EL CUARTO DIA

Lunes, 6 de diciembre

Dirección General de la CIA.

Ryan caminaba por el corredor en el último piso de la Dirección General de la CIA (Agencia Central de Inteligencia), en Langley, Virginia. Ya había pasado a través de tres diferentes controles de seguridad, ninguno de los cuales le requirió que abriera el portafolios cerrado con llave que llevaba ese momento colgado bajo los pliegues de su abrigo color piel de ciervo, regalo de un oficial de la Marina Real Británica.

La ropa que llevaba puesta era en gran parte culpa de su esposa: un costoso traje comprado en Savile Row. Era de corte inglés, ni muy conservador ni tampoco demasiado ajustado a las avanzadas líneas de la moda contemporánea. Tenía en su armario cierta cantidad de trajes como ése, prolijamente ordenados según sus colores, y que usaba con camisas blancas y corbatas rayadas. Sus únicas alhajas eran el anillo de bodas y otro de la universidad, además de un reloj digital barato, pero exacto, que usaba con una mucho más costosa pulsera de oro. En realidad, su trabajo consistía en ver a través de ellas, en busca de la dura verdad.

Su aspecto físico no llamaba la atención: poco más de un metro setenta y cinco con un cuerpo ligeramente afectado en la cintura debido a la falta de ejercicio sumada al horrible tiempo que había siempre en Inglaterra. Sus ojos azules tenían una engañosa mirada distraída; se encontraba a menudo perdido en sus propios pensamientos, con el rostro en piloto automático mientras su mente se esforzaba, sumida en material de investigación para el libro que estaba escribiendo. La única gente a quien Ryan necesitaba impresionar era aquella que lo conocía: poco le importaban todos los demás. No tenía ambición por ser famoso. Su vida según su propio juicio, era ya lo suficientemente complicada que necesitaba ser… bastante más complicada que lo que suponía la mayoría. Tenía una esposa a la que amaba y dos hijos a los que adoraba, un trabajo que ponía a prueba su inteligencia, y suficiente independencia económica como para elegir su propio camino. Y el camino que Jack Ryan había elegido era la CIA. El lema oficial de la agencia era: La verdad los hará libres. El problema, se decía él a sí mismo por lo menos una vez al día, era encontrar esa verdad, y si bien dudaba que alguna vez alcanzara ese sublime estado de gracia, se enorgullecía por su capacidad de descubrir un pequeño fragmento cada vez.

La oficina del subdirector de inteligencia ocupaba una esquina completa del último piso, con vista al boscoso Valle del Potomac. Ryan tenía que pasar todavía un control más de seguridad.

—Buenos días, doctor Ryan.

—Hola, Nancy —Ryan sonrió a la mujer. Nancy Cummings trabajaba como secretaria desde hacía veinte años; trabajó para ocho subdirectores y, a decir verdad, ella probablemente tenía tan buen tacto para las actividades de inteligencia como los políticos titulares del cargo que ocupaban el despacho contiguo. Era lo mismo que en cualquier gran empresa: los jefes iban y venían pero las buenas secretarias ejecutivas duraban para siempre.

—¿Cómo está su familia, doctor? ¿Esperando la Navidad?

—Ya lo creo… excepto que mi pequeña Sally está un poco preocupada. No está segura de que Papá Noel sepa que nos hemos mudado de domicilio, y tiene miedo de que no llegue a Inglaterra para ella. Pero lo hará —le confió Ryan.

—Es tan lindo cuando son tan pequeñas. —La secretaria apretó un botón oculto. Puede entrar, doctor Ryan.

—Gracias, Nancy —Ryan hizo girar la manija de la puerta, protegida electrónicamente y entró en el despacho del subdirector.

El vicealmirante James Greer estaba reclinado en el alto respaldo de su sillón de juez leyendo un expediente. Su enorme escritorio de caoba se hallaba cubierto de expedientes apilados prolijamente, cuyos lomos estaban marcados con cinta adhesiva roja y cuyas tapas tenían diversas palabras en clave.

—¡Hola, Jack! —gritó a través del salón—. ¿Café?

—Sí, gracias, señor.

James Greer tenía sesenta y seis años; era un oficial naval que había pasado la edad de retiro pero que seguía trabajando a fuerza de practicar una extraordinaria competencia, en gran parte como lo había hecho Hyman Rickover, aunque Greer era un hombre mucho más fácil para trabajar con él. Era un «potro mesteño», un hombre que había ingresado en el servicio naval como voluntario, ganando su derecho a entrar en la Academia Naval y pasando luego cuarenta años en la institución mientras hacía carrera hasta llegar al almirantazgo de tres estrellas. Fue primero comandante de submarinos y luego se entregó a una total dedicación como especialista en inteligencia. Greer era un jefe exigente, pero que protegía bien a quienes lo satisfacían. Ryan era uno de éstos.

Para desazón de Nancy, a Greer le gustaba preparar personalmente su café, con una máquina ubicada sobre un aparador que tenía detrás del escritorio y al que alcanzaba con sólo volverse. Ryan se sirvió una taza… en realidad era un jarro sin asa, al estilo naval. Era el café tradicional en la Marina, fuerte y con una pizca de sal.

—¿Tiene hambre, Jack? —Greer extrajo una caja de pastelitos de un cajón del escritorio—. Aquí tengo algunos bollitos pegajosos.

—Bueno, gracias, señor. No comí mucho en el avión. —Ryan tomó uno con una servilleta de papel.

—¿Todavía le disgusta volar? —Greer pareció divertido. Ryan se sentó en el sillón opuesto al de su jefe.

—Supongo que tendría que ir acostumbrándome. Me gusta más el Concorde que los de fuselaje ancho. El terror dura la mitad del tiempo.

—¿Cómo está la familia?

—Muy bien, gracias señor. Sally está en primer grado… y le encanta. Y el pequeño Jack gatea por toda la casa. Estos bollos están muy buenos.

—Son de una panadería nueva que abrió cerca de mi casa. Paso por allí todas las mañanas. —El almirante se sentó derecho en su sillón—. Y bien ¿qué le trae hoy por aquí?

—Fotografías del nuevo submarino lanzamisiles soviético, el Octubre Rojo —dijo Ryan con naturalidad y entre sorbos.

—¡Ah! ¿Y qué quieren en retribución nuestros primos británicos? —preguntó Greer en tono de sospecha.

—Quieren espiar los nuevos equipos de ampliación de Barry Somers. No las máquinas propiamente dichas —al principio— sino al producto terminado. Creo que el trato es justo y nos conviene, señor —Ryan sabía que la CIA no tenía ninguna fotografía del nuevo submarino. El directorio de operaciones no disponía de ningún agente en los astilleros de Severodvinsk ni hombre responsable alguno en la base de submarinos de Polyarnyy. Y lo que era peor, las filas de galpones para submarinos construidos para ocultar a las naves lanzamisiles, diseñados como los recintos cerrados para protección de los submarinos alemanes de la Segunda Guerra Mundial, imposibilitaban las fotografías de satélites—. Tenemos diez tomas, oblicuas a baja altura, cinco de proa y cinco de popa, y una de cada perspectiva está sin revelar, de manera que Somers pueda trabajar con ellas intactas. No estamos obligados, señor, pero dije a Sir Basil que usted lo pensaría.

