EL DECIMOQUINTO DIA

Viernes, 17 de diciembre

Ensenada Ocracoke.

No había luna. La procesión de las tres naves entró en la ensenada a cinco nudos, pocos minutos después de medianoche para aprovechar la marea extra alta. El Pogy conducía la formación por ser el de menor calado, y el Dallas seguía al Octubre Rojo. Las estaciones de guardacostas sobre ambos lados de la ensenada, estaban ocupadas por oficiales navales que relevaron al personal de rutina.

Ryan había obtenido permiso para navegar en la parte superior de la torreta, un gesto humanitario de Ramius que él supo apreciar. Después de dieciocho horas dentro del Octubre Rojo, Jack se había sentido confinado, y era bueno ver el mundo… aunque no fuera más que en un espacio oscuro y vacío. El Pogy sólo mostraba una tenue luz roja que desaparecía si se la miraba durante más de unos pocos segundos.

Jack pudo ver los copetes de espuma en el agua, y las estrellas que jugaban al escondite a través de las nubes. El viento del oeste parecía salir del agua con sus severos veinte nudos.

Borodin daba órdenes concisas, monosilábicas, mientras mandaba el submarino subiendo por un canal que tenía que ser dragado con mucha frecuencia a pesar de la enorme escollera construida hacia el norte. El recorrido era fácil, las olas de medio o un metro no afectaban en lo más mínimo a la enorme masa de treinta mil toneladas del submarino lanzamisiles. Ryan estaba agradecido por eso. Las negras aguas se calmaron, y cuando entraron en la rada apareció un bote de goma tipo Zodiac que zumbaba hacia ellos.

—¡Ah del Octubre Rojo! —gritó una voz en la oscuridad. Ryan apenas podía distinguir la forma gris y romboidal del Zodiac. Estaba delante de un pequeño sector de espuma formada por el ruidoso motor fuera borda.

—¿Puedo contestar, capitán Borodin? —preguntó Ryan. Borodin aprobó con un movimiento de cabeza—. Yo soy Ryan. Tenemos dos heridos a bordo. Uno de ellos está grave. ¡Necesitamos de inmediato un médico y un equipo de cirugía! ¿Me ha comprendido?

—Dos heridos y necesita un médico, está bien. —Ryan creyó ver a un hombre que sostenía algo contra su cara y le pareció que oía el débil fondo quebradizo de una radio. Era difícil decirlo por el ruido del viento—. De acuerdo. Enseguida les mandaremos un médico en vuelo, Octubre. El Dallas y el Pogy tienen ambos servicios médicos a bordo. ¿Los quieren?

—¡Más que urgente! —replicó Ryan de inmediato.

—Muy bien. Sigan al Pogy dos millas más y esperen. —El Zodiac partió velozmente en el rumbo opuesto y desapareció en la oscuridad.

—Gracias a Dios por eso —suspiró Ryan.

—¿Usted es cre… creyente? —preguntó Borodin.

—Sí, claro —Ryan no debió haberse sorprendido por la pregunta. «¡Diablos!, uno tiene que creer en algo».

—¿Y eso por qué, capitán Ryan? —Borodin estaba examinando al Pogy a través de unos anteojos para visión nocturna, de gran tamaño.

Ryan dudaba cómo contestar.

—Bueno, porque si uno no cree en nada, ¿qué sentido tiene la vida? Eso significaría que Sartre y Camus y todos esos personajes tenían razón: todo es caos, la vida no tiene ningún significado. Yo me niego a creer eso. Si usted quiere una respuesta mejor, conozco un par de sacerdotes que tendrán mucho gusto en conversar con usted.

Borodin no respondió. Dio una orden por el micrófono del puente, y cambió el rumbo unos pocos grados hacia estribor.

El Dallas.

Media milla más atrás, Mancuso sostenía cerca de los ojos un visor nocturno luminoso de aumento. Mannion se asomaba sobre su hombro esforzándose para ver.

—Cristo Santo —murmuró Mancuso.

—Lo entendió bien, jefe —dijo Mannion, estremeciéndose dentro de su chaqueta—. Yo tampoco estoy seguro de si debo creerlo. Aquí viene el Zodiac. —Mannion entregó a su comandante la radio portátil que se usaba para entrar a puerto.

—¿Recibe bien?

—Aquí Mancuso.

—Cuando se detenga nuestro amigo, quiero que le transfiera diez hombres, incluyendo su médico. Informan que tienen dos heridos que necesitan atención. Elija buenos hombres, capitán, ellos van a necesitar ayuda para dirigir el submarino… asegúrese solamente de que sean hombres que no hablen.

—Comprendido. Diez hombres incluyendo el médico. Cambio y corto. —Mancuso observó la lancha que volvía velozmente hacia el Pogy—. ¿Quiere venir, Pat?

—Puede apostar el culo, ejem…, señor; ¿usted está planeando ir? —preguntó Mannion.

Mancuso pensó juiciosamente.

—Creo que Chambers está en condiciones de mandar el Dallas por uno o dos días, ¿no le parece?

Sobre la costa, un oficial naval hablaba por teléfono con Norfolk. La estación guardacostas estaba llena de gente, casi todos oficiales. Una cabina de fibra de vidrio estaba junto al teléfono, de manera que pudieran comunicarse con el Comandante en Jefe del Atlántico en secreto. Sólo llevaban allí dos horas y pronto se marcharían. Nada podía parecer fuera de lo ordinario. En el exterior, un almirante y un par de capitanes de navío observaban las sombras oscuras a través de visores nocturnos. Estaban tan solemnes como hombres dentro de una iglesia.

Cherry Point, Carolina del Norte.

El capitán de fragata Ed Noyes descansaba en el salón de estar de los médicos, del hospital naval de la Base Aérea de la Infantería de Marina de Estados Unidos, Cherry Point, en Carolina del Norte. Era un calificado cirujano de vuelo y estaría de guardia durante las tres noches siguientes, la manera de tener libres cuatro días para Navidad. Había sido una noche tranquila. Pero eso estaba a punto de cambiar.

—¿Doctor?

Noyes levantó La mirada y vio a un capitán de infantería de marina con uniforme de Policía Militar. El doctor lo conocía. La Policía Militar manejaba muchos casos de accidentes. Dejó a un lado su Diario de Medicina de Nueva Inglaterra.

—Hola, Jerry. ¿Ha ocurrido algo?

—Doctor, tengo órdenes de decirle que prepare todo lo que necesite para cirugía de emergencia. Tiene dos minutos, luego lo llevaré al aeropuerto.

—¿Para qué? ¿Qué clase de cirugía? —Noyes se puso de pie.

—No lo dijeron, doctor; solamente que usted tiene que ir en vuelo a alguna parte, solo. Las órdenes vienen de muy arriba, eso es todo lo que sé.

—Maldita sea, Jerry. ¡Yo tengo que saber de qué clase de cirugía se trata para saber qué tengo que llevar!

—Entonces lleve todo, señor. Yo tengo que llevarlo al helicóptero.

Noyes juró y se dirigió a la sala de primeros auxilios. Otros dos infantes de marina estaban esperando allí. Él les entregó cuatro juegos esterilizados, en bandejas de instrumentos empaquetadas con anterioridad. Se preguntó si necesitaría algunas drogas y decidió llevar todo lo que podía en sus manos, además de dos unidades de plasma. El capitán lo ayudó a ponerse su abrigo y juntos caminaron hacia la puerta y salieron para subir a un jeep que esperaba. Cinco minutos más tarde se embarcaron en un Sea Stallion cuyos motores ya estaban rugiendo.

—¿De qué se trata? —consultó Noyes en el interior a un coronel de inteligencia, preguntándose dónde estaba el jefe de la tripulación.

—Vamos a salir para dirigirnos al estrecho —explicó el coronel—. Tenemos que bajarlo a usted sobre un submarino que tiene algunos heridos a bordo. Allí encontrará un par de ayudantes, y eso es todo lo que sé, ¿de acuerdo? —Tenía que estar de acuerdo. No había otra alternativa en el asunto.

El Stallion despegó de inmediato. Noyes había volado en ellos bastante a menudo. Tenía doscientas horas como piloto de helicópteros, y otras trescientas en aviones de ala fija. Noyes era de esa clase de médicos que habían descubierto demasiado tarde que el vuelo era una vocación tan atrayente como la medicina. Volaba en cuanta oportunidad tenía, y a veces daba a los pilotos atención médica especial para sus empleados, para que lo llevaran a volar en el asiento posterior de un F-4 Phantom. El Sea Stallion —notó— no estaba haciendo un vuelo de crucero. Los estaba llevando a la máxima velocidad.

