HMS Invincible.
Ryan se despertó en la oscuridad. En las dos pequeñas ventanas del camarote estaban corridas las cortinas. Sacudió varias veces la cabeza para despejarla y empezó a calcular qué estaría ocurriendo a su alrededor. Las olas mecían al Invincible, pero no tanto como antes. Se puso de pie para mirar hacia fuera por una de las ventanillas y pudo ver el último resplandor de la puesta de sol debajo de algunas nubes que corrían por el cielo. Miró su reloj e hizo algunos torpes cálculos aritméticos mentales, llegando a la conclusión de que eran las seis de la tarde, hora local. Eso significaba unas seis horas de sueño. Después de pensarlo se sintió bastante bien. Un ligero dolor de cabeza debido al coñac —lo que no ayudaba a la teoría de que la buena bebida no deja rastros al día siguiente— y los músculos algo rígidos. Hizo unas cuantas flexiones para aflojar las rodillas.
Había un pequeño cuarto de baño contiguo a la cabina. Ryan se mojó la cara y enjuagó la boca, sin voluntad para mirarse en el espejo. Pero decidió que debía hacerlo. Falso o no, tenía puesto el uniforme de su país y eso lo obligaba a estar presentable. Le llevó un minuto peinarse y poner en orden su uniforme. La CIA había hecho un buen trabajo de sastrería, teniendo en cuenta el escaso tiempo. Cuando terminó, atravesó la puerta para entrar en la sala del almirante.
—¿Se siente mejor, Jack? —El almirante White le señaló una bandeja llena de tazas. Era sólo té, pero era algo para empezar.
—Gracias, almirante. Esas pocas horas realmente me han ayudado. Supongo que estoy a tiempo para la cena.
—Desayuno —lo corrigió White riendo.
—¿Qué? Bueno, discúlpeme, almirante. —Ryan volvió a sacudir la cabeza. Se sentía todavía un poco confundido.
—Eso es una salida de sol, capitán. Hubo un cambio de órdenes y estamos otra vez con rumbo al oeste. El Kennedy va hacia el este a toda velocidad, y nosotros ocuparemos la posición cercana a la costa.
—¿Quién lo dijo, señor?
—El Comandante en Jefe del Atlántico. Supongo que Joshua no se sintió demasiado feliz. Usted deberá quedarse con nosotros por el momento y, dadas las circunstancias, lo más razonable me pareció que era dejarlo dormir. Parecía necesitarlo realmente.
Deben de haber sido dieciocho horas, pensó Ryan. No era de extrañar que se sintiera entumecido.
—Se le ve mucho mejor —opinó el almirante White desde su sillón tapizado en cuero. Se puso de pie, tomó a Ryan por el brazo y lo llevó hacia popa.
—Ahora iremos a tomar el desayuno. Lo estaba esperando. El capitán Hunter le explicará las nuevas órdenes. Me han dicho que el tiempo se mantendrá claro por unos días. Las asignaciones de los buques de escolta están siendo modificadas. Nosotros vamos a operar en conjunto con el grupo de ustedes, del New Jersey. Nuestras operaciones antisubmarinas comienzan formalmente dentro de doce horas. Está bien que haya podido dormir unas horas más, muchacho. Le hacían mucha falta.
Ryan se pasó la mano por la cara.
—¿Puedo afeitarme, señor?
—Todavía permitimos las barbas. Que espere hasta después del desayuno.
La cámara del almirante en el Invincible no era exactamente tan lujosa como la del Kennedy… pero no estaba lejos. White disponía de un comedor privado. Un camarero de librea blanca los sirvió a la perfección. Había un tercer lugar dispuesto para Hunter, que apareció pocos minutos después. Cuando empezaron a hablar el camarero se retiró.
—Dentro de dos horas vamos a encontrarnos con dos de las fragatas de ustedes, de la clase Knox. Ya las tenemos en el radar. Otras dos 1052, un buque tanque y dos Perry se reunirán con nosotros en las próximas treinta y seis horas. Estaban regresando a casa desde el Mediterráneo. Con nuestras propias escoltas, un total de nueve buques de guerra. Una colección respetable, me parece. Trabajaremos hasta quinientas millas de la costa, con la fuerza New Jersey-Tarawa a doscientas millas al oeste de nosotros.
—¿EL Tarawa? ¿Para qué necesitamos un regimiento de infantes de marina? —preguntó Ryan.
Hunter le explicó brevemente.
—No es una mala idea. Lo curioso es que, al enviar al Kennedy a toda marcha hacia las Azores, quedamos nosotros como custodios de la costa de Estados Unidos —sonrió Hunter—. Ésta debe ser la primera vez que la Marina Real cumple esa misión…, naturalmente, desde la época en que dejó de pertenecernos.
—¿Contra qué debemos actuar?
—Los primeros Alfa llegarán a la costa de ustedes esta noche; son cuatro, y vienen a la cabeza de los demás. La fuerza de superficie soviética dejó atrás Islandia anoche. Está dividida en tres grupos. Uno está formado alrededor del portaaviones Kiev, dos cruceros y cuatro destructores; el segundo, probablemente la fuerza insignia, está integrada por el Kirov, con otros tres cruceros y seis destructores y, el tercero está centrado en el Moskva, con tres cruceros más y siete destructores. Pienso que los soviéticos querrán usar los grupos del Kiev y del Moskva más cerca de la costa, mientras el Kirov los protege desde fuera… pero el cambio de posición del Kennedy hará que vuelvan a considerarlo. De cualquier manera, la fuerza total lleva una cantidad importante de misiles superficie-superficie y, potencialmente, estamos muy expuestos. Para disminuir ese riesgo, su Fuerza Aérea nos envía un E-3 Sentry, que debe llegar dentro de una hora, para practicar con nuestros Harrier, y cuando estemos un poco más al oeste, dispondremos de apoyo aéreo adicional, de unidades con base en tierra. En general, nuestra posición no es nada envidiable, pero la de Iván lo es menos. ¿Y en cuanto al problema de encontrar al Octubre Rojo? —Hunter se encogió de hombros—. Nuestra forma de conducir la búsqueda dependerá de cómo se desplieguen los rusos. Por el momento estamos haciendo algunas operaciones de rastreo. El primer Alfa está a ochenta millas al noroeste de nosotros, navegando a más de cuarenta nudos, y tenemos un helicóptero que lo vigila… Eso es aproximadamente todo —concluyó el oficial de operaciones de la flota—. ¿Quiere reunirse abajo con nosotros?
—¿Almirante? —Ryan quería conocer el centro de informaciones de combate del Invincible.
—Por supuesto.
Treinta minutos más tarde, Ryan se encontraba en una sala silenciosa y oscurecida cuyas paredes estaban formadas por paneles de cristal para gráficos y un compacto grupo de instrumentos electrónicos. El Océano Atlántico estaba lleno de submarinos rusos.
La Casa Blanca.
El embajador soviético entró en la Oficina Oval con un minuto de adelanto, a las diez y cincuenta y nueve de la mañana. Era un hombre bajo, gordo, de cara ancha con facciones eslavas y unos ojos que habrían sido el orgullo de un jugador profesional. No revelaban absolutamente nada. Era un diplomático de carrera, que había actuado en una cantidad de cargos en el mundo occidental, y pertenecía —desde hacía treinta años— al departamento de Relaciones Exteriores del Partido Comunista.
—Buenos días, señor Presidente, doctor Pelt. —Alexei Arbatov saludó con una leve inclinación de cabeza a ambos hombres. El Presidente, él lo notó de inmediato, se hallaba sentado detrás de su escritorio. En todas las oportunidades anteriores en que había estado allí, el Presidente se había adelantado para estrecharle la mano, sentándose luego a su lado.
—Sírvase un poco de café, señor embajador —ofreció Pelt.
El asesor especial del Presidente para asuntos de seguridad nacional era un buen conocido de Arbatov. Jeffrey Pelt era un académico del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales de la Universidad de Georgetown, un enemigo… pero un enemigo kulturny de buenas maneras. A Arbatov le encantaban todas las delicadezas de la conducta formal. Ese día, Pelt se hallaba de pie al lado de su jefe, poco dispuesto a acercarse demasiado al oso ruso. Arbatov no se sirvió café.
—Señor embajador —empezó Pelt—, hemos notado un preocupante aumento de la actividad naval soviética en el Atlántico Norte.
—¿Ah, sí? —Las cejas de Arbatov se dispararon hacia arriba en una muestra de sorpresa que no engañaba a nadie, y él lo sabía—. No tengo conocimiento de eso. Como ustedes saben, nunca he sido marino.
—¿Por qué no nos dejamos de tonterías, señor embajador? —dijo el Presidente. Arbatov no se permitió a sí mismo que la vulgaridad lo sorprendiera. Hacía parecer muy ruso al Presidente norteamericano y, al igual que las autoridades soviéticas, parecía necesitar a su lado a un profesional como Pelt para suavizar las aristas—. Ustedes tienen en este momento cerca de cien naves de guerra operando en el Atlántico Norte o navegando hacia allí. El presidente Narmonov y mi predecesor acordaron hace algunos años que ninguna operación semejante se realizaría sin previa notificación. Como usted sabe, el propósito de ese acuerdo era evitar actos que pudieran parecer indebidamente provocativos para uno u otro lado. Ese acuerdo ha sido respetado… hasta ahora.
—Y bien, mis asesores militares me dicen que lo que está ocurriendo se parece mucho a un ejercicio de guerra, y por cierto, podría ser precursor de una guerra. ¿Cómo podemos saber la diferencia? Sus buques están ahora pasando al este de Islandia, y pronto estarán en una posición desde la cual pueden amenazar nuestras rutas comerciales con Europa. Esta situación es por lo menos inquietante, y en otro extremo, una provocación grave y absolutamente injustificada. Todavía no se ha hecho público el alcance de este acto. Pero eso cambiará, y cuando cambie, Alex, el pueblo norteamericano exigirá acción por mi parte. —El Presidente hizo una pausa, esperando una respuesta, pero sólo obtuvo una señal de asentimiento con la cabeza. Pelt continuó en su nombre—. Señor embajador, a su país le ha parecido conveniente violar un acuerdo que durante años ha sido un modelo de cooperación Este Oeste. ¿Cómo puede usted esperar que no veamos en esto una provocación?
—Señor Presidente, doctor Pelt, honestamente no tenía conocimiento de esto. —Arbatov mintió con la mayor sinceridad—. Tomaré contacto de inmediato con Moscú para averiguar los hechos. ¿Desea usted que transmita algún mensaje?
—Sí. Como comprenderán usted y sus superiores en Moscú —dijo el Presidente—, vamos a desplegar nuestros buques y aviones para observar a los de ustedes. La prudencia lo requiere. No tenemos ningún deseo de interferir en ninguna operación legítima en que estén empeñadas sus fuerzas. No es nuestra intención incurrir a la vez nosotros en una provocación, pero según los términos de nuestro acuerdo tenemos derecho a saber qué está pasando, señor embajador. Hasta este momento, estamos imposibilitados de impartir órdenes adecuadas a nuestros hombres. Sería bueno que su gobierno considerara que la circunstancia de tener tantos buques de ustedes y tantos nuestros, aviones de ustedes y aviones nuestros en semejante promiscuidad configura una situación particularmente arriesgada. Pueden ocurrir accidentes. Cualquier acción de uno u otro lado, que en otro momento hubiera parecido inofensiva, puede resultar ahora algo completamente diferente. Así han comenzado algunas guerras, señor embajador. —El Presidente se apoyó en su respaldo para permitir que ese último pensamiento flotara en el aire durante un momento. Al continuar, habló con mayor suavidad—. Por supuesto que veo esa posibilidad como muy remota, ¿pero no es una irresponsabilidad correr semejante riesgo?
—Señor Presidente, usted ha expresado muy bien su punto de vista, como siempre, pero como usted sabe, el mar es libre para el pasaje de todos y…
—Señor embajador —interrumpió Pelt—, considere una simple analogía. El vecino de la casa contigua empieza a patrullar su jardín con una escopeta cargada, mientras los hijos de usted juegan en su propio jardín. En este país, esa acción sería técnicamente legal. Aun así, ¿no sería para usted un motivo de preocupación?
