El Octubre Rojo.
Era costumbre en la Marina soviética que el comandante anunciara las órdenes operativas de su buque y exhortara a la dotación a llevarlas a buen término con un verdadero espíritu soviético. Luego se colocaban las órdenes en los tableros para que todos las vieran —y se inspiraran en ellas— junto a la puerta de la Sala Lenin de la nave. En los grandes buques de superficie ésa era un aula donde se impartían clases de formación política. En el Octubre Rojo era una biblioteca del tamaño de un armario, cerca de la cámara de oficiales, donde se guardaban los libros del partido y otro material ideológico para que lo leyeran los hombres.
Ramius reveló sus órdenes al día siguiente de la partida para dar a sus hombres la oportunidad de que se adaptaran a la rutina del buque. Al mismo tiempo pronunció unas palabras en tono vehemente. Ramius era siempre bueno para eso. Había tenido mucha práctica. A las ocho después de instalada la guardia de la mañana entró en la sala de control y sacó algunas tarjetas de archivo de un bolsillo interior de su chaqueta.
—¡Camaradas! —comenzó, hablando por el micrófono—, les habla el comandante. Todos ustedes saben que nuestro querido amigo y camarada, el capitán Iván Yurievich Putin, murió ayer en un trágico accidente. Nuestras órdenes no nos permiten informar al mando de la flota. Camaradas, dedicaremos nuestros esfuerzos y nuestros trabajos a la memoria de nuestro camarada, Iván Yurievich Putin… un excelente compañero de a bordo, un honorable miembro del partido y un valiente oficial.
—¡Camaradas! ¡Oficiales y tripulantes del Octubre Rojo! ¡Tenemos órdenes del Alto Mando de la Flota del Norte de la Enseña Roja, y son órdenes dignas de esta nave y de su dotación!
—¡Camaradas! Nuestras órdenes consisten en efectuar las últimas pruebas de nuestro nuevo sistema silencioso de propulsión. Tenemos que poner rumbo al oeste, pasar el Cabo Norte del Estado títere de la imperialista Norteamérica, Noruega, luego virar al sudoeste hacia El Océano Atlántico. ¡Pasaremos todas las redes imperialistas de sonar, y no seremos detectados! Ésta será una verdadera prueba de nuestro submarino y de sus aptitudes. Nuestras propias naves intervendrán en un ejercicio mayor para localizarnos, y, al mismo tiempo, para confundir a las arrogantes marinas imperialistas. Nuestra misión, ante todo, es evadir toda detección, cualquiera sea su origen. ¡Daremos una lección a los norteamericanos con respecto a la tecnología soviética que no olvidarán! Tenemos órdenes de continuar hacia el sudoeste, bordeando las costas de Estados Unidos, para desafiar y vencer a sus mejores y más modernos submarinos de caza. Continuaremos todo el camino hasta reunirnos con nuestros hermanos socialistas de Cuba, y seremos el primer buque que hará uso de una nueva y supersecreta base de submarinos nucleares que hemos estado construyendo desde hace dos años, justo bajo las narices imperialistas en la costa sur de Cuba. Ya está en camino un buque nodriza de la flota para encontrarse allá con nosotros.
—¡Camaradas! Si tenemos éxito y alcanzamos Cuba sin ser detectados por los imperialistas, ¡y lo haremos!, los oficiales y el resto de la dotación del Octubre Rojo tendrán una semana, una semana, de licencia para visitar a nuestros fraternales camaradas socialistas en la hermosa isla de Cuba. Yo he estado allí, camaradas, y ustedes podrán comprobar que aquello es exactamente lo que han leído, un paraíso de brisas cálidas, palmeras y un fuerte sentimiento de amistad y camaradería. —Con lo que Ramius quería significar mujeres—. Después de eso, regresaremos a la Madre Patria por la misma ruta. Para entonces, por supuesto, los imperialistas ya sabrán quiénes y qué somos, gracias a sus furtivos espías y sus aviones que efectúan un cobarde reconocimiento. Existe la intención de que ellos conozcan todo esto, porque nuevamente evadiremos la detección en el viaje de regreso. Esto hará saber a los imperialistas que no pueden jugar con los hombres de la Marina soviética, que podemos acercarnos a sus costas en el momento en que nosotros queramos, ¡y que deben respetar a la Unión Soviética!
—¡Camaradas! ¡Haremos que la primera salida del Octubre Rojo sea una operación memorable Ramius levantó la mirada de su discurso preparado! Los hombres de guardia en la sala de control estaban intercambiando sonrisas. No era frecuente que un marino soviético fuera autorizado a visitar otro país, y una visita de un submarino nuclear a un país extranjero, aunque fuera un aliado, era algo que no tenía casi antecedentes.
