El Dallas.
—¡Crazy Ivan! —gritó Jones otra vez—, virando a babor.
—Muy bien, paren máquinas —ordenó Mancuso; aún tenía en la mano el mensaje que había estado releyendo desde hacía horas. No estaba contento con él.
—Máquinas detenidas, señor —respondió el timonel.
—Atrás a toda máquina.
—Atrás a toda máquina, señor. —El timonel marcó las órdenes en el mando y se volvió: en su cara se reflejaba la pregunta.
En todo el Dallas la tripulación oyó el ruido, demasiado ruido cuando abrieron las válvulas que enviaban el vapor sobre las palas de la turbina, tratando de hacer girar la hélice en sentido contrario. Instantáneamente se produjeron a popa ruidos de vibraciones y cavilación.
—Timón todo a la derecha.
—Timón todo a la derecha, comprendido.
—Control, aquí sonar, estamos cavilando —dijo Jones por el intercomunicador.
—¡Muy bien, sonar! —contestó Mancuso bruscamente. No comprendía sus nuevas órdenes, y las cosas que no comprendía le causaban enojo.
—Velocidad reducida a cuatro nudos —informó el teniente Goodman.
—Timón a la vía, detengan las máquinas.
—Timón a la vía, señor, máquinas detenidas, comprendido —respondió el timonel de inmediato. No quería que el comandante le gritara—. Señor, el timón está a la vía.
—¡Cristo! —dijo Jones en la sala de sonar—. ¿Qué está haciendo el jefe?
Un segundo después Mancuso estaba en el sonar.
—Todavía virando a babor, señor. Está a popa de nosotros, por ese giro que hicimos —observó Jones con tanta neutralidad como pudo. Se acercaba mucho a una acusación, advirtió Mancuso.
—Nivelando el juego, Jones —dijo fríamente Mancuso.
«Usted es el que manda», pensó Jones, con suficiente inteligencia como para no decir nada más. El comandante parecía dispuesto a arrancarle a alguien la cabeza, y Jones acababa de gastar su tolerancia por el valor de un mes. Conectó los auriculares al enchufe del sonar de remolque.
—El ruido de máquinas disminuye, señor. Está reduciendo la velocidad. —Jones hizo una pausa. Tenía que informar la parte siguiente—: Señor, tengo la impresión de que nos ha oído.
—Eso era lo que estábamos buscando —dijo Mancuso.
El Octubre Rojo.
—Comandante, un submarino enemigo —dijo con urgencia el michman.
—¿Enemigo? —preguntó Ramius.
—Norteamericano. Debe de haber estado siguiéndonos y tuvo que dar hacia atrás cuando nosotros viramos, para evitar una colisión. Es decididamente un norteamericano, por el través de proa, a babor, distancia: menos de un kilómetro, creo. —Entregó sus auriculares a Ramius.
—688 —dijo Ramius a Borodin—. ¡Maldición! Tiene que habernos encontrado de casualidad en las últimas dos horas. Mala suerte.
El Dallas.
—Bueno, Jones, búsqueda activa ahora —Mancuso dio la orden para que se utilizara el sonar activo. El Dallas se había torcido un poco más sobre su curso antes de detenerse por completo.
Jones dudó un momento, mientras captaba aún el ruido de la planta del reactor con sus sistemas de sonar pasivo. Estirando el brazo, conectó energía a los transductores activos de la esfera principal del BQQ-5, en la proa.
¡Ping! Una onda frontal de energía sónica partió dirigida al blanco.
¡Pong! La onda fue reflejada por el casco de acero y volvió al Dallas.
—Distancia al blanco novecientos cincuenta y cinco metros —dijo Jones. Procesaron el pulso de retorno en la computadora BC-10 y pudieron comprobar algunos de los detalles más gruesos.
—La configuración del blanco coincide con la de un submarino lanzamisiles de la clase Typhoon. Ángulo en la proa, setenta, más o menos. No hay doppler. Se ha detenido. —Seis impulsos ping más lo confirmaron.
—Cierre el sonar activo —dijo Mancuso. Tenía cierta pequeña satisfacción al saber que había evaluado correctamente el contacto. Aunque no mucha.
Jones cortó la energía al sistema. «¿Para qué diablos tuve que hacer eso?», se preguntó. Ya había hecho todo, excepto leer el número pintado en la popa.
El Octubre Rojo.
Todos los hombres del Octubre sabían en ese momento que los habían encontrado. El chasquido de las ondas del sonar había resonado a través del casco. Era un ruido que a ningún submarinista le gustaba oír. Y menos aún, por cierto, con un reactor que parecía tener problemas, pensó Ramius. Tal vez pudiera hacer uso de eso…
El Dallas.
—Hay alguien en la superficie —dijo de pronto Jones—. ¿De dónde diablos salieron? Jefe, hace un minuto no había nada, nada, y ahora estoy recibiendo ruido de máquinas. Dos, quizá más… parecen dos fragatas… y algo más grande. Como si estuvieran quietos allí esperándonos a nosotros. Hace un minuto estaban allí inmóviles. ¡Maldición! No oí nada.
El Invincible.
—Calculamos el tiempo casi a la perfección —dijo el almirante White.
—Afortunadamente —observó Ryan.
—La suerte es parte del juego, Jack.
El HMS Bristol fue el primero en recoger el sonido de los dos submarinos y del giro que había hecho el Octubre Rojo. Hasta unas cinco millas era posible oír a los submarinos. La maniobra Crazy Ivan había terminado a tres millas de distancia, y los buques de superficie habían podido obtener buenas marcaciones sobre sus posiciones al recibir las emisiones del sonar activo del Dallas.
—Dos helicópteros en ruta, señor —informó el capitán Hunter—. Estarán en su puesto en un minuto más.
—Comunique al Bristol y al Fife que se mantengan a barlovento de nosotros. Quiero al Invincible entre ellos y el contacto.
—Comprendido, señor. —Hunter retransmitió la orden a la sala de comunicaciones. Las dotaciones de los destructores de escolta pensarían que era una orden muy extraña: usar un portaaviones para hacer cortina a los destructores.
Pocos segundos después se detuvieron dos helicópteros Sea King y evolucionaron sobre la superficie a quince metros de altura, bajaron con cables sonares de inmersión mientras se esforzaban por mantenerse en el sitio. Esos sonares eran mucho menos poderosos que los que equipaban los buques y tenían características diferentes. La información que ellos obtenían se transmitía por enlace digital al centro de mando del Invincible.
El Dallas.
—Limeys —dijo Jones de inmediato—. Es un equipo de helicóptero, el 195, creo. Eso significa que el buque grande que está hacia el sur es uno de sus portaaviones bebé, señor, con una escolta de dos latas.
Mancuso asintió.
—El HMS Invincible. Estuvo de nuestro lado del lago cuando hicimos el NIFTY DOLPHIN. Eso es la universidad británica, sus mejores operadores en guerra antisubmarina.
—El más grande se está moviendo en esta dirección, señor. Las vueltas de las hélices indican diez nudos. Los helicópteros, son dos, nos tienen a ambos. No hay otros submarinos cerca, que yo oiga.
El Invincible.
—Contacto de sonar positivo —dijo el parlante metálico—. Dos submarinos, distancia dos millas del Invincible, marcación cero-dos-cero.
—Ahora viene la parte difícil —dijo el almirante White.
Ryan y los cuatro oficiales de la Marina Real que conocían el tema estaban en el puente de mando, con el oficial de guerra antisubmarina de la flota abajo, en el centro de mando, mientras el Invincible navegaba lentamente hacia el norte, ligeramente a la izquierda del rumbo directo a los contactos. Los cinco barrían la zona de contacto con poderosos binóculos.
