El Octubre Rojo.
El Octubre Rojo no tenía para sí una evolución normal del tiempo. Para la nave, el sol no se levantaba ni se ponía, y los días de la semana carecían de significado. A diferencia de los buques de superficie, que cambiaban sus relojes para adaptarlos a la hora local dondequiera que estuviesen, los submarinos generalmente utilizaban una referencia única del tiempo. Para los submarinos norteamericanos era la hora Zulu, correspondiente a la del meridiano de Greenwich. Para el Octubre Rojo era la hora local de Moscú, que normalmente estaba en realidad adelantada una hora con respecto a la del huso horario, para ahorrar gastos de servicios.
Ramius entró en la sala de control a media mañana. Su rumbo era en ese momento de dos-cinco-cero, la velocidad, trece nudos, y el submarino navegaba a treinta metros del fondo en el borde oeste del Mar de Barents. Dentro de pocas horas el fondo descendería hasta una llanura abismal, permitiéndoles tomar una profundidad mucho mayor. Ramius examinó primero la carta y luego los numerosos tableros de instrumentos que cubrían ambos mamparos laterales en el compartimiento. Por último, hizo algunas anotaciones en el libro de órdenes.
—¡Teniente Ivanov! —dijo bruscamente al joven oficial de guardia.
—¡Sí, camarada comandante! —Ivanov era el oficial más nuevo a bordo, recientemente salido de la Escuela Komsornol de Lenin, en Leningrado, pálido, delgaducho y ansioso.
—Voy a ordenar una reunión de los oficiales más antiguos en la cámara de oficiales. Ahora usted quedará como oficial de guardia. Ésta es su primera navegación Ivanov. ¿Qué le parece?
—Es mejor de lo que había esperado, camarada comandante —replicó Ivanov, con una confianza mayor de la que realmente habría podido tener.
—Eso es muy bueno, camarada teniente. Es mi costumbre dar a los jóvenes oficiales tanta responsabilidad como sean capaces de ejercer. Mientras nosotros, los oficiales antiguos, estamos desarrollando nuestras charlas políticas semanales, ¡usted está al mando de esta nave! ¡La seguridad de este buque y de toda su dotación es responsabilidad suya! A usted le han enseñado todo lo que necesita saber y mis instrucciones están en el libro de órdenes. Si detectamos otro submarino o buque de superficie me informará de inmediato e instantáneamente iniciará la maniobra de evasión. ¿Alguna pregunta?
—No, camarada comandante. —Ivanov se mantenía atento en una rígida posición de pie.
—Bien —sonrió Ramius—. Pavel Ilych, siempre recordará este momento como uno de los más grandes de su vida. Lo sé, todavía recuerdo muy bien mi primera guardia. ¡No olvide mis órdenes ni sus responsabilidades!
En los ojos del muchacho relampagueó el orgullo. Era una lástima lo que iba a ocurrirle pensó Ramius, oficiando aún de maestro. En una primera inspección, Ivanov parecía tener la pasta de un buen oficial.
Ramius caminó rápidamente hacia popa, hasta la enfermería del submarino.
—Buenos días, doctor.
—Buenos días, camarada comandante. ¿Ya es la hora de nuestra reunión política? —Petrov había estado leyendo el manual del nuevo aparato de rayos X del submarino.
—Sí, ya es hora, camarada doctor pero no deseo que usted asista. Hay otra cosa que quiero que haga. Mientras los oficiales antiguos están en la reunión, tengo a los tres muchachos haciendo guardia en la sala de control y en las máquinas.
—¿Cómo? —Los ojos de Petrov se agrandaron. Era su primera navegación en un submarino desde hacía muchos años.
Ramius sonrió.
—Tranquilícese, camarada. Yo puedo llegar a control desde la cámara de oficiales en veinte segundos, como usted sabe, y el camarada Melekhin puede alcanzar su precioso reactor con la misma rapidez. Tarde o temprano nuestros jóvenes oficiales deben aprender a valerse por sí mismos en sus funciones. Prefiero que aprendan pronto. Quiero que usted los vigile. Sé que todos ellos tienen conocimientos necesarios como para cumplir con sus obligaciones. Pero quiero saber si tienen el temperamento. Si Borodin o yo los vigilamos no actuarán normalmente. Y en último caso, se trata de un ejercicio médico, ¿no?
—Ah, usted desea que yo observe cómo reaccionan ante sus responsabilidades.
—Sin la presión que significa ser observados por un veterano oficial de mando —confirmó Ramius—. A los jóvenes oficiales hay que darles espacio para crecer…, aunque no demasiado. Si usted observa algo que le preocupe, me informará de inmediato. No debe haber problemas. Estamos en mar abierto, no hay tráfico en las cercanías y el reactor está funcionando a una fracción de su potencia total. La primera prueba para los jóvenes oficiales debe ser fácil. Busque alguna excusa para ir y venir y mantenga un ojo sobre los chicos. Hágales preguntas sobre lo que están haciendo.
Petrov rio al oír eso.
—Ah, ¿y también logrará que yo aprenda unas cuantas cosas camarada comandante? Me hablaron de usted en Severomorsk. Muy bien, será como usted diga. Pero ésta será la primera reunión política que me pierdo en muchos años.
—Por lo que dice su expediente, usted podría enseñar doctrina del partido al Politburó, Yevgeni Konstantinovich. —Lo que significaba muy poco con respecto a sus aptitudes médicas, pensó Ramius.
