El Pentágono.
Una voluntaria de primera clase mantuvo la puerta abierta para que pasara Tyler. Entró y halló al general Harris solo, de pie frente a la enorme mesa de los mapas, estudiando la posición de los pequeños modelos de buques.
—Usted debe de ser Skip Tyler. —Harris levantó la mirada.
—Sí, señor. —Tyler se mantenía de pie, en una rígida posición militar hasta donde se lo permitía la prótesis de su pierna. Harris se acercó enseguida para estrecharle la mano.
—Dice Greer que usted jugaba a la pelota.
—Sí, general, jugué en Annapolis. Fueron años muy buenos. —Tyler sonrió, flexionando los dedos. Harris parecía un hombre duro, pero accesible.
—Muy bien, si usted solía jugar al fútbol, puede llamarme Ed. —Harris le apoyó un dedo en el pecho—. Su número era setenta y ocho, y participó con All American, ¿no es así?
—En segunda línea, señor. Es agradable saber que alguien se acuerda.
—Yo estaba en servicio temporal en la Academia en aquella época, por algunos meses, y pude ver un par de partidos. Jamás olvido un buen jugador en el ataque. Yo jugué en All Conference en Montana, hace mucho tiempo. ¿Qué le pasó en la pierna?
—Choqué con un conductor borracho. Yo tuve suerte. El borracho no pudo salvarse.
—Bien hecho, por el hijo de puta.
Tyler asintió moviendo la cabeza, pero recordó que el armador borracho tenía mujer e hijos, según la policía.
—¿Dónde están todos?
—Los jefes están en la reunión normal de inteligencia… bueno, normal para un día de la semana, no para un sábado. Tendrían que bajar dentro de poco. Así que ahora enseña ingeniería en Annapolis, ¿no?
—Sí, señor. Hace un tiempo obtuve un doctorado en la especialidad.
—Mi nombre es Ed, Skip. ¿Y esta mañana usted va a decir cómo podemos detectar a ese submarino ruso disidente?
—Sí, señor… Ed.
—Hábleme de eso, pero tomemos primero un poco de café. —Los dos hombres se acercaron a una mesa que había en un rincón, con café y donuts. Harris escuchó durante cinco minutos al hombre más joven, bebiendo café y devorando un par de donuts con jalea. Hacía falta mucha comida para mantener ese físico.
—¡Hijo de… su madre! —observó el J-3 cuando Tyler terminó. Se acercó caminando a la carta—. Eso es interesante. Su idea depende en gran parte de la destreza con que se realice. Tendremos que mantenerlos alejados del lugar donde se hará esto. ¿Más o menos por aquí, dijo usted? —Dio unos golpecitos en la carta.
—Sí, general. El asunto es que, por la forma en que ellos están operando, podemos hacerlo más adentro en el mar con respecto a ellos…
—Y confundirlos con el engaño. Me gusta. Sí… me gusta, pero a Dan Foster no le gustará nada perder uno de nuestros submarinos.
—Yo diría que el trueque vale la pena.
—Yo diría lo mismo —concedió Harris—. Pero esos submarinos no son míos. Después de hacer esto, ¿dónde lo escondemos… si lo obtenemos?
—General, hay algunos lugares muy buenos aquí mismo, en la Bahía Chesapeake. En el río York hay un lugar profundo, y otro en el Patuxent; ambos pertenecen a la Marina y ambos están marcados en la carta con un signo que prohíbe el paso. Una cosa buena que tienen los submarinos es que pueden llegar a ser invisibles. Si se encuentra un lugar que tenga la suficiente profundidad y se inundan los tanques. Eso es temporal, por supuesto. Para una permanencia más prolongada, el lugar puede ser en Truk o Kwajalein, en el Pacífico. Es bonito y se encuentra alejado de todas partes.
—¿Y los soviéticos no se darán cuenta de la presencia de un buque auxiliar para submarinos y trescientos técnicos en ese lugar y de repente? Además, esas islas realmente ya no nos pertenecen, ¿recuerda?
Tyler no había esperado que ese hombre fuera un estúpido.
—¿Y qué importa si lo descubren después de unos cuantos meses? ¿Qué pueden hacer? ¿Anunciarlo a todo el mundo? Yo no lo creo. Para cuando llegara ese momento, tendríamos toda la información que queremos, y además, podemos presentar cuando se nos ocurra a los oficiales desertores en una bonita conferencia de prensa. ¿Qué les parecería a ellos? De cualquier manera, se supone que, después de haberlo tenido por un tiempo, vamos a desarmarlo. El reactor irá a Idaho para pruebas. Se le quitarán los misiles y las cabezas nucleares. Se llevará a California para pruebas todo el equipo electrónico, y la CIA y la Agencia Nacional de Seguridad se pelearán por el material y equipos criptográficos. El casco desnudo será llevado a un hermoso y profundo lugar y allí será hundido. No quedarán pruebas. No necesitamos mantener el secreto para siempre, solamente unos pocos meses.
Harris bajó su taza de café.
—Tendrá que perdonarme por hacer de abogado del diablo. Veo que lo tiene bien pensado. Magnífico. Creo que merece un buen estudio. Significa tener que coordinar una cantidad de material, pero en realidad eso no interfiere con lo que ya estamos haciendo. De acuerdo, puede contar con mi voto.
Los Jefes del Estado Mayor Conjunto llegaron tres minutos después. Tyler jamás había visto tantas estrellas en una sola habitación.
—¿Quería vemos a todos nosotros, Eddie? —preguntó Hilton.
—Sí, general, les presento al doctor Skip Tyler.
El almirante Foster fue el primero que se acercó para darle la mano.
—Usted nos hizo esa información de rendimiento del Octubre Rojo que nos estuvieron explicando hace un momento. Buen trabajo, capitán.
—El doctor Tyler piensa que deberíamos retenerlo si podemos cogerle —dijo Harris sin expresión alguna—. Y cree tener un método que nos permitirá lograrlo.
—Ya pensamos en matar a la tripulación —dijo el comandante Maxwell—. Pero el Presidente no nos deja.
—Caballeros, ¿qué les parecería si les digo que hay una forma de enviar a su país a la tripulación sin que ellos sepan que tenemos el submarino? Porque ése es el problema, ¿correcto? Tenemos que enviar de regreso a la tripulación a la Madre Rusia. Yo digo que hay una forma de hacerlo, y el problema siguiente es dónde esconderlo.
—Estamos escuchando —dijo Hilton con acento de sospecha.
—Bueno, señor, tenemos que movemos rápidamente para ponerlo todo en su lugar. Necesitamos el Avalon que está en la Costa Oeste. EL Mistic, que ya está a bordo del Pigeon, en Charleston. Los necesitamos a ambos, y necesitamos un viejo submarino lanzamisiles nuestro, del que podamos prescindir. Ése es el material. Pero la verdadera importancia de la maniobra está en el timing, en la correcta coincidencia de los tiempos… y tendremos que encontrar al submarino. Tal vez ésa sea la parte más difícil.
—Tal vez no —dijo Foster—. El almirante Gallery me informó esta mañana que el Dallas puede estar ya detrás de él. Su informe coincide perfectamente con su modelo de ingeniería. En pocos días sabremos más. Continúe.
Tyler lo explicó. Empleó diez minutos, porque tuvo que responder preguntas y usar la carta para diagramar las precisiones de tiempos y distancias. Cuando terminó, el general Barnes estaba ya al teléfono llamando al titular del Comando Militar de Transporte Aéreo. Foster abandonó el salón para llamar a Norfolk, y Hilton estaba en camino de la Casa Blanca.
El Octubre Rojo.
A excepción de los que se encontraban de guardia, todos los oficiales estaban reunidos en la cámara. Sobre la mesa había varias tazas de té, todas sin tocar, y la puerta, una vez más, se hallaba trabada.
—Camaradas —informó Petrov—, el segundo juego de plaquetas estaba contaminado, y peor que el primero.
Ramius notó que Petrov se hallaba muy nervioso y confundido. No se trataba del primer juego de plaquetas ni del segundo. Eran el tercero y el cuarto desde la partida. Había elegido bien al médico de su buque.
—Plaquetas defectuosas —refunfuñó Melekhin—. Algún sinvergüenza hijo de puta en Severomorsk… o tal vez un espía jugándonos una mala pasada típica del enemigo. Cuando lo agarren a ese maldito, yo mismo voy a pegarle un tiro, ¡sea quien fuere! ¡Esta clase de cosas es traición!
—Los reglamentos exigen que yo informe de esto —dijo Petrov—. Aunque los instrumentos muestran niveles de seguridad.
—Su respeto por los reglamentos es evidente, camarada doctor. Usted ha procedido correctamente —dijo Ramius—. Y los reglamentos estipulan que ahora efectuemos todavía otra comprobación. Melekhin, quiero que usted y Borodin la realicen personalmente. Primero controlen los propios instrumentos de radiación. Si están funcionando adecuadamente, tendremos la certeza de que las plaquetas son defectuosas… o las han estropeado a propósito. Si es así, mi informe sobre este incidente habrá de costarle la cabeza a alguien. —No se ignoraba que algunos trabajadores de los astilleros habían sido enviados al gulag por encontrarlos ebrios—. Camaradas, en mi opinión no tenemos absolutamente nada por qué preocuparnos. Si hubiera una pérdida, el camarada Melekhin la habría descubierto hace ya varios días. Bueno. Todos tenemos que ir a trabajar.
