EL QUINTO DIA

Martes, 7 de diciembre

Moscú.

No era la oficina más grandiosa del Kremlin, pero llenaba sus necesidades. El almirante Yuri Ilych Padorin llegó a su trabajo, como de costumbre, a las siete de la mañana, después del viaje desde su apartamento de seis habitaciones en Kutuzovskiy Prospekt. Las amplias ventanas del despacho miraban hacia los muros del Kremlin; de no haber sido por ellos podría haber tenido una vista del río Moscova en ese momento totalmente congelado. Padorin no echaba de menos la vista, aunque había conquistado su elevada posición mandando cañoneras fluviales cuarenta años atrás, llevando abastecimientos por el Volga hasta Stalingrado. Padorin era en ese momento el oficial político jefe de la Marina soviética. Su trabajo tenía que ver con hombres, no con naves.

Al entrar saludó secamente con un movimiento de cabeza a su secretario, un hombre de cuarenta años. El suboficial se puso de pie de un salto y siguió a su almirante hasta el acceso al despacho para ayudarlo a quitarse el abrigo. La chaqueta azul naval de Padorin estaba cubierta de brillantes cintas y la medalla de la estrella dorada, la condecoración más codiciada en la carrera militar soviética: Héroe de la Unión Soviética. La había ganado en combate cuando era un pecoso muchacho de veinte años que iba y venía por el Volga. Aquellos días sí que eran buenos, se decía a sí mismo esquivando bombas de los Stuka alemanes y el fuego disperso de la artillería con que los fascistas habían tratado de interceptar a su escuadrón… Como la mayoría de los hombres, era incapaz de recordar el espantoso terror del combate.

Era un martes por la mañana y Padorin tenía sobre su escritorio una pila de correspondencia que le aguardaba. Su asistente le llevó una tetera y una taza, la acostumbrada taza rusa: de vidrio y calzada en un soporte de metal en ese caso de plata. Padorin había trabajado mucho y durante largo tiempo para tener esos pequeños privilegios que correspondían a su despacho. Se acomodó en el sillón y comenzó a leer; primero los informes de inteligencia, copias de documentos enviados todas las mañanas y tardes a los comandos operacionales de la Armada Soviética. Un oficial político debía mantenerse al día, saber qué tramaban los imperialistas para poder ilustrar a sus hombres sobre amenazas.

Luego venía la correspondencia oficial del Comisariato del Pueblo de la Marina y del Ministerio de Defensa. Tenía acceso a toda la originada en el primero, mientras que la procedente del último había sido cuidadosamente censurada, ya que las armadas soviéticas compartían la menor cantidad de información posible. Ese día no había demasiada correspondencia de ninguno de esos lugares. La acostumbrada reunión de los lunes por la tarde había cubierto la mayor parte de lo que debía hacerse esa semana, y casi todo lo que correspondía a Padorin estaba ya en manos de su plana mayor para su trámite. Se sirvió una segunda taza de té y abrió un nuevo paquete de cigarrillos sin filtro, hábito que había sido incapaz de dominar a pesar de un leve ataque al corazón que sufrió un año atrás. Consultó el calendario de su escritorio… qué bueno, ninguna entrevista hasta las diez.

Cerca del fondo de la pila había un sobre de aspecto oficial, de la Flota del Norte. El número de código impreso en el ángulo superior izquierdo determinaba que procedía del Octubre Rojo. ¿No terminaba de leer algo sobre eso?

Padorin volvió a revisar sus despachos de operaciones. ¿Así que Ramius no se había presentado en su zona de ejercicios? Se encogió de hombros. Se suponía que los submarinos misilísticos debían ser elusivos, y el viejo almirante no se habría sorprendido de ninguna manera de que Ramius estuviera enloqueciendo a unos cuantos. El hijo de Aleksandr Ramius era prima donna, con el molesto hábito de parecer siempre estar creando el culto de su propia personalidad: conservaba algunos de los hombres que él había entrenado y descartaba a los otros. Padorin reflexionaba que los rechazados por el servicio del cuerpo de comando se habían convertido en excelentes zampolit, y parecían tener mayores conocimientos sobre temas de comando de lo que era normal. Aun así, Ramius era un comandante que necesitaba ser vigilado. Padorin sospechaba a veces que era demasiado marino y no suficientemente comunista. Por otra parte, su padre había sido un miembro modelo del partido y héroe de la Gran Guerra Patriótica. Por cierto, había sido formado, lituano o no. ¿Y el hijo? Años de desempeño perfecto y muchos años de adhesión incondicional al partido. Era famoso por sus encendidas participaciones en las reuniones y sus ensayos ocasionalmente brillantes. La gente de la rama naval de la GRU, la agencia militar de inteligencia soviética, informaba que los imperialistas lo consideraban un hábil y peligroso enemigo. Muy bien, pensaba Padorin, esos hijos de puta tienen que tener miedo de nuestros hombres. Volvió su atención al sobre.

El Octubre Rojo… ¡ése sí que era un nombre adecuado para un buque de guerra soviético! Lo habían llamado así no sólo por la revolución que había cambiado para siempre la historia del mundo, sino saber también por la Planta de Tractores Octubre Rojo. Durante muchas alboradas Padorin había mirado hacia el oeste, en dirección a Stalingrado, para ver si la fábrica estaba todavía allí, como símbolo de los combatientes soviéticos que luchaban contra los bandidos hitlerianos. El sobre tenía un sello que decía Confidencial, y su asistente no lo había abierto como hacía con la correspondencia de rutina. El almirante tomó del cajón del escritorio su abridor de cartas. Era un objeto por el cual sentía cariño: había sido un cuchillo de servicio hacía muchos años. Cuando su primera cañonera se hundió bajo sus pies, en una calurosa noche de agosto de 1942, nadó hasta la costa y allí fue atacado por un soldado alemán de infantería que no esperaba resistencia de un marinero medio ahogado. Padorin lo sorprendió, y le hundió el cuchillo en el pecho rompiendo la hoja por la mitad mientras arrebataba la vida a su enemigo. Más tarde, un mecánico había vuelto a tornear la hoja. No era un cuchillo apropiado, pero Parodin no estaba dispuesto a desprenderse de un recuerdo semejante.

Comandante almirante, comenzaba la carta; pero las palabras escritas a máquina estaban tachadas y reemplazadas por otras escritas a mano: Tío Yuri. Ramius lo llamaba así bromeando, años atrás, cuando Padorin era oficial político jefe en la Flota del Norte. ¡Gracias por su confianza y por la oportunidad que me han dado de comandar este magnífico buque!, Ramius debía estar agradecido, pensó Padorin. Por óptimo que fuera su desempeño, nadie otorga esa clase de comando a…

¿Qué? Padorin dejó de leer y comenzó de nuevo. Olvidó el cigarrillo que ardía en el cenicero y así llegó al final de la primera página. Una broma. Ramius era famoso por sus bromas… pero iba a pagar por ésta ¡Maldito sea! ¡Eso era ya ir demasiado lejos! Dio vuelta la página.

Esto no es ninguna broma, tío Yuri. Marko.

Padorin se detuvo y miró hacia afuera por la ventana. El muro del Kremlim en aquel lugar era una colmena de nichos que contenían las cenizas de los fieles del partido. No era posible que hubiera leído la carta correctamente. Empezó a leerla de nuevo. En ese momento las manos le temblaban.

Tenía una línea directa para hablar con el almirante Gorshkov, sin asistentes ni secretarios que se interpusieran.

—Camarada almirante, habla Padorin.

—Buenos días, Yuri —dijo Gorshkov amablemente.

—Debo verlo de inmediato. Tengo aquí un problema.

—¿Qué clase de problema? —preguntó Gorshkov con cautela.