—Sí lo sería, doctor Pelt, pero la situación que usted describe es muy diferente…
En ese momento fue el Presidente quien interrumpió.
—Por cierto que lo es. La situación que se nos ha presentado es mucho más peligrosa. Es la violación de un acuerdo, y eso es para mí extremadamente inquietante. Yo había confiado en que estaríamos entrando en una nueva era en las relaciones soviético-norteamericanas. Hemos arreglado nuestras diferencias de comercio. Acabamos de concluir un nuevo acuerdo sobre cereales. Usted mismo tuvo una importante participación en eso. Hemos estado progresando, señor embajador… ¿Significa esto el final? —El Presidente sacudió enfáticamente la cabeza—. Espero que no, pero la elección es de ustedes. Las relaciones entre nuestros dos países sólo pueden basarse en la confianza. Señor embajador, espero no haberlo alarmado. Como usted sabe, tengo la costumbre de hablar con franqueza. Personalmente, aborrezco el resbaladizo disimulo de la diplomacia. En momentos como éste, debemos comunicarnos rápida y claramente. Tenemos ante nosotros una situación peligrosa, y debemos trabajar juntos, sin pérdida de tiempo, para resolverla. Mis comandantes militares están tremendamente preocupados, y yo necesito saber, hoy mismo, qué están haciendo las fuerzas navales soviéticas. Espero una respuesta para esta tarde a las siete. De no ser así, me pondré en línea directa con Moscú para exigirla.
Arbatov se puso de pie.
—Señor Presidente, voy a transmitir su mensaje dentro de una hora. Pero, por favor, no olvide la diferencia horaria entre Washington y Moscú.
—Sé que acaba de comenzar el fin de semana, y que la Unión Soviética es el paraíso de los trabajadores, pero confío que algunas de las autoridades de su país estén todavía en su puesto. De todos modos, no voy a entretenerlo más. Buenos días.
Pelt acompañó afuera a Arbatov, luego volvió y se sentó.
—Tal vez fui un poco demasiado duro con él —dijo el Presidente.
—Sí, señor —Pelt pensaba que había sido extremadamente duro. Sentía muy poco afecto hacia los rusos, pero le gustaban las delicadezas de la diplomacia—. Creo poder decir que tuvo éxito en lograr que su mensaje cumpliera su objetivo.
—Él lo sabe todo.
—Lo sabe todo. Pero no sabe que nosotros lo sabemos.
—Eso creemos —el Presidente hizo una mueca—. ¡Qué maldito juego de locos es éste! Y pensar que yo estaba haciendo una linda y segura carrera metiendo mafiosos en la cárcel… ¿Usted cree que morderá el anzuelo que le puse?
—¿Operaciones legítimas? ¿Vio usted cómo se le crisparon las manos al oírlo? Se va a aferrar a eso como un pulpo a su presa. —Pelt caminó unos pasos para servirse media taza de café. Le encantaba que la vajilla tuviera un filete de oro—. Me pregunto cómo van a llamar ellos a esto. ¿Operaciones legítimas?… probablemente una misión de rescate. Si lo califican como ejercicio de la flota están admitiendo haber violado el protocolo de notificación. Una operación de rescate justifica el nivel de actividad, la velocidad con que fue ordenado todo, y la falta de publicidad. La prensa de ellos jamás informa de una cosa como ésta. Tengo el presentimiento de que van a decir que es un rescate, que ha desaparecido un submarino, hasta quizá lleguen al punto de llamarlo submarino lanzamisiles.
—No, no harán eso. No llegarán tan lejos. También tenemos ese acuerdo para mantener a nuestros submarinos lanzamisiles a quinientas millas mar adentro. Es probable que Arbatov ya tenga instrucciones sobre qué deberá decirnos, pero se tomará todo el tiempo que pueda. También es vagamente posible que no sepa nada de nada. Sabemos cómo mantienen compartimentada la información. ¿Le parece que estamos atribuyéndole una capacidad de ofuscación que realmente no tiene?
—Creo que no, señor. Uno de los principios de la diplomacia —observó Pelt—, es que se debe conocer algo de la verdad para poder mentir en forma convincente.
El Presidente sonrió.
—Bueno, han tenido tiempo suficiente como para realizar este juego. Espero que mi reacción tardía no los decepcione.
—No, señor. Hasta cierto punto, Alex debe de haber estado esperando que lo sacara por la puerta de un puntapié.
—Más de una vez me pasó la idea por la cabeza. Su encanto diplomático siempre ha sido inútil para mí. Ésa es una de las cosas de los rusos… Me recuerdan tanto a los cabecillas de la mafia a quienes yo solía acusar… El mismo barniz de cultura y buenos modales y la misma ausencia de moralidad. —El Presidente sacudió la cabeza. Estaba hablando de nuevo como un halcón—. Quédese cerca, Jeff. Dentro de unos minutos voy a recibir a George Farmer, pero quiero que usted esté conmigo cuando vuelva nuestro amigo.
Pelt regresó a su despacho, analizando la afirmación del Presidente. Admitió para sí mismo que era crudamente acertada. El peor insulto para un ruso educado era que lo llamaran nekulturny inculto —el término carecía de una traducción adecuada—; sin embargo, el mismo hombre sentado en un palco de la ópera del Estado de Moscú, llorando al final de una representación de Boris Godunov, era capaz de volverse inmediatamente y ordenar el encarcelamiento o ejecución de cien hombres sin pestañear. Un pueblo extraño, hecho aún más extraño por su filosofía política. Pero el Presidente tenía muchas aristas, y Pelt habría deseado que aprendiera a suavizarlas. Una cosa era un discurso frente a la Legión Americana y otra muy diferente una discusión con el embajador de una potencia extranjera.
Dirección General de la CIA.
—CARDINAL tiene problemas, juez. —Ritter se sentó.
—No me sorprende. —Moore se quitó los lentes y se restregó los ojos. Algo que Ryan no había visto era la nota del jefe de estación en Moscú, diciendo que, para sacar su último mensaje, CARDINAL se había saltado la mitad de los eslabones de la cadena de correo que unía al Kremlin con la embajada de Estados Unidos. EL agente se estaba haciendo demasiado osado con la edad—. ¿Qué dice exactamente el jefe de estación?
—Se supone que CARDINAL está en el hospital con neumonía. Tal vez sea cierto, pero…
—Se está haciendo viejo, y en Rusia es invierno, pero ¿quién cree en coincidencias? —Moore bajó la mirada hacia su escritorio—. ¿Qué cree que harán si lo han descubierto?
—Morirá silenciosamente. Depende de quién lo haya descubierto. Si fue la KGB, tal vez quieran aprovecharlo, especialmente desde que nuestro amigo Andropov se llevó con él mucho del prestigio que tenían cuando se marchó. Pero no lo creo. Teniendo en cuenta quién es su protector, eso levantaría demasiado jaleo. Lo mismo si fue la GRU quien lo descubrió. No, lo meterán en la cárcel durante unas pocas semanas, y después, silenciosamente, lo harán desaparecer. Un juicio público sería demasiado contraproducente.
El juez Moore frunció el entrecejo. Parecían médicos que discutían sobre un paciente condenado. Él ni siquiera sabía cómo era CARDINAL físicamente. En algún lugar del archivo existía una fotografía, pero no la había visto nunca. Así era más fácil. Como juez de una corte de apelaciones nunca había tenido que mirar a los ojos de un acusado; se limitaba a revisar la ley en forma independiente. Trató de mantener en su gobierno de la CIA la misma modalidad. Moore sabía que eso podía ser apreciado como cobardía, y no era exactamente lo que la gente esperaba de un director general de la Central de Inteligencia… pero también los espías envejecen, y los viejos desarrollan conciencias y dudas que difícilmente inquietan a los jóvenes. Era hora de dejar la «Compañía». Casi tres años, era suficiente. Ya había cumplido con lo que se esperaba de él.
—Diga al jefe de estación que se mantenga apartado. Que no haga ningún tipo de investigación referida a CARDINAL. Si está realmente enfermo, pronto volveremos a tener noticias de él. Si no, también lo sabremos, y mucho antes.
—Perfecto.
Ritter había tenido éxito en la confirmación del informe de CARDINAL. Un agente informó que la flota partía con oficiales políticos adicionales; otro, que la fuerza de superficie estaba al mando de un marino académico, amigo incondicional de Gorshkov, que había volado a Severomorsk y abordado el Kirov minutos antes de que soltara amarras. El arquitecto naval de quien se creía era el diseñador del Octubre Rojo parecía haberse embarcado con aquél. Un agente británico informaba que se había llevado a bordo en forma urgente, desde sus depósitos habituales en tierra, los detonadores para las diversas armas que equipaban a los buques de superficie. Por último, había un informe sin confirmar según el cual el almirante Korov, comandante de la Flota del Norte, no se hallaba en su puesto de mando; se desconocía su paradero. Toda esa información reunida era suficiente como para confirmar el informe WILLOW, y todavía había más en camino.
La Academia Naval de Estados Unidos.
—¿Skip?
—Ah, hola, almirante. ¿Quiere venir aquí? —Tyler indicó un sillón vacío, al otro lado de la mesa.
—Recibí un mensaje del Pentágono para usted. —El director de la Academia Naval, ex oficial submarinista, se sentó—. Tienen una cita para esta noche a las siete y media. Eso es todo lo que dice.
—¡Formidable! —Tyler estaba terminando su almuerzo. Había estado trabajando casi sin parar desde el lunes en el programa de simulación. La cita significaba que esa noche tendría acceso a la Cray-2 de la Fuerza Aérea. Su programa se hallaba prácticamente listo.
—¿A qué se refiere todo esto?
—Lo siento, señor, no puedo decirlo. Usted sabe cómo son las cosas.
La Casa Blanca.
El embajador soviético regresó a las cuatro. Para evitar interferencias de la prensa, lo habían llevado al edificio de la Tesorería, calle por medio con la Casa Blanca, siguiendo luego un túnel de conexión cuya existencia pocos conocían. El Presidente tuvo la esperanza de que eso hubiera resultado inquietante para el diplomático. Pelt se apresuró para estar con él cuando llegara Arbatov.
—Señor Presidente —comenzó a informar Arbatov, colocándose en rigurosa posición militar. El Presidente no sabía que el ruso hubiese tenido experiencia militar—. He recibido instrucciones para presentar a usted las excusas de mi gobierno por no haber tenido tiempo de informarle a usted sobre esto. Uno de nuestros submarinos nucleares ha desaparecido, y es presumible que lo hayamos perdido. Estamos realizando una operación de rescate de emergencia.
El Presidente hizo un sobrio movimiento de cabeza, invitando al embajador a que tomara asiento. Pelt se sentó junto a él.
—Esto es en cierta forma embarazoso, señor Presidente. En nuestra Marina, como en la suya, el servicio en un submarino nuclear es un destino de la mayor importancia y, en consecuencia, los elegidos para tripularlo están entre nuestros hombres mejor formados y seguros. En este caso particular, algunos miembros de la dotación, es decir, oficiales, son hijos de altos funcionarios del partido. Uno de ellos es hijo de un miembro del Comité Central, aunque yo no sé exactamente cuál, por supuesto. El gran esfuerzo de la Marina soviética para encontrar a sus hijos es comprensible aunque debo admitir, un poco indisciplinado. —Arbatov fingía su turbación a las mil maravillas, hablando como si estuviera confiando un gran secreto de familia—. Por lo tanto, esto se ha convertido en lo que su gente llama una operación de «todo el mundo». Como indudablemente usted lo sabe, fue emprendida virtualmente de un día para otro.
—Comprendo —dijo el Presidente con amabilidad—. Eso me hace sentir un poco mejor, Alex. Jeff, me parece que la hora ya es oportuna.
—¿Por qué no nos prepara un trago? ¿Bourbon, Alex?