Media hora más tarde todos habían regresado a la cámara de oficiales. Los tripulantes que pasaban por allí lo notaron, y enseguida comenzaron las murmuraciones.
—Camaradas —anunció Melekhin—, tenemos un problema serio.
Los oficiales, especialmente los más jóvenes, se pusieron algo pálidos. Sobre la mesa había un contador Geiger desarmado en una veintena de pequeñas partes. A su lado, un detector de radiación retirado del mamparo de la sala del reactor; la cubierta de inspección había sido quitada.
—Sabotaje —dijo Melekhin enfatizando la ese. Era una palabra lo suficientemente terrible como para hacer temblar a cualquier ciudadano soviético. El salón quedó mortalmente silencioso, y Ramius notó que Svyadov mantenía su cara bajo rígido control.
—Camaradas, mecánicamente hablando, estos instrumentos son muy sencillos. Como ustedes saben, este contador tiene diez diferentes posiciones. Podemos elegir entre diez escalas de sensibilidad, usando el mismo instrumento para detectar una pérdida menor o cuantificar una que sea mayor. Eso se logra mediante el dial de este selector, que conecta alguna de las diez resistencias eléctricas de valores crecientes. Esto podría diseñarlo un niño, o mantenerlo y repararlo. —El jefe de máquinas dio unos golpecitos en la parte interior del dial selector—. En este caso, han desconectado las resistencias correspondientes y en su lugar han soldado otras. Las posiciones de uno a ocho tienen el mismo valor de impedancias. Todos nuestros contadores fueron inspeccionados tres días antes de nuestra salida por el mismo técnico del astillero. Aquí está su hoja de inspección. —Melekhin la arrojó con desprecio sobre la mesa.
—Él y otro espía sabotearon éste y todos los demás contadores que he revisado. Para un hombre capacitado no habrá sido un trabajo que le ocupara más de una hora. En el caso de este instrumento —el ingeniero dio vuelta al detector fijo— ustedes ven que las partes eléctricas han sido desconectadas, excepto las del circuito de prueba, que fue unido con cables nuevos. Borodin y yo retiramos éste del mamparo anterior. Se trata de un trabajo más delicado; quien lo hizo no es un aficionado. Yo creo que un agente imperialista ha saboteado nuestra nave. Primero inutilizó nuestros instrumentos monitores de radiación, luego probablemente arregló una pérdida de bajo nivel en nuestras tuberías calientes. Al parecer, camaradas, el camarada Petrov estaba en lo cierto. Podemos tener una pérdida. Mis disculpas, doctor.
Petrov movió nerviosamente la cabeza asintiendo. No le resultaba difícil ceder a ese tipo de halagos.
—¿Exposición total, camarada Petrov? —preguntó Ramius.
—La más alta es para los hombres de las máquinas, naturalmente. El máximo es cincuenta rads, para los camaradas Melekhin y Svyadov. Los otros tripulantes maquinistas tienen de veinte a cuarenta y cinco rads, y la exposición acumulada disminuye rápidamente a medida que vamos hacia proa. Los torpedistas tienen sólo cinco rads, más o menos, en general menos. Los oficiales, excluyendo los maquinistas, van de diez a veinticuatro. —Petrov hizo una pausa pensando que debía ser más positivo—. Camaradas, éstas no son dosis letales. En realidad, puede tolerarse una dosis hasta de cien rads sin experimentar ningún efecto fisiológico a corto plazo, y una persona puede sobrevivir hasta varios cientos. Aquí estamos enfrentados a un serio problema, pero todavía no se trata de una emergencia que amenace nuestras vidas.
—¿Melekhin? —preguntó el comandante.
—Es mi planta de potencia, y mi responsabilidad. Todavía no sabemos que tenemos una pérdida. Todavía puede ser que las plaquetas sean defectuosas o estén saboteadas. Todo esto puede ser una treta perversa con fines psicológicos que nos ha provocado el enemigo principal para dañar nuestra moral. Borodin me ayudará. Repararemos esto personalmente y efectuaremos una investigación a fondo de todos los sistemas del reactor. Yo soy demasiado viejo como para tener hijos. Por el momento, sugiero que desactivemos el reactor y continuemos con las baterías. La inspección nos tomará como máximo cuatro horas. También recomiendo que reduzcamos a dos horas las guardias en el reactor. ¿De acuerdo, comandante?
—Por cierto, camarada. Sé que no hay nada que usted no pueda reparar.
—¿Me permite, camarada comandante? —intervino Ivanov—. ¿Informaremos de esto al comando de la flota?
—Tenemos órdenes de no romper el silencio de radio —respondió Ramius.
—Si los imperialistas fueron capaces de sabotear nuestros instrumentos… ¿Qué ocurriría si conocieran de antemano nuestras órdenes y estuvieran intentando hacernos usar la radio para poder localizarnos? —preguntó Borodin.
—Es una posibilidad —replicó Ramius—. Primero determinaremos si tenemos o no un problema, luego su gravedad. Camaradas, tenemos una excelente dotación y los mejores oficiales de la flota. Nos ocuparemos de nuestros propios problemas, los solucionaremos, y continuaremos con nuestra misión. Todos tenemos una cita en Cuba y yo me propongo cumplirla… ¡Al diablo con las confabulaciones imperialistas!
—Bien dicho —coincidió Melekhin.
—Camaradas, mantendremos esto en secreto. No hay motivos para inquietar a la tripulación por algo que puede no ser nada, y que, en el peor de los casos, es algo que podemos manejarlo solos. —Ramius dio por terminada la reunión.
Petrov estaba menos seguro, y Svyadov hacía enormes esfuerzos para no temblar. Tenía una novia en su país y quería tener hijos algún día. El joven teniente había tenido un entrenamiento abrumador para llegar a comprender todo lo que sucedía en los sistemas de los reactores y para saber qué hacer si las cosas andaban mal. Era un cierto consuelo saber que en su mayoría las soluciones a los problemas de los reactores que se encontraban en los libros estaban escritas por los hombres que se hallaban en ese lugar. Aun así, estaba invadiendo su cuerpo algo que no podía ver ni sentir, y ninguna persona normal podía sentirse feliz en esas condiciones.
Se levantó la reunión. Melekhin y Borodin fueron hacia popa, a los depósitos de máquinas. Un michman electricista fue con ellos para buscar los repuestos necesarios. El muchacho notó que estaban leyendo el manual de mantenimiento de los detectores de radiación. Cuando salió de servicio, una hora más tarde, toda la tripulación se enteró de que el reactor había sido detenido otra vez. El electricista conversó con su compañero de litera vecina, un técnico especialista en mantenimiento de misiles. Hablaron sobre la razón de que estuvieran trabajando en media docena de contadores Geiger y otros instrumentos, y la conclusión resultó obvia.
El contramaestre del submarino oyó involuntariamente la conversación y sacó sus propias conclusiones. Hacía diez años que estaba en submarinos nucleares. A pesar de eso, no era un hombre instruido y consideraba toda la actividad en los espacios del reactor como cosas de brujas. Hacía mover el buque… ¿cómo? Él no lo sabía, aunque estaba seguro de que en todo eso había algo profano. En ese momento empezó a preguntarse si los demonios que él nunca había visto en el interior de ese tambor de acero no se habrían liberado. En el término de dos horas, toda la dotación sabía que algo andaba mal y que sus oficiales todavía no habían hallado la forma de resolverlo.
Pudieron apreciar que los cocineros que llevaban comida desde la cocina hacia proa a los sectores de la tripulación, se quedaban allí delante tanto tiempo como podían. Los hombres que hacían guardia en la sala de control cambiaban el peso del cuerpo de uno a otro pie con mayor asiduidad que nunca, y se apuraban hacia proa cuando llegaba el cambio de guardia. Ramius lo advirtió.
El USS New Jersey.
Le había costado un poco acostumbrarse, reflexionaba el comodoro Zachary Eaton. Cuando construyeron su buque insignia, él hacía navegar pequeños submarinos en la bañera. En aquella época los rusos eran aliados, pero aliados por conveniencia, que compartían un enemigo común en vez de un objetivo común. Como hoy los chinos, apreció.
El enemigo estaba representado entonces por los alemanes y los japoneses. En sus veintiséis años de carrera había estado muchas veces en ambos países, y su primer mando, un destructor, tenía su base en Yokosuka. Era un mundo extraño.
