EL SÉPTIMO DIA

Jueves, 9 de diciembre

El Atlántico Norte.

Cuando Samuel Johnson dijo que navegar en un barco era «como estar en la cárcel, con la probabilidad de que lo ahogaran», por lo menos tenía el consuelo de viajar hasta su barco en un carruaje seguro, pensó Ryan. En ese momento él estaba en viaje para embarcarse, pero antes de llegar a su buque corría el albur de quedar convertido en pulpa roja en un accidente de aviación. Jack iba sentado, encorvado, en el asiento del lado de babor de un Grumman Greyhound, conocido en la flota sin mayor cariño como COD, un camión volador de reparto.

Las butacas —que miraban hacia atrás— estaban demasiado cerca una de otra, y las rodillas se proyectaban hacia arriba chocando con la barbilla. La cabina era mucho más adecuada para el transporte de carga que de gente. En la parte posterior había tres toneladas de repuestos de motores y de electrónica acomodados en cajones; estaban allí atrás, sin duda, para que, en caso de accidente del avión, el impacto sobre el valioso equipo fuera amortiguado por los cuatro cuerpos de la sección de pasajeros. La cabina no tenía calefacción. Tampoco había ventanillas. Una delgada lámina de aluminio lo separaba de un viento de doscientos nudos que aullaba a compás con las turbinas de los dos motores. Lo peor era que estaban volando en medio de una tormenta a mil quinientos metros, y el COD brincaba hacia arriba y abajo en saltos de treinta o cuarenta metros como un trencito enloquecido en la montaña rusa. Lo único bueno era la falta de iluminación, pensó Ryan por lo menos, nadie podía ver que su cara se había puesto completamente verde. A sus espaldas estaban los dos pilotos que conversaban en voz alta y se los podía oír por encima del ruido de los motores. ¡Los hijos de puta iban muy divertidos!

EL ruido se amortiguó un poco, o, al menos, así pareció. Era difícil decirlo. Le habían dado unos protectores de espuma de goma para los oídos y un salvavidas amarillo inflable. También le habían explicado qué hacer en caso de accidente. La exposición había sido lo suficientemente superficial como para que no quedaran dudas en la estimación de sus probabilidades de sobrevivir a un accidente en una noche como ésa. Ryan odiaba volar. Había sido en cierta época subteniente de infantería de marina, y su carrera activa terminó bruscamente en sólo tres meses, cuando el helicóptero de su pelotón se estrelló en Creta durante un ejercicio de la OTAN. Se había herido en la espalda; estuvo a punto de quedar inválido para el resto de su vida y, desde entonces, consideraba el vuelo como algo que, en lo posible, debía ser evitado. EL COD, pensó, se bamboleaba mucho más hacia abajo que hacia arriba. Probablemente significaba que estaban cerca del Kennedy. Era mejor no pensar en la alternativa. Se hallaban a sólo noventa minutos de vuelo desde su salida de la estación Aeronaval de Oceanía, en Virginia Beach. Le parecía como un mes, y Ryan juró para sí mismo que nunca más tendría miedo en un avión civil de línea aérea.

La proa cayó unos veinte grados y el avión parecía en ese momento volar directamente hacia algo. Estaban aterrizando, la parte más peligrosa de las operaciones de vuelo en portaaviones. Recordó un estudio efectuado durante la guerra de Vietnam referido a una experiencia hecha con los pilotos de portaaviones; les habían colocado electrocardiógrafos portátiles para registrar los distintos momentos de tensión emocional y había sorprendido a mucha gente comprender que los valores más altos de tensión no se habían producido cuando se encontraban bajo la acción del fuego enemigo sino cuando estaban aterrizando, especialmente de noche.

«Santo Dios, ¡no piensas más que en cosas agradables!», se dijo Ryan. Cerró los ojos. De un modo u otro, todo habría terminado en pocos segundos más.

La cubierta estaba humedecida por la lluvia y subía y bajaba como un gran agujero negro rodeado por las luces perimetrales. Los aterrizajes en portaaviones son verdaderos choques bajo control. Se necesitan fuertes estructuras en los trenes de aterrizaje y sus amortiguadores para reducir los efectos del fuerte impacto que podría llegar a romper un hueso. EL avión saltó hacia adelante hasta que fue bruscamente detenido por el cable de contención. Estaban abajo. Se hallaban a salvo. Tal vez. Después de una breve pausa, el COD empezó a avanzar de nuevo. Ryan oyó ciertos ruidos extraños mientras el avión correteaba y se dio cuenta de que eran producidos por las alas que se estaban plegando hacia arriba. Ése era un peligro que él no había tenido en cuenta: volar en un avión cuyas alas podían doblarse. Mejor así. Finalmente, el avión se detuvo y la portezuela trasera se abrió.

Ryan se quitó el cinturón de seguridad y se incorporó rápidamente, golpeándose la cabeza contra el techo de la cabina. No esperó a Davenport. Con su maleta de lona abrazada contra el pecho se apartó enseguida de la cola del avión. Miró a su alrededor hasta que un auxiliar de cubierta, de camisa amarilla, lo enfrentó en dirección a la estructura de la isla del Kennedy. Llovía con intensidad y Ryan sintió —más que vio— que el portaaviones se movía bastante en medio de olas de cinco metros. Corrió hacia una escotilla iluminada y abierta que se encontraba a unos quince metros. Tuvo que esperar que Davenport lo alcanzara. El almirante no corrió. Caminó con pasos firmes, de ochenta y cinco centímetros cada uno, con la dignidad que debe tener un representante del almirantazgo. Ryan pensó que se sentía probablemente fastidiado por el hecho de que su llegada semisecreta lo privara de la normal ceremonia de rendición de honores con silbatos y marineros formados. Detrás de la escotilla estaba de pie un infante de marina, un cabo, resplandeciente con sus pantalones azules, camisa y corbata color caqui y un cinturón con pistolera de un blanco inmaculado.

Saludó, a ambos, dándoles la bienvenida a bordo.

—Quiero ver al almirante Painter, cabo.

—El almirante está en su cámara, señor. ¿Necesita que lo acompañe?

—No, hijo, yo fui comandante de este buque. Venga conmigo, Jack. —Ryan se hizo cargo de las dos maletas.

—Santo Dios, señor, ¿usted realmente acostumbraba hacer estas cosas? —preguntó Ryan.

—¿Aterrizajes nocturnos en portaaviones? Por supuesto, he hecho alrededor de doscientos. ¿Y qué tiene de extraordinario? —Davenport pareció sorprendido ante el terror de Ryan. Jack hubiera jurado que estaba actuando.

El interior del Kennedy era muy parecido al interior del USS Guam, el buque de helicópteros de asalto al que Ryan había estado asignado durante su breve carrera militar. Era el habitual laberinto naval de mamparos de acero y tuberías, todo pintado con el mismo color gris cavernoso. Las tuberías tenían algunas bandas de colores e inscripciones en siglas que probablemente significaban algo para los hombres que gobernaban el buque. Para Ryan podrían muy bien haber sido pinturas rupestres del neolítico. Davenport lo condujo a través de un corredor, dio vuelta en una esquina, bajó una escalerilla metálica tan empinada que estuvo a punto de perder el equilibrio, siguió por otro pasaje y dobló en otra esquina. A esa altura, Ryan ya estaba irremisiblemente perdido. Llegaron a una puerta frente a la cual se hallaba de guardia un infante de marina. El sargento hizo un perfecto saludo y les abrió la puerta.

Ryan entró detrás de Davenport… y quedó estupefacto. La cámara del almirante en el USS Kennedy parecía transportada en bloque de una mansión de Beacon Hill. Hacia la derecha había un mural que cubría toda la pared y lo suficientemente grande como para decorar un gran living. Sobre las otras paredes, cubiertas íntegramente con costosa boiserie, colgaba una media docena de óleos, uno de ellos era un retrato de quien daba nombre al buque, el presidente John Fitzgerald Kennedy. EL piso estaba cubierto por una alfombra de lana color carmesí, y los muebles eran de estilo francés, en roble y brocado. Uno hubiera podido imaginar que no se hallaba a bordo de un buque, pero el techo tenía la habitual colección de tuberías, todas pintadas de gris. Era decididamente un extraño contraste con el resto del salón.

—¡Hola, Charlie! —El contralmirante Joshua Painter emergió de la habitación contigua, secándose las manos con una toalla—. ¿Cómo estuvo la entrada?

—Un poco movida… —concedió Davenport, estrechándole la mano—. Él es Jack Ryan.

Ryan no había visto nunca personalmente a Painter pero conocía su reputación. Durante la guerra de Vietnam había sido piloto de Phantom y luego había escrito un libro, Paddystrikes, sobre la conducción de las campañas aéreas. Un libro honesto y verídico, no de aquellos que hacen ganar amigos. Era un hombre pequeño que no podía pesar más de sesenta kilos. Era también un excelente táctico y un hombre de integridad puritana.

—¿Uno de los tuyos, Charlie?

—No, almirante, yo trabajo para James Greer. No soy oficial naval. Le ruego que acepte mis disculpas. No me gusta simular lo que no soy. El uniforme fue idea de la CIA. —La aclaración hizo que el almirante frunciera el entrecejo.

—¿Qué? Bueno, supongo que eso significa que podrá decirme qué se propone Iván. Mi Dios, espero que alguien lo sepa. ¿Es la primera vez que está en un portaaviones? ¿Le gustó el viaje de venida?

—Podría ser un buen método para interrogar prisioneros de guerra —dijo Ryan con manifiesta brusquedad. Los dos almirantes lanzaron carcajadas a sus expensas, y Painter llamó para que les llevaran algo de comida. Unos minutos después se abrieron las puertas dobles que conducían al corredor y entraron dos camareros especialistas en servicio de mesa; uno de ellos llevaba una bandeja con comida; el otro, dos cafeteras. Sirvieron a los tres hombres con la calidad que correspondía a sus jerarquías. La comida, presentada en vajilla con bordes de plata, era simple pero apetitosa para Ryan, que llevaba doce horas sin comer. Se sirvió ensalada de repollo y patatas y eligió unas rodajas de corned beef con pan de centeno.

—Gracias. Es todo por ahora —dijo Painter. Los camareros tomaron la posición militar y luego se alejaron—. Muy bien, empecemos a trabajar.

Ryan tuvo que tragar de golpe medio emparedado.

—Almirante, esta información no tiene más de veinte horas. —Sacó las carpetas de su portafolio y las acomodó alrededor. La exposición duró veinte minutos, durante los cuales se las arregló para construir los dos emparedados y una buena porción de su ensalada de repollo y patatas, y ensuciar con un poco de café sus notas manuscritas. Los dos almirantes formaban un perfecto auditorio; no interrumpieron ni una sola vez, aunque lanzaban frecuentes miradas de incredulidad a Ryan.

—¡Mi Dios! —dijo Painter cuando Ryan terminó. Davenport se limitaba a mirar fijamente, con expresión inmutable, mientras consideraba la posibilidad de examinar por dentro un submarino soviético. Jack estimó que sería un adversario formidable jugando a las cartas. Painter continuó—: ¿Usted cree realmente esto?

—Sí, señor, lo creo. —Ryan se sirvió otra taza de café. Hubiera preferido una cerveza, que acompañaba mejor al corned beef. No había sido del todo malo, y el corned beef kosher de buena calidad era algo que no había podido encontrar en Londres.

Painter se echó hacia atrás y miró a Davenport.

—Charlie, debes decirle a Greer que dé unas pocas lecciones a este muchacho… Por ejemplo: se supone que un burócrata no debe meter tan hondo su cuello en la guillotina. ¿No crees tú que esto es un poco traído por los pelos?

—Josh, Ryan es el hombre que hizo el informe, en junio, sobre las normas de patrullaje de los submarinos lanzamisiles soviéticos.

—¿Ah, sí? Ése fue un trabajo muy bueno. Confirmó algo que vengo diciendo desde hace dos o tres años. —Painter se puso de pie y caminó hacia el rincón para observar el mar tormentoso—. Y entonces…, ¿qué se supone que haremos nosotros en relación con todo esto?

—Los detalles exactos de la operación todavía no han sido determinados. Lo que yo espero es que ustedes reciban instrucciones para localizar al Octubre Rojo e intentar establecer comunicación con su comandante. ¿Después de eso? Tendremos que encontrar la forma de hacerlo llegar a un lugar seguro. EL Presidente no cree que podamos retenerlo una vez que lo tengamos…, si es que logramos tenerlo.

—¿Cómo? —Painter se volvió bruscamente y habló una décima de segundo antes de que lo hiciera Davenport. Ryan tuvo que explicar durante varios minutos.