—Vamos, capitán Ramius —dijo Ryan en voz baja—. Se supone que eres un tipo hábil. Pruébalo.
El Octubre Rojo.
Ramius había vuelto a la sala de control y estaba examinando la carta. Un Los Angeles norteamericano aislado que se encontrara casualmente con él era una cosa, pero en ese momento se había metido dentro de una pequeña fuerza de tareas. Con buques ingleses, además ¿Por qué? Probablemente un ejercicio. Los norteamericanos y los ingleses trabajaban juntos a menudo, y por accidente y nada más, el Octubre había caído justo donde estaban ellos. Bueno. Tendría que evadirse antes de poder seguir adelante con lo que se había propuesto. Era así de simple. ¿O no? Un submarino de caza, un portaaviones y dos destructores detrás de él. ¿Qué más? Tendría que averiguar si iba a perderlos a todos. Eso le llevaría casi todo un día. Pero en ese momento tendría que ver contra qué estaba. Además, les demostraría que tenía confianza, que él podía cazarlos a ellos si quería.
—Borodin, lleve el buque a profundidad de periscopio. Puestos de combate.
El Invincible.
—Vamos, Marko, sube —urgió Barclay—. Tenemos un mensaje para ti, viejo.
—Helicóptero tres informa que el contacto está subiendo —dijo el parlante.
—¡Muy bien! —Ryan dejó caer la mano pesadamente sobre la barandilla. White descolgó un teléfono.
—Vuelva a llamar a uno de los helicópteros.
La distancia con el Octubre Rojo era en ese momento de una milla y media. Uno de los Sea King se elevó y describió un círculo, recogiendo el mecanismo de su sonar.
—La profundidad del contacto es de ciento cincuenta metros, ascendiendo lentamente.
El Octubre Rojo.
Borodin estaba bombeando agua lentamente de los tanques de compensación del Octubre. El submarino aumentó la velocidad a cuatro nudos; la mayor parte de la fuerza requerida para cambiar de profundidad era proporcionada por los planos de inmersión. El starpon actuaba con cuidado para llevar con lentitud la nave hacia arriba, y Ramius había hecho poner proa directamente al Invincible.
El Invincible.
—Hunter, ¿se acuerda del Morse? —preguntó el almirante White.
—Creo que sí, almirante —contestó Hunter. Todo el mundo empezaba a entusiasmarse. ¡Qué oportunidad era ésa!
Ryan tragó con dificultad. En las pocas horas pasadas, mientras el Invincible se había mantenido sin cambiar de posición en un mar bastante movido, se había sentido realmente mal del estómago. Las píldoras que le dio el médico de a bordo algo habían ayudado, pero en ese momento, la emoción estaba empeorando las cosas. Había una altura de veinticinco metros desde el puente de mando hasta la superficie del mar. Bueno, pensó, si tengo que vomitar, no hay nada en el camino.
El Dallas.
—EL casco está haciendo ruidos, señor —dijo Jones—. Creo que está subiendo.
—¿Subiendo? —Mancuso dudó por un segundo—. Sí, eso encaja perfectamente. El tipo es un cowboy. Quiere ver qué hay allá arriba en su contra, antes de intentar evadirse. Encaja perfectamente. Apuesto que no sabe dónde hemos estado estos dos últimos días. —El comandante marchó hacia proa, al centro de ataque.
—Parece que está subiendo, jefe —dijo Mannion, observando al director de ataque—. Estúpido. —Mannion tenía su propio concepto sobre los comandantes de submarinos que dependían de los periscopios. Eran muchos los que se pasaban demasiado tiempo mirando al mundo hacia fuera. Se preguntaba cuánto había en eso de reacción implícita al obligado confinamiento del submarinista, algo como para asegurarse al menos de que allá arriba realmente había un mundo, para asegurarse de que los instrumentos marcaban correctamente. Absolutamente humano, pensó Mannion, pero puede hacerlo a uno vulnerable…
—¿Nosotros también subimos, jefe?
—Sí, lento y suave.
El Invincible.
El cielo estaba semicubierto de nubes blancas como vellones de lana, aunque grises por debajo como amenazando lluvia. Soplaba desde el sudoeste un viento de veinte nudos, y el mar tenía olas de dos metros, oscuras y con blancos copetes. Ryan vio que el Bristol y el Fife mantenían sus posiciones a barlovento. Sus comandantes, sin duda, estarían murmurando algunas palabras elegidas, contra esa disposición.
Los escoltas norteamericanos, que se habían separado el día anterior, estaban en ese momento navegando para reunirse con el New Jersey.
White estaba hablando de nuevo por teléfono.
—Capitán, quiero que me informen al instante cuando tengamos un retorno de radar desde la zona del blanco. Dirijan todos los equipos que tenemos a bordo hacia ese sector de océano. También quiero saber sobre cualquier, repito, cualquier señal de sonar procedente de esa zona… Correcto. ¿Profundidad del blanco? Muy bien. Llame al segundo helicóptero, quiero que ambos estén en posición hacia barlovento.
Habían acordado todos que el mejor método para pasar el mensaje sería mediante el uso de un destellador de señales luminosas. Solamente quien estuviese situado sobre la línea de mira directa podría ver la señal. Hunter se acercó al destellador, llevando en la mano una hoja de papel que Ryan le había dado. Los tripulantes que normalmente estaban en esos puestos no se hallaban allí en aquel momento.
El Octubre Rojo.
—Treinta metros, camarada comandante —informó Borodin. Se instaló la guardia de combate en el centro de control.
—Periscopio —dijo Ramius con calma. El aceitado tubo de metal se deslizó hacia arriba impulsado por la presión hidráulica. El comandante entregó su gorra al joven oficial de guardia cuando se inclinó para mirar por el ocular—. Bueno, aquí tenemos tres buques imperialistas. HMS Invincible. ¡Qué nombre para un buque! —dijo, mofándose, a quienes lo escuchaban—. Dos escoltas, el Bristol y un crucero de la clase County.
El Invincible.
—¡Periscopio por la proa a estribor! —anunció el parlante.
—¡Lo veo! —la mano de Barclay salió disparada para señalar—. ¡Allá está!
Ryan se esforzó para encontrarlo.
—Lo tengo. —Era como un palo de escoba detenido verticalmente en el agua, a una milla aproximadamente de distancia. A medida que pasaban las olas, la parte inferior visible del periscopio brillaba fugazmente.
—Hunter —dijo White en voz baja. Hacia la izquierda de Ryan, el capitán comenzó a mover con la mano la palanca que controlaba las persianas de cierre del destellador.
El Octubre Rojo.
Al principio Ramius no lo vio. Estaba describiendo un círculo completo sobre el horizonte, controlando si había otros buques o aviones. Cuando terminó el circuito, la luz intermitente captó su atención. Rápidamente trató de interpretar el mensaje. Le llevó un momento darse cuenta que estaba apuntando exactamente a él.
AAA AAA AAA Octubre Rojo Octubre Rojo PUEDE RECIBIR ESTO PUEDE RECIBIR ESTO POR FAVOR USE SONAR ACTIVO LANCE UNA SOLA SEÑAL PING SI RECIBE ESTO POR FAVOR USE SONAR ACTIVO LANCE UNA SOLA SEÑAL PING SI RECIBE ESTO.
AAA AAA AAA Octubre Rojo Octubre Rojo PUEDE RECIBIR ESTO PUEDE RECIBIR ESTO.
El mensaje seguía repitiéndose. La señal era torpe y nerviosa pero Ramius no se dio cuenta de eso. Tradujo el mensaje en inglés en su cabeza, pensando al principio que era una señal para el submarino norteamericano. Los nudillos de sus dedos se pusieron blancos sobre la empuñadura del periscopio cuando terminó de traducir mentalmente el mensaje.