Más aún, para los rusos, la isla de Cuba era tan exótica como Tahití, una tierra prometida con playas de blancas arenas y muchachas morenas. Otra cosa era lo que sabía Ramius. Había leído artículos en el Estrella Roja y otros diarios del Estado sobre las delicias del trabajo en Cuba. También había estado allí.
Ramius cambió las tarjetas que tenía en sus manos. Les había dado las buenas noticias.
—¡Camaradas! ¡Oficiales y tripulantes del Octubre Rojo! —Ahora las malas noticias que todos estaban esperando—. Ésta no ha de ser una misión fácil. Exigirá nuestros mejores esfuerzos. Debemos mantener absoluto silencio de radio, ¡y nuestras técnicas operativas deben ser perfectas! Las recompensas sólo llegan a quienes realmente las han ganado. ¡Cada oficial y cada tripulante de a bordo, desde su comandante hasta el más nuevo de los matros deberá cumplir su deber socialista y cumplirlo bien! Si trabajamos juntos como camaradas, como los Nuevos Hombres Soviéticos que somos, tendremos éxito. Ustedes, jóvenes camaradas que son nuevos en el mar: escuchen a sus oficiales, a sus michmaniy y a sus starshini. Aprendan bien sus roles y cúmplanlos exactamente. No hay trabajos pequeños en esta nave ni pequeñas responsabilidades. La vida de cada uno de nuestros camaradas depende de los demás. ¡Cumplan con sus obligaciones, sigan las órdenes y cuando hayamos completado este viaje serán verdaderos marinos Soviéticos! Es todo.
Ramius levantó el dedo del interruptor del micrófono y puso el aparato en su encastre. No fue un mal discurso, decidió… una gran zanahoria y una pequeña vara.
Hacia popa, en la cocina, un suboficial estaba de pie inmóvil, con un trozo de pan caliente en sus manos y mirando curiosamente el altavoz montado sobre el mamparo. Ésas no eran las órdenes que se suponía iban a recibir, ¿no? ¿Habría habido un cambio en los planes? El michman le indicó que continuara con sus tareas, sonriendo y bromeando ante la perspectiva de una semana en Cuba. Había oído contar muchas cosas sobre Cuba y las mujeres cubanas, y estaba deseando probar si eran ciertas.
En la sala de control, Ramius reflexionó en voz baja.
—Me gustaría saber si hay submarinos norteamericanos por aquí.
—Por cierto, camarada comandante —asintió el capitán de fragata Borodin, que estaba de guardia—. ¿Conectaremos la oruga?
—Proceda, camarada.
—Detener las máquinas por completo —ordenó Borodin.
—Detención total. —El cabo de guardia, un starshini, operó el dial del anunciador hasta la posición STOP. Instantes después la orden quedó confirmada por el dial interior, y pocos segundos más tarde el sonido sordo de las máquinas se desvaneció por completo.
Borodin levantó el teléfono y apretó el botón de la sala de máquinas.
—Camarada jefe de máquinas prepárese para conectar la oruga.
—Ése no era el nombre oficial del nuevo sistema de propulsión. En realidad, no tenía nombre alguno como tal, sólo un número de proyecto. El apodo oruga había sido idea de un joven ingeniero participante en el desarrollo del submarino. Ni Ramius ni Borodin sabían por qué, pero como ocurre a menudo con esos nombres, había persistido.
—Listo, camarada Borodin —informó en respuesta el jefe de máquinas un momento después.
—Abran las tapas anteriores y posteriores —ordenó seguidamente Borodin.
El michman de guardián levantó la mano hacia el tablero de control y movió cuatro llaves interruptoras. Las luces de posición que se encontraban sobre cada una de ellas cambiaron de rojas a verdes.
—Las luces indican tapas abiertas, camarada.
—Conecte la oruga. Aumente lentamente la velocidad hasta trece nudos.
—Aumento lento a uno-tres nudos, camarada —respondió el jefe de máquinas.
En el casco, donde se había producido un momentáneo silencio, se oía en ese momento un nuevo sonido. Los ruidos de máquinas eran más bajos y muy diferentes de lo que había sido. Los ruidos de la planta del reactor, en su mayoría originados por las bombas que hacían circular el agua de refrigeración, eran casi imperceptibles. La oruga no empleaba gran cantidad de potencia para su funcionamiento. En el puesto del michman, el indicador de velocidad, que había descendido hasta cinco nudos, empezaba a aumentar en ese momento de nuevo.