Estrecho de Pamlico.

El Pogy detuvo su marcha aproximadamente al mismo tiempo que el helicóptero abandonaba Cherry Point. El Octubre alteró otra vez su rumbo hacia estribor y se detuvo paralelo a él, hacia el norte. El Dallas hizo otro tanto. Un minuto después, el bote Zodiac reapareció junto a la banda del Dallas y luego se aproximó lentamente al Octubre Rojo, semihundido con su carga de hombres.

—¡Ah del Octubre Rojo!

Esa vez fue Borodin quien respondió. Tenía cierto acento, pero su inglés era comprensible.

—Identifíquese.

—Soy Bart Mancuso, comandante del USS Dallas. Tengo a bordo el representante médico de nuestro buque, y algunos otros hombres. Solicito permiso para subir a bordo, señor.

Ryan vio el gesto en el rostro del starpon. Por primera vez Borodin tenía realmente que afrontar lo que estaba ocurriendo, y no habría sido humano si lo hubiese aceptado sin cierta clase de lucha.

—Permiso conce… sí.

EL Zodiac arrimó justo en la curva del casco. Un hombre saltó a bordo con una cuerda para asegurar el bote de goma. Diez hombres cruzaron al submarino, y uno de ellos se separó para subir por la torreta.

—¿Comandante? Yo soy Bart Mancuso. Entiendo que tiene unos hombres heridos a bordo.

—Sí —asintió Borodin—, el comandante y un oficial británico, ambos con heridas de pistola.

—¿Heridas de pistola? —Mancuso se mostró sorprendido.

—Preocúpese más tarde por eso —dijo Ryan, cortante—. Pongamos a trabajar a su médico con ellos, ¿de acuerdo?

—Por supuesto, ¿dónde está la escotilla?

Borodin habló por el micrófono del puente y pocos segundos después apareció un círculo de luz en la cubierta, al pie de la torreta.

—Nosotros no tenemos un doctor en medicina, tenemos un hombre de sanidad contratado. Es muy bueno, y el hombre del Pogy estará aquí en un par de minutos. A propósito, ¿quién es usted?

—Es un espía —dijo Borodin con evidente ironía.

—Jack Ryan.

—¿Y usted, señor?

—Capitán de fragata Vasily Borodin. Yo soy el… primer oficial, ¿sí? Venga, entre en el puesto, capitán. Por favor discúlpeme, estamos todos muy cansados.

—Ustedes no son los únicos. —No había tanto espacio. Mancuso tuvo que acomodarse sobre la brazola—. Capitán, quiero que sepa que nos hizo pasar un tiempo de todos los diablos para poder seguirlo. Debe ser felicitado por su habilidad profesional.

El halago provocó una anticipada respuesta de Borodin.

—¿Y qué tenemos que hacer?

—Las órdenes de tierra consisten en esperar que llegue el médico y sumergirnos. Luego nos quedaremos inmóviles hasta recibir órdenes de movernos. Puede ser un día, pueden ser dos. Creo que todos podemos aprovechar el descanso. Después de eso, lo llevaremos a un bonito lugar seguro, y yo personalmente lo invitaré a comer la mejor comida italiana que haya visto en su vida. —Mancuso sonrió—. ¿Tienen comida italiana en Rusia?

—No, y si usted está acostumbrado a la buena comida, tal vez la del Krazny Oktyabr no le guste mucho.

—Tal vez pueda arreglar eso. ¿Cuántos hombres hay a bordo?

—Doce. Diez soviéticos, el inglés, y el espía. —Borodin miró de reojo a Ryan con una leve sonrisa.

—Muy bien. —Mancuso buscó en su abrigo y sacó la radio—. Aquí Mancuso.

—Aquí estamos, jefe —replicó Chambers.

—Junten un poco de comida para nuestros amigos. Seis comidas para veinticinco hombres. Manden un cocinero también. Wally, quiero mostrar a estos hombres un poco de buen chow. ¿Comprendido?

—Entendido, jefe. Cambio y corto.

—Tengo algunos cocineros muy buenos, capitán. Una lástima que esto no haya sido la semana pasada. Tuvimos lasañas, exactamente iguales a las que hacía mi madre. Lo único que faltaba era el Chianti.

—Ellos tienen vodka —observó Ryan.

—Sólo para espías —dijo Borodin. Dos horas después del tiroteo, Ryan había sentido temblores, y Borodin le había enviado unos tragos de los depósitos médicos—. Nos han dicho que sus hombres submarinistas son sumamente mimados.

—Puede que sea así —asintió Mancuso—. Pero nos mantenemos embarcados durante sesenta o setenta días por vez. Eso es bastante duro. ¿No le parece?

—¿Por qué no vamos abajo? —sugirió Ryan. Todos estuvieron de acuerdo. Estaba empezando a hacer frío.

Borodin, Ryan y Mancuso bajaron, y se encontraron con los norteamericanos sobre uno de los lados de la sala de control y los soviéticos en el otro, tal como había sucedido la primera vez. El capitán norteamericano rompió el hielo.

—Capitán Borodin, éste es el hombre que los encontró. Acérquese Jones.

—No fue nada fácil, señor —dijo Jones—. ¿Puedo ponerme a trabajar? ¿Puedo ver su sala de sonar?

—Bugayev. —Borodin hizo una señal llamando al oficial de electrónica del buque. El capitán de corbeta condujo hacia popa al sonarista.

Jones echó una ojeada al equipo y murmuró:

—Chatarra.

Las placas frontales tenían todas rejillas para disipar el calor. «Dios, ¿usarían lámparas de vacío?», se preguntó Jones. Sacó del bolsillo un destornillador para averiguarlo.

—¿Habla usted inglés, señor?

—Sí, un poco.

—¿Puedo ver los diagramas de los circuitos de este equipo, por favor?

Bugayev parpadeó. Ningún hombre de tripulación, y sólo uno de sus michman, le habían hecho nunca semejante petición. Luego tomó la carpeta de diseños de su estante en el mamparo anterior.

Jones comparó el número de código del equipo que estaba controlando con la correspondiente sección de la carpeta. Desplegó el diagrama y notó con alivio que ohms eran ohms en todo el mundo. Empezó a deslizar el dedo a lo largo de la página y luego quitó el panel de cubierta para mirar dentro del equipo.

—¡Chatarra, megachatarra al máximo! —Jones estaba tan impresionado como para cometer el desliz de usar la jerga naval.

—Disculpe, ¿qué es eso de «chatarra»?

—Oh, perdóneme, señor. Ésa es una expresión que usamos en la Marina. No sé cómo se dice en ruso. Lo siento. —Jones forzó una sonrisa mientras volvía a los esquemas—. Señor, éste es un equipo de baja potencia y alta frecuencia, ¿no? ¿Lo usan para minas y otros empleos diversos?

Era el turno de Bugayev para impresionarse.

—¿Usted ha recibido adiestramiento sobre equipos soviéticos? —preguntó.

—No, señor, pero con seguridad he oído hablar mucho de él —¿Acaso no era obvio?, se preguntó Jones—. Señor, éste es un equipo de alta frecuencia, pero no tiene mucha potencia. ¿Para qué otra cosa puede servir? Un equipo de baja potencia FM se usa para minas, para trabajos debajo del hielo y para entrar a puerto, ¿verdad?

—Correcto.

—¿Tiene un «gertruden», señor?

—¿«Gertruden»?

—Un teléfono subacuático, señor, para hablar a otros submarinos. —Pero ¿ese tipo no sabía nada?

—Ah, sí, pero está instalado en control, y se halla fuera de servicio.

—Ajá —Jones volvió a inspeccionar el diagrama—. Creo que puedo ponerle un modulador a este bebé, entonces, y convertirlo en un «gertruden» para usted. Puede ser útil. ¿No cree que su comandante puede quererlo, señor?

—Lo preguntaré. —Confiaba en que Jones iba a quedarse en el lugar, pero el joven sonarista no se despegó de él cuando fue a la sala de control. Bugayev explicó la sugerencia a Borodin mientras Jones hablaba con Mancuso.

