EL SEXTO DIA

Miércoles, 8 de diciembre

Dirección General de la CIA.

Ryan había estado antes varias veces en el despacho del director de inteligencia central para transmitir informaciones y mensajes personales ocasionales de Sir Basil Charleston a su alteza, el director general. Era más grande que el de Greer, con una vista mejor del Valle del Potomac y parecía que hubiera sido decorado por un profesional, en un estilo compatible con los orígenes del director. Arthur Moore era un ex juez de la Suprema Corte del Estado de Texas, y el salón reflejaba la influencia del sudoeste. Él y el almirante Greer estaban sentados en un sofá junto a los ventanales panorámicos. Greer hizo un gesto con el brazo a Ryan y le entregó una carpeta.

La carpeta era de plástico rojo. En los bordes tenía cinta adhesiva blanca y en la cubierta un simple rótulo de papel blanco con las palabras EYES ONLY y WILLOW. Nada de eso era desacostumbrado. Una computadora situada en el subsuelo de la dirección general, en Langley, elegía nombres al azar con sólo tocar una tecla; eso impedía que algún agente extranjero pudiera deducir nada basándose en el nombre de una operación. Ryan abrió la carpeta y miró primero la página del índice. Evidentemente sólo existían tres copias del documento WILLOW, cada una de ellas con la inicial de su dueño. Ésa llevaba la inicial del propio director general. Un documento de la CIA con tres copias solamente no era muy común, y Ryan, cuya autorización para tomar conocimiento de documentos secretos estaba fijada con la calificación NEBULA, nunca había encontrado ninguno. Por las miradas de Moore y Greer, supuso que ellos eran dos de los oficiales con la autorización; el otro, se imaginó, era el subdirector de operaciones, otro tejano llamado Robert Ritter.

Ryan dio vuelta a la página del índice. El informe era una fotocopia de algo escrito con una máquina manual, y tenía demasiadas correcciones como para haber sido hecho por una verdadera secretaria. Si no habían permitido a Nancy Cummings y a las otras secretarias ejecutivas de la elite que vieran eso… Ryan levantó la mirada.

—Está bien, Jack —dijo Greer—. Acaba de ser autorizado para conocer WILLOW.

Ryan se acomodó en su asiento y, a pesar de su emoción, empezó a leer lenta y cuidadosamente el documento.

El nombre en código del agente era en realidad CARDINAL. Se trataba del agente de mayor jerarquía, destacado en el exterior, que la CIA había tenido en su historia, esa clase de hombres sobre los cuales se construyen leyendas. CARDINAL había sido reclutado, hacía más de veinte años, por Oleg Penkovskiy. Ese hombre, ya muerto, había sido otra leyenda. En esa época era coronel en la GRU, la agencia de inteligencia militar soviética, contraparte más grande y activa de la Agencia de Inteligencia de Defensa norteamericana. Su posición le había dado acceso a una información diaria sobre todos los aspectos militares soviéticos, desde la estructura del mando del Ejército Rojo hasta la situación operacional de los misiles intercontinentales. La información que él enviaba a través de su contacto británico, Greville Wynne, era extremadamente valiosa, y los países de Occidente habían llegado a depender demasiado de ella. Penkovskiy fue descubierto durante la Crisis de los Misiles de Cuba, en 1962. Fue su información, ordenada y despachada bajo gran presión y apuro, la que dijo al presidente Kennedy que los sistemas estratégicos soviéticos aún no estaban listos para la guerra. Esta información permitió al Presidente arrinconar a Khruschev cerrándole cualquier salida fácil. El famoso guiño atribuido a la serenidad de los nervios de Kennedy fue, como en muchos sucesos semejantes en la historia, facilitado por su habilidad para ver las cartas del otro hombre. Esa ventaja le había sido dada por un valeroso agente a quien nunca llegaría a conocer. La respuesta de Penkovskiy al pedido FLASH (urgente) de Washington fue demasiado precipitada e imprudente. Como ya estaba bajo sospecha, eso lo condenó. Pagó con su vida el cargo de traición. CARDINAL fue el primero que supo que lo estaban vigilando más celosamente de lo habitual en una sociedad donde se vigila a todo el mundo. Se lo advirtió a Penkovskiy… demasiado tarde. Cuando fue evidente que ya no se podía sacar al coronel de la Unión Soviética, él mismo, en persona, urgió a CARDINAL para que lo delatara. Fue la irónica burla final de un hombre valiente: que su propia muerte promocionara en su carrera a otro agente a quien él mismo había reclutado.

El trabajo de CARDINAL era necesariamente tan secreto como su nombre. Asesor de alto nivel y confidente de un miembro del Politburó, CARDINAL actuaba a menudo en su representación ante los establecimientos militares soviéticos. Por lo tanto tenía acceso a la inteligencia política y militar de primer orden. Esa circunstancia hacía que sus informaciones fuesen sumamente valiosas y, paradójicamente, muy sospechosas. Los pocos oficiales experimentados de la CIA que sabían de él consideraban imposible no pensar que, en algún lugar de la línea, no hubiera sido «dado vuelta», por alguno de los miles de agentes de contrainteligencia de la KGB, cuya única misión consiste en vigilar todo y a todos. Por esa razón, el material codificado de CARDINAL se controlaba en forma cruzada con los informes de otros espías y diversas fuentes. Pero él había sobrevivido a muchos agentes de poca monta.

En Washington, solamente conocían el nombre de CARDINAL los tres más altos directivos de la CIA. El primer día de cada mes se elegía un nuevo nombre para sus informaciones, nombre que sólo se revelaba al escalón más alto de los oficiales de la CIA y sus analistas. Ese mes, el nombre era WILLOW. Antes de pasar —de mala gana— los informes de CARDINAL a gente que no era de la CIA, todo se «limpiaba», tan prolija y cuidadosamente como los ingresos de la mafia para ocultar su procedencia. Había también una cantidad de medidas de seguridad que protegían al agente y eran exclusivas para él. Por temor a los riesgos criptográficos que pudieran revelar su identidad, el material de CARDINAL se enviaba en mano, jamás transmitido por radio o líneas terrestres.

El propio CARDINAL era un hombre muy cuidadoso… el destino de Penkovskiy le había enseñado a serlo. Su información se encaminaba a través de una serie de intermediarios hasta el jefe de la estación de la CIA en Moscú. Había sobrevivido a doce jefes de estación; uno de ellos, un oficial retirado, tenía un hermano jesuita. Todas las mañanas el sacerdote, profesor de filosofía y teología en la Universidad de Fordham, en Nueva York, decía misa por la seguridad y el alma de un hombre cuyo nombre jamás habría de conocer. Era una explicación —tan buena como otras— de la continuada supervivencia de CARDINAL.

Cuatro veces le habían ofrecido sacarlo de la Unión Soviética, y en todos los casos se había negado. Para algunos, eso era una prueba de que lo habían «dado vuelta», pero para otros sólo demostraba que, como la mayoría de los agentes de éxito, CARDINAL era un hombre movido por algo que solamente él conocía… y, por lo tanto, como la mayor parte de los agentes con éxito, probablemente era un poco chiflado.

El documento que Ryan estaba leyendo llevaba veinte horas en el proceso de tránsito. El film había demorado cinco para llegar a la embajada de Estados Unidos en Moscú, desde donde fue enviado de inmediato al jefe de estación. Era un experimentado agente, ex periodista del New York Times y trabajaba simulando ser agregado de prensa. Él reveló personalmente el rollo en su cuarto oscuro privado. Treinta minutos después de su llegada, inspeccionó la película, que tenía expuestos cinco cuadros, usando una lente de aumento y envió un mensaje prioridad FLASH a Washington diciendo que estaba en ruta un mensaje de CARDINAL. Luego transcribió el mensaje del film al papel especial en su propia máquina de escribir portátil, traduciéndolo simultáneamente del ruso. Esa medida de seguridad cumplía un doble propósito: borraba la escritura a mano del agente y, al parafrasear automáticamente la traducción, desaparecía cualquier particularidad personal de su lenguaje. Luego quemó la película hasta reducirla a cenizas, dobló el informe y lo introdujo en un estuche metálico muy parecido a una petaca. Ésta tenía una pequeña carga pirotécnica que debía encenderse en caso de que el estuche no se abriera como correspondía hacerlo o sufriera fuertes sacudidas; dos mensajes de CARDINAL se habían perdido al caer accidentalmente los estuches. Después, el jefe de estación llevó el mensaje a la residencia del correo diplomático de la embajada, para quien se había reservado un asiento en un vuelo de tres horas de Aeroflot, con destino a Londres. En el aeropuerto Heathrow el correo debió apresurarse para combinar con un 747 de Pan Am que lo llevó al aeropuerto Internacional Kennedy, de Nueva York. Allí tomó el puente aéreo de Eastern hacia el aeropuerto National de Washington. A las ocho de esa mañana, la bolsa del correo diplomático estaba en el Departamento de Estado. Un funcionario de la CIA retiró el estuche, viajó de inmediato en coche a Langley y lo entregó al director general. Lo abrió un instructor de la rama de servicios técnicos de la CIA. El director general hizo tres copias en su máquina Xerox personal y quemó el papel del mensaje en su cenicero. Esas medidas de seguridad habían sido consideradas como ridículas por algunos de los hombres que llegaron al despacho del director general. Pero sus risas nunca duraron más que el primer mensaje de CARDINAL.