El almirante dejó escapar un gruñido. Sir Basil Charleston, jefe del Servicio Secreto de Inteligencia Británico, era un maestro del quid pro quo; ocasionalmente ofrecía compartir recursos con sus primos ricos, y un mes más tarde pedía algo a cambio. El juego de la inteligencia se parecía a veces a los primitivos mercados del trueque.

—Para usar el nuevo sistema, Jack, necesitamos la cámara con que se tomaron las fotografías.

—Lo sé. —Ryan sacó la cámara del bolsillo de su abrigo—. Es una cámara de disco Kodak modificada. Sir Basil dice que es lo que se usará en el futuro en materia de cámaras para espías, chata y muy buena. Ésta, dice, estaba oculta en una bolsa de tabaco.

—¿Cómo sabía usted que… que nosotros necesitábamos la cámara?

—Quiere decirme cómo sabía que Somers usa láser para…

—¡Ryan! —saltó Greer—. ¿Cuánto es lo que sabe?

—Cálmese, señor. ¿Se acuerda que en febrero yo estuve aquí para hablar sobre las nuevas posiciones de los SS-20 sobre la frontera china? Somers también estaba aquí, y usted me pidió que lo llevara hasta el aeropuerto. Mientras íbamos, él empezó a parlotear sobre su nueva gran idea en la que trabajaría cuando llegara al oeste, que para eso viajaba. Habló del tema casi todo el trayecto hasta Dulles. Por lo poco que yo entendía, deduje que dispara rayos láser a través de las lentes de la cámara para hacer un modelo matemático de las lentes. De eso, supongo, puede tomar el negativo expuesto, descomponer la imagen… los rayos de luz originales que entraron, creo, y luego usar una computadora para pasar eso a través de una lente teórica generada por la computadora, para hacer una fotografía perfecta. Es probable que yo esté cometiendo algún error. —Por la expresión de la cara de Greer, Ryan se dio cuenta de que no era así.

—Este Somers tiene una maldita lengua larga.

—Yo le dije eso mismo, señor. Pero una vez que el tipo empieza, ¿cómo diablos hace uno para que se calle?

—¿Y cuánto saben los británicos? —preguntó Greer.

—Usted supone lo mismo que yo, señor. Sir Basil me preguntó sobre el tema, y le respondí que no era a mí a quien debía preguntar… le expliqué, mis títulos son en economía y en historia, no en física. Le dije que necesitábamos la cámara… pero él ya lo sabía. La sacó de su escritorio y me la entregó. No le revelé absolutamente nada de esto, señor.

—Me gustaría saber con cuántas personas más se le fue la lengua. ¡Genios! Todos trabajan en sus pequeños mundos de locos. A veces, Somers parece un niño. Y usted conoce muy bien la Primera Regla de Seguridad: la probabilidad de que un secreto trascienda es proporcional al cuadrado del número de personas que lo conocen. —Era el aforismo favorito de Greer. Se oyó el timbre de su teléfono.

—Greer… Está bien —colgó—. Charlie Davenport viene subiendo, por sugerencia suya, Jack. Hace media hora que debía estar aquí. Debe de ser por la nieve. —El almirante tendió una mano hacia la ventana. Había seis centímetros de nieve sobre el suelo, y se esperaban otros tres con la caída de la noche—. En esta ciudad cae un copo y todo se va al demonio.

Ryan rio. Eso era algo que Greer —un hombre del este, de los llanos de Maine— parecía no poder comprender.

—Muy bien, Jack así que usted piensa que esto vale el precio.

—Señor, hace tiempo que queríamos esas fotografías, y más con toda la información contradictoria que hemos estado recibiendo sobre el submarino. Es su decisión y la del juez, pero… sí, yo creo que valen el precio. Estas fotos son muy interesantes.

—Nosotros tendríamos que tener a nuestra propia gente en ese maldito astillero —refunfuñó Greer. Ryan no sabía cómo Operaciones había fallado en eso. Él tenía poco interés en operaciones en el terreno. Ryan era un analista. Cómo llegaba la información a su escritorio era algo que no le importaba, y ponía buen cuidado en no averiguarlo—. No creo que Basil le haya dicho algo sobre el nombre de ellos, ¿no? —Ryan sonrió sacudiendo la cabeza.

—No, señor, y yo no pregunté. —Greer asintió aprobando con un movimiento de cabeza.

—¡Buenos días, James!

Ryan se volvió y pudo ver al contralmirante Charles Davenport, director de inteligencia naval, que llegaba arrastrando a un capitán en su estela.

—Hola, Charlie. Conoces a Jack Ryan, ¿no?

—Hola, Ryan.

—Ya nos conocemos —dijo Ryan.

—Él es el capitán Casimir.

Ryan estrechó las manos de ambos hombres. Había conocido a Davenport varios años antes, cuando entregaba ciertos papeles en el Colegio de Guerra Naval, en Newport, Rhode Island. Davenport le había hecho pasar un mal rato en la sesión de preguntas y respuestas. Decían que era una desgracia trabajar con él. Había sido aviador y fue separado del cuerpo de vuelo después de un accidente en una barrera de contención; también decían que aún guardaba rencor. ¿Contra quién? Nadie lo sabía realmente.

—El tiempo en Inglaterra debe de estar tan mal como aquí Ryan. —Davenport dejó caer su abrigo naval encima del de Ryan—. Veo que robó un capote de la Marina Británica.

A Ryan le gustaba mucho su abrigo de cierre con presillas.

—Un regalo señor, y abriga mucho.

—¡Cristo!, hasta parece un inglés hablando. James, tenemos que traer de vuelta a casa a este muchacho.

—Pórtate bien con él, Charlie. Tiene un regalo para ti. Sírvete un poco de café.

Casimir se deslizó por un costado para llenar un jarro para su jefe, después se sentó a su derecha. Ryan los hizo esperar unos segundos y luego abrió su portafolios. Sacó cuatro pliegos, se quedó con uno de ellos y les pasó los otros.

—Dicen que ha estado haciendo ciertos trabajos muy buenos, Ryan —dijo Davenport. Jack sabía que era un hombre de actitudes cambiantes, afable por momentos, brusco instantes después. Probablemente para mantener en vilo a sus subordinados—. Y… ¡Jesucristo! —Davenport había abierto su pliego.

—Caballeros, les presento al Octubre Rojo, cortesía del Servicio Secreto de Inteligencia Británico —dijo con formalidad.

Los pliegos contenían las fotografías dispuestas por parejas, cada uno tenía cuatro de ellas, de doce centímetros. En la parte de atrás había ampliaciones de treinta por treinta de cada una. Las fotografías habían sido tomadas desde un ángulo oblicuo y bajo, probablemente, desde el borde del dique de carena donde se hallaba la nave para su reparación después de su primera prueba. Las tomas estaban en pares, de adelante y de atrás, de adelante y de atrás.

