Un A-10 Thunderbolt.
Era mucho más divertido que volar en un DC-9. El mayor Andy Richardson tenía más de diez mil horas de éstos y solamente seiscientas aproximadamente en su avión de combate de ataque A-10 Thunderbolt II, pero prefería decididamente al más pequeño de los dos bimotores. Richardson pertenecía al Grupo 175 de Combate Táctico, de la Guardia Aérea Nacional de Maryland. Por lo general su escuadrón volaba desde un pequeño aeródromo militar situado al este de Baltimore. Pero dos días antes, cuando activaron su organización, el 175 y otros seis grupos aéreos de la guardia nacional y de la reserva se habían amontonado en la ya activa base de Comando Aéreo Estratégico, la Base Loring de la Fuerza Aérea, en Maine. Habían despegado a medianoche y ya hacía media hora que se habían reabastecido de combustible en vuelo, a mil millas de la costa sobre el Atlántico Norte. En ese momento, Richardson y su escuadrilla de cuatro iban volando a treinta metros sobre las negras aguas y a cuatrocientos nudos.
Cien millas detrás de los cuatro aviones de combate los seguían otros noventa aviones que volaban a nueve mil metros de altura en lo que podía parecer a los soviéticos algo muy semejante a un golpe alfa, una medida misión de ataque de aviones de combate tácticos armados. Era exactamente eso… y también una estratagema. La verdadera misión era la que estaban cumpliendo los cuatro que volaban abajo.
Richardson amaba el A-10. Los hombres que lo pilotaban lo llamaban con cariño el Warthog, o simplemente el Hog. Casi todos los aviones tácticos tenían agradables líneas, que contribuían a mejorar en combate las necesidades de velocidad y maniobrabilidad. Pero no el Hog [11], que era posiblemente el avión más feo de los que había tenido la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Sus dos motores turbofan colgaban —como idea de último momento— de una cola de dos timones de dirección que parecía un retorno a los modelos de la década de los treinta. Sus alas —que parecían tablas— no tenían el más mínimo ángulo de flecha, y estaban deformadas en el medio para alojar el tosco tren de aterrizaje. Las superficies inferiores de ambas alas tenían varios dispositivos transversales para colgar las cargas externas de armamento. El fuselaje estaba construido alrededor de la que era el arma principal del avión, el GAU-8, un cañón rotativo de treinta milímetros diseñado especialmente para destruir los tanques soviéticos.
Para la misión de esa noche, la escuadrilla de Richardson tenía una carga completa de slugs [12] de uranio reducido para sus cañones Avenger y un par de canastas de bombas-racimo Rockeye, armas antitanque adicionales. Directamente debajo del fuselaje estaba el contenedor que alojaba el LANTIRN (sistema infrarrojo para navegación y detección de blancos de noche y a baja altura); de todas las otras estaciones externas para armamento colgaban tanques de combustible.
EL 175 había sido el primero de los escuadrones de la guardia nacional que recibió el equipo LANTIRN. Era una pequeña colección de sistemas electrónicos y ópticos que capacitaban al Hog para ver de noche mientras volaba a mínima altura buscando blancos. El sistema proyectaba una imagen (HUD: heads-up display) [13] en el parabrisas del avión, logrando el efecto de convertir la noche en día y tornando mucho menos peligrosa la misión. Junto a cada LANTIRN había un objeto más pequeño que, a diferencia de los proyectiles explosivos de los cañones y los Rockeyes, iba a ser usado esa noche.
A Richardson no le importaban —en realidad le gustaban— los peligros de la misión. Dos de sus tres camaradas eran, como él, pilotos de líneas aéreas, el tercero, un fumigador, todos hombres experimentados con mucha práctica de tácticas y de vuelo a baja altura. Y la misión que tenían era muy buena.
La reunión y explicación previa al vuelo, conducida por un oficial de marina, les había llevado más de una hora. Se proponían hacer una visita a la Marina soviética. Richardson había leído en los diarios que los rusos estaban tramando algo, y cuando escuchó en la reunión que habían enviado su flota para pasearse desafiantes frente a la costa norteamericana y tan cerca, lo había conmocionado semejante atrevimiento. Se había enfurecido al saber que uno de sus mediocres cazas diurnos había abierto fuego sobre un Tomcat naval el día anterior, matando casi a uno de sus oficiales. Se preguntó por qué se impedía a la Marina una justa respuesta. La mayor parte del grupo aéreo del Saratoga estaba a la vista en las calles de cemento en Loring, junto a los B-52, A-6 Intruder y F-18 Hornet, con los carros de armamento a pocos metros de distancia. Supuso que su misión era sólo el primer acto, la parte delicada. Mientras los ojos soviéticos estuvieran aferrados al golpe alfa, que se mantenía en el límite del alcance de sus misiles SAM, su escuadrilla de cuatro se metería velozmente por debajo de la cobertura de radar hasta llegar al buque insignia de la flota, el crucero nuclear Kirov. Para entregar un mensaje.
Era sorprendente que hubieran seleccionado hombres de la guardia para esa misión. Sobre la Costa Este estaban en ese momento movilizados casi mil aviones tácticos, y aproximadamente un tercio de ellos eran reservistas de una u otra clase; Richardson pensó que eso era parte del mensaje. Una operación táctica muy difícil era cumplida por aviadores de segunda línea, mientras los escuadrones regulares permanecían en espera y listos, en las pistas de Loring, McGuire, Dover, Pease, y varias otras bases desde Virginia hasta Maine, abastecidos de combustible, cumplidas las explicaciones previas y completamente listos. ¡Cerca de mil aviones! Richardson sonrió. No habría blancos suficientes para todos.
—Jefe escuadrilla Linebacker, aquí Sentry-Delta. Rumbo al blanco cero-cuatro-ocho, distancia cincuenta millas. Llevan rumbo uno-ocho-cinco, velocidad veinte.
Richardson no contestó la transmisión por el enlace radial codificado. La escuadrilla debía cumplir silencio de radio. Cualquier sonido electrónico podría alertar a los soviéticos. Hasta su radar de búsqueda de blancos estaba apagado, y solamente operaban los equipos pasivos infrarrojos y sensores de televisión. Miró rápidamente a izquierda y derecha. «¡Pilotos de segunda línea, diablos!», se dijo. Cada uno de los hombres de esa escuadrilla tenía por lo menos cuatro mil horas, más de lo que muchos de los pilotos regulares llegarían a tener alguna vez, más que la mayoría de los astronautas, y sus aviones estaban mantenidos por gente que jugaba con ellos porque les gustaba. El hecho era que su escuadrón tenía mejores promedios de disponibilidad de aviones que cualquier escuadrón regular, y había tenido menos accidentes que esos jovencitos que pilotaron los Warthog en Inglaterra y en Corea. Les demostrarían eso a los rusos. Sonrió para sí mismo. ¡Sin duda eso era mejor que pilotar su DC-9, de Washington a Providence y Hartford y regresar, todos los días para la línea aérea! Richardson, que había sido piloto de caza de la Fuerza Aérea, había dejado el servicio hacía muchos años porque deseaba el sueldo mucho mayor y el llamativo estilo de vida de los pilotos de líneas aerocomerciales. No había estado en Vietnam, y el vuelo comercial no requería nada parecido a ese grado de habilidad; le faltaba la emoción de pasar zumbando a la altura de las copas de los árboles. Hasta donde él sabía, nunca se había usado el Hog para misiones de ataque marítimo… otra parte del mensaje. Su munición antitanque iba a ser efectiva contra buques. Los slugs de sus cañones y sus bombas racimo Rockeye estaban diseñados para destrozar el blindaje de los tanques de batalla, y él no dudaba sobre lo que harían a los delgados piramidales de la torre de radares y mástil del Kirov estaba llenando sus cascos de los buques de guerra. Lástima que eso no fuera real. Ya era tiempo de que alguien le diera una lección a Iván.
