EL DECIMOCUARTO DIA

Jueves, 16 de diciembre

Un Super Stallion.

Estaban volando a ciento cincuenta nudos y a seiscientos metros sobre el mar totalmente oscurecido. El helicóptero Super Stallion era viejo. Construido hacia el final de la guerra del Vietnam, había entrado en servicio para limpiar de minas la bahía de Haiphong. Ésa había sido su tarea principal, arrastrar un trineo de mar y cumplir las funciones de un dragaminas. En ese momento, el gran Sikorski se usaba con otros propósitos, principalmente para misiones de largo alcance y con carga pesada. Las turbinas de los tres motores instalados en la parte superior del fuselaje producían una considerable potencia total y podía llevar a gran distancia una sección de hombres de tropa, combatientes y con su armamento.

Esa noche, además de su tripulación de vuelo normal compuesta por tres hombres, llevaba cuatro pasajeros y una pesada carga de combustible en tanques exteriores. Los pasajeros iban amontonados en la parte posterior del sector de carga, conversando entre ellos, o tratando de hacerlo por encima de la baranda de los motores. La conversación era animada. Los oficiales de inteligencia habían descartado el peligro implícito en su misión —no tenía sentido seguir pensando en eso— y especulaban sobre qué podrían encontrar a bordo de un auténtico submarino ruso. Cada uno de los hombres consideraba los relatos que podían surgir y decidieron que era una lástima que jamás pudieran referirse a ellos. Ninguno expresó su pensamiento en voz alta, sin embargo. En el mejor de los casos, un puñado de personas conocería eventualmente la historia completa; los otros sólo verían fragmentos desconectados que más tarde se considerarían como partes de cualquier número de operaciones diversas. Cualquier agente soviético que intentara determinar cuál había sido su misión, se encontraría en un laberinto con docenas de paredes sin sentido. El perfil de la misión era ajustado. El helicóptero estaba volando sobre una ruta determinada hacia el HMS Invincible desde donde continuarían el vuelo hasta el USS Pigeon a bordo de un Sea King de la Marina Real. La desaparición del Stallion de la Estación Aeronaval de Oceanía, por unas pocas horas solamente, aparecería como un simple vuelo de rutina.

Las hélices del helicóptero, funcionando a la máxima velocidad de crucero, estaban consumiendo mucho combustible. La aeronave se encontraba en ese momento a cuatrocientas millas de la costa de Estados Unidos y aún le faltaba cubrir otras ochocientas millas. Su vuelo al Invincible no era directo; lo habían hecho siguiendo segmentos quebrados, con la intención de despistar a quienquiera pudiese haber detectado su salida con radar. Los pilotos estaban cansados. Cuatro horas es mucho tiempo para permanecer sentado en una incómoda cabina, y las aeronaves militares no se distinguen por el confort que ofrecen a sus pilotos. Los instrumentos de vuelo se destacaban iluminados en un color rojo mate. Ambos hombres ponían especial cuidado en observar el horizonte artificial; una sólida capa de nubes les impedía tomar un punto fijo de referencia en lo alto, y el vuelo de noche y sobre el agua puede producir efectos hipnóticos. Sin embargo, de ninguna manera podía considerársela una misión fuera de lo común. Los pilotos habían hecho eso muchas veces, y su preocupación no era muy diferente de la que puede sentir un conductor experimentado en una carretera resbaladiza. Los peligros eran reales, pero de rutina.

—Juliet 6, la marcación de su blanco es cero-ocho-cero; distante setenta y cinco millas —llamó al Sentry.

—¿Creerá que estamos perdidos? —se preguntó el capitán de fragata John Marcks por el intercomunicador.

—Fuerza Aérea —replicó su copiloto—. No sabe mucho del vuelo sobre agua. Creen que uno se pierde si no tiene caminos para seguir.

—Ajá —rio Marcks—. ¿Quién te gusta en el partido de los Eagle esta noche?

—Oiler por tres y medio.

—Seis y medio. El fullback de Phillys todavía está lesionado.

—Cinco.

—De acuerdo, que sean cinco. No quiero apretarte mucho —sonrió Marcks. Le encantaba jugar. Al día siguiente de la ocupación de las Malvinas por la Argentina, apostó en contra de ésta por siete a uno.

Pocos centímetros por encima de sus cabezas y hacia atrás, los motores funcionaban a miles de revoluciones por minuto, haciendo girar los engranajes para producir la rotación del principal rotor de siete palas. No tenían forma de saber que se había iniciado una fractura en la caja de transmisión, cerca de la puerta de inspección de fluidos.

—Juliet 6, su blanco acaba de lanzar un caza para que los acompañe en la entrada. Se encontrará con ustedes en ocho minutos. Se aproximará desde las once del reloj, altura tres.

—Muy amables —dijo Marcks.

Harrier 2-0.

El teniente Parker estaba volando en el Harrier que habría de acompañar al Super Stallion. El asiento posterior del avión naval estaba ocupado por un subteniente. En realidad, su propósito no era acompañar al helicóptero hasta el Invincible, sino efectuar un último control en busca de algún submarino ruso que pudiera detectar al helicóptero en vuelo y preguntarse qué estaba haciendo.

—¿Alguna actividad en el agua? —preguntó Parker.

—Ni el menor indicio. —El subteniente estaba trabajando con el equipo de búsqueda infrarroja, que barría a izquierda y derecha de su ruta. Ninguno de los dos hombres sabía qué estaba ocurriendo, aunque ambos habían especulado bastante, incorrectamente, sobre lo que su portaaviones estaba cazando en el maldito océano.

—Trate de encontrar al helicóptero —dijo Parker.

—Un momento… Allí. Un poco al sur de nuestra ruta. —El subteniente apretó el botón y la representación apareció en la pantalla del piloto. La imagen térmica era principalmente de los motores montados en la parte superior de la aeronave, dentro de la luminosidad más débil verde mate, de las puntas calientes del rotor.

—Harrier 2-0, aquí Sentry Echo. Su objetivo está a la una de su reloj, distancia veinte millas, cambio.

—Comprendido, lo tenemos en nuestro infrarrojo. Gracias. Corto —respondió Parker—. Son condenadamente útiles esas cosas…, esos Sentry.

—El Sikorski está volando con toda su potencia. Mire la señal infrarroja de ese motor.

El Super Stallion.

En ese momento se produjo la fractura total de la caja de transmisión. Instantáneamente los galones de aceite lubricante se convirtieron en una nube grasosa detrás del cubo del rotor, y los delicados engranajes empezaron a romperse unos a otros. En el panel de mando se encendió una luz intermitente de alarma. Marcks y el copiloto de inmediato tendieron las manos para cortar la potencia a los tres motores. No hubo tiempo suficiente. La transmisión pareció inmovilizarse, pero la potencia de los tres motores la destrozó. Los pedazos irregulares atravesaron sus alojamientos de seguridad y desgarraron la parte anterior de la aeronave. El movimiento del rotor hizo girar sin control el fuselaje del Stallion, mientras caía rápidamente. Dos de los hombres ubicados atrás, que habían soltado sus cinturones de seguridad, fueron desprendidos de sus asientos y rodaron hacia delante.

—MAYDAY MAYDAY MAYDAY,[15] aquí, Juliet 6 —llamó el copiloto. El cuerpo del capitán Marcks estaba caído sobre los mandos, con una mancha oscura en la parte posterior del cuello—. Nos caemos, nos caemos. MAYDAY MAYDAY MAYDAY.

EL copiloto estaba tratando de hacer algo. El rotor principal seguía girando lentamente sin potencia, demasiado lentamente. El desacople automático, que debió haberle permitido efectuar la autodetonación y con eso lograr un vestigio de control, había fallado. Sus manos eran prácticamente inútiles, y estaba a punto de tener una abrupta caída en el océano negro. El impacto se produjo veinte segundos después. Luchó antes con lo poco que tenía de mandos en el rotor de cola para hacer girar el helicóptero. Lo consiguió, pero era demasiado tarde.

Harrier 2-0.

No era la primera vez que Parker veía morir a hombres. Él mismo había quitado una vida después de lanzar un misil Sidewinder hacia un caza Dagger argentino. No había sido agradable. Eso fue peor. Mientras observaba, el grupo motor en la corcova del Super Stallion estalló en una lluvia de chispas. No hubo fuego como tal, lo que ciertamente no les sirvió de mucho. Parker miraba e intentó transmitir su voluntad para que la nariz del Stallion subiera, y así fue, pero no lo suficiente. La aeronave golpeó con fuerza en el agua. El fuselaje se quebró por la mitad. La parte frontal se hundió de inmediato, pero la posterior pareció flotar durante unos pocos segundos como una bañera, hasta que empezó a llenarse de agua. Según la imagen presentada por el equipo infrarrojo, nadie logró salir antes de que se hundiera.

—Sentry, Sentry, ¿vio eso?, cambio.

—Recibido, visto, Harrier. Estamos llamando a búsqueda y rescate en este momento. ¿Puede orbitar?

—Afirmativo, podemos quedarnos aquí. —Parker controló el combustible—. Nueve-cero minutos. Quedo atento. —Parker bajó el morro de su avión y encendió las luces de aterrizaje. Se encendió también el sistema de TV de luz baja—. ¿Vio eso, Ian? —preguntó al subteniente.

—Creo que se movió.

—Sentry, Sentry, tenemos un posible sobreviviente en el agua. Comunique al Invincible que envíe aquí de inmediato un Sea King. Voy a bajar más para investigar. Le informaré.

—Comprendido eso, Harrier 2-0. Su comandante informa que ya está saliendo un helicóptero. Cambio y corto.

El Sea King de la Marina Real llegó en veinticinco minutos. Un médico, vestido con traje de goma, saltó al agua para poner una cuerda alrededor del único sobreviviente. No había otros, tampoco restos de helicóptero, sólo una mancha de combustible para jet, que se evaporaba lentamente en el aire frío. Un segundo helicóptero continuó la búsqueda mientras el primero volaba rápidamente hacia el portaaviones.

El Invincible.

Ryan observaba desde el puente cuando los enfermeros llevaron la camilla al interior de la isla. Otro tripulante apareció un momento más tarde, con una cartera.

—Tenía esto, señor. Es un teniente de fragata, de nombre Dwyer. Una pierna y varias costillas rotas. Se encuentra mal, almirante.

—Gracias. —White tomó la cartera—. ¿Alguna posibilidad de que haya otros sobrevivientes?

El marino sacudió la cabeza.

—No hay posibilidad, señor. El Sikorski se debe de haber hundido como una piedra. —Miró a Ryan—. Lo siento, señor.

—Gracias —dijo Ryan con un movimiento de cabeza.

—Norfolk está en la radio, almirante —dijo un oficial de comunicaciones.

—Vamos, Jack. —El almirante White le entregó la cartera e indicó el camino hacia la sala de comunicaciones.

—El helicóptero cayó al mar. Tenemos un sobreviviente al que están atendiendo en este momento —dijo Ryan por la radio. Hubo un momento de silencio.

—¿Quién es?

—El nombre es Dwyer. Lo llevaron directamente a la enfermería, almirante. No podrá actuar por un tiempo. Infórmelo a Washington. Cualquiera que haya sido la operación planeada, tendremos que pensarla de nuevo.

—Comprendido. Corto —dijo el almirante Blackburn.

—Cualquier cosa que decidamos hacer —observó el almirante White—, tendrá que ser rápida. Tenemos que sacar nuestro helicóptero hacia el Pigeon en dos horas para que pueda regresar antes del amanecer.

Ryan comprendió exactamente qué significaría eso. Sólo había cuatro hombres en el mar que cumplían los dos requisitos: saber lo que estaba ocurriendo y encontrarse lo suficientemente cerca como para hacer algo. Entre ellos, él era el único norteamericano. El Kennedy se encontraba demasiado lejos. El Nimitz estaba cerca, pero para usarlo deberían transmitirle por radio toda la información, y Washington no se mostraba muy entusiasta en ese sentido. Quedaba una sola alternativa: armar y despachar un nuevo equipo de inteligencia. No había tiempo para otra cosa.