—Borodin —dijo por último, después de interpretar por cuarta vez el mensaje—, vamos a hacer una práctica de solución de tiro sobre el Invincible. Maldita sea, el telémetro del periscopio se traba. Envíe un solo ping, camarada. Sólo uno, para distancia.
¡Ping!
El Invincible.
—Un ping de la zona de contacto, señor, suena soviético —informó el parlante.
White levantó su teléfono.
—Gracias. Manténganos informados. —Volvió el teléfono a su lugar—. Bueno, caballeros…
—¡Lo hizo! —cantó Ryan—. ¡Manden el resto, por amor de Dios!
—De inmediato. —Hunter sonreía como un loco.
Octubre Rojo Octubre Rojo TODA SU FLOTA LO PERSIGUE PARA DARLE CAZA TODA SU FLOTA LO PERSIGUE PARA DARLE CAZA SU RUTA ESTÁ BLOQUEADA POR NUMEROSAS NAVES NUMEROSOS SUBMARINOS DE ATAQUE LO ESPERAN PARA ATACARLO REPITO NUMEROSOS SUBMARINOS DE ATAQUE LO ESPERAN PARA ATACARLO DIRÍJASE A PUNTO DE ENCUENTRO 33N 75W TENEMOS ALLÍ BUQUES QUE LO ESPERAN REPITO DIRÍJASE A PUNTO DE ENCUENTRO 33N 75W TENEMOS ALLÍ BUQUES QUE LO ESPERAN SI COMPRENDIÓ Y ESTÁ DE ACUERDO POR FAVOR ENVÍENOS OTRA VEZ UNA SOLA SEÑAL PING.
El Octubre Rojo.
—¿Distancia al blanco, Borodin? —preguntó Ramius, deseando haber tenido más tiempo, mientras el mensaje se repetía una y otra vez.
—Dos mil metros, camarada comandante. Un hermoso y gordo blanco para nosotros si… —La voz del starpon se fue perdiendo cuando vio la mirada de su comandante.
Conocen nuestro nombre, estaba pensando Ramius, ¡conocen nuestro nombre! ¿Cómo puede ser eso? Sabían dónde encontrarnos… ¡exactamente! ¿Cómo? ¿Qué pueden tener los norteamericanos? ¿Cuánto tiempo hace que nos viene siguiendo el Los Angeles? ¡Decide!… ¡debes decidir!
—Camarada, un ping más hacia el blanco, sólo uno.
El Invincible.
—Un ping más, almirante.
—Gracias. —White miró a Ryan—. Bueno, Jack, parecería que su estimación de inteligencia era realmente correcta. Bravo.
—¡Bravo un cuerno, mi lord conde! ¡Yo tenía razón! ¡Hijo de puta! —las manos de Ryan volaban por el aire, completamente olvidado su mareo. Se calmó. La ocasión requería más decoro—. Discúlpeme, almirante. Tenemos varias cosas que hacer.
El Dallas.
Toda la flota lo persigue para darle caza… Diríjanse a 33N 75W. ¿Qué diablos estaba ocurriendo?, se preguntó Mancuso, que había captado el final del segundo mensaje.
—Control, sonar. Recibo ruidos de casco del blanco. Está cambiando su profundidad. Ruido de máquinas en aumento.
—Abajo el periscopio —Mancuso levantó el auricular—. Muy bien, sonar. ¿Algo más, Jones?
—No, señor. Los helicópteros se han ido, y no hay ninguna emisión de los buques de superficie. ¿Qué pasa, señor?
—No lo sé. —Mancuso sacudió la cabeza mientras Mannion volvía a poner el Dallas en persecución del Octubre Rojo. ¿Qué demonios estaba sucediendo?, se preguntó el comandante. ¿Por qué estaba enviando mensajes un portaaviones británico a un submarino soviético, y por qué lo estaba enviando a un punto de encuentro frente a las Carolinas? ¿De quién eran los submarinos que estaban bloqueando su ruta? No podía ser. No había forma. No podía ser…
El Invincible.
Ryan estaba en la sala de comunicaciones del Invincible. «MAGIA OLYMPUS», escribió en el apartado especial de codificación, que le había dado la CIA, «HOY TOQUÉ MI MANDOLINA. SONO BASTANTE BIEN. ESTOY PLANEANDO UN PEQUEÑO CONCIERTO, EN EL SITIO ACOSTUMBRADO. ESPERO BUENAS CRITICAS. AGUARDANDO INSTRUCCIONES».
Ryan se había reído antes por las palabras del código que debía usar. Estaba riendo en ese momento, por un motivo diferente.
La Casa Blanca.
—Bueno —observó Pelt—, Ryan espera que la misión tendrá éxito. «Todo está saliendo de acuerdo con el plan», pero no usó el grupo del código para indicar éxito seguro.
El Presidente se echó hacia atrás poniéndose cómodo.
—Es honesto. Las cosas siempre pueden salir mal. Pero debe admitir sin embargo que realmente parecen andar bien.
—Este plan con que salieron los jefes militares es una locura, señor.
—Tal vez, pero ya hace varios días que usted está tratando de hacerle un agujero, y no lo ha logrado. Todas las piezas caerán muy pronto en su lugar.
Pelt comprendió que el Presidente era astuto. Le gustaba ser astuto.
El Invincible.
«OLYMPUS A MAGI. ME GUSTA LA MÚSICA ANTIGUA DE MANDOLINA. CONCIERTO APROBADO», decía el mensaje.
Ryan se arrellanó en el sillón, bebiendo un trago de coñac.
—Bueno, todo está bien. Me pregunto ¿cuál será el próximo paso del plan?
—Espero que Washington nos lo hará saber. Por el momento —dijo el almirante White—, tendremos que movernos otra vez hacia el oeste para interponernos entre el Octubre y la flota roja.
El Avalon.
El teniente Ames observó la escena a través de la minúscula ventanilla en la proa del Avalon. El Alfa se hallaba en el lado de babor. Era evidente que había chocado primero de popa y con violencia. Una de las palas estaba desprendida de la hélice, y la parte inferior de la aleta del timón estaba destrozada. Quizá toda la popa se había partido y desprendido con el golpe; era difícil saberlo, por la baja visibilidad.
—Adelante lentamente —dijo, ajustando los controles. Detrás de él, un alférez y un suboficial mayor controlaban el instrumental y preparaban la operación para desplegar el brazo manipulador conectado antes de la partida y equipado con una cámara de televisión y poderosos reflectores. Eso le proporcionaba un campo visual ligeramente mayor que el que permitían las ventanillas de navegación. El vehículo de rescate avanzó a un nudo. La visibilidad era inferior a veinte metros, a pesar de los millones de bujías de los reflectores de proa.
En ese lugar, el fondo del mar estaba formado por una traicionera pendiente de sedimentos aluvionales tachonada de fragmentos rocosos. Al parecer, lo único que había impedido que el Alfa siguiera deslizándose hacia abajo era su torreta, calzada como una cuña en el fondo.
—¡Santo Dios! —El suboficial fue el primero que lo vio. Había una grieta en el casco del Alfa… ¿podía ser?
—Accidente del reactor —dijo Ames, con voz firme y tono de diagnóstico—. Algo quemó el casco hasta atravesarlo. ¡Mi Dios, y eso es titanio! Quemado de lado a lado, desde adentro hacia afuera. Hay otra allá; dos quemaduras. Ésta es más grande; parece de un metro, más o menos, de ancho. No hay ningún misterio sobre cuál fue la causa del hundimiento, muchachos. Esos dos compartimentos quedaron abiertos al mar. —Ames echó un vistazo al indicador de profundidad: quinientos sesenta y cuatro metros—. ¿Están grabando todo esto?