Una luz del sensor del radar parpadeó en su receptor de alerta; un radar banda-S, probablemente diseñado para búsqueda en superficie y no era lo suficientemente poderoso como para obtener ya un retorno. Los soviéticos no tenían ninguna plataforma aérea de radar, y los equipos que llevaban en los buques estaban limitados a la curvatura de la tierra. La onda pasaba justo sobre el avión de Richardson; se hallaba en el borde borroso de ella. Podrían haber evitado mejor la detección volando a quince metros en vez de hacerlo a treinta, pero las órdenes no lo permitían.
—Escuadrilla Linebacker, aquí Sentry-Delta. Dispersarse y entrar. —Fue la orden del AWACS.
Los A-10 comenzaron a separarse desde un intervalo de sólo unos pocos metros hasta una formación extendida de ataque que dejaba millas entre los aviones. Las órdenes establecían que debían dispersarse hasta treinta millas de distancia. Unos cuatro minutos. Richardson controló su reloj digital; la escuadrilla Linebacker estaba exactamente en horario. Detrás de ellos, los Phantom y Corsair que participaban en el ataque alfa estarían virando hacia los soviéticos, como para atraer su atención. Pronto tendría que tenerlos a la vista.
El HUD mostraba pequeñas protuberancias en el horizonte proyectado, la cortina exterior de los destructores, los Udaloys y Sovremennys. El oficial a cargo de la reunión previa al vuelo les había mostrado fotografías y siluetas de los buques de guerra. ¡Bip! Chilló su receptor de emisiones que significaban amenaza. Un radar guía de misiles, de banda X, acababa de barrer sobre su avión para perderlo enseguida, y en ese momento estaba tratando de recuperar el contacto. Richardson encendió su equipo ECM (contramedidas electrónicas) para interferir las ondas del enemigo. En ese momento los destructores estaban a cinco millas de distancia solamente. Cuarenta segundos. «Manténgase estúpidos, camaradas», pensó.
Empezó a maniobrar bruscamente con su avión, saltando hacia arriba, abajo, izquierda, derecha, sin seguir un orden particular. Era sólo un juego, pero no tenía sentido hacerles las cosas más fáciles a los soviéticos. De haber sido real, sus Hogs estarían resplandecientes detrás de un enjambre de misiles antirradar, y acompañados por aviones Wild Weasel que estarían tratando de desorganizar y destruir el sistema soviético de control de misiles. En ese momento las cosas estaban moviéndose bastante rápido. Uno de los destructores de la cortina se alzó amenazante en su ruta, y él tuvo que patear ligeramente el timón de dirección para pasar por el costado del buque, a unos cuatrocientos metros. Poco más de tres mil metros hasta el Kirov… dieciocho segundos.
El sistema HUD mostraba una imagen intensificada. La estructura piramidal de la torre de radares y mástil del Kirov estaba llenando su parabrisa. Alcanzó a ver las luces parpadeantes de señales por todas partes en el crucero de batalla. Richardson aplicó más timón de dirección a la derecha. Debían pasar dentro de los trescientos metros del buque, ni más ni menos. Su Hog pasaría como un rayo por la proa, los otros lo harían por la popa y uno a cada lado. No quería cortar distancias. El mayor controló que los comandos de sus bombas y su cañón estuvieran en la posición de seguridad. No tenía sentido dejarse llevar más allá de lo debido. Aproximadamente en ese momento —en un ataque real— él dispararía su cañón, y un chorro de proyectiles perforaría el liviano blindaje del depósito de misiles de proa del Kirov haciendo explotar los misiles SAM y crucero en una inmensa bola de fuego, y cortando trozos de la superestructura como si fuera papel de diario.
A uno quinientos metros de distancia, el jefe de la escuadrilla estiró el brazo para armar el dispositivo de lanzamiento de las bengalas, instalado junto al LANTIRN.
¡Ya! Movió la llave interruptora y se desprendieron seis bengalas de magnesio de alta intensidad colgando de sus paracaídas. Los cuatro aviones de la escuadrilla Linebacker actuaron con diferencias de pocos segundos. De pronto el Kirov se encontró dentro de una caja de luz de magnesio blanco-azulada. Richardson llevó hacia atrás la palanca e inclinó su avión en un viraje ascendente hasta sobrepasar el crucero de batalla. La brillante luz lo deslumbró, pero pudo ver las elegantes líneas del buque de guerra soviético en momentos en que realizaba un cerrado viraje en un mar de enfurecidas olas, mientras sus hombres corrían por cubierta como hormigas.
Si esto hubiera sido en serio, todos ustedes estarían muertos ahora… ¿comprenden el mensaje?
Richardson apretó el interruptor de su transmisor.
—Jefe Linebacker a Sentry-Delta —llamó abiertamente—. Robin Hood, repito Robin Hood. Escuadrilla Linebacker, aquí el jefe, cierren sobre mí la formación. Volvemos a casa.
—Escuadrilla Linebacker, aquí Sentry-Delta. ¡Sobresaliente! —respondió el controlador—. Les informo que el Kiev tiene un par de Forgers en el aire, treinta millas al este y se dirigen hacia ustedes. Tendrán que apurarse para agarrarlos. Les informaremos. Corto.
Richardson hizo rápida y mentalmente algunos cálculos aritméticos. Probablemente no iban a poder alcanzarlos, pero si lo hacían, doce Phantom del Grupo Interceptor de Combate 107, estaban listos para el caso.
—¡Diablos, jefe! —Linebacker 4, el fumigador ocupó rápidamente su posición—. ¿Vio como nos apuntaban esos pavos? Malditos sean, ¡como les movimos la jaula!
—Atentos con los Forgers —los previno Richardson, sonriendo de oreja a oreja dentro de la máscara de oxígeno. ¡Pilotos de segunda línea, al demonio!
—Déjelos que vengan —replicó Linebacker 4—. Si alguno de esos hijos de puta se me acerca… a mí y a mi treinta, ¡será el último error que cometa en su vida! —El Cuatro era demasiado agresivo para el gusto de Richardson, pero el hombre sabía volar muy bien su Hog.
—Escuadrilla Linebacker, aquí Sentry-Delta. Los Forger han virado y se vuelven. Ya no tienen problemas. Corto.
—Comprendido y corto. Muy bien, escuadrilla, ahora tranquilos rumbo a casa. Creo que nos hemos ganado la paga del mes —Richardson miró bien para asegurarse de que estaba en una frecuencia abierta—. Señoras y señores, les habla el comandante José Amistoso —dijo, haciendo la broma que utilizaban en relaciones públicas de su línea aérea, y que se había convertido en tradición en el 175—. Espero que hayan disfrutado de su vuelo, y muchas gracias por haber volado en Warthog Air.
El Kirov.
En el Kirov, el almirante Stralbo corrió desde el centro de informaciones de combate hasta el puente de mando, demasiado tarde. Habían detectado a los aviones que incursionaban en vuelo bajo a sólo un minuto de la cortina exterior. La caja de luz de las bengalas ya había quedado detrás del crucero de batalla, algunas de ellas aún ardían en el agua. Los tripulantes del puente, pudo verlo, estaban desconcertados.
—Camarada almirante, sesenta o setenta segundos antes de que estuvieran sobre nosotros —informó el comandante del buque—, estábamos siguiendo en los radares a la fuerza de ataque que orbitaba, y estos cuatro (creemos, cuatro) entraron a gran velocidad por debajo de nuestra cobertura de radar. A pesar de las contramedidas electrónicas que utilizaron teníamos a dos de ellos en las computadoras de nuestros misiles.