—Sí, gracias, señor.
Pelt se acercó hasta el gabinete de palo de rosa ubicado junto a la pared. El mueble de estilo contenía un pequeño bar, completo, con una cubitera para el hielo que se llenaba todas las tardes. Al Presidente le gustaba a veces tomar una o dos copas antes de cenar, otra cosa que hacía acordarse de Andropov y sus compatriotas. El doctor Pelt tenía amplia experiencia para hacer las funciones de barman del Presidente.
En pocos minutos regresó con tres copas en sus manos.
—Para decirle la verdad, nosotros en realidad sospechábamos que esto era una operación de rescate —dijo Pelt.
—Yo no sé cómo logramos que nuestros jóvenes hagan este tipo de trabajo. —El Presidente bebió un trago de su copa. Arbatov no se limitó tanto en la suya. Con frecuencia había dicho en las reuniones sociales que prefería el bourbon norteamericano a su nativa vodka. Tal vez era verdad—. Nosotros hemos perdido un par de submarinos nucleares, creo. ¿Cuántos ustedes, con éste, tres, cuatro?
—No lo sé, señor Presidente. Yo pienso que su información al respecto es mejor que la mía. —El Presidente notó que acababa de decir la verdad por primera vez en ese día—. Por cierto que coincido con usted en que ese trabajo es a la vez exigente y peligroso.
—¿Cuántos hombres llevaba a bordo? —preguntó el Presidente.
—No tengo idea. Unos cien más o menos, supongo. Jamás he estado a bordo de un buque de guerra.
—En su mayoría serían chicos jóvenes, probablemente, como nuestras dotaciones. Es ciertamente un triste comentario en ambos países que nuestras mutuas sospechas deban condenar a tantos de nuestros mejores muchachos a semejantes riesgos, cuando sabemos que algunos no regresarán jamás. Pero… ¿acaso puede ser de otra manera? —El Presidente hizo una pausa, volviéndose para mirar hacia fuera por los ventanales. La nieve empezaba a derretirse en el South Lawn. Había llegado el momento para el próximo paso—. Quizá podamos ayudar —ofreció el Presidente con ánimo especulativo—. Sí, tal vez podamos usar esta tragedia como una oportunidad para reducir esas sospechas aunque sea en una pequeña cuota. Tal vez podamos hacer que de esto surja algo bueno, para demostrar que nuestras relaciones realmente han mejorado.
Pelt se volvió, buscando la pipa en sus bolsillos. En sus muchos años de amistad nunca había podido comprender cómo el Presidente era capaz de llorar tanto. Pelt lo había conocido en la Universidad de Washington, donde él realizaba estudios avanzados de ciencias políticas, y el Presidente cursaba los iniciales en leyes. En esos días, el jefe del ejecutivo era presidente de la sociedad dramática. Ciertamente, el teatro de aficionado lo había ayudado en su carrera legal. Se decía que por lo menos a un amo de la mafia lo había mandado a la cárcel exclusivamente a base de retórica. El Presidente se refería al hecho como su representación sincera.
—Señor embajador, le ofrezco la ayuda y los recursos de Estados Unidos en la búsqueda de sus compatriotas perdidos.
—Eso es muy amable de su parte, señor Presidente, pero…
El Presidente levantó su mano.
—Ningún pero, Alex. Si no podemos cooperar en algo como esto, ¿cómo podemos esperar una cooperación en asuntos más serios? Si la memoria es útil, el año pasado, cuando uno de nuestros aviones, patrulleros de la Armada, se estrelló frente a las Aleutianas, uno de sus barcos de pesca —había sido una nave espía— rescató a la tripulación y les salvó la vida. Alex, estamos en deuda con ustedes por aquello, una deuda de honor, y no se ha de decir que Estados Unidos son ingratos.
—Hizo una pausa buscando efecto. —Es probable que ellos estén todos muertos, como usted sabe. No creo que haya más probabilidades de sobrevivir en un accidente de submarino que en uno grave de aviación. Pero al menos las familias de los tripulantes lo sabrán. Jeff, ¿no tenemos nosotros cierto equipo especializado para rescate de submarinos?
—¿Con todo el dinero que le damos a la Marina? Sería de extrañar que no lo tuviésemos. Llamaré a Foster para preguntarle.
—Bien —dijo el Presidente—. Alex, es esperar demasiado que nuestras mutuas sospechas se despejen por algo tan minúsculo como esto. La historia de ustedes y la nuestra conspiran contra nosotros. Pero hagamos de esto un pequeño comienzo. Si podemos estrechar las manos en el espacio o sobre una mesa de conferencias en Viena, quizá podamos hacerlo aquí también. Daré a mis comandantes las instrucciones necesarias tan pronto como terminemos aquí.
—Gracias, señor Presidente. —Arbatov ocultaba su inquietud.
—Y, por favor, transmita mis respetos al presidente Narmonov y mis sentimientos de pesar a las familias de los desaparecidos. Aprecio el esfuerzo de él, y el suyo, para que esta información nos haya llegado.
—Sí, señor Presidente. —Arbatov se puso en pie. Se retiró después de estrecharse las manos. ¿Qué se proponían realmente los norteamericanos? Él lo había advertido a Moscú: si dicen que es una operación de rescate, ellos exigirán que se les permita cooperar. Era la época de su estúpida Navidad, y a los norteamericanos les gustan los finales felices. Fue una locura no calificar las operaciones como cualquier otra cosa… Al diablo con el protocolo.
Al mismo tiempo, no pudo menos que admirar al Presidente norteamericano. Un hombre extraño, muy abierto; sin embargo, lleno de astucia. Un hombre amistoso durante la mayor parte del tiempo, pero siempre listo para sacar ventajas. Recordó historias que le había relatado su abuela, sobre cómo cambiaban bebés las gitanas. El Presidente norteamericano era muy ruso.
—Bueno —dijo el Presidente, una vez que las puertas se cerraron—, ahora podemos vigilarlos bien de cerca, y no podrán quejarse. Ellos están mintiendo y nosotros lo sabemos… pero no saben que lo sabemos. Y nosotros estamos mintiendo y ellos seguramente lo sospechan, pero no por qué estamos mintiendo. ¡Dios mío! ¿Y yo le dije esta mañana que no saber las cosas era peligroso? Jeff, he estado pensando sobre esto. No me gusta el hecho de que tantos efectivos de la Marina roja estén operando frente a nuestras costas. Ryan tenía razón. El Atlántico es nuestro océano. ¡Quiero que la Fuerza Aérea y la Marina los cubran como una maldita manta! Ese es nuestro océano, y por todos los diablos; quiero que ellos lo sepan. —El Presidente terminó su copa—. Sobre el asunto del submarino, quiero que nuestra gente le eche una buena mirada, y a cualquiera de la tripulación que quiera desertar, lo protegeremos. Silenciosamente, por supuesto.
—Por supuesto. En la práctica, tener a los oficiales es un golpe tan grande como tener el submarino.
—Pero aun así la Marina querrá conservarlo.
—Yo no veo cómo podemos hacerlo, quiero decir, sin eliminar a la tripulación, y eso no lo podemos hacer.
—De acuerdo. —El Presidente llamó a su secretaria—. Comuníqueme con el general Hilton.
El Pentágono.
El centro de computación de la Fuerza Aérea estaba en el segundo subsuelo del Pentágono. La temperatura del salón se hallaba bastante por debajo de los veinte grados centígrados. Era suficiente como para que Tyler sintiera dolor en la parte de la pierna que estaba en contacto con la prótesis de metal y plástico. Ya estaba acostumbrado a eso.
Tyler se había sentado frente a una consola de control. Acababa de finalizar un pase de prueba de su programa, denominado MORAY, por la cruel anguila que habita en los arrecifes oceánicos. Skip Tyler estaba orgulloso de su habilidad para programar. Había tomado de los archivos del Laboratorio Taylor el viejo programa dinosaurio, lo adaptó al lenguaje común de computación del departamento de Defensa, ADA —así llamado por Lady Ada Lovelace, hija de Lord Byron— y luego lo ajustó. Para la mayoría de los especialistas esa tarea habría significado un mes de trabajo. Él lo había hecho en cuatro días, dedicándole casi las veinticuatro horas del día, no sólo porque el dinero era un poderoso incentivo sino también porque el proyecto constituía un desafío profesional. Terminó la tarea con la satisfacción de que aún era capaz de cumplir un plazo imposible con tiempo de sobra. Eran las ocho de la noche. MORAY acababa de pasar la prueba de valor —una variable sin inconvenientes. Tyler estaba listo.
No había visto nunca un Cray-2, excepto en fotografías, y estaba encantado de tener la oportunidad de usarla. La Cray-2 estaba formada por cinco unidades de pura potencia eléctrica, cada una de ellas de forma aproximadamente pentagonal, de un metro ochenta de alto y uno veinte de ancho. La unidad más grande era el banco principal de procesamiento; las otras cuatro eran bancos de memoria, dispuestos en una configuración cruciforme. Tyler oprimió las teclas del mando para cargar sus juegos de variables. Para cada una de las dimensiones del Octubre Rojo —largo, ancho, alto— él introdujo diez valores numéricos probables. Luego, seis valores con sutiles diferencias para la forma del casco y sus coeficientes. Había cinco juegos para las dimensiones de los túneles. Todo eso significaba más de treinta mil permutaciones posibles. Después, introdujo dieciocho variables de potencia, para cubrir todo el espectro de posibles sistemas de máquinas. La Cray-2 absorbió esa información y colocó cada cifra en su correspondiente sitio. Estaba lista para operar.
—Muy bien —anunció Tyler al operador del sistema, un sargento mayor de la Fuerza Aérea.
—Entendido. —El sargento marcó «XQT», en su terminal. La Cray-2 empezó a trabajar.
Tyler se acercó a la consola del sargento.
—Es un programa bastante largo el que usted ha metido, señor. —El sargento puso un billete de diez dólares sobre la parte alta de la consola—. Le apuesto a que mi niña puede resolverlo en diez minutos.
—Imposible. —Tyler puso su propio billete junto al del sargento—. Quince minutos, fácil.
—¿Partimos la diferencia?
—Está bien. ¿Dónde hay un lavabo aquí cerca?
—Saliendo por la puerta, señor, gira a la derecha, baja al hall y allí está a la izquierda.
Tyler avanzó hacia la puerta. Lo irritaba un poco no poder caminar con elegancia, pero después de cuatro años el inconveniente era mínimo. Estaba vivo… y eso era lo que importaba. EL accidente había ocurrido en una noche fría y clara en Groton, Connecticut, a sólo una manzana del portón principal del astillero. Era un viernes, a las tres de la mañana, y conducía su automóvil para volver a su casa después de una jornada de veinte horas, aparejando para salir al mar en la nueva nave bajo su mando. El obrero civil del astillero también había tenido un largo día, y se detuvo en su bar favorito donde bebió demasiado, según estableció después la policía. Se subió a su coche, lo puso en marcha, y partió pasando una luz roja y chocando de costado con el Pontiac de Tyler a ochenta kilómetros por hora. Para él, el accidente fue fatal. Skip tuvo más suerte. Era en una esquina y él avanzaba con luz verde; cuando vio el morro del Ford a treinta centímetros de su puerta izquierda, era demasiado tarde. No recordaba haber entrado por el escaparate de una tienda de empeños, y toda la semana siguiente, mientras luchaba contra la muerte en el hospital de Yale-New Haven, estuvo totalmente en blanco. Su más vívido recuerdo era el despertar, ocho días después —lo sabría luego— y ver a su esposa, Jean, que le sostenía la mano. Hasta ese momento su matrimonio había funcionado con inconvenientes, lo que no era un problema infrecuente para los oficiales de los submarinos nucleares. La primera visión que tuvo de su mujer no fue muy lisonjera para ella —tenía los ojos inyectados en sangre y el pelo desarreglado— pero para él nunca había sido tan bueno verla. Nunca había apreciado todo lo importante que era para él. Mucho más importante que media pierna.