—Hagamos abrir este portafolio, almirante. Necesito ver cómo es el plan.

En el camino al camarote de White llamaron a un marinero maquinista. El hombre demostró ser un excelente cerrajero.

—¡Santo Dios! —exclamó Ryan sin aliento, cuando leyó el contenido del portafolio—. Será mejor que vea esto.

—Bueno —dijo White unos minutos después—, es realmente astuto.

—Sí, es muy listo —dijo Ryan—. Me pregunto quién fue el genio que lo planeó. Yo sé que tendré que participar en esto. Pediré permiso a Washington para llevar conmigo algunos oficiales.

Diez minutos más tarde estaban de vuelta en comunicaciones. White hizo despejar el compartimiento. Después, Jack habló por el canal de voz criptográfica. Ambos confiaban en que el equipo mezclador funcionara bien.

—Lo oigo muy bien, señor Presidente. Usted sabe lo que sucedió con el helicóptero.

—Sí, Jack, una verdadera desgracia. Necesito que usted sea uno de los relevos.

—Sí, señor, ya lo había previsto.

—No se lo puedo ordenar, pero usted sabe cuáles son los intereses. ¿Lo hará?

Ryan cerró los ojos.

—Afirmativo.

—Lo aprecio. Jack.

«Seguro que lo aprecia…».

—Señor, necesito su autorización para llevar conmigo alguna ayuda, unos pocos oficiales británicos.

—Uno —dijo el Presidente.

—Señor, necesito más que eso.

—Uno.

—Entendido, señor. Nos pondremos en marcha dentro de una hora.

—¿Usted sabe lo que se espera que ocurra?

—Sí, señor. El sobreviviente tenía con él las órdenes de operaciones. Ya las he leído.

—Buena suerte, Jack.

—Gracias, señor. Corto. —Ryan desconectó el canal del satélite y se volvió hacia el almirante White—. Ofrézcase una vez como voluntario, sólo una vez y vea lo que sucede.

—¿Asustado? —White no pareció divertido.

—Que me condene si no lo estoy. ¿Puedo pedirle prestado un oficial? Un tipo que hable ruso, si es posible. Usted sabe cómo puede evolucionar esto.

—Veremos. Venga.

Cinco minutos más tarde estaban de vuelta en el camarote de White esperando la llegada de cuatro oficiales. Todos ellos resultaron ser tenientes de corbeta, y todos menores de treinta años.

—Caballeros —comenzó el almirante—, les presento al capitán de fragata Ryan. Necesita un oficial para que lo acompañe, de forma voluntaria, en una misión de cierta importancia. Se trata de una misión secreta y poco común, y puede significar algún peligro. Se ha llamado a ustedes cuatro por su conocimiento del ruso. Eso es todo lo que puedo decirles.

—¿Van a ir a hablar a un submarino soviético? —preguntó con entusiasmo el mayor de ellos—. Yo soy su hombre. Tengo un título en el idioma, y mi primer destino fue a bordo del HMS Dreadnought.

Ryan consideró el aspecto ético de aceptar al hombre antes de decirle de qué se trataba. Asintió con un movimiento de cabeza, y White hizo retirar a los otros.

—Me llamo Jack Ryan. —Le tendió la mano.

—Owen Williams. Bueno, ¿qué vamos a hacer?

—El submarino se llama Octubre Rojo…

Krazny Oktyabr —dijo Williams sonriendo.

—Y está intentando desertar a Estados Unidos.

—¿De veras? Así que era por eso que hemos estado dando vueltas. Un tipo decente su comandante. ¿Y qué certeza tenemos de esto?

Ryan dedicó varios minutos a detallar la información de inteligencia.

—Le transmitimos con destello ciertas instrucciones, y él pareció aceptarlas. Pero no lo sabremos con seguridad hasta que estemos a bordo. Se sabe de desertores que han cambiado de idea, sucede mucho más de lo que usted puede imaginar. ¿Todavía quiere venir?

—¿Perder una oportunidad como ésta? Exactamente, ¿cómo llegaremos a bordo, capitán?

—Mi nombre es Jack. Soy de la CIA, no marino. —Luego siguió explicando el plan.

—Excelente. ¿Tengo tiempo de recoger algunas cosas?

—Vuelva aquí en diez minutos —dijo White.

—Comprendido, señor. —Williams saludó en posición militar y salió.

White tomó el teléfono.

—Envíe al teniente de corbeta Sinclair que venga a verme. —El almirante explicó que era el comandante del destacamento de infantes de marina del Invincible—. Tal vez necesite llevar con usted otro amigo.

El otro amigo era una pistola automática FN de nueve milímetros, con un cargador de repuesto y una pistolera de hombro que desapareció completamente debajo de su chaqueta.

Las órdenes para la misión fueron cortadas en pedazos y quemadas antes de que se fueran.

El almirante White acompañó a Ryan y Williams a la cubierta de vuelo. Se detuvieron junto a la escotilla, observando al Sea King mientras sus motores chillaban cobrando vida.

—Buena suerte, Owen. —White estrechó la mano del joven, quien saludó militarmente y se retiró.

—Mis saludos a su esposa, almirante. —Ryan le dio la mano.

—Cinco días y medio hasta Inglaterra. Usted probablemente la vea antes que yo. Tenga cuidado, Jack.

Ryan sonrió con una mueca tortuosa.

—Es mi apreciación de inteligencia, ¿no es así? Si estoy en lo cierto, sólo será un crucero de placer… suponiendo que el helicóptero no se me caiga encima.

—Le queda bien el uniforme, Jack.

Ryan no había esperado eso. Se puso en posición militar y saludó como le habían enseñado en Quantico.

—Gracias, almirante. Hasta luego.

White lo observó cuando entraba en el helicóptero. El jefe de la tripulación deslizó la puerta para cerrarla y un momento más tarde aumentaba la potencia de los motores del Sea King. El helicóptero se levantó unos pocos metros y luego su morro bajó hacia babor y comenzó un viraje en ascenso en dirección al sur. Sin las luces de posición la silueta oscura se perdió de vista en menos de un minuto.

33N 75W.

El Scamp se reunió con el Ethan Allen pocos minutos después de medianoche. El submarino de ataque tomó posición a menos de mil metros a popa del viejo submarino lanzamisiles, y ambos navegaron en un amplio círculo mientras sus operadores de sonar escuchaban la aproximación de un buque impulsado a diesel, el USS Pigeon. Tres de las piezas estaban ya en su lugar. Tres más iban a venir.

El Octubre Rojo.

—No hay alternativa —dijo Melekhin—. Debo continuar trabajando en el diesel.

—Vamos a ayudarlo —dijo Svyadov.

—¿Y qué sabe usted de bombas de combustible diesel? —preguntó Melekhin, con voz cansada pero amable—. No, camarada. Surzpoi, Bugayev y yo podemos manejarlo solos. No hay motivo para exponerlo también a usted. Yo informaré otra vez dentro de una hora.

—Gracias, camarada. —Ramius cerró el altavoz—. Este viaje ha tenido un montón de problemas. Sabotaje. ¡Nunca me había sucedido algo así en toda mi carrera! Si no podemos arreglar el diesel… Tenemos solamente unas pocas horas más de energía en las baterías, y el reactor necesita una inspección general y de seguridad. Les juro, camaradas, si encontramos al hijo de puta que nos hizo esto…

—¿No deberíamos llamar pidiendo ayuda? —preguntó Ivanov.

—¿Tan cerca de la costa norteamericana, y quizá con un submarino imperialista todavía en nuestra cola? ¿Qué clase de «ayuda», podríamos conseguir, eh? Camaradas, tal vez nuestro problema no es accidente, ¿han considerado eso? Tal vez nos hemos convertido en peones de un juego fatal. —Movió la cabeza de un lado a otro—. No, no podemos arriesgar esto. ¡Los norteamericanos no deben poner sus manos en este submarino!

Dirección General de la CIA.

—Gracias por venir en tan corto tiempo, senador. Le pido disculpas por hacerlo levantar tan temprano. —El juez Moore recibió a Donaldson en la puerta y lo hizo entrar en su espacioso despacho—. Usted conoce al director Jacobs, ¿no?

—Desde luego, ¿y qué ha juntado al alba las cabezas del FBI y de la CIA? —preguntó Donaldson con una sonrisa. Eso tenía que ser bueno. Ser presidente del Comité de Selección era más que un trabajo, era diversión, verdadera diversión por ser una de las pocas personas que estaban realmente al tanto de las cosas.

La tercera persona que estaba en la habitación, Ritter, ayudó a una cuarta persona a levantarse de un sillón de respaldo alto que lo había ocultado a la vista. Era Peter Henderson y Donaldson quedó sorprendido al verlo. El traje de su ayudante estaba ajado, como si hubiese pasado la noche levantado. De pronto, se había acabado totalmente la diversión.

El juez Moore dominó su furia con tono afectuoso:

—Usted conoce al señor Henderson, por supuesto.

—¿Qué significa esto? —preguntó Donaldson, con una voz más reprimida que lo esperado por todos.

—Usted me mintió, senador —dijo Ritter—. Me prometió que no revelaría lo que le dije ayer, sabiendo en todo momento que se lo diría a este hombre…

—Yo no hice semejante cosa.

—… quien luego se lo dijo a un individuo agente de la KGB —continuó Ritter—. ¿Emil?

Jacobs dejó su café.

—Hemos andado detrás del señor Henderson desde hace algún tiempo. Era su contacto lo que nos tenía desconcertados. Ciertas cosas son tan sólo demasiado obvias. Mucha gente en Washington toma regularmente un taxi. El contacto de Henderson era un chofer de taxi. Finalmente lo atrapamos.

—La forma en que pusimos en descubierto a Henderson fue a través de usted, senador —explicó Moore—. Hace pocos años teníamos en Moscú un agente muy bueno, un coronel de sus Fuerzas de Cohetes Estratégicos. Durante cinco años nos había estado dando buena información, y estábamos a punto de sacarlo junto con su familia. Intentamos hacerlo; es imposible tener agentes para siempre, y realmente estábamos en deuda con este hombre. Pero yo cometí el error de revelar su nombre a su comité. Una semana más tarde había desaparecido. Lo fusilaron, por supuesto. Enviaron a Siberia a su mujer y tres hijas. Nuestra información nos revela que están viviendo en un aserradero al este de los Urales. Uno de esos lugares típicos, sin agua corriente, comida asquerosa, sin instalaciones médicas disponibles, y como son las familias de un traidor condenado, no es difícil imaginar la clase de infierno que deben de estar soportando. Un hombre bueno, muerto, y una familia destruida. Trate de pensar en eso, senador. Esta historia es verídica, y esta gente es de la vida real.

—Al principio no sabíamos quién había pasado la información. Tenía que ser usted, o alguno de los otros dos, de manera que empezamos a hacer correr información a miembros individuales del comité. Tardamos seis meses, pero su nombre surgió tres veces. Después de eso, hicimos que el director Jacobs controlara a todas las personas integrantes de su plana mayor. ¿Emil?

—Cuando Henderson era editor asistente en el Crimson de Harvard, en 1970, lo enviaron al estado de Kentucky para hacer una crónica sobre el tiroteo. Ustedes recuerdan aquel asunto de los «Días de Ira», después de la incursión en Camboya, y el terrible enfrentamiento con la guardia nacional. Quiso la suerte que yo también estuviese allí. Evidentemente, Henderson sintió asco, lo que era comprensible. Pero no su reacción. Cuando se graduó y pasó a formar parte de su personal, senador, empezó a hablar sobre su trabajo con sus viejos amigos activistas. Esto lo llevó a un contacto con los rusos, y ellos pidieron cierta información. Eso fue durante el bombardeo de Navidad… realmente eso no le gustó a Henderson. Entregó lo que le pedían. Al principio eran cosas de bajo nivel, nada que no hubieran podido leer en el Post unos días más tarde. Así es como funciona. Ellos ofrecieron el anzuelo, y él lo mordió. Pocos años más tarde, naturalmente, clavaron el anzuelo con fuerza y él ya no pudo librarse. Todos sabemos cómo funciona este juego.