Cuando Ryan terminó de leer el informe volvió atrás, a la segunda página y la releyó completa, sacudiendo lentamente la cabeza. El documento WILLOW era la confirmación más acabada de su deseo de no saber cómo llegaban a él los informes de inteligencia. Cerró la carpeta y la devolvió al almirante Greer.

—¡Cristo Santo!, señor.

—Jack, yo sé que no necesito decir esto… pero, lo que usted acaba de leer, nadie, ni el Presidente, ni Sir Basil, ni Dios en caso de que él lo pregunte, nadie debe conocer esto sin autorización del director. ¿Comprendido? —Greer no había perdido el tono de mando de su voz.

—Sí, señor. —Ryan inclinó repetidamente la cabeza como un chico de escuela.

El juez Moore sacó un cigarro del bolsillo de su chaqueta, lo encendió y miró más allá del fuego directamente a los ojos de Ryan. Todos decían de él que en su época había sido un extraordinario agente de campo. Había actuado junto a Hans Tofte durante la guerra de Corea, y fue un eslabón esencial en el cumplimiento de una de las misiones legendarias de la CIA: la desaparición de un barco noruego que había estado llevando personal de sanidad y una carga de abastecimientos para los chinos. La pérdida había demorado una ofensiva china por varios meses, salvando miles de vidas norteamericanas y aliadas. Pero había sido una operación sangrienta. Todo el personal chino y todos los tripulantes noruegos desaparecieron. Usando las matemáticas simples de la guerra era un «negocio conveniente», pero el aspecto moral de la misión era otra cosa. Por esa razón —o tal vez otras— Moore había dejado poco después el servicio del gobierno para transformarse en abogado en su nativa Texas. Su carrera había sido espectacularmente brillante, lo que le permitió progresar de rico abogado a distinguido juez de apelaciones. Tres años atrás habían vuelto a llamarlo para la CIA, por la singular combinación de una absoluta integridad personal y una vasta experiencia en operaciones encubiertas. Bajo la fachada de un vaquero del oeste tejano —algo que jamás había sido, pero que simulaba con facilidad— el juez Moore escondía un título de Harvard en leyes y una mente ordenada en grado sumo.

—Entonces, doctor Ryan, ¿qué piensa usted de esto? —dijo Moore en el preciso instante en que entraba el subdirector de operaciones—. Hola, Bob, venga, acérquese. Acabamos de mostrar a Ryan el expediente WILLOW.

—¿Ah, sí? —Ritter empujó un sillón hacia el grupo, atrapando con toda claridad a Ryan en el ángulo—. ¿Y qué piensa de todo esto el muchacho rubio del almirante?

—Caballeros, supongo que todos ustedes consideran genuina esta información —dijo Ryan con cautela, obteniendo el asentimiento de sus oyentes—. Señor, si esta información la hubiera traído en propias manos el arcángel San Miguel, me costaría creerla… pero si ustedes, señores, piensan que es de fiar… —Ellos querían su opinión. El problema era que sus conclusiones resultaban demasiado increíbles. «Bueno, decidió, he llegado hasta aquí dando siempre mis opiniones honestas…».

Ryan suspiró profundamente y les brindó su evaluación.

—Muy bien, doctor Ryan —el juez Moore asintió con sagacidad—. Primero quiero oír qué otra cosa puede ser, y luego quiero que usted defienda su análisis.

—Señor, la alternativa más obvia no resiste mucho examen. Además, han estado en condiciones de hacerlo desde el viernes, y no lo han hecho —dijo Ryan, manteniendo baja su voz y con inflexiones adecuadas al razonamiento. Ryan se había esforzado siempre para ser objetivo. Expuso las cuatro alternativas que había considerado, cuidando examinar cada una en detalle. No era el momento de permitir que sus puntos de vista personales influyeran en su elaboración. Habló durante diez minutos.

—Supongo que existe una posibilidad más, juez —concluyó—. Ésta podría ser una desinformación apuntada a poner al descubierto su fuente. Yo no estoy en condiciones de evaluar esa posibilidad.

—Todos hemos pensado en eso. Muy bien, ahora que ha alcanzado este punto, quisiera que nos ofreciese su recomendación operacional.

—Señor, el almirante puede informarle de lo que dirá la Marina.

—Eso ya lo he tenido en cuenta, muchacho —rio Moore—. Pero… ¿qué piensa usted?

—Juez, tomar decisiones en este asunto no será fácil… hay muchas variables, demasiadas contingencias posibles. Pero le diría que sí. Si es posible, si podemos ordenar los detalles, deberíamos intentarlo. El mayor interrogante es la disponibilidad de nuestros efectivos. ¿Tenemos cada pieza en su lugar?

Greer dio la respuesta.

—Nuestros efectivos son escasos. Un portaaviones, el Kennedy. Yo lo he controlado. El Saratoga está en Norfolk con un problema de ingeniería. Además, el HMS Invincible que estuvo aquí para el ejercicio de la OTAN, salió de Norfolk el lunes por la noche. El almirante White, creo, al mando de un pequeño grupo de batalla.

—¿Lord White, señor? —preguntó Ryan—. ¿El conde de Weston?

—¿Usted lo conoce? —preguntó Moore.

—Sí, señor. Nuestras esposas son amigas. Yo salí a cazar con él en septiembre pasado, unas aves de Escocia parecidas a las codornices. Parece un buen operador, y he oído decir que tiene buena reputación.

—¿Está pensando que podríamos pedir prestado sus buques, James? —preguntó Moore—. En ese caso tendremos que informarles de todo este asunto. Pero antes debemos informar a los de nuestro lado. Hay una reunión del Consejo Nacional de Seguridad esta tarde a la una. Ryan, usted prepare los papeles necesarios para la exposición… y usted mismo la desarrollará.

Ryan parpadeó.

—No es mucho tiempo, señor.

—Aquí James dice que usted trabaja muy bien bajo presión. Demuéstremelo. —Miró a Greer—. Saque una copia de los papeles de su exposición y prepárese para volar a Londres. Ésa es la decisión del Presidente. Si queremos sus buques, tendremos que decirles por qué. Eso significa una exposición ante la Primera Ministra, y eso es responsabilidad suya. Bob, quiero que confirme este informe. Haga lo que tenga que hacer, pero no comprometa a WILLOW.

—Está bien —respondió Ritter. Moore consultó su reloj.

—Volveremos a reunirnos aquí a las tres y media; según como vaya la reunión. Ryan, tiene noventa minutos. Manos a la obra.

«¿Para qué me estarán midiendo?», se preguntó Ryan. Había un rumor en la CIA según el cual el juez Moore pronto se alejaría de su cargo para ir a una cómoda embajada, quizás ante la Corte de Saint James, una adecuada recompensa para un hombre que había trabajado duro y a lo largo de muchos años para restablecer una estrecha relación con los británicos. Si el juez se iba, era probable que su despacho fuera ocupado por el almirante Greer. Tenía las virtudes de la edad —no estaría allí demasiado tiempo— y amigos en Capitol Hill. Ritter no tenía ni lo uno ni lo otro. Se había quejado durante mucho tiempo y demasiado abiertamente de los legisladores que dejaban trascender información sobre sus operaciones y agentes en el extranjero, causado la muerte de algunos hombres, nada más que para demostrar su importancia en los círculos de los cocktails locales. Tenía también una persistente enemistad con el presidente del Comité de Selección de Inteligencia.

Considerando todo ese reordenamiento en la cumbre y su repentino acceso a nuevas y fantásticas informaciones… «¿Qué significado tiene todo esto para mí?», se preguntaba Ryan. No podía ser, que lo quisieran para que fuese el futuro subdirector de inteligencia. Él sabía que estaba muy lejos de poseer la experiencia necesaria para ese cargo… aunque quizás en los próximos cinco, o seis años…

Cordillera Reykjanes.

Ramius inspeccionó su tablero de situación. El Octubre Rojo navegaba hacia el sudoeste sobre la ruta ocho, la más occidental de las exploradas, sobre lo que los submarinistas de la Flota del Norte llamaban el Ferrocarril de Gorshkov. Llevaba una velocidad de trece nudos. En ningún momento pensó que ése era un número de mala suerte, una superstición anglosajona. Se proponía mantener el rumbo y la velocidad por otras veinte horas. Inmediatamente detrás de él, Kamarov estaba sentado frente al panel de gravitometría del submarino, con una larga carta enrollada detrás de él. El joven teniente fumaba un cigarrillo detrás de otro y parecía estar muy nervioso mientras marcaba la posición de la nave en la carta. Ramius no lo distraía. Kamarov conocía su trabajo, y Borodin iba a reemplazarlo dos horas después.

En la quilla del Octubre Rojo estaba instalado un dispositivo de gran sensibilidad llamado gradiómetro, constituido esencialmente por dos grandes pesas de plomo separadas entre sí por un espacio de cien yardas. Un sistema de computación con rayos láser medía el espacio entre las pesas con la exactitud de una fracción de ángstrom. Las distorsiones de esa distancia o los movimientos laterales de las pesas indicaban variaciones en el campo gravitacional del lugar. El navegador comparaba esos valores de extremada exactitud con los valores de su carta. Con la cuidadosa utilización de gravitómetros en el sistema de navegación inercial del buque, podía determinar la posición de la nave con una precisión de cien metros, la mitad de la longitud del bosque.

