En el Control del SOSUS, en Norfolk, el cuadro se estaba poniendo, cada vez más difícil. Sencillamente, Estados Unidos no tenía la tecnología necesaria como para rastrear submarinos en las profundas cuencas oceánicas. Los receptores del SOSUS estaban principalmente desplegados en puntos de estrechamiento de aguas poco profundas, en el fondo de cordilleras submarinas y en las mesetas. La estrategia de los países de la OTAN era consecuencia directa de su imitación tecnológica. En una guerra importante con los soviéticos, la OTAN utilizaría la barrera SOSUS de Groenlandia-Islandia-Reino Unido como un gigantesco cable, un sistema de alarma para ladrones. Los submarinos aliados y los aviones de patrullaje antisubmarino tratarían de descubrir, atacar y destruir a los submarinos soviéticos cuando se aproximaran a la barrera y antes de que pudieran cruzar las líneas.
Sin embargo, nadie había esperado que la barrera pudiera detener más de la mitad de los submarinos atacantes, y los que lograran deslizarse a través de ella tendrían que ser tratados de otra manera. Las profundas cuencas oceánicas eran sencillamente demasiado grandes y demasiado profundas —la profundidad promedio era de más de tres mil metros— como para poder cubrirlas con sensores, como lo estaban los estrechamientos en aguas de poca profundidad. Ese hecho producía un doble efecto. La misión de la OTAN sería mantener el Puente Atlántico y continuar el comercio transoceánico; y la misión soviética obvia sería interferir ese tráfico. Los submarinos tendrían que distribuirse en el enorme océano para cubrir las muchas rutas posibles de los convoyes. De manera que, la estrategia de la OTAN detrás de las barreras del SOSUS, era reunir grandes convoyes, cada uno de ellos rodeado por destructores, helicópteros y aviones de ala fija. Los elementos de escolta intentarían establecer una burbuja de protección, de unas cien millas de ancho. Los submarinos enemigos no podrían sobrevivir dentro de esa burbuja; en caso de que hubieran entrado les darían caza y los destruirían. De lo contrario serían ahuyentados a bastante distancia como para que el convoy pudiera pasar rápidamente. De manera que, mientras el SOSUS estaba diseñado para neutralizar una enorme y determinada extensión de mar, la estrategia para la cuenca profunda se basaba en la movilidad una zona de protección móvil para la vital navegación del Atlántico Norte.
En conjunto era una estrategia sensata, pero que no podía probarse bajo condiciones de cierto realismo y, desgraciadamente, inútil por completo en ese momento. Con todos los Alfa y Víctor soviéticos ya cerca de la costa, y los últimos Charlie, Echoe y November apenas llegando a sus posiciones, la pantalla maestra que miraba atentamente el capitán de fragata Quentin ya no estaba llena de discretos puntitos rojos sino que en ese momento había grandes círculos. Cada punto o círculo señalaba la posición de un submarino soviético. Un círculo representaba una posición estimada, calculada según la velocidad con que el submarino podía moverse sin producir ruido como para que fuera localizado por alguno de los muchos sensores desplegados. Algunos círculos tenían diez millas de ancho, otros llegaban a cincuenta; si se quería volver a localizar el submarino era necesario registrar una zona que podía tener desde setenta y ocho hasta dos mil millas cuadradas. Pero los condenados submarinos eran ya demasiados.
Dar caza a los submarinos era el principal trabajo del P-3C Orion. Cada Orion llevaba sonoboyas, equipos de sonar pasivo y activo que podían desplegarse desde el aire dejándolos caer desde la panza del avión. Al detectar algo, la sonoboya pasaba la información a su avión madre y luego se hundía automáticamente, para evitar caer en manos enemigas. Las sonoboyas tenían limitada energía eléctrica y, por lo tanto, limitado alcance. Y lo peor: su cantidad era limitada. El inventario de sonoboyas estaba ya reduciéndose en forma alarmante, y pronto habría que prescindir de su uso. Además, cada P-3C llevaba un equipo llamado FLIR, exploradores infrarrojos orientados al frente, que podían identificar la señal térmica de un submarino nuclear; y otro denominado MAD, detector de anomalías magnéticas, capaz de localizar las perturbaciones causadas en el campo magnético de la tierra por una gran masa de metal ferroso como unos seiscientos metros hacia la derecha e izquierda del curso del avión y, para eso, el avión debía volar a baja altura, consumiendo más combustible y limitando el alcance visual de exploración de los tripulantes. EL FLIR tenía aproximadamente las mismas limitaciones.
De manera que, la tecnología utilizada para localizar un blanco detectado anteriormente por el SOSUS, o para «peinar», un discreto sector de océano preparando el pasaje de un convoy, no estaba sencillamente a la altura de lo que se hubiera necesitado para efectuar al azar una búsqueda en el océano profundo.
Quentin se inclinó hacia adelante. Un círculo acababa de convertirse en un punto. Un P-3C había lanzado una carga explosiva de sondeo y localizado un submarino de ataque, clase Echo, quinientas millas al sur de Grand Banks. Durante una hora tenían una solución de tiro casi exacta sobre ese Echo; escribieron su nombre en los torpedos Mark 46 de guerra antisubmarina del Orion.
Quentin bebió un trago de café. Su estómago se rebeló ante la cafeína adicional, recordando el abuso de cuatro meses de espantosa quimioterapia. Si hubiera de producirse una guerra, ésa era una de las formas en que podría iniciarse. Sus submarinos se detendrían, todos al mismo tiempo, quizás exactamente como en ese momento. No andarían rondando para destruir convoyes en medio del océano, sino que los atacarían más cerca de la costa, como lo habían hecho los alemanes… y todos los sensores norteamericanos estarían colocados donde no prestaban ninguna utilidad. Una vez que se detenían, los puntos crecían a círculos, cada vez más amplios, haciendo más difícil la tarea de hallar a los submarinos. Con sus máquinas en silencio, los submarinos serían trampas invisibles para las naves mercantes que pasaban y los buques de guerra que navegaban a toda máquina para llevar abastecimientos vitales a los hombres que estaban en Europa. Los submarinos eran como el cáncer. Exactamente iguales a la enfermedad que él apenas había derrotado en parte. Navíos invisibles y malignos que hallaban un lugar, se detenían allí para infectarlo y, en su pantalla, las malignidades crecían hasta que eran atacadas por los aviones que él controlaba desde esa sala. Pero no podía atacarlos en ese momento. Solamente vigilar.
—PK EST 1 IORA — ADELANTE —escribió en la consola de su computadora.
—23 —contestó de inmediato la computadora.
Quentin gruñó. Veinticuatro horas antes, PK, probabilidad de una destrucción, había sido de cuarenta… cuarenta destrucciones probables en la primera hora después de obtener una autorización para abrir fuego. En ese momento era apenas la mitad de eso, y esa cifra había que tomarla con pinzas, porque suponía que todo iba a funcionar, feliz estado de cosas que únicamente existe en la ficción. Pronto, apreció, la cifra estaría debajo de diez. Eso no incluía las destrucciones de submarinos amigos que estaban rastreando a los rusos bajo órdenes estrictas de no revelar sus posiciones. Sus ocasionales aliados en los Sturgeon, Permit y Los Angeles, estaban practicando su propio juego de guerra antisubmarina, según sus propias reglas. Una raza diferente. Trató de pensar en ellos como amigos, pero nunca funcionó del todo. En sus veinte años de servicio naval, los submarinos habían sido siempre los enemigos. En la guerra serían enemigos útiles, pero en una guerra, estaba ampliamente reconocido que no existía nada semejante a un submarino amistoso.