—¡Que Dios me ilumine! ¡Ustedes me dan una misión imposible, y después me dicen que si la cumplimos con éxito tenemos que devolverles la maldita cosa!

—Almirante, mi recomendación (el Presidente me pidió que se la diera) fue que conserváramos el submarino. Los jefes militares conjuntos también están de un lado, junto con la CIA. Sin embargo, si los tripulantes quieren volver a su país, nosotros debemos enviarlos de regreso, y entonces los soviéticos sabrán con seguridad que tenemos el submarino. En la práctica, comprendo el punto de vista del otro lado. La nave vale una pila de dinero, y es de su propiedad. ¿Y cómo podríamos esconder un submarino de treinta mil toneladas?

—Un submarino se esconde hundiéndolo —dijo Painter enojado—. Están diseñados para eso, como usted sabe. ¡Propiedad de ellos!, no estamos hablando de un maldito barco de pasajeros. Esto es algo diseñado para matar gente…, ¡nuestra gente!

—Almirante, yo estoy de su lado —dijo Ryan con calma—. Señor, usted dijo que le habíamos dado una misión imposible. ¿Por qué?

—Ryan, encontrar un submarino lanzamisiles que no quiere que lo encuentren no es la cosa más fácil del mundo. Nosotros practicamos contra nuestros propios submarinos. Y, maldito sea, casi siempre fallamos. EL Atlántico es un océano más bien grande, y la señal de un submarino lanzamisiles es muy débil.

—Sí, señor. —Ryan tomó nota para sí mismo de que tal vez había sido optimista en exceso con respecto a las probabilidades de éxito.

—¿En qué situación estás tú, Josh? —preguntó Davenport.

—Bastante buena, realmente. En el ejercicio que acabamos de hacer, el NIFTY y DOLPHIN, todo salió muy bien. Nuestra parte —se corrigió Painter—. EL Dallas los volvió locos a los del otro lado. Mis tripulaciones de guerra antisubmarina están funcionando muy bien. ¿Qué clase de ayuda van a darnos?

—Cuando dejó el Pentágono, el comandante de operaciones navales estaba comprobando la disponibilidad de P-3 allá en el Pacífico, de manera que no es difícil que veas más de ésos. Todo lo que se mueve está saliendo al mar. El tuyo es el único portaaviones, de manera que tendrás el comando táctico total, ¿no es así? Vamos, Josh, tú eres nuestro mejor operador de guerra antisubmarina.

Painter se sirvió un poco más de café.

—De acuerdo, tenemos un solo portaaviones. El América y el Nimitz todavía están a más de una semana de distancia. Ryan, usted dijo que iba a volar hasta el Invincible. Lo tendremos también, ¿no?

—Por supuesto. El almirante White tiene buen olfato para la guerra antisubmarina, y sus muchachos realmente tuvieron suerte durante el DOLPHIN. Dejaron fuera de combate a dos de nuestros submarinos de ataque, y a Vince Gallery no le hizo gracia. La suerte es gran parte de este juego. Eso nos daría dos cubiertas de aterrizaje en vez de una. Me pregunto si podríamos conseguir algunos otros S-3. —Painter se refería a los Lockheed Viking, aviones antisubmarinos para portaaviones.

—¿Por qué? —preguntó Davenport.

—Yo puedo enviar a tierra a mis F-18, y eso nos daría espacio para veinte Viking más. No me gusta perder el poder de fuego, pero lo que vamos a necesitar es más mano de obra antisubmarina. Eso significa más S-3. Jack, usted comprende que si está equivocado, esa fuerza rusa de superficie nos va a dar un trabajo tremendo. ¿Usted sabe cuántos misiles superficie-superficie llevan?

—No, señor. —Ryan tuvo la certeza de que eran demasiados.

—Nosotros somos el único portaaviones, y eso nos convierte en el objetivo primario. Si empiezan a tirarnos, nos sentiremos muy solos… y después va a ser todo muy emocionante. —Sonó el teléfono—. Aquí Painter… Sí, gracias. Bueno, el Invincible acaba de dar la vuelta. Muy bien. Nos lo dan junto con dos latas. EL resto de los buques escolta y los tres submarinos de ataque siguen de regreso a casa. —Frunció el entrecejo—. En realidad, no puedo culparlos por eso. Pero significa que nosotros tendremos que darles algunas escoltas, aunque sigue siendo un buen negocio. Quiero esa cubierta de vuelo.

—¿Podemos enviar a Jack en helicóptero hasta allá? —Ryan se preguntó si Davenport sabía lo que el Presidente le había ordenado hacer a él. El almirante parecía interesado en sacarlo del Kennedy.

Painter negó con un movimiento de cabeza.

—Es demasiado lejos para un helicóptero. Tal vez ellos puedan mandar aquí un Harrier a buscarlo.

—El Harrier es un avión de combate, señor —comentó Ryan.

—Tienen una versión experimental de dos plazas, equipada para patrullaje antisubmarino. Parece que opera razonablemente bien más allá del perímetro de sus helicópteros. Así fue como cazaron a uno de nuestros submarinos de ataque; lo agarraron durmiendo la siesta. —Painter bebió el último trago de su café.

—Bueno, caballeros, vamos a la sala de control antisubmarino y tratemos de imaginar cómo cumpliremos este acto de circo. EL comandante de la Flota del Atlántico querrá saber qué he pensado. Y creo que será mejor que tome una decisión. También llamaremos al Invincible y le pediremos que envíe un pájaro para que lo traslade a usted, Ryan.

Ryan salió del salón detrás de los dos almirantes. Pasó dos horas observando cómo Painter movía buques por todas partes en el océano como un maestro de ajedrez con sus piezas.

El USS Dallas.

Hacía más de veinte horas que Bart Mancuso estaba de guardia en el centro de ataque. Sólo había dormido unas pocas horas entre ese período y el anterior. En honor a la variedad, sus cocineros le habían llevado dos tazas de sopa, además de los habituales emparedados y café. Examinó sin mayor entusiasmo la última taza de congelado-desecado.

—¿Comandante? —Se volvió. Era Roger Thompson, su oficial de sonar.

—Sí, ¿qué ocurre? —Mancuso se apartó del tablero de despliegue táctico que ocupaba su atención desde hacía varios días. Thompson se hallaba de pie en el fondo del compartimiento. Junto a él estaba Jones, que sostenía una tablilla sujetapapeles y algo que parecía una máquina para pasar cintas grabadas.

—Señor, Jones tiene algo que creo que usted debe ver.

Mancuso no quería que lo molestaran; el tiempo de guardia prolongado siempre abrumaba su paciencia. Pero Jones parecía ansioso y excitado.

—De acuerdo, vengan a la mesa de navegación.

La mesa de navegación del Dallas era un nuevo equipo conectado a la BC-10 y que proyectaba sobre una pantalla de vidrio, del tipo de televisión, de forma cuadrada y un metro veinte de lado. La imagen se movía cuando el Dallas se movía. Eso convertía en obsoletas las cartas de papel, aunque de todos modos las conservaban y actualizaban. Las cartas no se rompían.

—Gracias, jefe —dijo Jones, más humilde que de costumbre—. Sé que usted está bastante ocupado, pero creo que tengo algo aquí. Ese contacto anómalo que tuvimos hace unos días me ha estado molestando. Tuve que dejarlo cuando los otros submarinos rusos pasaron a toda velocidad metiendo un ruido bárbaro, pero pude recuperarlo tres veces, para asegurarme que todavía estaba allí. La cuarta vez se había ido, desaparecido. Quiero enseñarle algo que he estado pensando. ¿Puede hacer que volvamos atrás en esa máquina hasta donde estábamos entonces, señor?

La mesa de navegación estaba interconectada, a través de la BC-10, con el sistema de navegación inercial del buque. Mancuso operó personalmente el equipo. Las cosas se estaban poniendo de tal modo que ya no se podía apretar el botón del inodoro sin una orden de la computadora… La línea de la derrota del Dallas aparecía como una curva línea roja, con marcas dispuestas a intervalos de quince minutos.

—¡Qué grande! —fue el comentario de Jones—. Nunca había visto eso antes. Así está bien. —Jones sacó un puñado de lápices de su bolsillo trasero—. Ahora bien, la primera vez que tengo el contacto son las 09:15, más o menos, y el rumbo era aproximadamente dos-seis-nueve. —Colocó un lápiz, con el borrador en la posición del Dallas y la punta dirigida hacia el blanco, en el oeste—. Después, a las 09:30, el rumbo era de dos-seis-cero. A las 09:48, era dos-cinco-cero. Hay algún error en esto, señor. Era una señal difícil de retener, pero los errores deberían promediarse. Fue justo entonces cuando tuvimos toda esa otra actividad y yo tuve que seguirlos, pero volví a encontrarlo a eso de las 10:00, y el rumbo era dos-cuatro-dos. —Jones colocó otro lápiz sobre la línea de rumbo este, trazada cuando el Dallas se alejaba de la costa de Islandia—. A las 10:15 era dos-tres-cuatro, y a las 10:30 era dos-dos-siete. Las dos últimas son poco firmes, señor. La señal era muy débil y yo no podía retenerla bien. —Jones levantó la mirada. Parecía nervioso.

—Hasta aquí, muy bien. Tranquilo, Jones. Encienda si quiere.

—Gracias, señor. —Jones sacó un cigarrillo y lo encendió. Nunca había abordado al comandante de esa manera. Sabía que Mancuso era un hombre tolerante y comprensivo cuando uno tenía algo que decir. No le gustaba que le hicieran perder el tiempo, y con toda seguridad que en ese momento le gustaría menos que nunca—. Muy bien, señor, tenemos que deducir que no puede estar muy lejos de nosotros, ¿cierto? Quiero decir, tiene que estar entre nosotros e Islandia. De manera que… digamos que está a mitad de camino. Eso le daría un rumbo más o menos así. —Jones acomodó otros lápices.

—Un momento, Jones. ¿De dónde viene el rumbo?

—¡Ah, sí! —Jones abrió el anotador de la tablilla—. Ayer por la mañana, o noche, o lo que fuera, después de que salí de guardia, empezó a molestarme, así que usé el movimiento que hicimos mar adentro como línea de base para calcular un pequeño rumbo de trayectoria para él. Yo sé cómo se hace, jefe. Leí el manual. Es fácil, lo mismo que hacíamos en la Universidad Tecnológica de California para los movimientos de las estrellas. Hice un curso de astronomía el primer año.

Mancuso contuvo un gruñido. Era la primera vez que oía llamar fácil a eso, pero al mirar las cifras y diagramas de Jones parecía que lo había hecho bien.

—Adelante.

Jones sacó una calculadora científica Hewlett Packard de su bolsillo y algo que parecía un mapa del National Geographic lleno de marcas y escrituras de lápiz.

—¿Quiere, controlar mis cifras, señor?

—Lo haremos, pero por ahora confío en las suyas. ¿Qué es ese mapa?

—Jefe, yo sé que está contra los reglamentos y todo eso, pero yo lo llevo como un registro personal de las rutas que usan esos malditos. No sale del submarino, señor, honestamente. Puedo estar un poco equivocado, pero todo esto lleva a un rumbo de dos-dos-cero y una velocidad de diez nudos. Y eso lo apunta directamente a la entrada de la Ruta Uno. ¿De acuerdo?

—Continúe. —Mancuso ya lo había pensado. Pero Jones tenía algo más.

—Bueno, después de eso yo no podía dormir, así que volví al sonar y saqué la cinta grabada sobre el contacto. Tuve que pasarla varias veces por la computadora para filtrar toda la porquería: ruidos del mar, los otros submarinos, usted sabe, después volví a grabarla a una velocidad diez veces mayor que la normal. —Apoyó su grabador de cassettes sobre la mesa de la carta—. Escuche esto, jefe.

La cinta era chillona, pero cada tantos segundos había un ruido particular, como un drom. Después de escucharla dos minutos les pareció comprobar que se trataba de intervalos regulares de unos cinco segundos. En ese momento, el teniente Mannion estaba mirando por encima del hombro de Thompson; escuchaba y movía la cabeza como especulando.

—Jefe, eso tiene que ser un ruido hecho por el hombre. Es demasiado regular como para que sea otra cosa. A la velocidad normal no tenía mucho sentido, pero una vez que lo grabé más rápido, lo pesqué al tipo.

—Muy bien, Jones, termine ya —dijo Mancuso.

—Señor, lo que usted acaba de oír era la señal acústica de un submarino ruso. Con rumbo a la Ruta Uno, navegando frente a Islandia y próximo a sus costas. Puede apostar dinero a que es así, jefe.

—¿Roger?

—A mí me ha convencido, señor —respondió Thompson.

Mancuso miró una vez más la ruta recorrida, tratando de imaginar una alternativa. No había.