—Tienen un pequeño equipo FM que se parece mucho a los viejos «gertruden», de la escuela de sonar. En los depósitos tenemos un modulador de repuesto, y probablemente pueda conectarlo en treinta minutos, sin problemas —dijo el sonarista.

—Capitán Borodin, ¿está de acuerdo? —preguntó Mancuso.

Borodin tuvo la sensación de que lo estaban empujando demasiado rápido, aunque la sugerencia era perfectamente aceptable.

—Sí, que su hombre lo haga.

—Jefe, ¿cuánto tiempo vamos a estar aquí? —preguntó Jones.

—Uno o dos días, ¿por qué?

—Señor, este buque no tiene muchas comodidades para la gente, ¿sabe? ¿Qué le parece si me consigo un televisor y un vídeo? Que tengan algo para mirar, usted me comprende, ¿cómo para darle una rápida mirada a Estados Unidos?

Mancuso rio. Querían saber todo lo que pudieran sobre ese submarino, pero tenían tiempo de sobra para eso, y la idea de Jones parecía una buena forma de aliviar las tensiones. Por otra parte, no quería incitar un amotinamiento en su propio submarino.

—De acuerdo, tome el de la cámara de oficiales.

—Comprendido, jefe.

El Zodiac llegó unos minutos después llevando al médico del Pogy, y Jones aprovechó el bote para volver al Dallas. Gradualmente los oficiales estaban empezando a conversar entre ellos. Dos rusos intentaban hablar con Mannion y observaban su cabello. Nunca habían visto a un negro.

—Capitán Borodin, tengo órdenes de sacar algo de la sala de control que identifique…, quiero decir, algo que sea propio de este submarino —dijo Mancuso—. ¿Puedo tomar ese indicador de profundidad? Puedo hacer que uno de mis hombres instale un sustituto. —El indicador tenía un número.

—¿Por qué razón?

—No lo sé, pero ésas son mis órdenes.

—Sí —respondió Borodin.

Mancuso ordenó a uno de los suboficiales que cumpliera la tarea.

El suboficial tomó de su bolsillo una herramienta y retiró la tuerca que mantenía en su sitio el dial y la aguja.

—Éste es un poco más grande que los nuestros, jefe, pero no mucho. Creo que tenemos uno de repuesto. Puedo colocar la parte de atrás para adelante y grabarle las marcas, ¿de acuerdo?

Mancuso le alcanzó la radio.

—Llame enseguida y dígale a Jones que traiga con él el repuesto.

—Comprendido, jefe. —El suboficial puso de nuevo la aguja en su lugar después de apoyar el dial en el suelo.

El Sea Stallion no intentó aterrizar, aunque el piloto estuvo tentado. La cubierta era casi lo suficientemente grande como para probar. Finalmente, el helicóptero evolucionó a muy poca altura sobre la cubierta de misiles, y el doctor saltó a los brazos de dos marineros. Un momento después le arrojaron las cosas que había llevado consigo. El coronel permaneció en la parte posterior del helicóptero y deslizó la puerta para cerrarla. La aeronave viró lentamente para volver hacia el sudoeste; su enorme rotor levantaba espuma de las aguas del Estrecho Pamlico.

—¿Era eso lo que yo creo que era? —preguntó el piloto por el intercomunicador.

—¿No estaba mirando hacia atrás? Yo creía que los submarinos ¿no es así? Quiero decir, ¿no era el timón eso que se alzaba detrás de la torreta? —respondió el copiloto lleno de dudas.

—¡Era un submarino ruso! —dijo el piloto.

—¿Qué? —Era tarde para ver, ya estaban a dos millas de distancia—. Esos tipos que estaban en cubierta eran de los nuestros. No eran rusos.

—¡Hijo de puta! —juró el mayor, perplejo. Y no podía decir absolutamente nada. El coronel de la división de inteligencia había sido condenadamente claro acerca de eso: «Usted no ve nada, no oye nada, no piensa nada, y por todos los demonios más vale que nunca diga nada».

—Soy el doctor Noyes —dijo el capitán de fragata a Mancuso en la sala de control. No había estado nunca en un submarino, y cuando miró a su alrededor vio un compartimiento lleno de instrumentos, todos en idioma extranjero—. ¿Qué buque es éste?

—Krazny Oktyabr —dijo Borodin acercándose. En la parte central del frente de su gorra había una brillante estrella roja.

—¿Qué diablos está pasando aquí? —preguntó Noyes con firmeza.

—Doctor —Ryan lo tomó del brazo—, tiene dos pacientes a popa. ¿Por qué no nos preocupamos por ellos?

Noyes lo siguió hacia popa hasta la enfermería.

—¿Qué está pasando aquí? —insistió un poco más calmado.

—Los rusos acaban de perder un submarino —explicó Ryan—, y ahora nos pertenece. Y si usted dice algo a alguien…

—Le entiendo, pero no le creo.

—No tiene que creerme. ¿Qué clase de cirujano es usted?

—Torácico.

—Magnífico —Ryan dio vuelta para entrar en la enfermería—, tiene un herido de bala que lo necesita con urgencia.

Williams estaba acostado desnudo sobre la mesa. Entró un marinero con los brazos cargados de elementos sanitarios y los dejó sobre el escritorio de Petrov. El armario médico del Octubre tenía cierta cantidad de plasma, y los dos hombres de sanidad ya habían colocado dos unidades al teniente. Le habían insertado un tubo en el pecho, que drenaba hacia una botella de vacío.

—Tenemos una herida de nueve milímetros en el pecho de este hombre —dijo uno de ellos presentándose y haciendo otro tanto con su compañero—. Me dicen que hace diez horas que tiene puesto el tubo en el pecho. La cabeza parece peor de lo que está. La pupila derecha está un poco dilatada, pero no mucho. El pecho está mal, señor. Será mejor que lo ausculte.

—¿Vitales? —Noyes miró en su maletín buscando el estetoscopio.

—Pulso ciento diez con arritmia. La presión sanguínea, ocho y cuatro.

Noyes movió el estetoscopio por el pecho de Williams, frunciendo el entrecejo.

—El corazón está fuera de su lugar. Tenemos un neumotórax con tensión de la izquierda. Debe de haber un litro de fluido allí, y suena como si estuviera por producirse un espasmo congestivo. —Se volvió hacia Ryan—. Ahora salga usted de aquí. Tengo que abrirle el pecho.

—Cuídelo bien, doctor. Es un buen hombre.

—¿Y no lo son todos? —observó Noyes, mientras se quitaba la chaqueta—. Vamos a lavarnos, muchachos.

Ryan se preguntó si una operación ayudaría. Noyes parecía un cirujano y hablaba como tal. Ryan esperó que lo fuera. Fue hacia popa, al camarote del comandante, donde Ramius dormía gracias a las drogas que le habían dado. La pierna ya no sangraba, y era evidente que uno de los hombres de sanidad se había ocupado de él. Noyes podía dedicarse a él más tarde. Ryan se dirigió a proa.

Borodin tenía la sensación de que había perdido el control, y no le gustaba, aunque era en parte un alivio. Dos semanas de tensión constante más el irritante cambio en los planes habían conmocionado al oficial en mayor grado del que él hubiera creído. En ese momento la situación no era nada agradable… los norteamericanos estaban tratando de ser corteses, ¡pero eran más dominantes que el demonio! Al menos, los oficiales del Octubre Rojo no estaban en peligro.

Veinte minutos después el Zodiac estaba de regreso otra vez. Dos marineros se ocuparon de descargar más de cien kilos de alimentos congelados y luego ayudaron a Jones con sus materiales electrónicos. Les llevó varios minutos acomodar todo lo que habían descargado y el marinero que llevó hacia proa la comida volvió tembloroso después de haber encontrado dos cuerpos rígidos y un tercer cadáver congelado. No había habido tiempo para mover a los dos últimos muertos.

—Conseguí todo, jefe —informó Jones. Entregó al suboficial el dial de indicación de profundidad.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Borodin.

—Capitán, traje el modulador para hacer el «gertruden». —Jones le mostró una pequeña caja—. Estas otras cosas son un pequeño televisor en color, un grabador de videocasete y algunas cintas grabadas con películas. El jefe pensó que todos ustedes podrían querer algo para relajarse y para llegar a conocernos un poco, ¿me comprenden?

—¿Películas? —Borodin sacudió la cabeza—. ¿Películas de cine?

—Desde luego. —Mancuso soltó una risita—. ¿Qué trajo, Jones?