—Debemos tratarlo personalmente. Voy ahora para allá. —No había forma de que pudiera hablar del asunto por teléfono: él sabía que estaba intervenido.

El USS Dallas.

El operador de sonar de segunda clase Ronald Jones estaba en su trance habitual, según pudo notarlo su oficial de división. El joven —que había abandonado la universidad en sus primeros años— se hallaba encorvado sobre su mesa de instrumentos, con el cuerpo flácido, los ojos cerrados y el rostro sumido en la misma expresión neutra que tenía cuando escuchaba alguna de sus muchas cintas grabadas de Bach en su costoso casete personal. Jones pertenecía a esa clase de personas que clasifican sus grabaciones según sus defectos, un tempo de piano poco suave, un solo de flauta desafinado, un tono vacilante.

Escuchaba los sonidos del mar con la misma intensidad y capacidad discriminatoria. En todas las marinas del mundo se mira a los submarinistas como una raza curiosa, y los propios submarinistas consideran a los operadores de sonar como seres extraños. Sin embargo, sus excentricidades estaban entre las que mejor se toleraban en el servicio militar. Al segundo comandante le gustaba relatar una historia sobre un sonarista jefe que había prestado servicios con él durante dos años; un hombre que había patrullado las mismas zonas en submarinos lanzamisiles a lo largo de toda su carrera. Llegó a familiarizarse tanto con las ballenas de joroba que pasaban el verano en la zona, que se acostumbró a llamarlas con distintos nombres. Cuando se retiró fue a trabajar al Instituto Oceanográfico Woods Hole, donde su talento provocaba entretenimiento, pero también respeto.

Tres años antes, mientras estaba en la mitad de su primer año en el Instituto de Tecnología de California, habían obligado a Jones a abandonar sus estudios. Todo se debió a una broma estudiantil de aquellas que habían hecho famosos a los estudiantes del Tecnológico de California, pero que esa vez no resultó feliz. En ese momento estaba en la Marina por un tiempo, para financiar el regreso a los estudios. Su anunciado objetivo era obtener un doctorado en cibernética y procesamiento de señales. En compensación por un licenciamiento prematuro, después de recibir su título iría a trabajar al Laboratorio de Investigaciones Navales. El teniente Thompson confiaba en ello. Con ocasión de su llegada al Dallas hacía seis meses, había leído los legajos de todos sus hombres. Jones tenía un cociente intelectual de ciento cincuenta y ocho, el más alto en todo el submarino, y por amplio margen. Su cara era apacible y sus ojos marrones y tristes, irresistibles para las mujeres. En la playa, Jones mostraba tanta energía como para agotar a un grupo entero de infantes de marina. El teniente no podía comprenderlo; Jones era un chico flacucho que escuchaba a Bach. Y había sido un héroe del fútbol de Annapolis. No tenía sentido.

El USS Dallas, un submarino de ataque, de la clase 688, estaba a cuarenta millas de la costa de Islandia, acercándose a su posición de patrullaje, cuyo nombre en código era Toll Booth. Estaba llegando con dos días de retraso. Una semana antes, había participado en el juego de guerra de la OTAN denominado NIFTY y DOLPHIN, pospuesto en varias oportunidades a causa de que el peor tiempo sufrido en el Atlántico Norte en los últimos veinte años había demorado a otros buques que debían participar. En ese ejercicio, el Dallas, en equipo con el HMS Swiftsure, había aprovechado el mal tiempo para penetrar y destruir la formación enemiga simulada. Fue una nueva operación perfecta para el Dallas y su comandante, el capitán de fragata Bart Mancuso uno de los comandantes de submarinos más jóvenes de la Marina de Estados Unidos. Después de la misión hubo una visita de cortesía a la base del Swiftsure, una base de la Marina Real, en Escocia y los marinos norteamericanos aún estaban tratando de superar los efectos de la celebración… En ese momento tenían una misión diferente, un nuevo desarrollo en el juego submarino del Atlántico. Durante tres semanas el Dallas debería informar sobre el tráfico entrante y saliente de la Ruta Roja Uno.

A lo largo de los catorce últimos meses, los submarinos soviéticos más nuevos habían estado usando cierta táctica, extraña pero efectiva, para quitarse de encima a sus seguidores norteamericanos y británicos y desprenderse de ellos. En el sudoeste de Islandia los submarinos rusos descendían velozmente a lo largo de la cordillera de Reykjanes, una especie de dedo de tierras submarinas altas que apuntaba hacia la profunda cuenca atlántica. Esas montañas, de bordes afilados como cuchillos, estaban separadas entre sí por distancias que variaban entre ocho mil y ochocientos metros, y rivalizaban en tamaño con los Alpes. Los picos se encontraban a unos trescientos metros debajo de la tormentosa superficie del Atlántico Norte. Hasta la primera mitad de la década del sesenta, los submarinos difícilmente podían acercarse a los picos, y mucho menos explorar sus miles de valles. Durante los años setenta, se habían observado buques soviéticos de investigación naval que patrullaban la cordillera en todas las estaciones, con toda clase de tiempo, cuarteando y volviendo a cuartear la zona en miles de recorridos. Luego, catorce meses antes del patrullaje que cumplía en ese momento el Dallas, el USS Los Angeles se hallaba en cierta ocasión rastreando un submarino soviético de ataque, clase Victor II. El Victor había bordeado la costa de Islandia y aumentado su profundidad a medida que se aproximaba a la cordillera. El Los Angeles lo había seguido. El Victor avanzaba a ocho nudos hasta que pasó en medio de los dos primeros picos submarinos, informalmente llamados los Mellizos de Thor. Casi simultáneamente adoptó su máxima velocidad y viró hacia el sudoeste. El comandante del Los Angeles efectuó un extraordinario esfuerzo para seguir al Victor pero finalmente debió desprenderse y terminó profundamente sacudido. Aunque los submarinos clase 688 eran más rápidos que los Victor —a su vez más antiguos—, el submarino ruso se había limitado sencillamente a no reducir la velocidad… durante quince horas, como pudo saberse luego.

Al principio no había sido tan peligroso. Los submarinos contaban con sistemas de navegación inercial de gran exactitud, capaces de establecer la posición de un segundo a otro en unos pocos cientos de metros. Pero el Victor estaba bordeando cerros como si su comandante hubiese podido verlos, como un avión de combate que vuela ocultándose dentro de una cañada para evitar los misiles superficie-aire. El Los Angeles no pudo mantener la detección de los cerros. A cualquier velocidad por encima de los veinte nudos tanto el sonar pasivo como el activo incluyendo la ecosonda, se tornaban prácticamente inútiles. El Los Angeles y se encontró entonces navegando completamente a ciegas. El comandante informó después: era como guiar un automóvil con todos los cristales pintados, dirigiéndolo con un mapa y un cronómetro. Eso era teóricamente posible, pero el comandante pronto comprendió que el sistema de navegación inercial tenía un factor propio de error de varios cientos de metros; eso agravado por perturbaciones gravitacionales que afectaban la «vertical local», lo que, a su vez afectaba la marcación inercial. Y lo peor todavía, sus cartas habían sido confeccionadas para buques de superficie. Se sabía que algunos objetos situados debajo de unas pocas decenas de metros estaban señalados en las cartas con errores de miles de metros; algo que a nadie importaba hasta hacía muy poco tiempo. Las separaciones entre las puntas de los cerros habían sido cada vez menores entre sí y menores que los errores acumulados de navegación… Tarde o temprano su submarino iba a estrellarse contra la ladera de alguna montaña a más de treinta nudos. El comandante se volvió. El Victor pudo escapar.