Stralbo arrugó el entrecejo. Ese logro no era suficientemente bueno, ni estaba cerca de serlo. Si el ataque hubiera sido real, el Kirov habría resultado severamente averiado, como mínimo. Los norteamericanos cambiarían muy contentos un par de aviones de combate por un crucero nuclear. Si todos los aviones norteamericanos atacaban así…
—¡Es fantástica la arrogancia de los norteamericanos! —exclamó indignado el zampolit de la flota.
—Fue una estupidez provocarlos —observó Stralbo con amargura—. Yo sabía que iba a ocurrir algo como esto, pero yo lo esperaba del Kennedy.
—Aquello fue una equivocación, un error del piloto —replicó el oficial político.
—Ciertamente, Vasily. ¡Pero esto no fue una equivocación! Ellos sólo nos enviaron un mensaje, diciéndonos que estábamos a mil quinientos kilómetros de sus costas sin una adecuada cobertura aérea, y que ellos tienen más de quinientos aviones de combate esperando para saltar sobre nosotros desde el oeste. Mientras tanto, el Kennedy está en el este acechándonos como un zorro rabioso. Nuestra posición no es nada atractiva.
—Los norteamericanos no serían tan impetuosos.
—¿Está seguro de eso, camarada oficial político? ¿Seguro? ¿Y qué si alguno de sus aviones comete un «error del piloto»? ¿Y si hunde uno de nuestros destructores? ¿Y qué si el Presidente norteamericano llama a Moscú por línea directa para disculparse, antes de que nosotros podamos siquiera informar del incidente? Ellos juran que fue un accidente y prometen castigar al estúpido piloto… ¿y después qué? ¿Usted cree que es tan fácil saber lo que piensan los imperialistas estando nosotros tan cerca de sus costas? Yo no. Yo creo que están rezando para tener la más mínima excusa para saltar sobre nosotros. Venga a mi camarote. Debemos considerar esto.
Los dos hombres caminaron hacia popa. El camarote de Stralbo era espartano. La única decoración que había sobre la pared era un grabado de Lenin hablando a los Guardias Rojos.
—¿Cuál es nuestra misión, Vasily? —preguntó Stralbo.
—Dar apoyo a nuestros submarinos, ayudarlos a realizar la búsqueda…
—Exactamente. Nuestra misión es de apoyo, no de conducir operaciones ofensivas. Los norteamericanos no nos quieren aquí. Objetivamente, puedo comprenderlo perfectamente. Con todos nuestros misiles somos una amenaza para ellos.
—Pero nuestras órdenes no son de amenazarlos —protestó el zampolit—. ¿Por qué habríamos de querer atacar su país?
—Y, por supuesto, ¡los imperialistas reconocen que nosotros somos pacíficos socialistas! ¡Vamos, Vasily, éstos son nuestros enemigos! Es natural que no confíen en nosotros. Y es natural que ellos quieran atacarnos, cuando tengan la menor excusa. Están ya interfiriendo en nuestra búsqueda, simulando que nos ayudan. No nos quieren aquí… y si damos ocasión para que nos provoquen con sus actos agresivos, caemos en su trampa. —El almirante bajó la mirada fijando los ojos en su escritorio—. Y bien, vamos a cambiar eso. Ordenaré a la flota paralizar cualquier acción que pueda parecer agresiva en lo más mínimo. Finalizaremos todas las operaciones aéreas que vayan más allá de los patrullajes locales. No acosaremos a las unidades de su flota que estén cerca. Utilizaremos solamente los radares normales de navegación.
—¿Y?
—Y nos tragaremos nuestro orgullo y seremos tan sumisos como los ratones. Y cualquiera sea la provocación que nos hagan, no reaccionaremos ante ella.
—Camarada almirante, algunos llamarán a eso cobardía —advirtió el zampolit.
Stralbo lo estaba esperando.
—Vasily, ¿es que no comprende? Simulando que nos atacan, ya nos han convertido en víctimas. Nos obligan a activar nuestros sistemas de defensa más modernos y secretos, de manera que ellos puedan reunir inteligencia sobre nuestros radares y sistemas de control de fuego. Examinan las performances de nuestros aviones de combate y helicópteros, la maniobrabilidad de nuestros buques y, lo principal, nuestro mando y control. Pondremos fin a eso. Nuestra misión primaria es demasiado importante. Si continúan provocándonos, actuaremos como si nuestra misión fuera verdaderamente pacífica, como que lo es en cuanto a ellos interesa, y declararemos enérgicamente nuestra inocencia. Y los hacemos aparecer a ellos como agresores. Si continúan provocándonos, observaremos para ver cómo son sus tácticas, y no les daremos nada en retribución. ¿O preferiría usted que ellos nos impidieran llevar a buen término nuestra misión?
EL zampolit dio su consentimiento hablando entre dientes. Si fracasaban en su misión, la acusación de cobardía pasaría a ser un asunto de poca importancia. Si encontraban el submarino renegado, serían héroes sin importar cualquier otra cosa que hubiera pasado.
El Dallas.
¿Cuánto tiempo hacía que estaba de servicio? Jones se lo preguntaba. Podría haberlo comprobado bastante fácilmente apretando el botón de su reloj digital, pero el sonarista no quería hacerlo. Sería demasiado deprimente. «Yo y mi bocaza… Puede estar seguro, jefe, ¡mierda!», juró para sí mismo. Había detectado el submarino a una distancia de unas veinte millas, tal vez, y apenas le había parecido tenerlo… y el maldito Océano Atlántico tenía tres mil millas de ancho, por lo menos sesenta diámetros de huella. En ese momento iba a necesitar más que suerte. Bueno, por lo menos había conseguido con ello una ducha estilo Hollywood. Ordinariamente, una ducha en un buque pobre en agua potable significaba unos pocos segundos para mojarse y un minuto, más o menos, para enjabonarse; después seguían unos pocos segundos más para quitarse el jabón. Los hombres quedaban limpios, pero no era muy satisfactorio. A los más viejos les gustaba decir que era todo un adelanto con respecto a otras épocas. Pero en esas épocas, les contaba Jones, los marinos tenían que tirar de los remos… o correr con diesel y baterías, que era más o menos lo mismo. Una ducha Hollywood es algo en lo que un marino empieza a pensar después de unos cuantos días de navegación. Se deja correr el agua, una larga y continua corriente de agua maravillosamente caliente. El capitán de fragata Mancuso acostumbraba otorgar esa sensual recompensa a quienes cumplían alguna actuación que superaba el nivel normal. Hacía que la gente tuviera algo concreto por qué trabajar. En su submarino era imposible gastar dinero extra, y no había cerveza ni mujeres. Viejas películas; estaban haciendo un esfuerzo en ese sentido. La biblioteca de la nave no era mala, cuando había tiempo para elegir entre el revoltijo. Y el Dallas tenía un par de computadoras Apple y unas docenas de programas de juegos para diversión. Jones era el campeón del submarino en el «Choplifter», y el «Zork». Las computadoras también se usaban con fines de entrenamiento, naturalmente, para práctica de exámenes y aprendizaje programado de textos, lo que consumía la mayor parte del tiempo en uso.