—A mí también, Roger. Jones ha alcanzado hoy los galones de sonarista de primera clase. Quiero que el trabajo de los papeles esté terminado para el turno de la próxima guardia, junto con una linda carta de recomendación para mi firma. Ron —tocó al sonarista en el hombro—, estuvo muy bien. ¡Pero muy bien hecho!

—Gracias, jefe. —La sonrisa de Jones se estiraba de oreja a oreja.

—Pat, llame por favor al teniente Butler; que venga al centro de ataque.

Mannion se acercó al teléfono para llamar al jefe de máquinas del submarino.

—¿Tiene idea de qué puede ser, Jones? —Mancuso se volvió.

El sonarista sacudió la cabeza.

—No es un ruido de hélices. Nunca he oído nada parecido. —Hizo retroceder la cinta y la pasó de nuevo.

Dos minutos más tarde, el teniente de corbeta Earl Butler entró en el centro de ataque.

—¿Me llamaba, jefe?

—Escuche esto, Earl. —Mancuso rebobinó la cinta y la pasó por tercera vez. Butler se había graduado en la Universidad de Texas y en todas las escuelas que tenía la Marina para submarinos y sus sistemas de ingeniería.

—¿Qué se supone que es eso?

—Jones dice que es un submarino ruso. Yo creo que tiene razón.

—¿Qué puede decirme de la cinta? —preguntó Butler a Jones.

—Señor, la velocidad está aumentada diez veces, y la filtré cinco veces en la BC-10. A velocidad normal suena como nada parecido a nada. —Con una modestia nada común, Jones no señaló que para él sí había sonado como algo.

—¿Alguna clase de armónica? Es decir, si fuera una hélice, tendría que tener treinta metros de diámetro, y oiríamos una pala por vez. Los intervalos regulares sugieren alguna clase de armónica. —La cara de Butler se arrugó—. ¿Pero una armónica de qué?

—Lo que sea, estaba navegando directamente hacia aquí. —Mancuso dio unos golpecitos con el lápiz sobre Thor’s Twins.

—Eso confirma que es un ruso, sin duda —aprobó Butler—. Entonces están usando algo nuevo. Otra vez.

—El señor Butler tiene razón —dijo Jones—. Suena como una armónica de un zumbido. La otra cosa extraña es… bueno, había un ruido de fondo, algo así como agua que corría a través de un caño. No sé. Eso no se registró. Supongo que la computadora lo eliminó al filtrarlo. Era sumamente débil para empezar con…, de todos modos, eso está fuera de mi campo.

—Está bien. Ya ha hecho bastante por un día. ¿Cómo se siente? —preguntó Mancuso.

—Un poco cansado, jefe. Hace rato que estoy trabajando en esto.

—Si volvemos a acercamos a este tipo, ¿cree que puede detectarlo? —Mancuso sabía la respuesta.

—¡Por supuesto, jefe! Ahora que sabemos qué tenemos que oír, ¡puede estar seguro de que voy a cazar a ese estúpido!

Mancuso miró la mesa de navegación.

—Muy bien. Si navegaba con rumbo a los Twins, y luego siguió por la ruta a… digamos veintiocho o treinta nudos, y después volvió a su curso de base y a la velocidad de unos diez nudos más o menos… tendría que estar ahora aproximadamente aquí. Es muy lejos. Ahora bien, si nosotros navegamos a velocidad máxima… en cuarenta y ocho horas estaríamos aquí, y así estaríamos delante de él. ¿Pat?

—Parece correcto, señor —coincidió el teniente Mannion—. Usted está calculando que él recorrerá la ruta a velocidad máxima y luego la reducirá… Suena razonable. No necesitaría navegar silenciosamente en ese maldito laberinto. Eso le da libertad para un buen tirón de cuatrocientas o quinientas millas; entonces, ¿por qué no deja descansar sus máquinas? Eso es lo que yo haría.

—Y eso es lo que trataremos de hacer, entonces. Pediremos permiso por radio para dejar la posición de Toll Booth y rastrear a este sujeto. Jones, mientras naveguemos a máxima velocidad los sonaristas no tendrán nada que hacer por un tiempo. Ponga la cinta del contacto en el simulador y asegúrese de que todos los operadores conozcan cómo suena este tipo, pero descanse un poco. Todos ustedes. Quiero que estén al ciento por ciento cuando tratemos de volver a detectar a este tipo. Dense una ducha. Que sea una ducha tipo Hollywood, se la han ganado, y a dormir. Cuando empecemos a seguir realmente a este sujeto, va a ser algo, largo y muy duro.

—No se preocupe, señor. Vamos a agarrarlo. Puede estar seguro. ¿Quiere quedarse con mi cinta, señor?

—Sí. —Mancuso extrajo la cinta y levantó la mirada sorprendido—. ¿Sacrificó un Bach por esto?

—No era bueno, señor. Tengo una grabación de Christopher Hogwood de esa obra, que es mucho mejor.

Mancuso guardó la cinta en el bolsillo.

—Puede retirarse, Jones. Buen trabajo.

—Fue un placer, señor. —Jones salió del centro de ataque calculando el dinero extra que tendría por subir un grado.

—Roger, asegúrese de que la gente esté descansada durante los próximos dos días. Cuando estemos detrás de este tipo, va a ser más duro que el diablo.

—Comprendido, señor.

—Pat, llévenos a profundidad de periscopio. Vamos a llamar a Norfolk ahora mismo. Earl, quiero que piense qué es lo que hace ese ruido.

—Muy bien, señor.

Mientras Mancuso escribía el mensaje, el teniente Mannion llevó al Dallas a la profundidad de antena de periscopio, colocando los planos de inmersión en un ángulo hacia arriba. En cinco minutos ascendieron ciento cincuenta metros de profundidad hasta un nivel cercano a la superficie del tormentoso mar. El submarino quedó sujeto a la acción de las olas y si bien no era mucho para un buque de superficie, el movimiento no pasó inadvertido para la tripulación. Mannion levantó el periscopio y la antena del equipo electrónico de medidas de apoyo, utilizada para el receptor de banda ensanchada diseñado para detectar posibles emisiones de radar. No había nada a la vista —alcanzaba a divisar hasta un radio de unas cinco millas— y los instrumentos electrónicos tampoco mostraban nada, excepto los equipos de los aviones, que se encontraban demasiado lejos como para que importaran.

Luego Mannion levantó otros dos mástiles. Uno era una antena receptora de frecuencias ultra-elevadas. El otro era algo nuevo: un transmisor láser. Éste rotaba y se enganchaba con la onda portadora de la señal de Atlantic SSIX, el satélite de comunicaciones usado exclusivamente por submarinos. Con el láser, podían enviar transmisiones de alta densidad sin delatar la posición del submarino.

—Todo listo, señor —informó el radioperador de guardia.

—Transmita.

El radioperador apretó un botón. El mensaje, enviado en una fracción de segundo, era recibido por células fotovoltaicas, pasado a un transmisor de ultra alta frecuencia, y enviado así por una antena parabólica hacia la jefatura de comunicaciones de la Flota del Atlántico. En Norfolk, otro radioperador captaba la recepción y apretaba un botón que transmitía el mismo mensaje al satélite de vuelta al Dallas. Era un método sencillo para detectar errores.

El operador del Dallas comparó el mensaje recibido con el que él acababa de enviar.

—Buena recepción, señor.

Mancuso ordenó a Mannion que bajara todo menos las antenas de medidas de apoyo electrónico y de alta frecuencia.

Comunicaciones de la Flota del Atlántico.

En Norfolk, la primera línea del despacho reveló la página y la línea del libro —que se usaba una sola vez— donde estaba la secuencia del cifrado. Ésta se grabó en cinta de computadora en la sección de máxima seguridad del complejo de comunicaciones. Un oficial escribió en el teclado los números correspondientes en la terminal de su computadora y, segundos después, la máquina produjo un texto claro. El oficial volvió a controlarlo por si había errores. Satisfecho porque no los había, llevó el impreso al otro lado de la sala, donde un suboficial estaba sentado a un télex. El oficial le entregó el despacho. El suboficial escribió en su máquina la dirección correspondiente y transmitió el mensaje por línea terrestre exclusiva al Comandante de la Fuerza de Submarinos en el Atlántico, Operaciones, que se hallaba a unos quinientos metros de distancia. La línea terrestre era de fibra óptica, colocada en un conductor de acero que coma bajo una calle pavimentada. Lo controlaban tres veces por semana, por razones de seguridad. Ni siquiera los secretos del rendimiento de las armas nucleares se cuidaban tanto como las comunicaciones tácticas de todos los días.

Comando de la Fuerza de Submarinos en el Atlántico. Operaciones.

Cuando el mensaje comenzó a aparecer en la impresora de «urgentes», empezó a sonar una campanilla en la sala de operaciones. Llevaba un prefijo Z, que indicaba prioridad FLASH (extrema urgencia).

Z090414ZDIC.

ULTRA SECRETO THEO.

DE: USS DALLAS.

A: COMSUBLAT (Comando Fuerza Submarina Atlántico).

INFO: CINCLANTFLT (Comandante en Jefe Flota del Atlántico).

//N00000//.

OPSUB FLOTA ROJA.

1. INFORMO CONTACTO SONAR ANÓMALO ALREDEDOR 0900Z 7DIC Y PERDIDO DESPUÉS AUMENTO ACTIVIDAD SUB FLOTA ROJA. CONTACTO SUBSIGUIENTEMENTE EVALUADO COMO SUBMISILISTICO FLOTA ROJA TRANSITANDO RUTA PRÓXIMA ISLANDIA HACIA RUTA UNO. RUMBO SUDOESTE VELOCIDAD DIEZ PROFUNDIDAD DESCONOCIDA.

2. CONTACTO EVIDENCIÓ CARACTERÍSTICAS ACÚSTICAS DESCONOCIDAS REPITO DESCONOCIDAS. SEÑAL DIFERENTE CUALQUIER OTRO SUBMARINO FLOTA ROJA CONOCIDO.

3. SOLICITO PERMISO ABANDONAR TOLL BOOTH PARA CONTINUAR E INVESTIGAR. SE CREE ESTE SUBMARINO UTILIZA NUEVO SISTEMA DE IMPULSIÓN CON INSÓLITAS CARACTERÍSTICAS DE SONIDO. SE CREE BUENAS PROBABILIDADES DE LOCALIZARLO E IDENTIFICARLO.

Un teniente de corbeta llevó el despacho a la oficina del vicealmirante Vincent Gallery. El Comandante de la Fuerza de Submarinos en el Atlántico había estado en su puesto desde que los submarinos soviéticos iniciaron sus movimientos. Estaba de pésimo humor.

—Un mensaje prioridad FLASH del Dallas, señor.

—Ajá. —Gallery tomó el papel amarillo y lo leyó dos veces—. ¿Qué le parece que significa esto?

—No podría decírselo, señor. Parece que oyó algo, se tomó un tiempo para descubrir qué era, y quiere tener otra oportunidad. Parecería que piensa que está ante algo insólito.

—Muy bien; ¿qué le digo? Vamos, muchacho. Algún día usted también podría ser almirante y tener que tomar decisiones.

«Bastante poco probable», pensó Gallery.

—Señor, el Dallas se encuentra en una posición ideal para cubrir la fuerza roja de superficie cuando llegue a Islandia. Lo necesitamos donde está.

—Es una buena respuesta de libro de texto. —Gallery sonrió al muchacho, preparándose para echarle un balde de agua fría—. Por otra parte, el comandante del Dallas es un hombre muy competente que no nos molestaría si no estuviera pensando que tiene realmente algo. No entra en detalles específicos porque sería demasiado complicado para un mensaje táctico FLASH, y además porque piensa que nosotros sabemos que su juicio es suficientemente bueno como para confiar en su palabra. «Un nuevo sistema de impulsión con características acústicas insólitas». Eso podría ser un cacharro, pero él es el hombre que está en el lugar, y quiere una respuesta. Le diremos que sí.

—Comprendido, señor —dijo el teniente, preguntándose si ese viejo flaco hijo de puta tomaría las decisiones echando al aire una moneda cuando le daba la espalda.

El Dallas.

Z090432ZDIC.

ULTRA SECRETO.

DE: COMSUBLANT.

A: USS DALLAS.

A. USS DALLAS Z090414ZDIC.

B. COMSUBLANT INST 2000.5.

ASIGNACIÓN ÁREA OPER /N04220/.

1. SOLICITUD REFERENCIA A APROBADA.

2. ÁREAS BRAVO ECO GOLF REF B ASIGNADAS PARA.

OPERACIONES DISCRECIONALES 090500Z HASTA.

140001Z. INFORME SEGÚN NECESIDADES.

ENVÍA VALM GALLERY.