—¿Skip? ¡Skip Tyler!
El ex submarinista se volvió torpemente y vio que corría hacia él un oficial naval.
—¡Johnnie Coleman! ¿Cómo diablos te va?
En ese momento era el capitán de navío Coleman, notó Tyler. Habían estado juntos, en el mismo destino dos veces, un año en el Tecumseh y otro en el Shark. Coleman, un experto en armas, había sido comandante en un par de submarinos nucleares.
—¿Cómo está tu familia, Skip?
—Jean está muy bien. Ya tenemos cinco chicos, y viene otro en camino.
—¡Maldito! —Se estrecharon las manos con entusiasmo—. Tú siempre fuiste un enano caliente. Oí decir que estás enseñando en Annapolis.
—Sí, y además hago algo de ingeniería.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Estoy procesando un programa en la computadora de la Fuerza Aérea. Controlando una configuración de un buque nuevo, para el Comando de Sistemas Marítimos —era una historia que encubría bastante bien la verdad—. ¿Y qué estás haciendo tú?
—En la oficina del OP-02. Soy jefe de Estado Mayor del almirante Dodge.
—¿De verdad? —Tyler estaba impresionado. El vicealmirante Sam Dodge era el actual OP-02. El despacho del subjefe de operaciones navales para la guerra submarina tenía el control administrativo de todo lo relacionado con las operaciones submarinas—. ¿Tienes mucho trabajo?
—¡Tú lo sabes! Hay mierda por todas partes.
—¿Qué quieres decir? —Tyler no había visto las noticias ni leído un periódico desde el lunes.
—¿Me estás tomando el pelo?
—He estado trabajando en el programa de esta computadora veinte horas cada día desde el lunes, y ya no recibo mensajes de operaciones. —Tyler arrugó el entrecejo. Algo había oído unos días antes en la Academia pero no le prestó atención. Era de esa clase de personas que podían dedicar totalmente su cerebro a una sola cosa.
Coleman miró todo el corredor, hacia adelante y atrás. Era un viernes al anochecer, ya tarde, y estaban absolutamente solos.
—Supongo que puedo decírtelo. Nuestros amigos los rusos están desarrollando alguna clase de ejercicio mayor. Toda su Flota del Norte está en el mar, o a punto de salir. Tienen submarinos por todas partes.
—¿Haciendo qué?
—No estamos seguros. Parece como si estuvieran realizando una operación importante de búsqueda y rescate. La duda es ¿de qué? Tienen en este momento cuatro Alfa corriendo a toda marcha hacia nuestra costa, con un grupo de Victor y Charlie detrás de ellos. Al principio nos preocupaban que quisieran bloquear las rutas comerciales, pero las pasaron a toda velocidad. Se dirigen decididamente hacia nuestra costa, e independientemente de lo que estén haciendo, nos llegan toneladas de informaciones.
—¿Qué tienen en navegación?
—Cincuenta y ocho submarinos nucleares y unos buques de superficie.
—¡Dios mío! ¡El Comandante en Jefe del Atlántico debe de estar enloquecido!
—Tú lo sabes, Skip. La flota está en el mar, toda. Cada submarino nuclear que tenemos está saliendo hacia una nueva posición. Cada P-3 Lockheed que se haya fabricado se encuentra sobre el Atlántico, o volando hacia allá. —Coleman hizo una pausa—. Tú estás todavía autorizado para recibir información secreta, ¿no?
—Por supuesto, por el trabajo que hago para el grupo de Crystal City. Tomé parte en la evaluación del nuevo Kirov.
—Me pareció que ese trabajo era tuyo. Siempre fuiste un ingeniero muy bueno. ¿Sabes? EL viejo todavía sigue hablando de aquella faena que hiciste para él en el vetusto Tecumseh. Tal vez pueda hacerte entrar para que veas lo que está pasando. Sí, se lo pediré.
La primera navegación de Tyler después de graduarse en la escuela nuclear en Idaho había sido con Dodge. Había logrado efectuar entonces una difícil reparación en un equipo auxiliar del reactor dos semanas antes de lo estimado, con un poquito de esfuerzo creativo y algunos repuestos conseguidos por vía comercial. Eso había significado para él y Dodge una nota de felicitación.
—Apuesto que al viejo le encantaría verte. ¿Cuándo terminarás aquí?
—Tal vez en una media hora.
—¿Sabes dónde encontrarnos?
—¿Han trasladado la OP-02?
—Está en el mismo lugar. Llámame cuando hayas terminado. Mi número interno es 78730. ¿De acuerdo? Ahora tengo que volver.
—Muy bien. —Tyler vio desaparecer a su viejo amigo por el corredor, luego siguió su camino hacia el aseo, preguntándose tras de qué andarían los rusos. Fuera lo que fuese, bastaba para mantener trabajando en una noche de viernes, en época de Navidad, a un almirante de tres estrellas y su capitán de cuatro galones.
—Once minutos, cincuenta y tres segundos y dieciocho décimas de segundo, señor —informó el sargento, y se metió en el bolsillo los dos billetes.
El impreso de la computadora tenía más de doscientas páginas de datos. La primera página tenía el gráfico de una curva de soluciones de velocidad, y debajo de ella estaba la curva de predicción de ruido.
Las soluciones caso-por-caso estaban impresas individualmente en las páginas restantes. Las curvas, como era de esperar, eran confusas. La curva de velocidad mostraba la mayoría de las soluciones en la gama de los diez a doce nudos, y el espectro total cubría de siete a dieciocho nudos. La curva de ruido era sorprendentemente baja.
—Sargento, tiene una máquina magnífica.
—Lo creo, señor. Y de fiar. No hemos tenido un fallo electrónico desde hace un mes.
—¿Puedo usar un teléfono?
—Por supuesto, señor, elija el que usted quiera.
—Muy bien, sargento. —Tyler tomó el teléfono más cercano—. Ah, y descargue el programa.
—De acuerdo. —Escribió en el teclado ciertas instrucciones—. MORAY… desapareció. Espero que haya guardado una copia, señor.
Tyler asintió y marcó un número en el teléfono.
—OP-02, capitán Coleman.
—Johnnie, habla Skip.
—¡Qué bien! Oye, el viejo quiere verte. Ven enseguida.
Tyler guardó el impreso en su cartera y la cerró. Le dio las gracias una vez más al sargento antes de salir cojeando por la puerta y echar una última mirada a la Cray-2. Tendría que volver allí otra vez.
No pudo encontrar un ascensor que funcionara y tuvo que es forzarse subiendo una rampa no muy pronunciada. Cinco minutos después encontró a un infante de marina que hacía guardia en el corredor.
—¿Usted es el capitán de fragata Tyler, señor? —preguntó el guardia—. ¿Puedo ver algún documento de identificación, por favor?
Tyler mostró al cabo su pase del Pentágono, preguntándose cuántos oficiales ex submarinistas y cojos podían existir.
—Gracias, capitán. Por favor, siga por el corredor. ¿Usted conoce la oficina, señor?
—Sí, gracias, cabo.
El vicealmirante Dodge estaba sentado en una esquina del escritorio, leyendo algunos mensajes impresos en papel transparente. Era un hombre pequeño y agresivo, que se había destacado al mando de tres submarinos, dedicándose luego a impulsar a través de su largo y lento desarrollo a los submarinos de ataque clase Los Angeles.
En ese momento era el «Grand Dolphin», el antiguo almirante que ¡Cristo!, libraba todas las batallas con el Congreso.
—¡Skip Tyler! ¡Te veo muy bien, muchacho! —Dodge echó una furtiva mirada a la pierna de Tyler mientras se acercaba para darle la mano—. Me han dicho que estás haciendo un gran trabajo en la Academia.
Tyler movió la cabeza con expresión seria.
—Es bastante bueno, señor. A veces hasta me dejan estudiar al adversario en algunos juegos de pelota.
—Huumm, qué lástima que no te dejaron estudiar el equipo de Ejército.
Tyler movió teatralmente la cabeza.
—Lo hice, señor. Pero ocurre simplemente que ellos jugaron demasiado duro este año. Usted ha oído hablar del medio apertura que juega para ellos, ¿no?
—No, ¿qué pasa con él? —preguntó Dodge.
—Eligió blindados como destino de servicio, y lo enviaron anticipadamente a Fort Knox… no para que aprendiera sobre tanques. Para que fuera un tanque.
—¡Ja! ¡Ja! —rio Dodge—. Dice Johnnie que tienes una pandilla de chicos nuevos.
—El número seis llegará a fines de febrero —dijo orgullosamente Tyler.
—¿Seis? Tú no eres católico ni mormón, ¿no? ¿Y en qué quedó todo aquello de la incubación de pajaritos?
Tyler echó una torcida mirada a su ex jefe. Jamás había comprendido ese prejuicio en la Marina Nuclear. Venía de Rickover, quien había inventado la despreciativa expresión de incubación de pajaritos al hecho de tener más de un hijo. ¿Qué diablos tenía de malo traer hijos mundo?
—Almirante, como ya no soy un «nuclear», tengo que hacer algo por las noches y en los fines de semana. —Tyler arqueó lascivamente las cejas—. He oído decir que los rusos están haciendo de las suyas.
—Eso no tiene sentido —objetó Tyler—. No se puede hacer caso omiso de la mitad de la flota. Por supuesto, si uno va a la guerra no lo anuncia atacando con la máxima potencia a todos los buques.
Dodge se puso instantáneamente serio.
—Ya lo creo. Cincuenta y ocho submarinos de ataque, todos los submarinos nucleares de la Flota del Norte, han puesto proa hacia aquí, con un grupo grande de superficie y seguidos por la mayoría de sus fuerzas de servicio.
—¿Haciendo qué?
—Tal vez tú puedas decírmelo. Ven conmigo a mi santuario interior. —Dodge condujo a Tyler a una sala donde vio un nuevo equipo, una pantalla de proyección que mostraba el Atlántico Norte, desde el Trópico de Cáncer hasta el pack de hielo polar. Estaban representados cientos de buques. Los mercantes eran blancos y tenían banderas que identificaban su nacionalidad: las naves soviéticas eran rojas y sus formas definían el tipo de buque; los buques norteamericanos y aliados eran azules. El océano estaba casi atestado.
—Cristo. Tienes razón, muchacho.
Tyler movió la cabeza con expresión seria.
—¿Cuál es tu calificación para conocer información secreta?
—Secreto absoluto y algunas cosas especiales, señor. Veo todo lo que ellos tienen de material, y hago muchos trabajos en el Comando de Sistemas Marítimos.
—Dice Johnnie que tú hiciste la evaluación del nuevo Kirov que acaban de mandar al pacífico… no está mal, a propósito.
—¿Esos dos Alfas se dirigen a Norfolk?
—Así parece y están quemando un montón de neutrones mientras lo hacen —apuntó Dodge—. Ése lleva rumbo al estrecho de Long Island como para bloquear la entrada a New London, y ese otro va hacia Boston, creo. Estos Victor vienen detrás y no muy lejos. Ya tienen marcada la mayor parte de los puertos británicos. Para el lunes, tendrán uno o dos submarinos frente a cada uno de nuestros principales puertos.
—No me gusta el aspecto que está tomando esto, señor.
—Tampoco a mí. Como lo ves, nosotros tenemos casi el ciento por ciento de lo nuestro en el mar. Pero lo que es interesante es que no se ve con claridad qué están haciendo ellos. Yo… —Entró el capitán Coleman.
—Veo que dejó entrar al hijo pródigo, señor —dijo Coleman.
—Pórtate bien con él, Johnnie. Yo no olvido cuando era un excelente submarinista. De todos modos… al principio parecía que iban a bloquear las líneas marítimas de comunicación, pero pasaron de largo. Pero estos Alfa… podrían estar tratando de bloquear nuestra costa.
—¿Y qué hay de nuestra costa oeste?
—Nada. Nada absolutamente. Sólo la actividad de rutina.
—Eso no tiene sentido —objetó Tyler—. No se puede ignorar la mitad de la flota. Por supuesto, si uno va a la guerra no lo anuncia atacando con la máxima potencia a todos los buques.