Inicialmente se especulaba con que los soviéticos, de alguna manera, habían señalado una ruta especial que sus submarinos podían seguir a alta velocidad. Se sabía que los comandantes rusos eran capaces de efectuar verdaderas acrobacias de locos y quizás estaban en ese momento confiando en una combinación de sistema inercial y compases giroscópicos y magnéticos ajustados a una determinada ruta. Esa teoría no había progresado mayormente y en pocas semanas pudo saberse con seguridad que los submarinos soviéticos que navegaban velozmente entre las montañas seguían una multiplicidad de rutas. Lo único que podían hacer los submarinos norteamericanos y británicos era detenerse periódicamente para tomar una marcación de sonar sobre las posiciones luego acelerar velozmente para alcanzarlos. Pero los submarinos soviéticos nunca disminuían su velocidad, y los 688 y los Trafalgar siempre se quedaban atrás.

El Dallas estaba ya en la posición Toll Booth para detectar a los submarinos soviéticos que pasaran; para vigilar la entrada del pasaje que la Marina de Estados Unidos llamaba en ese momento Ruta Roja Uno; y para escuchar cualquier evidencia externa de algún nuevo equipo que permitía a los soviéticos correr entre los picos de la cordillera con tanta audacia. Hasta que los norteamericanos pudieron copiarlo solo quedaban tres desagradables alternativas: podían seguir perdiendo contacto con los rusos; podían estacionar valiosos submarinos de ataque en las salidas conocidas de las rutas, o podían instalar una línea completamente nueva del SOSUS.

El trance de Jones duró diez minutos… más que de costumbre. Generalmente era capaz de resolver un contacto en mucho menos tiempo. El marino se echó hacia atrás y encendió un cigarrillo.

—Tengo algo, señor Thompson.

—¿Qué es? —Thompson se inclinó contra el mamparo.

—No lo sé. —Jones tomó unos auriculares de repuesto los entregó a su superior—. Escuche, señor.

Thompson era a su vez candidato a lograr una licenciatura en ingeniería eléctrica y experto en diseño de sistemas de sonar. Entrecerró los párpados mientras se concentraba en el sonido. Era un ruido sordo, muy débil y de baja frecuencia: una especie de rumor… ¿o de silbido? No podía decidirlo. Escuchó durante varios minutos y luego se quitó los auriculares y sacudió la cabeza.

—Lo capté hace media hora en el equipo lateral —dijo Jones. Se refería a un subsistema del sonar submarino multifuncional BQQ-5. Su componente principal era un domo de más de cinco metros de diámetro situado en la proa. El domo se usaba tanto para operaciones activas como pasivas. Una parte nueva del sistema era un grupo de sensores pasivos que se extendía hasta sesenta metros hacia abajo, cayendo desde ambos costados del casco. Era una analogía mecánica de los órganos sensoriales del cuerpo de un tiburón.

—Lo perdí, lo capté de nuevo lo perdí, volví a captarlo —siguió diciendo Jones—. No es ruido de hélices, ni ballenas, ni peces. Parece más bien agua que corre por un tubo, excepto ese raro rumor que va y viene. De cualquier manera, la marcación es aproximadamente dos-cinco-cero. Eso lo sitúa entre nosotros e Islandia, de modo que no puede estar demasiado lejos.

—Vamos a ver cómo es. Tal vez eso nos diga algo.

Jones tomó de un gancho un cable con dos clavijas. Metió una de las clavijas en un enchufe en el tablero del sonar; la otra, en el enchufe de un osciloscopio cercano. Los dos hombres pasaron varios minutos trabajando con los controles del sonar para aislar la señal. Terminaron con una sonda sinusoide irregular que sólo podían mantener unos pocos segundos cada vez.

—Irregular —dijo Thompson.

—Sí, es extraño. Suena regular, pero no se lo ve regular. ¿Me comprende, señor Thompson?

—No, tú tienes mejores oídos.

—Eso es porque escucho mejor música, señor. Esas cosas de rock le van a destrozar los oídos.

Thompson sabía que el muchacho tenía razón, pero un graduado de Annapolis necesita oír eso de un recluta. Sus excelentes cintas grabadas de Janis Joplin sólo le importaban a él.

—Próximo paso.

—Sí, señor. —Jones sacó la clavija del osciloscopio y la introdujo en un tablero situado a la izquierda del sonar, junto a la terminal de una computadora.

Durante su última inspección mayor de mantenimiento, el Dallas había recibido un juguete muy especial para acompañar su sistema BQQ-5 de sonar. Llamada la BC-10, era la computadora más poderosa instalada hasta ese momento en un submarino. Aunque sólo tenía el tamaño de un escritorio comercial costaba más de cinco millones de dólares día realizar ochenta millones de operaciones por segundo. Utilizaba chips de sesenta y cuatro bits de moderno desarrollo y lo último en arquitectura de procesamiento. Su memoria podía almacenar fácilmente las necesidades de computación de todo un escuadrón de submarinos. En cinco años más, todos los submarinos de ataque de la flota tendrían una igual. Su propósito, muy parecido al del sistema mucho mayor del SOSUS, era procesar y analizar señales de sonar; la BC-10 separaba los ruidos ambientales, y otros sonidos naturales producidos en el mar y podía clasificar e identificar el ruido causado por el hombre. Podía identificar las impresiones digitales o vocales de un ser humano.

Tan importante como la computadora era la calidad de su programación disponible. Hacía cuatro años, un candidato al doctorado en geofísica que trabajaba en el laboratorio geofísico del Instituto Tecnológico de California había completado un programa de seiscientos mil pasos destinado a pronosticar terremotos. El problema que enfocaba el programa estaba planteado por señal versus ruido. Y pudo superar la dificultad que tenían los sismólogos para discriminar entre ruidos eventuales que los sismógrafos registran constantemente y las señales extraordinarias genuinas que predicen un fenómeno sísmico.

El primer empleo que dio al programa del Departamento de Defensa fue en el Mando de Aplicaciones Técnicas de la Fuerza Aérea, para el que resultó enteramente satisfactorio en el cumplimiento de su misión de registrar actividades nucleares en el mundo de acuerdo con los tratados de control de armamento. El Laboratorio de Ensayos de la Marina también lo adaptó para sus propias necesidades. Aunque adecuado para las predicciones sísmicas, el programa dio muy buenos resultados en el análisis de señales de sonar. La Marina conocía en ese momento el programa con la designación de sistema algorítmico de procesamiento de señales (SAPS).

«ENTRADA SEÑAL SAPS» —escribió Jones en la terminal de la presentación de vídeo.

«LISTOS» —respondió de inmediato la BC-10.

«ADELANTE».

«TRABAJANDO».

Con fantástica velocidad la BC-10 recorrió los seiscientos mil pasos del programa, pasó por numerosos ciclos, eliminó sonidos naturales y se concentró en la señal anómala. Demoró veinte segundos, una eternidad en tiempos de computadoras. La respuesta apareció en la pantalla de vídeo. Jones apretó una tecla para obtener una copia en la impresora situada a un costado.

—Hummm. —Jones arrancó la página—. «SEÑAL ANÓMALA EVALUADA COMO DESPLAZAMIENTO DE MAGMA». Ésa es la forma que tiene el SAPS de decir tómese dos aspirinas y vuelva a llamarme al final de la guardia.

Thompson rio. Teniendo en cuenta todo el revuelo que había acompañado al nuevo sistema, no era en realidad tan popular en la flota.

—¿Recuerdas lo que decían los periódicos cuando estábamos en Inglaterra? Algo sobre actividades sísmicas cerca de Islandia, como cuando hubo allí erupciones en la década del sesenta.