—Afirmativo, jefe —respondió el electricista de primera clase—. Qué horrible manera de morir. Pobres tipos.
—Sí, dependiendo de qué era lo que se proponían. —Ames maniobró con el Avalon alrededor de la proa del Alfa, trabajando cuidadosamente con la hélice direccional y ajustando los compensadores para bajar por el otro lado después de cruzar la parte más alta del submarino accidentado—. ¿Ven alguna evidencia de fractura en el casco?
—No —contestó el alférez—, solamente las dos quemaduras. Me pregunto qué fue lo que falló.
—Un Síndrome de China real. Finalmente le sucedió a alguien. —Ames sacudió la cabeza. Si había algo que la Marina predicaba sobre reactores, era la seguridad—. Pongan el transductor contra el casco. Veremos si hay alguien con vida allí dentro.
—Comprendido. —El electricista manipuló los controles del brazo mecánico mientras Ames trataba de mantener el Avalon absolutamente inmóvil. Ninguna de las dos tareas era fácil. El vehículo de rescate estaba suspendido, casi apoyado sobre la torreta. Si había sobrevivientes, tenían que estar en la sala de control o más adelante. No podía haber vida hacia popa.
—Ya he hecho contacto.
Los tres hombres escuchaban ansiosamente, esperando algo. Su misión era búsqueda y salvamento y —como submarinistas que eran ellos mismos— lo tomaban muy en serio.
—Puede ser que estén dormidos. —El alférez conectó el sonar localizado. Las ondas de alta frecuencia resonaron en ambas naves. Era un ruido como para despertar a los muertos, pero no hubo respuesta. La provisión de aire en el Politovskiy se había terminado el día anterior.
—No hay nada que hacer —dijo en voz baja Ames. Maniobró hacia arriba mientras el electricista operaba con el brazo manipulador buscando sitio para colocar un transponedor de sonar. Volverían allí otra vez cuando el tiempo fuera mejor arriba. La Marina no dejaría pasar esa oportunidad de inspeccionar un Alfa, y el Glomar Explorer estaba inmovilizado sin uso en algún lugar de la Costa Oeste. ¿Irían a activarlo? Ames no se opondría a que lo hicieran.
—Avalon, Avalon, aquí Scamp… —la voz en el radioteléfono subacuático sonó distorsionada pero entendible— regrese de inmediato. Deme su comprendido.
—Scamp, aquí Avalon. Estoy en camino.
El Scamp acababa de recibir un mensaje por extra-baja frecuencia, subiendo brevemente a profundidad de periscopio donde pudo captar una orden operativa FLASH: «DIRÍJASE A MENOR VELOCIDAD A 33N 75W». EL mensaje no decía por qué.
Dirección General de la CIA.
—CARDINAL está todavía con nosotros —le dijo Moore a Ritter.
—Gracias a Dios por eso. —Ritter se sentó.
—Hay un mensaje en ruta. Esta vez no trató de suicidarse para hacérnoslo llegar. Tal vez el hecho de estar en el hospital lo asustó un poco. Voy a formularle otro ofrecimiento para sacarlo.
—¿Otra vez?
—Bob, tenemos que hacer el ofrecimiento.
—Lo sé. Yo mismo le hice llegar uno hace unos pocos años, usted lo sabe. Es que ese viejo maldito simplemente no quiere renunciar. Usted sabe cómo es, hay personas que se sienten mejor en la acción. O tal vez todavía no ha descargado toda su rabia… Acabo de recibir una llamada del senador Donaldson. —Donaldson era el presidente del Comité de Selección de Inteligencia.
—¿Y?
—Quiere saber qué sabemos nosotros sobre lo que está sucediendo. No cree en la historia de la misión de rescate, y piensa que nosotros sabemos algo diferente.
El juez Moore se echó hacia atrás.
—Me gustaría saber quién le metió esa idea en la cabeza.
—Sí. Yo tengo una pequeña idea que podríamos intentar. Creo que ya es tiempo, y ésta es una hermosa oportunidad.
Los dos altos ejecutivos discutieron el tema durante una hora. Antes de que Ritter saliera hacia el Congreso, habían logrado la autorización del Presidente.
Washington, DC.
Donaldson hizo esperar a Ritter durante quince minutos en la oficina exterior mientras él leía el diario. Quería que Ritter supiera cuál era su lugar. Algunas de las observaciones del subdirector de Inteligencia referidas a filtraciones originadas en el Congreso habían producido cierta tirantez con el senador por Connecticut, y era importante que los funcionarios nombrados en el servicio civil comprendieran la diferencia entre ellos y los representantes elegidos por el pueblo.
—Lamento haberlo hecho esperar, señor Ritter. —Donaldson no se puso de pie ni le tendió la mano.
—Está muy bien, señor. Tuve oportunidad de leer una revista. Generalmente no puedo hacerlo, por todas las tareas que tengo. —El duelo entre ambos comenzó desde el primer momento.
—Bueno, ¿qué se proponen los soviéticos?
—Senador, antes de referirme a ese tema debo decirle lo siguiente: tuve que pedir autorización al Presidente para efectuar esta reunión. Esta información es exclusivamente para usted, nadie más puede oírla, señor. Nadie. Eso viene de la Casa Blanca.
—Hay otros hombres en mi comité, señor Ritter.
—Señor, si no cuento con su palabra, como caballero —agregó Ritter con una sonrisa—, no revelaré esta información. Ésas son mis órdenes. Yo trabajo para la rama ejecutiva, senador. Recibo órdenes del Presidente.
Ritter confiaba en que su pequeño grabador estuviera registrando todo eso.
—De acuerdo —dijo Donaldson de mala gana. Estaba enojado por esas tontas restricciones, pero complacido porque iba a enterarse del tema—. Continúe.
—Con toda franqueza, señor, no estamos seguros sobre qué está ocurriendo exactamente —dijo Ritter.
—Oh, ¿de modo que me ha hecho jurar mantener el secreto para que no pueda decir a nadie que, una vez más, la CIA no sabe qué diablos está pasando?
—Dije que no sabemos exactamente qué está ocurriendo. Pero sí sabemos unas pocas cosas. Nuestra información proviene principalmente de los israelíes, y parte, de los franceses. Por ambos canales nos hemos enterado que algo muy malo le ha ocurrido a la Marina soviética.
—Eso ya lo sabía. Han perdido un submarino.
—Por lo menos uno, pero no es eso lo que está ocurriendo. Alguien, creemos, ha jugado una mala pasada a la dirección de operaciones de la Flota del Norte Soviética. Yo no puedo afirmarlo, pero creo que han sido los polacos.
—¿Y por qué los polacos?
—No estoy seguro de que sea así, pero tanto los franceses como los israelíes están bien conectados con los polacos, y los polacos hace tiempo que sostienen quejas contra los soviéticos. Yo sí sé, por lo menos creo que lo sé, que cualquier cosa que sea esto, no ha venido de una agencia de inteligencia de Occidente.
—Bueno, ¿y qué está sucediendo? —preguntó Donaldson.
—Nuestra mejor estimación es que alguien ha elaborado por lo menos una falsificación, y posiblemente lleguen a tres, todas ellas apuntadas a desatar un infierno en la Marina soviética… pero cualquier cosa que haya sido, está ahora fuera de todo control. Un montón de gente tiene que hacer grandes esfuerzos para cubrirse el trasero, según dicen los israelíes. Dentro de las suposiciones, creo que lograron cambiar las órdenes operativas de un submarino; luego falsificaron una carta de su comandante en la que amenazaba con disparar sus misiles. Lo más asombroso es que los soviéticos fueron a buscarlo. —Ritter arrugó el entrecejo—. Aunque puede ser que tengamos todo al revés. Lo único que sabemos realmente con seguridad es que alguien, probablemente los polacos, ha jugado una fantástica mala pasada a los rusos.