El Dallas estaba patrullando en una zona situada al este de los Grand Banks. Cualquier buque que transitara la Ruta Uno tendía a pasar por allí. Estaba navegando a cinco nudos, arrastrando el sonar de remolque BQR-15. Habían tenido toda clase de contactos. Primero, la mitad de los submarinos de la Marina rusa habían pasado velozmente, algunos de ellos rastreados por submarinos norteamericanos. Un Alfa los pasó rozando a más de cuarenta nudos y a unos tres mil metros de distancia. Habría sido muy fácil, pensó Jones en ese momento. El Alfa hacía tanto cuido que cualquiera podría haberlo oído poniendo un vaso contra el casco, y él había tenido que bajar al mínimo los amplificadores para evitar que el ruido le destrozara los oídos. Una lástima que no hubieran podido disparar. El cálculo había sido tan simple, la solución de fuego tan fácil que podría haberlo resuelto un chico con una antigua regla de cálculos. Ese Alfa había sido un plato servido. Después llegaron corriendo los Víctor, luego los Charlie y finalmente los November. Jones había estado escuchando buques de superficie con rumbo hacia el oeste, muchos de ellos navegando a veinte nudos aproximadamente, produciendo toda clase de ruidos mientras luchaban con las olas. Estaban muy lejos y no le interesaban.
Hacía más de dos días que trataban de detectar ese blanco en particular, y Jones sólo había dormido a intervalos menos de una hora. «Bueno, para eso me paga», reflexionaba sencillamente. No era la primera vez que hacía algo como eso, pero se había sentido feliz al terminarlo.
El dispositivo de remolque de gran abertura estaba en el extremo de un cable de trescientos metros. Jones lo llamaba pesca de ballenas. Además de ser el dispositivo de sonar más sensible con que contaban, protegía al Dallas de los incursores que lo siguieran. Ordinariamente, el sonar de un submarino trabaja en cualquier dirección excepto hacia atrás, una zona llamada cono de silencio, o los deflectores. El BQR-15 cambiaba esa situación. Jones había oído con él toda clase de cosas, submarinos y buques de superficie continuamente, aviones en vuelo bajo en alguna ocasión. Cierta vez, durante un ejercicio frente a Florida, oyó un ruido que no pudo identificar y el comandante levantó el periscopio para ver de qué se trataba: eran pelícanos que se zambullían. Otra vez, cerca de las Bermudas, habían encontrado ballenas copulando, que hacían un ruido impresionante. Jones tenía una cinta grabada de ese ruido para uso personal en tierra: algunas mujeres lo encontraban muy interesante, desde cierto y pervertido punto de vista. Sonrió para sí mismo.
Había una considerable cantidad de ruidos de superficie. Los procesadores de señales filtraban la mayor parte de ellos, y cada tantos minutos Jones los eliminaba de su canal, para asegurarse de que no estaban filtrando demasiado. Las máquinas eran tontas; Jones se preguntó si el SAPS estaría dejando que algo de esa anómala señal se perdiera dentro de los chips de la computadora. Ése era el problema con las computadoras; en realidad, un problema con la programación: uno le decía a la máquina que hiciera algo, y ella se pondría a hacerlo para algo equivocado. Jones se divertía a veces trabajando en programas. Conocía algunas personas de la Universidad que diseñaban programas de juegos para computadoras personales; uno de ellos estaba ganando mucho dinero con Sierra OnLine Systems…
«Soñando despierto otra vez», se reprendió a sí mismo. No era fácil estar horas esperando oír algo que no llegaba. Habría sido una buena idea, pensó, dejar que los sonaristas leyeran mientras estaban de servicio. Su sentido común le decía que no debía siquiera sugerirlo. El señor Thompson podría aceptarlo, pero el comandante y todos los oficiales más antiguos eran tipos estrictos, con la acostumbrada regla de hierro: Vigilarás en todo momento y con absoluta concentración todos los instrumentos. Jones no creía que eso fuera muy inteligente. Era muy distinto con los sonaristas. Se consumían demasiado fácilmente. Para combatirlo, Jones tenía sus cintas de música y sus juegos. Era capaz de dejarse llevar hasta perderse con cualquier clase de diversión, especialmente el «Choplifte». El hombre debe tener algo donde dejar que su mente se pierda, por lo menos una vez al día. Y en algunos casos en servicio. Hasta los conductores de camiones —personas difícilmente intelectuales— tenían radiocasete para evitar los efectos hipnóticos. Pero los marinos de un submarino nuclear, que costaba casi mil millones…
Jones se inclinó hacia adelante, apretando con fuerza los auriculares contra sus orejas. Arrancó de su cuaderno una página de garabatos y apuntó la hora en una nueva página. Después hizo algunos ajustes en sus controles de ganancia —que estaban ya cerca del máximo de la escala— y desconectó otra vez los procesadores. La cacofonía del ruido de superficie le rompió casi la cabeza. Jones lo toleró durante un minuto, trabajando con los controles manuales de enmudecimiento para filtrar lo peor del ruido de alta frecuencia «¡Ajá!», se dijo Jones. «Tal vez el SAPS me está confundiendo un poco…, es demasiado pronto para decirlo con seguridad».
Cuando en la escuela de sonar examinaron por primera vez a Jones con ese equipo, sintió un ardiente deseo de enseñárselo a su hermano, que tenía una licenciatura en ingeniería eléctrica y trabajaba como consultor en la industria de grabación. Tenía once patentes a su nombre. Los equipos del Dallas le habrían hecho saltar los ojos de sus órbitas. Los sistemas de la Marina para digitalizar el sonido estaban años delante de cualquier técnica comercial. Una lástima que fuera todo secreto junto con el equipo nuclear…
—Señor Thompson —dijo Jones con calma, sin mirar a su alrededor—, ¿puede pedirle al comandante si es posible que viremos un poquito más hacia el este y reduzcamos la velocidad uno o dos nudos?
—Jefe. —Thompson salió al corredor para transmitir la petición. En quince segundos se habían impartido las órdenes sobre nuevo rumbo y reducción de velocidad. Y diez segundos después, Mancuso estaba en el sonar.
El comandante había estado ansiando eso. Fue evidente dos días antes que su antiguo contacto no había actuado como se esperaba, no había recorrido la ruta o no había reducido en ningún momento la velocidad. El capitán de fragata Mancuso se equivocó en algo al hacer su apreciación… ¿se había equivocado también al estimar el rumbo del visitante? ¿Y qué significaba si su amigo no había recorrido la ruta? Jones lo estuvo pensando desde mucho antes. Era un submarino lanzamisiles. Los comandantes de los submarinos lanzamisiles nunca viajan muy rápido.
Jones estaba sentado como de costumbre, encorvado sobre su mesa, con la mano izquierda levantada pidiendo silencio mientras el equipo de remolque alcanzaba exactamente un azimut este-oeste en el extremo de su cable. Su cigarrillo se quemaba en el cenicero. Un grabador de carrete abierto estaba operando continuamente en la sala del sonar; sus cintas se cambiaban cada hora y se guardaban para un posterior análisis en tierra. Junto a él había otro, cuyas grabaciones se usaban a bordo del Dallas para reexaminar los contactos. Jones estiró el brazo y lo puso en marcha, después se volvió para ver a su comandante que lo estaba mirando. La cara de Jones se iluminó con una débil y cansada sonrisa.
—Sí —susurró.
Mancuso le señaló el altavoz. Jones sacudió la cabeza.
—Es muy débil, señor. Yo apenas pude captarlo. Hacia el norte, en general, según creo, pero necesito un poco más de tiempo para eso. —Mancuso miró la aguja de intensidad, que Jones tocaba con unos golpecitos. Estaban en cero… casi. Cada cincuenta segundos aproximadamente la aguja saltaba, un poquito. Jones tomaba notas furiosamente—. ¡Los malditos filtros del SAPS están borrando parte de esto! ¡Necesitamos amplificadores más suaves y mejores controles de filtros manuales! —escribió.