—¡Viejo querido! —rio Mancuso. Eso era una cosa buena de Gallery. Cuando uno le preguntaba algo… ¡vaya si le contestaba! Sí o no, pero lo hacía antes de que uno pudiera bajar la antena. Por supuesto, reflexionó, si resultaba que Jones estaba equivocado y eso se convertía en una caza de fantasmas, él tendría que dar algunas explicaciones.

Gallery había cortado la cabeza a más de un comandante de submarinos y lo había mandado definitivamente a tierra. Que era adonde iría él de cualquier manera, como no lo ignoraba Mancuso. Desde su primer año en Annapolis, todo lo que había deseado en su vida había sido mandar su propio submarino. En ese momento lo estaba haciendo, y sabía que el resto de su carrera empezaría a ser cuesta abajo. En el resto de la Marina, un primer mando era sólo eso: un primer mando. Se podía seguir subiendo en la escala y llegar a mandar una flota eventualmente, si se tenía suerte y se lo merecía. No así los submarinistas. Tuviera o no éxito en su desempeño como comandante del Dallas, pronto lo perdería. Tenía esa oportunidad y sólo ésa. Y después, ¿qué? La mejor que podía esperar era el mando de un submarino lanzamisiles. Ya había prestado servicios en uno de ellos y estaba seguro de que ser su comandante, aunque fuera un nuevo Ohio, era tan emocionante como observar pintura y esperar que se secara.

La tarea del submarino lanzamisiles era permanecer escondido. Mancuso quería ser el cazador; ése era el aspecto interesante de la especialidad. ¿Y después de mandar un submarino lanzamisiles? Podía lograr un «mando mayor de superficie», tal vez un bonito buque tanque… Sería como cambiar de montura, de un pura sangre a una vaca. O quizá lo asignaran a un mando de escuadrón para sentarse en una oficina a bordo de un buque auxiliar, manejando papeles. Lo mejor de esa posición era que saldría al mar una vez al mes, pero su misión principal sería molestar a los capitanes subalternos que no deseaban tenerlo allí. O podía tener un trabajo de escritorio en el Pentágono…

¡Qué divertido! Mancuso comprendía por qué algunos de los astronautas habían perdido la cabeza después de volver de la Luna. También él había trabajado muchos años por conseguir ese mando y, en un año más, perdería su submarino. Tendría que entregar el Dallas a otra persona. Pero por el momento lo tenía.

—Pat, bajemos todos los mástiles y vamos a sumergirnos a trescientos sesenta metros.

—Comprendido, señor. Bajen los mástiles —ordenó Mannion. Un suboficial accionó las palancas de control hidráulico.

—Los mástiles de ultra alta frecuencia y de medidas de apoyo electrónico, abajo, señor —informó el electricista de guardia.

—Muy bien. Oficial de inmersión, llévenos a trescientos sesenta metros de profundidad.

—Trescientos sesenta metros, comprendido —respondió el oficial de inmersión—. Quince grados de ángulo negativo en los planos.

—Quince grados abajo, comprendido.

—Vamos a movernos, Pat.

—Comprendido, jefe. Todo adelante.

—Todo adelante, comprendido. —El timonel hizo girar el anunciador.

Mancuso observó cómo trabajaba su tripulación. Cumplían sus tareas con precisión mecánica. Pero no eran máquinas. Eran hombres. Los suyos.

En la zona del reactor, hacia popa, el teniente Butler controlaba que sus maquinistas hubieran comprendido lo dispuesto por el comandante e impartía a su vez las órdenes necesarias. Las bombas de enfriamiento del reactor comenzaron a trabajar a velocidad rápida. Una mayor cantidad de agua caliente y presurizada entraba en el intercambiador, donde su calor se transfería al vapor del circuito exterior. Cuando el refrigerante volvía al reactor estaba más frío que antes y, por lo tanto, más denso. Estando más denso, atrapaba más neutrones en la pila del reactor, incrementando la intensidad de la reacción de fisión y entregando aún más potencia. Más hacia atrás, el vapor saturado en el circuito exterior —no radiactivo— proveniente del sistema intercambiador del calor, emergía a través de varios grupos de válvulas de control para impulsar las paletas de la turbina de alta presión. Las enormes hélices de bronce del Dallas empezaron a girar más rápidamente, impulsando a la nave hacia adelante y abajo.

Los maquinistas cumplieron con calma sus tareas. A medida que los sistemas comenzaron a proporcionar más potencia aumentó notablemente el ruido en la zona de máquinas, y los técnicos seguían con atención el proceso controlando continuamente los tableros de instrumentos bajo su responsabilidad. La rutina era silenciosa y exacta. No había conversaciones extrañas, ninguna distracción. Comparada con la zona del reactor de un submarino, la sala de operaciones de un hospital era un antro de libertinaje.

Más adelante, Mannion observaba el indicador de profundidad, que ya marcaba más de ciento ochenta metros. El oficial de inmersión esperaría hasta que alcanzaran los doscientos setenta metros antes de empezar a nivelar, con el propósito de llevar a cero el régimen de descenso exactamente a la profundidad ordenada. El comandante Mancuso quería que el Dallas estuviera debajo del gradiente térmico, el borde entre diferentes temperaturas. En el agua existían capas isotérmicas de estratificación uniforme. La zona relativamente plana donde el agua de la superficie cálida se encontraba con agua más profunda y más fría constituía una barrera semipermeable que tenía tendencia a reflejar las ondas sonoras. Aquellas ondas que lograban penetrar esa barrera eran atrapadas en su mayoría debajo de ella. De modo que, aunque el Dallas estaba en ese momento desplazándose debajo del gradiente térmico a más de treinta nudos y haciendo tanto ruido como era capaz, aun sería así muy difícil que lo detectaran con un sonar de superficie. Estaría también navegando a ciegas, pero no había mucho allí abajo con lo que pudiera chocar.

Mancuso levantó el micrófono de comunicación interna:

—Les habla el comandante. Acabamos de iniciar una carrera a gran velocidad que tendrá una duración de cuarenta y ocho horas. Nos dirigimos a un punto donde esperamos localizar un submarino ruso que pasó cerca de nosotros hace dos días. Es evidente que el ruso está usando un sistema de propulsión nuevo y muy silencioso que nadie ha conocido antes. Vamos a tratar de colocarnos delante de él y rastrearlo cuando vuelva a pasarnos. Ahora sabemos qué tenemos que escuchar, y lograremos tener una idea bastante aproximada de él. Muy bien, quiero que todo el mundo esté bien descansado en este submarino. Cuando lleguemos allí, va a ser una caza muy larga y dura. Y quiero que todos rindan al ciento por ciento. Probablemente esto va a ser muy interesante. —Desconectó el micrófono—. ¿Qué película dan esta noche?

El oficial de inmersión esperó que el indicador de profundidad dejara de moverse antes de contestar. Como encargado del submarino, tenía también la función de dirigir el sistema de televisión por cable del Dallas: tres grabadores de videocasetes en la cámara de oficiales conectados con televisores en el comedor y otras ubicaciones.

—Jefe, puede elegir, El retorno del Jedi o dos partidos de fútbol: Oklahoma-Nebraska y Miami-Dallas. Los dos partidos se jugaron mientras nosotros estábamos de ejercicios, señor. Sería lo mismo que verlos en vivo. —Se rio—. Con anuncios y todo. Los cocineros ya están preparando el popcorn.

—Bueno. Quiero que todos estén contentos y cómodos. —¿Por qué no podrían nunca conseguir cintas grabadas en la Marina?, se preguntó Mancuso. Por supuesto, ese año se había impuesto el Ejército…

—Buenos días, jefe. —Wally Chambers, el oficial ejecutivo, entró en el centro de ataque—. ¿De qué se trata?

—Volvamos a la cámara de oficiales, Wally. Quiero que escuche algo. —Mancuso sacó el casete del bolsillo de la camisa y condujo a Chambers hacia popa.

El V. K. Konovalov.

Doscientas millas al nordeste del Dallas, en el Mar de Noruega, el Konovalov navegaba hacia el sudoeste a cuarenta y un nudos. El comandante Tupolev estaba sentado solo en la cámara de oficiales releyendo el despacho que había recibido dos días antes. Sus emociones se alternaban entre la ira y la pena. ¡El Maestro había hecho eso! Estaba pasmado. Pero ¿qué se podía hacer? Las órdenes de Tupolev eran explícitas, más aún por el hecho de que —como lo había señalado su zampolit— él era un ex alumno del traidor Ramius. También él podía llegar a encontrarse en una posición muy mala. Si el infame tenía éxito.

De modo que Marko se había burlado de todos, no sólo del Konovalov. Tupolev había estado dando vueltas como un tonto por el Mar de Barents mientras Marko ponía rumbo hacia otro lado. Semejante traición, semejante desafío diabólico contra la Rodina. Era inconcebible… y todo demasiado concebible. Todas las ventajas que tenía Marko. Un apartamento de cuatro habitaciones, una dacha, su propio Zhiguli. Tupolev todavía no tenía automóvil de su propiedad. Se había ganado los ascensos hasta comandante, y en ese momento todo quedaba amenazado por… ¡esto! Sería afortunado si podía conservar lo que tenía. «Tengo que matar a un amigo», pensó. «¿Amigo? Sí», admitió para sus adentros. Marko había sido un buen amigo y un excelente maestro. ¿Dónde se había equivocado? Natalia Bogdanova. Sí, tenía que ser eso. Un gran escándalo, por la forma en que había ocurrido. ¿Cuántas veces había ido a cenar con ellos? ¿Cuántas veces se había reído Natalia acerca de sus hijos fuertes, hermosos y grandes? Sacudió la cabeza. Una espléndida mujer asesinada por un maldito e imbécil cirujano incompetente. Nada se pudo hacer, era hijo de un miembro del Comité Central. Era una atrocidad que cosas como ésa siguieran sucediendo, aun después de tres generaciones de construcción del socialismo. Pero nada era suficiente como para justificar esa locura.

Tupolev se inclinó sobre la carta que había traído consigo. Estaría en su posición en cinco días, en menos tiempo si su planta motriz se mantenía de una pieza y Marko no estaba demasiado apurado… y no lo estaría. Marko era un zorro, no un toro. Los otros Alfa llegarían allá antes que el suyo, Tupolev lo sabía, pero no importaba. Eso tenía que hacerlo él personalmente. Se situaría delante de Marko y esperaría. Marko intentaría pasar sin ser detectado, y el Konovalov estaría allí. Y sería el fin del Octubre Rojo.

El Atlántico Norte.

El Sea Harrier FRS4 británico llegó con un minuto de adelanto. Se mantuvo volando inmóvil brevemente frente al costado de babor del Kennedy mientras el piloto observaba el sitio donde iba a aterrizar, el viento y las condiciones del mar. Manteniendo una velocidad constante de treinta nudos hacia adelante, para compensar la velocidad del portaaviones, deslizó suavemente su avión hacia la derecha y luego lo depositó con delicadeza en medio del buque, ligeramente delante de la estructura de la isla y en el centro exacto de la cubierta de vuelo. De inmediato corrieron hacia el avión varios auxiliares de pista, tres de ellos llevaban pesadas calzas metálicas y otro una escalerilla también metálica que apoyó en el costado de la cabina, cuyo techo ya había empezado a abrirse hacia arriba. Otro equipo de cuatro hombres arrastró hacia la máquina una manguera de combustible ansioso por de mostrar la rapidez con que la Marina de los Estados Unidos reabastecía los aviones. El piloto vestía un mono color naranja y llevaba puesto un chaleco salvavidas amarillo. Depositó su casco en el asiento delantero y descendió por la escalerilla. Observó fugazmente para asegurarse de que su avión estaba en buenas manos, antes de correr hacia la isla. Se encontró con Jack Ryan en la puerta.

—¿Usted es Ryan? Yo soy Tony Parker. ¿Dónde está el lavabo? —Jack le dio las indicaciones y el piloto partió velozmente, dejando allí a Ryan de pie con su traje de vuelo, con su maletín y una particular sensación de estupidez. Un casco de plástico colgaba de su otra mano mientras contemplaba cómo los auxiliares llenaban de combustible al Harrier. Se pregunto si sabrían bien lo que estaban haciendo.

Parker regresó en tres minutos.

—Capitán —dijo—, hay una cosa que jamás ponen en un avión de combate, un maldito inodoro. Lo llenan a uno de café y té y le ordenan salir, y uno no tiene adónde ir.

—Sé lo que se siente. ¿Tiene alguna otra cosa que hacer?

—No, señor. Su almirante conversó conmigo por radio mientras yo venía en vuelo. Parece que sus muchachos ya terminaron de cargar combustible en mi pájaro. ¿Quiere que vayamos?