—¿No nosotros? —preguntó Donaldson con marcada intención.
—¡No, señor, absolutamente no! Si nosotros intentáramos algo como eso, aun cuando tuviésemos éxito, lo que es poco probable, ellos podrían intentar lo mismo con nosotros. Podría iniciarse una guerra de esa manera, y usted sabe que el Presidente jamás lo autorizaría.
—Pero a alguien de la CIA podría no importarle lo que piense el Presidente.
—¡No en mi departamento! Podría costarme la cabeza. ¿Usted cree realmente que podríamos montar una operación como ésta y luego ocultarla con éxito? Diablos, senador. ¡Ojalá pudiésemos!
—¿Por qué los polacos, y por qué son ellos capaces de hacerlo?
—Hace tiempo que venimos oyendo sobre una facción disidente dentro de su comunidad de inteligencia, facción que no ama especialmente a los soviéticos. Hay una cantidad de razones sobre el porqué. Una de ellas es la enemistad histórica fundamental, y los rusos parecen olvidar que los polacos primero son polacos, y después comunistas. Mi apreciación personal es que se trata de este asunto con el Papa, aún más que el tema de la ley marcial. Nosotros sabemos que nuestro viejo amigo Andropov inició una nueva puesta en escena de aquello de Enrique II/Beckett. El Papa ha dado gran prestigio a Polonia, y ha hecho cosas por el país que satisfacen hasta a los propios miembros del partido. Iván fue y escupió en todo el país cuando él hizo eso… ¿y usted se pregunta por qué están enojados? Y en cuanto a su eficacia, la gente parece subestimar la capacidad que siempre ha tenido su servicio de inteligencia. Ellos fueron los que hicieron la ruptura Enigma en 1939, no los británicos. Son condenadamente efectivos, y por la misma razón que los israelíes. Tienen enemigos hacia el este y hacia el oeste. Esa clase de cosas desarrolla buenos agentes. Sabemos con seguridad que tienen un montón de gente en Rusia, trabajadores visitantes que pagan a Narmonov el apoyo económico que da a su país. También sabemos que muchos ingenieros polacos están trabajando en los astilleros soviéticos. Admito que es curioso, ninguno de los dos países tiene tradición marítima, pero los polacos construyen muchos de los buques mercantes soviéticos. Sus astilleros son más eficientes que los rusos, y últimamente han estado proporcionándoles ayuda técnica, en especial en control de calidad, a los astilleros navales.
—Así que… el servicio de inteligencia polaco ha jugado una mala pasada a los soviéticos —sintetizó Donaldson—. Gorshkov es uno de los tipos más duros en la policía de intervención ¿no es así?
—Es cierto, pero probablemente sólo es un blanco de oportunidad. El verdadero objetivo de esto tiene que ser crear una situación embarazosa a Moscú. El hecho de que esta operación ataque a la Marina soviética no tiene ningún significado en sí mismo. El propósito es provocar un alboroto en los altos canales militares, y todos se juntan en Moscú. Dios, ¿cómo me gustaría saber qué está sucediendo realmente? Por el cinco por ciento que sabemos, esta operación tiene que ser una verdadera obra maestra, la clase de cosas que dan origen a las leyendas. Estamos trabajando en esto, tratando de descubrirlo. Otro tanto están haciendo los británicos, y los franceses, y los israelíes; Benny Herzog, del Mossad se está volviendo loco. Los israelíes si practican esta clase de estratagemas con sus vecinos regularmente. En forma oficial, dicen que no saben nada más que lo que nos han informado. Puede ser. O puede ser que hayan dado alguna ayuda técnica a los polacos…, es difícil decirlo. Por cierto, la Marina soviética es una amenaza estratégica para Israel. Pero necesitamos más tiempo para eso. La conexión israelí parece demasiado convincente en este punto.
—Pero usted no sabe qué está ocurriendo, sólo el cómo y el porqué.
—Senador, no es tan fácil. Denos un poco de tiempo. Por el momento tal vez ni siquiera queramos saber. Para sintetizar, alguien ha montado un elemento colosal de desinformación en la Marina soviética. Probablemente sólo fue apuntado para producirles una sacudida, pero resulta claro que se les fue de las manos. Cómo y por qué ocurrió, no lo sabemos. Sin embargo, puede estar seguro de que quien haya iniciado esta operación está trabajando mucho para cubrir sus rastros. —Ritter quería que el senador comprendiera eso perfectamente—. Si los soviéticos descubren quién lo hizo, su reacción va a ser terrible; cuente con ello. Dentro de pocas semanas tal vez sepamos más. Los israelíes nos deben favores, y eventualmente nos darán información.
—Por un par más de F-15 y una compañía de tanques —observó Donaldson.
—El precio sería barato.
—Pero si nosotros no estamos comprometidos en esto, ¿por qué el secreto?
—Usted me dio su palabra, senador —le recordó Ritter—. Por una cosa: si la información se filtrara, ¿creerían los soviéticos que nosotros no estábamos comprometidos? ¡Es muy improbable! Nosotros estamos tratando de civilizar el juego de la inteligencia. Quiero decir… todavía somos enemigos, pero tener en conflicto los distintos servicios de inteligencia requiere demasiados efectivos, y es peligroso para ambos lados. Por otra: bien, si descubrimos alguna vez cómo ocurrió todo esto, podríamos querer usarlo nosotros.
—Esas razones son contradictorias.
Ritter sonrió.
—Así es el juego de la inteligencia. Si descubrimos quién hizo esto, podemos usar esa información para ventaja nuestra. De todos modos, senador, usted me dio su palabra, y yo informaré eso al Presidente cuando regrese a Langley.
—Muy bien. —Donaldson se levantó. La entrevista había terminado—. Confío en que nos mantendrá informados sobre los hechos futuros.
—Eso es lo que debemos hacer, señor. —Ritter se puso de pie.
—Ciertamente. Gracias por venir. —Tampoco esa vez se dieron la mano. Ritter salió al hall sin pasar por la oficina contigua. Se detuvo para observar el atrio del edificio Hart. Le recordó al Haytt local. Contra su costumbre, bajó a la planta baja por la escalera en vez del ascensor. Con suerte, acababa de marcar un buen tanto. Fuera lo esperaba el automóvil, e indicó al conductor que se dirigiera al edificio del FBI.
—¿No es una operación de la CIA? —preguntó Peter Henderson, el ayudante principal del senador.
—No. Le creo —dijo Donaldson—. No es lo suficientemente inteligente como para hacer una jugada así.
—No sé por qué el Presidente no se deshace de él —comentó Henderson—. Por supuesto, por la clase de persona que es, tal vez sea mejor que sea incompetente. —El senador estuvo de acuerdo.
Cuando volvió a su oficina, Henderson graduó la persiana de su ventana, aunque el sol estaba del otro lado del edificio. Una hora más tarde, el conductor de un taxi Black & White que paseaba, miró la ventana y tomó nota mentalmente.
Henderson trabajó hasta tarde esa noche. El edificio Hart estaba casi vacío; la mayor parte de los senadores se hallaba fuera de la ciudad. Donaldson estaba allí solamente por razones personales y para mantener un ojo vigilante sobre las cosas. Como presidente del Comité de Selección de Inteligencia, tenía más trabajo que el que hubiera deseado a esa altura del año. Henderson tomó el ascensor para bajar al hall principal de entrada, con todo el aspecto —hasta el último centímetro— del alto funcionario del Congreso: traje gris con chaleco, un costoso attaché de cuero, el pelo cuidadosamente cortado, y el paso airoso cuando salía del edificio. Un taxi Black & White dio vuelta en la esquina y se detuvo para que bajara un pasajero. Luego subió Henderson.