—Caballeros, como ustedes pueden ver, la luminosidad no era buena. No hay nada extraordinario aquí. Era una cámara de bolsillo cargada con película de color, de una velocidad de 400. El primer par fue procesado normalmente para establecer los niveles de luz. Al segundo se lo trató para obtener mayor brillo usando procedimientos también normales. El tercer par fue ampliado digitalmente para resolución color, y el cuarto fue ampliado digitalmente para resolución lineal. He dejado sin revelar negativos de cada toma para que Barry Somers pueda jugar con ellos.

—¿Cómo? —Davenport levantó fugazmente la mirada.

—Esto es realmente un buen gesto de los británicos. ¿Cuál es el precio?

Greer se lo dijo.

—Páguelo. Vale la pena.

—Eso es lo que dice Jack.

—Es de esperar. —Davenport rio entre dientes—. Ustedes saben que en realidad él está trabajando para ellos.

Ryan se puso tenso al oírlo. Le gustaban los ingleses, le gustaba trabajar con su comunidad de inteligencia, pero no olvidaba a qué país pertenecía. Jack respiró profundamente. Davenport se complacía en aguijonear a la gente y si él reaccionaba, Davenport sería el ganador.

—¿Entiendo que Sir John Ryan está todavía muy bien relacionado en el otro lado del océano? —dijo Davenport prolongando el pinchazo.

El título nobiliario de Ryan era honorario. Había sido su recompensa por desbaratar un incidente terrorista que se produjo en el Parque de Saint James, en Londres. Era sólo un turista en ese momento, el norteamericano inocente en el extranjero, mucho antes de que lo invitaran a ingresar en la CIA. El hecho fue que, sin saberlo, impidió que asesinaran a dos prominentes figuras, y eso le había dado más publicidad que la que en realidad deseaba, pero lo había puesto además en contacto con un montón de gente en Inglaterra, en su mayoría importante. Esas conexiones lo convirtieron en un elemento lo suficientemente valioso como para que la CIA lo invitara a formar parte de un grupo de enlace británico-norteamericano. Así fue como llegó a establecer una buena relación de trabajo con Sir Basil Charleston.

—Tenemos muchos amigos allá, señor y algunos de ellos tuvieron la suficiente amabilidad como para enviarle a usted esto —dijo Ryan con frialdad.

Davenport se ablandó.

—De acuerdo, Jack, entonces hágame un favor. Encárguese de que quien sea que nos ha dado esto se encuentre con algo a su medida. Valen la pena, y mucho. Y bien, ¿qué tenemos exactamente aquí?

Para un observador no entrenado, las fotografías mostraban un submarino nuclear lanzamisiles estándar. El casco de acero era de forma roma en un extremo y en punta en el otro. Los trabajadores que estaban de pie sobre el suelo del muelle proporcionaban la escala: la nave era enorme. Tenía dos hélices de bronce en la popa, a cada lado de un apéndice plano al que los rusos llamaban cola de castor o al menos así lo decían los informes de inteligencia. Con esas dos hélices la popa nada tenía de notable, excepto un detalle.

—¿Para qué son esas dos puertas? —preguntó Casimir.

—Hummm. Es un gran hijo de puta. —Evidentemente, Davenport no había oído—. Doce metros más largo que lo que esperábamos, según el aspecto.

—Trece metros con veinte, aproximadamente. —A Ryan no le gustaba mucho Davenport pero el hombre conocía su oficio—. Somers puede calibrarnos eso. Y una manga mayor dos metros más que los otros Typhoons. Es un desarrollo obvio de la clase Typhoon, pero…

—Tiene razón, capitán —interrumpió Davenport—. ¿Qué son esas puertas?

—Es por eso que he venido. —Ryan se había preguntado cuánto tiempo llevaría todo eso. Él las había notado en los primeros cinco segundos—. Yo no lo sé, y tampoco los británicos.

El Octubre Rojo tenía dos puertas en la proa y en la popa, cada una de unos dos metros de diámetro, aunque no eran perfectamente circulares. Estaban cerradas en el momento en que las fotos fueron tomadas y sólo se las veía bien en el par número cuatro.

—¿Tubos de torpedos? No… hay cuatro de ellos más adentro —Greer buscó en el interior del cajón de su escritorio y sacó una lupa. En la época de las ampliaciones por computadora, el recurso pareció a Ryan encantadoramente anacrónico.

—Usted es el submarinista, James —observó Davenport.

—Hace veinte años, Charlie. —Había cambiado su situación de oficial de línea por la de espía profesional en los primeros años de la década del sesenta. El capitán Casimir, notó Ryan, era aviador naval y, con buen sentido, había permanecido en silencio. No era tampoco especialista nuclear.

—Bueno, no pueden ser tubos de torpedos. Tienen los cuatro normales en la proa, hacia el interior de estas aberturas… deben de tener un metro y medio, o dos, de ancho. ¿Qué les parece la posibilidad de que sean tubos de lanzamientos para el nuevo misil crucero que están desarrollando?

—Eso es lo que piensa la Marina Real. Yo tuve oportunidad de hablar sobre el asunto con sus muchachos de inteligencia. Pero no lo creo. ¿Por qué poner un arma anti-buque-de-superficie en una plataforma estratégica? Nosotros no lo hacemos, y desplegamos nuestros submarinos lanzamisiles mucho más allá. Las puertas son simétricas con respecto al eje de la nave. No sería posible lanzar un misil desde la popa, señor. Las aberturas están demasiado cerca de las hélices.

—Un dispositivo para remolque de sonar —elijo Davenport.

—Es cierto que podrían hacer eso, si detienen una hélice. Pero… ¿por qué dos? —preguntó Ryan.

Davenport le lanzó una mirada de odio.

—Les gustan las redundancias.

—Dos puertas adelante y dos atrás. Puedo aceptar que sean tubos de misiles crucero. Puedo aceptar que sean dispositivos de remolque ¿Pero ambos juegos de puertas exactamente del mismo tamaño? —Ryan sacudió la cabeza—. Demasiada coincidencia. Yo creo que es algo nuevo. Y eso es lo que interrumpió la construcción durante tanto tiempo. Idearon algo nuevo para este buque y se pasaron los últimos dos años modificando la configuración del Typhoon para acomodarlo. Fíjense además que agregaron otros seis misiles.

—Es una opinión —observó Davenport.

—Para eso me pagan.

—Muy bien, Jack, ¿qué cree usted que es? —preguntó Greer.

—No estoy en condiciones, señor. No soy ingeniero.

El almirante Greer observó a los presentes durante unos segundos. Sonrió y se echó hacia atrás en el sillón.

—Caballeros, aquí tenemos… ¿cuánto? Noventa años de experiencia naval en este cuarto más este joven aficionado —señaló a Ryan—. Muy bien, Jack, usted ha logrado inquietarnos por algo. ¿Por qué trajo esto personalmente?

—Quiero enseñar estas cosas a alguien.

—¿A quién? —La cabeza de Greer se inclinó a un lado en un gesto de sospecha.

—Skip Tyler. ¿Alguno de ustedes lo conoce, señores?

—Yo lo conozco —asintió Casimir—. Estaba un año detrás de mí en Annapolis. ¿No está lisiado o algo parecido?

