regreso a casa y conservar la cabeza.
—¿Cómo se convierte en espía de la CIA un hombre simpático y amable? —preguntó Borodin.
—Yo no soy espía, señor —dijo otra vez Ryan. No podía culparlos por no creerle—. Cuando cursaba la escuela de graduados conocí a un tipo que mencionó mi nombre a un amigo suyo de la CIA, el almirante James Greer. Hace unos pocos años me pidieron que integrara un equipo de académicos que había sido convocado para controlar ciertas apreciaciones de inteligencia de la CIA. En ese momento yo estaba muy feliz dedicándome a escribir libros sobre historia naval. En Langley, estuve allí dos meses durante el verano, escribí un documento sobre terrorismo internacional. A Greer le gustó, y hace dos años me pidió que fuera a trabajar allí con horario completo. Yo acepté. Fue un error —dijo Ryan, sin pensarlo realmente. ¿O sí lo hizo?—. El año pasado me transfirieron a Londres para trabajar en un equipo conjunto de evaluación de información con el Servicio Secreto Británico. Mi trabajo normal es sentarme frente a un escritorio y analizar el material que envían los agentes de campo. Me vi envuelto en esto porque aprecié qué era lo que usted se proponía, capitán Ramius.
—¿Su padre fue espía? —preguntó Borodin.
—No, mi padre era oficial de policía de Baltimore. Él y mi madre murieron en un accidente de aviación hace diez años.
Borodin le expresó sus sentimientos.
—¿Y usted, capitán Mancuso, por qué se hizo marino?
—Yo quise ser marino desde niño. Mi padre es peluquero. Y decidí elegir submarinos en Annapolis porque me pareció interesante.
Ryan estaba contemplando algo que no había visto nunca: hombres de diferentes lugares y diferentes culturas tratando de encontrar puntos comunes. Ambas partes estaban ofreciendo lo suyo, buscando similitudes de carácter y experiencia, construyendo los cimientos para una mejor comprensión. Era más que interesante, era conmovedor. Ryan se preguntaba cómo sería de difícil para los soviéticos. Probablemente más duro que nada de lo hecho por él hasta ese momento… habían quemado sus naves. Se habían lanzado lejos de todo lo conocido, confiando en que habrían de hallar algo mejor. Ryan tenía esperanzas de que triunfaran y realizaran su transición del comunismo a la libertad.
En los dos últimos días había podido darse cuenta del enorme coraje que necesitaban los hombres para desertar. Afrontar una pistola en una sala de misiles no era nada comparado con la decisión de dejar atrás toda su vida. Era extraño ver con cuánta facilidad los norteamericanos daban por sentada su libertad. ¿Cómo sería de difícil para esos hombres que habían arriesgado sus vidas adaptarse a algo que hombres como Ryan tan raramente apreciaban? Era gente como ésa la que había construido el Sueño Americano, y gente como ésa la que se necesitaba para mantenerlo. Era extraño que esos hombres vinieran de la Unión Soviética. O tal vez no tan extraño, pensó Ryan, oyendo la conversación que se desarrollaba frente a él.