—Ayer instalamos un grabador en su taxi. Se sorprenderían si supieran qué fácil fue hacerlo. Los agentes también se vuelven perezosos, como el resto de nosotros. Para no alargar la historia, le tenemos a usted en una cinta grabada prometiendo no revelar la información a nadie, y tenemos a Henderson volcando esa misma información, menos de tres horas después, a un conocido agente de la KGB, también en cinta grabada. Usted no ha violado ninguna ley, senador, pero el señor Henderson sí. Fue arrestado anoche a las nueve. El cargo es espionaje, y nosotros tenemos las pruebas para que la acusación tenga efecto.

—Yo no tenía absolutamente ningún conocimiento de esto —dijo Donaldson.

—No habíamos pensado en lo más mínimo que usted lo tuviera —dijo Ritter.

Donaldson se enfrentó con su ayudante.

—¿Qué tiene usted que decir en su favor?

Henderson no dijo nada. Pensó decir cuánto lo sentía, pero ¿cómo explicar sus emociones? La sucia sensación de ser un agente de una potencia extranjera, yuxtapuesta con el excitante placer de burlar a toda una legión de funcionarios del gobierno. Cuando lo atraparon, esas emociones cambiaron, convirtiéndose en miedo por lo que habría de ocurrirle, y alivio porque todo había pasado.

—El señor Henderson ha accedido a trabajar para nosotros —dijo Jacobs amablemente—. Es decir, tan pronto como usted abandone el Senado.

—¿Qué significa eso? —preguntó Donaldson.

—Usted ha estado en el Senado… ¿cuánto? Trece años, ¿no es así? Usted fue originalmente nombrado para llenar un período que no había expirado, si mi memoria es buena —dijo Moore.

—Podría intentar ver cuál es mi reacción ante el chantaje —observó el senador.

—¿Chantaje? —Moore levantó ambos brazos—. Por Dios, senador; el director Jacobs ya le ha dicho que usted no ha violado ninguna ley, y tiene mi palabra que de la CIA no saldrá nada de esto. Ahora bien, que el Departamento de Justicia decida juzgar al señor Henderson o no, es algo que no está en nuestras manos. «Ayudante de Senador Acusado de Traición: el Senador Donaldson Afirma Desconocer Actividades de Ayudante». Jacobs continuó.

—Senador, la Universidad de Connecticut le ha ofrecido el decanato en su escuela de gobierno, desde hace varios años. ¿Por qué no lo acepta?

—O Henderson va a la cárcel. ¿Quiere cargar eso en mi conciencia?

—Es obvio que no puede seguir trabajando para usted, y será igualmente obvio que si es despedido después de tantos años de servicios ejemplares en su oficina, no pasará inadvertido. Si, en cambio, usted decide abandonar la vida pública, no sería demasiado sorprendente que él no pudiera obtener un trabajo del mismo nivel con otro senador. Entonces, conseguiría un bonito empleo en la Oficina de la Contaduría General, donde todavía tendrá acceso a toda clase de secretos. Sólo que de ahora en adelante —dijo Ritter— nosotros decidiremos cuáles serán los secretos que pase.

—No hay ningún estatuto de limitaciones sobre espionaje —señaló Jacobs.

—Si los soviéticos lo descubren —dijo Donaldson, y se interrumpió. En realidad no le importaba, ¿no? No por Henderson, no por el ficticio ruso. Él tenía una imagen que salvar, debía cortar por lo sano.

—Gana usted, juez.

—Yo pensé que lo vería a nuestra manera. Lo comunicaré al Presidente. Gracias por venir, senador. El señor Henderson llegará esta mañana un poco tarde a la oficina. No sea muy severo con él, senador. Si juega a la pelota con nosotros, en unos pocos años quizá lo dejemos desprenderse del gancho. Ha sucedido antes, pero tendrá que ganárselo. Buenos días, señor.

Henderson iba a jugar para ese mismo lado. Su alternativa era vivir en una penitenciaría de máxima seguridad. Después de escuchar la cinta grabada de su conversación en el taxi, había hecho su confesión frente a una dactilógrafa de la corte y una cámara de televisión.

El Pigeon.

La travesía hasta el Pigeon había sido misericordiosamente tranquila. La nave de rescate, con su casco catamarán, tenía a popa una pequeña plataforma para helicópteros, y el helicóptero de la Marina Real había evolucionado manteniéndose inmóvil a sesenta centímetros sobre ella, permitiendo que Ryan y Williams saltaran. Los llevaron inmediatamente al puente mientras el helicóptero zumbaba hacia el nordeste de regreso a su base.

—Bienvenidos a bordo, caballeros —dijo el comandante con amabilidad—. Comunica Washington que ustedes tienen órdenes para mí. ¿Café?

—¿Tiene usted té? —preguntó Williams.

—Es probable que podamos encontrar un poco.

—Vayamos a algún lugar donde podamos hablar en privado —dijo Ryan.

El Dallas.

El Dallas estaba ya al tanto del plan. Alertado por otra transmisión en onda de extra-baja frecuencia, Mancuso había colocado el submarino en profundidad de antena durante un corto tiempo por la noche. El extenso mensaje SECRETO fue descifrado a mano en su camarote. Esa tarea no era el punto fuerte de Mancuso. Le llevó una hora, mientras Chambers conducía el Dallas nuevamente al seguimiento de su contacto. Un tripulante que pasó junto al camarote del comandante pudo oír claramente un contenido ¡maldito!, a través de la puerta. Cuando Mancuso reapareció, no podía evitar que sus labios dibujaran una sonrisa. Él tampoco era un buen jugador de cartas.

El Pigeon.

El Pigeon era uno de los dos modernos buques de la Marina, diseñado y equipado para rescate submarino, que podía localizar y alcanzar un submarino nuclear hundido con la suficiente rapidez como para salvar a su dotación. Estaba provisto de toda clase de elementos y sistemas sofisticados, el principal entre ellos era el Vehículo de Rescate de Sumersión Profunda. Ese pequeño navío estaba colgado entre los dos cascos gemelos, tipo catamarán, del Pigeon. Había también un sonar de tres dimensiones operando a baja potencia, más que todo como una baliza mientras el Pigeon describía círculos lentamente, pocas millas al sur del Scamp y del Ethan Allen. Dos fragatas clase Perry se hallaban al norte a veinte millas, operando en conjunto con tres Orion, para limpiar la zona.

—Pigeon, aquí Dallas, prueba de radio, cambio.

—Dallas, aquí Pigeon. Lo recibo fuerte y claro, cambio —contestó usando el canal de seguridad el comandante del buque de rescate.

—El paquete está aquí. Cambio y corto.

—Capitán, en el Invincible un oficial envió el mensaje con un destellador. ¿Puede usted manejar el destellador? —preguntó Ryan.

—¿Para ser parte de esto? ¿Está bromeando?

El plan era bastante simple, sólo un poco demasiado audaz. Estaba claro que el Octubre Rojo quería desertar. Hasta era posible que todos los que estaban a bordo lo quisieran, pero muy poco probable. Entonces iban a sacar del Octubre Rojo a todos los que quisieran regresar a Rusia, y luego simularían que hacían volar la nave con una de las poderosas cargas que se sabía que llevaban los submarinos rusos para ese propósito. Los tripulantes evacuados serían llevados en su buque hacia el noroeste, entrando en el Estrecho Pamlico, donde esperarían a la flota soviética para regresar a su casa, seguros de que el Octubre Rojo había sido hundido y con una tripulación que probaría el hecho. ¿Qué era posible que saliera mal? Mil cosas.

El Octubre Rojo.

Ramius miró a través de su periscopio. El único buque a la vista era el USS Pigeon, aunque su antena de medios electrónicos de apoyo le informaba que había actividad de radares de superficie hacia el norte, un par de fragatas haciendo guardia en el horizonte. De manera que ése era el plan. Observó la luz del destellador, traduciendo mentalmente el mensaje.

Centro Médico Naval de Norfolk.

—Gracias por venir, doctor. —El oficial de inteligencia se había hecho cargo de la oficina del ayudante de administración del hospital—. Entiendo que nuestro paciente se ha despertado…

—Hace una hora, más o menos —le confirmó Tait—. Estuvo consciente unos veinte minutos. Ahora está dormido.

—¿Quiere decir eso que se salvará?

—Es un signo positivo. Estuvo razonablemente coherente, de manera que no hay evidencias de daño cerebral. Yo estaba un poco preocupado por eso. Tendría que decir que las probabilidades están a su favor ahora, pero estos casos de hipotermia muchas veces se deterioran rápidamente. Ese chico está enfermo, y eso no ha cambiado. —Tait hizo una pausa—. Yo tengo que hacerle una pregunta a usted, capitán: ¿por qué no están contentos los rusos?

—¿Qué le hace pensar eso?

—Es difícil no darse cuenta. Además, Jamie encontró entre el personal un médico que entiende el ruso, y lo hemos puesto en la atención del caso.

—¿Por qué no me lo dijeron?

—Los rusos tampoco lo saben. Fue un juicio médico, capitán. Tener cerca un médico que hable el idioma del paciente es simplemente una buena práctica médica. —Tait sonrió, satisfecho consigo mismo por haber planeado su propia estratagema de inteligencia mientras que, a la vez, cumplía los reglamentos navales y se ajustaba a la ética médica. Sacó una tarjeta de su bolsillo—. De cualquier manera, el nombre del paciente es Andre Katyskin. Es cocinero, como pensamos, y de Leningrado. El nombre de su buque era Politovskiy.

—Mis felicitaciones, doctor. —El oficial de inteligencia registró la maniobra de Tait, aunque se preguntó por qué sería que los aficionados resultaban tan condenadamente hábiles cuando se entrometían en cosas que no eran de su incumbencia.

—Entonces, ¿por qué no están contentos los rusos? —Tait no obtuvo respuesta—. ¿Y por qué no tiene usted un tipo allá arriba? Usted ya lo sabía todo, ¿no es así? Usted sabía de qué buque había escapado, y usted sabía por qué se hundió… Entonces, si ellos más que todo querían saber de qué buque venía, y si no les gustaron las noticias que obtuvieron… ¿significa que tienen otro submarino desaparecido allá en el océano?

Dirección General de la CIA.

—¡James, usted y Bob vengan de inmediato! —dijo Moore por teléfono.

—¿Qué ocurre, Arthur? —preguntó Greer un minuto después.

—Lo último de CARDINAL. —Moore les tendió copias xerox del mensaje a ambos hombres—. ¿Cuál es el tiempo mínimo para transmitirles esto?

—¿A esa distancia? Significa en helicóptero, un par de horas por lo menos. Tenemos que hacer llegar esto más rápido —urgió Greer.

—No podemos poner en peligro a CARDINAL, punto. Escriban un mensaje y ordenen que la Marina o la Fuerza Aérea lo entreguen en mano. —A Moore no le gustaba, pero no tenía otra alternativa.

—¡Llevará demasiado tiempo! —objetó Greer subiendo la voz.

—A mí también me gusta el muchacho, James. Pero hablar de eso no ayuda. Muévanse.

Greer abandonó la habitación profiriendo insultos como el marinero de cincuenta años que era.

El Octubre Rojo.

—Camaradas, Oficiales y tripulantes del Octubre Rojo, les habla el comandante. —La voz de Ramius sonaba apagada, notaron enseguida los hombres. El incipiente pánico que había comenzado unas pocas horas antes los había llevado al borde mismo del amotinamiento—. Los esfuerzos para reparar nuestros motores han fracasado. Nuestras baterías están casi exhaustas. Estamos demasiado lejos de Cuba como para recibir ayuda, y no podemos esperar ayuda de la Rodina. No tenemos suficiente energía eléctrica para operar siquiera nuestro sistema de control de ambiente por unas pocas horas más. No tenemos otra posibilidad, debemos abandonar la nave.