En todos los submarinos que lo admitían por sus características, se estaba instalando el sistema de sensores de masa. Ramius sabía que los comandantes más jóvenes de submarinos de ataque lo habían usado para recorrer el «ferrocarril», a alta velocidad. Era bueno para satisfacer el ego de los comandantes, pero algo exigente para los navegadores, a juicio de Ramius. Él no necesitaba llegar a la temeridad. Tal vez la carta que envió hubiera sido un error… No, impedía arrepentimientos. Y la serie de sensores de los submarinos de ataque sencillamente no tenía la necesaria capacidad como para detectar al Octubre Rojo mientras mantuviera su marcha silenciosa. Ramius estaba seguro de eso. Él los había usado todos. Llegaría a donde quería ir, haría lo que quería hacer, y nadie, ni sus compatriotas ni siquiera los norteamericanos podrían evitarlo. Por eso, cuando oyó el paso de un Alfa a treinta millas hacia el este, se limitó a sonreír.

La Casa Blanca.

El automóvil de la CIA correspondiente al juez Moore era una limusina Cadillac equipada con un chofer y un hombre de seguridad armado con una pistola ametralladora Uzi disimulada debajo del tablero. El conductor dio vuelta abandonando Pennsylvania Avenue para entrar por Executive Drive. Más que una calle, esa última era una especie de aparcamiento para uso de altos ejecutivos y periodistas que trabajaban en la Casa Blanca y en el Executive Office Building, «Old State», brillante ejemplo del Grotesco Institucional que se elevaba sobre la mansión ejecutiva. El conductor entró limpiamente en un aparcamiento VIP que se hallaba desocupado y saltó afuera para abrir las puertas, una vez que el hombre de seguridad barrió la zona con sus ojos. EL juez descendió primero y se adelantó; pronto Ryan se encontró caminando a su izquierda y medio paso atrás. Le llevó un instante recordar que ese acto instintivo era exactamente lo que le había enseñado la infantería de marina en Quantico: la forma adecuada en que un oficial joven debía acompañar a sus superiores. Ryan no pudo menos que pensar que aún era muy joven.

—¿Alguna vez estuvo aquí, Jack?

—No, señor, nunca.

Moore pareció divertido.

—Es cierto, usted es de por aquí cerca. En cambio, si fuera de otro lugar más lejos, seguramente habría hecho el viaje varias veces. —Un guardia de la infantería de marina mantuvo abierta la puerta para que pasaran. Dentro, un agente del Servicio Secreto los anotó. Moore asintió con la cabeza y continuó la marcha.

—¿Esto se hará en el Salón del Gabinete, señor?

—No. En la Sala de Situación, abajo. Es más cómoda y está mejor equipada para esta clase de cosas. Las diapositivas que usted necesita ya están allá; está todo arreglado. ¿Nervioso?

—Sí, señor, por supuesto.

—Tranquilícese, muchacho —rio Moore—. Hace tiempo que el Presidente quería conocerlo. Le gustó ese informe sobre terrorismo que usted hizo hace unos años, y además, le he mostrado otros trabajos suyos, el de las operaciones de los submarinos lanzamisiles rusos y el que hizo hace poco sobre prácticas gerenciales en sus industrias de armamentos. En realidad, creo que va a parecerle un hombre muy sencillo. Esté muy atento cuando le haga alguna pregunta. Va a escuchar hasta la última palabra que usted le diga, y tiene una particular habilidad para hacer la pregunta justa cuando quiere. —Moore giró para descender por una escalera. Ryan lo siguió tres pisos hacia abajo; luego llegaron a una puerta que conducía a un corredor. El juez giró a la izquierda y caminó hasta otra puerta custodiada por otro agente del Servicio Secreto.

—Buenas tardes, juez. El Presidente bajará en un momento.

—Gracias. Él es el doctor Ryan. Yo respondo por él.

—Bien. —El agente les indicó que pasaran.

Era mucho menos espectacular que lo que Ryan esperaba. La Sala de Situación probablemente no tenía las dimensiones de la Oficina Oval situada arriba. Tenía una costosa boiserie que recubría las paredes, seguramente de cemento. Esa parte de la Casa Blanca formaba parte de la reconstrucción hecha en la época de Truman. Cuando Ryan entró pudo ver a su izquierda el atril. Se hallaba al frente y ligeramente a la derecha de una mesa de forma aproximada al diamante, y detrás de aquél se encontraba la pantalla de proyección. En una nota que estaba sobre el atril decía que el proyecto de diapositivas situado sobre la mesa ya estaba cargado y enfocado, y detallaba el orden de las diapositivas, informado por la Oficina Nacional de Reconocimiento.

La mayor parte de los asistentes se encontraban ya allí, todos los jefes del Estado Mayor Conjunto y el secretario de Defensa. El secretario de Estado, recordó Ryan, todavía estaba viajando de un lado a otro entre Atenas y Ankara, tratando de arreglar la situación en Chipre. Esa espina permanente en el flanco sur de la OTAN había explotado pocas semanas antes, cuando un estudiante griego fue asesinado por la turba minutos después de atropellar con su automóvil a un niño turco. Hacia el final del día había cincuenta personas heridas, y los supuestos países aliados habían echado, una vez más, las manos al cuello del otro. En ese momento dos portaaviones norteamericanos estaban cruzando el Egeo mientras el secretario de Estado se esforzaba por calmar a ambas partes. Era sumamente trágico que dos jóvenes hubieran muerto, pensó Ryan, pero no justificaba que se movilizara por eso el ejército de un país.

También estaba junto a la mesa el general Thomas Hilton, jefe del Estado Mayor Conjunto, y Jeffrey Pelt, el asesor de seguridad nacional del Presidente, un hombre pomposo a quien Ryan había conocido años atrás en el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales de la Universidad de Georgetown. Pelt estaba revisando algunos papeles y mensajes. Los jefes se hallaban conversando amigablemente entre ellos cuando el comandante de la infantería de marina levantó la mirada y descubrió a Ryan. Se levantó y caminó hacia él.

—¿Usted es Jack Ryan? —preguntó el general David Maxwell.

—Sí, señor. —Maxwell era un hombre bajo, de aspecto recio, cuyo pelo corto parecía echar chispas con agresiva energía. Examinó de arriba abajo a Ryan antes de estrecharle la mano.

—Mucho gusto en conocerlo, hijo. Me agradó lo que hizo en Londres. Fue muy bueno para el cuerpo de infantería de marina. —Se refería al incidente con el terrorista en el que Ryan había estado a punto de perder la vida—. Fue muy buena esa rápida reacción suya, teniente.

—Gracias, señor. Tuve suerte.

—Cuando un oficial es bueno se supone que tiene suerte. He oído decir que tiene algunas noticias interesantes para nosotros.

—Sí, señor. Creo que les parecerá que valía la pena emplear su tiempo.

—¿Nervioso? —El general vio la respuesta y sonrió ligeramente—. Tranquilícese, hijo. Todos los que están en esta maldita cueva se ponen los pantalones igual que usted. —Dio un golpe a Ryan en el estómago con el revés de la mano y volvió a su sillón. El general susurró algo al almirante Daniel Foster, jefe de operaciones navales. Éste miró por un momento a Ryan y luego volvió a lo que estaba haciendo.

Un minuto después llegó el Presidente. Todos los que estaban en la sala se pusieron de pie mientras él caminaba hacia su sillón, a la derecha de Ryan. Dijo rápidamente unas pocas cosas al doctor Pelt y luego miró a los ojos al director general de inteligencia.

—Caballeros, si podemos iniciar esta reunión, creo que el juez Moore tiene algunas noticias para nosotros.

—Gracias, señor Presidente. Caballeros, hemos tenido hoy un interesante desarrollo con respecto a las operaciones navales soviéticas iniciadas ayer. He pedido al doctor Ryan, que nos acompaña hoy aquí, que desarrolle la exposición.

El Presidente se volvió hacia Ryan. Éste tuvo la sensación de que lo estaba estudiando.

—Puede proceder.

Ryan bebió un trago de agua helada de la copa oculta en el atril. Tenía un mando sin cable para el proyector de diapositivas y varios punteros. Una lámpara independiente con luz de alta intensidad iluminaba sus notas. Las páginas estaban llenas de tachaduras y correcciones garabateadas. No había habido tiempo para hacer una copia en limpio.

—Gracias, señor Presidente. Caballeros, me llamo Jack Ryan, y el tema de esta exposición es la reciente actividad naval soviética en el Atlántico Norte. Antes de llegar a ese punto necesitaré informarles sobre algunos antecedentes. Confío en que sean indulgentes conmigo por unos minutos y, por favor, no duden en interrumpirme con preguntas, en cualquier momento. —Ryan puso en marcha el proyector. Las luces del techo, cerca de la pantalla, disminuyeron automáticamente de intensidad.

—Estas fotografías nos han llegado por cortesía de los británicos —dijo Ryan. Ya había logrado captar la atención de todos—. La nave que ven aquí es el submarino de misiles balísticos de la flota soviética Octubre Rojo, fotografiado por un agente británico en su muelle, en la base de submarinos de Polyarnyy, cerca de Múrmansk, en el norte de Rusia. Como pueden ver, es una nave muy grande, tiene aproximadamente ciento noventa metros de largo, una manga de veinticinco metros más o menos, y un desplazamiento sumergido de treinta y dos mil toneladas. Estas cifras son en general comparables a las de un acorazado de la primera guerra mundial —Ryan levantó un puntero.