Mancuso pensó que todo eso era casi ridículo. Estaba observando a Jones como había observado a su mujer cuando tuvo a Dominic, y tomando el tiempo entre los saltos de aguja como había tomado el tiempo entre las contracciones de su mujer. Pero esa comparación no era emocionante. La comparación que él usaba para explicar eso a su padre se refería a la emoción que uno siente el primer día de la temporada de caza, cuando se oye el susurro de las hojas y uno sabe que no es un hombre el que está haciendo el ruido. Pero esto era mejor que aquello. Estaba cazando hombres, hombres como él, en una nave como la suya…
—Se hace más fuerte, jefe —Jones se echó hacia atrás y encendió un cigarrillo—. Viene hacia aquí. Le calculo un rumbo de tres-cinco-cero, tal vez un poco más, como tres-cinco-tres. Todavía débil, pero es nuestro muchacho. Lo agarramos —Jones decidió arriesgarse con una impertinencia. Se había ganado cierta tolerancia—. ¿Lo esperamos, o lo cazamos, señor?
—Lo esperamos. No tiene sentido aparecérsele como un fantasma. Lo dejamos que entre despacito y bien cerca, mientras nosotros hacemos nuestra famosa imitación de un agujero en el agua, después lo seguimos pisándole los talones durante un tiempo. Quiero otra cinta con este dispositivo, y quiero que la BC-10 procese un registro del SAPS. Use la instrucción para evitar los algoritmos del procedimiento. Quiero que este contacto se analice, no que se interprete. Procéselo cada dos minutos. Quiero que su marca quede grabada, digitalizada, doblada, afinada y mutilada. Quiero saber todo lo que haya sobre él, sus ruidos de propulsión, la señal que produce su planta, las obras; quiero saber exactamente quién es.
—Es un ruso, señor —observó Jones.
—Pero ¿qué ruso? —sonrió Mancuso.
—Comprendido, jefe —respondió Jones. Estaría de servicio otras dos horas, pero el final estaba a la vista. Casi. Mancuso se sentó y tomó unos auriculares de reserva, luego robó un cigarrillo a Jones. Hacía un mes que estaba tratando de dejar de fumar. Tendría más suerte en tierra.
HMS Invincible.
Ryan tenía puesto en ese momento un uniforme de la Marina Real. Eso era temporal. Otra muestra de la rapidez con que había sido dispuesto ese trabajo era que tenía solamente un uniforme y dos camisas. En ese momento estaban limpiando toda su ropa y, entretanto, estaba usando unos pantalones ingleses y un suéter. Típico, pensó; nadie sabe siquiera que estoy aquí. Lo habían olvidado. No había mensajes del Presidente —aunque nunca había esperado recibirlos— y Painter y Davenport se sentirían felices de olvidar que él había estado alguna vez en el Kennedy. Greer y el juez estarían probablemente dedicados a una y otra maldita tontería, quizá bromeando entre ellos sobre Jack Ryan porque estaba realizando un crucero de placer a expensas del gobierno.
No era un crucero de placer. Jack había vuelto a descubrir su vulnerabilidad para el mareo. El Invincible estaba frente a Massachussets, esperando a la fuerza rusa de superficie y cazando vigorosamente los submarinos rojos en la zona. Navegaban en círculos, en un mar que no se apaciguaba. Todo el mundo estaba ocupado… excepto él. Los pilotos volaban dos veces por día o más, adiestrándose con sus compañeros de la Marina y la Fuerza Aérea de Estados Unidos que trabajaban desde bases en la costa. Los buques practicaban tácticas de combate de superficie. Como había dicho el almirante White durante el desayuno, las acciones se habían desarrollado hasta convertirse en una buenísima ampliación del NIFTHY DOLPHIN. A Ryan no le gustaba ser un supernumerario. Todos eran muy amables, naturalmente. En realidad, la hospitalidad era casi abrumadora. Tenía acceso al centro de mando, y cuando observaba cómo cazaban submarinos los británicos, le explicaban todo con tanto detalle que finalmente comprendía la mitad de las cosas.
Por el momento se encontraba solo y leyendo en el camarote de White, que se había convertido en su hogar permanente a bordo. Con previsión, Ritter había puesto en su maletín un estudio de Estado Mayor de la CIA. EL título era: «Niños extraviados: un perfil psicológico de los desertores del bloque oriental», y consistía en un documento de trescientas páginas redactado por un comité de psicólogos y psiquiatras que trabajaban con la CIA y otras agencias de inteligencia para ayudar a los desertores a establecerse en medio del estilo de vida norteamericano y, Ryan estaba seguro, ayudándoles en la CIA a detectar puntos de riesgo. No porque hubiera muchos de éstos, sino que siempre existían dos lados en todo lo que hacía la Compañía.
Ryan tuvo que admitir para sus adentros que el tema era muy interesante. Él no había pensado nunca en las circunstancias que hacen un desertor, suponiendo que sucedían suficientes cosas del otro lado de la cortina de hierro como para que cualquier persona racional quisiera aprovechar cualquier clase de oportunidad que tuviera para correr al oeste. Pero no era tan simple, leyó, absolutamente nada simple. Cada uno de los que venían era un individuo perfectamente único. Mientras que alguno podía reconocer las iniquidades de la vida bajo el comunismo y anhelar justicia, libertad religiosa, una oportunidad para desarrollarse como persona, otro podía querer simplemente hacerse rico; habiendo leído cómo los codiciosos capitalistas explotan a las masas, decidía que ser un explotador tenía sus ventajas. Ryan encontró eso interesante aunque cínico.
Otro tipo de desertor era el falso, el impostor, alguien implantado en la CIA como una pieza viviente de desinformación. Pero esa clase de individuo podía resultar un arma de doble filo. Finalmente podía ocurrir que se convirtieran en genuinos desertores. También era posible que Estados Unidos, sonrió Ryan, fuera bastante seductor para alguien acostumbrado a la vida gris de la Unión Soviética. Pero los «implantados» eran en su mayoría peligrosos enemigos. Por esa razón, jamás se confiaba en un desertor. Jamás. Un hombre que había cambiado de país una vez podría hacerlo otra vez. Hasta los idealistas tenían dudas y grandes remordimientos de conciencia por haber desertado de su madre patria. En una nota a pie de página, un médico comentaba que el castigo más doloroso para Aleksandr Solzhenitsyn era el exilio. Como patriota estar con vida lejos de su hogar era un tormento mayor que vivir en un gulag. A Ryan eso le pareció curioso, pero suficiente como para ser verdad.
El resto del documento se refería al problema de lograr su definitivo compuesto asentamiento. No eran pocos los desertores soviéticos que se habían suicidado después de unos años. Algunos, simplemente porque no habían sido capaces de enfrentarse a la libertad, como el caso de los internados en prisiones por largos períodos, que a menudo fracasan por no tener un cerrado control sobre sus vidas y cometen nuevos delitos con la esperanza de volver a la seguridad de aquel ambiente. Con los años, la CIA había desarrollado un protocolo para tratar ese problema y un gráfico en uno de los apéndices mostraba que los casos graves de inadaptación iban disminuyendo marcadamente. Ryan se tomó su tiempo para leer. Mientras cursaba su doctorado en historia, en la Universidad de Georgetown, había aprovechado parte de su tiempo libre para asistir a algunas clases de psicología. Salió de allí con la visceral sospecha de que los especialistas no sabían en realidad mucho de nada que se reunían y coincidían en algunas ideas al azar que luego todos usarían… Su mujer también decía eso ocasionalmente. Caroline Ryan, instructora clínica en cirugía oftálmica en un programa de intercambio en el Hospital St. Guy’s, en Londres, opinaba que todo estaba convenido de antemano. Si alguien tenía un ojo enfermo, ella lo arreglaría o no lo arreglaría. Un cerebro era diferente decidió Jack después de leer por segunda vez el documento, y cada desertor debía ser tratado como un individuo y manejado con cuidado por un comprensivo experto designado en exclusiva para el caso y que tuviera tanto el tiempo como la inclinación para dedicarse a él adecuadamente. Se preguntó si él sería bueno para eso.