—No es una casualidad que un buque norteamericano se encuentre ahora cerca de nosotros, ofreciéndonos ayuda. Voy a decirles lo que ha sucedido, camaradas. Un espía imperialista ha saboteado nuestra nave y, de alguna manera, ellos sabían cuáles eran nuestras órdenes. Estaban esperándonos, camaradas, esperando y deseando poner sus sucias manos en nuestro buque. Pero no lo harán. Sacaremos a la tripulación. ¡Ellos no se apoderarán de nuestro Octubre Rojo! Los oficiales antiguos y yo nos quedaremos atrás para disponer las cargas de autodestrucción. El agua tiene aquí una profundidad de cinco mil metros. No van a apropiarse de nuestra nave. Todos los tripulantes, excepto los que están de guardia, deberán reunirse en sus alojamientos. Eso es todo. —Ramius paseó su mirada por la sala de control—. Hemos perdido, camaradas.

—Bugayev, transmita los mensajes necesarios a Moscú y al buque norteamericano. Después vamos a sumergirnos a cien metros. No correremos ningún riesgo de que se apoderen de nuestro buque. Yo asumo totalmente la responsabilidad por esta… ¡desgracia! Recuerden esto muy bien, camaradas. La culpa es solamente mía.

El Pigeon.

—Mensaje recibido: «S.S.S.» —informó el radioperador.

—¿Alguna vez estuvo usted en un submarino, Ryan? —preguntó Cook.

—No. Espero que sea más seguro que volar. —Ryan trató de hacer una broma. Estaba profundamente asustado.

—Bueno, vamos a mandarlo abajo, al Mystic.

El Mystic.

El Vehículo de Rescate de Sumersión Profunda consistía en tres esferas metálicas soldadas juntas, con una hélice atrás y algún blindaje alrededor para proteger las partes presurizadas del casco. Ryan fue el primero que atravesó la escotilla, después Williams. Encontraron asientos y aguardaron. Una tripulación de tres estaba ya trabajando.

El Mystic se hallaba listo para operar. Cuando se dio la orden, los cabrestantes del Pigeon lo hicieron descender hasta las aguas calmas de abajo. Se sumergió de inmediato con sus motores eléctricos, que apenas hacían algún ruido. Su sistema de sonar de baja potencia enseguida captó el submarino ruso, a media milla de distancia y a una profundidad de cien metros. A los tripulantes les habían dicho que ésa era una real y sencilla operación de rescate. Eran expertos. El Mystic no demoró más de diez minutos en situarse suspendido sobre el tubo de escape anterior del submarino lanzamisiles. Las hélices direccionales las colocaron cuidadosamente en la posición apropiada y un suboficial se aseguró que el tubo de unión se ajustara con seguridad.

El agua que quedó en el interior del tubo, entre el Mystic y el Octubre Rojo fue soplada como una explosión hacia una cámara de baja presión en el primero. Eso estableció una firme unión hermética entre las dos naves, y el agua residual fue eliminada con bombas.

—Ahora le toca a usted, supongo. —El teniente llevó a Ryan hasta la escotilla que había en el piso del segmento intermedio.

—Supongo. —Ryan se arrodilló junto a la escotilla y golpeó varias veces con la mano. No hubo respuesta. Luego intentó con una herramienta. Un momento después, como un eco, se oyeron tres golpes metálicos, y Ryan hizo girar la rueda de cierre del centro de la escotilla. Cuando la tiró hacia arriba, se encontró con otra que ya había sido abierta desde abajo. Finalmente, había aún otra escotilla perpendicular que estaba cerrada. Ryan aspiró profundamente y comenzó a descender por la escalerilla del cilindro pintado de blanco, seguido por Williams. Cuando llegó al fondo, Ryan golpeó con la mano en la más baja de las escotillas.

El Octubre Rojo.

Se abrió de inmediato.

—Caballeros, soy el capitán de fragata Ryan, de la Marina de Estados Unidos. ¿Podemos ayudarlos de alguna forma?

El hombre a quien habló era más bajo y corpulento que él. Llevaba tres estrellas en la hombrera, una amplia colección de condecoraciones en el pecho, y una ancha cinta dorada en la manga. De modo que ése era Marko Ramius…

—¿Habla usted ruso?

—No, señor, no lo hablo. ¿De qué naturaleza es su emergencia, señor?

—Tenemos una fuga mayor en el sistema del reactor. La nave está contaminada desde la sala de control hacia popa. Debemos evacuarla.

Ante las palabras fuga y reactor, Ryan sintió un escalofrío. Recordó qué seguro había estado de que su libreto era el correcto. En tierra, a novecientas millas de distancia, en una cálida y agradable oficina, rodeado de amigos… Bueno, no enemigos. Las miradas que le estaban lanzando los veinte hombres que se hallaban en ese compartimiento eran letales.

—¡Santo Dios! Muy bien, entonces empecemos a movernos. Podemos sacar veinticinco hombres cada vez, señor.

—No tan rápido, capitán Ryan. ¿Qué será de mis hombres? —preguntó Ramius en voz alta.

—Serán tratados como nuestros huéspedes, por supuesto. Si necesitan atención médica la tendrán. Serán devueltos a la Unión Soviética tan pronto como podamos arreglarlo. ¿Creyó que íbamos a ponerlos en prisión?

Ramius gruñó y se volvió para hablar con los otros en ruso. En el vuelo desde el Invincible, Ryan y Williams habían decidido mantener en secreto por un tiempo los conocimientos de este último sobre ruso, y Williams estaba en ese momento vestido con un uniforme norteamericano. Ninguno de ellos pensó que un ruso podría distinguir sus diferentes acentos.

—Doctor Petrov —dijo Ramius—, usted se llevará al primer grupo de veinticinco. ¡Mantenga el control de los hombres, camarada doctor! No permita que los norteamericanos les hablen individualmente, y no deje a ningún hombre que se aleje del grupo. Usted se comportará con corrección, ni más ni menos.

—Comprendido, camarada comandante.

Ryan observó a Petrov mientras contaba a los hombres al pasar por la escotilla y subir la escala. Cuando terminaron de hacerlo, Williams cerró primero la escotilla del Mystic y luego la del tubo de escape del Octubre. Ramius ordenó a un michman que la controlara. Oyeron desconectarse al vehículo de rescate y luego el zumbido de su motor que se alejaba.

El silencio que siguió fue tan largo como incómodo. Ryan y Williams se mantuvieron de pie en un rincón del compartimiento; Ramius y sus hombres, en el opuesto. Le recordó a Ryan los bailes de la escuela secundaria, cuando los muchachos y las chicas se agrupaban separadamente, y quedaba en el medio una tierra de nadie. Cuando un oficial sacó un cigarrillo, trató de romper el hielo.

—¿Puede darme un cigarrillo, señor?

Borodin hizo un rápido movimiento hacia arriba con el paquete y un cigarrillo surgió hasta la mitad. Ryan lo tomó, y Borodin lo encendió con una cerilla.

—Gracias. Yo he dejado de fumar, pero debajo del agua, en un submarino con un reactor descompuesto, no creo que sea demasiado peligroso, ¿no le parece? —La primera experiencia de Ryan con un cigarrillo ruso no fue nada feliz. El fuerte tabaco negro lo hizo sentir mareado, a lo que había que agregar el olor acre en el aire que los rodeaba, ya espeso con el hedor a sudor, aceite de máquina y col.

—¿Cómo es que estaban ustedes aquí? —preguntó Ramius.

—Navegábamos hacia la costa de Virginia, comandante. Un submarino soviético se hundió allá la semana pasada.

—¿Ah, sí? —Ramius admiró la historia supuestamente inventada—. ¿Un submarino soviético?

—Sí, comandante. El submarino era de los que nosotros llamamos un Alfa. Eso es todo lo que sé con seguridad. Recogieron un superviviente que está en el Hospital Naval de Norfolk. ¿Puedo preguntarle su nombre, señor?

—Marko Aleksandrovich Ramius.

—Jack Ryan.

—Owen Williams. —Todos se estrecharon las manos.

—¿Tiene usted familia, capitán Ryan? —preguntó Ramius.

—Sí, señor. Esposa, un hijo y una hija. ¿Usted, señor?

—No, no tengo familia. —Se volvió para dirigirse en ruso a un joven oficial—. Tome usted el próximo grupo. ¿Oyó mis instrucciones al doctor?

—¡Sí, camarada comandante! —dijo el joven.

Oyeron sobre sus cabezas los motores eléctricos del Mystic. Un momento después sonó el ruido metálico del aro de contacto al unirse al tuvo de escape. Había tardado cuarenta minutos, pero les había parecido una semana. «Dios, ¿qué pasaría si el reactor estuviera realmente en mal estado?», pensó Ryan.

El Scamp.

A dos millas de distancia, el Scamp se había detenido a unos pocos cientos de metros del Ethan Allen. Ambos submarinos estaban intercambiando mensajes con sus radioteléfonos subacuáticos. Los sonaristas del Scamp habían captado el pasaje de los tres submarinos una hora antes. El Pogy y el Dallas estaban en ese momento entre el Octubre Rojo y los otros dos submarinos norteamericanos, y sus operadores de sonar escuchaban intensamente para captar cualquier interferencia, cualquier nave que pudiera ponerse en su camino. La zona de transferencia estaba lo suficientemente alejada de la costa como para evitar el tráfico costero de los buques mercantes y petroleros, pero eso no impedía que encontraran algún buque aislado procedente de otro puerto.

El Octubre Rojo.

Cuando salió el tercer grupo de hombres bajo el control del teniente Svyadov, un cocinero que estaba al final de la fila se apartó, explicando que quería recuperar su casete, para el cual había tenido que ahorrar durante meses. Nadie se dio cuenta cuando no regresó, ni siquiera Ramius. Sus tripulantes, aun los experimentados suboficiales mayores, se empujaban unos a otros para salir del submarino. Sólo faltaba evacuar un grupo.

El Pigeon.

En el Pigeon, llevaron a los soviéticos al comedor de la tripulación. Los marinos norteamericanos observaban detenidamente a sus antagonistas soviéticos, pero no pronunciaban palabra. Los rusos encontraron las mesas preparadas con una merienda de café, tocino, huevos y tostadas. Petrov se alegró al verlo. No había ningún problema para mantener el control de los hombres mientras comían como lobos. Un joven oficial actuó como intérprete y así pudieron pedir —y obtuvieron considerables cantidades de tocino adicional—. Los cocineros tenían órdenes de servir a los rusos toda la comida que pudieran comer. Eso mantenía ocupados a todos, mientras un helicóptero que llegaba desde tierra aterrizó con veinte nuevos hombres, uno de los cuales corrió hacia el puente.

El Octubre Rojo.

—El último grupo —murmuró para sí mismo Ryan. El Mystic se unió de nuevo. El último viaje de ida y vuelta había llevado una hora. Cuando las dos escotillas quedaron abiertas, bajó el teniente del vehículo de rescate.

—El próximo viaje se va a demorar, caballeros. Nuestras baterías ya están casi descargadas. Nos llevará noventa minutos recargarlas. ¿Algún problema?

—Será como usted diga —respondió Ramius. Tradujo lo dicho a sus hombres y luego ordenó a Ivanov que se hiciera cargo del grupo siguiente—. Los oficiales más antiguos quedarán atrás. Tenemos trabajo a realizar. —Ramius tomó la mano del joven oficial—. Si algo sucede, dígales allá en Moscú que hemos cumplido nuestro deber.

—Lo haré, camarada comandante. —Ivanov casi se ahoga al responder. Ryan observó a los marinos que se iban. Cerraron la escotilla del tubo de escape del Octubre Rojo, y luego la del Mystic. Un minuto después se oyó el ruido metálico cuando el minisubmarino se liberó y comenzó a ascender. Oyó desvanecerse el sonido de los motores eléctricos y sintió cómo se iban cerrando sobre él los mamparos pintados de verde. Estar en un avión le provocaba temor, pero al menos el aire no amenazaba triturarlo a uno. Allí estaba él, debajo del agua, a trescientas millas de la costa, en el submarino más grande del mundo, con diez hombres solamente a bordo que sabían cómo operarlo.