Un B-52.
La tripulación del bombardero sabía exactamente dónde se encontraban los rusos. Desde hacía varios días habían estado vigilándolos los Orion de la Marina y los Sentry de la Fuerza Aérea y, el día anterior, se había dicho los soviéticos habían enviado un caza armado desde el Kiev hasta el Sentry más cercano. Posiblemente una misión de ataque, probablemente no, pero en cualquiera de los casos había sido una provocación.
Cuatro horas antes, el escuadrón de catorce aviones había salido en vuelo desde Plattsburg, Nueva York a las tres y media de la madrugada, dejando atrás las negras estelas del humo de escape, ocultas en la oscuridad previa al amanecer. Cada aeronave llevaba su carga completa de combustible y doce misiles cuyo peso total era mucho menor que el calculado para la carga completa de bombas del B-52. Esa circunstancia proporcionaba largo alcance a los aviones.
Que era exactamente lo que necesitaban. Saber dónde estaban los rusos era sólo la mitad de la batalla. Dar con ellos era la otra. El perfil de la misión era simple en concepto, aunque bastante más difícil en su ejecución. Como habían aprendido en algunas misiones sobre Hanoi —en las cuales habían participado los B-52 y recibido daño de misiles SAM superficie-aire— el mejor método para atacar un blanco bien defendido era converger de todos los puntos del compás al mismo tiempo «como los brazos envolventes de un oso enfurecido», el comandante del escuadrón lo había explicado en la reunión previa al vuelo, dando rienda suelta a su naturaleza poética. La mitad del escuadrón tuvo entonces rumbos directos a su blanco; la otra mitad tenía que efectuar un rodeo, teniendo cuidado de mantenerse alejados del cubrimiento efectivo del radar todos debían virar exactamente a la hora prevista.
Los B-52 habían virado diez minutos antes, por orden del Sentry que apoyaba la misión. El piloto había agregado un desvío. Su rumbo hacia la formación soviética llevó su bombardero al espacio aéreo de una ruta comercial. Al hacer su viraje, cambió la posición del transponder IFF, identificación de amigo o enemigo de su punto normal a internacional. Estaba cincuenta millas detrás de un 747 comercial, treinta millas delante de otro y en los radares soviéticos, los tres productos Boeing aparecerían exactamente iguales…, inofensivos.
Todavía estaba oscuro en la superficie. No había indicación alguna de que los rusos se hubieran alertado ya. Sus aviones de combate sólo estaban capacitados para vuelo VFR, según los reglamentos para vuelo con visibilidad, y el piloto imaginó que despegar y aterrizar en un portaaviones en la oscuridad era algo sumamente arriesgado, doblemente con mal tiempo.
—Jefe —llamó por el intercomunicador el oficial de guerra electrónica—, estamos recibiendo emisiones de bandas L y S. Están justo donde se suponía que debían estar.
—Entendido. ¿Suficiente para un retorno nuestro?
—Afirmativo, pero ellos probablemente creen que estamos volando en PanAm. Nada de control de fuego todavía, solamente exploración aérea de rutina.
—¿Distancia al blanco?
—Uno-tres-cero millas.
Ya era casi la hora. El perfil de vuelo era tal que todos iban a alcanzar el círculo de las ciento veinticinco millas en el mismo momento.
—¿Todo listo?
—Seguro, jefe…
El piloto aflojó su tensión un minuto más, esperando la señal del avión de apoyo.
—FLASHLIGHT, FLASHLIGHT, FLASHLIGHT. —La señal de urgencia llegó a través del canal digital de la radio.
—¡Ahí está! Vamos a hacerles saber que estamos aquí —ordenó el comandante de la aeronave.
—Muy bien. —El oficial de guerra electrónica levantó la cubierta de plástico transparente que protegía el conjunto de interruptores y diales que controlaban los sistemas de contramedidas del avión. Primero conectó la llave que daba energía a los sistemas. Eso llevó unos pocos segundos. Los equipos electrónicos del B-52 eran todos relativamente antiguos, producto de la excelente generación técnica de la década de los setenta, de lo contrario el escuadrón no sería parte de la universidad de los jóvenes. Pero eran buenas herramientas de enseñanza, y el teniente esperaba con ansias el traslado a los nuevos B-1B, que ya empezaban a salir de la línea de montaje de Rockwell, en California. Desde hacía diez minutos, los equipos electrónicos de apoyo contenidos en dispositivos externos agregados al morro del bombardero y a las puntas de las alas, habían estado grabando las señales de los radares soviéticos, clasificando sus frecuencias exactas, ritmos de repetición de los pulsos, potencias y las características particulares individuales de cada transmisor. El teniente era nuevo en este trabajo. Era un graduado reciente de la escuela de guerra electrónica, primero en su clase. Ante todo consideró qué debía hacer, después eligió un método de contramedida, no el mejor para él, de una variedad de opciones memorizadas.
El Nikolayev.
A ciento veinticinco millas de distancia, en el crucero de la clase Kara Nikolayev un michman encargado de radar estaba examinando algunos «blips» que parecían hallarse en círculo alrededor de su formación naval. En un instante su pantalla estaba cubierta por veinte manchas fantasmales que trazaban locas trayectorias en diversas direcciones. Dio un grito de alarma, repetido un segundo más tarde, como un eco, por otro camarada operador. El oficial de guardia se acercó rápidamente para controlar la pantalla.
Para cuando él llegó allí, el método de contramedida había cambiado y en ese momento había seis líneas dispuestas como los rayos de una rueda que rotaban lentamente alrededor de un eje central.
—Registre las señales —ordenó el oficial.
En ese momento eran borrones, líneas y chispas.
—Más de un avión, camarada. —El michman trataba febrilmente de buscar las frecuencias adecuadas.
—¡Alarma de ataque! —gritó otro michman. Su receptor de emisiones especiales acababa de captar las señales de equipos aéreos de radares de búsqueda, del tipo usado para adquirir blancos para los misiles aire-superficie.
El B-52.
—Tenemos blancos enormes —informó el oficial de armamento del B-52—. Tengo cerrado el cálculo de tiro sobre los tres primeros pájaros.
—Entendido —dijo el piloto—. Mantenga por diez segundos más.
—Diez segundos —contestó a su vez el oficial—. Cerrando interruptores ya.
—Muy bien, corte las contramedidas.
—Contramedidas cortadas.
El Nikolayev.
—Los radares de búsqueda de misiles se han interrumpido —informó el oficial del centro de informaciones de combate al comandante del crucero que acababa de llegar desde el puente. Alrededor de ellos, la dotación del Nikolayev corría para ocupar sus puestos de combate—. Las contramedidas también han cesado.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó el comandante. Su hermoso y elegante crucero había sido amenazado desde un cielo limpio y claro… ¿y de pronto estaba todo bien?
—Por lo menos ocho aviones enemigos estaban en círculo alrededor de nosotros.
El comandante examinó la pantalla de búsqueda aérea de banda S, ahora normal. Había numerosos «blips», señales luminosas, en su mayor parte de aeronaves civiles. Sin embargo, el medio círculo de los otros tenía que ser hostil.