—Sí —dijo Ryan—. Perdió una pierna en un accidente automovilístico hace cuatro años. Estaba designado para el mando del Los Angeles cuando un conductor borracho lo atropelló. Ahora enseña ingeniería en la Academia y trabaja mucho en consultoría con el Comando de Sistemas Navales —análisis técnicos en la observación de los diseños de sus buques. Tiene un doctorado en ingeniería del MIT, y sabe pensar sin convencionalismo.

—¿Y qué hay de su autorización para tratar temas secretos? —preguntó Greer.

—Está autorizado para intervenir en asuntos ultra-secretos, señor, debido a su trabajo Crystal City.

—¿Alguna objeción, Charlie?

Davenport frunció el entrecejo. Tyler no formaba parte de la comunidad de inteligencia.

—¿Es el mismo tipo que hizo la evaluación del nuevo Kirov?

—Sí, señor, ahora que recuerdo —dijo Casimir—. Él y Saunders, en Sistemas Navales.

—Ése fue un trabajo muy bueno. Estoy de acuerdo.

—¿Cuándo quiere verlo? —preguntó Greer a Ryan.

—Hoy mismo, si usted no tiene objeción señor. De todos modos tengo que ir a Annapolis para sacar algo de la casa y… bueno, hacer algunas compras de Navidad.

—¿Qué? ¿Algunas muñecas? —preguntó Davenport.

Ryan se volvió para mirar fijamente al almirante.

—Sí, señor, así es en realidad. Mi hija quiere una muñeca Barbie con esquíes y algunos adornos para la muñeca Jordache. ¿Usted nunca hizo de Papá Noel, almirante?

Davenport comprendió que Ryan ya no iba a aceptar más bromas. No era un subordinado que se achicara. Siempre encontraba la forma de evadirse. Intentó un nuevo camino:

—¿Le dijeron allá que el Octubre zarpó el viernes pasado?

—¿Cómo? —No le habían dicho nada. Ryan se encontró fuera de juego—. Creí que la partida estaba prevista para el próximo viernes.

—También nosotros. Su comandante es Marko Ramius. ¿Oyó hablar de él?

—Sólo algunas cosas a través de terceros. Los británicos dicen que es muy bueno.

—Más que eso —afirmó Greer—. Es casi el mejor submarinista que tienen, un verdadero peleador. Cuando yo estaba en la Administración de Inteligencia de Defensa teníamos un legajo considerable sobre él. ¿Quién le está siguiendo los pasos para ti, Charlie?

—Se designó al Bremerton para ese trabajo. Estaba en otra posición cumpliendo una misión de espionaje sobre nuevos dispositivos electrónicos de guerra cuando Ramius zarpó, pero se le dio la orden de dirigirse hacia allí. Su comandante es Bud Wilson. ¿Recuerda a su padre?

Greer lanzó una carcajada.

—¿Red Wilson? ¡Ése sí que era un submarinista fogoso! ¿Su chico sirve para algo?

—Así dicen. Ramius es casi lo mejor que tienen los soviéticos pero Wilson tiene un submarino 688. Hacia el fin de semana estaremos en condiciones de empezar un libro nuevo sobre el Octubre Rojo. —Davenport se puso de pie. Casimir se abalanzó para buscar los abrigos—. ¿Puedo quedarme con estas fotos?

—Supongo que sí, Charlie. Pero no las cuelgue en la pared… ni siquiera para arrojarles dardos. Y creo que usted también querrá irse, Jack, ¿no?

—Sí, señor.

—Nancy —llamó Greer por el teléfono—, el doctor Ryan necesitará un automóvil y un conductor dentro de quince minutos. Bien. —Colgó el auricular y esperó que Davenport saliera—. No tiene sentido que se mate fuera, en la nieve. Además, después de un año en Inglaterra es muy probable que conduzca conservando la izquierda. ¿Una Barbie con esquís, Jack?

—Usted sólo tuvo varones, ¿no, señor? Las chicas son diferentes. —Ryan sonrió—. Usted todavía no conoce a mi pequeña Sally.

—¿Es la mimada de papá?

—Así es. Y que Dios ayude al ser que se case con ella. ¿Puedo dejar a Tyler estas fotografías?

—Espero que esté en lo cierto acerca de él, hijo. Sí que él las tenga… pero sólo si dispone de un lugar seguro para guardarlas.

—Comprendido, señor.

—Cuando usted vuelva… será probablemente tarde, por el estado en que se hallan los caminos. ¿Va a alojarse en el Marriott?

—Sí, señor.

Greer pensó un momento.

—Probablemente me quede trabajando hasta tarde. Pase por aquí antes de irse a la cama. Tal vez quiera tratar algunas cosas con usted.

—Lo haré, señor. Gracias por el automóvil. —Ryan se puso de pie.

—Vaya y compre sus muñecas hijo.

Greer lo observó mientras se iba. Le gustaba Ryan. El muchacho no tenía miedo de decir lo que pensaba. Eso se debía en parte a que tenía dinero y estaba casado con más dinero. Era una especie de independencia que tenía ventajas. A Ryan no se le podía comprar ni sobornar ni intimidarlo. Podía siempre volver a escribir libros de historia con plena dedicación. Ryan había hecho su propia fortuna en cuatro años como agente de Bolsa, arriesgando su dinero personal en inversiones de alto riesgo. Obtuvo grandes ganancias y luego abandonó todo porque, decía, no había querido presionar su suerte. Greer no lo creía, pensaba que Ryan se había aburrido… aburrido de hacer dinero. Sacudió la cabeza. Ese talento que había permitido a Ryan elegir acciones ganadoras era el que ahora dedicaba a la CIA. Estaba convirtiéndose rápidamente en una de las estrellas de los analistas de Greer, y sus conexiones británicas lo hacían doblemente valioso. Ryan tenía habilidad de elegir en un cúmulo de informaciones y extraer los tres o cuatro hechos que significaban algo. Ésa era una condición sumamente rara en la CIA. La agencia todavía gastaba demasiado dinero en conseguir información, pensaba Greer, y demasiado poco en cotejarla. Los analistas carecían por completo del supuesto glamour (una ilusión creada por Hollywood) de un agente secreto en un país extranjero. Pero Jack sabía muy bien cómo analizar los informes de esos hombres y los datos de fuentes técnicas. Sabía tomar una decisión y no temía decir lo que pensaba, gustara o no a sus superiores. Eso molestaba a veces al viejo almirante, pero, en general, le gustaba tener subordinados a quienes pudiera respetar. La CIA tenía demasiada gente cuya única habilidad consistía en hacer la pelota.

La Academia Naval de Estados Unidos.

La pérdida de la pierna izquierda por encima de la rodilla no había privado a Oliver Wendell Tyler de su amor a la vida ni le había quitado su pícara manera de ser. Su esposa podía dar fe de ello. Después de dejar el servicio activo —hacía ya cuatro años— habían sumado tres hijos a los dos que ya tenían, y estaban trabajando en el sexto. Ryan lo encontró sentado detrás de un escritorio en un aula vacía del Rickover Hall, el edificio de ciencia e ingeniería de la Academia Naval de Estados Unidos. Estaba calificando trabajos.

—¿Cómo estás, Skip? —Ryan se apoyó sobre un costado de la puerta. El conductor de la CIA estaba en el hall.