—Capitán Ryan —dijo Ramius, tomando la posición militar—, mis oficiales y yo solicitamos asilo político en Estados Unidos… y les traemos este pequeño obsequio. —Ramius señaló con un gesto los mamparos de acero.

Ryan había pensado ya su respuesta.

—Comandante, en nombre del Presidente de Estados Unidos, tengo el honor de concederles su solicitud. Bienvenidos a la libertad, caballeros.

Nadie sabía que el sistema de intercomunicadores del compartimiento había sido encendido. Horas antes habían desenchufado la luz indicadora. Dos compartimentos más adelante el cocinero escuchó, diciéndose a sí mismo que había hecho bien en quedarse atrás y deseando haber estado equivocado. «Ahora, ¿qué haré?», se preguntó. Su deber. Eso sonaba bastante fácil… pero ¿recordaría cómo llevarlo a cabo?

—No sé qué decirles sobre ustedes mismos. —Ryan estrechó otra vez las manos a todos—. Lo lograron. ¡Realmente lo lograron!

—Discúlpeme, capitán —dijo Kamarov—. ¿Habla usted ruso?

—Lo siento, el teniente Williams lo habla, pero yo no. Esperábamos que un grupo de oficiales que hablaban ruso estuvieran aquí en mi lugar, pero su helicóptero se estrelló anoche en el mar. —Williams tradujo eso. Cuatro de los oficiales no tenían conocimientos de inglés.

—¿Y qué ocurre ahora?

—Dentro de pocos minutos, a dos millas de aquí va a explotar un submarino lanzamisiles. Uno de los nuestros; uno antiguo. Supongo que usted dijo a sus hombres que iban a hacer volar a este submarino… ¡Cristo!, ¿espero que no les haya dicho lo que realmente estaban haciendo?

—¿Y tener una guerra a bordo de mi buque? —Ramius rio—. No, Ryan. ¿Y luego qué?

—Cuando todo el mundo piense que el Octubre Rojo se ha hundido, nosotros pondremos rumbo al noroeste, hacia la ensenada Ocracoke, y allí esperaremos. EL USS Dallas y el Pogy nos escoltarán. ¿Pueden operar la nave estos pocos hombres?

—¡Estos hombres pueden operar cualquier nave del mundo! —Ramius lo dijo en ruso primero. Sus hombres sonrieron—. ¿De modo que usted cree que nuestros hombres no sabrán lo que ha ocurrido con nosotros?

—Correcto. El Pigeon verá una explosión submarina. Ellos no tienen forma de saber que ése no es el lugar exacto, ¿verdad? ¿Sabe usted que su Marina tiene en este momento muchos buques operando frente a nuestras costas? Cuando ellos se vayan, bueno, entonces resolveremos dónde guardar este obsequio en forma permanente. Yo no sé dónde será eso. Ustedes, señores, serán nuestros huéspedes, naturalmente. Mucha gente nuestra querrá hablar con ustedes. Por el momento, pueden estar seguros de que serán tratados muy bien… mejor de lo que pueden imaginar. —Ryan estaba seguro de que la CIA daría una considerable suma de dinero a cada uno. No se lo dijo; no quería insultar esa clase de valor. Lo había sorprendido saber que los desertores rara vez esperan recibir dinero y casi nunca lo piden.

—¿Y qué hay de la educación política? —preguntó Kamarov. Ryan rio.

—Teniente, en algún momento y lugar en el proceso, alguien lo llevará consigo para explicarle cómo funciona nuestro país. Eso le tomará unas dos horas. Después de eso, usted puede empezar de inmediato a decirnos qué hacemos mal… Todo el resto del mundo lo hace, ¿por qué no usted? Pero yo no puedo hacerlo ahora. Créame, le encantará, probablemente más que a mí. Yo nunca he vivido en un país que no fuera libre, y tal vez no aprecio mi hogar tanto como debiera. Por el momento, supongo que usted tiene que cumplir alguna tarea.

—Correcto —dijo Ramius—. Vengan, mis nuevos camaradas, los pondremos también a ustedes a trabajar.

Ramius condujo a Ryan hacia popa, atravesando una serie de puertas estancas. En pocos minutos se hallaban en la sala de misiles, un amplio compartimiento donde veintiséis tubos de color verde oscuro se elevaban a través de dos pisos. La razón de ser de un submarino lanzamisiles, con más de doscientas cabezas termonucleares. La amenaza existente en esa sala fue suficiente como para erizar el pelo en la nuca de Ryan. No se trataba de abstracciones académicas, ésos eran reales. El piso superior, sobre el que estaban caminando era de rejilla. El inferior, que Ryan podía ver, era sólido. Después de pasar por este y otro compartimiento, llegaron a la sala de control. En el interior del submarino había un silencio fantasmal; Ryan comprendió por qué los marinos son supersticiosos.

—Usted se sentará aquí. —Ramius señaló el puesto del timonel, en el lado de babor del compartimiento. Había un volante tipo avión y una serie de instrumentos.

—¿Qué hago? —preguntó Ryan, sentándose.

—Usted dirigirá la nave, capitán. ¿Nunca lo ha hecho?

—No, señor. Nunca había estado en un submarino.

—Pero usted es un oficial de marina.

Ryan sacudió la cabeza.

—No, capitán. Trabajo para la CIA.

—¿CIA? —Ramius silbó la sigla como si fuera venenosa.

—Ya sé, ya sé. —Ryan apoyó la cabeza sobre el volante—. Nos llaman Las Fuerzas Oscuras. Capitán, ésta no es una Fuerza Oscura que probablemente va a mojar sus pantalones antes de que hayamos terminado aquí. Yo trabajo en un despacho, y créame por lo menos esto, aunque sea lo único, no existe nada que pueda desear más que estar en este momento en mi casa junto a mi mujer y mis hijos. Si tuviera cerebro, me habría quedado en Annapolis y seguiría escribiendo mis libros.

—¿Libros? ¿Qué quiere decir?

—Soy historiador, capitán. Hace algunos años me pidieron que ingresara en la CIA como analista. ¿Sabe usted qué es eso? Los agentes traen su información, y yo aprecio y evalúo qué significa. Yo me vi metido en este lío por error… Mierda, usted no me cree pero es verdad. De cualquier manera, yo solía escribir libros sobre historia naval.

—Dígame cuáles son sus libros —ordenó Ramius.

—Options and Decisions, Doomed Eagles, y uno nuevo que saldrá el próximo año, Fighting Sailor, una biografía del almirante Halsey. Mi primer libro se refería a la Batalla del Golfo de Leyte. Fue reproducido en Morskoi Sbornik, creo. Trataba sobre la naturaleza de las decisiones tácticas tomadas bajo condiciones de combate. Se supone que hay una docena de ejemplares en la biblioteca Frunze.

Ramius guardó silencio por un momento.

—Ah, yo conozco ese libro. Sí, he leído partes de él. Usted estaba equivocado, Ryan. Halsey actuó estúpidamente.

—Usted tendrá éxito en mi país, capitán Ramius. Ya es un crítico literario. Capitán Borodin, ¿puedo molestarlo por un cigarrillo?

Borodin le dio un paquete completo y cerillas. Ryan encendió uno. Era horrible.

El Avalon.

El cuarto regreso del Mystic fue la señal para que el Ethan Allen y el Scamp actuaran. El Avalon salió de su inmovilidad y avanzó los pocos cientos de metros hasta el viejo submarino lanzamisiles. Su comandante ya estaba reuniendo los hombres en la sala de torpedos. En todos los rincones del submarino habían abierto las escotillas, puertas y tabiques.

Uno de los oficiales avanzaba hacia proa para reunirse con los demás. Detrás de él había un cable negro que llegaba hasta cada una de las bombas puestas a bordo. Conectó el extremo del cable a un mecanismo de regulación a tiempo.

—Todo listo, señor.

El Octubre Rojo.

Ryan observó a Ramius cuando ordenaba a sus hombres que ocuparan sus puestos. La mayor parte de ellos fue a popa, para operar los motores. Ramius tuvo la cortesía de hablar en inglés, repitiendo luego, él mismo, en ruso para aquellos que no comprendían su nuevo idioma.

—Kamarov y Williams, ustedes irán a proa y ajustarán todas las escotillas. —Ramius explicó en beneficio de Ryan—: Si algo anda mal, no será así, pero si ocurre, no tenemos suficientes hombres como para hacer reparaciones. Por lo tanto, sellamos todo el buque.

A Ryan le pareció razonable. Instaló un vaso vacío sobre el pedestal de control para que hiciera las veces de cenicero. Él y Ramius estaban solos en la sala de control.

—¿Cuándo vamos a partir? —preguntó Ramius.

—Cuando usted esté listo, señor. Tenemos que llegar a la Ensenada de Ocracoke con la marea alta, unos ocho minutos después de la medianoche. ¿Podemos lograrlo?

Ramius consultó su carta de navegación.

—Fácilmente.

Kamarov guio a Williams a través de la sala de comunicaciones, delante de la de control. Dejaron allí abierta la puerta estanca, siguieron luego hacia la sala de misiles. Descendieron por una escalerilla hasta el piso inferior y caminaron hacia adelante en dirección al mamparo anterior de la sala de misiles. Cruzaron la portezuela y entraron en el compartimiento de depósito, controlando cada escotilla a medida que pasaban. Cerca de la proa, subieron por otra escalerilla hasta la sala de torpedos, apretando la escotilla detrás de ellos, y continuaron, en ese momento hacia atrás, a través del depósito de torpedos y los sectores para tripulantes. Ambos hombres experimentaron la extraña sensación de encontrarse a bordo de un buque donde no había tripulación, y se tomaron su tiempo. Williams torcía la cabeza para mirarlo todo y hacía preguntas a Kamarov. El teniente se sentía feliz de poder contestarlas en su idioma natal. Ambos hombres eran oficiales competentes, y compartían una romántica vocación por la profesión que habían adoptado.

Por su parte, Williams se sintió profundamente impresionado por el Octubre Rojo, y lo dijo en repetidas oportunidades. Había puesto toda su atención hasta en los menores detalles. La cubierta tenía baldosas. Las escotillas estaban revestidas con espesas juntas de goma. Apenas hacían ruido cuando se desplazaban de un lado a otro controlando el perfecto estado de la estanqueidad, y era obvio que habían pagado algo más que jarabe de palo para lograr que ese submarino fuera completamente silencioso.

Williams estaba traduciendo al ruso una de sus historias navales favoritas cuando abrieron la escotilla que conducía al piso superior de la sala de misiles. Cuando pasó a través de la escotilla detrás de Kamarov, recordó que las brillantes luces del techo habían quedado encendidas. ¿No era así?

Ryan estaba tratando de relajarse pero no lo conseguía. El asiento era incómodo, y recordó el chiste ruso sobre cómo estaban dando forma al Nuevo Hombre Soviético… con asientos de avión de línea aérea, que provocaban en un individuo contorsiones para adoptar toda clase de formas imposibles. A popa, la tripulación de la sala de máquinas había empezado a dar fuerza al reactor. Ramius estaba hablando por el teléfono intercomunicador con su jefe de máquinas cuando comenzó a aumentar el ruido del movimiento del refrigerante del reactor, para generar vapor para los turboalternadores.

Ryan levantó la cabeza. Fue como si hubiera percibido el ruido antes de oírlo. Sintió un frío que le recoma la nuca mientras el cerebro le decía qué tenía que ser ese ruido.

—¿Qué fue eso? —dijo automáticamente, sabiendo ya lo que era.

—¿Qué? —Ramius se hallaba tres metros más atrás, y en ese momento estaban girando los motores del caterpillar. Un extraño rumor reverberaba en todo el casco.