—Los rusos son tipos extraños, Skip —señaló Coleman.
—Almirante, si nosotros empezamos a abrir fuego contra ellos…
—Les haríamos grandes daños —dijo Dodge—. Con todo el ruido que están haciendo los tenemos bien localizados a casi todos. Eso también tienen que saberlo ellos. Eso es algo que me hace pensar que no están persiguiendo nada realmente malo. Son lo suficientemente listos como para mostrarse de manera tan obvia… a no ser que quieran que nosotros pensemos eso.
—¿Han dicho algo? —preguntó Tyler.
—Su embajador dice que han perdido un submarino, y como lleva a bordo un montón de hijos de altos cargos, han dispuesto la participación de todo el mundo en una misión de búsqueda y rescate. Por eso tanto esfuerzo.
Tyler dejó su portafolio y se acercó más a la pantalla.
—Yo puedo apreciar el dispositivo para búsqueda y rescate, pero ¿por qué bloquear nuestros puertos? —Hizo una pausa, pensando rápidamente mientras sus ojos inspeccionaban la parte superior del despliegue—. Señor, no veo ningún submarino lanzamisiles aquí arriba.
—Están en puerto… todos ellos, en ambos océanos. El último Delta amarró hace pocas horas. Eso también es extraño —dijo Dodge, mirando otra vez la pantalla.
—¿Todos ellos, señor? —preguntó Tyler tan bruscamente como pudo. Se le acababa de ocurrir algo. La pantalla de despliegue mostraba al Bremerton en el Mar de Barents, pero no a su supuesta presa. Esperó la respuesta unos segundos. Como no la obtuvo, se volvió para mirar fijamente a los dos oficiales.
—¿Por qué lo preguntas, hijo? —dijo con calma Dodge. La amabilidad en Sam Dodge podía ser una bandera roja de advertencia.
Tyler lo pensó por unos segundos. Había dado su palabra a Ryan. ¿Podía expresar cuidadosamente su respuesta sin comprometerla y aun así descubrir lo que quería? Sí, decidió. Había en el carácter de Skip Tyler una faz investigadora, y cuando se proponía algo, su cerebro lo compelía a seguir adelante.
—Almirante, ¿tienen ellos un submarino lanzamisiles en el mar? ¿Uno nuevo?
Dodge se mantuvo rígido de pie. Aun así, tuvo que mirar hacia arriba al hombre más joven. Cuando habló, su voz era glacial.
—¿Dónde obtuvo usted exactamente esa información, capitán?
—Almirante, lo siento, pero no puedo decirlo. Es secreta, señor. Creo que es algo que usted debería saber y trataré de hacérselo llegar.
Dodge se echó hacia atrás para intentar una táctica diferente.
—Tú trabajaste para mí, Skip. —El almirante no estaba feliz. Había quebrantado un reglamento para mostrar algo a su antiguo subordinado, porque lo conocía muy bien y lamentaba que no hubiera logrado el mando que tanto merecía. Tyler era técnicamente un civil, aunque sus ropas fueran todavía de color azul marino. Lo que le había caído realmente mal era que él mismo sabía algo. Dodge le había dado alguna información, y Tyler no le devolvía ninguna.
—Señor, he dado mi palabra —se disculpó Skip—. Trataré de conseguir esto para usted. Es una promesa, señor. ¿Puedo usar un teléfono?
—En la oficina de fuera —dijo fríamente Dodge. Había cuatro teléfonos allí a la vista.
Tyler salió y se sentó ante el escritorio de una secretaria. Sacó de un bolsillo su libreta de notas y marcó el número escrito en la tarjeta que Ryan le había dado.
—Acres —respondió una voz femenina.
—¿Puedo hablar con el doctor Ryan, por favor?
—El doctor Ryan no está aquí por el momento.
—Entonces… comuníqueme con el almirante Greer, por favor.
—Un momento, por favor.
—¿James Greer? —Dodge estaba detrás de él—. ¿Estás trabajando para él?
—Habla Greer. ¿Su nombre es Skip Tyler?
—Sí, señor.
—¿Tiene esa información para mí?
—Sí, señor, la tengo.
—¿Dónde está usted?
—En el Pentágono, señor.
—Muy bien. Quiero que venga en coche enseguida para aquí. ¿Sabe dónde es? Los guardias del portón principal van a estar esperándolo. Apúrese, hijo. —Greer colgó el teléfono.
—¿Estás trabajando para la CIA? —preguntó Dodge.
—Señor…, no puedo decirlo. Si usted me excusa, señor, tengo que entregar cierta información.
—¿Mía? —preguntó gritando el almirante.
—No, señor. Ya la tenía cuando entré aquí. Es verdad, almirante. Y voy a intentar traérsela de vuelta a usted.
—Llámame —ordenó Dodge—. Estaremos aquí toda la noche.
Dirección General de la CIA.
EL viaje en automóvil por la avenida George Washington fue más fácil de lo que esperaba. La decrépita autopista estaba colmada de gente que iba de compras, pero el conjunto se movía con continuidad. Bajó del coche frente a la puerta de la derecha y se encontró de golpe con el puesto de guardia sobre la calle principal de entrada a la CIA. La barrera estaba bajada.
—¿Su nombre es Tyler, Oliver W.? —preguntó el guardia—. Su identificación, por favor. —Tyler le mostró su pase del Pentágono.
—Muy bien, capitán. Avance con el automóvil hasta la entrada principal. Allí habrá alguien esperándolo.
Fueron otros dos minutos hasta la entrada principal, a través de parques en su mayor parte vacíos y brillantes por el hielo de la nieve derretida del día anterior. El guardia armado que lo estaba esperando trató de ayudarlo a descender del coche. A Tyler no le gustaba que lo ayudaran. Lo rechazó con un gesto. Otro hombre lo estaba esperando bajo el techo de la entrada principal. Ambos pasaron enseguida al ascensor.
Encontró al almirante Greer sentado frente al hogar de su oficina; al parecer, medio dormido. Skip no sabía que el subdirector hacía pocas horas que había regresado de Inglaterra. El almirante se recuperó de inmediato y ordenó al civil de seguridad que se retirara.
—Usted debe de ser Skip Tyler. Venga aquí y siéntese.
—Qué buen fuego tiene aquí, señor.
—No debería tenerlo. Cada vez que lo miro me hace dormir. Claro que, en este momento, no me viene mal un poquito de sueño. Y bien, ¿qué me ha traído?
—¿Puedo preguntar dónde está Jack?
—Puede preguntar. No está aquí.
—Ah. —Tyler abrió su portafolio y sacó de él las hojas impresas por la computadora—. Señor, he procesado un modelo de rendimiento de ese submarino ruso. ¿Puedo preguntar su nombre?
Greer soltó una risita.
—Está bien, eso se lo ha ganado. Su nombre es Octubre Rojo. Tendrá que disculparme, hijo. He tenido dos días de mucho trabajo y el cansancio me hace olvidar mis modales. Jack dice que usted es muy inteligente. Lo mismo está escrito en su legajo personal. Ahora bien, dígame. ¿Qué puede hacer esa nave?
—Bueno, almirante, aquí tenemos una serie de posibilidades bastante amplias, y…
—La versión abreviada, capitán. Yo no juego con computadoras, tengo gente que lo hace por mí.
—De siete a dieciocho nudos, y lo más probable es diez o doce. Con ese margen de velocidades, se puede esperar un nivel de irradiación de ruido aproximadamente igual al de un Yankee que se desplaza a seis nudos, pero habrá que incluir el factor ruido de la planta del reactor, además. Y otra cosa. Las características del ruido serán diferentes de las que estamos acostumbrados a oír. Estos modelos de impulsión múltiple no producen los ruidos de una propulsión normal. Parecen generalmente una especie de zumbido armónico regular. ¿Le habló de esto Jack? Resulta de una onda de retroceso de la presión en los túneles. Esto se contrapone al flujo de agua y origina el zumbido. Evidentemente, no hay forma de evitarlo. Nuestra gente pasó dos años tratando de encontrar una solución. Lo que obtuvieron fue un nuevo principio de aerodinámica. El agua actúa casi como el aire en un motor a reacción, a velocidades bajas o a marcha lenta, excepto que el agua no se comprime como lo hace el aire. De manera que nuestra gente podrá detectar algo, pero será diferente. Tendrán que acostumbrarse a una señal acústica absolutamente nueva. Si se agrega a eso la baja intensidad de la señal, tenemos un submarino que será muy difícil de detectar; más que cualquiera de los que tienen en este momento.
—De modo que eso es lo que significa todo esto. —Greer pasaba lentamente las páginas.
—Sí, señor. Usted ha de querer que su propia gente lo revise. El modelo, es decir, el programa, puede ser todavía mejorado un poco. Yo no tuve mucho tiempo. Jack dijo que usted lo quería con urgencia. ¿Puedo hacer una pregunta, señor?
—Puede intentarlo. —Greer se echó hacia atrás, restregándose los ojos.
—¿Está el… ah… Octubre Rojo en el mar? ¿Es así, no? ¿Y están tratando en este momento de localizarlo? —preguntó inocentemente Tyler.
—Sí, algo así. No podíamos descubrir qué significado tenían esas puertas. Ryan dijo que usted podría descubrirlo, y supongo que tenía razón. Se ha ganado su paga, capitán. Esta información podría ayudar nos a encontrarlo.
—Almirante, yo creo que el Octubre Rojo se propone algo, quizás está tratando de desertar a Estados Unidos.
La cabeza de Greer dio un pronunciado giro.
—¿Qué le hace suponer eso?
—Los rusos están desarrollando una operación muy importante con la flota. Tienen submarinos por todo el Atlántico, y da la impresión de que estuvieran tratando de bloquear nuestra costa. El cuento dice que se trata de una operación de rescate de un submarino perdido. Muy bien, pero Jack aparece el lunes con las fotografías de un nuevo submarino lanzamisiles… y hoy me entero de que todos los demás submarinos lanzamisiles rusos han sido llamados de regreso a sus puertos. —Tyler sonrió—. Todo eso es una especie de juego de extrañas coincidencias, señor.
Greer se volvió y miró fijamente el fuego. Hacía muy poco tiempo que había sido destinado a la Agencia de Inteligencia de Defensa cuando el Ejército y la Fuerza Aérea efectuaron la osada incursión sobre el campo de prisioneros de Song Tay, treinta y dos kilómetros al oeste de Hanoi. La incursión resultó un fracaso porque los norvietnamitas habían retirado de allí a todos los pilotos capturados unas pocas semanas antes, algo que las fotografías aéreas no pudieron determinar. Pero todo lo demás había funcionado perfectamente. Después de penetrar cientos de kilómetros en terreno enemigo, las fuerzas de incursión aparecieron completamente de sorpresa y capturaron a muchos de los guardias del campo, literalmente con los pantalones bajos. Los Green Berets cumplieron un perfecto trabajo doctrinario para entrar y salir. En el proceso, mataron varios cientos de soldados enemigos, sufriendo ellos tan sólo una baja: un tobillo fracturado. La parte más impresionante de la misión fue, sin embargo, el secreto que la rodeó. Habían ensayado durante meses la operación KINGPIN y, a pesar de su naturaleza y objetivo, nadie —ni amigos ni enemigos— la habían conocido hasta el día en que se inició la incursión. Ese día, un joven capitán de inteligencia, de la Fuerza Aérea, se presentó en el despacho de su general para preguntarle si se había dispuesto una incursión de penetración profunda en Vietnam del Norte, hasta el campo de prisioneros de guerra de Song Tay. Su atónito comandante comenzó a interrogar sin piedad y por largo tiempo al capitán, pero sólo pudo saber que el joven y brillante oficial había visto suficientes piezas sueltas como para armar un cuadro bastante claro de lo que estaba a punto de suceder. Eran hechos como ése los que producían úlceras pépticas a los oficiales de seguridad.
—El Octubre Rojo va a desertar, ¿no es así? —insistió Tyler.