—Además de ser considerablemente mayor que nuestros submarinos Trident de la clase Ohio, el Octubre Rojo tiene una serie de diferencias técnicas. Lleva veintiséis misiles, en vez de los veinticuatro de los nuestros. Los primeros submarinos de la clase Typhoon, a partir de los cuales fue desarrollado, sólo llevaban veinte. El Octubre lleva el nuevo misil balístico de lanzamiento desde el mar SS-N-20, el Seahawk. Es un misil de combustible sólido con un alcance aproximado de diez mil ochocientos kilómetros, y lleva ocho vehículos de reingreso para objetivos autónomos múltiples, MIRV, cada uno con una carga de quinientos kilotones. Es el mismo vehículo de reingreso que llevan sus SS-18, pero con menos de ellos por lanzador.

—Como ustedes pueden ver, los tubos de los misiles están situados delante de la torreta, y no atrás como en nuestros submarinos. Los planos de inmersión delanteros se pliegan e introducen en ranuras en el casco, en este lugar; los nuestros entran en la torreta. Tiene dos hélices, los nuestros sólo una. Y, finalmente, el casco del Octubre es diferente del de nuestros submarinos. En vez de tener un corte de sección cilíndrica, está marcadamente achatado arriba y abajo.

Ryan apretó el mando del proyector para mostrar la siguiente diapositiva. Se veían dos imágenes sobrepuestas, la proa sobre la popa.

—A estas fotografías nos las entregaron sin revelar. Lo hizo la Oficina Nacional de Reconocimiento. Fíjense, por favor, en estas puertas, aquí en la proa y aquí en la popa. Los británicos estaban algo desorientados con esas puertas, y por eso me permitieron traerlas, a principios de esta semana. En la CIA tampoco pudimos descubrir su finalidad, entonces se decidió consultar la opinión de un asesor externo.

—¿Quién decidió? —preguntó enojado el secretario de Defensa—. ¡Diablos! ¡Yo ni siquiera las he visto todavía!

—Bert, las recibimos el lunes —replicó el juez Moore con tono tranquilizador—. Las dos que están en la pantalla no tienen más de cuatro horas. Ryan sugirió un experto externo. James Greer lo aprobó. Y yo estuve de acuerdo.

—Su nombre es Oliver W. Tyler. El doctor Tyler fue oficial de Marina y trabaja ahora como profesor asociado de ingeniería en la Academia Naval, además es consultor contratado del Mando de Sistemas Marítimos. Es un experto en el análisis de la tecnología naval soviética. Skip, el doctor Tyler, llegó a la conclusión de que estas puertas son las aberturas de entrada y salida de un nuevo sistema silencioso de propulsión. En este momento está desarrollando un modelo de computación del sistema, y esperamos tener su informe para el fin de semana. El sistema en sí es bastante interesante. —Ryan explicó brevemente el análisis de Tyler.

—Muy bien, doctor Ryan. —El Presidente se inclinó hacia adelante—. Usted acaba de informarnos que los soviéticos han construido un submarino lanzamisiles que se supone será muy difícil de localizar para nuestros hombres. Me imagino que ésa no es la noticia. Continúe.

—El comandante del Octubre Rojo es un hombre llamado Marko Ramius. Es un nombre lituano, aunque creemos que su pasaporte interno define su nacionalidad como ruso puro. Es hijo de un alto dirigente del partido, y uno de los mejores comandantes de submarinos que tienen. En los últimos diez años siempre ha sido él quien sacó el primero de todos los submarinos soviéticos de cada clase.

—El Octubre Rojo abandonó el puerto el viernes pasado. No sabemos exactamente qué órdenes tenía pero, por lo general, los submarinos lanzamisiles, es decir, los que tienen los nuevos misiles de largo alcance, limitan sus actividades al Mar de Barents y zonas adyacentes, donde pueden estar protegidos de nuestros submarinos de ataque por sus aviones para guerra antisubmarina con base en tierra, sus propios buques de superficie y submarinos de ataque. El domingo, aproximadamente al mediodía, hora local, notamos un incremento de la actividad de búsqueda en el Mar de Barents. En ese momento pensamos que se trataba de un ejercicio local de guerra antisubmarina, y cuando ya terminaba el lunes pareció ser una prueba del nuevo sistema de impulsión del Octubre.

—Como todos ustedes saben, ayer desde muy temprano observamos un gran aumento de la actividad naval soviética. Casi todos sus buques asignados a la Flota del Norte están ahora en el mar, acompañados por todos sus buques rápidos de abastecimiento de combustible. Otras naves auxiliares de la flota zarparon de las bases de la Flota del Báltico y del Mediterráneo occidental. Más inquietante aún es el hecho de que casi todos los submarinos nucleares asignados a la Flota del Norte, los más grandes, parecen haber puesto rumbo al Atlántico Norte. Esto incluye tres del Mediterráneo, ya que allí los submarinos pertenecen a la Flota del Norte y no a la del Mar Negro. Ahora creemos saber por qué ocurrió todo esto. —Ryan pasó a la siguiente diapositiva. Ésta mostraba el Atlántico Norte, desde Florida hasta el polo, con los buques soviéticos marcados en rojo.

—El día en que partió el Octubre Rojo, es evidente que el capitán de navío Ramius puso en el correo una carta para el almirante Yuri Ilych Padorin. Padorin es el jefe de la Administración Política Superior de su Marina. No sabemos qué decía esa carta, pero podemos ver sus resultados. Todo esto comenzó a suceder cuatro horas antes de haberse abierto la carta. Cincuenta y ocho submarinos de propulsión nuclear y veintiocho naves de combate de superficie se dirigen hacia nosotros. Es una reacción notable en cuatro horas. Esta mañana supimos cuáles eran sus órdenes.

—Caballeros, todas estas naves tienen orden de localizar al Octubre Rojo y, si es necesario, hundirlo. —Ryan hizo una pausa apreciando el efecto de sus palabras—. Como ustedes pueden ver, la fuerza soviética de superficie está aquí, aproximadamente a mitad de camino entre el continente europeo e Islandia. Sus submarinos, éstos en particular, están todos navegando hacia el sudoeste, en dirección a la costa de Estados Unidos. Tomen nota, por favor, de que no hay ninguna actividad anormal en el lado del Pacífico de ambos países… excepto la información que tenemos de que los submarinos de misiles balísticos de la flota soviética de ambos océanos han sido llamados a sus bases.

—Por lo tanto, si bien no sabemos exactamente qué decía el capitán de navío Ramius, podemos sacar algunas conclusiones de las características de estas actividades. Parecería que ellos piensan que está navegando en nuestra dirección. Teniendo en cuenta su velocidad estimada, como algo así entre diez y treinta nudos, podría encontrarse en cualquier posición entre aquí, debajo de Islandia, y aquí, prácticamente frente a nuestras costas. Ustedes deben notar que, cualquiera que sea el caso, ha tenido éxito al evitar la detección de las cuatro barreras del Sistema de Control de Vigilancia de Sonar…

—Espere un momento. ¿Dice usted que han emitido órdenes a sus buques para que hundan uno de sus propios submarinos?

—Sí, señor Presidente.

El Presidente miró al director de la central de inteligencia.

—¿Esta información es de confianza, juez?

—Sí, señor Presidente, la hemos considerado sólida.

—Muy bien, doctor Ryan, todos estamos esperando. ¿Qué se propone este individuo, Ramius?

—Señor Presidente, según nuestra evaluación de este informe de inteligencia, el Octubre Rojo está intentando desertar a Estados Unidos.

La sala quedó en completo silencio durante unos momentos. Ryan pudo oír el chirrido del ventilador del proyector de diapositivas mientras el Consejo Nacional de Seguridad medía el peso de lo que acababa de escuchar. Apoyó las manos en el atril para evitar que temblaran bajo la fija mirada de los diez hombres que tenía frente a él.

—Es una conclusión muy interesante, doctor —sonrió el Presidente—. Defiéndala.

—Señor Presidente, ninguna otra conclusión corresponde a la información. El factor crucial, naturalmente, es la llamada a los otros submarinos lanzamisiles. Nunca lo habían hecho antes. Si agregamos a esto el hecho de que hayan emitido órdenes de hundir el más moderno y poderoso de sus submarinos lanzamisiles, y que están buscándolo en esta dirección, se llega a la conclusión de que ellos piensan que ha desertado y se dirige hacia aquí.

—Muy bien, ¿qué otra cosa podía ser?

—Señor, Ramius podría haberles dicho que se propone disparar sus misiles. A nosotros, a ellos, a los chinos o a cualquier otro.

—¿Y usted no cree eso?

—No, señor Presidente. El SS-N-20 tiene un alcance de más de diez mil kilómetros. Eso significa que él podría haber alcanzado cualquier objetivo del hemisferio norte desde el momento en que abandonó el muelle. Ha tenido seis días para hacerlo, pero no ha disparado. Más aún, si él hubiera amenazado con lanzar sus proyectiles, habría tenido que considerar la posibilidad de que los soviéticos pidieran nuestra ayuda para localizarlo y hundirlo. Después de todo, si nuestros sistemas de vigilancia detectan el lanzamiento de misiles con armas nucleares en cualquier dirección, las cosas pueden ponerse muy tensas, rápidamente.