El comandante salió hacia proa, en dirección a la cámara de oficiales para reunirse con los oficiales veteranos que estaban esperándolo. Un camarero había dejado varias tazas de té y un poco de pan negro y manteca. Ramius miró la esquina de la mesa. Hacía bastante que habían limpiado la mancha de sangre, pero él recordaba muy bien cómo era. Ésa, reflexionó, era una de las diferencias entre él y el hombre a quien había dado muerte. Ramius tenía conciencia. Antes de sentarse se volvió para cerrar y trabar la puerta a sus espaldas. Sus oficiales estaban todos sentados y en atención, ya que el compartimiento no era lo suficientemente grande como para que se mantuvieran de pie una vez que los asientos estaban desplegados.
El domingo era el día en que normalmente se desarrollaba la sesión de adoctrinamiento político cuando navegaban. Habitualmente la reunión habría sido conducida por Putin, con la lectura de algunos editoriales del Pravda, seguida por citas elegidas de las obras de Lenin y una explicación sobre las enseñanzas que debían recogerse de las lecturas. Era muy parecido a un oficio religioso.
Con la muerte del zampolit esa tarea recaería sobre el comandante, aunque Ramius dudaba que los reglamentos previesen la clase de tema que trataría en la agenda de ese día. Cada uno de los oficiales que se encontraban en ese lugar era miembro de su conspiración. Ramius delineó los planes; se habían producido algunos cambios menores que no había mencionado a nadie. Entonces les dijo lo de la carta.
—De modo que ya no hay regreso posible —observó Borodin.
—Todos nos hemos puesto de acuerdo con el curso de nuestra acción. Ahora estamos comprometidos a seguirlo. —Las reacciones de los hombres a esas palabras fueron exactamente las que él esperaba: sobrias. No podía ser de otra manera. Todos eran solteros; ninguno de ellos dejaba atrás mujer o hijos. Todos eran miembros del partido en buena situación, sus compromisos pagados hasta fin de año, sus credenciales del partido exactamente donde debían estar, «junto a sus corazones». Y cada uno compartía con sus camaradas un profundo descontento— en algunos casos un verdadero odio —con respecto al gobierno soviético.
El plan había empezado a nacer muy pronto después de la muerte de su Natalia. La ira reprimida casi inconscientemente a lo largo de toda su vida había explotado con tal violencia y pasión que debió luchar para contenerla. Una vida entera de autocontrol le había permitido ocultarlo, y toda esa vida de entrenamiento naval le dio oportunidad de elegir un propósito digno de ella.
Ramius no había comenzado todavía la escuela cuando oyó por primera vez contar a otros chicos lo que había hecho su padre Aleksandr en Lituania en 1940, y después que ese país quedara dudosamente liberado de los alemanes en 1944. Eran ésos los repetidos murmullos de sus padres. Una niñita contó a Marko cierta historia que él repitió a Aleksandr, y ante el horror del muchacho, que no comprendía, el padre de la niña desapareció. Por su involuntario error Marko quedó marcado como un informante. Dolido por el apodo que le adjudicaron por cometer una falta —que según el Estado no era en manera alguna una falta— cuya enormidad jamás dejó de martirizar su conciencia, nunca más volvió a informar.
En los años de formación de su vida, mientras el viejo Ramius dirigía el Comité Central del Partido Lituano, en Vilna, el niño —huérfano de madre— fue criado por su abuela paterna práctica común en un país asolado por cuatro años de guerra brutal. El único hijo de la mujer dejó su hogar a edad temprana para unirse a los Guardias Rojos de Lenin, y mientras él se hallaba lejos, ella se aferró a las viejas costumbres: iba a misa todos los días hasta 1940 y nunca olvidó la educación religiosa que había recibido. Ramius la recordaba como una anciana mujer de cabellos plateados que le relataba hermosos cuentos a la hora de ir a dormir. Cuentos religiosos. Habría sido demasiado peligroso para ella llevar a Marko a las ceremonias religiosas que nunca pudieron desarraigar del todo, pero se las arregló para que lo bautizaran católico romano tan pronto como su padre se lo entregó. Ella nunca mencionó eso a Marko. El riesgo habría sido demasiado grande. El catolicismo romano había sido brutalmente suprimido en los países bálticos. Era una religión y, cuando Marko creció, aprendió que el marxismo-leninismo era un dios celoso, que no toleraba competencia en las lealtades.
La abuela Hilda le relataba de noche historias sobre la Biblia, cada una de ellas con una lección sobre el bien y el mal, la virtud y la recompensa. Como niño, las encontraba solamente entretenidas pero nunca habló de ellas a su padre, porque, aun así, sabía que Aleksandr las objetaría. Cuando el viejo Ramius retomó el control de la vida de su hijo esa educación religiosa se desvaneció en la memoria de Marko y aunque no la recordaba del todo, tampoco la olvidó por completo.
Siendo niño, Ramius presintió —más que pensó— que el comunismo soviético ignoraba una necesidad humana básica. En su adolescencia, las dudas comenzaron a tomar forma coherente. El Bien del Pueblo era una meta por demás loable, pero al negar el alma del hombre, una parte trascendente de su ser, el marxismo destrozaba las bases de la dignidad humana y del valer individual. Desechaba también la administración objetiva de la justicia y la medida de la ética que, pensaba él, era el legado principal de la religión a la vida civilizada. Al alcanzar la edad adulta, y desde entonces ya para siempre, Marko tuvo su propia idea sobre el bien y el mal, idea que no compartía con el Estado. Le proporcionaba un medio para medir sus actos y los de los otros. Era algo que cuidaba bien en ocultar. Le sirvió como un ancla para su alma y, como un ancla, estaba escondida muy por debajo de la superficie visible.