—¿Podrían haber disparado misiles?
—No, camarada comandante, los habríamos detectado. Ellos interfirieron nuestros radares de búsqueda durante treinta segundos, y nos iluminaron con sus propios sistemas de búsqueda durante veinte. Después de eso, todo terminó.
—¡Vaya! ¿Nos provocan y ahora pretenden que no ha pasado nada? —gruñó el comandante—. ¿Cuándo estarán dentro del alcance de nuestros SAM?
—Estos dos y este otro entrarán en la zona de alcance dentro de cuatro minutos, si no cambian de rumbo.
—Ilumínelos con nuestro sistema de control de misiles. Vamos a darles una lección a esos bastardos.
El oficial dio las instrucciones necesarias, preguntándose quién estaba enseñando qué a quién. Seiscientos metros más arriba que uno de los B-52 volaba un EC-135, cuyos sensores electrónicos computarizados estaban grabando todas las señales del crucero soviético y separándolas para estudiar la mejor forma de interferirlas. Era la primera observación buena al nuevo sistema de misiles SA-N-8.
Dos F-14 Tomcats.
El número de código doble cero pintado en el fuselaje distinguía al Tomcat como el avión personal del comandante del escuadrón; el as de espadas negro en la cola de doble timón de dirección indicaba su escuadrón, Combate 41, «Los Ases Negros». El piloto era el capitán de fragata Robby Jackson, y su indicativo de llamada por radio era Espada 1.
Jackson volaba al mando de una sección de dos aviones, bajo la dirección de uno de los E-2C Hawkeye del Kennedy. El E-2C era una diminuta versión de la Marina correspondiente a los grandes aviones provistos de radares de advertencia temprana, los AWACS, que usaba la Fuerza Aérea. Era un avión biturbohélice, hermano cercano del COD y cuya protuberancia de radome lo hacía aparecer como un avión aterrorizado por un OVNI. El tiempo era malo —con una de esas depresiones normales para el Atlántico Norte en diciembre— pero esperaban una mejora al volar hacia el oeste. Jackson y su numeral, el teniente de corbeta Bud Sánchez, iban cruzando nubes que parecían casi sólidas y, en cierta forma, habían abierto un poco la formación. La visibilidad era muy reducida, y ambos recordaban que cada Tomcat llevaba una tripulación de dos hombres y tenía un precio de más de treinta millones de dólares.
Estaban haciendo lo que mejor hace el Tomcat. Interceptor de todo tiempo, el F-14 tiene alcance transoceánico, velocidad Mach 2, y un sistema de control de fuego operado por radar y computadora que puede detectar y atacar seis blancos por separado con misiles aire-aire de largo alcance Phoenix. Cada avión llevaba en ese momento dos de ellos y un par de AIM-9M Sidewinder buscadores de calor. Su presa era una escuadrilla de YAK-36 Forger, los malditos caza V/STOL, de despegue y aterrizaje corto, que operaban desde el portaaviones Kiev. Después de hostilizar al Sentry el día anterior, Iván había resuelto acercarse a la fuerza del Kennedy, guiado, sin duda, por informadores de un satélite de reconocimiento. Los aviones soviéticos se habían quedado cortos, ya que su radio de acción era cincuenta millas menor que lo necesario para avistar al Kennedy. Washington decidió que Iván se estaba poniendo demasiado atrevido sobre ese lado del océano. El almirante Painter había recibido permiso para retribuir el favor, en forma hasta cierto punto amistosa.
Jackson se imaginaba que él y Sánchez podían dominar la situación, aunque los sobrepasaran en número. Ningún avión soviético, y menos que todos el Forger, era equivalente al Tomcat… y con seguridad que no, si estoy yo en los mandos, pensó Jackson.
—Espada Uno, su blanco está a las doce del reloj para usted y a su mismo nivel; distancia veinte millas —informó la voz de Hummer Uno, el Hawkeye que se encontraba cien millas atrás. Jackson no respondió el habitual comprendido.
—¿Tiene algo, Chris? —preguntó a su oficial interceptor de radar, teniente de fragata Christiansen.
—Algún flash ocasional, pero nada importante. —Ellos buscaban a los Forger con sistemas pasivos solamente, en ese caso un sensor infrarrojo.
Jackson confiaba en que detectaría a sus blancos con su poderoso radar de control de fuego. Los radares pasivos de los Forger lo captarían de inmediato, informando a sus pilotos que su sentencia de muerte estaba escrita… sólo faltaba firmarla.
—¿Y qué hay del Kiev?
—Nada. El grupo del Kiev se halla bajo total control de emisión.
—Precioso —comentó Jackson. Estimó que la incursión del Comando Aéreo Estratégico sobre el grupo Kirov-Nikolayev les habría enseñado a ser más cuidadosos. Por lo general no se conocía que los buques de guerra se privaran de utilizar sus sistemas de radares, con esa medida de protección llamada EMCON, control de emisión. La razón era que una onda de radar podía ser detectada a varias veces la distancia en que era capaz de generar una señal de retorno a su transmisor, y de esa manera podía decir a un enemigo más de lo que decía a sus propios operadores—. ¿Tú crees que estos tipos pueden encontrar su rumbo de vuelta sin ayuda?
—Si no pueden, tú sabes a quién van a echarle la culpa —dijo Christiansen bromeando.
—Seguro —coincidió Jackson.
—Bueno, tengo imagen infrarroja. Las nubes deben de estar estrechándose un poco. —Christiansen estaba concentrado en sus instrumentos, ajeno a la vista exterior desde su cabina.
—Espada Uno, aquí Hummer Uno, su blanco está a las doce, a su nivel, alcance ahora diez millas. —El informe llegó a través del circuito seguro de radio.
«No está mal, captar la señal de calor de los Forger a través de esta “sopa”», pensó Jackson usando la jerga con que se referían a las nubes espesas, «especialmente si se tiene en cuenta que los motores son pequeños e ineficientes».
—Han encendido los radares, jefe —avisó Christiansen—. El Kiev está usando una Banda-S de búsqueda aérea. Seguro que nos tienen a nosotros.
—Correcto —Jackson apretó la llave de su micrófono—. Espada 2, ilumine los blancos… ya.
—Entendido, jefe —respondió Sánchez. Ya no tenía sentido seguir escondiéndose.
Ambos aviones activaron sus poderosos radares AN/AWG-9. Sólo faltaban dos minutos para interceptar.
Las señales de radar, recibidas por los detectores de cola de los Forger, emitieron un tono musical en los auriculares de los pilotos, que debía apagarse manualmente, y se encendía una luz roja de advertencia en los paneles de control.
La Escuadrilla Kingfisher.
—Escuadrilla Kingfisher, aquí Kiev —llamó el oficial de operaciones aéreas del portaaviones—. Tenemos dos cazas norteamericanos que se les acercan por atrás a gran velocidad.
—Entendido. —El jefe de escuadrilla ruso miró en su espejo. Había tenido la esperanza de evitar eso, aunque en realidad no lo esperaba. Sus órdenes eran no iniciar ninguna acción a menos que les dispararan a ellos. En ese momento salían de las nubes al cielo claro. Qué lástima, él se habría sentido más seguro entre las nubes.