—¿Aburrido, Jack? —preguntó el almirante White entrando en el camarote.
—No exactamente, almirante. ¿Cuándo estableceremos contacto con los soviéticos?
—Esta noche. Sus muchachos, Jack, les han hecho pasar algo más que un mal rato por aquel incidente del Tomcat.
—Bravo. Tal vez la gente se despierte antes de que ocurra algo realmente malo.
—¿Usted cree que se despertarán? —White se sentó.
—Bueno, almirante si ellos están buscando verdaderamente un submarino perdido, sí. Si no significa que están aquí con otros propósito, y yo me he equivocado. Y lo que es peor, creo que tendré que vivir con ese error… o morir con él.
Centro Médico Naval de Norfolk.
Tait ya se sentía mejor. El doctor Jameson se había hecho cargo durante varias horas y eso le había permitido encogerse en un sofá en la sala de médicos por cinco horas. Ésa parecía ser la mayor cuota de sueño que podía disfrutar de costumbre de un solo tirón, pero era suficiente como para que su aspecto fuera indecentemente más compuesto y jovial que el del resto del personal del piso. Hizo una rápida llamada telefónica y le enviaron desde abajo un poco de leche. Siendo mormón, Tait evitaba todo lo que tuviera cafeína —café, té, hasta bebidas colas— y aunque ese tipo de autodisciplina era poco frecuente en un médico, y menos en un oficial uniformado, él apenas pensaba en ello, excepto en raras ocasiones, cuando señalaba los beneficios en materia de longevidad que eso significaba para sus hermanos de práctica. Tait bebió su leche y se afeitó en el cuarto de baño, saliendo de allí listo para afrontar otro día.
—¿Alguna novedad sobre la exposición de radiación, Jamie?
—El laboratorio radiológico había informado.
—Trajeron un oficial especialista en técnicas nucleares y él inspeccionó las ropas. Había una posible contaminación de veinte rads, no suficiente como para producir efectos fisiológicos evidentes. Pienso que puede haber ocurrido que la enfermera tomó la muestra de sangre de la parte posterior de la mano. Las extremidades todavía podrían haber estado sufriendo la contracción vascular. Eso podría explicar la cuenta blanca reducida. Puede ser.
—¿Cómo está él, además de eso?
—Mejor. No mucho, pero mejor. Creo que tal vez el Keflin está —actuando—. El doctor abrió la cartilla del paciente. —La cuenta blanca se está recuperando. Hace dos horas le inyecté una unidad de sangre pura. El análisis de sangre está aproximándose a los límites normales. La presión sanguínea es de cien y sesenta y cinco pulso noventa y la temperatura hace diez minutos era de 38,2° C; ha estado fluctuando durante varias horas. El corazón está muy bien. En realidad, creo que va a salvarse, a menos que surja algo inesperado. —Jameson recordó que en los casos de hipotermia extrema, lo inesperado puede demorar un mes o más en aparecer.
Tait examinó la cartilla, y recordó cómo había sido él años atrás. Un joven y brillante médico igual que Jamie, convencido de que quería curar al mundo. Era un buen sentimiento, y resultaba lamentable que la experiencia —en su caso de dos años en Danang— lo hiciera desaparecer. Sin embargo, Jamie tenía razón; allí había suficientes adelantos como para que las posibilidades del paciente se presentaran considerablemente mejor.
—¿Qué están haciendo los rusos? —preguntó Tait.
—Por el momento, Petchkin tiene la guardia. Cuando llegó su turno y tuvo que ponerse la ropa esterilizada… ¿sabe que puso al capitán Smirnov a vigilar sus ropas, como si esperara que le robáramos algo?
Tait explicó que Petchkin era un agente de la KGB.
—¿En serio? A lo mejor tiene un arma escondida —bromeó Jameson—. Si la tiene será mejor que tenga cuidado. Tenemos tres infantes de marina aquí con nosotros.
—¿Infantes de marina? ¿Para qué?
—Olvidé decírselo. Un periodista descubrió que teníamos aquí un ruso y trató de escabullirse hasta la planta. Lo detuvo una enfermera. El almirante Blackburn se enteró y enloqueció. Toda la planta bloqueada. ¿Cuál es el secreto tan importante?
—No lo sé, pero deberá ser así. ¿Qué piensa de este tipo Petchkin?
—No sé. Nunca había conocido a un ruso. No sonríen demasiado. Por la forma en que están haciendo turnos para vigilar al paciente, cualquiera pensaría que esperan que lo matemos.
—¿O tal vez que él diga algo que ellos no quieren que oigamos? —se preguntó Tait—. ¿Usted no tuvo la sensación de que ellos podrían tener interés en que no viva? ¿Recuerda cuando no querían decirnos qué submarino era el suyo?
Jameson lo pensó.
—No. Se supone que los rusos hacen de todo un secreto, ¿no es así? De cualquier manera, Smirnov lo dijo.
—Vaya a dormir un poco, Jamie.
—Comprendido, jefe. —Jameson se alejó hacia la sala de estar.
«Les preguntamos qué clase de submarino era», pensó Tait, «queriendo decir si se trataba de uno nuclear o no». ¿No habrán pensado que les preguntábamos si era un submarino lanzamisiles? Eso tiene sentido, ¿no? Sí. Un submarino lanzamisiles frente a nuestra costa, y toda esta actividad en el Atlántico Norte. Tiempo de Navidad. ¡Santo Dios! Si tuvieran intención de hacerlo, lo harían justo ahora, ¿no es cierto?, Caminó por el hall. Una enfermera salió de la habitación con una muestra de sangre para llevar al laboratorio. Lo hacían cada hora, y daba oportunidad a Petchkin para quedar a solas con el paciente por unos minutos.
Tait dio la vuelta en la esquina del corredor y vio a Petchkin a través de la ventana, sentado en una silla junto al ángulo de la cama y observando a su compatriota, que estaba todavía inconsciente. Tenía puestas las ropas esterilizadas. Diseñadas para que las vistieran con urgencia, eran reversibles con un bolsillo en cada lado de modo que el cirujano no tuviera que perder tiempo para ver si estaban al derecho o al revés. Mientras Tait lo estaba observando, Petchkin buscó algo metiendo la mano por el borde del cuello que era bajo.
—¡Oh, Dios! —Tait corrió dando vuelta a la esquina y pasó como una bala por la puerta de vaivén. La mirada de sorpresa de Petchkin cambió a una expresión de asombro cuando el doctor le dio un golpe en la mano quitándole un cigarrillo y el encendedor; después volvió a cambiar a un gesto de indignación cuando se sintió levantado de la silla y arrojado hacia la puerta. Tait era el más pequeño de los dos, pero su violenta explosión de energía fue suficiente como para lanzar al hombre fuera de la habitación—. ¡Seguridad! —gritó Tait.
—¿Qué significa esto? —preguntó, furioso, Petchkin. Tait lo mantenía aferrado con un abrazo. Enseguida oyó los pasos que corrían hacia el hall.
—¿Qué pasa, señor? —Un cabo infante de marina, sin aliento y con una Colt 45 en la mano derecha patinó sobre el piso de baldosas hasta detenerse.
—¡Este hombre acaba de intentar matar a mi paciente!
—¡Qué! —La cara de Petchkin estaba de color carmesí.
—Cabo, ahora su puesto es junto a esa puerta. Si este hombre intenta entrar en esa habitación, usted se lo impedirá a toda costa. ¿Comprendido?
—¡Comprendido, señor! —El cabo miró al ruso—. Señor, ¿quiere separarse por favor de la puerta?
—¿Qué significa este atropello?
—Señor, sepárese de la puerta, ahora mismo. —El infante de marina guardó la pistola en la pistolera.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —Era Ivanov, que había captado lo suficiente como para formular la pregunta en voz baja y desde tres metros de distancia.