Cuando siendo niño todavía luchaba con sus primeras dudas acerca de su país, nadie pudo haberlo sospechado. Como todos los chicos soviéticos, Ramius se unió a los Pequeños Octubristas, más tarde a los Jóvenes Pioneros. Desfiló en los lugares sagrados conmemorativos de batallas, con brillantes botas y bufanda color rojo sangre, y cumplió con gravedad las guardias ante los restos de algún soldado desconocido, estrechando contra su pecho una pistola ametralladora PPSh descargada con la espalda rígida frente a la llama eterna. La solemnidad de esa obligación no era accidental. Cuando niño, Marko estaba seguro de que esos valientes hombres cuyas tumbas guardaba él con tanta intensidad, habían encontrado su destino con la misma clase de desinteresado heroísmo que había visto representado en interminables películas de guerra en el cine local. Habían peleado contra los odiados alemanes para proteger a las mujeres, niños y ancianos que se encontraban detrás de las líneas. Y a la manera de los hijos de nobles de la antigua Rusia se sintió particularmente orgulloso de ser el hijo de un caudillo del partido. El partido —lo oyó cientos de veces antes de cumplir cinco años— era el Alma del Pueblo; la unidad de Partido, Pueblo y Nación era la santa trinidad de la Unión Soviética, aunque con uno de los segmentos más importante que los otros. Su padre encajaba fácilmente en la dinámica imagen de un entusiasta miembro del partido. Severo pero justo, con frecuencia estaba ausente para Marko; era un hombre ásperamente bondadoso, que llevaba a su hijo cuantos presentes podía y se preocupaba porque gozara de todas las ventajas a que tenía derecho el hijo de un secretario del partido.
Aunque en su exterior era el modelo del muchachito soviético interiormente Marko se preguntaba por qué aquello que aprendía de su padre y en la escuela estaba en conflicto con las enseñanzas anteriores de su niñez. ¿Por qué algunos padres se negaban a permitir que sus hijos jugaran con él? ¿Por qué cuando pasaba junto a ellos, sus compañeros del colegio susurraban stukach, el epíteto amargo y cruel del informante? Su padre y el partido enseñaban que informar era un acto de patriotismo, pero por haberlo hecho él una sola vez, en ese momento le volvían la espalda. Le dolían las burlas de sus compañeros, pero jamás se quejó a su padre, consciente de que eso sería una mala acción.
Algo estaba muy mal… pero ¿qué? Decidió que tendría que encontrar las respuestas por sí mismo. Por propia elección, Marko se hizo un individualista en su forma de pensar y así, sin saberlo, cometió el más grave de los pecados en el culto al comunismo. Manteniéndose exteriormente como el modelo del hijo de un miembro del partido, practicaba el juego cuidadosamente y de acuerdo con todas las reglas. Cumplía con sus obligaciones para con todas las organizaciones del partido, y era siempre el primer voluntario para las tareas serviciales asignadas a los muchachitos aspirantes a ingresar en el partido, actitud que él sabía era la única que conducía al éxito, o al menos al bienestar, en la Unión Soviética. Se convirtió en un buen deportista. No en deportes de equipo; se destacaba en atletismo, en el que podía competir individualmente y medir el empeño de los otros. A lo largo de los años aprendió a hacer lo mismo en todos sus esfuerzos, a observar y juzgar los actos de sus conciudadanos y autoridades con fría objetividad, detrás de un inexpresivo rostro que ocultaba sus conclusiones.
En el verano de su octavo año el curso de su vida sufrió un cambio definitivo. Cuando nadie quería jugar con el «pequeño stukach», él se alejaba caminando hasta los muelles de pesca de la pequeña localidad donde su abuela tenía su hogar. Una destartalada colección de viejas barcas de madera partía todas las mañanas siempre detrás de una columna de lanchas patrulleras conducidas por la MGB —como se conocía entonces a la KGB— con sus guardias de frontera, para recoger una modesta cosecha en el Golfo de Finlandia. Esa captura era suplemento de la dieta local con las necesarias proteínas y proporcionaba un minúsculo ingreso a los pescadores. Uno de los patrones de las barcas era el viejo Sasha. Ex oficial de la Marina del zar, había intervenido en el amotinamiento de la dotación del crucero Avrora contribuyendo a encender la chispa en la cadena de sucesos que cambiaron la faz del mundo. Marko no se enteró hasta muchos años después de que los tripulantes del Avrora se habían manifestado contra Lenin, siendo luego salvajemente dominados por los Guardias Rojos. Sasha pasó veinte años en los campos de trabajo por su participación en esa imprudencia colectiva, y sólo fue liberado al comenzar la Gran Guerra Patriótica. La Rodina había necesitado marinos experimentados para pilotear los barcos que entraban en los puertos de Múrmansk y Archangel, donde los aliados llevaban armas, alimentos y demás pertrechos que permiten funcionar a un ejército moderno. Sasha había aprendido la lección en el gulag: cumplió sus obligaciones con eficiencia, sin pedir compensación alguna. Después de la guerra le concedieron una especie de libertad por sus servicios: el derecho a ejecutar durísimos trabajos bajo sospecha perpetua.