Su buque insignia tenía varias cosas buenas. Grande como era, su movimiento en olas de tres metros apenas alcanzaba para recordarle que estaba en el mar, y no en un despacho. La visibilidad era de unas diez millas aproximadamente, y en algún lugar, allá lejos, a unas ochocientas millas de distancia, estaba la flota rusa. Su acorazado iba a encontrarse con ella exactamente como en los viejos tiempos, como si el portaaviones nunca hubiera nacido. Los destructores Caron y Stump estaban a la vista, con cinco millas de separación entre sus respectivas proas. Un poco más adelantados, los cruceros Biddle y Wainwright iban cumpliendo funciones de piquete de radar. El grupo de acción de superficie estaba haciendo tiempo, en vez de avanzar como él hubiera preferido. Frente a la costa de Nueva Jersey, el buque de helicópteros de asalto Tarawa y dos fragatas, navegaban a toda máquina para reunirse, llevando diez aviones de combate AV-8B Harrier, de ataque, y catorce helicópteros para guerra antisubmarina; unidades que suplementarían su poder en el aire. Eso era útil, pero no constituía una preocupación crítica para Eaton. El grupo aéreo del Saratoga estaba operando en ese momento frente a Maine, junto con una buena colección de pilotos de la Fuerza Aérea, trabajando duro para aprender el tema del ataque aeronaval. El HMS Invincible se hallaba a doscientas millas hacia el este, realizando un agresivo patrullaje de guerra antisubmarina, y a ochocientas millas al este de esa fuerza estaba el Kennedy, oculto bajo un frente meteorológico cerca de las Azores. El comodoro sentía cierto fastidio por el hecho de que los británicos estuvieran colaborando. ¿Desde cuándo necesitaba ayuda la Marina de Estados Unidos para defender sus propias costas? Aunque, por otra parte, era innegable que ellos les debían el favor…
Los rusos se habían dividido en tres grupos, con el portaaviones Kiev en la posición extrema hacia el este, para enfrentar al grupo de batalla del Kennedy. La responsabilidad atribuida al comodoro Eaton estaba referida al grupo del Moskva, mientras que el Invincible se hacía cargo del tercer grupo, el del Kirov. Estaba recibiendo continuamente información sobre los tres, que era digerida por su estado mayor de operaciones, en la sala de seguimiento. ¿Qué se proponían los soviéticos?, se preguntó.
Conocía el cuento de que estaban buscando un submarino perdido, pero Eaton lo creía tanto como si hubieran explicado que tenían un puente y que querían venderlo. «Probablemente, pensó, quieran demostrar que son capaces de pasearse desafiantes frente a nuestras costas en el momento en que se les ocurra; mostrar que tienen una verdadera flota de altura y establecer un precedente para hacerlo de nuevo». Eso no le gustó a Eaton. Tampoco le importaba mucho la misión que le habían asignado. Tenía dos tareas que no eran del todo compatibles. Vigilar la actividad de sus submarinos ya sería bastante difícil. A pesar de su solicitud, los Viking del Saratoga no estaban cubriendo su zona, y la mayor parte de los Orions estaban todavía más lejos, cerca del Invincible. Sus propios efectivos de guerra antisubmarina eran apenas adecuados para la defensa local, pero mucho menos para un ataque activo antisubmarino.
El Tarawa iba a cambiar esa situación, pero cambiaría también sus requerimientos de cortina. Su otra misión era establecer y mantener contacto por sensores con el grupo del Moskva, e informar de inmediato cualquier actividad inesperada al comandante en Jefe de la Flota del Atlántico. Eso tenía un cierto sentido. Si los buques soviéticos de superficie hacían algo hostil o adverso, Eaton poseía los medios para vérselas con ellos. En esos momentos estaba decidiendo hasta qué proximidad debía vigilarlos.
El problema consistía en establecer si debía colocarse lejos o cerca. Cerca, significaba veinte millas, el alcance de las baterías. El Moskva tenía diez buques escolta, ninguno de los cuales podría sobrevivir más de dos impactos de sus proyectiles de dieciséis pulgadas (cuarenta centímetros). A veinte millas podía elegir entre disparar salvas de calibre completo o de calibre reducido, estas últimas guiadas hacia el blanco por un sistema láser cuyo orientador se hallaba instalado en lo alto de la torre principal de dirección de fuego. Las pruebas realizadas el año anterior habían determinado que podía mantener un ritmo constante de fuego de un disparo cada veinte segundos, mientras el láser cambiaba de uno a otro blanco hasta que no hubiera más. Pero eso expondría al New Jersey y sus buques escolta a los lanzamientos de torpedos y de misiles desde los buques rusos.
Si se alejaba más, aún podría efectuar disparos de gran calibre desde cincuenta millas, que se podían dirigir hacia el blanco por un orientador de láser instalado en el helicóptero especial de batalla. Pero eso significaría exponer al helicóptero al disparo de misiles superficie-aire y a los helicópteros soviéticos, de los que se sospechaba tenían misiles aire-aire. Para cooperar en ese caso, el Tarawa se acercaba llevando un par de helicópteros de ataque Apache, equipados con láser, misiles aire-aire, y sus propios misiles aire-superficie; eran armas antitanque y se esperaba de ellos buenos resultados contra pequeños buques de guerra.
Sus buques estarían expuestos al fuego de misiles, pero él no temía por su buque insignia. A menos que los rusos tuvieran cabezas nucleares en sus misiles, sus armas convencionales no podrían ocasionar daños graves al New Jersey, que tenía una coraza clase B, de más de treinta centímetros. Sin embargo, le ocasionarían terribles problemas con los equipos de comunicaciones y de radar y, lo que era peor, serían letales para sus buques escolta de cascos livianos. Sus buques llevaban sus propios misiles-cohete, Harpoon y Tomahawk, aunque no tantos como él hubiera deseado.
¿Y la posibilidad de que un submarino soviético los atacara a ellos? A Eaton le habían dicho que no había ninguna, pero nunca se sabe dónde podía haber alguno escondido. Oh, bueno… no era posible que se preocupara por todo. Un submarino podía hundir al New Jersey, pero no le resultaría nada fácil. Si los rusos andaban realmente tras algo feo, ellos recibirían el primer disparo, pero Eaton tendría suficiente advertencia para lanzar sus propios misiles y efectuar unas cuantas salvas mientras solicitaba apoyo aéreo… nada de lo cual iba a suceder, estaba seguro.
Decidió que los rusos estaban en alguna clase de expedición de pesca. Su misión consistía en mostrarles que en esas aguas los peces eran peligrosos.
Estación Aeronaval, North Island, California.
El enorme tractor con su remolque trepó a paso de hombre al interior de la bodega de carga del transporte C-5A Galaxy ante la atenta mirada del jefe de carga de la aeronave, dos oficiales aviadores y seis oficiales navales. Extrañamente, sólo los últimos, ninguno de los cuales tenía insignias de piloto, dominaban a la perfección el procedimiento. El centro de gravedad del vehículo estaba exactamente marcado, y los hombres observaban cómo se iba acercando la marca a cierto número grabado en el piso de la bodega de carga. El trabajo debía realizarse con rigurosa precisión. Cualquier error podía malograr el equilibrio de la aeronave y poner en peligro las vidas de los tripulantes y pasajeros.
—Muy bien, asegúrenlo aquí exactamente —gritó el oficial más antiguo. El conductor se sintió feliz al terminar la tarea. Dejó en su lugar las llaves de contacto, puso a fondo los frenos de estacionamiento y colocó la palanca en velocidad antes de descender. Alguien se encargaría de manejarlo para bajarlo del avión en el otro extremo del país. El jefe de carga y seis auxiliares de pista se pusieron a trabajar enseguida, pasando cables de acero por los anillos de los bulones del tractor y del remolque para asegurar la pesada carga. Un desplazamiento de ésta en el aire era algo que un avión difícilmente superaba, y el C-5A no tenía asientos de expulsión.
El jefe de carga verificó que los auxiliares de pista estuvieran efectuando correctamente su trabajo antes de acercarse al piloto. Era un sargento de veinticinco años, que amaba los C-5, a pesar de su infamante historia.
—Capitán, ¿qué diablos es esta cosa?
—Se llama vehículo de rescate de inmersión profunda, sargento.
—Atrás dice Avalon, señor —señaló el sargento.
—Sí, tiene un nombre. Es una especie de salvavidas para submarinos. Cuando pasa algo, esto va hasta abajo para sacar a la tripulación.
—Ah… —El sargento se quedó pensando. Había transportado en vuelo tanques, helicópteros, carga general, una vez un batallón completo de soldados, en su (él consideraba el avión como suyo). Galaxy, hasta ese momento. Pero ésa era la primera vez que llevaba un buque. Porque si tenía nombre, razonó, era un buque. ¡Diablos, el Galaxy podía hacer cualquier cosa!—. ¿Adónde lo llevamos, señor?
—A la Estación Aeronaval Norfolk, y yo tampoco he estado nunca allí. —El piloto observó atentamente el proceso de aseguramiento. Ya habían fijado una docena de cables. Cuando pusieran en su lugar otros doce, darían a todos la tensión necesaria para impedir que se aflojaran en lo más mínimo—. Hemos calculado un vuelo de cinco horas y cuarenta y cinco minutos, todo con combustible interior. Hoy tenemos de nuestro lado la corriente jet de viento en altura. Se pronostica tiempo bueno hasta que lleguemos a la costa. Estaremos allá un día y volveremos el lunes por la mañana.
—Sus muchachos trabajan bastante rápido —dijo el oficial naval más antiguo, teniente Ames, que se acercaba.
—Sí, teniente, otros veinte minutos —el piloto controló su reloj—. Tendríamos que estar despegando a la hora justa.
—No hay apuro, capitán. Si esta cosa se suelta durante el vuelo, creo que nos arruinaría el día completo. ¿Adónde mando a mi gente?