El piloto del Kingfisher 3, teniente Shavrov, estiró el brazo para armar sus cuatro Atoll. «Esta vez no, yanqui», pensó.
Los Tomcats.
—Un minuto, Espada Uno, en cualquier momento tendría que tener contacto visual —llamó Hummer Uno.
—Entendido… ¡Ahí vamos! —Jackson y Sánchez salieron al cielo claro. Los Forger estaban delante, a unas pocas millas, y los doscientos cincuenta nudos de ventaja en la velocidad hacían que la distancia fuera disminuyendo rápidamente.
«Los pilotos rusos están manteniendo una bonita formación cerrada», pensó Jackson.
—Espada 2, vamos a encender los posquemadores cuando le diga. Tres, dos, uno, ¡ya!
Ambos pilotos adelantaron los aceleradores y conectaron los posquemadores, que enviaron combustible crudo a los tubos de cola de los nuevos motores F-110. Los aviones dieron un salto hacia adelante impulsados por el repentino doble empuje y pasaron rápidamente por Mach 1.
La Escuadrilla Kingfisher.
—Kingfisher, alerta, alerta, los Amerikantsi han aumentado la velocidad —les avisó el Kiev.
El Kingfisher 4 se volvió en su asiento. Vio a los Tomcat atrás, a una milla aproximadamente, con sus formas de flechas dobles avanzando delante de estelas de humo negro. La luz del sol provocó un brillante reflejo sobre una de las cabinas, y produjo un efecto parecido al relámpago de un…
—¡Están atacando!
—¿Qué? —El jefe de la escuadrilla miró otra vez su espejo—. Negativo, negativo… ¡Mantengan la formación!
Los Tomcat rugieron quince metros más arriba, y las explosiones sónicas que venían arrastrando sonaron violentamente. Shavrov actuó obedeciendo exclusivamente al instinto resultante de su entrenamiento de combate. Dio un tirón a la palanca y disparó los cuatro misiles a los aviones norteamericanos que se alejaban.
—Tres, ¿qué hizo? —inquirió el jefe de la escuadrilla rusa.
—Ellos nos atacaron, ¿no lo oyó? —protestó Shavrov.
Los Tomcat.
—¡Oh, mierda! ¡Escuadrilla Espada, tiene cuatro Atolls detrás de usted! —dijo la voz del controlador del Hawkeye.
—Dos, ¡rompa a la derecha! —ordenó Jackson—. Chris, activa las contramedidas. —Jackson lanzó su avión en un violento viraje evasivo hacia la izquierda. Sánchez rompió hacia el otro lado.
En el asiento posterior al de Jackson, el oficial de intercepción de radar movía llaves interruptoras para activar los sistemas de defensa del avión. En el mismo momento en que el Tomcat se inclinaba en el viraje, se eyectaban de la sección de cola una serie de bengalas y globos, cada uno de ellos era un señuelo infrarrojo o de radar para los misiles que lo perseguían. Los cuatro estaban regulados para dar en el avión de Jackson.
—Espada 2 está libre, Espada 2 está libre. Espada 1, todavía tiene cuatro pájaros que lo persiguen —dijo la voz del Hawkeye.
—Entendido. —El mismo Jackson se sintió sorprendido ante la calma con que lo tomó. El Tomcat estaba volando a más de ochocientas millas por hora, y en aceleración. Se preguntó qué margen le quedaría al Atoll. La luz de advertencia de su radar de cola se encendió.
—¡Dos, persígalos! —ordenó Jackson.
—Entendido, jefe. —Sánchez trepó bruscamente virando, cayó luego en una media vuelta y se lanzó detrás de los cazas soviéticos que se retiraban.
Cuando Jackson viró, dos de los misiles perdieron el cálculo efectuado anteriormente y mantuvieron un rumbo recto hasta perderse en el aire. Un tercero fue atraído por una de las bengalas de señuelo hasta dar contra ella y explotar sin producir daños. EL cuarto mantuvo su cabeza buscadora infrarroja apuntada a los brillantes tubos de cola de Espada 1 hasta alcanzarlos. EL misil impactó contra el avión en la base de la deriva de su timón de dirección del lado de estribor. El caza se sacudió quedando completamente fuera de control. La mayor parte de la fuerza explosiva se expandió cuando el misil atravesó la superficie de boro y salió nuevamente al aire libre. La aleta del timón de dirección fue arrancada totalmente, junto con el estabilizador del lado derecho. El timón de dirección izquierdo tenía muchas perforaciones causadas por fragmentos, que alcanzaron y agujerearon la parte posterior del techo de la cabina y golpearon el casco de Christiansen. Todas las luces de alarma de incendio del motor derecho se encendieron al mismo tiempo.
Jackson oyó una especie de quejido por el intercomunicador. Cerró todas las llaves interruptoras del motor derecho y activó el extintor interno. Después cortó la potencia al motor de babor, que todavía tenía aplicado el posquemador. En ese momento, el Tomcat estaba en tirabuzón invertido. Las alas de geometría variable modificaron el ángulo para adoptar la configuración de baja velocidad. Eso dio a Jackson control de alerones, y se empeñó en volver el avión rápidamente a su posición normal. La altura era de mil doscientos metros. No había mucho tiempo.
—Muy bien, baby —dijo a su avión como queriendo calmarlo. Un rápido chorro de motor le devolvió el control aerodinámico, y el ex piloto de pruebas quiso enderezar su avión… con demasiada brusquedad. La máquina efectuó dos vueltas completas antes de que él pudiera detener la rotación y ponerla en vuelo nivelador.
—¡Te agarré! ¿Estás conmigo, Chris?
Nada. No había forma de que pudiera mirar hacia atrás, y todavía tenía cuatro cazas hostiles detrás de él.
—Espada 2, aquí el jefe.
—Entendido, jefe. —Sánchez tenía en su puntería a los cuatro Forgers. Ellos acababan de disparar a su comandante.
Hummer I.
En el Hummer l, el controlador estaba pensando rápido. Los Forger mantenían la formación, y había un desmesurado parloteo en ruso en el circuito de la radio.
—Espada 2, aquí Hummer 1, retírese, repito, retírese. No haga fuego repito, no debe hacer fuego. Deme su comprendido, Espada 2, Espada 1 está a sus nueve del reloj, seiscientos metros debajo de usted. —El oficial lanzó un juramento y miró a uno de los suboficiales que trabajaban con él.
—Eso fue demasiado rápido, señor; una lástima… demasiado rápido. Tenemos cintas grabadas de los rusos. Yo no las comprendo, pero suena como que los del Kiev están bastante indignados.
—No son los únicos —dijo el controlador, preguntándose si habría hecho lo correcto al ordenar a Espada 2 que se retirara. Ésas no habían sido justamente las malditas ganas que tenía.
Los Tomcats.
La cabeza de Sánchez se levantó en gesto de sorpresa.
—Comprendido, estoy abriéndome. —Su dedo pulgar se apartó del interruptor—. ¡Mierda! —Tiró hacia atrás la palanca, metiendo el Tomcat en un violento rizo—. ¿Dónde está, jefe?
Sánchez llevó su avión hasta ponerlo debajo del de Jackson e hizo un lento viraje en círculo para inspeccionar los daños visibles.