—Bueno, señor, conseguí, E.T., Star Wars, Big Jake y Hondo. —Era evidente que Jones había querido ser cuidadoso en cuanto a qué partes de Estados Unidos presentaba primero a los rusos.

—Mis disculpas, capitán. Mi sonarista tiene el gusto limitado con respecto a películas.

Por el momento a Borodin le habría gustado ver El Acorazado Potemkin. La fatiga lo estaba atacando intensamente.

El cocinero entró apresuradamente con las manos llenas de comestibles.

—Traeré café en un minuto, señor —dijo a Borodin cuando ya se volvía a la cocina.

—Me gustaría comer algo. Ninguno de nosotros ha comido en todo el día —dijo Borodin.

—¡Comida! —gritó Mancuso hacia la cocina.

—Comprendido, jefe. Déjeme estudiar un poco esta cocina.

Mannion controló su reloj.

—Veinte minutos, señor.

—¿Tenemos a bordo todo lo que necesitamos?

—Sí, señor.

Jones hizo un bypass en el control de pulso del amplificador del sonar y empalmó allí el modulador. Fue aún más fácil de lo que había esperado. Junto con todo lo demás, Jones había llevado un micrófono de radio del Dallas y lo conectó al equipo del sonar antes de encenderlo. Tenía que esperar que el aparato se calentara. Jones no había vuelto a ver tantas lámparas desde que salía a reparar televisores con su padre, y eso hacía ya mucho tiempo.

—Dallas, aquí Jones, ¿me recibe?

—Afirmativo. —La respuesta se oyó chillona, como la radio de un taxi.

—Gracias. Corto. —Apagó el equipo—. Funciona. Fue bastante fácil, ¿no es cierto?

«¡Recluta, diablos! ¡Y ni siquiera adiestrado con equipo soviético!» pensó el oficial de electrónica del Octubre. No se le ocurrió que esa parte del equipo era casi una copia de un sistema norteamericano obsoleto de FM.

—¿Cuánto tiempo hace que es sonarista?

—Tres años y medio, señor. Desde que dejé la Universidad.

—¿Usted aprendió todo esto en tres años? —preguntó vivamente el oficial.

—¿Qué tiene de extraño, señor? —Jones se encogió de hombros—. Yo he jugado con radios y materiales desde que era un chico. ¿Le importa si pongo un poco de música, señor?

Jones había decidido ser especialmente amable. Sólo tenía una cinta de un compositor ruso, la suite Cascanueces, y la había traído junto con cuatro Bach. A Jones le gustaba escuchar música mientras rezaba sobre los diagramas de los circuitos. El joven sonarista estaba a sus anchas. Hacía tres años que venía escuchando esos equipos rusos… y en ese momento tenía sus diagramas, sus aparatos, y el tiempo para conocerlos a fondo. Bugayev continuaba observando asombrado mientras los dedos de Jones seguían el ballet en las páginas del manual con la música de Tchaikovski.

—Es hora de sumergirse, señor —dijo Mannion en control.

—Muy bien. Con su permiso, capitán Borodin, yo voy a ayudar con los aireadores. Todas las escotillas y aberturas están… cerradas. —Mancuso observó que el tablero de inmersión usaba la misma disposición de luces que los submarinos norteamericanos.

Mancuso hizo un inventario de la situación por última vez. Butler y sus cuatro suboficiales más antiguos estaban ya dedicados a la tetera nuclear, a popa. La situación parecía bastante buena, en medio de todo. Lo único que podía andar realmente mal sería que los oficiales del Octubre cambiaran sus ideas. El Dallas estaría manteniendo al submarino lanzamisiles bajo constante observación de sonar. Si se movía, el Dallas tenía una ventaja de diez nudos en la velocidad, y con eso podría bloquear el canal.

—Por lo que yo veo, capitán, estamos en condiciones de inmersión —dijo Mancuso.

Borodin asintió con un movimiento de cabeza, e hizo sonar la alarma de inmersión. Era un zumbido, exactamente igual al de los submarinos norteamericanos. Mancuso, Mannion y un oficial ruso trabajaron con los complejos controles de aireación. El Octubre Rojo inició su lento descenso. En cinco minutos estaba descansando en el fondo, con veinte metros de agua sobre la parte superior de su torreta.

La Casa Blanca.

Eran las tres de la mañana y Pelt hablaba por teléfono a la Embajada Soviética.

—Alex, habla Jeffrey Pelt.

—¿Cómo está, doctor Pelt? Debo expresarle mi reconocimiento y el del pueblo soviético por su intervención para salvar a nuestro marinero. Hace pocos minutos he sido informado de que ahora ya está consciente, y que se espera su total recuperación.

—Sí, también yo acabo de enterarme de eso. A propósito, ¿cuál es su nombre? —Pelt se preguntó si habría despertado a Arbatov. No parecía que fuera así.

—Andre Katyskin, un suboficial cocinero, de Leningrado.

—Qué bien, Alex, me han informado que el USS Pigeon ha rescatado a casi toda la tripulación del otro submarino soviético, cerca de las Carolinas. Su nombre, evidentemente, era Octubre Rojo. Ésa es la buena noticia, Alex. La mala es que la nave explotó y se hundió antes de que pudiésemos sacarlos a todos. Han desaparecido la mayor parte de los oficiales, y dos de nuestros oficiales.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Ayer por la mañana, muy temprano. Lamento la demora, pero el Pigeon tuvo problemas con la radio, como resultado de la explosión submarina, dicen. Usted sabe cómo puede ocurrir esa clase de cosas.

—Por cierto. —Pelt tuvo que admirar la respuesta, sin el más mínimo matiz de ironía—. ¿Dónde están ellos ahora?

—El Pigeon está navegando hacia Charleston, Carolina del Sur. Desde allí haremos que los tripulantes soviéticos sean llevados en vuelo directamente a Washington.

—¿Y ese submarino explotó? ¿Está usted seguro?

—Sí, uno de los tripulantes dijo que tuvieron un accidente mayor con el reactor. Fue nada más que buena suerte que el Pigeon estuviera allí. Se dirigía a la costa de Virginia para inspeccionar el otro submarino que perdieron ustedes. Creo que su Marina necesita un poco de trabajo, Alex —observó Pelt.

—Informaré de todo esto a Moscú, doctor —respondió secamente Arbatov—. ¿Puede decimos dónde sucedió?

—Puedo hacer algo mejor que eso. Tenemos un buque que llevará un sumergible de investigación en inmersión profunda para que descienda e inspeccione los restos. Si usted quiere, puede comunicar a su Marina que envíen un hombre a Norfolk, y nosotros lo llevaremos al lugar para que él inspeccione para ustedes. ¿Le parece bien?

—¿Usted dijo que perdieron dos oficiales? —Arbatov buscaba ganar tiempo, sorprendido por el ofrecimiento.

—Sí, ambos eran gente de rescate. Pero pudimos sacar cien hombres, Alex —dijo Pelt a la defensiva—. Eso es algo.

—Por cierto que lo es. Enviaré un cable a Moscú pidiendo instrucciones. Yo lo llamaré después. ¿Usted está en su despacho?

—Correcto. Hasta luego, Alex —colgó y miró al Presidente—. ¿Estoy aprobado, jefe?

—Trabaje un poquito más en la sinceridad, Jeff. —El Presidente estaba tendido en un sillón de cuero, con una bata sobre el pijama—. ¿Morderán?

—Morderán. Es más seguro que el diablo que quieren confirmar la destrucción del submarino. El asunto es: ¿podemos engañarlos?

—Foster parece pensar que sí. Suena bastante plausible.

—Hummm. Bueno, pero ya lo tenemos, ¿no? —observó Pelt.

—Sí. Pienso que esa historia acerca del agente de la GRU estaba equivocada, de lo contrario lo habrían eliminado de un puntapié con todos los demás. Quiero ver a ese capitán Ramius. ¡Vaya! Lanzar una alarma en un reactor, ¡con razón sacó a todo el mundo del buque!

El Pentágono.

Skyp Tyler estaba en el despacho del Jefe de Operaciones Navales tratando de relajarse en un sillón. La estación guardacostas de la ensenada había hecho una toma de televisión con luz baja y enviado la cinta en helicóptero a Cherry Point, y desde allí, en un jet Phantom a Andrews. En ese momento estaba en las manos de un correo cuyo automóvil se acercaba a la entrada principal del Pentágono.