—Oí un tiro… no, varios tiros.

Ramius parecía divertido cuando caminó unos pasos hacia delante.

—Creo que usted oyó el ruido de los motores del caterpillar, y comprendo que es su primera vez en un submarino, como usted dijo. La primera vez es siempre difícil. También lo fue para mí.

Ryan se puso de pie.

—Puede ser eso, capitán, pero conozco un disparo cuando lo oigo. —Desabrochó su chaqueta y sacó su pistola.

—Tendrá que darme eso. —Ramius estiró la mano—. ¡Usted no puede tener una pistola en mi submarino!

—¿Dónde están Williams y Kamarov? —vaciló Ryan.

Ramius se encogió de hombros.

—Se están demorando, sí, pero este buque es muy grande.

—Voy a ir a proa a controlar.

—¡Usted se quedará en su puesto! —ordenó Ramius—. ¡Hará lo que yo le diga!

—Capitán, acabo de oír algo que sonaba como disparos de pistola, y voy a ir a proa a controlar. ¿Alguna vez ha recibido usted un tiro? Yo sí. Tengo las cicatrices en el hombro para probarlo. Será mejor que tome usted el volante, señor.

Ramius levantó un auricular y apretó un botón. Habló en ruso durante unos segundos y luego cortó la comunicación.

—Voy a ir, para demostrarle que en mi submarino no hay almas… fantasmas, ¿eh? Fantasmas, no hay fantasmas. —Hizo un gesto señalando la pistola—. Y usted no es espía, ¿eh?

—Capitán, créame lo que quiera creer. Es una larga historia y algún día se la contaré —Ryan esperó el relevo que evidentemente Ramius había solicitado. El retumbar del empuje a través del túnel hacía que el submarino sonara como el interior de un tambor.

Entró en la sala de control un oficial cuyo nombre no recordaba. Ramius dijo algo que provocó risa… interrumpida bruscamente cuando el oficial vio la pistola de Ryan. Era obvio que ninguno de los rusos se sentía feliz ante el hecho de que él la tuviera.

—Con su permiso, capitán… —Ryan señaló hacia proa.

—Adelante, Ryan.

La puerta-estanca entre el control y el siguiente compartimiento había quedado abierta. Ryan entró en la sala de radio lentamente, moviendo los ojos a izquierda y derecha. No había nada. Avanzó hasta la puerta de la sala de misiles, que estaba cerrada y ajustada. La puerta —de un metro veinte más o menos de alto y unos sesenta centímetros de ancho— estaba calzada y trabada en su lugar mediante una rueda central. Ryan hizo girar la rueda con una mano. Estaba bien aceitada. Lo mismo las bisagras. Abrió muy despacio la puerta y espió desde los bordes de la escotilla.

—Oh, mierda. —Ryan respiró hondo, indicando al capitán que avanzara. El compartimiento de misiles tenía sus buenos sesenta metros de largo, y estaba alumbrado por sólo seis u ocho pequeñas luces difusas. ¿No había estado antes brillantemente iluminado? En el extremo opuesto había una mancha de luz brillante y junto a la escotilla opuesta, sobre el enrejado del piso, se veían dos formas caídas. Ninguna de las dos se movía. La luz que Ryan vio cerca de ellos parpadeaba junto al tubo de un misil.

—¿Fantasmas, capitán? —susurró.

—Es Kamarov. —Ramius dijo algo más en ruso, conteniendo el aliento.

Ryan tiró hacia atrás la corredera de su automática FN para asegurarse de que había un proyectil en la recámara. Luego se quitó los zapatos.

—Será mejor que me deje manejar esto. Hace mucho tiempo fui teniente infante de marina. —«Y mi entrenamiento en Quantico», pensó para sí mismo, «tenía un cuerno que ver con esto». Ryan entró en el compartimiento.

La sala de misiles era casi un tercio del largo total del submarino, y tenía dos cubiertas —o pisos— de altura. El piso inferior era metálico sólido. El de arriba estaba hecho con rejillas metálicas. En los submarinos lanzamisiles norteamericanos llamaban Bosque de Sherwood a ese lugar. La expresión era bastante exacta. Los tubos de los misiles, de unos dos metros y medio de diámetro y pintados con un color verde más oscuro que el resto de la sala, parecían los troncos de árboles enormes. Tiró de la escotilla a sus espaldas para cerrarla y se movió hacia la derecha. La luz parecía provenir del tubo de misil más lejano, del lado de estribor, en la cubierta superior de misiles. Ryan se detuvo para escuchar. Algo estaba sucediendo allá. Podía oír un ruido muy bajo, como un roce o un crujido, y la luz se movía como si surgiera de una lámpara manual de trabajo. El sonido parecía moverse a lo largo de los pulidos costados de las chapas interiores del casco.

—¿Por qué yo? —susurró para sus adentros. Tendría que sobrepasar trece tubos de misiles para llegar a la fuente de esa luz, cruzar más de sesenta metros de cubierta abierta.

Rodeó el primero, con la pistola en la mano derecha, a la altura de la cintura, y la mano izquierda siguiendo el metal frío del tubo. Ya estaba sudando la empuñadura, de goma dura, de la pistola. «Es por eso que las hacen a cuadros», se dijo. Quedó entre el primero y el segundo tubo, mirando a babor para asegurarse de que no había nadie allí, y se aprestó a moverse hacia adelante. Faltaban doce.

La rejilla del piso estaba formada por barras metálicas soldadas, de un espesor de tres milímetros y medio. Sus pies le dolían de caminar sobre ella. Moviéndose lenta y cuidadosamente alrededor del siguiente tubo circular, se sintió como un astronauta que órbita la Luna y cruza un horizonte continuo. Excepto que en la Luna no había nadie esperando para matarlo.

Sintió una mano sobre el hombro. Ryan dio un salto girando en el aire. Ramius. Tenía algo que decirle, pero Ryan puso la punta de sus dedos sobre los labios del ruso y sacudió la cabeza. El corazón de Ryan estaba latiendo tan ruidosamente que podría haberlo usado para transmitir en código Morse, y podía oír su propia respiración… entonces, ¿por qué diablos no había oído a Ramius?

Ryan indicó con un gesto su intención de pasar alrededor de cada misil por el lado de afuera. Ramius indicó que él lo haría por el lado de adentro. Ryan asintió. Decidió abotonarse la chaqueta y doblar el cuello hacia arriba. Quedaría así menos visible como blanco. Mejor una forma oscura que otra con un triángulo blanco. El tubo siguiente.

Ryan vio que en los tubos había palabras pintadas, además de otras inscripciones grabadas en el metal. Las letras eran del alfabeto cirílico, y probablemente decían «No fumar», o «Lenin vive», o algo igualmente inútil. Veía y oía todo con gran agudeza, como si alguien hubiera pasado papel de lija por todos sus sentidos para ponerlos fantásticamente alerta. Pasó alrededor del tubo siguiente, flexionando con nerviosismo los dedos sobre la empuñadura de la pistola y sintiendo deseos de enjugar el sudor sobre los ojos. No había nada allí; el lado de babor estaba okay. El siguiente…

Le llevó cinco minutos llegar hasta la mitad del compartimiento, entre el sexto y el séptimo tubo. El ruido proveniente del extremo anterior del compartimiento se había hecho más pronunciado en ese momento. Decididamente la luz se movía. No era mucho, pero la sombra del tubo número uno se bamboleaba aunque muy ligeramente. Tenía que ser una lámpara de trabajo, portátil, conectada a un enchufe en la pared, o cómo diablos llamarían a eso en un buque. ¿Qué estaba haciendo? ¿Trabajando en un misil? ¿Había más de un hombre? ¿Por qué Ramius no contó uno por uno a sus tripulantes cuando subieron al vehículo de rescate?

«¿Por qué no lo hice yo?», Ryan se insultó a sí mismo. Seis tubos más.

Cuando iba rodeando el tubo siguiente, indicó a Ramius que en el extremo de la sala había probablemente un hombre. Ramius asintió secamente; él ya había llegado a la misma conclusión. Por primera vez se dio cuenta de que Ryan se había quitado los zapatos y, pensando que era una buena idea, levantó el pie izquierdo para sacarse el suyo. Sus dedos estaban entumecidos y torpes y lo dejaron caer. El zapato cayó sobre una parte suelta de la rejilla y produjo un ruido. En ese instante Ryan se encontraba descubierto. Quedó paralizado. La luz del extremo cambió de posición, después no se movió más. Ryan saltó hacia su izquierda y miró por el borde del tubo. Faltaban cinco todavía. Vio parte de una cara… y un resplandor.

Oyó el disparo y se encogió al mismo tiempo que la bala daba en el mamparo posterior con un clang. Luego se echó hacia atrás buscando dónde cubrirse.

—Cruzaré al otro lado —susurró Ramius.

—Espere hasta que le diga. —Ryan apretó el antebrazo de Ramius y volvió al costado de estribor del tubo, con la pistola al frente. Vio la cara y esa vez él disparó primero, sabiendo que iba a errar. Al mismo tiempo empujó a Ramius hacia la izquierda. El capitán corrió al otro lado y se agachó detrás de uno de los tubos.

—Ya lo tenemos —dijo Ryan en voz muy alta.

—No tienen nada. —Era una voz joven, joven y muy asustada.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Ryan.

—¿Qué cree usted, yanqui? —Esa vez el sarcasmo fue más efectivo. «Probablemente tratando de encontrar una forma para hacer explotar una de las cabezas nucleares», decidió Ryan. Un pensamiento feliz.

—Entonces usted morirá también —dijo Ryan. ¿Acaso la policía no intentaba razonar con los sospechosos que se parapetaban? ¿No dijo una vez en televisión un policía de Nueva York: «Tratamos de aburrirlos mortalmente?». Pero ésos eran delincuentes. ¿Con quién estaba negociando Ryan? ¿Un marinero que se había quedado atrás? ¿Uno de los propios oficiales de Ramius que se había arrepentido? ¿Un agente de la KGB? ¿Un agente de la GRU encubierto como tripulante?

—Entonces moriré —aceptó la voz. La luz se movió. Estaba tratando de volver a su ocupación, cualquiera que fuese.

Ryan disparó dos veces mientras rodeaba el tubo. Faltaban cuatro. Sus balas sonaron ineficaces contra el mamparo anterior. Había una remota probabilidad de que un tiro de carambola… no. Miró a la izquierda y vio que Ramius estaba todavía con él, ocultándose sobre el lado de babor de los tubos. No tenía arma. ¿Por qué no había conseguido una?

Ryan respiró profundamente y saltó alrededor del tubo siguiente.

El tipo esperaba eso. Ryan se arrojó al suelo y el proyectil le erró.

—¿Quién es usted? —preguntó Ryan levantándose sobre las rodillas mientras se apoyaba contra el tubo para recuperar el aliento.

—¡Un patriota soviético! ¡Usted es el enemigo de mi país, y no van a apoderarse de esta nave!

Estaba hablando demasiado, pensó Ryan. Eso era bueno. Probablemente.

—¿Tiene un nombre?

—Mi nombre no interesa.

—¿Y una familia? —preguntó Ryan.

—Mis padres estarán orgullosos de mí.

Un agente de la GRU. Ryan estaba seguro. No era el oficial político. Su inglés era demasiado bueno. Quizás una especie de respaldo del oficial político. Así que estaba frente a un oficial de campo perfectamente entrenado. Maravilloso. Un agente entrenado y, como él mismo lo dijo, un patriota. No era un fanático, sino un hombre que trataba de cumplir con su deber. Estaba asustado, pero lo haría. Y hará volar todo este maldito buque, conmigo dentro. Ryan sabía que aún contaba con una ventaja. El otro individuo tenía algo por hacer. Ryan sólo tenía que detenerlo o demorarlo el tiempo suficiente. Fue hacia el lado de estribor del tubo y miró por el borde con el ojo derecho solamente. No había ninguna luz al final del compartimiento… otra ventaja. Ryan podía verlo con mayor facilidad que él podía ver a Ryan.