—¿Qué hago con esto? —Ryan levantó un poco su maletín, pensando que tendría que ponerlo sobre las rodillas. Los papeles para su exposición los llevaba en el traje de vuelo, apretados contra el pecho.

—Lo pondremos en el portaequipajes, naturalmente. Venga, señor.

Parker caminó ágilmente hacia el avión de combate. Era un crepúsculo bastante oscuro. Había una sólida capa de nubes a quinientos o seiscientos metros. No llovía, pero parecía que podía empezar en cualquier momento. El mar, agitando con olas de dos metros y medio, era una superficie gris erizada y coronada con picos de espuma blanca. Ryan sintió el movimiento del Kennedy, sorprendido de que algo tan enorme pudiera moverse como lo hacía. Cuando llegaron al Harrier, Parker tomó en una mano el maletín y buscó una manija semioculta en la parte inferior del fuselaje del avión. La hizo girar y tiró de ella, abriendo un alojamiento del tamaño de un pequeño refrigerador. Parker metió allí el maletín, cerró la tapa de un golpe y se aseguró que la palanca hubiera trabado como correspondía. Un auxiliar de pista, de camisa amarilla, habló algunas palabras con el piloto. Un poco más atrás un helicóptero estaba acelerando el motor y un Tomcat de combate carreteaba hacia la catapulta instalada en el medio del buque. Por sobre todo eso, soplaba un viento de treinta nudos. El ruido era tremendo en el portaaviones.

Parker indicó a Ryan que subiera por la escalerilla. Jack, a quien las escalerillas le gustaban tanto como volar, estuvo a punto de caer en su butaca. Hizo un esfuerzo por acomodarse adecuadamente, mientras un auxiliar de pista le aseguraba las correas de cuatro puntos. El hombre puso el casco sobre la cabeza de Ryan y le señaló la clavija para enchufar en la toma del sistema del intercomunicador. Tal vez los auxiliares norteamericanos supieran realmente algo sobre el Harrier. Junto al enchufe había una llave interruptora. Ryan la movió.

—¿Me oye, Parker?

—Sí, capitán, ¿todo listo?

—Supongo que sí.

—Bien. —La cabeza de Parker giró para controlar las tomas de aire de la turbina—. Voy a poner en marcha el motor.

Los techos de las cabinas permanecían levantados. Tres auxiliares de pista se mantenían cerca con grandes extintores de dióxido de carbono, presumiblemente para el caso de que el motor explotara. Otros doce hombres se hallaban cerca de la isla contemplando el extraño avión, mientras su motor Pegasus aullaba cada vez más fuerte. Luego bajó el techo de la cabina.

—¿Listo, capitán?

—Cuando usted diga.

El Harrier no era un avión de combate de gran tamaño, pero sí con seguridad el más ruidoso. Ryan pudo sentir que el ruido del motor le erizaba todo el cuerpo cuando Parker ajustó los controles de empuje vectorial. La aeronave se levantó un poco bamboleándose, bajo la nariz y luego subió trepidando y tomando altura. Ryan vio un hombre junto a la isla que los señalaba y hacía gestos. El Harrier se desplazó a babor mientras se alejaba de la isla del portaaviones y seguía ganando cada vez más altura.

—No estuvo del todo mal —dijo Parker. Ajustó los controles de empuje y el Harrier comenzó a volar normalmente hacia delante. La sensación de aceleración no fue muy pronunciada, pero Ryan pudo ver como el Kennedy se quedaba abajo y atrás rápidamente. Poco segundos más tarde ya estaba más allá del círculo interior de escolta.

—Vamos a trepar más arriba de esta porquería —dijo Parker. Llevó hacia atrás la palanca y puso proa a las nubes. Casi enseguida estuvieron dentro de ellas, y en un instante el campo visual de Ryan se redujo de ocho kilómetros a ocho metros.

Jack recorrió con la vista el interior de su cabina, que tenía comandos de pilotaje e instrumental. El velocímetro indicaba ciento cincuenta nudos y en aumento; la altura era de ciento veinte metros. Ese Harrier había sido evidentemente un avión para entrenamiento, pero el panel de instrumentos estaba modificado e incluía en ese momento los indicadores del sensor ubicado en un contenedor especial en la panza del avión. Una forma de hacer las cosas a los pobre, aunque, según comentarios del almirante Painter, era obvio que el sistema había trabajado sumamente bien. Se imaginó que la pequeña pantalla tipo televisor presentaba la indicación del sensor de calor infrarrojo apuntado hacia delante. El velocímetro marcaba en ese momento trescientos nudos, y el indicador de ascenso mostraba la actitud del avión en un ángulo de ataque de veinte grados. La sensación era de que fuese mayor.

—Pronto llegaremos al tope de esto —dijo Parker—. ¡Ahora!

El altímetro indicaba siete mil ochocientos metros cuando Ryan se sintió deslumbrado por la luminosidad solar. Una de las cosas referidas al vuelo a la que nunca había podido acostumbrarse era el hecho de que, aunque el tiempo en la superficie fuera horrible, si se volaba lo suficientemente alto siempre se encontraría el sol. La luz era intensa, pero el color del cielo era notablemente más oscuro que el celeste suave que se ve desde tierra. El vuelo adquirió la misma tranquilidad que el de los grandes aviones de líneas aéreas cuando emergieron de la zona turbulenta a menor altura. Ryan se acomodó el visor para protegerse los ojos.

—¿Ahora está mejor, señor?

—Muy bueno, teniente. Es mejor de lo que yo esperaba.

—¿Qué quiere decir, señor? —inquirió Parker.

—Me parece que es muy superior a volar en un avión comercial. Se puede ver mucho más. Eso ayuda.

—Lamento que el combustible no nos sobre, si no le podía mostrar un poco de acrobacia. El Harrier puede hacer casi cualquier cosa que uno le pida.

—No importa.

—Y su almirante —siguió Parker con ánimo de conversar—, dijo que a usted no le gusta mucho volar.

Las manos de Ryan se aferraron a los apoyabrazos cuando el Harrier realizó tres revoluciones completas antes de recuperar el vuelo nivelado. Se sorprendió riendo.

—¡Ah, el británico sentido del humor!

—Órdenes de su almirante, señor —Parker aclaró en tono de disculpa—. No nos gustaría que usted creyera que el Harrier es otro maldito ómnibus.

«¿Qué almirante?», se preguntaba Ryan, «¿Painter o Davenport?». Probablemente ambos. El tope de las nubes parecía un campo de algodón. Nunca había apreciado así antes, cuando miraba a través de una ventanilla de treinta centímetros en un avión de línea. En el asiento posterior se sentía casi como si estuviera sentado afuera.

—¿Puedo hacerle una pregunta, señor?

—Por supuesto.

—¿De qué se trata?

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir, señor, que ordenaron a mi buque dar la vuelta y volver. Después me ordenaron trasladar un VIP, un importante personaje, del Kennedy al Invincible.

—¡Ah! Está bien. Pero no puedo decírselo, Parker. Estoy llevando ciertos mensajes a su jefe. Yo soy solamente el cartero —mintió Ryan.

—Discúlpeme, capitán, pero es que ¿sabe?, mi esposa está esperando un hijo, el primero, para poco después de Navidad. Espero estar allí, señor.

—¿Dónde vive?

—En Chatham, eso es…

—Lo sé. Yo también vivo en Inglaterra por el momento. Nuestra casa está en Marlow, río arriba desde Londres. Allí empezó mi segundo hijo.

—¿Nació allí?

—Empezó allí. Mi mujer dice que fue por esas extrañas camas de hotel; siempre pasa lo mismo. Si yo fuera un hombre apostador, diría que tiene buenas probabilidades, Parker. De todos modos, los primeros hijos siempre se atrasan.

—¿Dijo que vive en Marlow?

—Así es, construimos allí nuestra casa a principios de este año.

—Jack Ryan… ¿John Ryan? ¿La misma persona que…?

—Correcto. No necesita decírselo a nadie, teniente.

—Comprendido, señor. No sabía que usted era oficial naval.

—Es por eso que no tiene que decírselo a nadie.

—Sí, señor. Lamento lo de la acrobacia hace un rato.

—Está bien. Los almirantes deben tener sus pequeñas diversiones. Entiendo que ustedes acaban de hacer un ejercicio con nuestros muchachos.

—Ya lo creo que lo hicimos, capitán. Yo hundí uno de los submarinos de ustedes, el Tullibee. Es decir, mi operador de sistemas y yo. Lo sorprendimos de noche, cerca de la superficie, con nuestro sensor infrarrojo, y le lanzamos cargas sonoras alrededor. Nadie sabía nada sobre nuestro nuevo equipo. Como usted sabe, todo está dentro de lo permitido. Creo que su comandante se puso terriblemente furioso. Yo esperaba conocerlo en Norfolk, pero no llegó hasta el día en que nosotros partimos.

—¿Lo pasaron bien en Norfolk?

—Sí, capitán. Pudimos participar de un día de caza en la Bahía Chesapeake, en la costa este, como creo que lo llaman ustedes.

—¿Ah, sí? Yo solía ir a cazar allí. ¿Qué tal estuvo?

—Bastante bueno. Yo cacé mis tres gansos en media hora. El límite era tres… una tontería.

—¿Usted llegó y mató tres gansos en media hora en esta época tan avanzada de la temporada?

—Así me gano mi modesta vida, capitán, tirando —comentó Parker.

—Yo estuve cazando codornices con su almirante en septiembre pasado. Me hicieron usar una escopeta de dos caños. Si uno aparece con el arma que yo uso —una Remington automática— lo miran como si fuera una especie de terrorista. Me entorpeció un par de Purdeys que no andaba bien. Cacé quince aves. Me pareció una forma horriblemente perezosa de cazar, con un tipo que cargaba mi arma y otro pelotón de sirvientes que iban conduciendo la partida. Estuvimos a punto de aniquilar toda la población de aves.

—Tenemos más densidad de piezas que ustedes.

—Eso es lo que dijo el almirante. ¿Falta mucho para el Invincible?

—Cuarenta minutos.

Ryan observó los indicadores de combustible. Ya marcaban por la mitad. En un automóvil, él ya estaría pensando en cargar para llenar el tanque. Todo ese combustible quemado en media hora. Bueno, Parker no parecía preocupado.

El aterrizaje en el Invincible fue diferente de la llegada del COD al Kennedy. El vuelo se puso más movido cuando Parker descendió a través de las nubes, y se le ocurrió a Ryan que estaban en el frente de la misma tormenta que había soportado la noche anterior. El techo de la cabina estaba cubierto por la lluvia, y oía el impacto de miles de gotas de agua sobre la estructura del avión… ¿o sería granizo? Observando los instrumentos pudo ver que Parker nivelaba a trescientos metros, mientras se detenían en medio de las nubes, completamente inmóviles, luego empezó a descender más lentamente, saliendo de la zona clara a treinta metros de altura. El Invincible era apenas la mitad del Kennedy. Ryan lo miró cabecear pronunciadamente entre las olas de casi cinco metros. Parker usó la misma técnica que antes. Se detuvo volando brevemente sobre la banda de babor del portaaviones, después se desplazó hacia la derecha y dejó caer el avión desde unos seis metros, dentro de un círculo pintado. El aterrizaje fue violento, pero Ryan lo estaba esperando. El techo de la cabina se levantó de inmediato.

—Puede bajar aquí —dijo Parker—. Yo tengo que carretear hasta el ascensor.

Ya habían colocado la escalerilla. Ryan se quitó las correas y descendió del avión. Un auxiliar de pista sacó el maletín y Ryan lo siguió hasta la isla donde lo esperaba un alférez, un subteniente como llamaban los británicos al grado.

—Bienvenido a bordo, señor. —El joven no podía tener más de veinte años, pensó Ryan—. Permítame que le ayude a quitarse la ropa de vuelo.

El subteniente se mantuvo de pie a su lado mientras Ryan se despojaba del casco, del chaleco Mae West, bajaba el cierre relámpago y se quitaba el overol. Retiró su gorra del maletín. En el proceso se tambaleó y chocó contra el mamparo varias veces. El Invincible parecía moverse en espiral en un mar de popa. ¿Viento de proa y mar de popa? En el Atlántico Norte, en invierno, nada era imposible. El oficial le llevó el maletín y Ryan retuvo consigo los papeles de la exposición.

—Vaya usted adelante, subteniente —Ryan indicó con un movimiento de la mano. El muchacho subió ágilmente una serie de tres escaleras y Ryan quedó atrás, jadeando y lamentando haber suspendido el jogging. La combinación del movimiento de la nave y el oído interno afectado por el reciente vuelo lo sentir mareado y avanzaba golpeándose de un lado a otro. ¿Cómo lo hacían los pilotos profesionales?