—A la cubierta superior, adelante. Hay sitio para unos quince más o menos, justo detrás de la cabina de mando. —El teniente Ames lo sabía, pero no lo dijo. Había volado con su vehículo de rescate varias veces a través del Atlántico y una cruzando el Pacífico, siempre en un Galaxy C-5 diferente.
—¿Puedo preguntar de qué se trata? —preguntó el piloto.
—No lo sé —dijo Ames—. Quieren que vaya a Norfolk con mi bebé.
—¿Es cierto que usted se mete debajo del agua con esa cosita, señor? —preguntó el jefe de carga.
—Para eso me pagan. Me he sumergido con él hasta mil quinientos metros, un kilómetro y medio. —Ames observaba su nave con cariño.
—¿Un kilómetro y medio debajo del agua, señor? ¡Cristo!… esteee, disculpe, señor, pero quiero decir ¿no es un poco peliagudo… la presión del agua, quiero decir?
—No realmente. Yo me he sumergido hasta seis mil metros en el Trieste. Y, de verdad, es bastante interesante allá abajo. Se ven muchas clases de peces extraños. —Aunque Ames era un submarinista cualificado, su primer amor era la investigación. Tenía un título en Oceanografía y había mandado o participado en todos los vehículos de inmersión profunda de la Marina, excepto en el NR-1, de propulsión nuclear—. Por supuesto, la presión del agua le causaría bastantes dificultades si algo anduviera mal, pero todo sería tan rápido que usted jamás llegaría a enterarse. Si ustedes quieren hacer un viajecito de prueba, yo probablemente pueda conseguírselo. Allá abajo es un mundo diferente.
—Está bien, señor. —El sargento volvió a sus tareas y a insultar a sus hombres.
—No lo decía en serio —observó el piloto.
—¿Por qué no? No es nada del otro mundo. Siempre llevamos civiles abajo y, créame, es mucho menos peligroso que volar en esta maldita ballena blanca durante un reabastecimiento de combustible en vuelo.
—Hummm —opinó el piloto en tono de duda. Él había hecho cientos de reabastecimientos. Era algo absolutamente rutinario, y le sorprendía que alguien lo considerara peligroso. Naturalmente, hay que tener cuidado, pero, diablos, también hay que tener cuidado todas las mañanas conduciendo el coche. Estaba seguro de que un accidente en ese submarino de bolsillo no dejaría restos suficientes de un hombre como para dar de comer una vez a un langostino. Tiene que haber de todo, decidió—. Usted no se mete en eso en el mar por sus propios medios, ¿no?
—No, por lo general salimos de un buque de rescate de submarinos, el Pigeon, o el Ortolan. También podemos operar desde un submarino normal. Ese aparato que usted ve allí en el remolque es nuestro collar de acople. Nosotros nos instalamos sobre el lomo de un submarino a la altura del túnel de escape posterior, y el submarino nos lleva a donde necesitamos ir.
—¿Eso tiene algo que ver con el lío de la Costa Este?
—Es una buena corazonada, pero nadie nos ha comunicado nada oficial. Los papeles dicen que los rusos han perdido un submarino. Si es así, nosotros podríamos bajar a inspeccionarlo, y tal vez a rescatar algunos sobrevivientes. Podernos sacar de veinte a veinticinco hombres por vez; y nuestro anillo de acople está diseñado para ajustarse tan bien a los submarinos rusos como a los nuestros.
—¿Las mismas medidas?
—Suficientemente aproximadas. —Ames levantó una ceja—. Planificamos para cualquier clase de contingencia.
—Interesante.
El Atlántico Norte.
EL YAK-36 Forger había dejado el Kiev media hora antes, guiado al principio por su girocompás y en ese momento por el equipo de ayuda electrónica ubicado en el timón de dirección del avión de combate. La misión del primer teniente Viktor Shavrov no era fácil. Debía aproximarse a los aviones radar norteamericanos E-3A Sentries, uno de los cuales hacía tres días que estaba siguiendo a su flota. Los aviones AWACS (sistemas de control y advertencia desde el aire) habían tenido cuidado de volar en círculo a mayor distancia que el alcance de los misiles superficie-aire (SAM), pero se habían mantenido lo suficientemente cerca como para no perder el cubrimiento constante de la flota soviética, informando a su base de mando todos sus movimientos y transmisiones de radio. Era como tener un ladrón que estuviese constantemente vigilando el apartamento de uno y estar imposibilitado para hacer nada al respecto.
La misión de Shavrov consistía en hacer algo al respecto. No podía abrir fuego, por supuesto. Sus órdenes, recibidas del almirante Stralbo a bordo del Kirov habían sido explícitas en ese sentido. Pero llevaba un par de misiles Atoll, de atracción térmica. Y se aseguraría bien de enseñarlos a los imperialistas. Él y su almirante esperaban que eso les daría una lección: a la Marina soviética no le gustaba tener fisgones imperialistas demasiado cerca, y se sabía de algunos accidentes que habían ocurrido. Era una misión digna del esfuerzo que requería.
Ese esfuerzo era considerable. Para evitar la detección de los radares que operaban desde el aire, Shavrov tenía que volar a la menor altura y velocidad con que su avión pudiera hacerlo; apenas a veinte metros sobre el agitado Atlántico; de esta manera pasaría inadvertido en la respuesta al radar que daba el propio mar. Llevaba una velocidad de doscientos nudos. Con ella contribuía a lograr una excelente economía de combustible, ya que su misión estaba al borde mismo de su máxima carga. También contribuía a que el vuelo fuera muy movido, ya que su avión se sacudía y brincaba en el aire turbulento cercano al tope de las olas. Había una niebla baja que reducía la visibilidad a muy pocos kilómetros. «Mejor así», pensó. La naturaleza de la misión lo había elegido a él, en vez de ser al revés, como se acostumbra. Era uno de los pocos pilotos soviéticos especializados en vuelo a baja altura.
Shavrov no se había formado por sí mismo como marino-piloto. Había empezado pilotando helicópteros de ataque para la aviación frontal en Afganistán, graduándose de piloto de aviones de ala fija después de un año de sangriento aprendizaje. Shavrov era un experto en «peinar», las irregularidades de la tierra, algo que había aprendido por necesidad cazando bandidos y contrarrevolucionarios que se escondían entre los picos de las montañas como ratas rabiosas. Esa capacidad lo había hecho atractivo para la flota, que lo transfirió al servicio en el mar sin darle mayor oportunidad de opinar. Después de unos pocos meses no tenía ya más quejas; sus privilegios y sus pagas extras eran mucho más atractivos que los recibidos en su anterior base de aviación de apoyo sobre la frontera china. El hecho de ser uno de los pocos cientos de pilotos capacitados para operar desde portaaviones amortiguó un poco el golpe de perder sus posibilidades de volar el nuevo MIG-27, aunque, con suerte —si el nuevo portaaviones de gran tamaño se terminaba alguna vez— Shavrov tendría alguna probabilidad de volar en la versión naval de ese maravilloso pájaro. Tenía tiempo para esperarlo y, si cumplía con éxito unas pocas misiones como la de ese momento, podría alcanzar el mando de un escuadrón.
Dejó de soñar despierto, la misión era demasiado delicada como para eso. Eso era volar de verdad. Él nunca lo había hecho contra los norteamericanos, sólo contra las armas que aquellos les daban a los bandidos afganos. Había perdido amigos por acción de esas armas; algunos de ellos, sobrevivientes de la caída de sus aviones, habían muerto en manos de los afganos en formas tales que habrían dado asco hasta a un alemán. Sería bueno dar personalmente una lección a los imperialistas.
La señal del radar se hacía cada vez más fuerte. Debajo de su asiento expulsor había un grabador que estaba registrando en forma continua las características de las señales de los aviones norteamericanos, de manera tal que los científicos pudieran idear una forma de interferir y frustrar el tal ensalzado ojo volador norteamericano. El avión era sólo un 707 convertido, el glorificado avión de pasajeros, ¡y difícilmente un digno adversario para un piloto de combate de primera categoría! Shavrov controló la carta de vuelo. Tendría que encontrarlo pronto. Después controló el combustible. Minutos antes había expulsado el último de sus tanques exteriores, y todo lo que le quedaba en ese momento era el que contenían sus tanques internos. El turbofan estaba tragando el combustible y eso era algo que debía vigilar continuamente. Había calculado que tendría solamente cinco o diez minutos de combustible en sus depósitos cuando regresara a su buque. Eso no le preocupaba. Ya había hecho más de cien aterrizajes en portaaviones.
—¡Allá!
Sus ojos de halcón captaron el brillo del sol sobre el metal en dirección a la una del reloj y arriba. Shavrov llevó un poco hacia atrás la palanca y aumentó ligeramente la potencia, poniendo a su Forger en actitud de trepada. Un minuto después estaba a dos mil metros. En ese momento podía ver bien el Sentry, con su pintura azul que resaltaba claramente contra el fondo más oscuro del cielo. Se estaba aproximando desde abajo y atrás y, con suerte, el empenaje lo ocultaría para la antena rotativa del radar. ¡Perfecto! Le haría unas cuantas pasadas cerca, dejando que la tripulación viera sus misiles Atolls, y…
Shavrov demoró unos instantes en comprender que tenía otro avión volando en formación con el suyo. Dos aviones formados. A cincuenta metros de distancia hacia la izquierda y la derecha, volaban dos aviones de combate norteamericanos F-15 Eagle. La cara de uno de los pilotos, semioculta por el visor, lo estaba mirando.