—Doctor, ¿usted quiere que su marinero viva, o no? —preguntó Tait, tratando de dominarse.
—Qué… por supuesto, queremos que sobreviva. ¿Cómo puede preguntar eso?
—Entonces, ¿por qué el camarada Petchkin intentó matarlo hace un momento?
—¡Yo no hice semejante cosa! —gritó Petchkin.
—¿Qué fue lo que hizo exactamente? —preguntó Ivanov.
Antes de que Tait pudiera responder, Petchkin habló rápidamente en ruso, luego cambió al inglés.
—Yo había metido la mano porque tenía deseos de fumar, eso es todo. No tengo ninguna arma. No quiero matar a nadie. Solamente quería sacar un cigarrillo.
—Tenemos avisos de No Fumar en toda la planta, excepto en el hall de entrada… ¿usted no los vio? Usted estaba en una habitación de terapia intensiva, con un paciente que está recibiendo oxígeno al ciento por ciento, el aire y las ropas de cama están saturados de oxígeno, ¡y usted estaba a punto de encender su maldito encendedor! —El doctor difícilmente juraba—. Oh, seguro, usted se habría quemado un poco, y todo habría parecido un accidente… ¡y ese chico estaría muerto! Yo sé quién es usted, Petchkin, y no creo que sea tan estúpido. ¡Váyase de mi planta!
La enfermera, que había estado observando todo, entró en la habitación del paciente. Salió con un paquete de cigarrillos, dos de éstos sueltos, un encendedor plástico de gas, y una mirada de curiosidad en la cara.
Petchkin estaba pálido.
—Doctor Tait, le aseguro que yo no tenía semejante intención. ¿Qué dice usted que hubiera ocurrido?
—Camarada Petchkin —dijo Ivanov lentamente en inglés—, se habría provocado una explosión y un incendio. No se puede poner una llama cerca del oxígeno.
—¿Nichevo? —Petchkin por fin tomó conciencia de lo que había hecho. Había esperado que la enfermera se marchara. La gente de medicina nunca deja fumar si uno pregunta. Él ignoraba lo primero sobre hospitales, y como agente de la KGB estaba acostumbrado a hacer lo que quería. Empezó a hablar con Ivanov en ruso. El médico soviético parecía un padre escuchando al hijo en su explicación sobre un vidrio roto. Su respuesta fue enérgica.
Por su parte, Tait empezó a preguntarse si no habría tenido una reacción exagerada… Para empezar, cualquiera que fumara era un idiota.
—Doctor Tait —dijo Petchkin finalmente—. Le juro que yo no tenía idea sobre este asunto del oxígeno. Quizá sea un tonto.
—Enfermera —Tait se volvió—, no dejaremos a este paciente sin atención de nuestro personal en ningún momento, nunca. Haga venir a un enfermero a buscar las muestras de sangre y cualquier otra cosa. Si usted tiene que ir al lavabo, consiga primero un sustituto.
—Sí, doctor.
—No haga más tonterías por aquí, señor Petchkin. Si usted vuelve a vulnerar el reglamento, señor, lo haré retirar de la planta definitivamente. ¿Me comprende?
—Será como usted dice, doctor, y permítame, por favor, que me disculpe.
—Usted no se mueve de aquí —dijo Tait al infante de marina. Se alejó caminando y moviendo la cabeza con enojo; furioso con los rusos, avergonzado consigo mismo, deseando estar de vuelta en el Bethesda, adonde pertenecía, y lamentando no saber jurar e insultar de forma coherente. Bajó a la primera planta en el ascensor de servicio y pasó cinco minutos buscando al oficial de inteligencia que había volado hasta allí con él. Por último lo encontró en una sala de entretenimientos, jugando al Pac Man. Se reunieron en la oficina vacía del administrador del hospital.
—¿Usted realmente creyó que estaba tratando de matar al tipo? —preguntó incrédulo el capitán de fragata.
—¿Qué otra cosa podría haber pensado? —preguntó Tait—. ¿Qué piensa usted?
—Yo creo que sólo cometió una estupidez. Ellos quieren vivo a ese chico… no, primero quieren que hable, más de lo que le interesa a usted.
—¿Cómo lo sabe?
—Petchkin llama a su embajada a cada hora. Tenemos intervenidos los teléfonos, naturalmente. ¿Qué le parece?
—¿Y si es un truco?
—Si es tan buen actor debería estar en el cine. Usted mantenga vivo a ese chico, doctor, y déjenos el resto. Pero es una buena idea tener cerca al infante. Eso los pondrá un poco nerviosos. Bueno… ¿cuándo estará consciente?
—Imposible decirlo. Todavía está con un poco de fiebre, y muy débil. ¿Por qué quieren que hable? —preguntó Tait.
—Para saber en qué submarino estaba. El contacto de Petchkin en la KGB lo largó por teléfono… ¡descuidado! ¡Muy descuidado! Deben de estar realmente preocupados por esto.
—¿Sabemos nosotros qué submarino era?
—Por supuesto —dijo con picardía el oficial de inteligencia.
—Entonces, ¿qué está sucediendo, por amor de Dios?
—No puedo decirlo, doctor. —El capitán de fragata sonrió como si supiera, aunque estaba tanto en la oscuridad como todos los demás.
Astilleros Navales de Norfolk.
El USS Scamp se hallaba en el muelle. Una elevada grúa depositó el Avalon en su armazón de apoyo. El comandante observaba con impaciencia desde lo alto de la torreta. Lo habían llamado, con su submarino, cuando estaba cazando un par de Víctor, y eso no le gustaba en lo más mínimo. El comandante del submarino de ataque sólo había cumplido un ejercicio con el vehículo de rescate de inmersión profunda pocas semanas antes, y justo en ese momento tenía mejores cosas que hacer que jugar a la mamá ballena con ese maldito juguete inútil. Además, el hecho de tener el minisubmarino asentado sobre el pozo de escape de popa le iba a quitar diez nudos de su velocidad máxima. Y habría que alojar y dar de comer a cuatro hombres más. El Scamp no era grande como para eso. Por lo menos, eso le iba a servir para conseguir buena comida. El Scamp llevaba fuera cinco semanas cuando llegó la orden de llamada.
Las existencias de hortalizas frescas estaban agotadas, y aprovecharon la oportunidad para que les enviaran alimentos frescos al muelle. La gente se cansa rápido de la ensalada de judías. Esa noche tendrían verdadera lechuga, tomates, maíz fresco en vez del de lata. Pero todo eso no compensaba el hecho de que estaban los rusos por allí para preocuparse.
—¿Todo asegurado? —gritó el comandante en la cubierta de popa.
—Sí, señor, estamos listos cuando usted lo esté —respondió el teniente Ames.
—Sala de máquinas —llamó el comandante por el intercomunicador— quiero que estén atentos al telégrafo en diez minutos.
—Estamos listos ya, jefe.
Un remolcador de puerto esperaba para ayudarlos en la maniobra de separación del muelle. Ames llevaba las órdenes para ellos, otra cosa que disgustaba al comandante. Seguramente no iban a seguir cazando, menos con ese condenado Avalon atado allá en la popa.
El Octubre Rojo.
—Mire esto, Svyadov —señaló Melekhin—, voy a enseñarle cómo piensa un saboteador.
El teniente se acercó y miró. El jefe de máquinas estaba señalando una válvula de inspección en el intercambiador de calor. Antes de dar cualquier explicación, Melekhin se dirigió al teléfono del mamparo.
—Camarada comandante, habla Melekhin. Lo encontré. Necesito que se detenga el reactor durante una hora. Podemos operar el caterpillar con baterías, ¿no?