—¡Hola, Jack! Creí que estabas en Inglaterra. —Tyler saltó sobre su pie (era su propia frase) y cojeó acercándose a Ryan para estrecharle la mano. La prótesis de su pierna terminaba en una forma rectangular forrada de goma, en lugar de un pie postizo. Se apoyaba en la rodilla, aunque no demasiado. Tyler había sido jugador de fútbol en la línea ofensiva del All American hacía dieciséis años, y el resto de su cuerpo era tan duro como el aluminio y la fibra de vidrio de su pierna izquierda. Su apretón de manos podía hacer quejarse a un gorila—. ¿Y qué estás haciendo aquí?

—Tuve que venir en avión para que me hicieran cierto trabajo y para comprar algunas cosas. ¿Cómo están Jean y tus… cinco?

—Cinco y dos tercios.

—¿Otra vez? Jean tendría que hacerte arreglar.

—Eso es lo que dice ella, pero ya me han desconectado suficientes cosas. —Tyler rio—. Supongo que estoy poniéndome al día por todos aquellos años monásticos de trabajo nuclear. Ven, acércate y toma una silla.

Ryan se sentó sobre el ángulo del escritorio y abrió su portafolio.

Entregó a Tyler una carpeta.

—Tengo algunas fotografías que quiero que veas.

—De acuerdo. —Tyler la abrió—. De quién… ¡un ruso! Y grande, el hijo de puta. Es la configuración básica del Typhoon. Aunque tiene un montón de modificaciones. Veintiséis misiles en vez de veinte. Parece más largo. El casco un poco más achatado. ¿Tiene mayor manga?

—Unos dos o tres metros más.

—Oí decir que estabas trabajando con la CIA. No puedes hablar de eso, ¿verdad?

—Algo así. Y tú jamás viste estas fotografías, Skip. ¿Comprendido?

—De acuerdo. —Los ojos de Tyler brillaron—. ¿Por qué quieres que no las mire?

Ryan retiró las ampliaciones de la parte posterior de la carpeta.

—Estas puertas, a proa y popa.

—Ahaa… —Tyler las acomodó una al lado de otra—. Bastante grandes. Tienen unos dos metros más o menos, en pares atrás y adelante. Parecen simétricas al eje longitudinal. No son tubos de misiles crucero, ¿no?

—¿En un submarino lanzamisiles? ¿Tú pondrías algo así en un submarino lanzamisiles estratégico?

—Los rusos son tipos raros, Jack, y diseñan las cosas a su manera. Éste es el mismo grupo que construyó la clase Kirov con un reactor nuclear y una planta de vapor accionada a petróleo. Humm… hélices dobles. Las puertas posteriores no pueden ser para un dispositivo de sonar. Chocaría con las hélices.

—¿Y si inmovilizan una de ellas?

—Eso lo hacen con los buques de superficie para ahorrar combustible, y a veces con los submarinos de ataque. Operar un submarino lanzamisiles de doble hélice con una sola debe de ser bastante difícil con este bebé. Todos los de la clase Typhoon parecen tener problemas de gobierno, y los submarinos que son difíciles de gobernar tienen tendencia a ser muy sensibles a las disminuciones de potencia. Terminan oscilando de tal forma que no se puede mantener el rumbo. ¿Notaste cómo convergen las puertas hacia popa?

—No, no lo había notado…

Tyler levantó la mirada.

—¡Maldición! Debí haberme dado cuenta desde el primer momento. Es un sistema de propulsión. No debías haberme sorprendido calificando trabajos, Jack. Te convierte el cerebro en jalea.

—¿Sistema de propulsión?

—Eso lo vimos… bueno, deben de haber pasado unos veinte años… cuando yo asistía a la escuela aquí. Pero no hicimos nada con él, sin embargo. Es muy ineficiente.

—Bueno, háblame del tema.

—Lo llaman impulsión por túnel. ¿Tú sabes que allá en el Oeste tienen una cantidad enorme de plantas de energía hidroeléctrica? La mayoría en pantanos. El agua se vierte sobre ruedas que hacen girar los generadores. Ahora hay algunos pocos, nuevos, que en cierta forma invierten el proceso. Utilizando ríos subterráneos el agua hace girar impulsores, y éstos hacen girar los generadores en vez de ruedas de molino modificadas. Un impulsor es como una hélice, excepto que es el agua la que lo hace mover en vez de ser al revés. Además, hay algunas diferencias técnicas menores, pero no demasiadas. ¿Entendido hasta aquí?

—Con este diseño eso se invierte. Aspiras agua en la proa y tus impulsores la expulsan por la popa, y eso mueve el buque. —Tyler hizo una pausa frunciendo el entrecejo—. Según recuerdo, tienen que tener más de uno por túnel. Observaron esto en los primeros años de la década del sesenta y llegaron hasta la etapa del modelo, pero luego lo abandonaron. Una de las cosas que descubrieron fue que un impulsor no trabaja tan bien como varios. Cierta cuestión de presión posterior. Era un nuevo principio, algo inesperado que apareció de pronto. Terminaron usando cuatro, creo, y se suponía que iba a parecerse a los compresores de un motor a reacción.

—¿Por qué lo abandonamos? —Ryan tomaba rápidas notas.

—En gran parte por la eficacia. Sólo puede meter cierta cantidad de agua por las tuberías por más poderosos que sean tus motores. Y el sistema de impulsión ocupaba mucho espacio. Consiguieron solucionar eso parcialmente con un nuevo tipo de motor de inducción eléctrica, creo, pero aun así, terminas con una cantidad de maquinaria extraña en el interior del casco. En los submarinos no sobra mucho espacio, ni siquiera en este monstruo. La velocidad límite máxima se pensaba que sería de unos diez nudos, y eso no era suficientemente bueno ni siquiera teniendo en cuenta que eliminaba virtualmente los ruidos de cavitación.

—¿Cavitación?

—Cuando haces girar una hélice en el agua a gran velocidad, desarrollas una zona de baja presión detrás del borde de fuga de la pala. Esto puede provocar que el agua se evapore, y eso crea una enormidad de pequeñas burbujas. Estas burbujas no pueden durar mucho bajo la presión del agua y, cuando se deshacen, el agua se precipita hacia delante y golpea contra las palas de la hélice. Esto produce tres efectos. Primero: hace ruido, y nosotros los submarinistas odiamos el ruido. Segundo: puede causar vibración, otra cosa que no nos gusta. Los antiguos buques de pasajeros oscilaban varias pulgadas en la popa, todo debido a la cavitación y el desplazamiento. Hace falta una fuerza de tremenda magnitud para hacer vibrar un buque de cincuenta mil toneladas; esa clase de fuerza rompe las cosas. Tercero: destruye las hélices. Las grandes ruedas sólo duraban unos pocos años. Es por eso que, antiguamente, las palas de las hélices se unían con bulones al cubo, en vez de estar fundidas en una sola pieza. La vibración es fundamentalmente un problema de los buques de superficie, y la degradación de las hélices fue superada finalmente gracias a la tecnología metalúrgica mejorada.