—YAK-106, YAK-106, conteste por favor. —La voz que surgía de su radio de banda lateral única hablaba un impecable ruso. Shavrov no contestó. Habían leído el número pintado en la toma de aire de su motor antes que él supiera que estaban allí.
—106,106, aquí el avión Sentry al que usted se está aproximando. Por favor, identifíquese e informe sus intenciones. Nos ponemos un poquito nerviosos cuando aparece en nuestro camino un avión de combate aislado, por eso hay tres que lo han venido siguiendo en los últimos cien kilómetros.
—¿Tres?
Shavrov volvió la cabeza hacia todos lados. Un tercer Eagle —con cuatro misiles Sparrov— estaba «colgado», de su cola a unos cincuenta metros, su «seis».
«Nuestros hombres lo felicitan por su habilidad para volar bajo y a poca velocidad, 106.»
El teniente Shavrov temblaba de ira mientras cruzaba el nivel de los cuatro mil metros, todavía a ocho mil del avión-radar norteamericano. Había controlado su «seis» (la posición seis del cuadrante del reloj) cada treinta segundos cuando venía acercándose. Debían de haber estado allí atrás, ocultos en la niebla y siguiéndolo por un vector hacia él, informados por el Sentry. Profirió un juramento para sí mismo y mantuvo el rumbo. ¡Daría una lección a ese imperialista!
—Retírese, 106. —La voz era fría, sin emoción, excepto quizá por un dejo de ironía—. 106, si usted no se retira, consideraremos que su misión es hostil. Piénselo, 106. Está más allá del cubrimiento de radar de sus propios buques, y todavía no está dentro del alcance de nuestros misiles.
Shavrov miró hacia su derecha. El Eagle estaba alejándose, y otro tanto hacía el de la izquierda. ¿Era eso un gesto de buena voluntad para aflojar la presión sobre él, y esperando alguna cortesía como respuesta? ¿No estaban despejando el espacio aéreo para que el que venía de atrás pudiera tirar? Shavrov lo controló: aún estaba allí. No hacía falta decir lo que eran capaces de hacer esos imperialistas criminales; él se hallaba por lo menos a un minuto del borde del alcance de sus misiles. Shavrov no tenía nada de cobarde. Tampoco era un tonto. Movió la palanca virando con su avión unos pocos grados hacia la derecha.
—Gracias, 106 —dijo la voz en respuesta—. Usted debe saber que tenemos algunos operadores alumnos a bordo. Dos de ellos son mujeres, y no queremos que se pongan nerviosas en su primera salida.
De pronto… ya fue demasiado. Shavrov apretó con el pulgar el interruptor de la radio en la palanca.
—¿Quieres que te diga qué puedes hacer con tus mujeres, yanqui?
—Tú eres nekulturny, 106 —contestó suavemente la voz—. Tal vez el largo vuelo sobre el agua te ha puesto nervioso. Debes de estar casi en el límite de tu combustible interno. Es un día maldito para volar, con todos estos cambios locos en la dirección del viento. ¿Necesitas que te demos un control de posición? Cambio.
—¡Negativo, yanqui!
—El rumbo de regreso al Kiev es uno-ocho-cinco, verdadero. Tienes que tener cuidado si estás usando un compás magnético aquí tan lejos hacia el norte, tú lo sabes. La distancia al Kiev es de trescientos dieciocho kilómetros y seiscientos metros. Cuidado, hay un frente frío que se desplaza desde el sudoeste y se mueve con mucha rapidez. Por este motivo el vuelo va a ser un poco movido dentro de pocas horas. ¿Quieres que te acompañen de regreso al Kiev?
—¡Cerdo! —Shavrov volvió a jurar para sus adentros. Cerró el interruptor de su radio, insultándose a sí mismo por su falta de disciplina. Había permitido a los norteamericanos que hirieran su orgullo. Como la mayor parte de los pilotos de combate, sentía que aquello había sido una afrenta.
—106, no recibimos tu última transmisión. Dos de mis Eagles van en esa dirección. Volarán en formación contigo para asegurarse de que llegues a salvo. Que tengas un día feliz, camarada. Sentry-November, cambio y corto.
El teniente norteamericano se volvió hacia su coronel. No pudo mantener la seriedad por más tiempo.
—¡Dios mío!, ¡creí que me iba a ahogar si seguía hablando así! —Bebió unos tragos de Coca de una taza plástica—. Realmente creía que nos había sorprendido en la aproximación.
—Por si no se dio cuenta, teniente, él logró acercarse a menos de mil seiscientos metros dentro del alcance del Atoll, y nosotros no tenemos autorización para dispararle hasta que él lo haga primero… Podría habernos arruinado el día —gruñó el coronel—. Fue un buen trabajo para ponerlo nervioso, teniente.
—Lo hice con gusto, coronel. —El operador miró la pantalla—. Bueno, ya está regresando a mamá, con los Cobras 3 y 4 detrás de él. ¡Qué mal va a sentirse el ruso cuando llegue a casa! Si es que llega a casa. Aunque haya tenido tanques expulsores, debe de estar cerca del límite de su alcance. —Pensó un momento—. Coronel, si vuelven a hacer esto, ¿qué le parece si nos ofrecemos para llevar al tipo a casa con nosotros?
—¿Llevarnos un Forger? ¿Para qué? Supongo que a la Marina podría gustarle tener uno para jugar; no han recibido muchas cosas de la ferretería de Iván, pero el Forger es una pieza de chatarra.
Shavrov estaba tentado de acelerar a fondo su motor, pero se contuvo. Ya había mostrado bastante debilidad personal por ese día. Además, su YAK sólo podía quebrar Mach 1 en picada. Esos Eagle podían hacerlo en ascenso vertical, y tenían combustible de sobra. Había visto que ambos llevaban células de combustible Fast pack. Con ellas podían cruzar cualquier océano de costa a costa. ¡Malditos norteamericanos y su arrogancia! ¡Maldito su propio oficial de inteligencia por informarle que podía sorprender en aproximación al Sentry! Que fueran tras ellos los Backfires con su armamento aire-aire. Ellos podían hacerse cargo de ese condenado autobús de pasajeros, y podían llegar a él más rápido que la reacción de sus cazas guardianes.
Los norteamericanos no le habían mentido —pudo verlo— acerca del frente meteorológico. Cuando se aproximaba al Kiev había sobre el horizonte una línea de frente frío que avanzaba con rapidez hacia el nordeste. Los Eagle viraron para retirarse cuando avistaron la formación naval. Uno de los pilotos norteamericanos se le puso fugazmente a la par para decirle adiós con la mano. Sacudió la cabeza al ver el gesto con que le respondió Shavrov. Los Eagle se juntaron e iniciaron su vuelo de regreso hacia el norte.
Cinco minutos más tarde estaba a bordo del Kiev, todavía pálido de ira. Tan pronto como colocaron las calzas en las ruedas de su avión, saltó a la cubierta del portaaviones y caminó airadamente para ver a su comandante de escuadrón.
El Kremlin.
La ciudad de Moscú era famosa con justicia por la red del Metro. Por una miseria, la gente podía viajar casi a donde quisiera en un sistema de trenes eléctricos modernos, seguros, y llamativamente decorados. En caso de guerra, los túneles subterráneos podían servir como refugio para las bombas a los ciudadanos de Moscú. Ese uso secundario era el resultado de los esfuerzos de Nikita Khruschev, quien al iniciarse la construcción en la mitad de la década de los años treinta, sugirió a Stalin que el sistema se construyera a gran profundidad. Stalin lo aprobó. El aprovechamiento como refugio había sido una apreciación adelantada en décadas a su tiempo; la fisión nuclear era entonces sólo una teoría, y en la fusión apenas si se pensaba.
En un ramal de la línea que corría de la plaza Sverdlov hasta el antiguo aeropuerto, que pasaba cerca del Kremlin, los obreros habían perforado un túnel que posteriormente fue cerrado con un muro de cemento y acero de diez metros de espesor. El recinto de cien metros de largo se conectó al Kremlin mediante un par de pozos para ascensores y, con el tiempo, había quedado convertido en un centro de comando de emergencia, desde el cual el Politburó podía controlar íntegramente el imperio soviético. El túnel era también un medio conveniente para desplazarse sin ser visto desde la ciudad hasta un pequeño aeropuerto; desde allí, los miembros del Politburó podían ser transportados en vuelo hasta su último reducto, debajo del monolito de granito de Zhiguli. Ninguno de esos puestos de mando era un secreto para Occidente —ambos habían existido durante demasiado tiempo como para eso—, pero la KGB informó confidencialmente que, de los arsenales de Occidente, no había nada que pudiera atravesar los metros de roca que en ambos sitios separaba al Politburó de la superficie.