—Usted comprende que él puede lanzar sus misiles en ambas direcciones y comenzar la tercera guerra mundial —observó el secretario de Defensa.

—Sí, señor secretario. En ese caso, se trataría de un hombre completamente loco… en realidad, más de uno. En nuestros submarinos lanzamisiles hay cinco oficiales, que deben estar todos de acuerdo y actuar simultáneamente para disparar los misiles. Los soviéticos tienen el mismo número. Por razones políticas, sus procedimientos de seguridad con cabezas nucleares son todavía más complejos que los nuestros. Cinco o más personas ¿y todas ellas dispuestas a terminar con el mundo? —Ryan sacudió la cabeza—. Eso parece muy poco probable, señor, y, asimismo, los soviéticos no dudarían en solicitar nuestra ayuda.

—¿Usted cree sinceramente que ellos nos informarían? —preguntó el doctor Pelt. Su tono indicaba cuál era su pensamiento.

—Señor, esa pregunta es más psicológica que técnica, y yo me ocupo fundamentalmente de inteligencia técnica. Algunos de los hombres que se encuentran en esta sala han conocido a sus contrapartes soviéticas y están en mejores condiciones que yo para contestar a eso. Sin embargo, mi respuesta a su pregunta es que sí. Sería la única cosa racional que podrían hacer, y si bien yo no considero a los soviéticos como enteramente racionales según nuestras pautas, ellos son racionales según las propias. No se muestran inclinados a esta clase de juego de mucho riesgo.

—¿Y quién lo hace? —preguntó el Presidente—. ¿Qué otra cosa podría ser?

—Varias cosas, señor. Podría ser simplemente un ejercicio naval mayor apuntado a establecer su capacidad para acercarse a nuestras líneas de comunicaciones y nuestra capacidad para responder, ambas cosas con avisos de pocas horas. Rechazamos esta posibilidad por varias razones. Es demasiado pronto después de su ejercicio naval de otoño, CRIMSON STORM, y están utilizando sólo submarinos nucleares; al parecer no emplean ningún submarino con motores diesel. Es muy claro que la velocidad constituye un requisito imprescindible en sus operaciones. Y, ya como aspecto práctico, no realizan ejercicios mayores en esta época del año.

—¿Y eso por qué? —preguntó el Presidente.

El almirante Foster respondió por Ryan.

—Señor Presidente, en esta época del año el tiempo es extremadamente malo allá arriba. Ni siquiera nosotros planeamos ejercicios en esas condiciones.

—Creo recordar —observó Pelt— que acabamos de cumplir un ejercicio de la OTAN, almirante.

—Sí, señor, al sur de las Bermudas, donde el tiempo es mucho mejor. A excepción de un ejercicio antisubmarino frente a las Islas Británicas, todo el NIFrv DOLPHIN, se realizó sobre nuestro lado del lago.

—Muy bien, volvamos a ver qué otra cosa puede estar haciendo su flota —ordenó el Presidente.

—Bien, señor, podría no ser ninguna clase de ejercicio, en realidad. Podría ser algo verdadero. Podría ser el comienzo de una guerra convencional contra la OTAN, en el que el primer paso fuera la ruptura de nuestras líneas de comunicaciones marítimas. De ser así, ellos han logrado una absoluta sorpresa estratégica y ahora la están desperdiciando porque operan en una forma tan abierta que sería imposible que nosotros no reaccionáramos. Más aún, no hay una actividad correspondiente en las otras fuerzas armadas. Tanto su ejército como su fuerza aérea, a excepción de los aviones de exploración marítima, y su flota del Pacífico, están dedicados a sus operaciones de entrenamiento de rutina.

—Finalmente, esto podría ser un intento de provocarnos o distraernos, atrayendo nuestra atención sobre esto mientras ellos se preparan para saltar por sorpresa en alguna otra parte. Si es así, lo están haciendo en una forma muy extraña. Si alguien trata de provocar a otro, no lo hace en sus propias narices. El Atlántico, señor Presidente, todavía es nuestro océano. Como usted puede ver en esta carta, tenemos bases aquí en Islandia, en las Azores, y hacia arriba y abajo sobre nuestras costas. Tenemos aliados en ambos lados del océano y podemos establecer superioridad aérea sobre todo el Atlántico si lo deseamos. La Marina soviética es numéricamente grande, más grande que la nuestra en algunas áreas críticas, pero ellos no pueden proyectar la fuerza tan bien como nosotros, todavía no, por lo menos, y ciertamente no pueden hacerlo justo frente a nuestras costas. —Ryan bebió un trago de agua.

—Entonces, caballeros, tenemos un submarino soviético lanzamisiles en el mar cuando todos los otros, en ambos océanos, han sido llamados de vuelta a sus bases. Tenemos su flota en el mar, con órdenes de hundir ese submarino, y es evidente que lo están persiguiendo en nuestra dirección. Como dije antes, ésta es la única conclusión que concuerda con la información recibida.

—¿Cuántos hombres hay en el submarino, doctor? —preguntó el Presidente.

—Creemos que son unos ciento diez, más o menos, señor.

—Así que ciento diez hombres han decidido desertar a Estados Unidos de una sola vez. La idea no sería del todo mala —observó con ironía el Presidente—, pero difícilmente probable.

Ryan estaba listo para eso.

—Existe un antecedente, señor. El 8 de noviembre de 1975, la Storozhevoy, una fragata soviética lanzamisiles de la clase Krivak, intentó pasar de Riga, Latovia, a la isla sueca de Gotland. El oficial político que se hallaba a bordo, Valery Sablin, dirigió un amotinamiento de los hombres de tropa. Encerraron a sus oficiales en sus camarotes y abandonaron el muelle rápidamente. Estuvieron a punto de lograrlo. Fueron atacados por unidades aéreas y de la flota que los obligaron a detenerse cuando se hallaban a cincuenta millas de las aguas territoriales de Suecia. Dos horas más y hubieran tenido éxito. Sometieron a cortes marciales a Sablin y otros veintiséis y los fusilaron. Más recientemente, hemos tenido informes de episodios de amotinamiento en varias naves soviéticas, especialmente submarinos. En 1980, un submarino soviético de ataque, de la clase Echo, emergió frente a Japón. El comandante adujo haber tenido un incendio a bordo, pero las fotografías tomadas por aviones navales de reconocimiento, nuestros y japoneses, no mostraron humo ni restos dañados por el fuego que hubieran sido lanzados por el submarino. Pero los hombres de la dotación mostraban suficientes evidencias emocionales como para apoyar la conclusión de que se había producido un motín a bordo. Hemos tenido otros informes similares, aunque incompletos, en los últimos años. Si bien yo admito que éste es un ejemplo extremo, decididamente no faltan antecedentes a nuestra conclusión.

El almirante Foster buscó en el interior de su chaqueta y sacó un cigarro con boquilla plástica. Sus ojos brillaban detrás del fósforo.

—Bueno, señores, yo me inclino a creer que esto es posible.

—Entonces quiero que usted nos diga a todos el porqué, almirante —dijo el Presidente—, porque yo todavía no lo creo.

—Señor Presidente, la mayoría de los motines son conducidos por oficiales, no por hombres de tropa. La razón de esto es muy simple: los hombres de tropa no saben cómo dirigir el buque. Más aún, los oficiales tienen la ventaja y los antecedentes de educación como para saber que una rebelión con éxito es posible. Estos dos factores serían aún de mayor peso en la Marina soviética. ¿Acaso no es posible que sean sólo los oficiales los que estén haciendo esto?

—¿Y el resto de la tripulación los acompaña? —preguntó Pelt—. ¿Sabiendo lo que les ocurrirá a ellos y a sus familias?

Foster chupó varias veces su cigarro.

—¿Alguna vez ha estado navegando en el mar, doctor Pelt? ¿No? Imaginemos por un momento que usted está haciendo un crucero por el mundo, en el Queen Elizabeth, digamos. Cierto hermoso día usted se encuentra en medio del Océano Pacífico… pero ¿cómo sabe exactamente dónde está? No lo sabe. Usted sabe lo que los oficiales le dicen. Ah, por supuesto, si usted conociera un poquito de astronomía podría ser capaz de estimar su latitud con un error de unos cientos de millas. Con un buen reloj y ciertos conocimientos de trigonometría esférica, hasta puede averiguar la longitud aproximada, también dentro de unos cientos de millas. ¿De acuerdo? Eso en un barco desde el cual usted puede ver.

—Estos hombres están en un submarino. No se puede ver absolutamente nada. Entonces, ¿qué pasa si los oficiales, ni siquiera todos los oficiales, están haciendo esto? ¿Cómo sabe la dotación lo que está ocurriendo? —Foster sacudió la cabeza—. No lo saben. No pueden. Ni siquiera nuestros hombres podrían saberlo, y los nuestros están mucho mejor entrenados que los de ellos. Los tripulantes que ellos tienen son casi todos muchachos que están haciendo el servicio militar, no lo olvide. En un submarino nuclear, la gente se halla absolutamente aislada del mundo exterior. No hay radios, excepto las de bajísima frecuencia y las de muy baja frecuencia, y lo que se recibe está todo en clave; los mensajes tienen que pasar por el oficial de comunicaciones. De modo que él tendría que estar confabulado. Lo mismo que el navegador del submarino. Utilizan sistemas de navegación inercial, igual que nosotros. Tenemos uno de ellos, de aquel Golf que recuperamos en Hawai. En sus máquinas, la información también está en clave. El cabo de guardia lee los números en la máquina y el navegador obtiene la posición consultando un libro. En el Ejército Rojo, en tierra, los mapas son documentos secretos. Otro tanto ocurre en la Marina. Los tripulantes no tienen oportunidad de ver las cartas ni motivo por el que deban saber dónde están. Y esto es especialmente cierto en los submarinos lanzamisiles, ¿no es así?