Si el almirante hubiera dormido mejor en las horas anteriores podría haber dado una respuesta esquiva. Pero dado el estado en que se hallaba, su contestación fue un error.
—¿Le dijo eso Ryan?
—Señor, no he hablado con Jack desde el lunes. Ésa es la verdad, señor.
—Entonces, ¿de dónde sacó usted toda esta otra información? —espetó Greer.
—Almirante, yo he llevado el uniforme azul. La mayoría de mis amigos todavía lo usan. Oigo decir cosas —se evadió Tyler—. El cuadro completo tomó forma hace una hora. Los rusos no han llamado nunca de regreso a puerto a todos sus submarinos lanzamisiles al mismo tiempo. Lo sé muy bien. Yo solía darles caza.
Greer suspiró.
—Jack piensa como usted. En este momento está allá con la flota. Capitán, si usted habla de esto con cualquier otra persona haré que pongan su otra pierna como un trofeo sobre la chimenea. ¿Me entiende?
—Comprendido, señor, ¿qué vamos a hacer con él? —Tyler sonrió para sus adentros, pensando que, como consultor superior del Comando de Sistemas Marítimos, era harto seguro que tendría oportunidad de echar una mirada a un genuino submarino ruso.
—Devolverlo. Después de haberlo inspeccionado a fondo, por supuesto, pero puede ocurrir un montón de cosas que nos impidan que lleguemos a verlo en algún momento.
Skip tardó un instante en registrar lo que acababan de decirle.
—¿Devolverlo? ¿Por qué, por amor de Dios?
—Capitán, ¿cuánto cree que puede tener de probable esa historia? ¿Usted cree que toda la tripulación de un submarino ha decidido venir a entregarse a nosotros al mismo tiempo? —Greer sacudió la cabeza—. Sería apostar sobre seguro que se trata de los oficiales solamente, y no todos ellos, y que están tratando de llegar aquí sin que la tripulación sepa qué se proponen.
—¡Ah! —Tyler consideró el razonamiento—. Supongo que eso tiene sentido… Pero ¿por qué devolverlo? Esto no es Japón. Si alguien aterrizara aquí con un MIG-25 no lo devolveríamos.
—Esto no es lo mismo que retener un avión de combate aislado. Ese submarino vale mil millones de dólares, y más si se cuentan los misiles y las cabezas de guerra. Y legalmente, dice el Presidente, es propiedad de ellos. De manera que, si ellos descubren que nosotros lo tenemos, pedirán que se lo devolvamos y tendremos que devolvérselo. Muy bien, ¿y cómo sabrán ellos que nosotros lo tenemos? Los miembros de la dotación que no quieran desertar van a pedir regresar a su país. Y a los que lo pidan, los devolveremos.
—Usted sabe, señor, que los que quieran regresar se van a ver envueltos en más problemas que una carretada de mierda…, discúlpeme, señor.
—Una carretada y media. —Tyler no sabía que Greer provenía de las jerarquías más bajas de la Marina, y podía jurar como un verdadero marinero—. Algunos van a querer quedarse, pero la mayoría no. Tienen familias. Ahora usted va a preguntarme si no podríamos hacer que la tripulación desapareciera.
—Ya se me ha ocurrido, señor —dijo Tyler.
—También se nos ocurrió a nosotros. Pero no lo haremos. ¿Asesinar a cien hombres? Aunque quisiésemos, no hay forma de que pudiéramos ocultarlo en esta época. Diablos, hasta dudo de que los rusos pudieran hacerlo. Además, sencillamente, esa clase de cosas no se hacen en tiempo de paz. Es una de las diferencias entre ellos y nosotros. Puede poner todas estas razones en el orden que usted quiera.
—De modo que, si no fuera por la tripulación, nos quedaríamos el submarino…
—Sí, si pudiésemos ocultarlo. Y si un cerdo tuviese alas, podría volar.
—Hay un montón de lugares para ocultarlo, almirante. Estoy pensando en algunos aquí mismo, en la Bahía Chesapeake, y si fuera posible llevarlo alrededor del Cabo de Hornos, hay un millón de pequeños atolones que podríamos usar, y todos ellos nos pertenecen.
—Pero la tripulación sabrá, y cuando los enviemos a su país lo informarán a sus amos —explicó pacientemente Greer—. Y Moscú pedirá que lo devolvamos. Claro que, por supuesto, tendremos una semana, más o menos, para realizar inspecciones de… eh, seguridad y cuarentena, para tener la certeza de que no están tratando de introducir cocaína en el país. —El almirante rio—. Un almirante británico sugirió que invocáramos el antiguo tratado de comercio de esclavos. Alguien hizo eso durante la Segunda Guerra Mundial para apoderarse de un buque alemán que estaba haciendo bloqueo, poco antes de que nosotros entráramos en ella. De manera que, sea como fuere, obtendremos una tonelada de información.
—Sería mejor conservarlo, navegarlo y desarmarlo… —dijo Tyler con calma, mientras miraba fijamente las llamas anaranjadas y blancas de los leños de roble. ¿Cómo hacemos para quedarnos con él?, se preguntaba. Una idea empezó a dar vueltas en su cabeza—. Almirante, ¿y si pudiésemos sacar a la tripulación sin que supieran que tenemos el submarino?
—¿Su nombre completo es Oliver Wendell Tyler? Bueno, hijo, si le hubieran puesto un nombre en honor de Harry Houdini, en vez de hacerlo por un juez de la Suprema Corte, yo… —Greer miró a los ojos al ingeniero—. ¿Qué está pensando?
Mientras Tyler explicaba, Greer escuchó atentamente.
—Para hacer eso, señor, tendremos que lograr que la Marina empiece de inmediato. En concreto, necesitaremos la cooperación del almirante Dodge, y si las cifras que yo he calculado para este submarino son más o menos exactas, tendremos que movernos muy rápido.
Greer se levantó y caminó alrededor del sofá unas cuantas veces para estimular su circulación.
—Es interesante. Aunque va a ser casi imposible hacer todo en el tiempo calculado.
—Yo no dije que fuera fácil, señor, solamente que podríamos hacerlo.
—Hable a su casa, Tyler. Diga a su esposa que no lo espere. Si yo no duermo nada esta noche, tampoco usted. Hay café detrás de mi escritorio. Primero tengo que llamar al juez, después hablaremos con Sam Dodge.
El USS Pogy.
—Pogy, aquí Black Gull 4. Nos queda poco combustible. Tenemos que regresar para reabastecernos —informó el coordinador táctico del Orion, desperezándose después de diez horas frente a su consola de control—. ¿Quieren que pidamos algo para ustedes? Cambio.
—Sí… que nos manden un par de cajas de cerveza —contestó el capitán Wood. Era la broma de costumbre entre las tripulaciones de los aviones P-3C y las de los submarinos—. Gracias por la información. Nos haremos cargo desde aquí. Corto.
En el aire, el Lockheed Orion aumentó la potencia y viró hacia el sudoeste. Cada uno de sus tripulantes bebería esa noche en la cena unos vasos de cerveza de más, diciendo que era por sus amigos del submarino.
—Señor Dyson, llévelo a sesenta metros. Velocidad un tercio. El oficial de cubierta transmitió las órdenes correspondientes mientras el capitán Wood se situaba frente a la mesa de gráficos.
El USS Pogy se encontraba a trescientas millas al nordeste de Norfolk, esperando la llegada de dos submarinos soviéticos clase Alfa que varios aviones de patrullaje antisubmarino venían rastreando a lo largo de toda su ruta desde Islandia. El Pogy tenía ese nombre por un distinguido submarino de flota de la Segunda Guerra Mundial, al que, a su vez, se lo habían puesto por un pez, parecido al sábalo, que nada tenía de distinguido. Hacía dieciocho horas que se encontraba en el mar, y acababa de salir de una inspección de mantenimiento en el astillero de Newport News. Casi todo lo que había a bordo procedía di rectamente de fábrica o había sido perfectamente reparado por los hábiles especialistas del río James. No quería decir eso que todo estuviera funcionando como correspondía. Muchas partes habían fallado de uno u otro modo la semana anterior durante las pruebas posteriores a la inspección de mantenimiento, hecho bastante frecuente, aunque lamentablemente, pensaba el capitán Wood. La dotación del Pogy también era nueva. Wood estaba cumpliendo su primer mando después de un año pasado detrás de un escritorio en Washington, y muchos de los tripulantes eran bisoños, recientemente salidos de la escuela de submarinos de New London, y estaban tratando de acostumbrarse en su primera salida en un submarino. Lleva tiempo a los hombres habituados al aire fresco y a los cielos azules adaptarse al régimen que se vive dentro de un tubo de acero de nueve metros de diámetro. Hasta los propios hombres experimentados estaban todavía haciendo ajustes para su nuevo submarino y nuevos oficiales.
En las pruebas posteriores a la inspección general, el Pogy había alcanzado una velocidad máxima de treinta y tres nudos. Era bastante para un buque, pero resultaba más lenta que la velocidad de los Alfas a los que estaba escuchando. Como todos los submarinos norteamericanos, la principal ventaja del Pogy era su característico silencio. Los Alfas no tenían forma de saber que estaba allí y que ellos serían blancos fáciles para sus armas, tanto más cuanto que el patrullero Orion había comunicado al Pogy las coordenadas exactas, que normalmente lleva tiempo para deducirlas a partir de un sonar pasivo.
El capitán de corbeta Tom Reynolds, oficial ejecutivo y coordinador del control de fuego, se instaló despreocupadamente junto a la carta de navegación táctica.
—Treinta y seis millas al que está más cerca y cuarenta hasta el más lejano. —En el despliegue los habían identificado como Anzuelo Pogy 1 y 2. A todos les pareció divertida la designación.
—¿Velocidad cuarenta y dos? —preguntó Wood.
—Sí, señor. —Reynolds había estado operando el tráfico de radio hasta que Black Gull 4 anunció su intención de regresar a la base—. Están llevando esos submarinos a la máxima velocidad que pueden dar. Eso nos conviene. Tenemos las soluciones [10] sobre los dos… ¿Qué intención le parece que tienen?
—Según el Comando en Jefe del Atlántico, su embajador dice que están en una misión de búsqueda y rescate de un submarino que ha desaparecido. —El tono de su voz indicaba lo que él pensaba con respecto a eso.
—Búsqueda y rescate, ¿eh? —Reynolds se encogió de hombros—. Bueno, tal vez piensan que perdieron un submarino frente a Point Comfort, porque si no reducen pronto la velocidad, van a terminar allí. Nunca supe que los Alfa operaran tan cerca de nuestra costa. ¿Y usted, señor?
—No. —Wood arrugó el entrecejo. La particularidad de los Alfas era la de ser rápidos y ruidosos. La doctrina táctica soviética parecía destinarlos principalmente a tareas defensivas: como «submarinos interceptores» podían proteger a sus propios submarinos lanzamisiles, y gracias a su elevada velocidad podían acometer contra los submarinos norteamericanos de ataque y luego evadir el contraataque. Esa doctrina no le parecía muy acertada a Wood, pero a él le convenía.
—A lo mejor quieren bloquear Norfolk —sugirió Reynolds.
—Pudiera ser eso —dijo Wood—. Bueno, de cualquier manera, nosotros nos quedaremos en la posición y dejaremos que nos pasen como rayo. Tendrán que disminuir la velocidad cuando crucen la línea de la plataforma continental, y allí estaremos nosotros, detrás de ellos, siguiéndolos despacio y tranquilos.
—Comprendido —dijo Reynolds.
Si tuvieran que abrir fuego, reflexionaban ambos hombres, descubrirían exactamente hasta dónde llegaba la resistencia del Alfa. Se había hablado mucho sobre la dureza del titanio del casco, y si realmente aguantaría la fuerza de varios cientos de libras de alto explosivo en contacto directo. Para ese propósito habían diseñados una nueva forma para la cabeza de guerra del torpedo Mark 48, que serviría también para el casco igualmente resistente del Typhoon. Ambos oficiales hicieron a un lado sus pensamientos. La misión que tenían asignada era rastrear y seguir.