—El fuego está apagado, jefe. El timón de dirección y el estabilizador de la derecha desaparecieron. La aleta de dirección de la izquierda… ¡mierda!, puedo ver a través de ella, pero por ahora parece que no se va a desarmar. Espere un momento, Chris está caído hacia adelante, jefe, ¿puede hablar con él?
—Negativo. Ya lo intenté. Volvamos a casa.
Nada habría complacido más a Sánchez que desintegrar en el aire a los Forger, y con sus cuatro misiles podría haberlo hecho con toda facilidad. Pero, como la mayoría de los pilotos, era altamente disciplinado.
—Comprendido, jefe.
—Espada 1, aquí Hummer l; informe su condición, cambio.
—Hummer 1, llegaremos de vuelta, a menos que se caiga algo más. Dígales que tengan a los médicos en espera. Chris está herido. No sé si será grave.
Les tomó una hora regresar al Kennedy. El avión de Jackson volaba muy mal y no podía mantener el rumbo en ninguna posición en que lo colocara. Tenía que ajustar los compensadores constantemente. Sánchez informó que había visto algún movimiento en el asiento posterior. Tal vez sólo fuera que el intercomunicador se había desconectado, pensó Jackson esperanzado.
Ordenaron a Sánchez que aterrizara primero, de manera que la cubierta estuviese despejada para el capitán Jackson. En la aproximación final el Tomcat fue perdiendo cada vez más los mandos. El piloto luchó con su avión hasta lanzarlo con violencia sobre la cubierta y enganchar el cable número uno. De inmediato se metió la pata del lado derecho del tren de aterrizaje, y el magnífico avión de treinta millones de dólares se deslizó de costado hasta que lo contuvo la barrera que habían levantado. Cien hombres corrieron hacia él desde todas direcciones, llevando equipos extintores de fuego.
El techo de la cabina se levantó con el sistema hidráulico de emergencia. Después de quitarse el correaje, Jackson se movió tan rápido como pudo para alcanzar el asiento posterior. Hacía muchos años que eran amigos.
Chris estaba con vida. La parte anterior de su ropa de vuelo estaba embebida en lo que parecía un litro de sangre, y cuando el primer enfermero le quitó el casco pudo ver que todavía brotaba como accionada por una bomba. El segundo enfermero hizo a un lado a Jackson y colocó un collar cervical al herido. Luego lo levantaron suavemente y lo bajaron para depositarlo en una camilla. Los hombres que la llevaban corrieron hacia la isla. Jackson vaciló un momento y luego los siguió.
Centro Médico Naval de Norfolk.
El capitán Randall Tait, del Cuerpo Médico Naval, avanzó por el corredor para encontrarse con los rusos. Parecía más joven que los cuarenta y cinco años que tenía porque en toda su cabeza cubierta de pelo negro no había el menor signo de canas. Tait era mormón, educado en la Universidad Brigham Young y en la Escuela de Medicina de Stanford, y había ingresado en la Marina porque quería ver el mundo mejor de lo que se podía desde una oficina al pie de las Montañas Wasatch. Su deseo se había cumplido y, hasta ese día, había podido evitar todo aquello que tuviera algún parecido con el servicio diplomático. Como nuevo jefe del Departamento de Medicina en el Centro Médico Naval de Bethesda, él sabía que aquello no podía durar. Pocas horas antes había volado a Norfolk para hacerse cargo del caso. Los rusos habían viajado en automóvil y se habían tomado su tiempo para llegar.
—Buenos días, caballeros. Yo soy el doctor Tait. —Todos se dieron las manos y el teniente que los había acompañado se volvió hacia el ascensor.
—Doctor Ivanov —dijo el más bajo—. Soy el médico de la embajada.
—Capitán Smirnov. —Tait sabía que era el agregado naval ayudante, un oficial de carrera especialista en inteligencia. En el viaje de regreso del helicóptero, un oficial de inteligencia del Pentágono, que estaba en ese momento bebiendo café en la dirección del hospital, se había encargado de dar las explicaciones al doctor.
—Vasily Petchkin, doctor. Yo soy segundo secretario de la embajada. —Este hombre era un oficial de cierta jerarquía de la KGB, un espía «legal», encubierto con un rol de diplomático—. ¿Podemos ver a nuestro hombre?
—Desde luego. ¿Quieren seguirme, por favor? —Tait los condujo a lo largo del corredor. Llevaba veinte horas seguidas de actividad. Ésa era parte de su jurisdicción como jefe de servicio en Bethesda. Todos los casos difíciles le llegaban a él. Una de las primeras cosas que aprende un médico es cómo no dormir.
Todo el piso estaba dedicado a terapia intensiva, ya que el Centro Médico Naval de Norfolk se había construido pensando en los heridos de guerra. La Unidad de Terapia Intensiva Número Tres era una sala rectangular, de unos siete u ocho metros. Las únicas ventanas sobre la pared del corredor y las cortinas se hallaban abiertas. Había cuatro camas, sólo una ocupada, por un hombre joven que se encontraba casi totalmente tapado. Lo único no oculto por la máscara de oxígeno que le tapaba todo el rostro era una revuelta mata de pelo color trigo. El resto del cuerpo estaba completamente envuelto en mantas. Junto a la cama había un soporte para recipientes de vía intravenosa con dos botellas cuyos fluidos se unían mezclándose en una sola línea que desaparecía debajo de las mantas. Al pie de la cama estaba una enfermera vestida como Tait, con ropas color verde quirúrgico; sus ojos, también verdes, parecían clavados en la pantalla del electrocardiógrafo instalado sobre la cabecera del paciente, y sólo bajaban momentáneamente para hacer alguna anotación en su historial. Al otro lado de la cama había una máquina cuya función no resultaba inmediatamente obvia. El hombre estaba inconsciente.
—¿Su condición? —preguntó Ivanov.
—Crítica —replicó Tait—. Ya es un verdadero milagro que haya llegado aquí con vida. Estuvo por lo menos doce horas en el agua, probablemente casi veinte. Aun teniendo en cuenta que tenía puesto un traje de goma para exposición, con esa temperatura del agua y ese ambiente parecería imposible que estuviera vivo. Cuando llegó, su temperatura era de 23,8.º C —Tait sacudió la cabeza—. He leído sobre graves casos de hipotermia, pero éste es el peor que he visto.
—¿Pronóstico? —Ivanov miró hacia el interior de la sala.
Tait se encogió de hombros.
—Es difícil decirlo. Tal vez tenga un cincuenta por ciento de probabilidades, tal vez no. Está extremadamente conmocionado. En lo fundamental es una persona de muy buena salud. Ustedes no pueden verlo desde aquí, pero está en un soberbio estado físico, como un atleta. Tiene un corazón muy fuerte; eso es con probabilidad lo que lo mantuvo con vida el tiempo suficiente como para llegar aquí. Ahora ya tenemos la hipotermia bajo control. El problema es que con la hipotermia se descomponen muchas cosas al mismo tiempo. Tenemos que luchar en una cantidad de batallas separadas pero relacionadas entre sí, contra diferentes enemigos sistemáticos para evitar que destruyan sus defensas naturales. Si algo ha de matarlo, será la conmoción. Para eso lo estamos tratando con electrolitos, como es de rutina, pero va a estar al borde de la muerte durante varios días por lo menos, yo…
Tait levantó la mirada. Otro hombre venía por el hall. Más joven y alto que Tait, tenía puesta una chaqueta blanca de laboratorio sobre sus pantalones verdes. Llevaba un gráfico metálico.