—Tengo un paquete para ser entregado en propias manos al almirante Foster —anunció un alférez pocos minutos después. La secretaria de Foster le señaló la puerta.

—¡Buenos días, señor! ¡Esto es para usted, señor! —El alférez entregó a Foster el casete envuelto.

—Gracias. Puede retirarse.

Foster insertó el casete en el aparato de vídeo que tenía sobre el televisor de su oficina. El equipo ya estaba encendido, y la imagen apareció en pocos segundos.

Tyler estaba de pie junto al Jefe de Operaciones mientras éste graduaba el foco.

—Ajá.

—Ajá —coincidió Foster.

La imagen era asquerosa; no había otra palabra para calificarla. El sistema de televisión con luz baja no daba una imagen muy nítida dado que amplificaba igualmente toda la luz ambiental. Eso producía una tendencia a borrar muchos detalles. Pero lo que vieron fue suficiente: un submarino lanzamisiles muy grande, cuya torreta estaba mucho más hacia atrás que las torretas de cualquier nave construida en Occidente. El Dallas y el Pogy parecían muy pequeños a su lado. Contemplaron la pantalla durante los quince minutos siguientes sin decir una palabra. De no ser por el bamboleo de la cámara, la imagen era casi tan vívida como un patrón de prueba.

—Y bien —dijo Foster cuando terminó la cinta—, conseguimos el lanzamisiles ruso.

—¿Qué le parece? —sonrió Tyler.

—Skip, usted estaba calificado para el mando de un Los Angeles, ¿no?

—Sí, señor.

—Estamos en deuda con usted por esto, capitán, le debemos mucho. Estuve averiguando algunas cosas el otro día. Un oficial afectado físicamente en acto de servicio no tiene necesariamente que retirarse, a menos que se demuestre que está incapacitado para el servicio. Un accidente cuando regresaba de trabajar en un submarino es un acto de servicio, me parece, y hemos tenido algunos comandantes de buques a quienes les faltaba una pierna. Iré personalmente a ver al Presidente por esto, hijo. Significará un año de trabajo para estar otra vez en forma, pero si todavía quiere su mando, por Dios, yo se lo conseguiré.

Tyler se sentó al oírlo. Significaría que tendrían que prepararlo para una nueva pierna, algo que él estaba considerando desde hacía meses; y unas pocas semanas para acostumbrarse a ella. Después un año —un buen año— volviendo a aprender todo lo que necesitaba saber antes de que pudiera salir al mar… Sacudió la cabeza.

—Gracias, almirante. Usted no sabe lo que eso significa para mí… pero, no. Ya paso de eso ahora. Tengo una vida diferente, y diferentes responsabilidades, y estaría ocupando un puesto que corresponde a otro. Pero voy a pedirle una cosa: que me permita echar una ojeada a ese lanzamisiles, y estamos en paz.

—Eso puedo garantizárselo. —Foster había abrigado la esperanza de que respondiera de esa manera; había estado casi seguro de eso. Sin embargo, era una lástima. Tyler, pensó, hubiera sido un buen candidato para su propio mando, excepto por el problema de la pierna. Bueno, nadie dijo nunca que el mundo fuera justo.

El Octubre Rojo.

—Ustedes parecen tener todas las cosas bajo control —observó Ryan—. ¿Le importa a alguien si me voy a roncar a alguna parte?

—¿Roncar? —preguntó Borodin.

—Dormir.

—Ah, tome el camarote del doctor Petrov, frente a la enfermería.

Mientras caminaba hacia popa, Ryan buscó en el camarote de Borodin y encontró la botella de vodka que había sido liberada. No tenía mucho gusto, pero era bastante suave. El camastro de Petrov no era ni muy ancho ni muy blando. Pero a Ryan ya no le importaba. Tomó un largo trago y se acostó con su uniforme, tan sucio y grasiento que ya estaba más allá de toda esperanza. En cinco minutos estaba dormido.

El Sea Cliff.

El sistema purificador de aire no estaba funcionando correctamente, pensó el teniente Sven Johnsen. Si su resfriado y su sinusitis hubieran durado unos días más, podría no haberse dado cuenta. El Sea Cliff estaba pasando apenas los tres mil metros, y no podían tratar de reparar los sistemas hasta que no volvieran a la superficie. No era nada peligroso —el sistema de control ambiental tenía tantas cosas superfluas incorporadas como la Lanzadera Espacial— sólo una molestia.

—Nunca he estado a tanta profundidad —dijo en tono de comentario el capitán Igor Kaganovich. Llevarlo a él hasta allí había sido complicado. Había requerido un helicóptero Helix desde el Kiev hasta el Tarawa, luego un Sea King de la Marina de Estados Unidos hasta Norfolk. Otro helicóptero lo había llevado al USS Austin, que navegaba a veinte nudos en dirección al punto 33N 75W. EL Austin era un buque de desembarque y muelle flotante, una nave bastante grande cuya popa era un pozo cubierto. Se usaba generalmente para desembarque, pero ese día llevaba el Sea Cliff, un sumergible para tres hombres, que había sido transportado en vuelo desde Woods Hole, Massachussets.

—Hace falta un poco de costumbre —estuvo de acuerdo Johnsen—, pero cuando se lo conoce bien, cien metros, tres mil metros, no significan ninguna diferencia. Una fractura en el casco lo mataría a uno con la misma rapidez, lo único que, aquí abajo, quedarían menos residuos para que el submarino siguiente tratara de recuperarlos.

—Siga firme con esos pensamientos alegres, señor —dijo el maquinista de primera clase Jesse Overton—. ¿Nada todavía en el sonar?

—Nada, Jess. —Johnsen había trabajado con el maquinista durante los dos últimos años. El Sea Cliff era su bebé; un pequeño y robusto submarino de investigación que se utilizaba para tareas oceanográficas, incluyendo el emplazamiento y reparación de sensores del Control de Vigilancia de Sonar. En el pequeño sumergible para tres personas había poco lugar para mantener una rígida disciplina. Overton no era muy bien educado o capaz de expresarse con propiedad… al menos con cierta cortesía. Pero su habilidad para maniobrar el minisubmarino era insuperable, y Johnsen se sentía feliz cuando podía dejarle a él esa tarea. El teniente tenía la responsabilidad de manejar la misión completa.

—El sistema de aire necesita algo de trabajo —observó Johnsen.

—Sí, los filtros han cumplido ya casi el tiempo para reemplazo. Iba a hacerlo la semana que viene. Pude haberlo hecho esta mañana pero pensé que el encablado de control de retroceso era más importante.

—Creo que en eso tengo que estar de acuerdo con usted. ¿Se comporta bien?

—Como una virgen. —La sonrisa de Overton se reflejó en la gruesa porta Lexan para visión al exterior, frente al asiento de control. El desmañado diseño del Sea Cliff hacía difícil las maniobras. Era como si supiera qué quería hacer, pero no exactamente cómo quería hacerlo—. ¿Qué tamaño tiene la zona del blanco?

—Bastante amplia. El Pigeon dice que después de la explosión los pedazos se esparcieron desde el cielo hasta el infierno.

—Lo creo. A casi cinco mil metros de profundidad y con una corriente que lo habrá arrastrado de un lado a otro.

—¿El nombre del submarino es Octubre Rojo, capitán? ¿Un submarino de ataque de la clase Victor, dijo usted?

—Ése es el nombre que ustedes dan a la clase —dijo Kaganovich.

—¿Y cómo los llaman ustedes? —preguntó Johnsen. No obtuvo respuesta. ¿Cuál sería el misterio?, se preguntó. ¿Qué le importaba a nadie el nombre de la clase?

—Encendiendo el localizador sonar. —Johnsen activó varios sistemas, y el Sea Cliff partió con el sonido del sonar de alta frecuencia montado en la panza—. Allí está el fondo. —La pantalla amarilla mostraba los contornos del fondo en blanco.

—¿No hay nada que se levante del fondo, señor? —preguntó Overton.

—Hoy no, Jess.

Un año antes se hallaban operando a pocas millas de ese sitio y casi quedaron enganchados en el mástil de un buque Liberty, hundido en 1942 por un submarino alemán. El viejo buque había quedado en el fondo con cierto ángulo, apoyado en un enorme repliegue. Esa casi colisión habría resultado fatal con toda seguridad, y había enseñado a ambos hombres a actuar con precaución.