El E. S. Politovskiy.
El Anzuelo-Pogy 2 era conocido en la Marina soviética como el E. S. Politovskiy. El nombre de ese submarino soviético de ataque clase Alfa recordaba a un oficial jefe de máquinas de la flota rusa, que había viajado alrededor de todo el mundo para encontrar su cita con el destino en el estrecho de Tsushima. Evgeni Sigismondavich Politovskiy había servido en la Marina del zar con tanta habilidad y devoción como cualquier otro oficial en la historia, pero en su diario —que fue descubierto años más tarde en Leningrado— el brillante oficial había denunciado en los más violentos términos la corrupción y los excesos del régimen zarista, poniendo de manifiesto una severa contradicción al desinteresado patriotismo demostrado al partir a sabiendas hacia su muerte. Eso lo convirtió en un héroe genuino a ser emulado por los marinos soviéticos, y el Estado, en su memoria, había puesto su nombre a la más extraordinaria realización lograda en materia de ingeniería. Desgraciadamente, el Politovskiy no había tenido mejor suerte que la que él corrió frente a los cañones de Togo.
La señal acústica del Politovskiy estaba registrada por los norteamericanos como Alfa 3. Eso era incorrecto; en realidad, había sido el primero de los Alfa. EL pequeño submarino de ataque, con forma de huso, había alcanzado cuarenta y tres nudos dentro de las tres horas de iniciadas las primeras pruebas de sus fabricantes. Pero esas pruebas habían quedado interrumpidas sólo un minuto después por un increíble accidente: una ballena de cincuenta toneladas se había interpuesto en su camino y el Politovskiy había chocado de costado. EL impacto había destrozado diez metros cuadrados del enchapado de la proa, arrasado el domo de sonar, golpeado y deformado un tubo de torpedo, e inundado parte de la sala de torpedos. No estaba incluido en eso el daño por conmoción sufrido por casi todos los sistemas internos, desde el equipo electrónico hasta la cocina, y se decía que de haber estado al mando cualquier otro que no hubiese sido el famoso maestro de Vilna, el submarino se habría perdido con toda seguridad. En el club de oficiales de Severomorsk estaba en ese momento en exhibición un segmento de dos metros de una costilla de la ballena, como dramático testimonio de la resistencia de los submarinos soviéticos; en realidad, habían tardado más de un año en reparar los daños, y cuando el Politovskiy salió nuevamente a navegar, ya había otros dos Alfa en servicio. Dos días después de iniciar otra vez las pruebas, el submarino sufrió un accidente mayor, la falla total de su turbina de alta presión. Reemplazarla había llevado seis meses. Desde entonces se habían producido otros tres incidentes menores, y el submarino quedó marcado para siempre como una nave de mala suerte.
El jefe de máquinas, Vladimir Petchukocov, era un leal miembro del partido y un ateo declarado, pero era también un marino y, por lo tanto, profundamente supersticioso. En las viejas épocas, su buque habría sido bendecido al botarlo, y luego, cada vez que partía en navegación. Habría sido una impactante ceremonia, con un barbado sacerdote, nubes de incienso e himnos evocativos. En ese momento habían salido al mar sin nada de eso y se encontraba con que su deseo hubiera sido otro. Necesitaba un poco de suerte. Petchukocov había empezado a tener algunos problemas con su reactor.
La planta del reactor del Alfa era pequeña. Tenía que caber en un casco relativamente pequeño. Era, además, poderosa para su tamaño; y llevaba más de cuatro días funcionando al ciento por ciento de su potencia asignada. Estaban navegando a toda marcha hacia la costa norteamericana a cuarenta y dos nudos y un tercio, tan rápido como podía permitirlo esa planta de ocho años de antigüedad. El Politovskiy debía entrar para una inspección de mantenimiento: nuevo sonar, nuevas computadoras y una sala de control del reactor rediseñada; todo eso estaba planificado para los próximos meses. Petchukocov pensaba que era una irresponsabilidad —una imprudencia— exigir tanto al submarino, aun en el caso de que todo estuviera funcionando perfectamente. Ninguna planta de un submarino Alfa había sido exigida hasta ese punto, ni siquiera las de los nuevos. Y en esa planta las cosas estaban empezando a desarmarse.
La bomba de alta presión del refrigerante del reactor primario estaba empezando a vibrar en forma amenazadora. Eso causaba preocupación al jefe de máquinas. Había una reserva, pero la bomba secundaria tenía una potencia asignada menor, y utilizarla significaba perder ocho nudos de velocidad. La planta del Alfa no lograba su elevada potencia con un sistema de enfriamiento a base de sodio —como pensaban los norteamericanos— sino operándola a una presión mucho más alta que cualquier otro sistema de reactor marino, y usando un revolucionario sistema de intercambio de calor que incrementaba hasta un cuarenta y uno por ciento la eficiencia térmica total de la planta; eso excedía por mucho la de cualquier otro submarino. Pero el precio de eso era un reactor que, llevado a la máxima potencia, marcaba sobre las líneas rojas de los indicadores de todos los monitores y… en ese caso, las líneas rojas no eran un mero simbolismo. Significaban genuino peligro.
Esa circunstancia, agregada a la vibración de la bomba, tenía seriamente preocupado a Petchukocov; una hora antes había rogado al comandante que redujera la velocidad durante unas pocas horas, de manera que su competente equipo de mecánicos pudiera efectuar las reparaciones necesarias. Era probablemente un cojinete en mal estado y, después de todo, tenían repuestos. El diseño de la bomba permitía que fuera reparada fácilmente. El comandante había vacilado, mostrándose inclinado a aprobar la petición, pero había intervenido el oficial político señalando que sus órdenes eran a la vez explícitas y urgentes: tenían que llegar a ocupar su posición tan pronto como fuera posible; cualquier otro comportamiento constituiría una falta de «firmeza política». Y asunto terminado.
Petchukocov recordaba con amargura la mirada en los ojos de su comandante. ¿Qué objeto tenía llevar un comandante si cada una de sus órdenes debía ser aprobada por un lacayo político? Petchukocov había sido un comunista leal desde su ingreso a los octubristas cuando era muchacho, pero…, ¡maldita sea!, ¿para qué demonios tener especialistas y mecánicos? ¿Creía realmente el partido que las leyes físicas podían ser modificadas a capricho por cualquier caudillo político con un gran escritorio y una dacha en las afueras de Moscú? El jefe de máquinas lanzó un insulto para sus adentros.
Se hallaba solo y de pie frente al tablero principal de control ubicado en la sala de máquinas, detrás del compartimiento donde estaban el reactor y el intercambiador de calor y generador de vapor, este último colocado exactamente en el centro de gravedad del submarino. El reactor estaba presurizado a veinte kilogramos por centímetro cuadrado; sólo una fracción de esa presión llegaba desde la bomba. La presión más alta causaba un punto de ebullición más alto para el refrigerante. En ese caso, el agua se calentaba a más de novecientos grados Celsius, temperatura suficiente para generar vapor, que se acumulaba en la parte superior del contenedor del reactor: el borbotear del vapor aplicaba presión al agua que tenía debajo, evitando la generación de más vapor. El vapor y el agua se regulaban uno a otro en un delicado equilibrio. El agua era peligrosamente radiactiva, como resultado de la reacción de la fisión que tenía lugar en las barras de uranio combustible. La función de las barras de control era regular la reacción. Una vez más, el control era delicado. Como máximo, las barras podían absorber apenas un poco menos que el uno por ciento del flujo de neutrones, pero eso era suficiente, ya fuera para permitir la reacción o para evitarla.
Petchukocov podía recitar todo ese proceso en sueños. Podía dibujar un diagrama esquemático perfectamente exacto de toda la planta del motor, haciéndolo de memoria, y captar de inmediato el significado del más pequeño cambio de las lecturas de los instrumentos. Estaba en pie, muy erguido, frente al tablero de control, sus ojos viajaban por las miríadas de diales y medidores siguiendo un orden establecido, con una mano en reposo sobre la llave de ESCAPE, y la otra sobre los controles del enfriador de emergencia.
Pudo oír la vibración. Tenía que ser un cojinete desgastado, que empeoraba cada vez más a medida que el desgaste se producía de manera no uniforme. Si los cojinetes del cigüeñal se rompían, la bomba se iba a engranar y tendrían que detenerse. Eso sería una emergencia, aunque no realmente peligrosa. Significaría que para reparar la bomba necesitarían días —si es que podían repararla— en vez de horas, consumiendo valiosos repuestos y tiempo. Eso era ya suficientemente malo. Lo que era peor —y que Petchukocov no lo sabía— era que la vibración estaba generando ondas de presión en el refrigerante.
Para utilizar el recientemente desarrollado intercambiador de calor, la planta del Alfa tenía que mover rápidamente el agua a través de muchas serpentinas y tabiques de amortiguación. Eso requería una bomba de alta presión que produjera ciento cincuenta libras del sistema de presión total, casi diez veces lo que se consideraba seguro en los reactores de Occidente. Con una bomba tan poderosa, el complejo total de la sala de máquinas, normalmente muy ruidoso a alta velocidad, era como una fábrica de calderas, y la vibración de la bomba estaba alterando el rendimiento de los instrumentos de los monitores. Estaba haciendo oscilar las agujas en los diales de los medidores. Petchukocov lo notó. Estaba en lo cierto… y también equivocado. Los indicadores de presión estaban realmente oscilando porque las ondas generaban una sobrepresión de treinta libras a través del sistema. El jefe de máquinas no reconoció la verdadera causa de eso. Había permanecido de servicio demasiadas horas.
Dentro del contenedor del reactor, esas ondas de presión se estaban acercando a aquella frecuencia en que una pieza del equipo entró en resonancia. Aproximadamente en la mitad de la superficie interior del contenedor, había una junta de titanio, parte del sistema refrigerante de reserva. En caso de pérdida del elemento enfriador y después de un ESCAPE, se abrían unas válvulas dentro y fuera del contenedor enfriando el reactor, ya fuera con una mezcla de agua y bario, o, en último caso, con agua del mar, que podía ser introducida y extraída del contenedor, con el costo de arruinar definitivamente todo el reactor. Ya eso se había hecho una vez y, aunque había representado un alto costo, la acción de un joven mecánico evitó la pérdida de un submarino de ataque clase Victor en una catastrófica fundición.
Ese día, la válvula interior estaba cerrada, junto con la correspondiente junta que atravesaba el casco. Las válvulas estaban hechas de titanio porque debían tener un funcionamiento seguro después de una prolongada exposición a altas temperaturas y, además, porque el titanio era muy resistente a la corrosión: el agua con altísimas temperaturas era mortalmente corrosiva. Lo que no había sido tenido totalmente en cuenta era que el metal también estaba expuesto a una intensa radiación nuclear, y esa particular aleación de titanio no era en absoluto estable ante la acción de un prolongado bombardeo de neutrones.
Con los años, el metal se había hecho quebradizo. Las diminutas ondas de presión hidráulica estaban golpeando contra la chamela de la válvula. A medida que la frecuencia de vibración de la bomba fue cambiando, empezó a aproximarse a la frecuencia en que vibraba la charnela. Eso motivó que la charnela se moviera presionando con más y más fuerza contra el aro de retención. EL metal de los bordes empezó a quebrarse.
Un michman que se encontraba en el extremo anterior del compartimiento fue quien primero lo oyó, un zumbido sordo que llegaba a través del mamparo. Al principio pensó que se trataba de una armónica del altavoz de la radio, y esperó demasiado tiempo para controlarlo. La charnela se rompió quedando libre y cayendo del orificio de la válvula. No era muy grande, sólo diez centímetros de diámetro y cinco milímetros de espesor. Ese tipo de junta se denomina válvula mariposa y la charnela tiene una forma muy parecida a la de una mariposa, que está suspendida y gira rápidamente en el flujo del agua. Si hubiera estado fabricada en acero inoxidable podría haber tenido suficiente peso como para caer al fondo del contenedor. Pero estaba hecha de titanio, que era más duro que el acero pero mucho más liviano. La corriente del refrigerante lo arrastró hacia arriba, en dirección a la tubería de escape.