En la época en que Marko lo conoció, Sasha tenía más de sesenta años; era un hombre casi calvo, de viejos músculos flojos, vista de marino y un especial talento para relatar cuentos que dejaban al muchacho con la boca abierta. Había sido guardiamarina a las órdenes del famoso almirante Marakov, en Port Arthur, en 1906. La reputación de Marakov como patriota y hombre de mar combativo y de iniciativa fue probablemente el marino más grande en la historia de Rusia era tan intachable que un gobierno comunista consideró aceptable bautizar con su nombre un crucero lanzamisiles en su memoria. Cauteloso al principio por la fama que habían hecho al muchacho, Sasha pronto vio en él algo que faltaba a los otros. El chico sin amigos y el marinero sin familia se hicieron camaradas. Sasha pasaba horas contando y volviendo a contar cómo había actuado él en el buque insignia del almirante, el Petropavlovsk, y participado en la única victoria rusa contra los odiados japoneses… aunque luego su acorazado se hundió y el almirante resultó muerto por la explosión de una mina cuando regresaban a puerto. Después de eso, Sasha condujo a sus hombres como infantes de marina, ganando tres condecoraciones por valor bajo el fuego. Esa experiencia agitó seriamente al muchacho. Le enseñó lo que era la estúpida corrupción del régimen zarista y lo convenció para unirse a uno de los primeros soviet navales, cuando semejante actitud significaba una muerte cierta en manos de la policía secreta del zar, la okhrana. El viejo le relató su propia versión de la Revolución de Octubre, desde el emocionado punto de vista de un testigo viviente. Pero Sasha fue muy cuidadoso en omitir las últimas partes.
Llevaba a Marko a navegar con él, y le enseñó los fundamentos de marinería que decidieron a un chico de menos de nueve años que su destino estaba en el mar. En el mar existía una libertad que nunca podría tener en tierra. Había en ello un encanto que emocionó al hombre que crecía dentro del niño. Había también peligros, pero en una serie de lecciones simples y efectivas que duraron todo el verano, Sasha enseñó al muchacho que la preparación, los conocimientos y la disciplina pueden vencer cualquier forma de peligro; que, enfrentado apropiadamente, el peligro no es nada que el hombre deba temer. Años más tarde, Marko solía reflexionar a menudo sobre lo valioso que había sido para él aquel verano, y se preguntaba hasta dónde podía Sasha haber continuado su carrera si no hubiera sido interrumpida por otros sucesos.
Marko habló a su padre sobre Sasha a finales de ese largo verano báltico, y lo llevó para que conociera al viejo lobo de mar. Ramius padre quedó tan impresionado con él y con lo que había hecho por su hijo que tomó medidas para que Sasha asumiera el mando de un barco mayor y más nuevo, y lo hizo adelantar en la lista de espera para un nuevo apartamento. Marko llegó casi a creer que el partido podía hacer una buena obra, y que él personalmente había consumado su primera y varonil buena obra. Pero el viejo Sasha murió el invierno siguiente, y la buena obra quedó en la nada. Muchos años después Marko se dio cuenta de que no había llegado nunca a conocer el apellido de su amigo. Aún después de tantos años de fieles servicios a la Rodina, Sasha había sido una no-persona.
A los trece años, Marko viajó a Leningrado para asistir a la Escuela Nakhimov. Allí decidió que él también llegaría a ser un oficial naval profesional. Marko iba a sentirse atraído por la misma necesidad de búsqueda de aventuras que durante siglos había llevado al mar a tantos jóvenes. La Escuela Nakhimov era un instituto preparatorio especial para adolescentes aspirantes a la carrera del mar y que tenía una duración de tres años. En esa época, la Marina soviética era poco más que una fuerza de defensa de costas; pero Marko tenía enormes deseos de pertenecer a ella. Su padre lo incitaba para que dedicara su vida al trabajo en el partido, prometiéndole rápidas promociones, una vida cómoda y llena de privilegios. Pero Marko quería ganar por sus propios méritos cualquier cosa que obtuviera y no ser recordado como un apéndice del «libertador», de Lituania. Y una vida en el mar le ofrecía encantos y emociones que hasta le harían tolerable servir al Estado. La Marina tenía aún una limitada tradición sobre la que se podía construir.
Marko tuvo la impresión de que allí había sitio para progresar, y vio que muchos aspirantes a cadetes navales eran como él, sino inconformistas, al menos tan próximos al inconformismo como puede ser posible en una sociedad cerradamente controlada como era la suya. El joven adolescente tuvo éxito en su primera experiencia en camaradería.
Próxima la graduación, expusieron a su clase los diversos componentes de la flota rusa. Al instante Ramius se enamoró de los submarinos. En esa época eran pequeños, sucios y apestaban desde las abiertas sentinas que las dotaciones usaban a manera de letrinas. Al mismo tiempo, los submarinos eran la única arma ofensiva que tenía la Marina y, desde el principio, Marko quiso estar en el afilado borde. Había oído bastantes conferencias sobre historia naval como para saber que los submarinos habían estado dos veces a punto de estrangular el imperio marítimo inglés, y mutilado con éxito la economía del Japón. Eso le había causado gran placer; se alegraba de que los norteamericanos hubieran aplastado a la marina japonesa que tan cerca había estado de matar a su maestro.