—Y además de todo eso, estos tipos son marineros trabajadores, casi autómatas. Cuando están en el mar, tienen que realizar determinado trabajo, y lo hacen. En sus buques, eso significa de catorce a dieciocho horas por día. Estos chicos son todos de leva con un entrenamiento muy sencillo. Les enseñan a hacer dos o tres cosas… y a cumplir exactamente sus órdenes. Los soviéticos entrenan a la gente para que cumplan su trabajo maquinalmente, pensando lo menos posible. Por eso en los trabajos de reparaciones mayores se pueden ver oficiales que tienen herramientas en las manos. Sus hombres no tendrán ni tiempo ni inclinación para preguntar a sus oficiales qué está pasando. Cada uno cumple con su trabajo y depende de todos los demás, que deben hacer el suyo. En eso consiste la disciplina en el mar. —Foster depositó la ceniza de su cigarro en un cenicero—. Sí, señor, si usted consigue que los oficiales estén de acuerdo, tal vez ni siquiera todos ellos, esto tendrá éxito. Lograr que se pongan de acuerdo diez o doce disidentes es mucho más fácil que reunir cien.

—Más fácil, sí. Pero difícilmente será fácil, Dan —objetó el general Hilton—. Por Dios, tienen como mínimo un oficial político a bordo, además de los engendros de sus equipos de inteligencia. ¿Usted cree realmente que un esclavo del partido haría una cosa así?

—¿Por qué no? Usted oyó a Ryan… el motín de esta fragata estuvo originado por el oficial político.

—Sí, y desde entonces han reorganizado íntegramente ese directorio —respondió Hilton.

—Siempre tenemos tipos de la KGB que desertan, y todos buenos miembros del partido —dijo Foster. Era muy claro que le gustaba la idea de un submarino ruso desertor.

El Presidente escuchó y consideró todo lo dicho, luego se volvió hacia Ryan.

—Doctor Ryan, usted ha logrado persuadirme de que la situación es teóricamente posible. Ahora bien, ¿qué piensa la CIA que deberíamos hacer al respecto?

—Señor Presidente, yo soy analista de inteligencia, no…

—Yo sé muy bien qué es usted, doctor Ryan. He leído bastante de su trabajo. Me doy cuenta de que usted tiene una opinión, y quiero escucharla.

Ryan ni siquiera miró al juez Moore.

—Nos apoderamos de él, señor.

—¿Sin más?

—No, señor Presidente, probablemente no. Sin embargo, Ramius podría emerger frente a Virginia Capes en uno o dos días más, y solicitar asilo político. Nosotros debemos estar preparados para esa contingencia, señor, y mi opinión es que debemos recibirlo con los brazos abiertos. —Ryan pudo ver las cabezas de los jefes, que se movían en señal de asentimiento. Por fin alguien estaba de su lado.

—Está exponiendo su cuello en esto —observó amablemente el Presidente.

—Señor, usted me pidió una opinión. Es probable que no sea tan fácil. Esos Alfa y Victor que avanzan a toda velocidad hacia nuestra costa, es casi seguro que tienen la intención de establecer una fuerza de disuasión… con el efecto de un bloqueo de nuestra costa Atlántica.

—Bloqueo —dijo el Presidente—. Una palabra horrible.

—Juez —dijo el general Hilton—. Supongo que se le habrá ocurrido que esto podría ser un elemento de desinformación apuntado a desprestigiar la fuente que generó este informe, por más elevada que sea.

El juez Moore adoptó una sonrisa de aburrimiento.

—Sí, general, se me ha ocurrido. Si esto es un engaño, es más complejo que mil demonios. Se indicó al doctor Ryan, que prepara esta exposición, basándonos en que la información es genuina. Si no lo es, la responsabilidad es mía. —«Que Dios lo bendiga, juez», se dijo Ryan a sí mismo, y se preguntó al mismo tiempo cuánto tendría de confiable la fuente WILLOW. El juez continuó—. De cualquier manera, caballeros, tendremos que responder a esta actividad soviética, sea o no acertado nuestro análisis.

—¿Está esperando usted confirmación sobre esto, juez? —preguntó el Presidente.

—Sí, señor, estamos trabajando en eso.

—Bien. —El Presidente se había erguido en su sillón y Ryan notó que su voz tomaba un tono resuelto—. El juez tiene razón. Tenemos que reaccionar a esto, cualquiera que sea el objetivo que se proponga. Caballeros, la Marina soviética se dirige a nuestras costas. ¿Qué estamos haciendo nosotros al respecto?

El primero en contestar fue el almirante Foster.

—Señor Presidente, nuestra flota está haciéndose a la mar en este momento. Todo lo que echa humo ya ha zarpado, o lo hará antes de mañana por la noche. Hicimos volver a nuestros portaaviones del Atlántico Sur y estamos modificando el despliegue de nuestros submarinos nucleares para vérselas con esta amenaza. Esta mañana comenzamos a saturar el aire sobre las fuerzas de superficie soviéticas con aviones de patrullaje P-3C Orion, complementados por Nimrods británicos que salen de Escocia: ¿General? —Foster se volvió en dirección a Hilton.

—En este momento tenemos aviones E-3A Sentry, del tipo AWACS (sistema de vigilancia aérea) dando vueltas alrededor de ellos junto con los Orion de Dan, y acompañados por máquinas de combate F-15 Eagle provenientes de Islandia. El viernes a esta hora tendremos un escuadrón de B-52 que va a operar desde la Base Loring de la Fuerza Aérea, en Maine. Irán armados con misiles aire-superficie Harpoon, y comenzarán a orbitar sobre los soviéticos por tandas. Nada agresivo, se comprende. —Hilton sonrió—. Sólo para que sepan que estamos interesados. Si continúan avanzando en esta dirección, vamos a cambiar el despliegue de algunos efectivos tácticos sobre la costa del este y, sujeto a su aprobación, podemos activar algunos escuadrones de reserva y de la guardia nacional sin hacer mucho ruido.

—¿Y cómo podrá hacer eso tan silenciosamente? —preguntó Pelt.

—Doctor Pelt, tenemos cierto número de organizaciones de la guardia programadas para trasladarse a nuestras instalaciones Red Flag en Nellis, Nevada, a partir de este domingo, una rotación de entrenamiento de rutina. Los mandamos a Maine en lugar de Nevada. Las bases son bastante grandes y pertenecen al SAC. —Hilton se refería al Comando Aéreo Estratégico—. Tienen un buen sistema de seguridad.

—¿Cuántos portaaviones tenemos a mano? —preguntó el Presidente.

—Sólo uno por el momento, señor, el Kennedy. El Saratoga tuvo averías en una turbina principal la semana pasada, y llevará un mes reemplazarla. El Nimitz y el America están en el Atlántico Sur en este momento, el América regresando del Océano Indico, y el Nimitz navegando hacia el Pacífico. Mala suerte. ¿Podemos llamar un portaaviones del Mediterráneo occidental?

—No —el Presidente sacudió la cabeza—. El asunto de Chipre todavía está muy sensible. ¿Necesitamos realmente hacerlo? Si algo… llegara a ocurrir, ¿podemos manejar su fuerza de superficie con lo que tenemos a mano?

—¡Sí, señor! —exclamó de inmediato el general Hilton—. El doctor Ryan lo dijo: el Atlántico es nuestro océano. La Fuerza Aérea sola tendrá más de quinientos aviones asignados a esta operación, y otros trescientos o cuatrocientos de la Marina. Si empieza cualquier tipo de concurso de tiro, esa flota soviética va a tener una emocionante y corta vida.

—Vamos a tratar de evitarlo, por supuesto —dijo con calma el Presidente—. Los primeros informes de prensa salieron a la superficie esta mañana. Recibimos una llamada de Bud Wilkins del Times, poco antes del almuerzo. Si el pueblo norteamericano descubre demasiado pronto cuál es el alcance de esto… ¿Jeff?

—Señor Presidente, vamos a imaginar por el momento que el análisis del doctor Ryan sea correcto. No veo qué podemos hacer nosotros al respecto —dijo Pelt.

—¿Cómo? —saltó bruscamente Ryan—. Ejem… lo siento, señor.

—No podemos robar un submarino soviético.

—¡Por qué no! —replicó Foster—. Diablos, tenemos bastantes tanques y aviones de ellos. —Los otros jefes aprobaron.

—Un avión, con una tripulación de uno o dos, es una cosa, almirante. Un submarino nuclear con veintiséis cohetes y una dotación de más de cien hombres es algo diferente. Por supuesto, podemos dar asilo a los oficiales desertores.

—De modo que usted dice que si esta cosa entra navegando en Norfolk —opinó Hilton—, ¡nosotros lo devolvemos! Cristo, hombre, ¡lleva doscientas cabezas de guerra! Hasta podría llegar a usar esas malditas cosas contra nosotros algún día, usted lo sabe. ¿Está seguro de que quiere devolverlas?