—Watergate —dijo. Y hasta que el taxi no hubo recorrido varias manzanas no volvió a hablar.
Henderson tenía un modesto apartamento de un dormitorio en el complejo Watergate, una ironía que él mismo había considerado muchas veces. Cuando llegó a destino, no dio propina al taxista. Mientras él caminaba hacia la entrada principal, una mujer ocupó el mismo automóvil. En Washington los taxis trabajan mucho en las primeras horas de la noche.
—Universidad de Georgetown, por favor —dijo la muchacha, una bonita joven de pelo castaño rojizo y una carga de libros en el brazo.
—¿Escuela Nocturna? —preguntó el chofer, mirando por el espejo.
—Exámenes —respondió la muchacha, con cierta inquietud en su voz—. Psicología.
—Lo mejor que puede hacer con los exámenes es tranquilizarse —aconsejó el taxista.
La agente especial Hazel Loomis quiso acomodar torpemente sus libros. La cartera cayó al piso del coche.
—¡Oh, diablos! —Se inclinó para recogerla, y mientras lo hacía retiró un grabador miniatura que otro agente había colocado debajo del asiento del conductor.
Tardaron quince minutos en llegar a la Universidad. El precio del viaje fue de tres dólares con ochenta y cinco. Loomis dio al hombre un billete de cinco dólares y le dijo que guardara la vuelta. Caminó atravesando el campus y subió a un Ford que la llevó directamente al Edificio J. Edgar Hoover. Era mucho el trabajo que había costado eso… ¡y había sido tan fácil!
—Siempre lo es, cuando el oso se pone en la mira. —El inspector que había estado llevando el caso dobló a la izquierda entrando en la avenida Pennsylvania—. El problema es, ante todo, encontrar el maldito oso.
El Pentágono.
—Caballeros, los hemos citado aquí porque cada uno de ustedes es un oficial de inteligencia de carrera y poseedor de conocimientos prácticos sobre submarinos e idioma ruso —dijo Davenport a los cuatro oficiales sentados en su oficina—. Necesito oficiales que reúnan esas condiciones. Se trata de una designación a cumplir en forma voluntaria. Podría significar un considerable elemento de riesgo; no podemos estar seguros por ahora. Una sola cosa más puedo decirles, y es que ésta será la tarea ideal para un oficial de inteligencia… aunque también será de aquellas que nunca podrán revelar a nadie. Todos estamos acostumbra dos a eso, ¿verdad? —Davenport aventuró una rara sonrisa—. Como dicen en las películas, si quieren participar, muy bien; sino, pueden retirarse en este momento y nadie habrá dicho nada. Es mucho pedir, esperar que haya hombres que entren en una tarea en potencia peligrosa completamente a ciegas.
Por supuesto, nadie se retiró; los hombres que habían sido citados allí no eran cobardes. Además, algo se diría, y Davenport tenía buena memoria. Ésos eran oficiales profesionales. Una de las compensaciones por usar un uniforme y ganar menos dinero que el que puede ganar en el mundo real un hombre del mismo talento, es la remota posibilidad de perder la vida.
—Gracias, caballeros. Creo que van a encontrarse con algo que vale la pena. —Davenport se puso de pie y entregó a cada hombre un sobre de papel manila—. Pronto van a tener la oportunidad de examinar un submarino lanzamisiles soviético… por dentro.
Cuatro pares de ojos parpadearon al unísono.
33N 75W.
Habían pasado ya más de treinta horas y el USS Ethan Allen seguía en la posición. Estaba navegando en un círculo de ocho kilómetros y a una profundidad de sesenta metros. No había prisa. El submarino llevaba apenas la velocidad suficiente como para poder mantener el mando de dirección; su reactor producía sólo el diez por ciento de su potencia. Un suboficial principal estaba ayudando en la cocina.
—Es la primera vez que hago esto en un submarino —dijo uno de los oficiales del Allen que estaba actuando como cocinero del buque, mientras agitaba una omelette.
El suboficial suspiró imperceptiblemente. Tendrían que haber zarpado con un cocinero apropiado, pero el de ellos era un chico, y todos los hombres de tripulación que se encontraban en ese momento a bordo tenían más de veinte años de servicio. Los suboficiales eran todos técnicos, excepto el principal de cubierta, que podía manejar una tostadora en un día de buen tiempo.
—¿Cocina mucho en su casa, señor?
—Algo. Mis padres tenían un restaurante en Pass Christian. Ésta es la omelet Cajun especial como lo hacía mi madre. Es una lástima que no tengamos róbalo. Puedo hacer cosas muy buenas con róbalo y un poco de limón. ¿Usted pesca mucho, suboficial?
—No, señor. —El pequeño complemento de oficiales y suboficiales antiguos estaba trabajando en una atmósfera informal, y ese suboficial era un hombre acostumbrado a la disciplina y a los límites de la jerarquía—. Señor ¿puedo preguntarle qué diablos estamos haciendo?
—Quisiera saberlo, suboficial. En general, estamos esperando algo. —¿Pero qué, señor?
—Que me condene si lo sé. ¿Quiere alcanzarme esos tacos de jamón? ¿Y podría controlar el pan en el horno? Ya debería estar casi listo.
El New Jersey.
El comodoro Eaton estaba perplejo. Su grupo de batalla se mantenía a veinte millas al sur de los rusos. De no haber sido de noche, podría haber visto en el horizonte la elevada superestructura del Kirov, desde su puesto en el puente de mando. Sus escoltas formaban una sola línea delante del crucero de batalla, con sus sonares activos en busca de submarinos.
Desde el ataque simulado que había puesto en escena la Fuerza Aérea, los soviéticos habían estado actuando como ovejas. Eso no era nada característico, por decir lo menos. El New Jersey y sus escoltas mantenían bajo constante observación a la formación soviética y un par de aviones Sentry contribuía a la vigilancia. El cambio despliegue de los rusos había pasado la responsabilidad de Eaton hacia el grupo del Kirov. Eso le convenía. Las torres de sus principales baterías no estaban en posición, pero los cañones estaban cargados con proyectiles teledirigidos de ocho pulgadas y las estaciones de control de fuego se hallaban equipadas con su personal al completo. El Tarawa se encontraba treinta millas al sur, con su fuerza de ataque de Harrier lista para actuar con cinco minutos de aviso. Los soviéticos tenían que saber eso aunque sus helicópteros de guerra antisubmarina no se hubieran acercado a menos de cinco millas de un buque norteamericano en los dos últimos días. Los bombarderos Bear y Backfire que pasaban a gran altura en vuelos de ida y vuelta a Cuba —sólo unos pocos, que regresaban a Rusia tan rápido como podían— debían necesariamente informar lo que veían. Las naves norteamericanas estaban en formación extendida de ataque; los misiles del New Jersey y de sus escoltas recibían constante información desde los sensores de los buques. Y los rusos no les prestaban atención. Sus únicas emisiones electrónicas eran las de los radares de navegación de rutina. Extraño.
El Nimitz estaba en ese momento dentro del alcance de los aviones, después de una carrera de cinco mil millas desde el Atlántico Sur. El portaaviones y sus escoltas de propulsión nuclear, el California, el Bainbridge y el Truxton, se encontraban en ese momento a sólo cuatrocientas millas hacia el sur, con el grupo de batalla del America medio día detrás de ellos. El Kennedy estaba a quinientas millas en dirección al este. Los soviéticos debían de haber considerado el peligro que significaban tres grupos aéreos de los portaaviones a sus espaldas, y cientos de aviones de la Fuerza Aérea con base en tierra, que gradualmente se desplazaban hacia el sur de una base a otra. Tal vez eso explicaba su docilidad.