—Bueno, estoy empezando a captar algunos retornos. Directamente al frente, abierto como un abanico. Otros quince metros hasta el fondo.

—Correcto.

—Hummm. Allí hay algo muy grande, de unos diez metros de largo, más o menos tres o cuatro de ancho, a las once del reloj, a trescientos metros. Iremos a ver eso primero.

—Cayendo a la izquierda, encendiendo las luces, ya.

Se encendieron seis reflectores de alta intensidad, rodeando en el acto al sumergible en un globo de luz. No penetraba más de unos diez metros en el agua, que consumía toda la energía eléctrica.

—Allí está el fondo, exactamente donde usted dijo, señor Johnsen —dijo Overton. Detuvo el descenso controlado y ajustó los comandos para flotación. Casi exactamente neutral, bien—. Esta corriente va a ser difícil con potencia de baterías.

—¿Qué fuerza tiene?

—Un nudo y medio, a lo mejor más, cerca de dos, dependiendo del relieve del suelo. Lo mismo que el año pasado. Calculo que podremos maniobrar una hora, o una hora y media, máximo.

Johnsen estuvo de acuerdo. Los oceanógrafos estaban todavía intrigados por esa corriente de profundidad, que parecía cambiar de dirección de tanto en tanto, sin seguir un patrón determinado. Extraño. Había un montón de cosas extrañas en el océano. Fue por eso que Johnsen quiso obtener su título de oceanógrafo, para revelar algunos de esos misterios. Era seguramente mucho mejor que trabajar para vivir. Estar a cinco mil metros de profundidad no era trabajo, al menos no para Johnsen.

—Veo algo, un reflejo desde el fondo, justo frente a nosotros. ¿Quiere que intente cogerlo?

—Si puede…

Todavía no podían verlo en ninguno de los tres monitores de televisión del Sea Cliff que miraban directamente al frente, y cuarenta y cinco grados a la izquierda y derecha de la proa.

—Muy bien. —Overton metió la mano derecha en el control de los brazos mecánicos extensibles. Era eso lo que destacaba.

—¿Puede ver qué es? —preguntó Johnsen, jugueteando con el televisor.

—Alguna clase de instrumento. ¿Puede apagar el reflector número uno, señor? Me está deslumbrando.

—Un segundo. —Johnsen se inclinó hacia adelante para cerrar la llave correspondiente. El reflector número uno proporcionaba iluminación para la cámara de proa, que quedó de inmediato en blanco.

—Bueno, bebé, ahora… a quedarnos quietecitos… —La mano izquierda del maquinista trabajaba en los controles de la hélice direccional; su mano derecha estaba en el control de los brazos mecánicos extensibles. En ese momento, él era el único que podía ver el blanco.

El reflejo de Overton sonreía a sí mismo. Su mano derecha se movía rápidamente.

—¡Te tengo! —dijo. El brazo extensible tomó el dial indicador de profundidad que un hombre rana había fijado magnéticamente a la proa del Sea Cliff antes de la salida del dique embarcado del Austin—. Puede encender la luz otra vez, señor.

Johnsen lo hizo y Overton acomodó su captura frente a la cámara de proa.

—¿Puede ver qué es?

—Parece un indicador de profundidad. Pero no es uno de los nuestros —observó Johnsen—. ¿Puede usted reconocerlo, capitán?

—Da —dijo de inmediato Kaganovich. Dejó escapar un largo suspiro, tratando de aparecer apenado—. Es uno de los nuestros. No puedo leer el número, pero es soviético.

—Póngalo en la cesta, Jess —dijo Johnsen.

—Correcto. —Maniobró el brazo mecánico, colocando el dial en un canasto soldado en la proa; luego movió el brazo mecánico hasta su posición de descanso— Estamos levantando algo de sedimento. Subamos un poco.

Cuando el Sea Cliff se acercó demasiado al fondo, la turbulencia de sus hélices revolvió el sedimento aluvional fino. Overton aumentó la potencia para volver a una altura de seis metros.

—Así está mejor. ¿Ve lo que nos está haciendo la corriente, señor Johnsen? Dos buenos nudos. Nos va a reducir el tiempo en el fondo.

—La corriente estaba haciendo derivar la nube hacia babor, bastante rápidamente. —¿Dónde está el blanco grande?

—Exactamente al frente, a unos cien metros. Vamos a asegurarnos de ver qué es eso.

—Correcto. Derecho al frente… Allí hay algo que parece un cuchillo de carnicero. ¿Lo queremos?

—No, sigamos, adelante.

—Muy bien, ¿distancia?

—Sesenta metros. Tendríamos que verlo pronto.

Los dos oficiales lo vieron al mismo tiempo que Overton, ellos en la pantalla de televisión. Al principio pareció una imagen espectral, se desvanecía luego por momentos y finalmente volvía.

Overton fue el primero en reaccionar.

—¡Maldita sea!

Tenía más de diez metros de largo y parecía perfectamente circular. Se acercaron desde atrás y vieron el círculo principal y, dentro de él, cuatro conos menores que sobresalían unos treinta centímetros, más o menos.

—Eso es un misil, jefe, ¡todo un maldito misil nuclear ruso!

—Mantenga la posición, Jess.

—Comprendido. —Llevó hacia adelante los controles de potencia.

—Usted dijo que era un Victor —dijo Johnsen al soviético.

—Yo estaba equivocado. —La boca de Kaganovich hizo una mueca.

—Vamos a verlo más de cerca, Jess.

El Sea Cliff avanzó un poco, siguiendo el costado del cuerpo del misil. Las letras cirílicas eran inequívocas, aunque estaban demasiado lejos como para distinguir los números de serie. Era un nuevo tesoro para Davey Jones, un SS-N-20 Seahawk, con sus ocho vehículos autónomos de reingreso, de quinientos kilotones.

Kaganovich tuvo buen cuidado de registrar mentalmente las marcas que tenía el misil en su cuerpo. Le habían dado una apresurada explicación sobre el Seahawk inmediatamente antes de volar desde el Kiev. Como oficial de inteligencia, normalmente sabía más sobre las armas norteamericanas que sobre las propias.

«Qué inconveniente», pensó. Los norteamericanos le habían permitido descender en uno de sus más avanzados buques de investigación, cuyas características internas él ya había memorizado, y ellos habían cumplido la misión para él. El Octubre Rojo había muerto. Todo lo que tenía que hacer era llevar esa información al almirante Stralbo, en el Kirov, y la flota podría abandonar ya la costa norteamericana. ¡Que vinieran ellos al Mar de Noruega a practicar sus juegos sucios! ¡Verían quién ganaba allá arriba!

—Control de posición, Jess. Márcalo al fulano.

—Comprendido. —Overton apretó un botón para desplegar un transponedor sonar, que sólo respondería a una señal codificada norteamericana. Eso los llevaría de vuelta al misil. Regresarían más tarde con el material necesario como para amarrar el misil y llevarlo hasta la superficie.

—Eso es propiedad de la Unión Soviética —señaló Kaganovich—. Está en… bajo aguas internacionales. Pertenece a mi país.

—¡Entonces pueden venir a buscarlo y llevárselo a la misma mierda! —estalló el marinero norteamericano. «Debe de ser un oficial disfrazado», pensó Kaganovich—. Lo siento, señor Johnsen.

—Nosotros volveremos a buscarlo —dijo Johnsen.

—Nunca podrán levantarlo. Es demasiado pesado —objetó Kaganovich.

—Supongo que tiene razón —sonrió Johnsen.

Kaganovich concedió a los norteamericanos su pequeña victoria. Podía haber sido peor. Mucho peor.

—¿Continuaremos buscando más restos?

—No, pienso volver atrás y a la superficie —decidió Johnsen.

—Pero sus órdenes…

—Mis órdenes, capitán Kaganovich, consistían en buscar los restos de un submarino de ataque de la clase Victor. Hemos encontrado la tumba de un submarino lanzamisiles. Usted nos mintió, capitán, y nuestra cortesía hacia usted finaliza en este punto. Usted ya tiene lo que quería, creo. Más tarde nosotros regresaremos para buscar lo que queremos. —Johnsen levantó el brazo y tiró de la manija de suelta del lastre de hierro. El bloque metálico cayó libre, dando al Sea Cliff quinientos kilos de flotación positiva. Ya no había forma de permanecer abajo, ni siquiera aunque lo hubiera querido.

—A casa, Jess.

—Comprendido, jefe.