El agua que salía llevó a la charnela hasta meterla en la tubería, que tenía un diámetro interior de quince centímetros. La tubería estaba hecha de acero inoxidable y construida en dos secciones de dos metros cada una, soldadas, para mejor y más fácil reparación en el limitado espacio del recinto. La charnela fue transportada rápidamente hacia el intercambiador de calor. Allí la tubería doblaba hacia abajo en un ángulo de cuarenta y cinco grados, y la charnela se atascó momentáneamente. Eso produjo un bloqueo de la mitad del canal de la tubería y, antes de que la presión en aumento pudiera desalojar a la charnela, fueron muchas las cosas que ocurrieron. El agua en movimiento tenía su propio ímpetu. Al llegar a la parte bloqueada se generó una onda de retroceso dentro de la tubería. La presión total subió momentáneamente a tres mil cuatrocientas libras. Eso motivó que la tubería se flexionara unos pocos milímetros. El aumento de presión, el desplazamiento lateral de una junta soldada, y el efecto acumulado de años de erosión del acero por la alta temperatura, dañaron la junta. Se abrió un orificio del tamaño de la punta de un lápiz. El agua que escapó por allí se convirtió instantáneamente en vapor, activando las alarmas en el compartimiento del reactor y espacios vecinos. Terminó de corroer los restos de la soldadura y la falla se expandió rápidamente, hasta que el refrigerante del reactor surgió como si hubiera salido de una fuente horizontal. Un fuerte chorro de vapor destruyó los conductos adyacentes de los cables de control del reactor.
Lo que acababa de iniciarse era un catastrófico accidente de pérdida de refrigerante.
En tres segundos el reactor estaba totalmente despresurizado. Todos sus galones de refrigerante explotaron convirtiéndose en vapor, que buscó liberarse en el compartimiento que lo rodeaba. Una docena de alarmas sonó de inmediato en el tablero principal de control, y Vladimir Petchukocov, en menos de lo que demora el parpadeo de un ojo, se vio enfrentado a su pesadilla final. La reacción automática del jefe de máquinas, producto de su entrenamiento, fue lanzar su dedo a la llave de ESCAPE, pero el vapor del contenedor del reactor había inutilizado la varilla del sistema de control, y no había tiempo para resolver el problema. Al instante, Petchukocov comprendió que su buque estaba condenado. Entonces abrió los controles del refrigerante de emergencia, admitiendo agua de mar al interior del contenedor del reactor. Eso activó automáticamente las alarmas en todo el casco.
Hacia proa, en la sala de control, el comandante captó de inmediato la naturaleza de la emergencia. El Politovskiy estaba navegando a ciento cincuenta metros de profundidad. Tenía que llevarlo inmediatamente a la superficie, y gritó las órdenes para expulsar todo el lastre y colocar los planos de inmersión en la máxima posición hacia arriba.
La emergencia del reactor estaba regulada por leyes físicas. No habiendo refrigerante en el reactor para absorber el calor de las barras de uranio, la reacción nuclear se detuvo prácticamente: no había agua que atenuara el flujo de neutrones. Sin embargo, eso no era solución, ya que el calor residual era suficiente como para fundir todo lo que hubiera en el compartimiento. El agua fría admitida en el contenedor disipó en parte el calor, pero también desaceleró demasiados neutrones, manteniéndolos en el alma del reactor. Eso causó una reacción incontrolada que generó aún más calor, mayor que el que podría haber controlado cualquier cantidad de refrigerante. Lo que había comenzado como un accidente de pérdida de refrigerante se transformó en algo peor: un accidente de agua fría. En ese momento era sólo cuestión de minutos antes de que todo el núcleo del reactor se fundiera, y ése era todo el tiempo de que disponía el Politovskiy para llegar a la superficie.
Petchukocov se mantenía en su puesto en la sala de máquinas, haciendo lo que podía. Su propia vida —él lo sabía— estaba perdida casi con certeza. Tenía que dar tiempo a su comandante para llevar el submarino a la superficie. Había una mecánica de procedimientos para esa clase de emergencias, y él las vociferaba para hacer cumplir las órdenes. Sólo conseguía empeorar las cosas.
Su electricista de guardia se movió a lo largo de los paneles de control eléctrico cambiando la posición de las llaves interruptoras, de energía principal a emergencia, ya que la fuerza residual del vapor en los turboalternadores desaparecía en pocos segundos más. En un momento, la energía del submarino pasó a depender por completo de las baterías de reserva.
En la sala de control se perdió la energía eléctrica que controlaba las aletas de regulación en el borde de ataque de los planos de inmersión, que automáticamente volvieron a tener control electro-hidráulico. Éste gobernaba no solamente las pequeñas aletas de regulación sino también los planos de inmersión. Las superficies de gobierno se colocaron instantáneamente en un ángulo de quince grados hacia arriba… y el submarino aún estaba desplazándose a treinta y nueve nudos. Como el aire comprimido había expulsado toda el agua de los tanques de lastre, el submarino se encontraba sumamente liviano, y se levantó como un avión que toma altura. En pocos segundos, los asombrados tripulantes de la sala de control sintieron que su submarino estaba subiendo inclinado en un ángulo de cuarenta y cinco grados que iba en aumento. Enseguida estuvieron demasiado ocupados tratando de permanecer de pie como para intentar comprender el problema. En ese momento el Alfa estaba subiendo en posición casi vertical, a cincuenta kilómetros por hora. Todos los hombres y todo elemento no asegurado ya habían caído hacia atrás.
A popa en la sala de control del motor, un tripulante fue a golpear contra el tablero principal de interruptores eléctricos, produciendo en él un cortocircuito con su cuerpo y provocando la pérdida total de energía eléctrica en todo el submarino. Un cocinero, que había estado confeccionando un inventario de equipo de supervivencia en la sala de torpedos, hizo un esfuerzo para penetrar en el túnel de escape mientras luchaba para ponerse el traje de exposición. A pesar de que sólo tenía un año de experiencia, no tardó en comprender el significado de las ululantes alarmas y los movimientos sin precedentes de su submarino. Abrió de un tirón la escotilla y empezó a realizar las acciones de escape como se las habían enseñado en la escuela de submarinos.
El Politovskiy se elevó sobrepasando la superficie del Atlántico como en el salto de una ballena y alcanzando a surgir del agua en tres cuartos de su longitud antes de caer otra vez al mar violentamente.
El USS Pogy.
—Sala de control, sonar.
—Aquí sala de control, adelante. Habla el comandante.
—Señor, será mejor que escuche esto. Algo se ha vuelto loco en el Anzuelo-2 —informó el sonarista jefe del Pogy. Wood llegó a la sala de sonar en pocos segundos y se colocó los auriculares, que estaban conectados a un grabador de cinta magnética y llevaba dos minutos de funcionamiento. El capitán de fragata Wood oyó un ruido extraño, como de agua que surge a presión. Los ruidos de las máquinas cesaron. Pocos segundos más tarde hubo una explosión de aire comprimido, y un staccato de ruidos secos como los que produce el casco de un submarino sujeto a rápidos cambios de profundidad.
—¿Qué está pasando? —preguntó enseguida Wood.
El E. S. Politovskiy.
En el reactor del Politovskiy, la reacción de la fisión incontrolada había virtualmente aniquilado tanto el agua de mar que entraba como el combustible de barras de uranio. Sus restos se depositaron en la pared posterior del contenedor del reactor. En un minuto se formó un charco de un metro de diámetro de escoria radiactiva, lo suficiente como para integrar su propia masa crítica. La reacción continuó en aumento, atacando esa vez directamente el duro acero inoxidable del contenedor. Nada construido por el hombre puede resistir mucho tiempo cinco mil grados de calor directo. En diez segundos la pared del contenedor cedió. La masa de uranio cayó en libertad contra el mamparo posterior.
Petchukocov supo que estaba muerto. Vio que la pintura del mamparo anterior se ponía negra, y su última impresión fue la de una masa oscura rodeada por un resplandor azulado. Un instante después, el cuerpo del jefe de máquinas se vaporizó, y la masa de escoria cayó hacia el siguiente mamparo en dirección a popa.
A proa, fue disminuyendo el ángulo casi vertical del submarino en el agua. El aire de alta presión que había llenado los tanques de lastre había terminado de salir, y los tanques se llenaban en ese momento de agua, haciendo caer el ángulo del submarino y comenzando a sumergirlo. Cerca de la proa de la nave los hombres gritaban desesperadamente. El comandante hizo un esfuerzo para ponerse de pie, haciendo caso omiso de su pierna izquierda quebrada y tratando de recuperar el control para poder sacar a sus hombres del submarino antes de que fuera demasiado tarde, pero la mala suerte de Evgeni Sigismondavich Politovskiy haría honor a su nombre una vez más. Sólo un hombre pudo escapar. El cocinero abrió la puerta del túnel de escape y salió. Siguiendo lo que había aprendido durante los ensayos, empezó a asegurar la tapa, para que los hombres que se hallaban detrás de él pudieran usarla, pero una ola lo apartó violentamente del casco, a la vez que el submarino se deslizaba hacia atrás.
En la sala de máquinas, el cambio de ángulo derramó el material fundido sobre la cubierta. La masa caliente atacó primero la cubierta de acero, la atravesó y luego hizo otro tanto con el casco de titanio. Cinco segundos más tarde, la sala de máquinas estaba abierta al mar. El más grande de los compartimentos del Politovskiy se llenó rápidamente de agua. Eso terminó con la poca flotación que conservaba el buque hasta ese momento y la nave volvió a adoptar un ángulo agudo hacia abajo. El Alfa iniciaba su última inmersión.
Cayó la popa cuando el comandante lograba que la tripulación de la sala de control reaccionara otra vez a sus órdenes. Golpeó con la cabeza la consola de algunos instrumentos. Las débiles esperanzas que pudieron haber tenido sus tripulantes, murieron con él. El Politovskiy estaba cayendo hacia atrás y su hélice giraba en sentido contrario mientras el buque se deslizaba hacia el fondo del mar.
El Pogy.
—Jefe, yo estaba en el Chopper, allá por el sesenta y nueve —dijo el sonarista jefe del Pogy, refiriéndose a un horrible accidente sufrido por el submarino diesel.
—Suena como si fuera eso —dijo su comandante. En ese momento estaba escuchando señales que entraban directamente en el sonar. No había posibilidad de error. El submarino se estaba llenando de agua. Habían oído cómo volvían a llenarse los tanques de lastre; eso únicamente podía significar que el agua estaba entrando en los compartimentos interiores. Si hubieran estado más cerca, podrían haber oído los gritos de los hombres en ese casco condenado. Wood no podía sentirse feliz. El ruido continuo del agua revuelta era suficientemente aterrador. Estaban muriendo hombres. Rusos, sus enemigos, pero hombres que no eran diferentes de él mismo, y no había nada que se pudiera hacer.
El Anzuelo-1, lo comprobó, continuaba su misión, despreocupado de lo ocurrido a su hermano rastreador.
El E. S. Politovskiy.
Nueve minutos tardó el Politovskiy en descender los seiscientos metros hasta el fondo del océano. Golpeó violentamente en el duro suelo de arena, sobre el borde de la plataforma continental. Fue un tributo a sus constructores que los mamparos interiores resistieran. Todos los compartimentos, desde la sala del reactor hacia popa estaban inundados y la mitad de la tripulación murió en ellos, pero los compartimentos de proa estaban secos. Y hasta eso pareció ser una maldición. Sin poder usar los depósitos de aire de popa y disponiendo solamente de las baterías de emergencia para dar energía a los controles del sistema ambiental, los cuarenta hombres sólo tenían una limitada provisión de aire. Se habían salvado de una rápida muerte causada por el aplastante Atlántico Norte, tan sólo para enfrentar la lenta agonía de la asfixia.