—Éste es el puente del almirante, señor. —El subteniente mantuvo abierta la puerta.

—¡Hola, Jack! —atronó la voz del vicealmirante John White, octavo conde de Weston. Era un hombre de cincuenta años, alto y de buena constitución física y tez rojiza, acentuada por el pañuelo blanco que llevaba en el cuello. Jack lo había conocido a principios de ese año y, desde entonces, su esposa Cathy y la condesa, Antonia, se habían hecho buenas amigas, miembros del mismo círculo de músicos aficionados. Cathy Ryan tocaba música clásica en el piano. Toni White, una mujer atractiva de cuarenta y cuatro años, era dueña de un violín Guarnieri del Jesu. Su marido era un hombre cuya nobleza constituía algo accesorio. Había hecho carrera en la Marina Real exclusivamente por mérito propio. Jack se adelantó para darle la mano.

—Buenos días, almirante.

—¿Cómo estuvo el vuelo?

—Diferente. Nunca había volado en un avión de combate, y mucho menos en uno con pretensiones de imitar a un colibrí —Ryan sonrió. La calefacción era intensa y el ambiente agradable.

—Magnífico. Vámonos a mi camarote de mar —White autorizó a retirarse al subteniente, quien entregó el maletín a Jack antes de hacerlo. El almirante enseñó el camino hacia popa a través de un corto pasillo y luego a la izquierda entrando en un pequeño compartimiento.

Era sorprendentemente austero, considerando que a los ingleses les gustan las comodidades y que White era un noble. Había dos portillas con cortinas, un escritorio y un par de sillas. El único toque humano era un retrato en colores de su esposa. Una de las paredes estaba totalmente cubierta por un mapa del Atlántico Norte.

—Parece cansado, Jack —White lo invitó a sentarse e una de las sillas.

—Estoy cansado. He estado en movimiento desde la seis de la mañana de ayer. No me he fijado en los cambios de hora, creo que mi reloj todavía está con la hora de Europa.

—Tengo un mensaje para usted. —White sacó del bolsillo un papel y se lo entregó a Jack.

Greer a Ryan. WILLOW confirmado, leyó Ryan, Basil envía saludos. Fin. Alguien había confirmado a WILLOW. ¿Quién? Tal vez Sir Basil, tal vez Ritter. Ryan no habría podido decirlo. Metió el papel en un bolsillo.

—Son buenas noticias, señor.

—¿Por qué el uniforme?

—No fue idea mía, almirante. Usted sabe para quién trabajo, ¿verdad? Pensaron que llamaría menos la atención así.

—Por lo menos le queda bien. —El almirante levantó un teléfono y ordenó que les enviaran refrescos—. ¿Cómo está la familia, Jack?

—Muy bien, gracias, señor. El día antes de mi partida Cathy y Toni estuvieron tocando en la casa de Nigel Ford. Yo me lo perdí. Si siguen progresando, creo que deberíamos hacerles grabar un disco. No hay muchos violinistas mejores que su esposa.

Llegó un camarero con una fuente llena de emparedados. Jack nunca había podido explicarse el gusto de los británicos por los pepinos con pan.

—Y bien, ¿de qué se trata?

—Almirante, el mensaje que usted acaba de entregarme significa que puedo informar sobre esto a usted y otros tres oficiales. Es un asunto muy delicado, señor. Usted querrá elegirlos teniendo eso en cuenta.

—Bastante delicado como para hacer regresar a mi pequeña flota. —White pensó por un momento, antes de levantar el auricular y ordenar que se presentaran en su camarote tres de sus oficiales. Colgó el auricular—. El capitán de navío Carstairs, el capitán de navío Hunter y el capitán de fragata Barclay; son, respectivamente, comandante del Invincible, mi oficial de operaciones de la flota y mi oficial de inteligencia de la flota.

—¿El jefe de Estado Mayor, no?

—Viajó en avión de regreso a nuestro país, por duelo en la familia. ¿Algo para el café? —White extrajo de un cajón del escritorio lo que parecía ser una botella de coñac.

—Gracias; almirante. —Se sintió agradecido por el coñac. Ese café necesitaba ayuda. Observó que el almirante servía una generosa medida, quizá con el oculto propósito de hacerlo hablar con mayor libertad. White era marino británico desde mucho tiempo antes de conocer a Ryan.

Los tres oficiales llegaron juntos, dos de ellos llevaban sillas metálicas plegables.

—Almirante —comenzó Ryan—, tal vez quiera dejar ahí esa botella. Después de que escuchen esta historia tal vez todos necesitemos un trago. —Hizo a un lado las dos carpetas de exposición que le quedaban y habló de memoria. Su explicación duró quince minutos.

—Caballeros. Debo insistir en que esta información tiene que ser mantenida en forma estrictamente confidencial. Por el momento, nadie debe conocerla, fuera de los que estamos en este camarote.

—Qué lástima —dijo Carstairs—. Como historia naval es realmente buena.

—¿Y nuestra misión? —White tenía en sus manos las fotografías. Sirvió a Ryan otra medida de coñac, miró fugazmente la botella y después la guardó otra vez en el escritorio.

—Gracias, almirante. Por el momento, nuestra misión consiste en localizar al Octubre Rojo. Después de eso, no estamos seguros. Me imagino que sólo localizarlo será bastante difícil.

—Una astuta observación, capitán Ryan —dijo Hunter.

—La buena noticia es que el almirante Painter ha solicitado que el Comandante en Jefe del Atlántico asigne a ustedes el control de varios buques de la Armada de Estados Unidos, probablemente tres fragatas clase 1052, y un par de FFG 7 Perrys. Todos ellos llevan uno o dos helicópteros.

—¿Y bien, Geoffrey? —preguntó White.

—Es un comienzo —aprobó Hunter.

—Llegarán en uno o dos días. El almirante Painter me pidió que les expresara su confianza en su grupo y su personal.

—Todo un maldito submarino lanzamisiles ruso… —dijo Barclay como para sí mismo. Ryan rio.

—¿Le gusta la idea, capitán? —Por lo menos ya tenía uno convencido.

—¿Y qué pasa si el submarino pone proa hacia el Reino Unido? ¿Se convierte entonces en una operación británica? —preguntó Barclay enfáticamente.

—Supongo que sí, pero por lo que puedo ver en el mapa, si Ramius estuviera navegando hacia Inglaterra, ya habría llegado allá. Vi una copia de la carta del Presidente a la Primera Ministra. En retribución por la ayuda de ustedes, la Marina Real obtiene acceso a la misma información de que dispongamos, a medida que nuestra gente vaya consiguiéndola. Estamos del mismo lado, caballeros. La pregunta es, ¿podemos hacerlo?

—¿Hunter? —preguntó el almirante.

—Si esta información es correcta… yo diría que tenemos una buena probabilidad, quizás hasta de un cincuenta por ciento. Por un lado, tenemos un submarino lanzamisiles que intenta evitar la detección. Por el otro, contamos con una cantidad de medios de guerra antisubmarina dispuestos para localizarlo, y su destino será alguno entre unos pocos. Norfolk, por supuesto, Newport, Groton, King’s Bay, Port Everglades, Charleston. Un puerto civil como Nueva York es poco probable, creo. El problema es que, si Iván está enviando a toda velocidad esos Alfa con destino a las costas de ustedes, van a llegar allá antes que el Octubre. Puede que ellos hayan pensado en algún puerto específico como blanco. Eso lo sabremos en un día más. De modo que, yo diría que tienen las mismas probabilidades. Podrán operar a tal distancia de sus costas que el gobierno de Estados Unidos no tendrá razones legales viables para objetar cualquier cosa que hagan. En todo caso, yo diría que los soviéticos tienen la ventaja. Tienen ambas cosas: una idea más clara de las capacidades del submarino y una misión general más simple. Eso es suficiente para equilibrar la menor capacidad de sus sensores.

—¿Por qué Ramius no navega más rápido? —preguntó Ryan—. Eso es algo que no puedo explicarme. Una vez que sobrepase las líneas del sistema de control de vigilancia de sonar frente a Islandia no tiene más obstáculos para llegar a la cuenca profunda, entonces…, ¿por qué no aprieta el acelerador a fondo y corre hacia nuestra costa?

—Hay por lo menos dos razones —respondió Barclay—. ¿Qué grado de información sobre inteligencia operacional tiene usted?

—Manejo asignaciones individuales. Eso significa que salto mucho de una cosa a otra. Conozco bastante acerca de sus submarinos lanzamisiles, por ejemplo, pero no tanto sobre los de ataque. —Ryan no necesitaba explicar que pertenecía a la CIA.

—Bueno, usted conoce seguramente la mentalidad de los soviéticos. Probablemente Ramius no sabe dónde están sus submarinos de ataque, no todos ellos. De manera que, si él se pusiera a correr de un lado a otro, correría el albur de encontrarse con un Victor aislado y que lo hundiera antes de que él mismo pudiera enterarse. Segundo, ¿qué ocurriría si los soviéticos hubieran solicitado ayuda a Estados Unidos, diciendo tal vez que una tripulación amotinada de contrarrevolucionarios maoístas se había apoderado de un submarino lanzamisiles… y luego la Marina de ustedes detecta un submarino lanzamisiles navegando a toda velocidad por el Atlántico Norte en dirección a la costa norteamericana? ¿Qué haría el Presidente de Estados Unidos?

—Sí —asintió Ryan—. Lo haríamos volar en pedazos.

—Así es. Ramius está procediendo cautelosamente, y es probable que quiera aferrarse a lo que conoce —concluyó Barclay—. Afortunadamente o desafortunadamente, es tremendamente bueno en eso.

—¿Cuánto tiempo tardaremos en disponer de informes sobre el rendimiento de ese sistema de propulsión silencioso? —quiso saber Carstairs.

—Dentro de dos días, espero.

—¿Dónde quiere el almirante Painter que estemos nosotros? —preguntó White.

—El plan que él presentó a Norfolk los sitúa a ustedes en el flanco derecho. Quiere que el Kennedy se mantenga cerca de la costa para hacer frente a la amenaza de la fuerza de superficie rusa. Y quiere la fuerza de ustedes más lejos. Como usted podrá ver, Painter piensa que existe la probabilidad de que Ramius llegue directamente hacia el sur desde el espacio entre Islandia y el Reino Unido, entre en la cuenca atlántica, y se mantenga inmóvil por un tiempo. Las probabilidades lo favorecen allí para no ser detectado, y si los soviéticos envían su flota tras él, tiene tiempo y abastecimientos para permanecer quieto por un tiempo mayor que el que puedan mantener ellos una fuerza frente a nuestra costa… tanto por razones técnicas como políticas. Además, quiere tener más lejos la fuerza de choque de ustedes para amenazar el flanco de ellos. Tiene que aprobarlo el comandante en jefe de la Flota del Atlántico, y todavía falta resolver una serie de detalles. Por ejemplo, Painter solicitó algunos E-3 Sentries, para apoyarlos aquí a ustedes.

—¿Un mes en mitad del Atlántico Norte en invierno? —Carstairs frunció el entrecejo. Había sido segundo comandante del Invincible durante la guerra de las Malvinas, soportando la violencia del Atlántico Sur varias semanas interminables.

—Alégrense por los E-3. —El almirante sonrió—. Hunter, quiero ver planes para usar todos estos buques que nos dan los yanquis, y cómo podemos cubrir una superficie máxima. Barclay, quiero ver su apreciación sobre qué hará nuestro amigo Ramius. Suponga que sigue siendo el astuto bastardo que hemos llegado a conocer y amar.

—Comprendido, señor. —Barclay se puso de pie junto con los demás.

—Jack. ¿Cuánto tiempo se quedará usted con nosotros?

—No lo sé, almirante. Creo que será hasta que vuelvan a llamarme para regresar al Kennedy. Desde mi punto de vista, esta operación fue dispuesta demasiado rápido. Nadie sabe realmente qué demonios se supone que haremos.

—Bueno. ¿Por qué no nos deja que nos ocupemos de esto durante un rato? Usted parece estar exhausto. Vaya a dormir un poco.

—Es cierto, almirante. —Ryan comenzaba a sentir los efectos del coñac.

—Allí hay un coy en el armario. Haré que alguien se lo prepare y por ahora puede dormir aquí. Si llega algo para usted, lo llamaremos.

—Es muy amable, señor. —El almirante White era un gran tipo, pensó Jack, y su esposa algo muy especial. Diez minutos después Ryan estaba dormido en el coy.

El Octubre Rojo.