—Y bien, este sistema de impulsión por túnel evita el problema de la cavitación. No la elimina totalmente, sino que el ruido que produce se absorbe en su mayor parte en los túneles. Eso tiene sentido. El problema es que resulta imposible generar gran velocidad sin hacer túneles tan amplios que dejan de ser prácticos. Mientras un equipo estaba trabajando en esto, otro se dedicaba a mejorar los diseños de las hélices. La hélice típica del submarino actual es bastante grande, de manera que puede girar más lentamente para una determinada velocidad. Cuanto más lentamente giren las palas menor será la cavitación. El problema también resulta mitigado por la profundidad. La mayor presión del agua unos metros abajo retarda la formación de las burbujas.

—Entonces, ¿por qué los soviéticos no copian los diseños de nuestras hélices?

—Por varias razones probablemente. Tú diseñas una hélice para una determinada combinación de casco y máquinas; de modo que el hecho de copiar las nuestras no significaría que automáticamente les dieran buenos resultados. Además, mucho de este trabajo es todavía empírico. Hay siempre una suma de pruebas y errores. Es mucho más difícil, digamos, que diseñar un perfil alar porque el corte de la sección de la pala cambia radicalmente de un punto a otro. Supongo que otra de las razones es que la tecnología metalúrgica de los rusos no es tan buena como la nuestra… la misma razón por la cual sus motores cohete y a reacción son menos eficientes. Estos nuevos diseños requieren necesariamente aleaciones de alta resistencia. Es una especialidad muy limitada, y yo sólo conozco generalidades.

—Muy bien, ¿tú dices que éste es un sistema silencioso de propulsión y que tiene un límite de velocidad máxima de diez nudos? —Ryan quería tener esto perfectamente claro.

—Eso es aproximado. Tendría que hacer algunos modelos para computadora si queremos ajustar esas cifras. Es probable que todavía tengamos la información guardada en alguna parte en el Laboratorio Taylor. —Tyler se refería a las instalaciones para diseño del Comando de Sistemas Navales, al norte del Río Severn—. Probablemente sea todavía material secreto y tendré que sacarlo con prudencia.

—¿Cómo es eso?

—Todo ese trabajo se hizo hace veinte años. Llegaron solamente hasta los modelos de cuatro metros y medio; bastante pequeños para esta clase de cosas. Recuerdo que ya había tropezado con un nuevo principio, aquello de la presión posterior. Puede que hayan tenido otras cosas allí. Espero que hayan trabajado con algunos modelos de computadora, pero aunque lo hayan hecho, las técnicas de modelos matemáticos en aquella época eran horriblemente simples. Para duplicar hoy todo aquello, tendría que tener la antigua información y los programas de Taylor, controlarlo todo, y luego trazar un nuevo programa avanzado en esta configuración —dio un golpecito a la fotografía—. Una vez hecho eso, necesitaré acceso a una computadora grande para trabajarlo.

—Pero ¿puedes hacerlo?

—Seguramente. Necesitaría las dimensiones exactas de este bebé, pero ya he hecho esto antes para el grupo de Crystal City. Lo más difícil es conseguir el tiempo en la computadora. Voy a necesitar una máquina muy grande.

—Yo podría arreglar probablemente que puedas tener acceso a la nuestra.

Tyler rio.

—No es suficiente, Jack. Éste es material especializado. Estoy hablando de una Cray-2, una de las más grandes. Para hacer esto, tienes que simular matemáticamente el comportamiento de millones de pequeñas partículas de agua, el agua que fluye sobre —y en este caso a través— el casco completo. Algo muy parecido a lo que ha hecho la NASA con el Space Shuttle (Trasbordador Espacial). En realidad, el trabajo en sí es bastante fácil… lo difícil es la escala. Son simples cálculos, pero debes hacer millones de ellos por segundo. Eso significa una Cray grande, y no hay muchas de ellas por aquí. La NASA tiene una en Houston, creo. La Marina tiene algunas en Norfolk para tareas de guerra antisubmarina… de éstas puedes olvidarte. La Fuerza Aérea tiene una en el Pentágono, me parece, y todas las demás están en California.

—Pero ¿tú podrías hacerlo?

—Por supuesto.

—De acuerdo. Debes ponerte a trabajar en ello, Skip, y yo veré si puedo conseguirte el tiempo de la computadora. ¿Cuánto tiempo necesitarás?

—Depende de cómo esté el trabajo de Taylor. Tal vez una semana. Tal vez menos.

—¿Cuánto quieres por este trabajo?

—Oh. ¡Vamos, Jack! —Tyler hizo un gesto como para apartarlo.

—Skip, hoy es lunes. Si consigues darnos esa información para el viernes, hay veinte mil dólares para ti. Tú los vales, y nosotros queremos esa información. ¿De acuerdo?

—Hecho. —Se estrecharon las manos—. ¿Puedo quedarme con las fotografías?

—Puedo dejártelas si tienes un lugar seguro para guardarlas. Nadie tiene que verlas, Skip. Nadie.

—Hay una buena caja de seguridad en el despacho del superintendente.

—Está bien, pero él no debe verlas. —El superintendente era un antiguo submarinista.

—No le gustará —dijo Tyler—. Pero está bien.

—Si protesta, haz que llame por teléfono al almirante Greer. Éste es el número. —Ryan le entregó una tarjeta—. Tú puedes encontrarme aquí si me necesitas. Si no estoy, pregunta por el almirante.

—¿Es tan importante todo eso?

—Es muy importante. Eres el primer individuo que ha dado una explicación lógica de esas portezuelas. Por eso vine aquí. Si tú puedes obtener un modelo de esto para nosotros, será tremendamente útil. Skip, una vez más: esto es muy, muy delicado. Si permites que alguien las vea, me cuesta la cabeza.

—Comprendido, Jack. Bueno, me has puesto un plazo; será mejor que me ponga a trabajar. Hasta luego. —Después de darse un apretón de manos, Tyler tomó un cuaderno rayado y empezó a escribir las cosas que tenía que hacer. Ryan dejó el edificio con su conductor. Recordó que había una juguetería subiendo por la Ruta 2 desde Annapolis. Quería comprar la muñeca para Sally.

Dirección General de la CIA.

Eran aproximadamente las ocho de la noche cuando Ryan volvió a la Agencia Central de Inteligencia. No tardó mucho en pasar los controles de seguridad hasta el despacho de Greer.

—Y bien, ¿consiguió la Barbie que hace surf? —preguntó Greer levantando la mirada.

—La Barbie esquiadora —corrigió Ryan—. Sí, señor. Vamos, no me diga que usted no hizo nunca de Papá Noel…

—Crecieron demasiado rápido, Jack. Hasta mis nietos han pasado ya esa etapa. —Se volvió para servir un poco de café. Ryan se preguntó si dormiría alguna vez—. Tenemos algo más sobre el Octubre Rojo. Parece que los rusos están desarrollando un ejercicio muy importante de guerra antisubmarina en el noroeste del Mar de Barents. Media docena de aviones de búsqueda para guerra antisubmarina, un puñado de fragatas y un submarino de ataque clase Alfa, todos ellos dando vueltas en círculo.

—Probablemente sea un ejercicio de detección. Skip Tyler dice que esas puertas son para un nuevo sistema de propulsión.

—¿De veras? —Greer se apoyó en el respaldo del sillón—. Hábleme del asunto.

Ryan sacó sus notas y resumió sus conocimientos sobre tecnología de submarinos.