Jones encendió otro cigarrillo. Él conocía al estudiante que había programado originalmente ese aborto que llamaban SAPS. Un problema era que el programa tenía el horrible hábito de analizar la señal equivocada… y era imposible saberlo a base del resultado. Además, como originalmente había sido diseñado para investigar actividades sísmicas, Jones sospechaba que tenía tendencia a interpretar anomalías como actividades sísmicas. No le gustaba esa propensión que, según su opinión, el laboratorio de ensayos no había eliminado del todo. Una era usar las computadoras como herramientas de trabajo y otra completamente distinta permitirles que pensaran por uno. Por otra parte, estaban siempre descubriendo nuevos ruidos en el mar que nadie había oído jamás, y mucho menos clasificado.

—Señor, la frecuencia está mal, por una cosa… no se acerca a lo suficientemente baja. ¿Qué le parece si intento rastrear la señal con el R-15? —Jones se refería al dispositivo de sensores pasivos que el Dallas llevaba a remolque a baja velocidad.

En ese preciso instante entró el capitán de fragata Mancuso, con su habitual jarro de café en la mano. Si había algo que asustaba con respecto al comandante, pensó Thompson, era su talento para hacer su aparición cuando estaba ocurriendo algo. ¿Tendría interferido con micrófonos todo el submarino?

—Pasaba por aquí —dijo con naturalidad—. ¿Qué hay de nuevo en este hermoso día? —El comandante se reclinó contra el mamparo. Era un hombre de baja estatura, un metro sesenta y cinco, que durante toda su vida había luchado para mantener su cintura, pero estaba perdiendo la batalla debido a la buena comida y la falta de ejercicio en el submarino. Alrededor de sus ojos oscuros tenía arrugas que se profundizaban siempre que estaba luchando con otro buque.

¿Era de día?, se preguntó Thompson. El ciclo de guardia de horas alternadas y rotativas era un buen recurso para un horario conveniente de trabajo, pero después de unos pocos cambios había que apretar el botón del reloj para saber qué día era; de lo contrario no era posible hacer anotaciones correctas en el libro de navegación.

—Jefe, Jones pescó una señal extraña en el lateral. La computadora dice que es desplazamiento de magma.

—Y Jones no está de acuerdo con eso. —Mancuso no necesitaba preguntarlo.

—No, señor, no lo estoy. No sé qué es, pero con seguridad no es eso.

—¿Otra vez está en contra de la máquina?

—Jefe, el SAPS trabaja bastante bien la mayoría de las veces, pero otras es un desastre. Empezando por la frecuencia, que está equivocada.

—Muy bien, ¿cuál es su opinión?

—No lo sé, comandante. No es ruido de hélices, y tampoco es ningún ruido natural que yo haya oído antes. Además de eso…

—Jones se sintió incómodo por la informalidad con la que estaba hablando a su comandante, aun después de haber pasado tres años en submarinos nucleares. La dotación del Dallas era como una gran familia, si bien parecía una de esas antiguas familias de las primitivas fronteras, porque todo el mundo trabajaba terriblemente duro. El comandante era el padre, el segundo comandante —todos estaban dispuestos a aceptarlo— era la madre. Los oficiales eran los muchachos mayores, y el resto de la tripulación, los hijos menores. Lo más importante era que, si alguno tenía algo que decir, el comandante lo escuchaba. Para Jones eso significaba mucho.

Mancuso asintió pensativo, con un movimiento de cabeza.

—Bueno, siga adelante. No tiene sentido malgastar todo este costoso equipo.

Jones sonrió. Una vez había dicho al comandante, con lujo de detalles, cómo podía él convertir todo ese equipo en el mejor aparato estéreo del mundo. Mancuso le había señalado que eso no habría sido ninguna hazaña, ya que el equipo de sonar que había en esa sala únicamente costaba más de veinte millones de dólares.

—¡Cristo! —El técnico auxiliar dio un salto en su sillón—. ¡Alguien acaba de pisar muy fuerte el acelerador!

Jones era el supervisor de sonar de guardia. Los otros dos hombres de guardia notaron la nueva señal, y Jones cambió la conexión de sus auriculares hacia el equipo de remolque, mientras los dos oficiales se apartaban de su camino. Tomó un anotador y escribió la hora antes de empezar a trabajar en sus controles individuales. El BQR-15 era el equipo de sonar de mayor sensibilidad del submarino, pero esa sensibilidad no hacía falta para ese contacto.

—¡Santo Dios! —murmuró en voz baja Jones.

—Charlie —dijo el técnico más joven.

Jones sacudió la cabeza.

—Victor. Clase Victor, con seguridad. Girando a treinta nudos, ruido muy fuerte de cavitación, está haciendo agujeros inmensos en el agua, y no le importa que lo sepan. Rumbo cero-cinco-cero. Jefe, tenemos buen agua alrededor de nosotros, y la señal es muy débil. No está cerca.

Era lo más próximo a una estimación de distancia que Jones podía calcular. No está cerca, significaba cualquier cosa más allá de las diez millas. Volvió a trabajar con sus controles.

—Creo que conocemos a este tipo. Es el que tiene una pala de la hélice doblada; suena como si tuviera una cadena enganchada.

—Póngalo en el altavoz —dijo Mancuso a Thompson. No quería distraer a los operadores. El teniente ya estaba tecleando la señal en la BC-10.

El altavoz montado sobre el mamparo habría tenido un precio de cuatro cifras en dólares en cualquier comercio de audio, por su claridad y perfección dinámica; como todo lo demás en los submarinos clase 688, era lo mejor que podía comprar el dinero. Mientras Jones trabajaba en los controles de sonido oyeron el ruido característico de la cavitación de las hélices, el agudo chirrido producido por la pala de hélice deformada, y el ruido sordo y profundo de la planta del reactor de un Victor, a potencia máxima. El siguiente ruido que oyó Mancuso fue el de una impresora.

—Clase Victor I, número seis —anunció Thompson.

—Correcto —asintió Jones—. Vic-seis, con rumbo cero-cinco-cero todavía. —Enchufó el micrófono a sus auriculares—. Sala de control, sonar, tenemos un contacto. Un clase Victor, con rumbo cero-cinco-cero; velocidad estirada del blanco, treinta nudos.

Mancuso se asomó al pasillo para dirigirse al teniente Pat Mannion, oficial de cubierta.

—Pat, hágase cargo del grupo de control y seguimiento de fuego.

—Comprendido, comandante.

—¡Un momento! —Jones levantó la mano—. ¡Tengo otro! —Hizo girar varias perillas—. Éste es un clase Charlie. Y el maldito va tan rápido como el otro. Más hacia el este, con rumbo cero-siete-tres, girando alrededor de veintiocho nudos. También conocemos a este tipo. Sí, Charlie 11, número once. —Jones se apartó uno de los auriculares de la oreja y miró a Mancuso—. Jefe, ¿los rusos tienen carreras de submarinos hoy?

—No, que yo sepa. Claro que aquí no recibimos la página de los deportes —bromeó Mancuso, balanceando el jarro de café mientras ocultaba sus verdaderos pensamientos. ¿Qué diablos estaba pasando?—. Me parece que voy a ir allá a mirar esto un poco. Buen trabajo, muchachos.

Caminó unos cuantos pasos hacia proa y entró en el centro de ataque. La guardia normal estaba instalada. Mannion se encontraba al cargo, con un joven oficial de cubierta y siete hombres de tripulación. Un controlador de fuego de primera clase introducía en la computadora de control de fuego Mark 117 los datos que le proporcionaba el analizador de movimiento de blanco. Otro oficial estaba tomando el control para hacerse cargo del ejercicio de rastreo. Eso no tenía nada de extraordinario. Toda la guardia estaba alerta en sus tareas pero con la tranquilidad resultante de años de entrenamiento y experiencia.

Mientras que las otras fuerzas armadas hacían participar por rutina a sus componentes en ejercicios contra aliados o entre ellos mismos simulando las tácticas del Bloque Oriental, la Marina tenía a sus submarinos de ataque practicando sus juegos contra la cosa verdadera… y constantemente. Los submarinistas operaban típicamente en lo que era en realidad pie de guerra.