Este hecho no servía de mayor consuelo al almirante Yuri Ilych Padorin. Se hallaba sentado en el extremo más lejano de una mesa de conferencias de diez metros de largo, mirando las ceñudas caras de los diez miembros del Politburó, el círculo interno que por sí mismo tomaba las decisiones estratégicas que afectaban el destino de su país. Ninguno de ellos era oficial. Los que se hallaban de uniforme dependían de esos hombres. A su izquierda en la mesa estaba el almirante Sergey Gorshkov, quien se había exculpado a sí mismo de ese asunto con habilidad consumada llegando a presentar una carta en la que se oponía al nombramiento de Ramius como comandante del Octubre Rojo. Padorin, como Jefe de la Administración Política General, había tenido éxito en impedir la transferencia de Ramius, señalando que el candidato de Gorshkov para ese comando estaba atrasado en el pago de sus obligaciones con el partido y no hablaba con la asiduidad conveniente para un oficial de su jerarquía en las reuniones políticas. La verdad era que el candidato de Gorshkov no era un oficial tan eficiente como Ramius, a quien Gorshkov quería para su propio estado mayor de operaciones, cargo que Ramius había esquivado con éxito desde hacía años.
El secretario general del partido y presidente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Andrei Narmonov, dirigió su mirada a Padorin. La expresión de su rostro no decía nada. Siempre era así, a menos que él lo quisiera, lo que era muy poco frecuente. Narmonov había sucedido a Andropov cuando este último sufrió un ataque al corazón. Había rumores sobre eso, pero en la Unión Soviética siempre había rumores. Desde la época de Lavrenti Beria, el jefe máximo de seguridad nunca había llegado tan cerca del poder, y los funcionarios más antiguos del partido se habían permitido olvidarlo. Pero no volverían a olvidarlo. Llevar a la KGB otra vez al lugar que le correspondía había costado un año, pero fue una medida necesaria para asegurar los privilegios de la elite del partido frente a las supuestas reformas de la camarilla de Andropov.
Narmonov era el apparatchik por excelencia. Primero había ganado prominencia como gerente de una fábrica, un ingeniero que gozaba de la reputación de cumplir a tiempo sus cuotas, un hombre que producía resultados. Había ido subiendo constantemente, utilizando su propio talento y el de los otros, recompensando a quienes debía hacerlo e ignorando a los que podía. Su posición como secretario general del Partido Comunista no estaba del todo firme. No había pasado aún mucho tiempo en su administración del partido, y dependía de una no muy firme coalición de colegas, no amigos, pues estos hombres no hacían amigos. Su acceso a ese sillón era más el resultado de ataduras dentro de la estructura del partido que de su habilidad personal, y su posición dependería por años de un gobierno de consenso, hasta el día en que su propia voluntad pudiera dictar la política.
Los oscuros ojos de Narmonov —según podía verlo Padorin— estaban rojos por el humo del tabaco. Allí abajo, el sistema de ventilación nunca había trabajado bien. El secretario general miró de soslayo a Padorin desde el otro extremo de la mesa, mientras decidía qué decir, qué sería agradable a los oídos de los miembros de ese cabildo, esos diez hombres viejos y desapasionados.
—Camarada almirante —empezó con frialdad—, el camarada Gorshkov nos ha informado sobre las probabilidades que existen de encontrar y destruir este submarino en rebelión antes de que pueda completar su inimaginable crimen. Esto no nos gusta. Ni nos gusta el fantástico error de juicio que entregó el mando de nuestro más valioso buque a ese gusano. Lo que quiero saber de usted, camarada, es qué pasó con el zampolit que viajaba a bordo, ¡y qué medidas de seguridad tomó su oficina para impedir que tuviera lugar esa infamia!
No había miedo en la voz de Narmonov, pero Padorin sabía que debía de estar allí. Este «fantástico error» podía en última instancia ser cargado a las espaldas del Presidente por ciertos miembros que querían a otro en ese sillón… a menos que, de alguna manera, fuera capaz de desvincularse a sí mismo de aquél. Si esto significaba la piel de Padorin, era problema del almirante. Narmonov había hecho desollar a otros hombres antes que él.
Hacía varios días que Padorin venía preparándose para eso. Era un hombre que había vivido meses de operaciones intensivas de combate y tenía varios submarinos hundidos bajo sus pies. Si bien su cuerpo era en ese momento más blando, no ocurría lo mismo con su mente. Cualquiera fuese su destino, Padorin estaba decidido a afrontarlo con dignidad. «Si me han de recordar como un tonto… que sea como un tonto valiente». En último caso, ya le quedaba poco por vivir.
—Camarada secretario general —comenzó—, el oficial político embarcado en el Octubre Rojo era el capitán Iván Yurievich Putin, un leal e incondicional miembro del partido. No puedo imaginar…
—Camarada Padorin —interrumpió el ministro de Defensa Ustinov—, presumimos que usted tampoco pudo imaginar la increíble traición de este Ramius. ¿Usted espera ahora que confiemos también en su juicio sobre ese hombre?
—Lo más alarmante de todo —agregó Mikhail Alexandrov, el teórico del partido, reemplazante del fallecido Mikhail Suslov, y hombre más decidido aún que el desaparecido ideólogo a ser auténtico en la doctrina del partido—, es el grado de tolerancia que ha tenido la Administración Política General hacia este renegado. Es asombroso, especialmente en vista de sus esfuerzos obvios para construir el culto a su propia personalidad a través del servicio de submarinos, inclusive en el brazo político, al parecer. Su criminal predisposición para pasar por alto esta… esta obvia aberración de la política partidaria, no permite apreciar como muy acertada su capacidad de juicio.
—Camaradas, ustedes están en lo correcto al juzgar que yo me equivoqué cuando aprobé a Ramius para el mando, y también en haberle permitido que eligiera la mayor parte de los oficiales antiguos del Octubre Rojo. Por otro lado, nosotros resolvimos hace algunos años que las cosas se hicieran así; mantener a los oficiales asignados al mismo buque por muchos años, y dar al comandante amplias atribuciones sobre sus carreras. Éste es un tema operativo y no político.
—Ya hemos considerado eso —replicó Narmonov—. Es cierto que, en este caso, hay suficientes culpas para más de un hombre. —Gorshkov no se movió, pero el mensaje era explícito: su esfuerzo para aislarse a sí mismo de ese escándalo había fallado. A Narmonov no le importaba cuántas cabezas debían rodar para afirmarse él en su sillón.
—Camarada Presidente —objetó Gorshkov—, la eficiencia de la flota…
—¿Eficiencia? —dijo Alexandrov—. Eficiencia. Este medio lituano está dejando eficientemente como imbéciles a los de nuestra flota, con sus oficiales elegidos mientras el resto de nuestros buques anda a tontas y a locas como ganado recién castrado —Alexandrov aludía a su primer trabajo en una granja del Estado. Un adecuado comienzo, se pensaba generalmente, porque el hombre que ostentaba la posición de ideólogo jefe era tan popular en Moscú como la plaga, pero el Politburó tenía que tenerlo, a él o a alguien como él. El cabecilla ideólogo era siempre el que ponía a los reyes. ¿Del lado de quién estaba él en ese momento… además del suyo propio?
—La explicación más probable es que Putin fue asesinado —continuó Padorin—. Era el único de los oficiales que dejó atrás una esposa y familia.
—Ése es otro asunto, camarada almirante. —Narmonov captó el tema—. ¿Cómo es que ninguno de estos hombres está casado? ¿Eso no lo hizo pensar en nada? ¿Debemos ser nosotros, los del Politburó, los que supervisemos todo? ¿Acaso son incapaces ustedes de pensar por ustedes mismos? «Como si quisiera que lo hiciésemos», pensó Padorin.
—Camarada secretario general, la mayor parte de los comandantes de nuestros submarinos prefieren tener hombres jóvenes y solteros en sus cuadros. El servicio en el mar es muy exigente, y los hombres solteros tienen menos distracciones. Además, cada uno de los oficiales antiguos que está a bordo es miembro del partido, en buena situación y con un expediente admirable. Ramius ha cometido una traición, eso es innegable, y con gusto mataría a ese hijo de puta con mis propias manos… pero ha engañado a más hombres buenos que los que se hallan en esta sala.
—Es cierto —observó Alexandrov—. Y ahora que estamos metidos en este lío, ¿cómo salimos de él?
Padorin suspiró profundamente. Había estado esperando eso.
—Camaradas, tenemos otro hombre a bordo del Octubre Rojo, desconocido tanto para Putin como para el capitán Ramius, un agente de la Administración Política General.
—¿Qué? —dijo Gorshkov—. ¿Y cómo yo no estoy enterado de eso? Alexandrov sonrió.
—Ésa es la primera cosa inteligente que hemos oído hoy. Continúe.
—Este individuo se oculta como hombre de tropa. Depende directamente de nuestra oficina y nos informa a nosotros omitiendo todos los canales operacionales y políticos. Se llama Igor Loginov. Tiene veinticuatro años y…
—¡Veinticuatro! —gritó Narmonov—. ¿Usted ha confiado esa responsabilidad a un muchacho?
—Camarada, la misión de Loginov es mezclarse con los tripulantes que hacen el servicio militar, escuchar conversaciones, identificar probables traidores, espías y saboteadores. En verdad, parece aún más joven. Trabaja junto con hombres jóvenes, y él también debe ser joven. En realidad, es un graduado de la escuela naval superior para oficiales políticos, de Kiev, y de la academia de inteligencia de la GRU. Es hijo de Arkady Ivanovich Loginov, jefe de la planta de acero de Kazán. Muchos de ustedes conocen a su padre. —Narmonov se encontraba entre aquellos que lo confirmaron con un movimiento de cabeza y dejó ver una chispa de interés en sus ojos—. Solamente unos pocos escogidos dentro de una elite desempeñan esta tarea. Yo mismo he conocido y entrevistado a este chico. Sus antecedentes están muy limpios, es un patriota soviético sin duda.