—Usted no tiene necesariamente que morir, mi amigo. Con sólo bajar el arma…

—¿Y qué? ¿Terminar en una prisión federal? O más probablemente desaparecer. Moscú no podía saber que los norteamericanos tenían su submarino.

—Y la CIA no me matará, ¿eh? —dijo la voz, temblorosa pero con desprecio-No soy ningún tonto. Si tengo que morir, ¡será cumpliendo mi propósito, mi amigo!

Entonces se apagó la luz. Ryan se había preguntado cuánto tiempo llevaría hacerlo. ¿Significaba que ya había terminado, cualquier cosa que fuera lo que estaba haciendo? Si era así, en un instante habrían terminado todos. O tal vez era sólo que el tipo se daba cuenta de que la luz lo hacía muy vulnerable. Oficial de campo entrenado, o no, era un chico, un chico asustado, y probablemente tenía tanto que perder como Ryan. «Diablos», pensó Ryan, «tengo una esposa y dos hijos, y si no llego pronto a él, voy a perderlos sin ninguna duda».

Feliz Navidad, chicos, vuestro papá acaba de volar. Lamento que no haya ningún cuerpo que enterrar, pero es que… Se le ocurrió rezar brevemente… pero ¿para qué? ¿Para recibir ayuda en matar a otro hombre? Señor, sucede que…

—¿Todavía conmigo, capitán? —gritó Ryan.

—Da.

Eso daría al agente de la GRU algo en que preocuparse. Ryan esperaba que la presencia del capitán obligaría al hombre a protegerse más hacia el lado de babor de su tubo. Ryan se agachó y corrió por el lado de babor del suyo. Faltaban tres. Ramius lo siguió enseguida de su lado. El hombre hizo un disparo, pero Ryan pudo oír que había errado. Tenía que detenerse, que descansar. Había sido teniente de infantería de marina —durante tres meses completos, antes de que se estrellara el helicóptero— ¡y se suponía que él debía saber qué hacer! Había conducido hombres. Pero era mucho más fácil conducir cuarenta hombres con fusiles que pelear él solo. ¡Piensa!

—Tal vez podamos hacer un trato —sugirió Ryan.

—Ah, sí, podemos decidir por cuál oreja va a entrar el tiro.

—Tal vez le guste ser norteamericano.

—¿Y mis padres, yanqui, qué pasará con ellos?

—Tal vez podamos sacarlos —dijo Ryan desde el lado de estribor de su tubo, moviéndose hacia la izquierda mientras esperaba una respuesta. Saltó de nuevo. Sólo quedaban dos tubos de misiles que lo separaban de su amigo de la GRU, quien estaría probablemente tratando de activar las cabezas de guerra y lograr con eso que un gigantesco espacio oceánico se convirtiera en plasma.

—Venga, yanqui, moriremos juntos. Ahora solamente nos separa un puskatel.

Ryan pensó rápidamente. No pudo recordar cuántas veces había disparado, pero la pistola cargaba trece proyectiles. Tendría suficientes. El cargador extra era inútil. Podría arrojarlo hacia un lado y moverse él hacia el otro, creando una diversión táctica. ¿Daría resultado? ¡Mierda! En las películas funcionaba bien. Y podía estar seguro de que si no hacía nada no iba a lograr ningún resultado mejor.

Ryan tomó la pistola con la mano izquierda y buscó con la derecha el cargador de repuesto en el bolsillo de su chaqueta. Se puso el cargador en la boca mientras cambiaba de mano la pistola. Hizo el cambio como un pobre salteador de caminos… tomó el cargador de repuesto en la mano izquierda. Tenía que arrojar el cargador hacia la derecha y él moverse a la izquierda. ¿Daría resultado? Bueno o malo, no era mucho el tiempo que le quedaba.

En Quantico le habían enseñado a leer mapas, evaluar el terreno, pedir ataques de artillería y de aviación, maniobrar con sus secciones y abrir fuego con precisión… ¡y aquí estaba en ese momento, atrapado en un condenado tubo de acero, cien metros debajo del agua, tiroteándose con pistolas en una sala donde había doscientas bombas de hidrógeno!

Era hora de hacer algo. Sabía qué tenía que hacer… pero Ramius se movió primero. Por el rabillo del ojo captó la silueta del capitán que corría hacia el mamparo anterior. Ramius saltó contra el mamparo y movió la llave de la luz logrando encenderla, al mismo tiempo que el enemigo le hacía fuego. Ryan arrojó el cargador a la derecha y corrió hacia adelante. El agente se volvió sobre su izquierda para ver qué era el ruido, seguro de que habían planeado un movimiento en conjunto.

Mientras Ryan cubría la distancia entre los dos últimos tubos de misiles, vio caer a Ramius. Ryan se zambulló por el costado del tubo del misil número uno. Aterrizó sobre su lado izquierdo sin prestar atención al terrible dolor, que le quemó el brazo cuando rodaba en el suelo para apuntar a su blanco. El hombre estaba volviéndose en el momento en que Ryan disparó seis veces. Ryan no se oyó a sí mismo mientras gritaba. Dos balas habían dado en el blanco. Los impactos levantaron del suelo al agente y lo hicieron girar media vuelta en el aire. La pistola se desprendió de su mano y el hombre cayó fláccido al suelo. El temblor que sacudía a Ryan era demasiado fuerte como para que pudiera levantarse enseguida. La pistola, apretada todavía en la mano, estaba apuntada al pecho de su víctima. Respiraba con dificultad y el corazón le latía intensamente. Ryan cerró la boca e intentó tragar varias veces; tenía la boca seca como algodón. Se puso lentamente de rodillas. El agente estaba todavía vivo, acostado de espaldas, con los ojos abiertos y aún respirando. Ryan tuvo que ayudarse con la mano para ponerse de pie.

Entonces vio las dos heridas que tenía el hombre, una en la parte superior del pecho, del lado izquierdo, y otra más abajo, a la altura del hígado y el bazo. La herida de más abajo era un círculo rojo y húmedo que las manos del hombre oprimían. Tenía poco más de veinte años, y sus ojos celestes estaban fijos y quería decir algunas palabras, pero todo lo que salía de su boca era un gorgoteo ininteligible.

—Capitán —llamó Ryan—, ¿está bien?

—Estoy herido, pero creo que viviré, Ryan. ¿Quién es?

—¿Cómo diablos voy a saberlo?

Los ojos celestes se fijaron en la cara de Jack. Quienquiera que fuese, sabía que la muerte se acercaba para él. El gesto de dolor en la cara fue reemplazado por otra cosa. Tristeza, una infinita tristeza… Todavía estaba tratando de hablar. En las comisuras de los labios se formaba espuma rosada. Tiro en el pulmón. Ryan se acercó más, pateó la pistola lejos y se arrodilló junto a él.

—Podríamos haber hecho un trato —dijo en voz baja.

El agente intentó decir algo, pero Ryan no pudo entenderlo. ¿Un insulto? ¿Un mensaje para su madre? ¿Algo heroico? Jack nunca lo sabría. Los ojos se abrieron muy grandes una última vez por el dolor.

El último aliento silbó a través de las burbujas, y las manos que tenía en el vientre cayeron sin fuerzas. Ryan quiso tomarle el pulso en el cuello. No había.

—Lo siento. —Ryan bajó la mano para cerrar los ojos de su víctima. Lo sentía. ¿Por qué? Brotaron en su frente pequeñas gotas de sudor, y la energía que había tenido durante el cambio de disparos desapareció casi de golpe. Lo dominó una repentina sensación de náusea—. ¡Santo Dios!, voy a… —Se dejó caer sobre manos y rodillas y vomitó violentamente a través de la rejilla del piso y hasta la cubierta inferior tres metros más abajo. Durante un minuto siguió sintiendo arcadas aunque su estómago ya estaba vacío. Tuvo que escupir varias veces para quitarse de la boca el mal gusto antes de ponerse de pie.

Algo mareado por la tensión y el litro de adrenalina bombeado en su sistema, sacudió la cabeza repetidas veces, mirando todavía al hombre que tenía a sus pies. Era hora de volver a la realidad.

Ramius estaba herido en el muslo. Estaba sangrando. Había puesto ambas manos, cubiertas de sangre sobre la herida, pero no parecía tan grave. Si se hubiera cortado la femoral, el capitán ya habría muerto.

El teniente Williams había sido herido en la cabeza y en el pecho. Todavía respiraba, pero estaba inconsciente. La herida de la cabeza era sólo un raspón. La del pecho, cerca del corazón, producía un ruido como de aspiración. Kamarov no había tenido tanta suerte. Un solo disparo le había entrado por el nacimiento de la nariz, y la parte posterior de la cabeza era una masa sangrienta e informe.

—¡Dios mío, por qué no vino nadie a ayudarnos! —dijo Ryan cuando la idea pasó por su cabeza.

—Las puertas de los mamparos están cerradas, Ryan. Allí está el… ¿cómo se dice?

Ryan miró en la dirección que señalaba Ramius. Era el sistema del intercomunicador.

—¿Qué botón?

Ramius levantó dos dedos.

—Sala de Control, habla Ryan. Necesito ayuda aquí, su comandante está herido.

La respuesta llegó en un excitado ruso, y Ramius respondió en voz muy alta para hacerse oír. Ryan miró el tubo del misil. El agente había estado usando una lámpara de trabajo, igual a las norteamericanas, una bombilla eléctrica en un portalámparas metálico y protegida por alambre en la parte anterior. En el tubo del misil había una portezuela que estaba abierta. Después, más adentro, una pequeña escotilla, también abierta, y que evidentemente llegaba al propio misil.

—¿Qué estaba haciendo? ¿Tratando de hacer explotar las cabezas nucleares?

—Imposible —dijo Ramius, con un gesto de dolor—. Las cabezas de los cohetes… nosotros lo llamamos seguro especial. Las cabezas no pueden… no pueden explotar.

—Entonces, ¿qué estaba haciendo? —Ryan se acercó al tubo del misil. Sobre el suelo había una especie de vejiga de goma—. ¿Qué es esto? —Levantó en la mano el aparato. Estaba hecho de goma, o tela engomada, con una armazón de metal o plástico en el interior, y una boquilla metálica en un extremo.

—Estaba haciendo algo al misil, pero tenía un mecanismo de escape para salir del submarino —dijo Ryan—. ¡Cristo! Un mecanismo de tiempo. —Se agachó para levantar la lámpara portátil y la encendió, luego se echó hacia atrás y miró dentro del compartimiento del misil—. Capitán, ¿qué hay aquí?

—Eso es… el compartimiento de orientación. Tiene una computadora que dice al cohete cómo debe volar. La puerta… —la respiración de Ramius se hacía más difícil— es una escotilla para el oficial.

Ryan espió dentro de la escotilla. Encontró una masa de cables multicolores y tableros de circuitos conectados en una forma que él no había visto nunca. Tanteó entre los cables, con una media esperanza de encontrar un reloj despertador en marcha, conectado a barras de dinamita. No encontró nada. ¿Y en ese momento qué debería hacer? El agente había estado tratando de hacer algo… ¿pero qué? ¿Había terminado? ¿Cómo podía saberlo Ryan? No podía. Una parte de su cerebro le gritaba que hiciera algo la otra parte le advertía que sería un loco si lo intentaba.

Ryan se puso entre los dientes el mango forrado de goma de la lámpara portátil y metió ambas manos dentro del compartimiento. Agarró una buena cantidad de cables y tiró hacia fuera. Sólo unos cuantos se desprendieron. Soltó un manojo de cables y se concentró en el otro. Logró soltar un conjunto de cables plásticos y de cobre. Hizo lo mismo con el otro manojo.

—¡Aaah! —jadeó, al recibir un golpe eléctrico. Siguió un momento eterno mientras esperaba volar en pedazos. Pasó. Había más cables de donde tirar. En menos de un minuto había cortado y sacado todos los cables que tenía a la vista junto con media docena de pequeños tableros. Después golpeó el mango de goma contra todo lo que podía romperse, hasta que el compartimiento pareció la caja de juguetes de su hijo: llena de fragmentos inútiles.