—De manera que tenemos compañía —observó Mannion.

—No tan cerca —dijo el teniente Charles Goodman—. Estas marcaciones no han cambiado ni un pelo.

—Sala de control, sonar. —Era la voz de Jones. Mancuso respondió.

—Aquí control. ¿Qué pasa, Jones?

—Tenemos otro, señor. Alfa 3, con rumbo cero-cinco-cinco. Corriendo a toda velocidad. Suena como un terremoto, pero débil, señor.

—¿Alfa 3? Nuestro viejo amigo, el Politovskiy. Hacía tiempo que no nos encontrábamos con él. ¿Hay algo más que quiera decirme?

—Un presentimiento, señor. El ruido de éste trepida un poco, después se estabiliza, como si estuviera virando. Creo que está poniendo rumbo hacia aquí… eso no es muy seguro. Y tenemos algún otro ruido hacia el noroeste. Es todo demasiado confuso por ahora como para que tenga algún sentido. Seguimos trabajando en eso.

—De acuerdo; buen trabajo, Jones. Adelante.

—Comprendido, señor.

Mancuso sonrió mientras dejaba el teléfono, y miró a Mannion.

—¿Sabe una cosa, Pat? A veces me pregunto si Jones no tiene algo de brujo.

Mannion observó los trazos que Goodman estaba haciendo según la información de la computadora.

—Es muy bueno. El problema es que él se cree que todos trabajamos para él.

—En este momento, estamos trabajando para él. —Jones era sus ojos y oídos, y Mancuso no se cansaba de agradecer el tenerlo con él.

—¿Chuck? —Mancuso se dirigió al teniente Goodman.

—Los rumbos siguen constantes en los tres contactos, señor. —Lo que significa que probablemente están navegando en dirección al Dallas—. Significaba también que no podían obtener el dato necesario sobre distancia para una solución de control de fuego. No porque nadie estuviera deseando disparar, pero ése era el objeto del ejercicio.

—Pat, tomemos un poco de espacio en el mar. Vamos a movernos unas diez millas hacia el este —ordenó tranquilamente Mancuso. Eso obedecía a dos razones. Primero, establecería una línea de base desde la cual pudieran computar la probable distancia al blanco. Segundo, las aguas más profundas mejorarían las condiciones acústicas, abriendo para ellos las zonas distantes de convergencia de sonar. El comandante estudió la carta mientras su navegador daba las órdenes necesarias, evaluando la situación táctica.

Bartolomeo Mancuso era hijo de un peluquero que cerraba su tienda en Cicero, Illinois, cada otoño para cazar venados en la Península Superior de Michigan. Bart había acompañado a su padre a esas cacerías, mató su primer venado a los doce años y siguió acompañando a su padre todos los años hasta ingresar en la Academia Naval. Después de eso nunca más había vuelto a molestarse. Convertido ya en oficial de submarinos nucleares aprendió un juego mucho más divertido. En ese momento cazaba personas.

Dos horas más tarde sonó una campana de alarma extremadamente baja en la radio de frecuencia, de la sala de comunicaciones del submarino. Como todos los submarinos nucleares, el Dallas llevaba una antena de largo cable para la sintonía de frecuencias extremadamente bajas transmitidas desde Estados Unidos central. El canal tenía un ancho de banda angustiosamente estrecho. A diferencia de un canal de televisión que transmitía miles de impulsos por cuadro, y treinta cuadros por segundo, la radio de frecuencia extremadamente baja transmitía los impulsos muy despacio, aproximadamente una señal cada treinta segundos. El operador de turno esperó con toda paciencia mientras la información se registraba en la cinta. Cuando el mensaje quedó terminado, hizo pasar la cinta a alta velocidad y transcribió el mensaje; luego lo pasó al oficial de comunicaciones que lo estaba esperando con su libro de codificación.

—El mensaje recibido no estaba realmente en clave sino expresado en un cifrado de «una sola vez». Cada seis meses se publicaba y distribuía a cada submarino nuclear un libro que contenía transposiciones aleatorias para cada letra del mensaje. Cada grupo de tres letras de ese libro correspondía a una palabra o frase preseleccionada en otro libro. Descifrar el mensaje a mano llevó menos de tres minutos, y cuando el trabajo estuvo terminado lo llevaron al comandante, que se encontraba en el centro del ataque.

NHG JPR YTR.

DE COMSUBLANT A LANTSUBS EN EL MAR MANTENERSE ATENTOS.

OPY TBD QEP GER.

POSIBLE IMPORTANTE ORDEN REDESPLIEGLE GRAN ESCALA.

MAL ASF NME.

INESPERADA OPERACIÓN FLOTA ROJA EN EJECUCIÓN.

TYQ ORV.

NATURALEZA DESCONOCIDA PRÓXIMO MENSAJE ELF.

HWZ.

COMUNÍQUESE SATÉLITE.

COMSUBLANT (Comandante de la Fuerza de Submarinos en el Atlántico) era el superior de Mancuso, el vicealmirante Vincent Gallery. Era evidente que el viejo estaba contemplando la posibilidad de un cambio de posiciones de toda su fuerza: nada de cosas pequeñas. El próximo mensaje de alerta, AAA —cifrado, naturalmente— los pondría en aviso para tomar una profundidad de antena de periscopio, para recibir información más detallada desde el SSIX, sistema de Intercambio de información satélite submarino, que operaba mediante un satélite geosincrónico de comunicaciones utilizado exclusivamente por submarinos.

La situación táctica se hacía cada vez más clara, aunque sus implicaciones estratégicas estaban todavía más allá de su capacidad de juicio. El desplazamiento de diez millas hacia el este les había dado una adecuada información de distancia con respecto a los tres primeros contactos y a otro Alfa que había aparecido pocos minutos después. El primero de los contactos, el Vic 6, estaba ya dentro del alcance de torpedos. Apuntaron sobre él un Mark 48, y no había forma de que su comandante pudiera saber que el Dallas estaba allí. El Vic 6 era un ciervo en sus aparatos de puntería… pero no era temporada de caza.

Aunque no era mucho más veloz que los Victor y los Charlie, y diez nudos más lento que los Alfa más pequeños, el Dallas y sus gemelos podían moverse casi silenciosamente a unos veinte nudos. Eso era un triunfo de la ingeniería y el diseño, el producto de décadas de trabajo. Pero moverse sin ser detectado sólo era útil si el cazador podía al mismo tiempo detectar su presa. Los equipos de sonar pierden efectividad a medida que las plataformas que los llevan aumentan su velocidad. El BQQ-5 del Dallas retenía el veinte por ciento de efectividad de veinte nudos, lo que no era como para felicitarse. Los submarinos que corrían de un punto a otro a muy alta velocidad lo hacían a ciegas e incapacitados para hacer daño a nadie. Como resultado de eso, la maniobra operativa de un submarino de ataque era muy parecida a la de un soldado de infantería. Con el infante combatiente se llamaba «Salte y cúbrase», con el submarino: «corra y deslice». Después de detectar un blanco, el submarino debía desplazarse velozmente hasta la posición más ventajosa, detenerse para reafirmar el contacto con su presa y finalmente correr otra vez hasta la mejor posición de fuego. La presa del submarino también estaría moviéndose a su vez, y si el submarino podía ganar una posición frente a aquélla, sólo tendría que permanecer quieto y esperar como una pantera para lanzarse sobre su víctima.