—Conozco a su padre —dijo Narmonov—. Arkady Ivanovich es un hombre honorable que ha criado varios hijos buenos. ¿Cuáles son las órdenes que tiene este chico?
—Como dije, camarada secretario general, sus tareas normales consisten en observar a los tripulantes e informar lo que ve. Ha estado haciéndolo desde hace dos años, y es bueno para eso. No presenta sus informes al zampolit de a bordo, sino solamente en Moscú o a uno de mis representantes. En caso de ocurrir una verdadera emergencia, tiene orden de presentarse al zampolit. Si Putin está vivo —y yo no lo creo camaradas— seria parte de la conspiración, y Loginov sabría que no debe presentarse. De manera que, en una emergencia insalvable, tiene orden de destruir el buque y hacer su maniobra de escape.
—¿Es posible eso? —preguntó Narmonov—. ¿Gorshkov?
—Camaradas todas nuestras naves llevan poderosas cargas para provocar su hundimiento, especialmente los submarinos.
—Desgraciadamente —dijo Padorin—, por lo general no están armadas, y solamente puede activarlas el comandante. Después del incidente con el Storozhevoy, en la Administración Política General tuvimos que aceptar que un accidente como ése era realmente posible, y que su manifestación más perjudicial iba a afectar a un submarino lanzamisiles.
—Ah —observó Narmonov—, el chico es mecánico de misiles.
—No, camarada, es cocinero en la nave —replicó Padorin.
—¡Magnífico! ¡Se pasa todo el día pelando patatas! —Las manos de Narmonov volaron al aire; su actitud esperanzada desapareció instantáneamente y quedó reemplazada por una visible cólera—. ¿Está dispuesto a renunciar ya, Padorin?
—Camarada Presidente, la tarea encubierta que tiene es mejor de lo que usted puede imaginar. —Padorin no se amedrentó, deseando mostrar a esos hombres de qué estaba hecho—. En el Octubre Rojo, los sectores de los oficiales y la cocina se encuentran a popa. El alojamiento de los tripulantes está a proa, ellos comen allí pues no tienen un comedor separado, y la sala de misiles está entre ambos sectores. Siendo cocinero, el muchacho debe viajar hacia atrás y adelante muchas veces por día y su presencia en ningún sitio en particular puede llamar la atención. La congeladora de alimentos está ubicada junto a la cubierta inferior de misiles, adelante. No hemos planeado que deba activar las cargas para hundir la nave. Hemos pensado en la posibilidad de que el comandante las desarme. Camaradas, hemos analizado cuidadosamente estas medidas.
—Continúe —gruñó Narmonov.
—Como explicó antes el camarada Gorshkov, el Octubre Rojo lleva veintiséis misiles Seahawk. Son cohetes de combustible sólido, y uno de ellos tienen instalado un paquete-seguro de alcance.
—¿Seguro de alcance? —Narmonov se mostró curioso.
Hasta ese momento, los otros oficiales militares que participaban de la reunión —ninguno de ellos miembro del Politburó— se habían mantenido en silencio. Padorin quedó sorprendido cuando se oyó la voz del general V. M. Vishenkov, comandante de las Fuerzas Estratégicas de Proyectiles Balísticos.
—Camaradas, ese mecanismo fue ideado en mi división hace algunos años. Como ustedes saben, cuando efectuamos pruebas con nuestros misiles, les instalamos paquetes de seguridad para hacerlos explotar si se apartan de su curso. De lo contrario, podrían caer en una de nuestras propias ciudades. Pero nuestros misiles operativos no los llevan… por la sencilla razón de que los imperialistas podrían hallar la forma de hacerlos explotar en vuelo.
—Ya veo, nuestro joven camarada hará volar el misil. ¿Y qué ocurrirá con las cabezas nucleares? —preguntó Narmonov. Entrenado en ingeniería, siempre se sentía atraído por una explicación técnica, y siempre lo impresionaba cuando era clara e inteligente.
—Camarada —continuó Vishenkov—, las cabezas nucleares de los misiles son armadas por acelerómetros. Por lo tanto, no pueden armarse hasta que el misil no alcanza la velocidad total programada. Los norteamericanos usan el mismo sistema, y por la misma razón, para impedir el sabotaje. Estos sistemas de seguridad son absolutamente fiables. Se podría lanzar uno de los vehículos de reingreso desde lo alto de la torre de transmisión de televisión de Moscú sobre una plataforma de acero, y no explotaría. —El general se refería a la imponente torre de televisión cuya construcción había supervisado personalmente Narmonov cuando era titular del Directorio Central de Comunicaciones. Vishenkov era un hábil operador político.
—En el caso de un cohete de combustible sólido —continuó Padorin, reconociendo su deuda con Vishenkov, preguntándose qué le pediría a cambio y abrigando la esperanza de vivir lo suficiente como para dárselo— el paquete-seguro enciende simultáneamente las tres etapas del misil.
—¿De modo que el misil solamente despega? —preguntó Alexandrov.
—No, camarada académico. Podría hacerlo la etapa superior, si pudiera irrumpir a través de la tapa del tubo del misil, y esto inundaría la sala de misiles causando el hundimiento del submarino. Pero aunque eso no sucediera, en cualquiera de las dos primeras etapas hay suficiente energía térmica como para reducir a todo el submarino a una masa de hierro fundido, veinte veces lo necesario para hundirlo. Hemos entrenado a Loginov para que anule el sistema de alarma de la tapa del tubo del misil, active el paquete-seguro, ponga en marcha un medidor de tiempo, y efectúe el escape.
—¿No sólo para destruir la nave? —preguntó Narmonov.
—Camarada secretario general —dijo Padorin—, es demasiado pedir a un hombre joven que cumpla con su deber sabiendo que eso significa para él una muerte segura. No seríamos realistas si esperáramos eso. Debe tener por lo menos la posibilidad de escapar; de lo contrario, la debilidad humana podría llevar todo al fracaso.
—Es razonable —dijo Alexandrov—. Los hombres jóvenes están motivados por la esperanza, no por el miedo. En este caso, el joven Lonnov esperará una considerable recompensa.
—Y la tendrá —dijo Narmonov—. Haremos todos los esfuerzos para salvar a ese muchacho, Gorshkov.
—Si es verdaderamente fiable —hizo notar Alexandrov.
—Yo sé que mi vida depende de esto, camarada académico —dijo Padorin, con su espalda todavía erguida. No obtuvo una respuesta verbal, sólo cabeceos de asentimiento de la mitad de los presentes. Había afrontado antes la muerte, y estaba en la edad en que sigue siendo lo último que un hombre necesita afrontar.
La Casa Blanca.
Arbatov entró en la Oficina Oval a las cinco menos diez. Encontró al Presidente y al doctor Pelt sentados en cómodos sillones frente al escritorio del jefe del ejecutivo.
—Acérquese, Alex. ¿Café? —El Presidente señaló una bandeja apoyada en la esquina de su escritorio. Ese día había resuelto no beber, y Arbatov lo notó.
—No, gracias, señor Presidente. Puedo preguntar…
—Creo que hemos encontrado su submarino, Alex —respondió Pelt—. Acaban de traer estos despachos y en estos momentos estamos controlándolos. —El consejero levantó una carpeta de anillos para formularios de mensajes.
—¿Dónde está?, ¿puedo preguntarlo? —La cara del embajador se mantenía inmutable.
—Aproximadamente a unas trescientas millas al nordeste de Norfolk. No lo hemos localizado con exactitud. Uno de nuestros buques registró una explosión submarina en la zona… no, no es así. Había sido grabado de un buque, y cuando controlaron las cintas pocas horas después, creyeron oír a un submarino que explotaba y se hundía. Lo lamento, Alex —dijo Pelt—. No debía haber leído todo esto sin un intérprete. ¿La Marina de ustedes también habla en su propia jerga?
—A los oficiales no les gusta que los civiles los comprendan —sonrió Arbatov—. Sin duda esto ha sido así desde que el primer hombre levantó una piedra.
—De todos modos, en este momento ya tenemos buques y aviones rastreando en la zona.
El Presidente levantó la mirada.
—Alex, hablé con el jefe de operaciones navales, Dan Foster, hace unos minutos. Dijo que no había que esperar sobrevivientes. Allí el mar tiene más de trescientos metros de profundidad, y usted sabe cómo es el tiempo. Dicen que está exactamente en el borde de la plataforma continental.
—El Cañón Norfolk, señor —agregó Pelt.
—Estamos realizando una búsqueda minuciosa —continuó el Presidente—. La Marina va a llevar allí cierto equipo especializado en rescate, materiales y toda esa clase de cosas. Si localizan el submarino, haremos bajar a alguien hasta ellos, por la posibilidad de que pudiera haber sobrevivientes. Por lo que me dijo el comandante de operaciones navales, la habría en caso de que las separaciones interiores —mamparos, creo que los llamó— estén intactos. EL otro interrogante es su disponibilidad de aire, dijo. Me temo que las horas que pasan empeoran cada vez más su situación. Todo este equipo fantásticamente costoso que les compramos… y ellos no son capaces de localizar un maldito objeto prácticamente frente a nuestra costa.