Oyó que entraba gente corriendo en la sala de misiles. Borodin iba al frente. Ramius le hizo señas para que se acercara a Ryan y al agente muerto.

—¿Sudetes? —dijo Borodin—. ¿Sudetes? —Miró a Ryan—. Éste es el cocinero.

Ryan levantó del suelo la pistola.

—Aquí está su archivo de recetas. Yo creo que era un agente de la GRU. Estaba tratando de hacernos volar en pedazos. Capitán Ramius, qué le parece si lanzamos este misil… Solamente echar al mar la maldita cosa, ¿de acuerdo?

—Una buena idea, creo. —La voz de Ramius se había convertido en un ronco murmullo—. Primero cierre la escotilla de inspección, después, podemos… disparar desde la sala de control.

Ryan usó sus manos para barrer los fragmentos separándolos de la escotilla del misil, y la puerta se deslizó limpiamente otra vez a su lugar. La escotilla del tubo era diferente. Estaba diseñada para soportar presiones y era por lo tanto mucho más pesada. La mantenían en su lugar dos pestillos con resortes. Ryan intentó cerrarla de un golpe tres veces. Dos de las veces rebotó, pero la tercera quedó en su sitio.

Borodin y otro oficial ya estaban llevando a Williams hacia popa. Alguien había puesto un cinturón sobre la herida de la pierna de Ramius. Ryan lo ayudó a levantarse y a caminar. Ramius gruñía de dolor cada vez que tenía que mover su pierna izquierda.

—Se arriesgó tontamente, capitán —observó Ryan.

—Éste es mi buque… y no me gusta la oscuridad. ¡Fue culpa mía! Tendríamos que haber tenido más cuidado cuando salió la tripulación.

Llegaron a la puerta estanca.

—Bueno, yo pasaré primero. —Ryan cruzó al otro lado, se volvió y ayudó a Ramius a hacerlo. El cinturón se había aflojado y la herida estaba sangrando otra vez.

—Cierre la escotilla y trábela —ordenó Ramius.

Se cerró con facilidad. Ryan hizo girar la rueda tres veces, después volvió a ponerse debajo del brazo de Ramius. Otros seis metros y entraron en la sala de control. El teniente que se hallaba al timón estaba pálido. Ryan sentó a Ramius en un sillón sobre el lado de babor.

—¿Tiene un cuchillo, señor?

Ramius metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un pequeño cuchillo plegable y algo más.

—Tome esto, es la llave para las cabezas de los cohetes. No se pueden disparar si no se usa esto. Guárdela usted —trató de reír. Después de todo, la llave había sido de Putin.

Ryan se la colgó del cuello, abrió el cuchillo y cortó hasta arriba los pantalones de Ramius. La bala había pasado limpia a través de la parte carnosa del muslo. Tomó de su bolsillo un pañuelo limpio y lo aplicó sobre la herida de entrada. Ramius le dio otro pañuelo. Ryan lo colocó sobre la herida de salida, que tenía más de un centímetro. Después puso el cinturón de manera que cubriera ambas heridas, y lo ajustó todo lo que pudo.

—Mi esposa podría no aprobarlo, pero eso tendrá que servir.

—¿Su esposa? —preguntó Ramius.

—Es doctora, cirujana de ojos, para ser exacto. El día en que me hirieron ella me hizo esto a mí. —La parte inferior de la pierna de Ramius se estaba poniendo pálida. El cinturón estaba demasiado ajustado, pero Ryan no quería aflojarlo todavía—. Y bien, ¿qué hay del misil?

Ramius dio una orden al teniente que estaba en la rueda, quien la repitió a través del intercomunicador. Dos minutos después entraron tres oficiales a la sala de control. Redujeron la velocidad del submarino a cinco nudos, lo que llevó varios minutos. Ryan estaba preocupado por el misil y por la duda sobre si habría o no destruido cualquier clase de trampa cazalobos que hubiera instalado el agente. Cada uno de los tres oficiales recién llegados se quitó del cuello una llave. Ramius hizo lo mismo, dando a Ryan su segunda llave. Señaló en dirección al lado de estribor del compartimiento.

—Control de cohetes.

Ryan pudo haberlo deducido. Dispuesto en toda la sala de control había cinco paneles, cada uno de ellos tenía tres filas de veintiséis luces y una ranura para insertar una llave debajo de cada conjunto.

—Ponga su llave en el número uno, Ryan. —Jack lo hizo, y los otros también metieron sus llaves. Se encendió la luz roja y comenzó a sonar un zumbador.

El panel del oficial de misiles era el más complicado. Hizo girar una llave de contacto para inundar el tubo del misil y abrir la escotilla número uno. Las luces rojas del panel empezaron a parpadear.

—Dé vuelta a su llave, Ryan —dijo Ramius.

—¿Eso dispara el misil? ¡Cristo!, ¿y si realmente sucede? —preguntó Ryan.

—No, no. El cohete tiene que ser armado por el oficial de misiles. Esa llave hace explotar la carga de gas.

¿Podría creerle Ryan? Por cierto que era un buen tipo y todo eso, pero ¿cómo podría saber Ryan si estaba diciendo la verdad?

—¡Ahora! —ordenó Ramius. Ryan hizo girar su llave al mismo tiempo que los demás. La luz ámbar ubicada sobre la luz roja, parpadeó. La que se hallaba debajo de la cubierta verde permaneció apagada.

El Octubre Rojo se estremeció cuando el SS-N-20 número uno salió hacia arriba lanzado por la carga de gas. El ruido fue similar al del freno de un camión. Los tres oficiales retiraron sus llaves. El oficial de misiles cerró de inmediato la escotilla del tubo.

El Dallas.

—¿Qué? —dijo Jones—. Sala de control, aquí sonar; el blanco acaba de inundar un tubo… ¿un tubo de misil? ¡Santo Dios! —Por su propia iniciativa, Jones conectó la energía al sonar de uso bajo hielo y comenzó a emitir impulsos ping en alta frecuencia.

—¿Qué diablos está haciendo? —preguntó Thompson. Mancuso llegó un segundo después.

—¿Qué pasa? —exclamó bruscamente el comandante. Jones señaló su pantalla indicadora.

—El submarino acaba de lanzar un misil, señor. Mire, dos blancos. Pero se ha quedado allí colgado, no ha habido ignición en el misil. ¡Dios!

El Octubre Rojo.

¿Flotará?, se preguntaba Ryan.

No flotó. La carga de gas impulsó al misil Seahawk hacia arriba y a estribor. Se detuvo a quince metros de su cubierta mientras el Octubre pasaba por abajo. La escotilla de orientación que había cerrado Ryan no estaba herméticamente apretada. El agua llenó el compartimiento e inundó la cabeza del misil. De todos modos, el misil tenía una considerable flotación negativa, y la masa agregada en la punta lo tumbó. El reglaje resultante dio una trayectoria excéntrica, y comenzó a describir espirales hacia abajo como esas semillas que caen girando de los árboles. A tres mil metros de profundidad la presión del agua aplastó el sello sobre los conos de explosión del misil, pero el Seahawk, intacto en todo el resto, retuvo su forma mientras seguía cayendo hasta llegar al fondo.

El Ethan Allen.

Lo único que seguía funcionando era el dispositivo de tiempo. Lo habían graduado en treinta minutos, dando a la tripulación tiempo suficiente como para abordar el Scamp, que en ese momento se alejaba de la zona a diez nudos. El viejo reactor había quedado completamente apagado. Absolutamente frío. Sólo quedaban encendidas algunas pocas luces de emergencia, con la energía residual de las baterías. El dispositivo de tiempo tenía tres circuitos de fuego de seguridad, que entraban en contacto con una diferencia de un milisegundo entre uno y otro, enviando una señal por los cables de los detonadores.

Habían puesto cuatro bombas Pave Pat Blue en el Ethan Allen. La Pave Pat Blue era una bomba del tipo combustible-aire. La eficacia de su explosión era aproximadamente cinco veces mayor que la de un explosivo químico común. Cada bomba tenía un par de válvulas de escape de gas, y sólo una de las ocho válvulas falló. Cuando se abrieron bruscamente, el propano presurizado que había en el cuerpo de la bomba se expandió violentamente hacia afuera. En un instante, la presión atmosférica en el viejo submarino se triplicó y hasta el último de sus rincones quedó saturado con una mezcla explosiva de aire-gas. Las cuatro bombas llenaron el Ethan Allen con el equivalente de veinticinco toneladas de TNT, uniformemente distribuido en todo el casco.

Los detonadores actuaron en forma casi simultánea, y los resultados fueron catastróficos: el fuerte casco de acero del Ethan Allen explotó como si hubiera sido un globo. La única parte que no resultó destruida totalmente fue el contenedor del reactor, que se desprendió libre de los restos informes y cayó rápidamente hasta el fondo del océano. El casco propiamente dicho fue separado por la explosión en una docena de partes, todas desfiguradas hasta tomar formas surrealistas. El equipo interior originó una nube metálica dentro del casco en destrucción, y todo fue formando ondas que se agitaban cayendo y expandiéndose en una amplia zona durante el descenso de cinco mil metros hasta el duro fondo de arena.

El Dallas.

—¡La gran puta! —Jones se quitó los auriculares de un manotazo y bostezó para abrir sus oídos. Los relés automáticos del sistema de sonar protegieron sus oídos de la fuerza total de la explosión pero lo que se transmitió fue suficiente como para hacerle sentir que le habían martillado la cabeza hasta dejarla plana. Todos los que estaban a bordo, en cualquier lugar del casco, oyeron la explosión.

—Atención a todo el mundo, les habla el comandante. Lo que ustedes acaban de oír no es nada que deba preocuparles. Eso es todo lo que les puedo decir.

—¡Qué bárbaro, jefe! —dijo Mannion.

—Sí, volvamos al contacto.

—Comprendido, señor. —Mannion echó una mirada de curiosidad a su comandante.

La Casa Blanca.

—¿Pudo avisarle a tiempo? —preguntó el Presidente.

—No, señor. —Moore se desplomó en su sillón—. El helicóptero llegó unos pocos minutos tarde. Tal vez no sea nada como para alarmarse. Es de esperar que el comandante sepa lo suficiente como para sacar a todos del submarino, excepto su propia gente. Estamos preocupados, naturalmente, pero no hay nada que podamos hacer.

—Yo le pedí personalmente que hiciera esto, juez. Yo.

«Bienvenido al mundo real, señor Presidente», pensó Moore. El jefe del ejecutivo había sido afortunado… nunca había tenido que enviar hombres a la muerte. Moore reflexionaba que era algo fácil de considerar en forma anticipada, pero mucho menos fácil acostumbrarse a ello. Él había declarado firmes sentencias de muerte desde su asiento en un tribunal de apelaciones, y eso no había sido fácil… ni siquiera para hombres merecedores con creces de sus destinos.

—Bueno, sólo nos queda esperar y ver, señor Presidente. La fuente de donde viene esta información es más importante que cualquier operación.

—Muy bien. ¿Y qué hay del senador Donaldson?

—Accedió a nuestra sugerencia. Ese aspecto de la operación ha salido realmente muy bien.

—¿Usted espera de verdad que los rusos lo crean? —preguntó Pelt.

—Hemos dejado un hermoso anzuelo, y tiramos un poquito de la línea para lograr su atención. En uno o dos días veremos si lo muerden. Henderson es una de sus estrellas, su nombre clave es Cassius, y su reacción a esto nos dirá hasta qué clase de desinformación podemos pasar a través de él. Podría resultarnos muy útil, pero tendremos que vigilarlo. Nuestros colegas de la KGB tienen un método muy directo para arreglar cuentas con los «dobles».

—No le permitiremos salir del gancho a menos que se lo gane —dijo con frialdad el Presidente.

Moore sonrió.

—Oh, se lo ganará. El señor Henderson es nuestro.