Salió de la Escuela Nakhimov primero de su promoción y ganador del sextante dorado por sus calificaciones en teoría de la navegación. Por ser el primero de su clase, permitieron a Marko que eligiera su futura escuela. Eligió la Escuela Naval Superior para Navegación Submarina, llamada por el Komsomol de Lenin VVMUPP, que es todavía la principal escuela de submarinos de la Unión Soviética.
Sus cinco años en la VVMUPP fueron los más exigentes de su vida, más aún porque estaba resuelto no sólo a cursar con éxito sino a sobresalir. Durante todos los años fue primero en su clase, en todas las materias. Dedicó su ensayo sobre la significación política del poder naval soviético a Sergey Georgiyevich Gorshkov, comandante en jefe en ese momento de la Flota del Báltico y sin duda el futuro jefe de la Marina soviética. Gorshkov dispuso que el ensayo se publicara en el Morskoi Sbontik (Colecciones Navales), el principal diario naval soviético. Era un modelo de pensamiento progresista del partido citaba seis veces a Lenin.
En esa época el padre de Marko fue candidato a miembro del Presidium, como se llamaba entonces al Politburó y estaba muy orgulloso de su hijo. El viejo Ramius no era ningún tonto. Finalmente reconoció que la Flota Roja era una flor en crecimiento y que algún día su hijo tendría en ella una posición de importancia. Su influencia hizo mover rápidamente la carrera del muchacho.
A los treinta años Marko tuvo su primer comando y una esposa nueva. Natalia Bogdanova era hija de otro miembro del Presidium cuyas obligaciones diplomáticas lo habían llevado con su familia por todo el mundo. Natalia nunca había sido una niña muy saludable. No pudieron tener hijos; cada uno de sus tres intentos había terminado en aborto y el último de ellos le había costado casi la vida. Era una mujer bonita y delicada, sofisticada según las pautas rusas, que pulió el pasable inglés de su marido con libros norteamericanos y británicos (políticamente aprobados, para estar seguros) que representaban por lo general el pensamiento de izquierdistas occidentales, pero también ciertas nociones de genuina literatura que incluían a Hemingway, Twain y Upton Sinclair. Junto con su carrera naval Natalia había sido el centro de su existencia. Su vida matrimonial estaba jalonada por prolongadas ausencias y gozosos regresos, que hacían su amor aún más precioso de lo que podía haber sido.
Cuando comenzó la construcción de la primera clase de submarinos soviéticos de propulsión nuclear, Marko asistió a los astilleros para aprender cómo eran diseñados y construidos esos tiburones de acero. Pronto cobró fama de hombre muy difícil de complacer en su condición de joven inspector de control de calidad. Su propia vida —tenía conciencia de ello— dependería de la habilidad de esos soldadores y armadores, a menudo borrachos. Se transformó en un experto en ingeniería nuclear, pasó dos años como starpon [8], y luego obtuvo su primer comando nuclear. Era un submarino nuclear de ataque clase November, el primer intento importante de los soviéticos para hacer un buque de ataque de largo alcance y de buenas condiciones de combate, para amenazar a las marinas y líneas de comunicaciones occidentales. Menos de un mes más tarde, una nave gemela sufrió un grave accidente en su reactor nuclear frente a las costas de Noruega, y Marko fue el primero en llegar al lugar. De acuerdo con lo ordenado, rescató con éxito a la tripulación y luego hundió el submarino inutilizado para evitar que las marinas occidentales conocieran sus secretos. Cumplió ambas misiones con absoluta eficacia, un esfuerzo notable para un joven comandante. El buen desempeño era algo que siempre debía recompensarse a sus subordinados, pensaba Marko, considerándolo importante. Y el comandante de la flota en ese momento pensaba igual que él. Pronto trasladaron a Marko a un nuevo submarino de la clase Charlie I.
Eran los hombres como Ramius los que salían a desafiar a los norteamericanos y a los británicos. Pero Marko no se hacía muchas ilusiones. Sabía que los norteamericanos tenían gran experiencia en la guerra naval —el más grande de sus propios guerreros, Jones había servido cierta vez en la marina rusa para la zarina Catalina—. Sus submarinistas eran legendarios por su capacidad y destreza, y Ramius se encontraba enfrentado contra los últimos norteamericanos que tenían experiencia de guerra, hombres que habían soportado el sudor del miedo en el combate bajo las aguas, derrotando totalmente a una marina moderna. El grave juego mortal de esconderse y buscar que él practicaba con ellos no era fácil, porque —además— tenían submarinos que se hallaban años adelante de los diseños soviéticos. Pero no pasaba tiempo sin algunas victorias.