—Dice Skip que puede crear en la computadora una simulación de su efectividad —concluyó.

Las cejas de Greer se alzaron.

—¿En cuánto tiempo?

—Tal vez para este fin de semana. Le dije que si lo terminaba para el viernes le pagaríamos. ¿Son razonables veinte mil?

—¿Servirá de algo?

—Si consigue la información de antecedentes que necesita, tendrá que ser de mucha utilidad. Skip es un tipo muy brillante. En el MIT no regalan los doctorados, y él estaba entre los cinco mejores de su promoción en la Academia.

—¿Vale los veinte mil dólares de nuestro dinero? —Greer era famoso por su celo para cuidar el centavo.

Ryan conocía la respuesta adecuada a eso.

—Señor, si tuviésemos que seguir en esto los procedimientos normales, contrataríamos alguno de los Bandidos Beltway… —Ryan se refería a las firmas consultoras que se habían establecido en cantidad a lo largo del camino de cintura de Washington, D.C.—. Nos cobrarían cinco o diez veces más, y, con suerte, nos entregarían la información para Pascua. De esta otra forma, podremos llegar a obtenerla mientras el submarino todavía está en el mar. Si el asunto no sale bien, señor, yo me hago responsable de los honorarios. Imaginé que usted querría la información con urgencia, y este tema es justamente de su especialidad.

—Tiene razón. —No era la primera vez que Ryan se apartaba del procedimiento normal. En oportunidades anteriores todo había salido bastante bien. Greer era un hombre a quien le interesaban los resulta. De acuerdo, los soviéticos tienen un submarino lanzamisiles nuevo con un sistema de propulsión silencioso. ¿Qué consecuencias puede tener eso?

—Nada buenas. Dependemos de nuestra capacidad para detectar sus submarinos lanzamisiles con nuestros submarinos de ataque. Diablos, fue por eso que acertaron hace algunos años nuestra propuesta de mantenerlos alejados quinientas millas de las respectivas costas, y es también por eso que mantienen en los puertos la mayor parte del tiempo a submarinos lanzamisiles. Esto puede cambiar un poco las reglas del juego. A propósito del casco del Octubre, no he visto de qué está construido.

—Acero. Es demasiado grande como para tener un casco de titanio, al menos por el costo que significaría. Usted sabe lo que tienen para gastar en sus Alfa.

—Demasiado para lo que han logrado. Gastar dinero en un casco superfuerte y luego ponerle una planta de potencia que mete un ruido tremendo. Es estúpido.

—Puede ser. Sin embargo, a mí no me molestaría tener esa velocidad. De cualquier manera, si ese sistema de propulsión silencioso realmente anda bien, podrían ser capaces de arrastrarse hasta la plataforma continental.

—Disparo de trayectoria deprimida —dijo Ryan. Era uno de los peores teatros de la guerra nuclear, en el cual, un misil basado en él podía ser disparado a pocos cientos de millas de su objetivo. Washington se encuentra apenas a unas cien millas aéreas del Océano Atlántico. Aunque un misil pierde mucha precisión en una trayectoria baja y podían lanzarse varios para que explotaran en Washington en rápida menos de cinco minutos muy poco tiempo como para que un presidente pudiera reaccionar. Si los soviéticos podían matar al presidente con tanta rapidez, la desintegración resultante de la cadena de comando les daría tiempo de sobra para sacar los misiles basados en tierra… no habría nadie con autoridad para disparar. Ese escenario sería una gigantesca versión estratégica de un simple asalto pensó Ryan. Un asaltante no ataca los brazos de su víctima… va en busca de la cabeza—. ¿Usted cree que construyeron el Octubre con esa idea?

—Estoy seguro de que se les ocurrió —observó Greer— Se nos habría ocurrido a nosotros. Bueno, tenemos allí el Bremerton para vigilarlo, y si esta información resulta ser utilidad veremos si podemos hallar una respuesta. ¿Cómo se siente, Jack?

—Estoy en movimiento desde las cinco y media, hora de Londres. Un largo día, señor.

—Me lo imaginaba. Muy bien, trataremos el tema de Afganistán mañana por la mañana. Vaya a dormir un poco hijo.

El viaje en automóvil hasta el Marriott no duraba más de quince minutos. Ryan cometió el error de encender el televisor para ver el comienzo del partido de fútbol de los lunes. Cincinnati jugaba con San Francisco, los dos mejores quarterbacks de la liga enfrentados. El fútbol era algo que echaba de menos viviendo en Inglaterra, y se las arregló para mantenerse despierto casi tres horas, antes de que el sueño lo venciera con el televisor todavía encendido.

Control del SOSUS (Sistema de Vigilancia de Sonar).

De no ser por el hecho de que todos estaban de uniforme, cualquier visitante podría haber confundido fácilmente el salón con un centro de control de la NASA. Había seis anchas filas de consolas, cada una de ellas con su propia pantalla de televisión y teclado de máquina de escribir, complementado con botones plásticos iluminados, diales, enchufes para auriculares y controles digitales y analógicos. El técnico oceanográfico jefe Deke Franklin estaba sentado frente a la consola número quince.

El salón era el Control del Atlántico del SOSUS. Se encontraba en un edificio bastante indeterminado, producto de la falta de inspiración gubernamental, que parecía una tarta de varios pisos, con paredes de cemento sin ventanas, un enorme equipo de aire acondicionado sobre el techo plano, y un cartel azul con una sigla, en medio de un parque bien cuidado aunque empezaba a ponerse amarillento. Había unos infantes de marina discretamente situados que hacían guardia en el interior de las tres entradas. En el subsuelo había un par de supercomputadoras Cray-2, atendidas por veinte acólitos, y detrás del edificio se veía un trío de estaciones terrestres para satélites. Los hombres de las consolas y las computadoras estaban enlazados electrónicamente por satélite y líneas terrestres al sistema SOSUS.

En todos los océanos del mundo y especialmente a caballo de los pasajes que tenían que cruzar los submarinos soviéticos para salir a mar abierto, Estados Unidos y otras naciones de la OTAN habían desplegado grupos de receptores de sonar de muy alta sensibilidad. Los centenares de sensores del SOSUS recibían y transmitían una cantidad de información de magnitud inimaginable, y para permitir que los operadores del sistema pudieran analizarla y clasificarla fue necesario diseñar toda una nueva familia de computadoras, las supercomputadoras.

El SOSUS cumplía su misión admirablemente bien. Era muy poco lo que podía cruzar una barrera sin ser detectado. Hasta los ultrasilenciosos submarinos de ataque norteamericanos y británicos eran por lo general descubiertos. Los sensores estaban colocados en el fondo del mar periódicamente eran actualizados; en ese momento había ya muchos que contaban con un procesador de señales propio, que preclasificaba la información a transmitir, con lo que aliviaban la carga de las computadoras centrales y permitía una clasificación de objetivos más rápida y precisa.