El oficio de submarinista requería más que habilidad. Exigía instinto y el toque de un artista; una confianza de monomaniático y la agresividad de un boxeador profesional. Mancuso tenía todas esas características. Había pasado quince años aprendiendo su profesión, observando desde su posición de joven oficial a toda una generación de comandantes, escuchando cuidadosamente las frecuentes discusiones de mesa redonda que hacían del submarinismo una especialidad muy humana, sus lecciones se transmitían de unos a otros por tradición oral. Había pasado gran parte de su tiempo en tierra entrenándose en una variedad de simuladores computarizados, asistiendo a seminarios, comparando notas e ideas con sus pares. A bordo de buques de superficie y de aviones antisubmarinos aprendió cómo actuaba el «enemigo», los marinos de superficie en su propio juego de caza.

Los submarinistas tenían un lema muy sencillo: hay dos clases de buques: los submarinos y… los blancos. ¿Qué iría a cazar el Dallas?, se preguntaba Mancuso. ¿Submarinos rusos? Y bien, si así era el juego y los rusos seguían corriendo por allí en esa forma, iba a ser sumamente fácil. Él y el Swiftsure acababan de vencer a un equipo de especialistas en guerra antisubmarina de la OTAN, hombres cuyos países dependían de su capacidad para mantener abiertas las líneas marítimas de comunicaciones. Tanto su buque como su tripulación estaban desempeñándose tan bien como se podía esperar. En Jones tenía uno de los diez mejores operadores de sonar de la flota. Mancuso estaba listo, para cualquier tipo de juego. Al igual que en el día de apertura de la temporada de caza, toda otra consideración iba desapareciendo. Él, en persona, estaba convirtiéndose en un arma.

Dirección General de la CIA.

Eran las cinco menos cuarto de la mañana, y Ryan dormitaba en el asiento trasero de un Chevy de la CIA que lo conducía desde el Marriott hasta Langley. Llevaba ya… ¿cuánto?, ¿veinte horas? Más o menos; tiempo suficiente para ver a su jefe, ver a Skip, comprar los regalos para Sally y controlar la casa. La casa parecía estar en buenas condiciones. La había alquilado a un instructor de la Academia Naval. Podía haber obtenido cinco veces esa renta de cualquier otra persona, pero no quería que hubiera ninguna clase de parrandas en su casa.

El oficial era un pseudopredicador de Kansas, pero constituía un aceptable custodio.

Cinco horas y media de sueño en las pasadas… ¿treinta? Algo así; estaba demasiado cansado para consultar su reloj. No era justo. La falta de sueño mata el buen juicio. Pero no tenía mayor sentido decírselo a sí mismo, y decírselo al almirante lo tenía aún menos.

Cinco minutos después se hallaba en el despacho de Greer.

—Lamento haber tenido que despertarlo, Jack.

—Oh, no es nada, señor. —Ryan devolvió la mentira—. ¿Qué ocurre?

—Acérquese y sírvase un poco de café. Va a ser un día muy largo.

Ryan dejó caer su abrigo en el sofá y caminó unos pasos para llenar un jarro con el brebaje naval. Decidió no agregarle crema ni azúcar. Era mejor aguantarlo puro y recibir toda la fuerza de la cafeína.

—¿Hay por aquí algún lugar donde pueda afeitarme, señor?

—El cuarto de baño está detrás de la puerta, allá en el rincón. —Greer le entregó una hoja amarilla arrancada de una máquina de télex—. Mire esto.

SECRETO MÁXIMO.

102200Z 38976.

ASN BOLETIN INT.

OPS MARINA ROJA.

SIGUE MENSAJE.

A 0821145Z ESTACIONES MONITOR ASN (Agencia Seguridad Nacional) (TACHADO) (TACHADO). Y (TACHADO). REGISTRARON UNA EMISIÓN ELF DE INSTALACIÓN ELF DE FLOTA ROJA A SEMIPOLIPINSK XX DURACIÓN MENSAJE lll MINUTOS XX 6 ELEMENTOS XX MENSAJE ELF EVALUADO COMO EMISIÓN «PREP», PARA SUBMARINOS FLOTA ROJA EN EL MAR XX A 090000Z SE REALIZÓ UNA EMISIÓN PARA «TODOS LOS BUQUES», DESDE JEFATURA FLOTA ROJA MONITOR ESTACIÓN TULA Y SATÉLITE TRES Y CINCO XX BANDAS USADAS: HF VHF UHF XX DURACIÓN MENSAJE 39 SEGUNDOS CON DOS REPETICIONES IDÉNTICO CONTENIDO HECHAS A 09100Z Y 092000Z XX 475 GRUPOS CIFRADOS DE 5 ELEMENTOS XX DISTRIBUIDOR DEL MENSAJE COMO SIGUE: ÁREA FLOTA DEL NORTE ÁREA FLOTA DEL BÁLTICO Y ÁREA ESCUADRÓN MEDITERRÁNEO XX NÓTESE FLOTA LEJANO ORIENTE NO AFECTADA REPITO NO AFECTADA POR ESTA EMISIÓN XX NUMEROSOS MENSAJES ACUSE RECIBO EMITIDOS DESDE DESTINATARIOS EN ÁREAS CITADAS MÁS ARRIBA XX SEGUIRÁ ANÁLISIS DE TRÁFICO Y ORIGEN XX NO COMPLETADO EN ESTE MOMENTO XX COMENZANDO A 100000Z ESTACIONES DE MONITORES DE LA ASN (TACHADO) (TACHADO). Y (TACHADO). REGISTRARON AUMENTO TRÁFICO HF Y VHF EN BASES FLOTA ROJA POLYARNYY SEVEROMORSK PECHENGA TALLINN KRONSTADT Y ÁREA OCCIDENTAL MEDITERRÁNEO XX TRÁFICO ADICIONAL HF Y VHF ORIGINADO EN EFECTIVOS FLOTA ROJA EN EL MAR ZZ SEGUIRÁ AMPLIACIÓN XX EVALUACIÓN: SE HA ORDENADO UNA OPERACIÓN MAYOR NO PREVISTA DE LA FLOTA ROJA EN LA QUE LOS EFECTIVOS DE LA FLOTA DEBEN INFORMAR DISPONIBILIDAD Y SITUACIÓN XX.

FIN BOLETÍN.

ENVIÓ ASN.

102215Z.

CORTOCORTO.

Ryan consultó su reloj.

—Han trabajado rápido los muchachos de la ASN, y lo mismo nuestros Oficiales de guardia, que han despertado a todo el mundo. —Terminó su jarro y se acercó para volver a llenarlo—. ¿Qué dice la gente de análisis de tráfico de mensajes?

—Vea —Greer le alcanzó una segunda hoja de télex.

Ryan lo examinó.

—Es un montón de buques. Debe de ser casi todo lo que tienen en el mar. Aunque no hay mucho sobre los que están en puerto.

—Líneas terrestres —observó Greer—. Los que están en puerto pueden telefonear a operaciones de la flota, en Moscú. A propósito, ésos son todos los buques que tienen en el mar en el Hemisferio Occidental. Hasta su maldito último buque. ¿Alguna idea?

—Veamos, tenemos ese aumento de actividad en el Mar de Barents. Parece ejercicio de guerra antisubmarina de mediana magnitud. Tal vez lo están expandiendo. Aunque eso no explica el aumento de actividad en el Mediterráneo y en el Báltico. ¿No están desarrollando un juego de guerra?

—No. Hace un mes terminaron el CRIMSON STORM.

Ryan asintió con un movimiento de cabeza.

—Sí, por lo general se toman un par de meses para evaluar toda esa información… ¿y a quién le gustaría hacer juegos allá arriba en esta época del año? Se supone que el tiempo es siniestro. ¿Alguna vez han hecho un juego de guerra importante en diciembre?

—Ninguno importante, pero la mayoría de estos acuse de recibo proceden de submarinos, hijo, y a los submarinos les importa un cuerno el mal tiempo que haga.