—Caballeros, el doctor-teniente Jameson. Él es el médico que lleva el historial de este caso. Él fue quien recibió al paciente. ¿Qué traes, Jamie?
—La prueba de esputo dio neumonía. Malas noticias. Peor, el análisis de sangre no mejora nada y la cuenta blanca está cayendo.
—Vaya. —Tait se apoyó contra el marco de la ventana y dejó escapar un insulto para sus adentros.
—Aquí está la copia impresa del analizador de sangre. —Jameson alcanzó la gráfica.
—¿Puedo ver eso, por favor? —intervino Ivanov.
—Por supuesto. —Tait mantuvo abierta la gráfica de manera que todos pudieran verla. Ivanov nunca había trabajado con un analizador de sangre por computadora, y demoró unos segundos en orientarse.
—Esto no es bueno.
—De ninguna manera —coincidió Tait.
—Vamos a tener que atacar fuerte esa neumonía —dijo Jameson—. Este chico tiene problemas con demasiadas cosas. Si esa neumonía realmente se agrava… —Sacudió la cabeza.
—¿Keflin? —preguntó Tait.
—Sí. —Jameson sacó del bolsillo una ampolla—. Tanto como pueda tolerar. Me parece que él ya tenía síntomas antes de caer al agua, y he oído que en Rusia se han estado produciendo algunas situaciones de resistencia a la penicilina. Ustedes usan mucho la penicilina allá, ¿no es así? —Jameson miró a Ivanov.
—Correcto. ¿Qué es ese keflin?
—Es algo extraordinario, un antibiótico sintético, que da muy buenos resultados en agotamientos resistentes.
—Ahora mismo, Jamie —ordenó Tait.
Jameson dio la vuelta para entrar en la sala. Inyectó el antibiótico en una botella de 100 cc y la colgó en el soporte.
—Es tan joven… —observó Ivanov—. ¿Trató él a nuestro hombre inicialmente?
—Se llama Albert Jameson. Le decimos Jamie. Tiene veintinueve años, se graduó en Harvard tercero en su clase, y desde entonces ha estado con nosotros. Tiene certificados de especialización en medicina interna y virología. No podría ser mejor. —Tait se dio cuenta de golpe de lo incómodo que se encontraba tratando con los rusos. Su educación y años de servicio naval le habían enseñado que esos hombres eran el enemigo. Eso no importaba. Años atrás había hecho un juramento prometiendo tratar a sus pacientes sin tener en cuenta ninguna otra consideración exterior. ¿Lo creerían ellos? ¿O pensarían que iba a dejar morir al hombre porque era ruso?—. Caballeros, quiero que comprendan una cosa: estamos dando a este hombre el mejor tratamiento que podemos. No nos quedamos con nada. Si hay una manera de devolvérselo con vida, la encontraremos. Pero no puedo hacer ninguna promesa.
Los soviéticos podían verlo. Mientras esperaban instrucciones de Moscú, Petchkin había estado haciendo averiguaciones sobre Tait, y así pudo saber que, a pesar de ser un fanático religioso, era un médico honorable y eficiente, uno de los mejores al servicio del gobierno.
—¿Ha hablado algo? —preguntó Petchkin despreocupadamente.
—No desde que yo estoy aquí. Jamie dice que en cuanto empezaron a hacerlo entrar en calor recobró en parte el sentido y balbuceó durante unos minutos. Nosotros lo grabamos, por supuesto, e hicimos que lo escuchara un oficial que habla ruso. Algo acerca de una muchacha de ojos marrones, pero no tenía ningún sentido. Probablemente su novia… él es un chico bien parecido y seguramente tiene una chica en su país. Pero era todo completamente incoherente. Un paciente en sus condiciones no tiene idea de lo que está ocurriendo.
—¿Podemos escuchar la grabación? —dijo Petchkin.
—Desde luego. Haré que se la envíen.
Jameson salió de la sala.
—Listo. Un gramo de keflin cada seis horas. Espero que dé resultado.
—¿Cómo están sus manos y pies? —preguntó Smirnov. El capitán sabía algo acerca de congelamiento.
—No nos preocupa en lo más mínimo —respondió Jameson—. Le hemos puesto algodón alrededor de los dedos para impedir la maceración. Si sobrevive, en los próximos días se le formarán ampollas y tal vez haya alguna pérdida de tejido, pero ése es el menor de nuestros problemas ¿Ustedes saben cómo se llama? —La cabeza de Petchkin giró bruscamente—. No llevaba ninguna tarjeta de identificación cuando llegó. Sus ropas no tenían el nombre del buque. No tenía billetera ni documentos ni siquiera monedas en los bolsillos. No tiene mayor importancia para su tratamiento inicial pero yo me sentiría mejor si ustedes pudieran conseguir sus antecedentes médicos. Seria bueno saber si tiene alguna clase de alergia o secuelas de enfermedades. No queremos que sufra una conmoción por una reacción alérgica al tratamiento.
—¿Qué ropa tenía puesta? —preguntó Smirnov.
—Un traje de goma para exposición —contestó Jameson—. Los tipos que lo encontraron se lo dejaron puesto, gracias a Dios. Yo se lo quité cortándolo cuando llegó. Debajo de eso, camisa, pantalones, pañuelo. ¿Su gente no usa placas de identificación?
—Sí —respondió Smirnov—. ¿Cómo lo encontraron?
—Por lo que yo he oído, fue pura suerte. Un helicóptero de una fragata que estaba patrullando lo vio en el agua. No tenían equipo de rescate a bordo, de manera que marcaron el sitio con tintura y volvieron a su buque. Un contramaestre se ofreció como voluntario para ir a buscarlo. Cargaron en el helicóptero un bote de goma y volaron de regreso hasta el lugar mientras la fragata acortaba distancias. El contramaestre echó al agua el bote de un puntapié y luego saltó él… cayendo encima del bote. Mala suerte. Se rompió ambas piernas, pero pudo meter en el bote al marinero. Una hora después la fragata lo recogió y los trajeron aquí directamente en el helicóptero.
—¿Cómo está el hombre de ustedes?
—Se pondrá bien. La pierna izquierda no estaba tan mal, pero la tibia derecha estaba completamente astillada. —Jameson continuó hablando—. Va a recuperarse en unos pocos meses. Aunque no podrá bailar mucho por algún tiempo.
Los rusos pensaban que los norteamericanos habían quitado deliberadamente la identificación del hombre. Jameson y Tait sospechaban que él mismo se la había quitado, posiblemente esperando desertar. Tenía en el cuello una marca roja, como si la placa hubiera sido arrancada con fuerza.
—Si está permitido, me gustaría ver al hombre de ustedes —dijo Smirnov—, para darle las gracias.
—El permiso está concedido, capitán. —Tait asintió con la cabeza—. Eso sería muy amable de su parte.
—Es un hombre muy valiente.
—Un marino cumpliendo con su obligación. Su gente haría lo mismo. —Tait se preguntó si eso sería realmente verdad—. Tenemos nuestras diferencias, caballeros, pero al mar esas cosas no le interesan. El mar… bueno, trata de matarnos a todos, cualquiera sea la bandera que enarbolemos.
Petchkin estaba un poco más atrás, mirando por la ventana y tratando de descubrir la cara del paciente.