—Por supuesto, camarada jefe de máquinas —dijo Ramius—. Proceda inmediatamente.
Melekhin se volvió hacia el oficial ayudante de máquinas.
—Detenga el reactor y conecte las baterías a los motores del caterpillar.
—De inmediato, camarada. —El oficial empezó a operar los controles.
El tiempo transcurrido hasta hallar la pérdida había sido una carga para todos. Una vez hecho el descubrimiento de que los contadores Geiger estaban saboteados y Melekhin y Borodin los habían reparado, comenzó una completa revisión de todos los sectores del reactor, una tarea diabólicamente difícil. Nunca habían tenido ningún problema de una pérdida mayor de vapor, de lo contrario Svyadov habría empezado a buscarla con un palo de escoba; hasta una diminuta pérdida podía con toda facilidad afeitar un brazo. Razonaron que tenía que ser una pequeña pérdida en la parte de baja presión del sistema. ¿O no? Era el no saberlo lo que preocupó a todos.
La inspección hecha por el jefe de máquinas y el oficial ejecutivo duró no menos de ocho horas, durante las cuales habían vuelto a detener el reactor. Eso cortaba la energía eléctrica en todo el buque, excepto las luces de emergencia y los motores del caterpillar. Hasta los sistemas de aire habían dejado de funcionar. Y eso provocaba las murmuraciones de la tripulación, aun para sus adentros.
El problema era que Melekhin aún podía encontrar la pérdida, y cuando el día anterior revelaron las plaquetas, ¡no había nada en ellas! ¿Cómo era posible eso?
—Venga. Svyadov, dígame lo que ve. —Melekhin volvió al lugar y señaló.
—La válvula de prueba de agua. —Se abría solamente en puerto, cuando el reactor estaba frío, y se usaba para limpiar con chorros el sistema de enfriamiento y para controlar buscando contaminaciones de agua nada frecuentes. La cosa era tosca y nada notable, una válvula resistente con una rueda grande. El conducto debajo de ella, y debajo de la parte presurizada de la tubería, estaba atornillado, en vez de estar soldado.
—Una llave grande, por favor, teniente. —Melekhin ya está montando la lección, pensó Svyadov. Era el más lento de los maestros cuando trataba de comunicar algo importante. Svyadov regresó con una llave de un metro de largo. El jefe de máquinas esperó hasta que la planta estuviera completamente cerrada, luego controló dos veces un manómetro para asegurarse de que las tuberías estaban despresurizadas. Era un hombre cuidadoso. Colocó la llave en la junta y la hizo girar. Salió fácilmente.
—Como usted ve, camarada teniente, los hilos de rosca del caño siguen hacia arriba hasta entrar realmente en la cubierta de la válvula. ¿Por qué se permite esto?
—Los hilos de rosca están en la parte de afuera de la tubería, camarada. La válvula soporta por sí misma la presión. La junta que está atornillada es simplemente una espita direccional. La naturaleza de la unión no compromete el circuito de presión.
—Correcto, una junta de rosca no es suficientemente fuerte para la presión total de la planta. —Melekhin desenroscó la junta con la mano hasta sacarla. Estaba perfectamente torneada, los hilos de la rosca todavía brillantes desde el trabajo original de la máquina—. Y ahí está el sabotaje.
—No comprendo.
—Alguien pensó esto con mucho cuidado, camarada teniente. —La voz de Melekhin mostraba en parte admiración, en parte ira—. Con la presión normal de operación, es decir, a velocidad de crucero, el sistema está presurizado a ocho kilogramos por centímetro cuadrado, ¿correcto?
—Sí, camarada, y a toda potencia la presión es un noventa por ciento mayor. —Svyadov sabía eso de memoria.
—Pero raramente llegamos a la potencia máxima. Lo que tenemos aquí es una sección final de la serpentina de vapor. Pues bien, aquí han perforado un pequeño agujero, menor que un milímetro. Mire. —Melekhin se inclinó para examinarlo él mismo. Svyadov se alegró de mantenerse a distancia—. Ni siquiera un milímetro. El saboteador sacó la junta, perforó el agujero y la puso de nuevo. Ese diminuto agujerito permite escapar una minúscula cantidad de vapor, pero sólo en forma muy lenta. El vapor no puede subir, porque la junta apoya contra el reborde. ¡Mire este trabajo de máquinas! ¡Es perfecto, lo ve, perfecto! Por lo tanto, el vapor no puede escapar hacia arriba. Solamente puede forzar su salida a lo largo de los hilos de la rosca, dando una y otra vuelta, para escapar finalmente por el interior de la tubería. Justo lo suficiente. Lo suficiente como para contaminar este compartimiento en mínima escala. —Melekhin levantó la mirada—. Alguien actuó con mucha inteligencia. La suficiente como para saber exactamente cómo funciona este sistema. Cuando tuvimos que reducir la potencia antes para buscar la pérdida, no había presión suficiente en la serpentina como para forzar a lo largo de los hilos de la rosca, y no podíamos encontrar la pérdida. Solamente hay presión suficiente a los niveles de potencia normal, pero si se sospecha que hay una pérdida se aumenta la potencia del sistema. Y si nosotros hubiéramos dado potencia máxima, ¿quién puede saber lo que hubiera pasado? —Melekhin sacudió con admiración la cabeza—. Alguien fue muy, muy astuto. Espero encontrarlo. Ah, cómo espero conocer a este astuto individuo. Porque cuando lo conozca, agarraré un buen par de pinzas grandes de acero… —la voz de Melekhin bajó hasta en un susurro— ¡y le arrancaré las pelotas! Alcánceme el equipo pequeño de soldadura eléctrica, camarada. Esto puedo arreglarlo yo mismo en pocos minutos.
El capitán de navío Melekhin era tan bueno como su palabra. No dejó a nadie que se acercara a su trabajo. Era su planta, y su responsabilidad. Svyadov, una vez más, se alegraba de eso. Puso un pequeñísimo trozo de acero inoxidable sobre la falla y lo limó con herramientas de joyero, para proteger la rosca. Luego aplicó un sellador a base de goma en los hilos de la rosca y atornilló la junta en su lugar. Todo el procedimiento le llevó veintiocho minutos según el reloj de Svyadov. Como le habían dicho en Leningrado, Melekhin era el mejor ingeniero en submarinos.
—Una prueba de presión estática, ocho kilogramos —ordenó al oficial ayudante de máquinas.
El reactor fue reactivado. Cinco minutos después la presión se había elevado hasta la potencia normal. Melekhin sostuvo un contador debajo de la tubería durante diez minutos… y no hubo ninguna indicación, ni siquiera en la posición número dos. Se dirigió al teléfono para informar al comandante que la pérdida estaba arreglada.
Melekhin hizo volver al compartimiento a los hombres de tropa para colocar las herramientas en sus lugares.
—¿Vio cómo se hace, teniente?
—Sí, camarada. ¿Era suficiente esa pérdida como para causar nuestra contaminación?
—Obviamente.
Svyadov tuvo sus dudas acerca de eso. Los sectores del reactor no eran otra cosa que una colección de tuberías y uniones, y un sabotaje tan pequeño como ése no pudo haber tomado mucho tiempo. ¿Qué pasaría si otras bombas de tiempo como ésa estaban escondidas en el sistema?
—Quizás usted se preocupa demasiado, camarada —dijo Melekhin—. Sí, yo lo he considerado. Cuando lleguemos a Cuba haré una prueba estática a toda potencia para controlar el sistema completo, pero por el momento no creo que sea una buena idea. Continuaremos el ciclo de guardias de dos horas. Existe la posibilidad de que uno de nuestros propios hombres sea el saboteador. Si así fuera no dejaré gente en estos sectores el tiempo suficiente como para cometer más daños. Vigile de cerca a la tripulación.