—Bueno, teniendo en cuenta algunas otras condiciones preliminares, esto parece verdaderamente amenazador. ¿No se tiene idea de lo que decía el mensaje?

—No. Están utilizando cifrados basados en computación, lo mismo que nosotros. Si los misteriosos de la ASN han podido descifrarlos, a mí no me han dicho nada. —En teoría, la Agencia de Seguridad Nacional estaba ubicada bajo el control del director de Inteligencia Central. En la realidad no era así—. De eso se trata en el análisis de tráfico, Jack. Se intenta adivinar intenciones según quién hable con quién.

—Sí, señor, pero sucede que cuando todo el mundo está hablando con todo el mundo…

—Así es.

—¿Algo más en alerta? ¿Su ejército? ¿Voyska PVO? —Ryan se refería a la red de defensa aérea soviética.

—No; solamente la flota. Submarinos, buques y aviación naval.

Ryan se desperezó.

—De acuerdo con eso, es como un ejercicio, señor. Pero necesitamos un poco más de información sobre lo que están haciendo. ¿Ha hablado usted con el almirante Davenport?

—Ése es el próximo paso. No he tenido tiempo. Hasta ahora sólo he podido afeitarme y encender la cafetera. —Greer se sentó y colocó el auricular del teléfono sobre el amplificador del escritorio antes de marcar su número.

—Vicealmirante Davenport. —La voz sonó cortante.

—Buenos días, Charlie, soy James. ¿Recibiste el ASN-976?

—Seguro que sí, pero no es eso lo que me hizo levantar de la cama. Nuestro Control de la red de Vigilancia de Sonar se volvió loco hace algunas horas.

—¿Cómo? —Greer miró el teléfono y luego a Ryan.

—Sí, casi todos los submarinos que tienen en el mar metieron el pedal del acelerador a fondo, y todos a la misma hora más o menos.

—¿Qué están haciendo exactamente, Charlie? —preguntó Greer.

—Todavía estamos tratando de descubrirlo. Parece que un montón de submarinos ha puesto rumbo al Atlántico Norte. Las unidades que tienen en el Mar de Noruega van a toda velocidad hacia el sudeste. Tres del Mediterráneo occidental se dirigen también a esa dirección, pero todavía no tenemos un cuadro claro. Necesitamos unas cuantas horas más.

—¿Qué tienen operando frente a nuestras costas, señor? —preguntó Ryan.

—¿Lo despertaron a usted también, Ryan? Bien. Dos viejos November. Uno es una mala conversión que está haciendo un trabajo de inteligencia electrónica frente al cabo. El otro está en posición frente a King’s Bay aburriéndose como loco.

—Hay un submarino Yankee —continuó Davenport— a mil millas al sur de Islandia, y el informe inicial dice que ha puesto rumbo norte. Probablemente esté equivocado. Será el rumbo recíproco, o un error de trascripción o algo parecido. Estamos controlando. Debe de ser un bobo; hace un rato navegaba con rumbo sur.

Ryan levantó la mirada.

—¿Qué se sabe de los otros submarinos lanzamisiles rusos?

—Sus Delta y Typhoon están en el Mar de Barents y en el Mar de Okhotsk, como siempre. No hay noticias de ellos, claro. Tenemos submarinos de ataque allá arriba, naturalmente, pero Gallery no quiere que rompan el silencio de radio, y tiene razón. De modo que lo único que tenemos por el momento es el informe sobre ese Yankee aislado.

—¿Qué estamos haciendo, Charlie? —preguntó Greer.

—Gallery ha enviado un alerta general a todos sus submarinos. Están a la espera, para el caso que necesitemos modificar el despliegue. Me dicen que el NORAD ha pasado a una situación de alerta ligeramente aumentada. —Davenport se refería al Mando Norteamericano de Defensa Aeroespacial—. Los estados mayores de los Mandos en Jefe de las Flotas del Atlántico y del Pacífico están en sus puestos y caminando en redondo, como es de imaginar. Algunos P-3 están trabajando cerca de Islandia. Por el momento no hay mucho más. Primero tenemos que averiguar qué es lo que se proponen ellos.

—Okay, no dejes de informarme.

—Comprendido, si llegamos a saber algo te informaré, y espero…

—Lo haremos. —Greer cortó la comunicación. Agitó un dedo en dirección a Ryan—. Y usted no se me vaya a dormir, Jack.

—¿Por todo este asunto? —Ryan balanceó su jarro.

—A usted no le preocupa, ya lo veo.

—Señor, todavía no hay nada de qué preocuparse. ¿Qué hora es allá en este momento? ¿La una de la tarde? Es probable que algún almirante, tal vez el propio viejo Sergey en persona, decidió mandarles una ejercitación a sus muchachos. Parece que no quedó muy conforme con los resultados del CRIMSON STORM, y tal vez decidió sacudir algunos esqueletos… incluidos los nuestros, por supuesto. Diablos, ni su ejército ni la fuerza aérea están comprometidos en esto, y con toda seguridad que si estuvieran planeando algo feo las otras fuerzas lo sabrían. Tendremos que mantenernos atentos, pero hasta ahora no veo nada como para… —Ryan iba a decir perder el sueño… hacernos sudar.

—¿Qué edad tenía usted cuando sucedió lo de Pearl Harbor?

—Mi padre tenía diecinueve años, señor. No se casó hasta después de terminar la guerra, y yo fui el primer pequeño Ryan. —Jack sonrió. Greer sabía todo eso—. Y creo que usted no tenía siquiera esa edad.

—Yo era marinero de segunda en el viejo Texas. —Greer no había tenido oportunidad de intervenir en esa guerra. Poco después de su iniciación había ingresado en la Academia Naval. Y cuando se licenció allí y completó su entrenamiento en la escuela de submarinos, la guerra casi había terminado. Llegó a la costa japonesa en su primera operación un día después de finalizar la guerra—. Pero usted sabe lo que quiero decir.

—Ya lo creo que sí, señor, y es por eso que tenemos a la CIA y a otras agencias varias. Si los rusos pueden engañarnos a todos nosotros, tal vez deberíamos volver a leer a Marx.

—Todos esos submarinos apuntando hacia el Atlántico…

—Estoy más tranquilo al saber que el Yankee ha puesto rumbo norte. Han tenido tiempo suficiente como para dar importancia a esa información. Probablemente Davenport no lo quiere creer sin que se lo confirmen. Si Iván tuviese intenciones de jugar duro, ese Yankee estaría navegando con rumbo sur. Los misiles de esos viejos submarinos pueden llegar muy lejos. De manera que… nos quedamos levantados y en guardia. Por fortuna, señor, usted hace un café bastante decente.

—¿Y qué le parecería el desayuno?

—También podría ser. Si podemos terminar con el asunto de Afganistán, tal vez pueda volar de regreso maña… esta noche.

—Todavía podría hacerlo. Quizá así aprenda a dormir en el avión.

Veinte minutos más tarde les subieron el desayuno. Ambos hombres estaban acostumbrados a que fueran abundantes, y la comida era sorprendentemente buena. Por lo general, la comida de la cafetería de la CIA era bastante mediocre, y Ryan se preguntó si el personal nocturno, con menos gente para servir, podía tomarse el tiempo para cumplir bien su trabajo. O tal vez habían enviado a comprarlo fuera. Los dos hombres esperaron hasta que Davenport llamó por teléfono a las siete menos cuarto.

—Hay novedades. Todos los submarinos lanzamisiles han puesto rumbo a puerto. Estamos rastreando bien a dos Yankee tres Delta y un Typhoon. El Memphis informó cuando su Delta partió de vuelta a casa a veinte nudos, después de haber estado en posición durante cinco días; luego Gallery interrogó al Queenfish. La misma historia… parece que todos se van a su galpón. Además, acabamos de recibir unas fotos de un Big Bird que pasó sobre el fiordo —por una vez no estaba cubierto de nubes— y tenemos un montón de buques de superficie que aparecen muy brillantes en la película infrarroja, señal de alta temperatura por estar levantando vapor.