—¿Podemos ver sus ropas y efectos personales? —preguntó.
—Por supuesto, pero no les dirá mucho. Es cocinero. Eso es todo lo que sabemos —dijo Jameson.
—¿Cocinero? —Petchkin se volvió.
—El oficial que escuchó la cinta grabada… obviamente era un oficial de inteligencia, ¿verdad? Él miró el número que tenía en la camisa y dijo que según eso era un cocinero. —Los números de tres dígitos indicaban que el paciente había sido miembro de la guardia de babor, y que su puesto de combate estaba en control de averías. Jameson se preguntaba por qué los rusos numeraban a todos sus hombres de tropa. ¿Para estar seguros de que no se pasaran? La cabeza de Petchkin, notó, estaba casi tocando el panel de vidrio.
—Doctor Ivanov, ¿desea usted atender el caso? —preguntó Tait.
—¿Está permitido?
—Así es.
—¿Cuándo lo dejarán en libertad? —inquirió Petchkin—. ¿Cuándo podremos hablar con él?
—¿En libertad? —Jameson preguntó con brusquedad—. Señor, la única forma en que podría salir de aquí antes de un mes sería en un cajón. En cuanto a la recuperación de su conocimiento, nadie puede saberlo con seguridad. Este chico está muy enfermo.
—¡Pero nosotros tenemos que hablar con él! —protestó Petchkin.
Tait tuvo que levantar la mirada hacia el hombre.
—Señor Petchkin, comprendo su deseo de comunicarse con este hombre… pero por ahora él es mi paciente. No haremos nada, le repito nada, que pueda interferir con su tratamiento y recuperación. Yo he recibido órdenes de venir aquí en avión para hacerme cargo de esto. Me han dicho que esas órdenes vinieron de la Casa Blanca. Magnífico. Los doctores Jameson e Ivanov serán mis ayudantes, pero ese paciente es ahora de mi responsabilidad, y mi deber es preocuparme para que pueda salir vivo de este hospital, caminando y bien. Todo lo demás es secundario ante ese objetivo. Ustedes serán tratados con toda cortesía. Pero yo soy quien da las órdenes aquí. —Tait hizo una pausa. La diplomacia no era algo en que se considerara bueno—. Les diré una cosa, si ustedes quieren sentarse aquí en turnos, no tengo objeción. Pero tienen que cumplir los reglamentos. Eso quiere decir que tendrán que lavarse y restregarse, cambiarse poniéndose ropa esterilizada, y seguir las instrucciones de las enfermeras de turno. ¿Están conformes?
Petchkin asintió con un movimiento de cabeza. «Los doctores norteamericanos se creen que son dioses», se dijo para sí mismo.
Jameson, ocupado en un nuevo examen del impreso del analizador de sangre, había pasado por alto el sermón.
—Caballeros, ¿pueden ustedes decirnos en qué clase de submarino estaba este hombre?
—No —dijo Petchkin de inmediato.
—¿Qué está pensando, Jamie?
—La caída en la cuenta blanca y algunas de estas otras indicaciones coinciden con una exposición a la radiación. Los síntomas gruesos habrían estado ocultos por la predominante hipotermia. —De pronto Jameson miró a los soviéticos—. Caballeros, tenemos que saber esto: ¿se hallaba este hombre en un submarino nuclear?
—Sí —respondió Smirnov—, se hallaba en un submarino impulsado por energía nuclear.
—Jamie, lleva esta ropa a radiología. Diles que controlen los botones, cierre automático y todo lo que tenga metálico, buscando signos de contaminación.
—Muy bien. —Jameson fue a buscar los efectos del paciente.
—¿Puede esto comprometernos a nosotros? —preguntó Smirnov.
—Sí, señor —respondió Tait, sin comprender qué clase de personas eran ésas. El tipo había salido de un submarino nuclear, ¿no era así? ¿Por qué no se lo habían dicho ellos de inmediato? ¿No querían que se recuperara?
Petchkin reflexionaba sobre el significado de eso. ¿Acaso no sabían ellos que había salido de un submarino de propulsión nuclear? Por supuesto… el médico estaba tratando de que Smirnov revelara sin querer que el hombre pertenecía a un submarino lanzamisiles. Estaban tratando de enmascarar el tema con ese asunto de la contaminación. Nada que pudiera hacer daño al paciente, pero algo para confundir a sus enemigos de clase. Astuto. Él había pensado que los norteamericanos eran astutos. Y él debería informar a la embajada antes de una hora… ¿Informar qué? ¿Cómo esperaban que él supiera quién era ese marinero?
Astilleros Navales de Norfolk.
El USS Ethan Allen estaba muy próximo al fin de su vida útil. En servicio desde 1961, había cumplido con sus tripulaciones y su país durante más de veinte años, llevando los misiles balísticos Polaris —de lanzamiento desde el mar— en interminables patrullajes por mares sombríos. En ese momento había alcanzado ya la edad de votar, y eso era ser muy viejo para un submarino. Hacía ya meses que habían llenado con lastre y sellado los tubos de sus misiles. Conservaba solamente una tripulación simbólica, para mantenimiento, mientras los burócratas del Pentágono discutían su futuro. Se había hablado de un complicado sistema de misiles cruceros donde cumpliría funciones similares a los Oscar rusos. Pero se consideró demasiado costoso. El Ethan Allen pertenecía a una tecnología de antigua generación. Su reactor S5W era demasiado viejo como para que pudiese tener mucho más uso. La radiación nuclear había bombardeado el contenedor metálico y sus juntas interiores con muchos billones de neutrones. Un reciente examen de las zonas de inspección reveló el cambio del carácter del metal con el tiempo, que se había tornado en ese momento peligrosamente quebradizo. El sistema tenía como máximo otros tres años de vida útil. Un nuevo reactor sería demasiado costoso. El Ethan Allen estaba condenado por su senectud.
La dotación de mantenimiento estaba formada por miembros de su última tripulación operativa, en su mayor parte hombres maduros a la espera de sus retiros, y una mezcla de chicos que necesitaban instrucción en especialidades de reparación. El Ethan Allen podía servir todavía como escuela, especialmente como una escuela de reparaciones, dado que era tan alta la proporción de su propio equipo que necesitaba repararse.
El almirante Gallery subió a bordo temprano esa mañana. Los suboficiales más antiguos consideraron eso como particularmente amenazador. Había sido su primer comandante muchos años atrás, y, al parecer, los almirantes siempre visitaban los buques de sus primeros mandos… muy poco tiempo antes de que fueran a desguace. Había reconocido a algunos de los suboficiales más antiguos y les preguntó si quedaba todavía algo de vida en el viejo submarino. La contestación unánime fue que sí. Para su dotación un buque es mucho más que una máquina. De cien naves construidas por los mismos hombres en los mismos astilleros y según los mismos planos, cada uno tendrá sus propias características especiales… en su mayoría malas, en realidad, pero una vez que su tripulación se acostumbra a ellas, se las menciona con afecto, especialmente en forma retrospectiva. El almirante había recorrido todo el largo del casco del Ethan Allen, deteniéndose para pasar sus manos artríticas sobre el periscopio que él había usado para asegurarse de que existía realmente un mundo fuera de ese casco de acero, para planear el poco frecuente «ataque», contra el buque que estaba tratando de dar caza a su submarino, o un buque tanque que pasaba, nada más que por práctica. Había sido comandante del Ethan Allen durante tres años, con distintas tripulaciones alternadas. Aquellos fueron años buenos, se dijo a sí mismo, mucho mejores que estar sentado frente a un escritorio, rodeado de insípidos ayudantes. Era el juego de la vieja Marina, arriba o fuera: justo cuando alguien tenía una cosa en la que llegaba a ser bueno, una cosa que realmente le gustaba, la perdía. Desde el punto de vista orgánico tenía sentido. Había que hacer lugar para los jóvenes que venían empujando desde abajo… pero ¡Dios Santo!, ser joven otra vez, tener el mando de uno de esos nuevos, en los que en ese momento apenas tenía oportunidad de dar una vueltecita de tanto en tanto: cortesía de ese bastardo viejo flaco de Norfolk.