Ramius aprendió gradualmente a practicar las reglas norteamericanas, entrenando cuidadosamente a sus oficiales y tripulantes. Sus dotaciones alcanzaban raramente el grado de preparación que él deseaba —sigue siendo el mayor problema de la Marina Soviética—, pero mientras otros comandantes insultaban a sus hombres por sus fallos, Marko corregía los fallos de los suyos. A su primer submarino, clase Charlie lo llamaron la Academia de Vilna. Eso era en parte una infamia, una calumnia contra su origen medio lituano, aunque como había nacido en Leningrado, hijo de un ruso puro, su pasaporte interno lo calificaba también a él como tal. Pero fundamentalmente era un reconocimiento de que los oficiales llevaban a él a medio entrenar lo abandonaban con aptitud avanzada y listos para un eventual comando. Lo mismo era cierto con respecto a sus tripulantes que conscriptos. Ramius no permitía el desconcertante y bajo sistema del terror, normal entre los militares soviéticos. Consideraba que su tarea consistía en formar marinos, y originó una cantidad mayor de reingresos que ningún otro comandante de submarinos. Más de una novena parte de los michmaniy en la fuerza de submarinos de la Flota del Norte eran profesionales entrenados por Ramius. A sus camaradas comandantes de submarinos les encantaba recibir a bordo a sus starshini, y más de uno de éstos pasaba a la escuela de oficiales.
Después de dieciocho meses de trabajo duro y entrenamiento intenso, Marko y su Academia de Vilna estaban listos para practicar su juego de zorro y sabuesos. Se encontró accidentalmente con el USS Triton, en el Mar de Noruega, y lo acosó despiadadamente durante doce horas. Más tarde se enteró, con gran satisfacción, que poco después de eso el Triton había sido retirado del servicio porque, se decía, la nave —excesivamente grande— no podía competir con los últimos diseños soviéticos. A los submarinos británicos y noruegos equipados con motores diesel que descubría ocasionalmente tomando aire con sus schnorkels [9] los hostigaba cruelmente, sometiéndolos a veces a maliciosas excitaciones de sus sonares. En cierta oportunidad llegó a dominar un submarino lanzamisiles norteamericano, logrando mantener contacto con él durante casi dos horas, hasta que finalmente desapareció como un fantasma en las negras aguas.
El rápido crecimiento de la Marina Soviética y la necesidad de oficiales calificados cuando aún se hallaba en los comienzos de su carrera impidieron a Ramius asistir a la Academia Frunze. Éste era normalmente un sine qua non para continuar adelantando profesionalmente en cualquiera de las fuerzas armadas soviéticas. Frunze, en Moscú, cerca del antiguo Monasterio Novodevichiy, se llamaba así en memoria de un héroe de la Revolución. Era la escuela fundamental para todos aquellos que aspiraban al alto mando, y aunque Ramius no la había cursado como alumno, su habilidad y coraje como comandante operacional le valieron un nombramiento de instructor. Fue algo ganado exclusivamente por sus méritos, en lo que la alta posición de su padre nada influyó. Tuvo gran importancia para Ramius.
El jefe de la sección naval en Frunze se complacía en presentar a Marko como «nuestro piloto de pruebas en submarinos». Sus clases constituían una verdadera atracción, no sólo para los oficiales navales de la academia sino también para muchos otros que iban a escuchar las conferencias sobre historia naval y estrategia en el mar. Durante los fines de semana que pasaba en la dacha oficial de su padre en la localidad de Zhukova-1, escribía manuales para el manejo de submarinos y el entrenamiento de las dotaciones, y especificaciones para el submarino ideal de ataque. Algunas de sus ideas habían sido lo suficientemente controvertidas como para inquietar a su antiguo patrocinador, Gorshkov, quien era en esa época comandante en jefe de toda la Marina soviética; pero el viejo almirante no estaba del todo disgustado.
Ramius proponía que los oficiales submarinistas trabajaran en una sola clase de buques —mejor aún, en el mismo buque— durante años, pues era lo más conveniente para que aprendieran su profesión y conocieran las aptitudes de sus naves. Los comandantes avezados, sugería, no debían ser obligados a abandonar sus mandos para promoverlos a cargos que los ataban a un escritorio. En eso alababa las prácticas del Ejército Rojo, que dejaba en su puesto a un comandante de unidad tanto tiempo como él quería y deliberadamente contrastaba su punto de vista sobre el asunto con las modalidades de las marinas imperialistas. Hacía hincapié en la necesidad de alargar los entrenamientos con la flota, de incorporar a los hombres durante tiempos más prolongados, y por mejorar las condiciones de vida de los submarinos. Algunas de sus ideas encontraron oídos bien predispuestos en el alto comando. Otras no, y así fue cómo Ramius no llegó nunca a tener insignia de almirante, cómo Ramius no llegó nunca a tener insignia de almirante. Pero ya en esa época no le importaba. Amaba demasiado a sus submarinos como para dejarlos alguna vez por un escuadrón, y ni siquiera por el mando de una flota.
Después de terminar en Frunze, se convirtió realmente en piloto de pruebas para submarinos. Marko Ramius, en ese momento con el grado de capitán de navío, debía sacar la primera de las naves de todas las clases de submarinos, para «escribir el libro» sobre sus fortalezas y debilidades, para desarrollar todas las técnicas operacionales y las guías de entrenamiento. El primero de los Alfa fue suyo, y los primeros de los Delta y de los Typhoon. A excepción de un contratiempo extraordinario con un Alfa, su carrera había sido una serie ininterrumpida de éxitos.
A lo largo de ella, Ramius fue el maestro de muchos oficiales jóvenes. Se preguntaba a menudo qué habría pensado Sasha, cuando enseñaba el exigente arte de operar con submarinos a decenas y decenas de ansiosos muchachos. Muchos de ellos habían llegado ya a ser comandantes. Otros habían fracasado. Ramius era un comandante que se ocupaba muy bien de aquellos que le gustaban… y se ocupaba.