Los bombarderos Backfire iban acompañados por relevos en toda la ruta desde Islandia; primero por los Tomcat navales del grupo aéreo Saratoga, después por Phantom de la Fuerza Aérea que operaban en Maine, los cuales a su vez entregaban las aeronaves soviéticas a los Eagle y Fighting Falcon, mientras volaban a lo largo de la costa y hacia el sur, llegando casi a Cuba. No quedaban muchas dudas sobre la seriedad con que Estados Unidos estaba tomando eso, si bien las unidades norteamericanas habían dejado de hostilizar activamente a los rusos.
Eaton se alegraba de que no lo hiciesen. Ya no podían ganar nada más con el hostigamiento y, de cualquier modo, si era necesario, ese grupo de batalla podía pasar de la paz al pie de guerra en aproximadamente dos minutos.
Los apartamentos Watergate.
—Discúlpeme. Acabo de mudarme a este sector y todavía no me han conectado el teléfono. ¿Me permitiría hacer una llamada?
Henderson tomó la decisión con bastante rapidez. Un metro cincuenta y ocho más o menos, pelo castaño rojizo, ojos grises, buena figura, una deslumbrante sonrisa y muy bien vestida.
—Por supuesto, bienvenida al Watergate. Entre.
—Gracias. Soy Hazel Loomis. Mis amigos me llaman Sissy —le tendió la mano.
—Peter Henderson. El teléfono está en la cocina. Le enseñaré. —Las cosas se estaban presentando bien. Acababa de terminar una larga relación con una de las secretarias del senador. Había sido duro para ambos.
—No estoy molestando, ¿no? No hay nadie más aquí, ¿no?
—No, solamente yo y el televisor. ¿Es nueva en Washington? La vida nocturna no es demasiado activa. Por lo menos, no lo es cuando uno debe ir a trabajar al día siguiente. ¿Para quién trabaja usted…? Supongo que es soltera.
—A sí es. Trabajo para DARPA, como programadora de computadoras. Me temo que no puedo hablar mucho sobre ello.
Toda clase de buenas noticias, pensó Henderson.
—Aquí está el teléfono.
Loomis miró rápidamente alrededor, como evaluando el trabajo hecho por el decorador. Metió la mano en su bolso y sacó diez centavos, que quiso dar a Henderson. Él rio.
—La primera llamada es gratis, y créame, puede usar el teléfono todas las veces que quiera.
—Yo sabía —dijo ella, pulsando los botones— que esto sería mejor que vivir en Laurel. Hola, ¿Kathy? Sissy. Acabo de mudarme, todavía no tengo conectado mi teléfono… Ah, un vecino fue tan amable que me ha dejado usar el suyo… Muy bien, te veré mañana para almorzar. Hasta luego, Kathy. Loomis volvió a mirar alrededor.
—¿Quién se lo decoró?
—Lo hice yo mismo. Estudié arte en Harvard, y conozco algunas buenas tiendas en Georgetown. Pueden encontrarse cosas baratas si uno sabe dónde buscarlas.
—Oh, ¡me encantaría arreglar mi apartamento como éste! ¿Me puede mostrar el resto?
—Claro, ¿el dormitorio primero? —Henderson rio para demostrar que no tenía intenciones ocultas… que, por supuesto, sí tenía, aunque en esos asuntos era un hombre paciente. El recorrido, que duró varios minutos, aseguró a Loomis que el apartamento estaba verdaderamente vacío. Un minuto después oyó un golpe en la puerta. Henderson gruñó suavemente mientras iba a contestar.
—¿Peter Henderson? —El hombre que hacía la pregunta estaba vestido con traje de negocios. Henderson tenía puesto unos vaqueros y camisa sport.
—¿Sí? —Henderson retrocedió, sabiendo qué debía ser eso. Pero lo que siguió le provocó una verdadera sorpresa.
—Queda arrestado, señor Henderson —dijo Sissy Loomis, mostrando su tarjeta de identificación—. El cargo es espionaje. Tiene derecho a permanecer callado, tiene derecho a hablar con su abogado. Si renuncia al derecho a permanecer callado, todo lo que diga será grabado y podrá ser usado contra usted. Si no tiene abogado o no puede pagar uno, nosotros nos ocuparemos para que se nombre un abogado que lo represente. ¿Entiende estos derechos, señor Henderson? —Era el primer caso de espionaje de Sissy Loomis. Durante cinco años se había especializado en investigaciones de robos de Bancos, trabajando a menudo como informante, con un revólver Magnum 357 en el cajón de su caja—. ¿Quiere usted renunciar a esos derechos?
—No, no renuncio. —La voz de Henderson era gangosa.
—Oh, lo hará —observó el inspector—. Lo hará. —Se volvió hacia los tres agentes que lo habían acompañado—. Revisen esto a fondo, caballeros, y en silencio. No queremos despertar a nadie. Usted, señor Henderson, vendrá con nosotros. Puede cambiarse primero. Podemos hacerlo por las buenas, o de la otra manera. Si usted promete cooperar, no habrá esposas. Pero si trata de escapar… créame, usted no querrá hacerlo… —El inspector había estado en el FBI durante veinte años, y nunca había sacado siquiera su revólver de servicio en un momento de furia, mientras que Loomis ya había disparado y matado a dos hombres. Él era ya viejo en el FBI, y no podía dejar de preguntarse qué pensaría de eso el señor Hoover; y ni qué mencionar al nuevo director judío.
El Octubre Rojo.
Ramius y Kamarov conferenciaron sobre el mapa de navegación durante varios minutos, trazando diferentes rutas alternativas antes de ponerse de acuerdo en una de ellas. Los tripulantes no prestaron atención. Nunca se los había alentado a saber de mapas de navegación. El comandante caminó hacia el mamparo posterior y levantó el teléfono.
—Camarada Melekhin —ordenó, esperando unos segundos—. Camarada, habla el comandante. ¿Han surgido otras dificultades con los sistemas de reactor?
—No, camarada comandante.
—¡Excelente! Mantenga las cosas como están por otros dos días. —Ramius colgó. Faltaban treinta minutos para el siguiente cambio de guardia.
Melekhin y Karl Surzpoi, el oficial ayudante de máquinas, cumplían su turno en la sala de máquinas. Melekhin operaba las turbinas y Surzpoi estaba a cargo de los sistemas del reactor. Cada uno de ellos tenía un michman y tres marinos a sus órdenes. Los maquinistas habían tenido un crucero muy ocupado. Al parecer, todos los indicadores y monitores del sector de máquinas habían sido inspeccionados, y algunos de ellos completamente reconstruidos por los dos oficiales más antiguos, ayudados por Valintin Bugayev, el oficial de electrónica y genio de a bordo, que también se había hecho cargo de las clases de adoctrinamiento político para los tripulantes. Los hombres de la sala de máquinas eran los más nerviosos a bordo de la nave. La supuesta contaminación ya era conocida por todos; los secretos no tienen larga vida en un submarino. Para aliviarles la carga, estaban suplementando las guardias en máquinas con marinos comunes. El comandante consideraba eso como una buena oportunidad para realizar el adiestramiento cruzado, en el que él creía. La dotación pensaba que era una buena forma de envenenarse. La disciplina se mantenía, por supuesto. Eso se debía en parte a la confianza que los hombres tenían en su comandante, en parte a su entrenamiento, pero más que todo a su conocimiento de lo que iba a ocurrir si ellos fallaban en cumplir sus órdenes de inmediato y con entusiasmo.
—Camarada Melekhin —llamó Surzpoi—. Hay una fluctuación de la presión en la serpentina principal, manómetro número seis.