Arbatov hizo un registro mental de esas palabras. Constituirían un valioso informe de inteligencia. A veces, el Presidente dejaba…
—A propósito, señor embajador, ¿qué estaba haciendo exactamente su submarino en ese lugar?
—No tengo idea, doctor Pelt.
—Espero que no haya sido un submarino lanzamisiles —comentó Pelt—. Tenemos un acuerdo para mantenerlos alejados quinientas millas de las costas. Naturalmente, los restos van a ser inspeccionados por nuestra nave de rescate. Entonces sabremos si es realmente un submarino lanzamisiles, y en ese caso…
—He tomado nota de su observación. Aun así, ésas son aguas internacionales.
El Presidente se volvió y habló con suavidad.
—También lo son las del Golfo de Finlandia, Alex, y, si no me equivoco, las del Mar Negro. —Dejó pendiente en el aire su advertencia por un momento—. Sinceramente espero que no estemos volviendo otra vez a esa clase de situaciones. ¿Se trata de un submarino lanzamisiles, Alex?
—Con toda honestidad, señor Presidente, no tengo idea. Por cierto, preferiría saber que no lo es.
El Presidente se dio cuenta de todo el cuidado que había puesto para expresar la mentira. Se preguntaba si los rusos admitirían que había allí un comandante insubordinado al cumplimiento de sus órdenes. No, probablemente dirían que había sido un error de navegación.
—Muy bien. De cualquier manera, nosotros realizaremos nuestras operaciones de búsqueda y rescate. Y sabremos muy pronto de qué clase de nave estamos hablando. —El Presidente pareció repentinamente inquieto—. Otra de las cosas de que habló Foster. Si encontramos cadáveres, perdón por la tosquedad en un sábado por la tarde, supongo que usted deseará que se los lleve de vuelta a su país.
—No he recibido ninguna instrucción en ese sentido —contestó el embajador, esta vez con la verdad, tomado fuera de guardia.
—Me han explicado con lujo de detalles los efectos que causa en los hombres una muerte como ésa. En términos simples, son aplastados por la presión del agua, algo nada agradable de ver, según me dicen. Pero eran hombres, y merecen cierta dignidad aun en la muerte.
Arbatov aceptó la opinión.
—Entonces, si eso es posible, creo que el pueblo soviético va a apreciar ese gesto humanitario.
—Haremos todo lo que podamos.
Y lo mejor que podían los norteamericanos, recordó Arbatov, incluía una nave llamada el Glomar Explorer. Ese famoso buque de exploración había sido construido por la CIA para cumplir el propósito específico de recuperar un submarino soviético lanzamisiles clase Golf desde el fondo del Océano Pacífico. Después, había quedado en depósito, esperando sin duda la próxima oportunidad similar. La Unión Soviética no podría hacer nada para impedir la operación, a pocos centenares de millas de la costa norteamericana, y a trescientas millas de la base naval más importante de Estados Unidos.
—Confío en que serán observados los preceptos de las leyes internacionales, caballeros. Es decir, con respecto a los restos de la nave y los cadáveres de los tripulantes.
—Por supuesto, Alex. —El Presidente sonrió, señalando con un gesto un memorándum que estaba sobre su escritorio. Arbatov luchó para no perder el control. Lo habían llevado por ese camino como a un colegial, olvidando que el Presidente norteamericano había sido un consumado táctico en las cortes, algo para lo que la vida no prepara a los hombres en la Unión Soviética, y conocía todas las triquiñuelas legales. ¿Por qué era tan fácil subestimar a ese bastardo?
También el Presidente estaba luchando para autocontrolarse. No era frecuente que pudiera ver a Arbatov nervioso y confundido. Era un adversario astuto, y no resultaba fácil tomarlo desprevenido. Si reía, podría echarlo a perder todo.
El memorándum del fiscal general había llegado esa mañana. Decía:
Señor Presidente,
De acuerdo con su requerimiento, he solicitado al jefe de nuestro departamento de leyes marítimas que revise el problema de las leyes internacionales referidas a la propiedad de las naves hundidas o abandonadas, y la ley de salvamento referida a esas naves. Existe abundante jurisprudencia sobre el tema. Un simple ejemplo es Dalmas y Stathos (84FSuff. 828,1949 A.M.C. 770 S.D.N.Y. 1949):
No surge aquí ningún problema de ley extranjera, ya que está perfectamente establecido que «el salvamento es un hecho que se desprende del jus gentium, y no depende ordinariamente de la ley interna de países en particular».
La base internacional que lo sustenta es la Convención de Salvamento de 1910 (Bruselas), que codificó la naturaleza transnacional de las leyes marítimas y de salvamento. Esto fue ratificado por Estados Unidos en el Acta de Salvamento de 1912,37 Stat. 242, (1912), 46U, S.C.A. 727-731; y también en 37 Stat. 1658 (1913).
—Las leyes internacionales van a ser observadas, Alex —prometió el Presidente—. En todos sus puntos. —«Y cualquier cosa que obtengamos», pensó, «será llevada al puerto más próximo, Norfolk, donde será entregada al receptor de restos de naufragios, un funcionario federal saturado de trabajo. Si los soviéticos quieren que se les devuelva algo, tendrán que iniciar acción en una corte marítima, lo que significa la corte del distrito federal con asiento en Norfolk, donde, si el juicio tuviera éxito (después de determinar el valor de la propiedad salvada, y después que la Marina de Estados Unidos recibiera adecuados honorarios por su esfuerzo de salvataje, también determinados por la corte) los restos serían entregados a sus dueños legítimos. Claro que, la corte del distrito federal en cuestión tenía, en el último control, once meses de atraso en el tratamiento de casos pendientes».
Arbatov enviaría un cable a Moscú sobre todo eso. De poco serviría. Estaba seguro de que el Presidente disfrutaría de un perverso placer en manipular el grotesco sistema legal norteamericano en su propia ventaja, señalando durante todo el tiempo que, como presidente, él estaba constitucionalmente impedido de interferir en el trabajo de los tribunales.
Pelt miró su reloj. Había llegado casi la hora de la siguiente sorpresa. No podía menos que admirar al Presidente. Un hombre que pocos años antes sólo tenía limitados conocimientos de asuntos internacionales, había aprendido rápido. Ese hombre aparentemente sencillo, que hablaba con calma y en voz baja, tenía sus mejores momentos en las situaciones cara a cara y, después de una experiencia de una vida como fiscal, todavía amaba el juego de la negociación y el intercambio táctico. Parecía capaz de manipular a la gente con una habilidad terriblemente natural. Sonó el teléfono y Pelt lo atendió, exactamente en su momento.
—Habla el doctor Pelt. Sí, almirante… ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Solamente uno? Comprendo… ¿Norfolk? Gracias, almirante, son muy buenas noticias. Informaré de inmediato al Presidente. Por favor, manténganos informados. —Pelt se volvió—. ¡Tenemos uno vivo, Santo Dios!
—¿Un sobreviviente que salió del submarino perdido? —El Presidente se puso de pie.
—Bueno, es un marinero ruso. Lo recogió un helicóptero hace una hora, y ahora lo están llevando al hospital de la base de Norfolk. Lo recogieron a doscientas noventa millas al nordeste de Norfolk, de modo que, al parecer, todo coincide. Los hombres del buque dicen que está muy mal, pero el hospital ya lo está esperando.
El Presidente caminó hacia su escritorio y levantó el teléfono.
—Grace, comuníqueme con Dan Foster de inmediato… Almirante, habla el Presidente. Ese hombre que recogieron, ¿cuánto tardará en llegar a Norfolk? ¿Otras dos horas? —Hizo una mueca—. Almirante, llame por teléfono al hospital naval y dígales que yo digo que deben hacer todo lo que puedan por ese hombre. Quiero que lo traten como si fuera mi hijo ¿está claro? Muy bien. Quiero informes horarios sobre su condición. Quiero en esto la mejor gente que tenemos, la mejor. Gracias, almirante. —Colgó el aparato—. ¡Muy bien!
—Quizás hemos sido demasiado pesimistas, Alex —dijo Pelt en tono más confiado.
—¿Nos permitirán ver a nuestro hombre? —preguntó de inmediato Arbatov.
—Por supuesto —respondió el Presidente—. Usted tiene un médico en la embajada, ¿no es así?
—Sí, señor Presidente, tenemos uno.
—Llévelo también a él. Tendrá las mismas facilidades que usted. Yo me ocuparé de eso. Jeff, ¿están buscando otros sobrevivientes?
—Sí, señor Presidente. Hay una docena de aviones en la zona en este mismo momento, y otros dos buques en camino.
—¡Bien! —El Presidente juntó las manos, entusiasmado como un chico en una juguetería—. Bueno, si podemos encontrar algunos otros sobrevivientes tal vez podamos dar a su país un significativo regalo de Navidad, Alex. Haremos todo lo que podamos, tiene mi palabra en ese sentido.
—Es muy amable de su parte señor Presidente. Comunicaré de inmediato a mi país estas felices noticias.
—No tan pronto, Alex. —El jefe del ejecutivo levantó una mano—. Yo diría que esto bien vale un trago.