La consola de Franklin el técnico jefe, recibía informaciones de una cadena de sensores instalados frente a la costa de Islandia. Era responsable de una superficie de cuarenta millas náuticas de ancho y su sector se sobreponía con los del este y del oeste de manera que, teóricamente, había tres operadores que controlaban constantemente cualquier segmento de la barrera. Si alguno de ellos obtenía un contacto, lo comunicaba ante todo a sus operadores vecinos, luego escribía el informe de contacto en la terminal de su computadora, y éste aparecía en el tablero maestro de control en la sala de control de la parte posterior del piso. El oficial de servicio tenía suficiente experiencia en el ejercicio de su autoridad como para continuar un contacto con una amplia gama de recursos, desde buques de superficie hasta aviones antisubmarinos. Dos guerras mundiales habían enseñado a los oficiales norteamericanos y británicos la necesidad de mantener abiertas sus líneas de comunicaciones marítimas.

Aunque ese edificio y sus instalaciones —que parecían una tumba— nunca habían sido mostrados al público, y aunque nada había en ellos de lo espectacular que caracteriza a veces la vida militar, los hombres que estaban prestando servicios allí podían considerarse entre los más importantes para la defensa de su país. En una guerra, sin ellos, naciones enteras podrían perecer.

Franklin estaba echado hacia atrás en su sillón giratorio, fumando contemplativo una vieja pipa. A su alrededor el salón estaba en un silencio absoluto. Pero aunque no hubiera sido así, los auriculares de quinientos dólares que tenía colocados lo habrían aislado por completo del resto del mundo. Franklin era un técnico que en los veintiséis años de su carrera en destructores y fragatas. Para él, los submarinos y los submarinistas eran el enemigo, cualquiera que fuese la bandera que enarbolaban o el uniforme que pudieran lucir.

Levantó una ceja, y su cabeza casi calva se inclinó hacia un lado. Las chupadas en la pipa se hicieron irregulares. Adelantó la mano derecha hacia el tablero de control y desconectó los procesadores de señales, de manera que pudiese oír el sonido sin interferencias de computación. Pero no resultó. Había demasiado ruido de fondo. Conectó los filtros. Después intentó algunos cambios en los controles de azimut. Los sensores del SOSUS estaban diseñados de manera que proporcionaran controles de dirección a través del uso selectivo de receptores individuales, que él podía manipular electrónicamente; pero obteniendo una indicación de dirección y luego usando un receptor vecino del grupo para triangular logrando la indicación definitiva. El contacto era muy débil, pero, juzgó, no estaba demasiado lejos de la línea. Franklin interrogó a su terminal de computadora. El USS Dallas estaba allá arriba. ¡Te tengo!, se dijo con una ligera sonrisa. Otro ruido llegó a sus oídos, un rumor sordo, de baja frecuencia, que sólo duró pocos segundos y luego se desvaneció totalmente. No tan silencioso, sin embargo. ¿Por qué no lo había oído antes de conectar la recepción de azimut? Dejó a un lado la pipa y empezó a hacer ajustes en su tablero de control.

—¿Franklin? —Llegó una voz por sus auriculares. Era el oficial de servicio.

—¿Sí, comandante?

—¿Puede venir a control? Quiero que escuche algo que tengo.

—Voy para allá, señor. —Franklin se levantó silenciosamente. El comandante Quentin era un ex comandante de destructores, que se encontraba en ese momento en situación de servicio limitado después de haber ganado una batalla contra el cáncer. Casi ganado, se corrigió Franklin. La quimioterapia había destruido el cáncer… con el costo de casi todo su pelo y convirtiendo su piel en una especie de pergamino transparente. Qué pena, pensó, Quentin era realmente un buen hombre.

La sala de control estaba levantada unos cuantos centímetros con respecto al nivel del suelo, de modo que sus ocupantes pudieran ver por encima del grupo de operadores de turno el tablero táctico principal desplegado en la pared opuesta al salón. La sala estaba aislada del resto por un tabique de cristal, lo que permitía a sus ocupantes hablar sin molestar a los operadores. Franklin encontró a Quentin en su puesto de mando, desde donde podía intervenir en el manejo o lectura de cualquiera de las consolas del salón.

—Hola, comandante —Franklin notó que el oficial estaba recuperando cierto peso. Ya era hora—. ¿Qué tiene para mí, señor?

—En la red del Mar de Barents. —Quentin le entregó un par de auriculares. Franklin escuchó durante varios minutos, pero no se sentó. Como mucha otra gente, tenía en su recóndito interior la sospecha que el cáncer era contagioso.

—¡Diablos! ¡Parece que están muy ocupados allá arriba! Reconozco un par de Alfas, un Charlie, un Tango, y algunos buques de superficie. ¿Qué pasa, señor?

—También hay un Delta allí, pero acaba de emerger y detuvo sus máquinas.

—¿Emergió, jefe?

—Sí. Lo estuvieron castigando mucho con sonar activo, luego una fragata lo interrogó con un teléfono subacuático.

—Ah. El juego de adquisición, y el submarino perdió.

—Puede ser. —Quentin se restregó los ojos. El hombre parecía cansado. Estaba exigiéndose a sí mismo demasiado, y su resistencia no alcanzaba ni a la mitad de lo que debía haber sido—. Pero los Alfa todavía están haciendo ruidos, y ahora se dirigen hacia el oeste, como usted oyó.

—¡Oh! —Franklin calculó un instante—. Entonces están buscando otro submarino. El Typhoon que suponíamos iba a zarpar hace unos días, ¿puede ser?

—Eso es lo que pensé… pero tomó rumbo oeste, y la zona del ejercicio es al noroeste del fiordo. Los otros días lo perdimos en el SOSUS. Ahora el Bremerton anda husmeando por allí para ver si lo encuentra.

—Un comandante cuidadoso —decidió Franklin—. Cortó por completo su planta propulsora y derivó.

—Sí —coincidió Quentin—. Quiero que vaya al tablero supervisor de la barrera del Cabo Norte y vea si puede encontrarlo, Franklin. Todavía debe tener en funcionamiento su reactor y debe de estar haciendo algo de ruido. Los operadores que tenemos en ese sector son algo jóvenes. Llamaré uno de ellos y lo mandaré a su sector durante un rato.

—Está bien, jefe —asintió Franklin. Esa parte del equipo estaba todavía algo verde, acostumbrada a trabajar a bordo de buques. El SOSUS requería una mayor fineza. Quentin no necesitaba decirlo: él esperaba que Franklin controlara todos los tableros del equipo del Cabo Norte y que tal vez les diera de paso unas pocas lecciones mientras escuchaba en sus canales.

—¿Detectó al Dallas?

—Sí, señor. Realmente muy débil, pero creo que lo tengo cruzando mi sector, con rumbo noroeste, hacia Toll Booth. Si conseguimos que vaya allí un Orion podríamos encerrarlo. ¿Podemos moverlo un poco?

Quentin lanzó una risita. Tampoco a él le importaban mucho los submarinos.

—No, el NIFTY DOLPHIN ya terminó, Franklin. Solamente vamos a registrarlo y se lo haremos saber al comandante cuando vuelva a casa. Pero, un buen trabajo. Usted conoce la reputación que tiene ese submarino. Se suponía que no lo podríamos oír.

—¡Eso se lo cree usted! —dijo Franklin con desdén.

—Infórmeme de lo que encuentre, Deke.

—Comprendido, jefe. Y usted cuídese, ¿eh?