Muy bien de los que no le gustaban. Otra de las razones por las cuales no llegó a ser almirante fue su constante posición negativa a promover oficiales cuyos padres fueran tan poderosos como el suyo pero cuyas aptitudes no satisfacían. Nunca aceptó favoritos cuando estaba en juego el servicio, y los hijos de media docena de altos dirigentes del partido fueron objeto de informes de calificación no satisfactorios a pesar de su activo compromiso en las conferencias semanales del partido. La mayoría de ellos se habían convertido en zampolit. Fue esa clase de integridad la que le valió ganarse la confianza del mando de la flota.
Cuando se presentaba una tarea realmente difícil, el nombre de Ramius era por lo general el primero que se consideraba para ponerlo al cargo.
También a lo largo de los años había reunido con él cierto número de jóvenes oficiales a quienes habían adoptado virtualmente Natalia y él. Eran sustitutos de la familia que Marko y su mujer no llegaron a tener. Ramius se encontró en el papel de guía de hombres que se parecían mucho a él, con dudas largamente reprimidas sobre la conducción de su país. Era un hombre a quien resultaba fácil hablar, cuando el interlocutor le había dado pruebas adecuadas de sí mismo. A quienes tenían dudas políticas y a los que se quejaban únicamente, les daba el mismo consejo: «Únase al partido». Casi todos eran ya miembros del Komsomol, naturalmente, y Marko los incitaba para que dieran un paso más. Ése era el precio para hacer carrera en el mar, y, guiados por su propia vocación de aventuras la mayor parte de los oficiales pagaba ese precio. Al mismo Ramius le habían permitido ingresar en el partido a los dieciocho años, la menor edad posible, gracias a la influencia de su padre. Sus charlas ocasionales en las reuniones semanales de partido eran recitados perfectos de la línea del partido. No era difícil, decía a sus oficiales con paciencia. Todo lo que tienen que hacer es repetir lo que dice el partido… cambiando sólo ligeramente las palabras. Eso era mucho más fácil que la navegación… ¡sólo era necesario observar al oficial político para comprobarlo! Ramius adquirió fama de ser un comandante cuyos oficiales eran tanto eficientes como modelos de política. Era uno de los mejores reclutadores del partido en la Marina.
Luego murió su esposa. Ramius estaba en puerto en ese momento, lo que no era extraño en un comandante de submarino lanzamisiles. Tenía su propia dacha en los bosques del oeste de Polyarnyy, su propio automóvil Zighuli, el vehículo cuyo oficial y el conductor que se asignaba a todos aquellos que tenían un correspondían a su jerarquía y a numerosas comodidades que su linaje. Era miembro de la elite del partido de modo que cuando Natalia se quejó de dolores abdominales, la ida a la clínica del Cuarto Departamento —que atendía solamente a los privilegiados— había sido un error natural. Había un dicho en la Unión Soviética: Pisos de parqué, doctores okay. Había visto con vida por última vez a su mujer acostada en una camilla, sonriendo mientras la llevaban a la sala de operaciones.
El cirujano citado al hospital había llegado tarde, y borracho y se tomó demasiado tiempo aspirando oxígeno puro para recuperar la sobriedad, antes de comenzar el sencillo procedimiento de quitar un apéndice inflamado. El órgano hinchado se reventó cuando el médico estaba retirando tejido para alcanzarlo. Se produjo de inmediato un caso de peritonitis, complicado por la perforación del intestino causada por el cirujano en su torpe urgencia por reparar el daño.
Trataron a Natalia con una terapia de antibióticos, pero había escasez de medicamentos. Los productos extranjeros —generalmente franceses— utilizados en las clínicas del Cuarto Departamento se habían terminado. Los sustituyeron con antibióticos soviéticos, medicamentos de «plan». Era práctica común en la industria soviética que los trabajadores ganaran bonos por fabricar bienes por encima de las cuotas establecidas, bienes que burlaban cualquier control de calidad existente en el sistema. Esa particular partida de antibióticos jamás había sido inspeccionada ni probada. Y probablemente las ampollas estaban llenas de agua destilada en lugar de antibiótico. Marko lo supo al día siguiente. Natalia había entrado en un profundo shock y en coma, y murió antes de que la serie de errores pudiera enmendarse.
El funeral fue apropiadamente solemne, recordaba Ramius con amargura. Estaban allí todos los camaradas de su comando y más de cien hombres de la Marina a quienes había brindado su amistad, junto a los miembros de la familia de Natalia y representantes del Comité Central local del Partido. Marko había estado en navegación cuando murió su padre, y como conocía perfectamente el alcance de los crímenes cometidos por Aleksandr, la pérdida había producido poco efecto. La muerte de su esposa, en cambio, no fue menos que una catástrofe personal. Poco después del casamiento, Natalia bromeaba diciendo que todo marino necesita alguien a quien regresar, y que toda mujer necesita alguien a quien esperar. Había sido así de simple… e infinitamente más complejo, el matrimonio de dos personas inteligentes que durante quince años habían conocido las debilidades y fortalezas de cada uno y habían crecido cada vez más unidos.