Cada dos días, el starpon recogía las plaquetas de radiación. Eso era parte de una inspección semiformal. Después de controlar que todos los miembros de la tripulación tuvieran los zapatos perfectamente lustrados, que todos los camastros estuvieran bien ordenados y que cada armario se encontrara arreglado de acuerdo con el reglamento, el oficial ejecutivo juntaba las plaquetas usadas durante dos días y entregaba otras nuevas a los marinos, generalmente al mismo tiempo que les impartía algunas recomendaciones para que su comportamiento fuera tal como debía ser el del Nuevo Hombre Soviético. Borodin hacía de ese procedimiento toda una ciencia. Ese día, como siempre, el viaje de un compartimiento a otro le llevó dos horas. Cuando terminó, la bolsa que llevaba sobre la cadera izquierda estaba llena de plaquetas usadas, y la de la derecha, vacía de las nuevas. Llevó las plaquetas a la enfermería de la nave.

—Camarada Petrov, aquí le traigo un regalo. —Borodin apoyó la bolsa de cuero sobre el escritorio del médico.

—Bien —el doctor sonrió al oficial ejecutivo—. Con todos estos jóvenes saludables tengo muy poco que hacer, excepto leer mis libros.

Borodin dejó a Petrov para que realizara su tarea. Primero, el doctor dispuso las plaquetas en orden. Cada una de ellas tenía un número de tres dígitos. El primer dígito identificaba la serie de la plaqueta, de modo que, si se detectaba alguna radiación, se dispondría de una referencia de tiempo. El segundo dígito indicaba el lugar donde trabajaba el marino; el tercero, dónde dormía. Era más fácil trabajar con este sistema que con él antiguo, que utilizaba números individuales para cada hombre.

El proceso de revelado era tan simple como una receta de cocina. Petrov podía cumplirlo sin pensar. Primero, apagaba la luz blanca del techo y encendía una luz roja. Luego cerraba y trababa la puerta de su oficina. A continuación tomaba la rejilla de revelado de su soporte en el mamparo, rompía los armazones plásticos y colocaba las tiras de películas en la rejilla.

Petrov llevó la rejilla al laboratorio contiguo y la colgó en la manija del gabinete de archivo. Llenó con productos químicos tres grandes bandejas rectangulares. A pesar de ser un médico calificado, había olvidado la mayor parte de sus estudios de química inorgánica, y no recordaba exactamente cuáles eran los productos para el revelado. La bandeja número uno se llenaba con la botella número uno, y la bandeja número dos con la botella número dos. La bandeja número tres —eso lo recordaba— se llenaba con agua. Petrov no tenía apuro. Faltaban dos horas para la comida del mediodía, y sus tareas eran verdaderamente aburridas. Desde hacía dos días estaba leyendo sobre enfermedades tropicales en sus textos de medicina. El doctor esperaba la visita a Cuba con la misma ansiedad que todos los demás a bordo. Con suerte, algunos de los tripulantes podrían pescarse cierta oscura enfermedad, y, por una vez, él tendría algo interesante en que trabajar.

Petrov reguló el reloj mediador de tiempo del laboratorio en setenta y cinco segundos y sumergió las tiras de película en la primera bandeja mientras apretaba el botón del cronómetro. Mantuvo en él la vista bajo la luz roja, preguntándose si los cubanos todavía fabricarían ron. Él también había estado allá, hacía años, y se acostumbró a paladear el exótico licor. Como cualquier buen ciudadano soviético amaba la vodka, pero, ocasionalmente, anhelaba algo diferente.

El reloj comenzó a sonar y él levantó la rejilla, sacudiéndola cuidadosamente sobre el tanque. No tenía sentido que el líquido —¿nitrato de plata?, o algo parecido— le cayera sobre el uniforme. Introdujo la rejilla en la segunda bandeja y reguló otra vez el reloj. Era una lástima que las órdenes hubieran sido tan estúpidamente secretas… Podría haber llevado su uniforme tropical. Iba a sudar como un cerdo con el calor de Cuba. Claro que, ninguno de aquellos salvajes se molestaba nunca en lavarse. ¿Habrían aprendido algo en los últimos quince años? Lo vería.

El reloj sonó de nuevo y Petrov levantó la rejilla por segunda vez, la sacudió y la metió en la bandeja con agua. Otro aburrido trabajo ya completado. ¿Por qué no se caería algún marinero de una escalerilla y se rompería algo? Quería usar su máquina de rayos X, de Alemania Oriental, en un paciente vivo. No confiaba en los alemanes, marxistas o no, pero lo cierto era que fabricaban buenos equipos médicos, incluida su máquina de rayos, su autoclave y la mayor parte de sus productos farmacéuticos. Tiempo. Petrov levantó la rejilla y la sostuvo en alto contra la pantalla de rayos X, que encendió simultáneamente.

—¡Nichevo! —exclamó Petrov sin aliento. Tenía que pensar. Su plaqueta estaba velada. Su número era 3-4-8: tercera serie, armazón cincuenta y cuatro (la oficina médica, sección cocina), hacia popa, el alojamiento (de oficiales).

Las plaquetas tenían una escala de sensibilidad variable, de dos centímetros a lo ancho. Para cuantificar el nivel de exposición se usaban diez segmentos de columnas verticales. Petrov vio que su plaqueta estaba velada hasta el segmento cuatro. Las de los tripulantes de la sala de máquinas se hallaban veladas hasta el segmento cinco, y el torpedista, que pasaba casi todo su tiempo en proa, mostraba contaminación sólo en el segmento uno.

—Hijo de puta. —Conocía de memoria los niveles de sensibilidad. De todos modos, tomó el manual para controlarlos. Afortunadamente, los segmentos eran logarítmicos. Su exposición era de doce rads. La de los maquinistas, de quince a veinticinco. Doce a veinticuatro rads en dos días, no alcanzaba a ser peligroso. No era realmente una amenaza de pérdida de vida, pero… Petrov volvió a su oficina, dejando cuidadosamente las películas en el laboratorio. Tomó el teléfono.

—¿Capitán Ramius? Aquí Petrov. ¿Podría venir a mi oficina, por favor?

—Voy para allá, camarada doctor.

Ramius se tomó su tiempo. Sabía a qué se refería la llamada. El día antes de la partida, mientras Petrov se encontraba en tierra buscando drogas para su depósito, Borodin había contaminado las plaquetas con la máquina de rayos X.

—¿Sí, Petrov? —Ramius cerró la puerta a sus espaldas.

—Camarada comandante, tenemos una pérdida de radiación.

—Tonterías. Nuestros instrumentos la hubieran detectado de inmediato.

Petrov fue a traer las películas del laboratorio y las mostró al comandante.

—Mire aquí.

Ramius las levantó a la luz, observando de arriba abajo las tiras de película. Frunció el entrecejo.

—¿Quién sabe esto?

—Usted y yo, camarada comandante.

—No lo dirá a nadie… a nadie —Ramius hizo una pausa—. ¿Hay alguna probabilidad de que las películas estuvieran… de que tengan algo mal, de que usted haya cometido un error en el proceso de revelado?

Petrov sacudió enfáticamente la cabeza.

—No, camarada comandante. Solamente usted, el camarada Borodin y yo tenemos acceso a ellas. Como usted sabe, yo probé algunas muestras al azar, de cada lote, tres días antes de que partiésemos. —Petrov, como todos, no habría admitido que había tomado las muestras de la parte de arriba de la caja donde estaban contenidas. No eran realmente al azar.

—La máxima exposición que veo es… ¿diez a veinte? —Ramius dedujo un poco las cifras—. ¿De quiénes son estos números?

—De Bulganin y de Surzpoi. Los torpedistas de allá adelante están todos debajo de los tres rads.

—Muy bien. Lo que tenemos aquí, doctor, es una posible pérdida menor… menor, Petrov, en la sala del reactor. Como máxima fuga de gas de alguna clase. Esto ha ocurrido antes, y nadie se ha muerto por ello. Se encontrará la pérdida y será arreglada. Mantendremos este pequeño secreto. No hay motivo para inquietar a los hombres por nada.

Petrov asintió con un movimiento de cabeza, sabiendo que en 1970 habían muerto algunos hombres en un accidente en el submarino Voroshilov, y otros en el rompehielos Lenin. Ambos accidentes habían ocurrido hacía ya bastante tiempo, sin embargo, y estaba seguro de que Ramius podía manejar las cosas. ¿No era así?

El Pentágono.

La galería E del Pentágono era la primera y más grande, y como sus ventanales al exterior ofrecían algo más que una vista de patios sombreados, era allí donde la mayoría de los funcionarios de mayor rango de defensa tenían sus despachos. Uno de ellos era el del director de operaciones de los Jefes del Estado Mayor Conjunto, el J-3. Él no estaba allí. Se encontraba abajo, en una sala situada en un nivel inferior al subsuelo y llamada coloquialmente el Tanque, debido a que sus paredes metálicas tenían distribuidos ciertos elementos electrónicos que producían ruidos y estaban destinados a neutralizar cualquier otro equipo electrónico.

Hacía ya veinticuatro horas que se hallaba allí, aunque nadie podría haberlo deducido por su aspecto. Sus pantalones verdes aún estaban bien planchados, la camisa color caqui todavía mostraba los dobleces de la lavandería, el cuello almidonado y rindo como de madera, y la corbata sostenida impecablemente en su sitio por un alfiler de corbata, de oro, del cuerpo de infantería de marina. El teniente general Edwin Harris no era diplomático ni graduado de la academia de servicios, pero estaba haciendo de conciliador. Extraña posición para un infante de marina.

—¡Maldita sea! —Era la voz del almirante Blackburn, Comandante en Jefe del Atlántico. También estaba presente su, propio oficial de operaciones, el contralmirante Pete Stanford—. ¿Ésta es una forma de dirigir una operación? Los Jefes Conjuntos estaban todos allí, y ninguno de ellos lo aprobaba.

—Mire, Blackie, ya le dije de dónde venían las órdenes. —La voz del general Hilton, presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, sonaba cansada.

—Yo comprendo eso, general, pero esto es por mucho una operación de submarinos, ¿correcto? Yo tengo que hacer participar de esto a Vincent Gallery, y usted debería tener a Sam Dodge trabajando en ello. Dan y yo somos hombres de combate, Pete es un experto en guerra antisubmarina. Necesitamos un submarinista.

—Caballeros —dijo Harris con calma—, por el momento el plan que debemos llevar al Presidente sólo necesita referirse a la amenaza soviética. Mantengamos en suspenso por ahora esta historia acerca del submarino lanzamisiles desertor, ¿no les parece?

—Yo estoy de acuerdo —asintió Stanford—. Ya tenemos bastante de que preocuparnos aquí.

La atención de los ocho altos oficiales se volcó hacia la mesa-mapa. Cincuenta y ocho submarinos soviéticos y veintiocho buques de superficie, además de un conjunto de buques-tanque y de abastecimiento, se dirigían sin la menor duda hacia la costa de Estados Unidos.

Para enfrentar eso, la Marina norteamericana sólo tenía disponible un portaaviones. El Invincible, por sus particulares características, no podía considerarse como un portaaviones clásico. La amenaza era considerable. Entre todos los buques soviéticos llevaban más de trescientos misiles crucero superficie-superficie. Aunque diseñados principalmente como armas antibuques, la tercera parte de ellos —que se suponía estaban provistos de cabezas nucleares— era suficiente como para devastar las ciudades de la Costa Este. Desde una posición ubicada frente a Nueva Jersey, esos misiles cubrían desde Boston hasta Norfolk.

—Josh Painter propone que mantengamos al Kennedy cerca de la costa —dijo el almirante Blackburn—. Quiere dirigir la operación antisubmarina desde su portaaviones, transfiriendo a tierra sus escuadrones livianos de ataque y reemplazándolos con S-3. Quiere que el Invincible permanezca alejado, protegiendo su flanco del lado del mar.

—No me gusta —dijo el general Harris. Tampoco le gustaba a Pete Stanford, y todos habían acordado antes que el J-3 lanzaría el plan de acción—. Caballeros, si vamos a tener solamente una cubierta en condiciones de uso, no dudo un maldito segundo de que debemos tener un verdadero portaaviones y no una plataforma agrandada para guerra antisubmarina.

—Lo escuchamos, Eddie —dijo Hilton.

—Pongamos al Kennedy aquí —movió la ficha hasta una posición situada al oeste de las Azores—. Josh se queda con sus escuadrones de ataque. Movemos el Invincible hasta cerca de la costa para manejar la lucha antisubmarina. Para eso lo diseñaron los británicos, ¿no es cierto? Se supone que son buenos. El Kennedy es una arma ofensiva, su misión es amenazarlos. Muy bien, si nos desplegamos así, él será la amenaza. Desde aquí tiene alcance para atacar a la fuerza soviética de superficie manteniéndose fuera del perímetro de sus misiles superficie-superficie…

—Mejor aún —interrumpió Stanford señalando algunas naves en el mapa—, podrá amenazar a su fuerza de servicios aquí. Si ellos pierden sus buques-tanque, no pueden volver a su casa. Para combatir esa amenaza tendrán que modificar su propio despliegue. En principio, tendrán que llevarse hacia afuera al Kiev, para que les proporcione cierta defensa contra el Kennedy. Podemos usar los S-3 de reserva desde tierra. Siempre pueden patrullar la misma zona. —Trazó una línea a unas quinientas millas de la costa.