«Servirá», Gallery lo supo. «Y lo hará bien». No era el fin que él hubiese preferido para su buque de guerra, pero analizándolo bien, era muy poco frecuente que algún buque de guerra tuviera un final decente. El Victory de Nelson, el Constitution en el puerto de Boston, el singular acorazado que el Estado de su mismo nombre mantenía como momificado; ellos habían tenido un honorable tratamiento. Pero, en su mayoría, los buques de guerra resultaban hundidos al ser usados como blancos, o los deshacían para hojas de afeitar. El Ethan Allen iba a morir por un objetivo. Un loco propósito, quizá tan loco como para que funcionara, se dijo el almirante mientras regresaba a la jefatura del Comandante de Submarinos en el Atlántico.
Dos horas después llegó un camión al muelle donde el Ethan Allen reposaba adormecido. El suboficial de guardia en cubierta observó que el camión procedía de la Estación Aeronaval Ocean. Curioso, pensó.
Más curioso todavía, el oficial que bajó del camión no tenía el distintivo de submarinista ni el de aviador. Hizo primero el saludo de práctica y luego saludó al suboficial que estaba a cargo de la cubierta, mientras los dos oficiales que quedaban en el Ethan Allen supervisaban un trabajo de reparación en la sala de máquinas. El oficial de la estación aeronaval ordenó que un grupo de hombres cargara en el submarino cuatro objetos en forma de bala, que entraron por las escotillas de cubierta. Eran grandes, pasaban con dificultad por las escotillas de carga de los torpedos y cápsulas, y los hombres debieron esforzarse en manipularlos hasta que estuvieron emplazados. Después cargaron unos colchones plásticos para ponerlos encima y unas abrazaderas metálicas para asegurarlos. «Parecen bombas», pensó el electricista jefe mientras los hombres más jóvenes realizaban el trabajo duro. Pero no podían ser eso; eran demasiado livianos, fabricados obviamente con chapa metálica ordinaria. Una hora más tarde llegó un camión con un tanque presurizado sobre su cama de carga. Hicieron bajar del submarino a todo el personal y lo ventilaron cuidadosamente. Luego, tres hombres enchufaron una manguera a cada uno de los cuatro objetos. Cuando terminaron, ventilaron otra vez el casco y dejaron detectores de gas cerca de cada uno de los objetos. Para entonces —la dotación lo advirtió— su muelle y el próximo estaban custodiados por infantes de marina armados, para impedir que alguien se acercara y pudiera ver lo que estaba ocurriendo en el Ethan Allen.
Cuando la carga, o el llenado, o lo que fuera, terminó, uno de los suboficiales bajó para examinar las cápsulas metálicas más cuidadosamente. Escribió en una libreta un conjunto de letras y números marcados en los objetos: PPB76A/J6713. Un suboficial de administración buceó en un catálogo la misma designación, y no le gustó lo que encontró: Pave Pat Blue 76. Pave Pat Blue 76 era una bomba, y el Ethan Allen tenía cuatro de ellas a bordo. Eran mucho menos poderosas que las cabezas de guerra de misiles que alguna vez había llevado el submarino, pero mucho más siniestras, según opinión de los tripulantes.
La lámpara de Eumar quedó anulada por acuerdo mutuo, antes de que nadie necesitara dar la orden para ello.
Gallery volvió poco después y habló individualmente con todos los hombres más antiguos. Los más jóvenes fueron enviados a tierra con sus equipos personales y la advertencia de que no habían visto, oído ni sentido, ni nada parecido, nada que no fuera lo común y corriente en el Ethan Allen. El submarino sería hundido en el mar. Eso era todo.
Cierta decisión política de Washington… y si ustedes dicen eso a cualquiera, empiecen a pensar en una gira de unos veinte años en el Estrecho de McMurdo, según lo interpretó uno de los hombres.
Fue un tributo para Vincent Gallery que todos los viejos suboficiales permanecieran a bordo. En parte porque era una oportunidad para realizar un último viaje en el viejo buque, una posibilidad de decir adiós a un amigo. Pero en su mayor parte porque Gallery dijo que era importante, y todos los hombres de aquellos tiempos recordaron que su palabra siempre había tenido valor.
Los oficiales se presentaron a la puesta del sol. El de menor jerarquía entre ellos era un teniente de corbeta. Dos capitanes de cuatro galones trabajarían en el reactor, junto con tres suboficiales antiguos. Otros dos, de cuatro galones, se harían cargo de la navegación, y un par de capitanes de fragata de la electrónica. El resto estaría distribuido en diversos puestos para hacerse cargo de la enormidad de tareas especializadas requeridas en la operación de un complejo buque de guerra.
El complemento total, ni siquiera la cuarta parte de una tripulación normal, podría haber causado adversos comentarios por parte de los suboficiales antiguos, quienes no habían tenido en cuenta toda la experiencia que tenían los oficiales.
Uno de los suboficiales quedó escandalizado al saber que los planos de inmersión serían comandados por un oficial. Lo comentó con el electricista jefe y éste no le dio la menor importancia. Después de todo, observó, lo más divertido era conducir el submarino, y los oficiales sólo podían hacerlo en New London. Luego, todo lo que hacían era caminar de uno a otro lado y mostrarse importantes. «Es verdad», aceptó el suboficial, ¿pero serán capaces de manejarlo? Si no lo eran, decidió el electricista, ellos se harían cargo de las cosas… ¿para qué estaban los suboficiales si no para proteger a los oficiales de sus errores? Después de eso, ambos discutieron amistosamente sobre quién sería el suboficial mayor del submarino. Ambos hombres tenían casi la misma experiencia y antigüedad.
El USS Ethan Allen zarpó por última vez a las doce menos cuarto de la noche. No hubo remolcador en la maniobra de alejamiento del muelle. El comandante lo separó con habilidad, valiéndose de suaves variaciones en el régimen de potencia y órdenes al timonel, y suscitando la admiración del suboficial. Él había servido antes con ese comandante, en el Skipjack y en el Will Rogers.
—Ni remolcadores ni nada —informó más tarde a su compañero—. El viejo conoce bien su paño.
En una hora habían pasado Virginia Capes y estaban listos para sumergirse. Diez minutos después habían desaparecido de la vista. Abajo, con un rumbo de uno-uno-cero, la reducida dotación de oficiales y suboficiales estaba ya dedicada a la exigente rutina de conducir con tan escaso personal el viejo submarino lanzamisiles. El Ethan Allen respondía como un campeón, navegando a doce nudos con su vieja maquinaria que apenas hacía ruido.