Marko Ramius contempló el féretro cuando rodaba entrando en la cámara de cremación con los sombríos acordes de un réquiem clásico, deseando poder rezar por el alma de Natalia, con la esperanza de que la abuela Hilda hubiera estado en lo cierto, que existiera algo más allá de esa puerta de acero y esa masa de fuego. Sólo entonces lo golpeó todo el peso de lo ocurrido: el Estado le había robado más que a su esposa, le había robado la posibilidad de mitigar su dolor con la oración, le había robado la esperanza —aunque sólo fuera una ilusión— de volver a verla alguna vez. Natalia, suave y bondadosa, había sido su única felicidad desde aquel verano en el Báltico hacía tanto tiempo. En ese momento, esa felicidad estaba perdida para siempre. A medida que pasaban las semanas y los meses, se sentía atormentado por su recuerdo; un cierto peinado; cierta forma de caminar; cierta risa desatada en alguna calle o en una tienda de Murmansk era todo lo que necesitaba para que Natalia volviera al primer plano de su conciencia, y cuando pensaba en su pérdida dejaba de ser un oficial naval profesional.
La vida de Natalia Bogdanova Ramius se había perdido en manos de un cirujano que estaba bebiendo mientras se hallaba de turno —delito que merecía una corte marcial en la Marina Soviética—, pero Marko no pudo hacer castigar al médico. Era hijo de un caudillo del Partido y su situación se encontraba asegurada por sus padrinos. La vida de Natalia pudo haberse salvado con una adecuada medicación pero no había cantidad suficiente de drogas extranjeras, y los productos farmacéuticos soviéticos no eran fiables. No se pudo hacer pagar al médico; tampoco se pudo hacer pagar a los operarios farmacéuticos… esa idea iba y venía por su mente alimentando su furia, hasta que decidió que el Estado pagaría por ello.
Le había llevado varias semanas conformar el plan, producto del entrenamiento obtenido durante su carrera y de su capacidad de planificación. Cuando reiniciaron la construcción del Octubre Rojo después de un intervalo de dos años, Ramius supo que él sería el comandante. Había contribuido en el diseño de su revolucionario sistema de propulsión e inspeccionado el modelo que operó durante varios años en el Mar Caspio en absoluto secreto. Solicitó ser liberado de su mando para poder concentrarse en la construcción y puesta a punto del Octubre Rojo y seleccionar y entrenar con anticipación a sus oficiales, lo antes posible para poder poner al submarino lanzamisiles en total capacidad operativa. La solicitud fue autorizada por el comandante de la Flota del Norte de la Enseña Roja, un hombre sentimental que también había llorado en el funeral de Natalia.
Ramius sabía desde un comienzo quiénes habrían de ser sus oficiales. Todos graduados de la Academia de Vilna, muchos de ellos «hijos», de Marko y Natalia, eran hombres que debían su posición y su grado a Ramius; hombres que protestaban contra la ineptitud de su país para construir submarinos dignos de su propia preparación y habilidad; hombres que habían ingresado en el partido como les dijeron y que luego se sintieron cada vez más insatisfechos con la Madre Patria, al comprender que el precio del progreso era prostituir las mentes y las almas, para convertirse en un loro bien pagado con chaqueta azul, en quienes cada recitado del partido era un áspero ejercicio de autocontrol. En su mayoría, eran hombres para quienes ese paso degradante no había dado frutos. En la Marina soviética había tres caminos hacia el progreso. Un hombre podía hacerse zampolit y convertirse en un paria entre sus pares. O ser oficial de navegación y avanzar hacia su propio mando. O ser desviado a una especialidad en la cual podía progresar en grado y paga… pero nunca llegar al mando propio. Así era que un jefe de máquinas en un buque de guerra soviético podía tener un grado más alto que su comandante y, a pesar de ello, ser su subordinado.
Ramius observó a los oficiales que rodeaban la mesa. A muchos de ellos no se les había permitido aplicarse a la búsqueda de las metas deseadas en su carrera, a pesar de su eficiencia y de su pertenencia al partido. La menor infracción de su juventud —en cierto caso, un acto cometido a los ocho años— había sido determinante para que nunca más se tuviera confianza en dos de ellos. El oficial de misiles era judío, y aunque sus padres habían sido siempre comunistas declarados y comprometidos, ni ellos ni su hijo gozaron jamás de una confianza total. Otro oficial tenía un hermano mayor que se había manifestado contra la invasión de Checoslovaquia en 1968 con lo cual había llevado la desgracia a toda su familia. Melekhin, el jefe de máquinas, del mismo grado que Ramius, no había sido nunca autorizado a hacer carrera hacia la meta de comandante porque sus superiores querían que fuera ingeniero. Borodin, que estaba ya en condiciones de tener mando propio, había acusado una vez a un zampolit de homosexual; pero el acusado era hijo del zampolit jefe, en la Flota del Norte. Existen muchos caminos hacia la traición.
—¿Y qué ocurrirá si nos localizan? —especuló Kamarov.
—Dudo que ni siquiera los norteamericanos puedan encontrarnos mientras opera la oruga. Y estoy seguro de que nuestros propios submarinos no pueden hacerlo. Camaradas, yo ayudé a diseñar este buque —dijo Ramius.
—¿Qué pasará con nosotros? —murmuró el oficial de misiles.
—Primero debemos cumplir la tarea que tenemos entre manos. Un oficial que mira demasiado lejos tropieza con sus propias botas.
—Estarán buscándonos —dijo Borodin.
—Por supuesto —sonrió Ramius—, pero no sabrán dónde buscar hasta que ya sea demasiado tarde. Camaradas, nuestra misión es evitar la detección. Y eso es lo que haremos.