El viaje de regreso hasta la superficie fue absolutamente silencioso.

El USS Austin.

Una hora después, Kaganovich subió al puente del Austin y solicitó permiso para enviar un mensaje al Kirov. Se había convenido anticipadamente sobre eso: de lo contrario, el comandante del Austin se habría negado. La noticia sobre la identidad del submarino hundido se había difundido rápido. El oficial soviético transmitió una serie de palabras en código, acompañadas por los números de serie del dial indicador de profundidad. La respuesta con el comprendido llegó de inmediato.

Overton y Johnsen observaron al ruso cuando subía al helicóptero, llevándose el dial del indicador de profundidad.

—No me gustó mucho, señor Johnsen. Pero lo embaucamos, jefe, ¿verdad?

—Recuérdame que nunca juegue contigo a las cartas, Jess.

El Octubre Rojo.

Después de seis horas de sueño, Ryan se despertó con una música que le parecía vagamente familiar. Se quedó acostado en el camastro durante un minuto tratando de localizarla, luego se puso los zapatos y se dirigió a la cámara de oficiales.

Era «E.T.» Ryan llegó justo a tiempo para ver los títulos de finalización en la pantalla de trece pulgadas del televisor instalado en el extremo anterior de la mesa de la cámara de oficiales. La mayoría de los oficiales rusos y tres norteamericanos habían estado viéndola. Todos los rusos se restregaban los ojos todavía. Jack se sirvió una taza de café y se sentó al final de la mesa.

—¿Les gustó?

—¡Fue magnífica! —proclamó Borodin.

—Tuvimos que pasarla dos veces —dijo riendo el teniente Mannion. Uno de los rusos empezó a hablar rápidamente en su propio idioma. Borodin se encargó de traducir.

—Pregunta si todos los chicos norteamericanos actúan con tanta… Bugayev, ¿svobodno?

—Libre —tradujo Bugayev, incorrectamente pero bastante cerca. Ryan rio.

—Yo nunca lo hice, pero esta película fue hecha en California… y la gente allá es un poquito chiflada. La verdad es que no, los chicos no actúan así… por lo menos yo nunca lo he visto, y yo tengo dos. Al mismo tiempo, nosotros sí criamos a nuestros hijos para que sean más independientes que lo que se acostumbra en la Unión Soviética.

Borodin tradujo, y luego dio la respuesta del ruso.

—De manera que, ¿no todos los chicos norteamericanos son tan pillos?

—Algunos lo son. América no es perfecta, caballeros. Cometemos muchos errores. —Ryan había decidido decir la verdad hasta donde él pudiera hacerlo.

Borodin tradujo otra vez. Las reacciones alrededor de la mesa fueron ligeramente dudosas.

—Les he dicho que esta película es una historia para niños y no debe ser tomada demasiado en serio. ¿No es así?

—Sí, señor —dijo Mancuso, que entraba en ese momento—. Es una historia para chicos, pero yo la he visto cinco veces. Bienvenido de vuelta, Ryan.

—Gracias, capitán. Entiendo que usted tiene todo bajo control.

—Sí, creo que todos necesitábamos la posibilidad de desconectar un rato. Tendré que escribir otra carta de recomendación para Jones. Ésta fue realmente una buena idea. —Hizo un gesto hacia el televisor—. Tenemos muchas oportunidades para estar serios.

—¿Cómo está Williams? —preguntó Ryan a Noyes, que acababa de entrar.

—Se salvará. —Noyes llenó su taza—. Lo tuve abierto durante tres horas y media. La herida de la cabeza era superficial… muy sangrienta, pero las heridas de la cabeza son así. Pero la del pecho era profunda. La bala no tocó el pericardio por un pelo. Capitán Borodin, ¿quién dio los primeros auxilios a ese hombre?

EL starpon señaló al teniente.

—No habla inglés.

—Dígale que Williams le debe la vida. Haberle puesto ese tubo en el pecho hizo la diferencia. Sin él, hubiera muerto.

—¿Está seguro de que se salvará? —insistió Ryan.

—Por supuesto que sí, Ryan. Haciendo esto me gano la vida. Estará delicado por un tiempo, y yo estaría más tranquilo si estuviera en un verdadero hospital, pero está todo bajo control.

—¿Y el capitán Ramius? —preguntó Borodin.

—Ningún problema. Todavía está durmiendo. Me tomé bastante tiempo para coserlo. Pregúntale dónde aprendió primeros auxilios.

Borodin lo hizo.

—Dice que le gusta leer libros de medicina.

—¿Qué edad tiene?

—Veinticuatro.

—Dígale que si alguna vez quiere estudiar medicina, yo le diré cómo empezar. Si sabe hacer la cosa justa en el momento justo, podría ser lo suficientemente bueno como para vivir de eso.

El joven oficial se sintió complacido por los comentarios, y preguntó cuánto dinero podría ganar un doctor en América.

—Yo soy militar, de manera que no gano mucho. Cuarenta y ocho mil por año, contando el suplemento de vuelo. Podría ganar más en la vida civil.

—En la Unión Soviética —señaló Borodin—, los doctores cobran más o menos lo mismo que los obreros de las fábricas.

—Tal vez eso explique por qué sus médicos no son buenos —observó Noyes.

—¿Cuándo podrá volver a tomar el mando el capitán? —preguntó Borodin.

—Hoy voy a mantenerlo en reposo todo el día —dijo Noyes—. No quiero que empiece a sangrar de nuevo. Puede comenzar a moverse un poco mañana, con cuidado. No quiero que se apoye demasiado en esa pierna. Se pondrá completamente bien. —Noyes expresaba sus juicios como si hubiera estado citando leyes físicas.

—Se lo agradecemos, doctor —dijo Borodin.

Noyes se encogió de hombros.

—Para eso me pagan. Y ahora, ¿puedo hacer una pregunta? ¿Qué demonios está pasando aquí?

Borodin lanzó una carcajada y tradujo la pregunta a sus camaradas.

—Todos nosotros nos haremos ciudadanos norteamericanos.

—¿Y se traen con ustedes un submarino, eh? ¡Bravo! Por un momento creí que esto era una especie de… no sé, algo. Esto sí que es algo para contar. Aunque supongo que no puedo decir nada a nadie…

—Correcto, doctor —sonrió Ryan.

—Qué lástima —murmuró Noyes mientras se dirigía de nuevo a la enfermería.

Moscú.

—Entonces, camarada almirante, ¿usted nos informa que ha tenido éxito? —preguntó Narmonov.

—Así es, camarada secretario general —asintió Gorshkov, explorando la mesa de conferencias en el centro subterráneo de comando. Todos los del círculo interior estaban allí, junto con los jefes militares y el director de la KGB.

—El oficial de inteligencia de la flota del almirante Stralbo, el capitán Kaganovich, gracias a los norteamericanos pudo ver los restos del submarino desde uno de sus vehículos de rescate de inmersión profunda. Recuperaron un fragmento de entre los restos, un dial de indicador de profundidad. Estos objetos tienen un número, que fue transmitido de inmediato a Moscú. Era positivamente del Octubre Rojo.

—Kaganovich también inspeccionó un misil liberado del submarino al explotar. Era decididamente un Seahawk. El Octubre Rojo ha muerto. Nuestra misión ha sido cumplida.

—Por casualidad, camarada almirante, no por designio —señaló Mikhail Alexandrov—. Su flota fracasó en su misión de localizar y destruir el submarino. Creo que el camarada Gerasimov tiene alguna información para nosotros.

Nikolay Gerasimov era el nuevo director de la KGB. Había dado ya su informe a los miembros políticos de ese grupo y estaba ansioso por revelarlo ante esos pavos reales de uniforme. Quería ver sus reacciones. La KGB tenía muchas cuentas que arreglar con esos hombres.

Gerasimov sintetizó el informe que él había recibido de su agente Cassius.

—¡Imposible! —saltó Gorshkov.

—Tal vez —concedió gentilmente Gerasimov—. Existe una fuerte probabilidad de que ésta sea una pieza de desinformación sumamente hábil. Nuestros agentes de campo la están investigando ahora. Sin embargo, hay algunos detalles interesantes que sostienen esta hipótesis. Permítame repasarlos, camarada almirante.