—Voy. —Melekhin se apresuró y apartó de su sitio al michman cuando llegó al tablero maestro de control—. ¡Más instrumentos malos! Los otros indican normal. Nada importante —dijo el jefe de máquinas suavemente pero asegurándose de que todos lo oyeran. Toda la guardia del compartimiento vio que el jefe de máquinas susurraba algo al oído de su ayudante. El más joven sacudió lentamente la cabeza mientras dos pares de manos trabajaban afanosamente en los controles.
Comenzó a sonar intensamente un zumbador de dos fases, completando la alarma con una luz roja rotativa.
—¡Corte la pila! —ordenó Melekhin.
—Cortando. —Surzpoi lanzó un dedo al botón maestro de cierre.
—¡Ustedes, hombres, váyanse adelante! —ordenó luego Melekhin. No hubo dudas—. ¡Usted, no, conecte potencia de baterías a los motores caterpillar, rápido!
El suboficial mayor corrió hacia atrás para conectar las llaves correspondientes, maldiciendo el cambio de órdenes. Le llevó cuarenta segundos.
—¡Listo, camarada!
—¡Váyase!
El suboficial mayor fue el último hombre que salió del compartimiento. Se aseguró de que las escotillas quedaran perfectamente cerradas y trabadas antes de correr a la sala de control.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Ramius con calma.
—¡Alarma de radiación en la sala de intercambio de calor!
—Muy bien, vaya a proa y dese una ducha con el resto de su guardia. Contrólese —Ramius dio al michman unos golpecitos en el brazo—. Hemos tenido antes estos problemas. Usted es un hombre adiestrado. Los tripulantes buscan su liderazgo.
Ramius levantó el auricular. Pasó un momento antes de que contestaran desde el otro extremo.
—¿Qué ha sucedido, camarada? —Los tripulantes que estaban en la sala de control observaron a su comandante mientras escuchaban la respuesta. No pudieron menos que admirar su calma. Las alarmas de radiación habían sonado en todo el casco—. Muy bien. No nos quedan muchas horas de energía en las baterías, camarada. Debemos subir a profundidad de schnorkel [14]. Quede atento para activar el diesel. Sí. —Colgó.
«Camaradas, escúchenme». —La voz de Ramius estaba completamente bajo control—. «Se ha producido una falla menor en los sistemas de control del reactor. La alarma que ustedes oyeron no era una pérdida mayor de radiación, sino más bien una falla en los sistemas de control en las varillas del reactor. Los camaradas Melekhin y Surzpoi ejecutaron con éxito un corte de emergencia del reactor, pero no podemos operar apropiadamente el reactor sin los controles primarios. Por lo tanto, completaremos nuestra navegación con motores diesel. Para asegurarnos contra cualquier posible contaminación de radiación, los sectores del reactor han sido aislados, y todos los compartimentos, los de máquinas primero, serán ventilados con aire de superficie cuando usemos el schnorkel. Kamarov, usted irá a popa para operar los controles de ambiente. Yo tomaré el mando».
—¡Comprendido, camarada comandante! —Kamarov partió hacia popa.
Ramius conectó el micrófono para informar esas novedades al resto de la tripulación. Todos esperaban algo. A proa, algunos de los hombres murmuraron entre ellos que menor era una palabra que sufría exceso de uso, que los submarinos nucleares no navegaban impulsados por diesel ni ventilaban con aire de superficie y que maldito fuera todo eso. Terminado su lacónico anuncio, Ramius ordenó que aproximaran el submarino a la superficie.
El Dallas.
—Esto puede más que yo, jefe. —Jones sacudió la cabeza—. Los ruidos del reactor han cesado, las bombas están cortadas, pero está navegando a la misma velocidad, igual que antes. Con baterías, supongo.
—Debe de ser un sistema de baterías de todos los diablos para impulsar algo tan grande a esa velocidad —observó Mancuso.
—Estuve sacando algunos cómputos sobre eso, hace unas horas —Jones levantó su cuaderno—. Esto está basado en el casco tipo Typhoon, con el coeficiente de un casco liso y pulido, de modo que probablemente es condensador.
—¿Dónde aprendió a hacer esto, Jones?
—El señor Thompson me hizo la parte hidrodinámica. El componente eléctrico es bastante sencillo. Podría tener algo exótico… células de combustible, puede ser. Sino, si está funcionando con baterías comunes, tiene suficiente energía eléctrica como para hacer arrancar todos los coches de Los Angeles.
Mancuso sacudió la cabeza.
—No puede durarle para siempre.
Jones levantó un poco la mano.
—Crujidos de casco… Suena como si estuviera subiendo un poco.
El Octubre Rojo.
—Suba el schnorkel —dijo Ramius. Mirando a través del periscopio verificó que el schnorkel estaba arriba—. Bueno, no hay otros buques a la vista. Eso es una buena noticia. Creo que hemos perdido a nuestros cazadores imperialistas. Levante la antena de medidas de apoyo electrónico. Vamos a asegurarnos de que ningún avión enemigo anda rondando con sus radares.
—Está claro, camarada comandante. —Bugayev estaba a cargo del panel de ayudas electrónicas—. Nada, ni siquiera equipos de aviones comerciales.
—Bueno, realmente hemos perdido a nuestra jauría de ratas —Ramius levantó de nuevo el auricular—. Melekhin, ya puede abrir la inducción principal y ventilar los sectores de máquinas, luego ponga en marcha el diesel. —Un minuto después todos a bordo sintieron la vibración cuando el arrancador del enorme motor diesel del Octubre empezó a girar impulsado por la energía de las baterías. Instantáneamente se produjo la aspiración de todo el aire de los sectores de máquinas, su reemplazo por aire tomado a través del schnorkel, y la expulsión del aire «contaminado» al mar.
El motor de arranque continuó girando durante dos minutos, y a lo largo de todo el casco los hombres esperaron el ruido sordo que habría indicado el acople del motor y que ya podía generar potencia para que funcionaran los motores eléctricos. Pero no arrancó. Después de otros treinta segundos, el motor de arranque se detuvo. Se oyó el timbre del teléfono de la sala de control. Ramius descolgó el auricular.
—¿Qué sucede con el diesel, camarada jefe de máquinas? —preguntó secamente el comandante—. Comprendo. Enviaré hombres a popa… ¡Oh! Espere. —Ramius miró a su alrededor. El oficial ayudante de máquinas, Svyadov, se hallaba de pie en la parte posterior del compartimiento—. Necesito un hombre que conozca de motores diesel para que ayude al camarada Melekhin.
—Yo crecí en una granja del Estado —dijo Bugayev—. Empecé a jugar con motores de tractores cuando era un chico.
—Hay un problema adicional…
Bugayev asintió con la cabeza, indicando conocer de qué se trataba.
—Comprendo, camarada comandante, pero necesitamos el diesel, ¿verdad?
—No olvidaré esto, camarada —dijo Ramius con calma.
—Entonces puede comprarme un poco de ron en Cuba, camarada —sonrió animosamente Bugayev—. Quiero conocer nuevos camaradas en Cuba, preferiblemente una con cabello largo.
—¿Puedo acompañarlo, camarada? —preguntó Svyadov. Había estado en camino para entrar de guardia, acercándose a la escotilla del compartimiento del reactor, cuando lo apartaron violentamente los hombres que escapaban.
—Primero vamos a establecer la naturaleza del problema —dijo Bugayev, mirando a Ramius como pidiendo confirmación.
—Sí, tenemos mucho tiempo. Bugayev, infórmeme usted personalmente dentro de diez minutos.
—Comprendido, camarada comandante.
—Svyadov, hágase cargo del puesto del teniente. —Ramius señaló el panel de control de ayudas electrónicas—. Aproveche para aprender cosas nuevas.
El teniente hizo lo que le ordenaban. El comandante parecía muy preocupado. Svyadov nunca lo había visto así.