—¿Qué hay del Octubre Rojo? —preguntó Ryan.

—Nada. Quizá nuestra información fue mala y, en realidad, no había partido. No sería la primera vez.

—¿Usted no supone que puedan haberlo perdido? —Ryan expresó su duda en voz alta.

Davenport ya lo había pensado.

—Eso explicaría toda la actividad allá en el norte, pero ¿qué hay con respecto al Báltico y al Mediterráneo?

—Hace dos años tuvimos ese susto con el Tullibee —señaló Ryan—, y el jefe de operaciones navales se puso tan histérico que ordenó a todo el mundo un ejercicio de rescate en ambos océanos.

—Puede ser —concedió Davenport. Después de aquel fiasco, la sangre había llegado hasta los tobillos en Norfolk. El USS Tullibee, un pequeño submarino de ataque, único en su clase, tenía desde hacía tiempo fama de mala suerte. En este caso la había desparramado a muchos otros.

—De cualquier manera, todo parece ahora mucho menos alarmante que hace dos horas. No estarían llamando a puerto a sus lanzamisiles si estuvieran planeando algo contra nosotros, ¿no es así? —dijo Ryan.

—Veo que Ryan todavía tiene tu bola de cristal, James.

—Para eso le pago, Charlie.

—Aun así, es extraño —comentó Ryan—. ¿Por qué llamar de regreso a todos los submarinos lanzamisiles? ¿Alguna vez lo habían hecho antes? ¿Y qué hacen con los que están en el Pacífico?

—Todavía no sabemos nada de ellos —replicó Davenport—. He pedido información al Comandante en Jefe del Pacífico, pero aún no me la han traído. Y con respecto a la otra pregunta, no, ellos nunca habían llamado al mismo tiempo a todos sus submarinos lanzamisiles, aunque de vez en cuando hacen cambios simultáneos de posición con todos ellos. Probablemente esto sea eso mismo. Yo dije que habían puesto rumbo a sus puertos, pero no que hubieran entrado a puerto. No lo sabremos hasta dentro de un par de días.

—¿No será que están temiendo haber perdido uno? —aventuró Ryan.

—No creo en semejante suerte —se burló Davenport—. No han perdido ningún submarino de misiles después de aquel Golf que levantamos frente a Hawai, cuando usted estaba en la escuela secundaria, Ryan. Ramius es un comandante demasiado bueno como para permitir que pase eso.

«También lo era el capitán Smith, del Titanic», pensó Ryan.

—Gracias por la información, Charlie —dijo Greer y colgó—. Parece que usted tenía razón, Jack. Todavía no hay nada de qué preocuparse. Vamos a pedir que nos traigan esa información sobre Afganistán… y por todos los demonios, echaremos una ojeada a la situación que pinta Charlie sobre la Flota del Norte una vez que terminemos.

Diez minutos después llegó un mensajero con un carrito desde los archivos centrales. Greer era de los que querían ver personalmente toda la información original en bruto. Eso convenía a Ryan. Había conocido a no pocos analistas que basaron sus informes en datos seleccionados y a quienes ese mismo hombre les había cortado la cabeza. La información del carrito provenía de una amplia variedad de fuentes, pero para Ryan la más significativa era la originada en intercepciones radiales tácticas efectuadas por puestos de escucha en la frontera paquistaní, y, suponía él, desde el interior mismo de Afganistán. La naturaleza y el ritmo de las operaciones no indicaban retroceso alguno, como parecían sugerirlo dos artículos recientes del Red Star y ciertas fuentes de inteligencia dentro de la Unión Soviética. Pasaron tres horas revisando la información.

—Creo que Sir Basil está confiando demasiado en la inteligencia política y muy poco en lo que obtienen en el terreno nuestros puestos de escucha. No sería de extrañar que los soviet no permitan conocer a sus comandantes en operaciones lo que ocurre en Moscú, por supuesto, pero en general no veo claro el panorama —concluyó Ryan.

El almirante lo miró.

—Le pago para que me dé respuestas, Jack.

—Señor, la verdad es que Moscú entró allí por error. Sabemos eso por informes de inteligencia tanto militares como políticos. El tenor de la información es bastante claro. Desde mi punto de vista, no creo que ellos sepan qué quieren hacer. En un caso como éste, lo más fácil para las mentalidades burocráticas es no hacer nada. Por lo tanto, les dicen a los comandantes de campaña que continúen la misión, mientras los viejos amos del partido dan vueltas titubeando en busca de una solución y, ante todo, cuidándose los traseros por haberse metido en el lío.

—Muy bien, de modo que sabemos que no sabemos.

—Sí, señor. A mí tampoco me gusta, pero decir otra cosa sería mentir.

El almirante lanzó un bufido. Había mucho de eso en Langley, individuos del Servicio Secreto que daban respuestas cuando ni siquiera conocían las preguntas. Ryan era todavía lo suficientemente nuevo en el juego como para confesarlo cuando no sabía algo. Greer se preguntó si esa cualidad cambiaría con el tiempo. Esperaba que no.

Después del almuerzo llegó un paquete llevado por un mensajero de la Oficina Nacional de Reconocimiento. Contenía fotografías tomadas más temprano ese mismo día en dos pasajes sucesivos de un satélite KH-11. Iban a ser las últimas fotografías de ese tipo debido a las restricciones impuestas por los mecanismos orbitales y el tiempo generalmente horrible sobre la Península Kola. El primer juego de tomas efectuadas una hora después de la emisión del mensaje FLASH desde Moscú, mostraba la flota anclada o amarrada en los muelles. En la película infrarroja se apreciaba que cierto número de buques brillaba intensamente a causa del calor interior, indicando que sus calderas o plantas motrices de turbinas a gas estaban operando. El segundo juego de fotografías había sido obtenido en el siguiente pasaje orbital, en un ángulo muy bajo.

Ryan examinó las ampliaciones.

—¡Wow! Kirov, Moskva, Kiev, tres Karas, cinco Kresta, cuatro Krivak, ocho Udaloy y cinco Sovremennys.

—Ejercicio de búsqueda y rescate, ¿eh? —Greer miró severamente a Ryan—. Mire aquí abajo. Todos los buques tanques rápidos que tienen los están siguiendo en la salida. Eso es la mayor parte de la Flota del Norte, y si necesitan buques tanques es porque estarán fuera por un tiempo.

—Davenport pudo haber sido más específico. Pero todavía tenemos a sus submarinos lanzamisiles regresando. En esta foto no hay buques anfibios, sólo de combate. Y solamente los más modernos, los de mayor alcance y velocidad.

—Y las mejores armas.

—Sí —asintió Ryan—. Y todo alistado en pocas horas. Señor, si hubieran tenido esto planeado con anticipación, nosotros nos habríamos enterado. Esto debe de haber sido dispuesto hoy mismo. Interesante.

—Usted ha adoptado la costumbre inglesa de los eufemismos, Jack. —Greer se incorporó para desperezarse—. Quiero que se quede un día más.

—Muy bien, señor —miró su reloj—. ¿Me permite que llame por teléfono a mi mujer? No quiero que vaya al aeropuerto a buscarme a un avión en el que no voy a llegar.

—Por supuesto, y después de que termine, quiero que vaya a ver a alguien de la Agencia de Inteligencia de Defensa que trabajaba antes para mí. Averigüe cuánta información operacional están recibiendo sobre esa partida. Si esto es un ejercicio lo sabremos muy pronto, y usted todavía podrá llevar su Barbie que hace surf mañana mismo a su casa.

Era una Barbie con esquíes, pero Ryan no dijo nada.