—Primero, ¿por qué permitieron los norteamericanos que nuestro hombre subiera a bordo de uno de sus más sofisticados submarinos de investigación? Segundo, ¿por qué no retener a nuestro hombre, utilizarlo, y disponer de él? ¿Sentimentalismo? No lo creo. Tercero, al mismo tiempo que recogen a este hombre, sus unidades aéreas y de la flota estaban hostigando a nuestra flota en la forma más agresiva y descarada. Eso cesó de repente, y un día después estaban atropellándose en sus esfuerzos para colaborar en nuestra «búsqueda y rescate».

—Porque Stralbo, sabiamente y con valor, decidió contenerse de reaccionar ante sus provocaciones —replicó Gorshkov.

Gerasimov asintió de nuevo cortésmente.

—Puede ser que sea así. Fue una decisión inteligente por parte del almirante. No debe de ser fácil para un oficial uniformado tragarse así su orgullo. Por otra parte, yo especulo con que es también posible que, aproximadamente en ese momento, los norteamericanos recibieron esta información que Cassius nos pasó. Y aún más, especulo que los norteamericanos temieron nuestra reacción en caso de que nosotros sospecháramos que ellos habían montado todo este asunto como una operación de la CIA. Sabemos ahora que varios servicios de inteligencia imperialistas están averiguando la causa de esta operación de la flota.

—Desde hace dos días hemos estado haciendo algunos rápidos controles por nuestra cuenta. Encontramos —Gerasimov consultó sus notas— que hay veintinueve ingenieros polacos en el astillero de submarinos de Polyacnyy, especialmente en puestos de control de calidad y de inspección; que el correo y los procedimientos de entrega de mensajes son muy lentos, y que el capitán Ramius —a diferencia de su supuesta amenaza en su carta al camarada Padorin— no condujo su submarino hacia el puerto de Nueva York, sino que se hallaba en posición a mil kilómetros al sur cuando el submarino fue destruido.

—Ésa fue una evidente pieza de desinformación por parte de Ramius —objetó Gorshkov—. Ramius estaba a la vez mostrándonos el anzuelo y despistándonos deliberadamente. Por esa razón desplegamos nuestra flota hacia todos los puertos norteamericanos.

—Y nunca lo encontraron —anotó en voz baja Alexandrov—. Continúe, camarada.

Gerasimov continuó.

—Cualquiera que fuese el puerto al que supuestamente se dirigía, él se encontraba a más de quinientos kilómetros de cualquiera de ellos, y estamos seguros de que pudo haber alcanzado el que quisiera, siguiendo un rumbo directo. En realidad, camarada almirante, como usted informó en su explicación inicial, él pudo haber alcanzado la costa norteamericana dentro de los siete días después de haber abandonado el puerto.

—Hacer eso, como expliqué detalladamente la semana pasada, habría significado viajar a máxima velocidad. Los comandantes de submarinos lanzamisiles prefieren no hacerlo —dijo Gorshkov.

—Lo comprendo perfectamente —observó Alexandrov—, teniendo en cuenta el destino del Politovskiy. Pero podía esperarse de un traidor a la Rodina que corriera como un ladrón.

—Hacia la trampa que le tendimos —replicó Gorshkov.

—Que fracasó —comentó Narmonov.

—Yo no pretendo que esta historia sea verdadera, ni siquiera que tenga visos de posibilidad —dijo Gerasimov, manteniendo una voz de tono objetivo y profesional—, pero existen evidencias circunstanciales en su apoyo, y debo recomendar una investigación en profundidad por el Comité de Seguridad del Estado, que cubra todos los aspectos de este asunto.

—La seguridad en mis astilleros es responsabilidad naval y de la GRU —dijo Gorshkov.

—Ya no lo es más —anunció Narmonov la decisión tomada dos horas antes—. La KGB va a investigar este vergonzoso asunto siguiendo dos líneas. Un grupo investigará la información de nuestro agente en Washington. El otro procederá sobre la suposición de que la carta de —supuestamente de— Ramius era genuina. Si esto fue una traicionera conspiración, sólo ha podido ser posible porque Ramius, de acuerdo con las actuales regulaciones y prácticas, pudo elegir a sus propios oficiales. El Comité de Seguridad del Estado nos informará sobre la conveniencia o no de continuar esta práctica, sobre el actual grado de control que tienen los comandantes de los buques en las carreras de sus oficiales, y sobre el control que ejerce el partido en relación con la flota. Creo que vamos a comenzar nuestras reformas permitiendo que los oficiales sean transferidos de un buque a otro con mayor frecuencia. Si los oficiales permanecen demasiado tiempo en un lugar, es obvio que puedan desarrollar confusiones en cuanto a sus debidas lealtades.

—¡Lo que usted sugiere destruirá la eficacia de mi flota! —exclamó Gorshkov golpeando sobre la mesa. Fue un error.

—La flota del pueblo, camarada almirante —lo corrigió Alexandrov—. La flota del partido. —Gorshkov sabía de dónde venía esa idea. Narmonov todavía tenía el apoyo de Alexandrov. Eso hacía segura la posición del camarada secretario general, y significaba que las de otros hombres alrededor de esa mesa no lo eran tanto. ¿Cuáles hombres?

La mente de Padorin se rebeló ante la sugerencia de la KGB. ¿Qué sabían esos espías hijos de puta sobre la Marina? ¿O el partido? Eran todos oportunistas corruptos. Andropov lo había demostrado, y el Politburó estaba permitiendo en ese momento que ese aprendiz de brujo de Gerasimov atacara a las Fuerzas Armadas que salvaguardaban a la nación contra los imperialistas, la habían salvado de la camarilla de Andropov, y nunca habían sido otra cosa que los incondicionales servidores del partido. «Pero todo coincide, ¿no es así?» pensó. Así como Krushchev había depuesto a Zhukov. El hombre que hizo posible su sucesión cuando Beria fue retirado, así esos bastardos pondrían en ese momento la KGB contra los hombres de uniforme que, ante todo, habían dado seguridad a sus posiciones…

—En cuanto a usted, camarada Padorin —continuó Alexandrov.

—Sí, camarada académico. —No había salida aparente para Padorin. La Administración Política Principal había pasado la aprobación final sobre el nombramiento de Ramius. Si Ramius era verdaderamente un traidor, Padorin estaría condenado por su grave error de juicio, pero si Ramius había sido un peón inocente, tanto Padorin como Gorshkov habían sido engañados e inducidos a emprender una acción descabellada.

Narmonov aprovechó las palabras de Alexandrov.

—Camarada almirante, consideramos que sus previsiones secretas para salvaguardar la seguridad del submarino Octubre Rojo fueron llevadas a cabo con éxito… a menos que el capitán Ramius fuera intachable y él mismo hundiera el buque junto con sus oficiales y los norteamericanos que, sin duda, estaban tratando de robarlo. En cualquiera de los dos casos, y quedando pendiente la inspección de la KGB de las partes recuperadas del siniestro, parecería que el submarino no cayó en manos del enemigo.

Padorin parpadeó varias veces. El corazón le latía aceleradamente y hasta podía sentir una ligera punzada en la zona izquierda del pecho. ¿Estaban liberándolo de responsabilidades? ¿Por qué? Sólo le llevó un segundo comprenderlo. Después de todo, él era el oficial político. Si el partido estaba buscando restablecer el control político sobre la flota. No. Reafirmar algo que no había sido perdido nunca. El Politburó no podía afrontar el hecho de destituir al representante del Partido en el alto mando. Eso lo convertiría en vasallo de esos hombres, Alexandrov especialmente. Padorin decidió que la situación lo favorecía. Y eso hizo extremadamente vulnerable la posición de Gorshkov.

Aunque llevaría varios meses, Padorin estaba seguro de que la flota rusa iba a tener un nuevo jefe, alguien cuyo poder personal no fuera suficiente como para hacer política sin la aprobación del Politburó. Gorshkov había llegado a ser demasiado grande, demasiado poderoso, y a los caudillos del Partido no les gustaba que hubiera en el alto mando un hombre con tanto prestigio personal.

—He conservado la cabeza, pensó Padorin, asombrado por su buena suerte.

—El camarada Gerasimov —continuó Narmonov—, pasará a trabajar con la sección de seguridad política de su oficina, para revisar sus procedimientos y ofrecerle sugerencias de mejoramientos.

«Entonces, ¿ahora él se convertía en el espía de la KGB en el alto mando?». Bueno, había conservado la cabeza y tenía su oficina, su dacha, y su pensión dentro de dos años. El precio a pagar era pequeño. Padorin estaba más que contento.