—General, ese material vale mil millones de dólares —dijo Pelt tímidamente.

Ryan vio sonreír al Presidente. Se decía de él que le gustaban las discusiones animadas.

—Juez, ¿cuáles son las ramificaciones legales?

—Eso es derecho marítimo, señor Presidente. —Por una vez, Moore pareció inquieto—. Yo no he tenido mayormente práctica en ese aspecto; tendría que volver a la escuela de leyes. El derecho del mar es jus gentium; los mismos códigos legales se aplican teóricamente a todos los países. Las cortes de derecho marítimo norteamericanas y británicas citan normalmente las leyes de uno u otro. Pero con respecto a los derechos relacionados con una dotación amotinada… no tengo idea.

—Juez, esto no se trata de amotinamiento ni piratería —aclaró Foster—. El término correcto es baratería, creo. Amotinamiento es la rebelión de la tripulación contra la autoridad legal. La conducta grave de los oficiales contra el armador de la nave se llama baratería. De cualquier manera, no me parece que debamos agregar desatinadas sutilezas a una situación referida a armas nucleares.

—Podríamos, almirante —comentó el Presidente, reflexionando—. Como lo expresó Jeff, éste es un bien de muy alto valor, propiedad legal de ellos, y ellos sabrán que lo tenemos. Creo que hemos estado de acuerdo en que no toda la tripulación debe participar en esto. Si es así, los que no hayan tomado parte en el amotinamiento… o baratería, o lo que sea, querrán regresar a su casa cuando todo termine. Y nosotros tendremos que dejarlos ir, ¿no es así?

—¿Tendremos? —El general Maxwell estaba garabateando en una libreta—. ¿Tendremos?

—General —dijo con firmeza el Presidente—, nosotros no seremos, y lo repito, no seremos, parte si se trata de poner en prisión o asesinar a hombres cuyo único deseo es regresar a su hogar y su familia. ¿Han comprendido? —Miró a todos alrededor de la mesa—. Si ellos saben que tenemos el submarino, querrán que se lo devolvamos. Y sabrán que lo tenemos por los tripulantes que quieran volver a su casa. De todos modos, una cosa grande como es ésta, ¿cómo podríamos esconderla?

—Podríamos hacerlo —dijo Foster con frialdad—, pero, como usted dice, los tripulantes son una complicación. Supongo que tendremos oportunidad de inspeccionarlo.

—¿Usted se refiere a una cuarentena para inspección, control de navegabilidad, asegurarnos tal vez de que no estén haciendo tráfico de drogas en nuestro país? —El Presidente sonrió—. Creo que eso podría agregarse. Pero nos estamos adelantando. Hay muchas cosas que tratar antes de llegar a ese punto. ¿Qué hay con respecto a nuestros aliados?

—Hasta hace muy poco los ingleses tenían aquí uno de sus portaaviones. ¿Usted podría usarlo, Dan? —preguntó el general Hilton.

—Si ellos nos lo prestan, sí. Nosotros acabamos de finalizar un ejercicio de guerra antisubmarina al sur de las Bermudas, y los británicos se desempeñaron muy bien. Podríamos utilizar el Invincible, los cuatro buques escolta y los tres submarinos de ataque. Debido a todo esto se ha llamado a la fuerza para que regrese a toda máquina.

—¿Ellos saben cómo está el asunto, juez? —preguntó el Presidente.

—No, al menos que lo hayan descubierto por sí mismos. Esta información no tiene más que unas pocas horas. —Moore no reveló que Sir Basil tenía su propio oído en el Kremlin. El mismo Ryan no sabía mucho sobre él, sólo conocía algunos rumores desconectados—. Con su permiso, he pedido al almirante Greer que esté listo para volar a Inglaterra para explicar todo a la Primera Ministra.

—Por qué no le enviamos solamente…

El juez Moore estaba sacudiendo la cabeza.

—Señor Presidente, esta información… digamos que sólo debe ser entregada personalmente. —Alrededor de toda la mesa se levantaron las cejas.

—¿Cuándo va a partir?

—Esta noche, si usted desea. Hay un par de vuelos de ejecutivos que salen esta noche de Andrews. Vuelos de congresistas. —Era el acostumbrado período de vacaciones después del fin de las sesiones. La Navidad en Europa, en misiones de estudio.

—General, ¿no tenemos nada más rápido? —preguntó a Hilton el Presidente.

—Podemos sacar un VC-141. El Lockheed Jet Star es casi tan rápido como el VC-135, y puede estar en vuelo en media hora.

—Hágalo.

—Sí, señor, voy a llamar de inmediato. —Hilton se puso de pie y caminó hacia el teléfono.

—Juez, diga a Greer que prepare sus maletas. Una carta mía para la Primera Ministra estará esperándolo en el avión. Almirante, ¿usted quiere el Invincible?

—Sí, señor.

—Yo se lo conseguiré. El punto siguiente: ¿qué diremos a nuestra gente que está en el mar?

—Si el Octubre se limita a entrar en puerto, no será necesario pero si tenemos que comunicarnos con él…

—Si usted me permite, juez —dijo Ryan—, es muy probable que ocurra… que tengamos que comunicarnos. Es casi seguro que ellos tengan sus submarinos de ataque sobre la costa antes de que el Octubre llegue aquí. De ser así, tendremos que prevenirlo para que se aleje, por lo menos para salvar a los oficiales desertores. Ellos han salido para localizarlo y hundirlo.

—Nosotros no lo hemos detectado. ¿Qué le hace pensar que ellos puedan? —preguntó Foster, algo ofendido ante la sugerencia.

—Almirante, ellos lo construyeron. Así que pueden conocer cosas sobre él que les permitan localizarlo más fácilmente que nosotros.

—Es razonable —dijo el Presidente—. Eso significa que alguien deberá ir a explicar todo esto a los comandantes de la flota. No podemos transmitirlo por radio, ¿no es así, juez?

—Señor Presidente, esta fuente es demasiado valiosa como para comprometerla de cualquier manera. Eso es todo lo que puedo decir aquí, señor.

—Muy bien, alguien saldrá en vuelo. Lo que sigue: tendremos que hablar de esto con los soviéticos. Por el momento, pueden decir que están operando en aguas propias. ¿Cuándo pasarán Islandia?

—Mañana por la noche, a menos que cambien de rumbo —respondió Foster.

—Muy bien, juez, esperaremos un día, para que ellos den marcha atrás y para que nosotros podamos confirmar este informe. Quiero algo que respalde este cuento de hadas en veinticuatro horas. Si ellos no regresan antes de mañana a medianoche, el viernes por la mañana llamaré a mi despacho al embajador Arbatov. —Se volvió en dirección a los jefes de las fuerzas—. Caballeros, quiero ver planes alternativos para afrontar esta situación, para mañana por la tarde. Nos reuniremos aquí mañana a las dos. Una cosa más: ¡que no haya filtraciones! Esta información no sale de esta sala sin mi autorización personal. Si este asunto llega a la prensa, habrá algunas cabezas sobre mi escritorio. ¿Sí, general?

—Señor Presidente, para poder desarrollar estos planes —dijo Hilton después de volver a sentarse—, tenemos que trabajar a través de nuestros comandantes subordinados y algunos hombres propios de operaciones. Por cierto que necesitaremos al almirante Blackburn. —Blackburn era el comandante en jefe del Atlántico.

—Déjenme pensarlo. Le contestaré dentro de una hora. ¿Cuánta gente de la CIA conoce esto?

—Cuatro, señor. Ritter, Greer, Ryan y yo, señor. Nadie más.

—Manténgalo así. —Las filtraciones de seguridad estaban trastornando al Presidente desde hacía meses.

—Sí, señor Presidente.

—Se levanta la sesión.

El Presidente se puso de pie. Moore dio unos pasos alrededor de la mesa para evitar que se fuera de inmediato. El doctor Pelt también se quedó, mientras el resto abandonaba la sala. Ryan permaneció de pie fuera de la puerta.

—Estuvo muy bien. —El general Maxwell le tomó la mano. Esperó hasta que todos los demás se alejaron unos metros antes de seguir—. Creo que usted está loco, hijo, pero ha puesto un erizo en la montura de Dan Foster. No, mejor aún: creo que lo pasó bastante mal. —El pequeño general soltó una risita—. Y si conseguimos el submarino, a lo mejor podemos hacer cambiar de idea al Presidente y arreglar las cosas para que la tripulación desaparezca. El juez lo hizo una vez, ¿sabe? —Fue un pensamiento que dejó helado a Ryan mientras observaba a Maxwell, que se alejaba contoneándose por el corredor.

—Jack, ¿quiere volver aquí un momento? —llamó la voz de Moore.

—Usted es historiador, ¿no? —preguntó el Presidente, revisando sus anotaciones. Ryan ni siquiera lo había visto con el lápiz en la mano.

—Sí, señor Presidente. Mi título es de esa especialidad. —Ryan le estrechó la mano.

—Usted tiene un agudo sentido para lo dramático, Jack. Habría sido un excelente abogado en los juicios. —El Presidente se había hecho una reputación como inexorable fiscal. A poco de iniciar su carrera pudo sobrevivir en un fracasado intento de asesinato por parte de la mafia, hecho que no afectó en lo más mínimo sus ambiciones políticas—. Muy buena su exposición.