—Aunque deja al Invincible un poco desnudo —observó el Jefe de Operaciones Navales, almirante Foster.

—Josh había pedido cierta cobertura en E-3 para los británicos. —Blackburn miró al jefe de Estado Mayor de la Fuerza Aérea, general Claire Barnes.

—Si quiere ayuda, la tendrá —dijo Barnes—. Para mañana al atardecer tendremos un Sentry operando sobre el Invincible, y si lo acercan a la costa, podemos mantenerlo las veinticuatro horas. También puedo poner un grupo de F-16, si usted quiere.

—¿Y qué quiere usted a cambio, Max? —preguntó Foster. Nadie lo llamaba Claire.

—Por lo que yo veo, usted tiene el grupo aéreo del Saratoga esperando por allí, sin hacer nada. Muy bien, para el sábado tendré quinientos aviones tácticos de combate desplegados desde Dover hasta Loring. Mis muchachos no saben mucho sobre ataque de buques. Tendrán que aprender pronto. Quiero que usted mande a sus chicos a trabajar con los míos, y quiero también sus Tomcats. Me gusta la combinación avión de combate-misil. Que un escuadrón trabaje desde Islandia, y el otro desde Nueva Inglaterra, para rastrear a los Bear que Iván está empezando a enviar hacia aquí. Voy a endulzar eso. Si usted quiere, enviaremos algunos aviones-tanque a Lajes, para que permitan seguir volando a los pájaros del Kennedy.

—¿Blackie? —preguntó Foster.

—Trato hecho —asintió Blackburn—. Lo único que me preocupa es que el Invincible no tiene toda esa capacidad antisubmarina.

—Entonces buscaremos más —dijo Stanford—. Almirante, ¿qué le parece si sacamos al Tarawa de Little Creek, lo unimos al grupo del New Jersey, con una docena de helicópteros antisubmarinos a bordo, y siete u ocho Harrier?

—Me gusta —dijo rápidamente Harris—. Así tendremos dos portaaviones chicos con una apreciable fuerza de choque para esperar de frente a sus grupos, el Kennedy hacia el este de ellos, haciendo de tigre al acecho, y en el oeste varios cientos de aviones tácticos de combate. Tienen que meterse en una zona encajonada por tres lados. Eso nos da mayor capacidad de patrullaje antisubmarino que la que tendríamos de otra manera.

—¿El Kennedy puede cumplir bien su misión estando solo allá fuera? —preguntó Hilton.

—Puede estar seguro de eso —replicó Blackburn—. Podemos hundir a cualquiera, quizás a dos de esos cuatro grupos en una hora. Los que estén más cerca de la costa serán responsabilidad suya, Max.

—¿Durante cuánto tiempo ensayaron ustedes esto, par de… artistas? —preguntó a los oficiales de operaciones el general Maxwell, comandante del cuerpo de infantería de marina. Todos rieron.

El Octubre Rojo.

El jefe de máquinas Melekhin despejó el compartimiento del reactor antes de comenzar el control para hallar la pérdida. Ramius y Petrov estaban también allí, además de los oficiales de guardia en máquinas y uno de los jóvenes tenientes, Svyadov. Tres de los oficiales tenían contadores Geiger.

La sala del reactor era bastante grande. Tenía que serlo para disponer del espacio que requería el enorme contenedor de acero en forma de tonel. A pesar de hallarse inactivo, el objeto estaba caliente al tacto. En cada rincón de la sala y rodeados por círculos rojos había detectores automáticos de radiación. Otros colgaban de los mamparos anterior y posterior. De todos los compartimentos del submarino, éste era el más limpio. El piso y los mamparos eran de acero cubierto por una inmaculada pintura blanca. La razón era obvia: la más mínima pérdida del refrigerante del reactor debía ser instantáneamente visible, aun cuando todos los detectores fallaran.

Svyadov trepó por una escalerilla de aluminio asegurada al costado del contenedor del reactor, retiró el sensor de su contador y lo hizo pasar repetidas veces sobre todas las juntas soldadas de las tuberías. EL pequeño parlante de la caja detectora estaba regulado al máximo volumen, para que todos los que se hallaban en el compartimiento pudieran oírlo, y Svyadov había enchufado un auricular para lograr una mayor sensibilidad. Era un muchacho de veintiún años y estaba nervioso. Sólo un tonto hubiera podido sentirse completamente seguro mientras buscaba una pérdida de radiación. Hay un chiste en la Marina soviética: ¿Cómo se sabe que un marino pertenece a la Flota del Norte? Porque brilla en la oscuridad. Siempre se habían reído mucho en tierra, pero en ese momento no. Él sabía que estaba buscando la pérdida porque era el más joven, el de menor experiencia y más prescindible de los oficiales. Tenía que hacer un esfuerzo para impedir que sus rodillas se le aflojan mientras se estiraba para alcanzar en todas partes y alrededor de las tuberías del reactor.

El contador no estaba del todo silencioso, y el estómago de Svyadov se encogía a cada click producido por el pasaje de alguna partícula aislada a través del tubo de gas ionizado. Cada tantos segundos sus ojos volaban hacia el dial que medía la intensidad. Se mantenía dentro de la zona de seguridad, y apenas marcaba algo. La lectura más elevada se produjo junto a una lámpara de luz. Eso hizo sonreír al teniente.

—Todas las lecturas están dentro de lo normal, camaradas —informó Svyadov.

—Comience de nuevo —ordenó Melekhin—, desde el principio.

Veinte minutos después Svyadov, sudando en ese momento por el aire caliente que se juntaba en la parte alta del compartimiento, anunció un idéntico informe. Descendió torpemente, con brazos y piernas.

—Fume un cigarrillo —sugirió Ramius—. Buen trabajo, Svyadov.

—Gracias, camarada comandante. Hace calor allá arriba, por las y los caños de enfriamiento. —El teniente entregó el contador a Melekhin. El dial inferior mostraba la cuenta acumulada, dentro de la de seguridad.

—Probablemente haya algunas plaquetas contaminadas —comentó agriamente el jefe de máquinas—. No sería la primera vez. Algún bromista en la fábrica o en la oficina de abastecimiento del astillero… algo que investiguen nuestros amigos de la agencia de inteligencia. ¡Infames! Deberían meterle una bala al que haga una broma como ésta.

—Tal vez. —Ramius sonrió—. ¿Recuerda el incidente en el Lenin? —Se refería al rompehielos nuclear que pasó dos años amarrado al muelle, inutilizado por una falla del reactor—. Un cocinero del buque algunas cacerolas con incrustaciones muy duras, y un loco de maquinista sugirió que usara vapor para limpiarlas. ¡Entonces, el idiota fue al generador de vapor y abrió una válvula de inspección para poner debajo las cacerolas!

Melekhin puso los ojos como para mirar al cielo.

—¡Lo recuerdo! Yo era oficial maquinista en aquella época. El comandante había pedido un cocinero kazakh —dijo Ramius.

—Le gustaba la carne de caballo con kasha —dijo Ramius.

—… y el muy imbécil no sabía lo primero que debe saberse sobre un buque. Murieron él y tres hombres más, y contaminó el maldito compartimiento por veinte meses. El comandante sólo pudo salir del gulag el año pasado.

—Claro que el cocinero consiguió limpiar sus ollas, con seguridad —observó Ramius.

—Sin duda, Marko Aleksandrovich… y hasta pueden volver a ser seguras para usarlas dentro de unos cincuenta años. —Melekhin lanzó una estridente risotada.

Era lo peor que podrían haber dicho delante de un oficial joven, pensó Petrov. Un escape en un reactor no tenía nada, nada de gracioso. Pero Melekhin era bien conocido por su pesado sentido del humor, y el doctor se imaginó que después de veinte años de trabajar con reactores, él y el comandante estaban autorizados para tomar con cierta filosofía los peligros potenciales. Además, había en la historia una lección implícita: nunca se debe dejar entrar en el compartimiento del reactor a nadie ajeno a él.

—Muy bien —dijo Melekhin—, ahora controlaremos las tuberías en la sala del generador. Venga, Svyadov, todavía necesitamos sus piernas jóvenes.

El compartimiento siguiente hacia popa, contenía el intercambiador de calor, generador de vapor, turboalternadores y equipo auxiliar. Las turbinas principales estaban en el compartimiento siguiente, inactivas en ese momento mientras operaba la oruga impulsada por energía eléctrica. De cualquier manera, se suponía que el vapor que las hacía girar debía estar limpio. La única radiactividad estaba en la serpentina interior. El refrigerante del reactor, que llevaba una radiactividad de corta vida pero peligrosa, nunca afectaba al vapor. Éste se encontraba en la serpentina exterior y se originaba en agua no contaminada. Las dos fuentes de agua se encontraban, pero nunca se mezclaban, dentro del intercambiador de calor, el sitio en que mayor probabilidad había de una pérdida de refrigerante, debido a las numerosas válvulas y juntas.

Toda esa tubería, mucho más compleja, requirió cincuenta minutos para su control. Las cañerías no estaban tan bien aisladas como las de más adelante. Svyadov estuvo a punto de quemarse dos veces, y cuando terminó el primer barrido tenía la cara bañada en transpiración.

—Las lecturas son todas normales otra vez, camaradas.

—Bien —dijo Melekhin—. Baje y descanse un momento antes de volver a controlar.

Svyadov casi dio las gracias a su jefe, pero no hubiera sido prudente. Como joven y dedicado oficial, miembro del Komsomol, no había esfuerzo que fuera demasiado grande. Bajó cuidadosamente y Melekhin le dio otro cigarrillo. El jefe de máquinas era un canoso perfeccionista que cuidaba muy bien a sus hombres.

—Bueno… gracias, camarada —dijo Svyadov.

Petrov llevó una silla plegable.

—Siéntese, camarada teniente, descanse las piernas.

El teniente se sentó de inmediato y estiró las piernas casi acalambradas. Los oficiales de su anterior destino le habían alabado su suerte por el traslado que le habían dado. Ramius y Melekhin eran los dos mejores maestros de la flota, hombres cuyas tripulaciones apreciaban tanto su bondad como su competencia.

—En realidad, deberían aislar esos caños —dijo Ramius. Melekhin sacudió la cabeza.

—Entonces sería muy difícil inspeccionarlos. —Entregó el contador a su comandante.

—Absolutamente seguro —leyó el comandante en el dial acumulativo—. Cualquiera tiene mayor exposición cuidando un jardín.

—Cierto —dijo Melekhin—. Los mineros de carbón tienen más exposición que nosotros, por los desprendimientos de gases en las minas. Plaquetas malas, eso es lo que tiene que ser. ¿Por qué no sacamos una partida completa y la controlamos?

—Yo podría hacerlo, camarada —respondió Petrov—. Pero entonces, como nuestra navegación es tan larga, tendríamos que estar varios días sin ellas. Y eso es contrario a los reglamentos, me temo.

—Tiene razón. De todas maneras, las plaquetas son sólo un complemento de los instrumentos. —Ramius indicó con un gesto los detectores de los círculos rojos que había por todo el compartimiento.

—¿Realmente quiere volver a controlar la tubería? —preguntó Melekhin.

—Creo que deberíamos hacerlo —contestó Ramius.

Svyadov lanzó un juramento para sus adentros, mientras miraba al suelo.

—No hay nada de extraño en la búsqueda de seguridad. —Petrov estaba citando la doctrina—. Lo siento, teniente. —El doctor no lo sentía en lo más mínimo. Había estado sinceramente preocupado y en ese momento se sentía mucho mejor.

Una hora más tarde había terminado el segundo control. Petrov llevó hacia proa a Svyadov para darle tabletas de sal y té, a fin de superar la deshidratación. Los oficiales más antiguos se retiraron y Melekhin ordenó que volvieran a poner en marcha la planta del reactor.

Los miembros de la tripulación fueron regresando a sus puestos mirándose unos a otros. Sus oficiales acababan de controlar los compartimentos «calientes» con instrumentos de radiación. Un rato antes, el hombre del cuerpo de sanidad se había puesto pálido y rehusado a decir nada. Más de un auxiliar de máquinas se tocó su plaqueta de radiación y controló en el reloj de pulsera el tiempo que faltaba para terminar su guardia.