—Gracias, señor Presidente. —Ryan estaba radiante.

—Me dice el juez que usted conoce al comandante de esa fuerza británica.

Fue como si le hubieran golpeado la cabeza con una bolsa de arena.

—Sí, señor. El almirante White. Yo he salido a cazar con él y nuestras esposas son buenas amigas. Tienen una estrecha relación con la familia real.

—Bien. Alguien tiene que salir en vuelo para dar las explicaciones a nuestros comandantes de la flota, y luego seguir para hablar con los británicos, si conseguimos su portaaviones como espero. El juez dice que deberíamos enviar al almirante Davenport con usted. De modo que usted volará esta noche hasta el Kennedy, y después seguirá hasta el Invincible.

—Señor Presidente, yo…

—Vamos, doctor Ryan. —Pelt sonreía ligeramente—. Usted es la única persona indicada para hacer esto. Ya tiene acceso a las organizaciones de inteligencia, conoce al comandante británico y es especialista en inteligencia naval. Usted es el más apto. Dígame, ¿hasta dónde cree usted que llegará la ansiedad de la Marina para conseguir ese Octubre Rojo?

—Naturalmente, tienen mucho interés en él, señor. Tener la oportunidad de verlo e inspeccionarlo, y mejor aún, de navegarlo, desarmarlo y armarlo y navegarlo una vez más. Sería el golpe de inteligencia de todos los tiempos.

—Eso es cierto. Pero quizás estén un poquito demasiado ansiosos.

—No entiendo qué quiere decir, señor —dijo Ryan, aunque lo entendía perfectamente. Pelt era el favorito del Presidente. No era el favorito del Pentágono.

—Ellos podrían asumir algún riesgo que tal vez nosotros no queramos que corran.

—Doctor Pelt, si usted está diciendo que un oficial uniformado podría…

—Él no está diciendo eso. Por lo menos no exactamente. Lo que está diciendo es que podría ser muy útil para mí tener a alguien allá que estuviera en condiciones de darme un punto de vista independiente y civil.

—Señor, usted no me conoce.

—He leído muchos de sus informes. —El jefe del ejecutivo estaba sonriendo. Se decía que era capaz de conectar y desconectar un deslumbrante encanto como una lámpara eléctrica. Ryan estaba sufriendo la ceguera, lo sabía, y no podía hacer nada al respecto—. Me gusta su trabajo. Tiene buen tacto para las cosas, para los hechos. Buen juicio. Y bien, una de las razones que me han traído adonde estoy es justamente el buen juicio, y creo que usted puede manejar bien lo que tengo en la cabeza. La única duda es: ¿lo hará usted, o no?

—¿Hacer qué exactamente, señor?

—Después que llegue allá, se queda por unos días y me informa directamente a mí. No a través de los canales ordinarios, directamente a mí. Tendrá la cooperación que necesite. Me encargaré de eso.

Ryan no dijo una palabra. Iba a convertirse en un espía, un oficial avanzado, con aval presidencial. Peor, estaría espiando en su propio lado.

—No le gusta la idea de informar sobre su propia gente, ¿verdad? No será así. No, realmente. Como dije antes, quiero una opinión civil e independiente. Preferiríamos enviar un oficial experimentado, pero queremos minimizar el número de personas que intervienen en esto. Si enviáramos allá a Ritter o Greer sería demasiado obvio, mientras que usted, en cambio, es un relativo…

—¿Don nadie? —preguntó Jack.

—En lo que a ellos concierne, sí —replicó el juez Moore—. Los soviéticos tienen un legajo sobre usted, yo he visto partes de él. Piensan que usted es un play boy de primera clase, Jack.

«Soy un play boy», pensó Ryan, «impasible ante el desafío implícito. En esta compañía, diablos si lo soy».

—De acuerdo, señor Presidente. Discúlpeme por favor por haber dudado. Nunca he actuado como oficial de avanzada.

—Comprendo. —El Presidente se mostraba magnánimo en la victoria—. Otra cosa. Si yo entiendo cómo operan los submarinos, Ramius podría haber zarpado sin decir nada. ¿Por qué avisarles? ¿Por qué la carta? Por lo que yo veo, es contraproducente.

En ese momento fue el turno de Ryan para sonreír.

—¿Alguna vez conoció a un submarinista, señor? ¿No? ¿Y a un astronauta?

—Por supuesto, he conocido a varios de los pilotos de la Lanzadera Espacial.

—Son todos de la misma raza, señor Presidente. En cuanto al porqué de haber dejado la carta, la respuesta tiene dos partes. Primero, está probablemente loco por algún motivo, y lo sabremos exactamente cuando lo veamos. Segundo, supone que puede tener éxito sin importarle con qué pretendan detenerlos… y quiere que ellos lo sepan. Señor Presidente, los hombres que se dedican a conducir submarinos como medio de vida son agresivos, seguros de sí mismos y muy, muy astutos. Nada les gusta más que hacer aparecer a otros, un operador de buque de superficie, por ejemplo, como verdaderos idiotas.

—Acaba de anotarse otro punto en su favor, Jack. Los astronautas que he conocido son, en la mayoría de sus cosas, manifiestamente humildes, pero cuando se trata del vuelo creen que son dioses. No lo olvidaré. Jeff, volvamos a trabajar. Jack, manténgame informado.

Ryan volvió a estrecharle la mano. Después de que el Presidente y su asesor se marcharon, se volvió en dirección al juez Moore.

—Juez, ¿qué diablos le dijo sobre mí?

—Solamente la verdad, Jack. —En realidad, el juez había querido que la operación fuera controlada por alguno de los más altos funcionarios especializados de la CIA. Ryan no formaba parte de sus planes, pero es sabido que los presidentes echan a perder a menudo muchos planes cuidadosamente pensados. El juez lo tomó con filosofía.

—Éste es un gran paso adelante en su vida, si cumple correctamente su tarea. Diablos, hasta puede ocurrir que le guste.

Ryan estaba seguro de que no sería así, y estaba en lo cierto.

Dirección General de la CIA.

No pronunció una palabra en todo el camino de regreso a Langley. El automóvil del director entró en el aparcamiento del subsuelo; allí descendieron del vehículo y tomaron el ascensor privado que los condujo directamente al despacho de Moore. La puerta del ascensor estaba disimulada como uno más de los paneles de la pared; algo que resultaba conveniente aunque un poco melodramático, pensó Ryan. El director general fue de inmediato a su escritorio y descolgó un teléfono.

—Bob, necesito que venga enseguida. —Echó una ojeada a Ryan, quien aguardaba de pie en medio del salón—. ¿Está deseando empezar esto, Jack?

—Naturalmente, juez —respondió Ryan sin entusiasmo.

—Comprendo cómo se siente con este asunto de espionaje, pero sucede que todo esto podría evolucionar hacia una situación en extremo sensible. Debería sentirse tremendamente halagado por el hecho de que se confíe en usted para esto.

Ryan captó el mensaje entre líneas en el momento en que Ritter hacía su entrada como Pedro por su casa.

—¿Qué pasa, juez?

—Vamos a iniciar una operación. Ryan partirá en vuelo hacia el Kennedy junto con Charlie Davenport para hacer una exposición ante los comandantes de la flota sobre este asunto del Octubre. EL Presidente quedó convencido.

—Así lo supuse. Greer salió para Andrews poco antes de que usted llegara. ¿De modo que Ryan irá allá en avión?

—Sí. Jack, su consigna es la siguiente: puede desarrollar su exposición ante el comandante de la flota y Davenport, eso es todo. Lo mismo con respecto a los británicos. Si Bob puede confirmar WILLOW, la información podrá difundirse, pero sólo en cuanto sea absolutamente necesario. ¿Está claro?

—Sí, señor. Supongo que alguien habrá dicho al Presidente que es difícil lograr algo si nadie sabe qué diablos está pasando. Especialmente los tipos que están haciendo el trabajo.

—Yo sé lo que usted dice, Jack. Tenemos que hacer cambiar al Presidente en su forma de pensar sobre esto. Lo haremos, pero entretanto, recuerde… él es el que manda. Bob, tendremos que inventar algo en seguida que vaya bien a Jack.

—¿Un uniforme de oficial naval? Hagámoslo capitán de fragata, tres franjas, las cintas de condecoraciones acostumbradas. —Ritter examinó a Ryan—. Digamos un cuarenta y dos grande. Podemos tenerlo vestido en una hora, espero. ¿Tiene algún nombre esta operación?

—Eso es lo que sigue. —Moore descolgó de nuevo su teléfono y marcó cinco números—. Necesito dos palabras… Ah, gracias —escribió algunas cosas—. Muy bien, caballeros, esta operación se llamará MANDOLINA. Usted, Ryan, es Magi. Será fácil de recordar, dada la época del año. Vamos a establecer una serie de palabras en clave basadas en ésas nuestras lo preparan a usted. Bob, llévalo abajo personalmente. Yo llamaré a Davenport para que él arregle el vuelo.

Ryan siguió a Ritter hasta el ascensor. Las cosas iban progresando con demasiada rapidez; todo el mundo se estaba mostrando demasiado brillante, pensó. Esa operación, MANDOLINA, ya estaba corriendo al frente antes de que ellos mismos supieran qué demonios iban a hacer, y mucho menos cómo. Y la elección de su nombre clave le resultó chocante y singularmente inapropiada. Debió ser algo parecido a Halloween.