Delante de la sala de misiles, en un espacio pequeño destinado al alojamiento de la dotación, unos pocos hombres que dormían se movieron ligeramente en sus literas al notar a popa el ronroneo intermitente y el zumbido de los motores eléctricos a pocos metros de distancia, separados de ellos por el casco presurizado. En su primer día completo en el mar, se hallaban lo suficientemente cansados como para ignorar el ruido, y pronto se aferraron otra vez a su preciosa cuota de sueño.
—La oruga funcionando normalmente, camarada comandante —informó Borodin.
—Excelente. Timonel, ponga rumbo dos-seis-cero —fue la orden de Ramius.
—Dos-seis-cero, camarada. —El timonel hizo girar su rueda hacia la izquierda.
El USS Bremerton.
Treinta millas hacia el nordeste, el USS Bremerton, con un rumbo de dos-dos-cinco, acababa de emerger del pack de hielo. Era un submarino de ataque, clase 688, y había estado realizando una misión ELINT —espionaje sobre nuevos dispositivos bélicos electrónicos— en el Mar de Kara, cuando recibió órdenes de poner rumbo oeste hacia la Península Kola. Se suponía que el buque lanzamisiles ruso no iba a zarpar hasta la semana siguiente y el comandante del Bremerton.
Estaba molesto ante esa última rectificación de la información secreta. Él se habría encontrado en posición para perseguir al Octubre Rojo si la partida se hubiese producido en la fecha prevista. Aun así, los operadores de sonar norteamericanos habían captado al submarino soviético pocos minutos antes, a pesar de que se hallaban navegando a catorce nudos.
—Sala de control sonar.
El comandante Wilson levantó el teléfono.
—Aquí comandante, prosiga.
—Contacto perdido, señor. Hace unos minutos sus hélices se detuvieron y no han vuelto a ponerse en movimiento. Hay alguna otra actividad hacia el este, pero el submarino ha desaparecido.
—Muy bien. Es probable que haya disminuido el régimen y esté en deriva lenta. Pero seguiremos rastreándolo. Manténgase atento, jefe.
El comandante Wilson seguía pensando en eso mientras daba dos pasos hacia la mesa de la carta. Los dos oficiales del grupo de seguimiento y control de fuego, que habían estado conduciendo el seguimiento para el contacto, alzaron la mirada para conocer la opinión de su comandante.
—Si fuera yo, descendería hasta cerca del fondo y haría un lento círculo hacia la derecha, más o menos por aquí. —Wilson trazó aproximadamente un círculo sobre la carta, que encerraba la posición del Octubre Rojo—. Así que vamos a mantenernos sobre él rastreando. Reduciremos la velocidad a cinco nudos y veremos si podemos entrar y volver a detectar el ruido de la planta de su reactor. —Wilson se volvió hacia el oficial—: Reduzca la velocidad a cinco nudos.
—Comprendido, jefe.
Severomorsk, USSR.
En el edificio de la Central de Correos de Severomorsk, un empleado clasificador de correspondencia observó con fastidio al conductor del camión mientras volcaba sobre su mesa de trabajo una enorme saca de lona y se alejaba luego hacia la puerta. Llegaba tarde… bueno, no exactamente tarde, se corrigió a sí mismo el empleado, ya que ese imbécil no había llegado puntual ni una sola vez en cinco años. Era un sábado, y le molestaba tener que estar trabajando. Hacía pocos años habían implantado en la Unión Soviética la semana de cuarenta horas. Desgraciadamente, ese cambio no había correspondido a servicios públicos tan vitales como la entrega de correspondencia. De manera que, ahí estaba él, trabajando todavía en una semana de seis días… ¡y sin paga extra! Una desgracia, pensó, y lo había dicho con bastante frecuencia en su departamento mientras jugaba a los naipes con sus compañeros de trabajo, bebiendo vodka y comiendo pepinillos.
Desató la cuerda y volcó la saca. Cayeron varias bolsitas de menor tamaño. No tenía sentido apurarse. Era sólo el principio del mes y todavía le quedaban semanas para trasladar su cuota de cartas y paquetes de un lado del edificio al otro. En la Unión Soviética todos los trabajadores son del gobierno, y tienen un dicho: Mientras los patronos finjan pagarnos, nosotros fingiremos trabajar.
Al abrir una pequeña bolsa de correspondencia extrajo un sobre de aspecto oficial, dirigido a la Administración Política Principal de la Marina, en Moscú. El empleado se detuvo, palpando el sobre. Probablemente venía de uno de los submarinos estacionados en Polyarnyy, sobre el otro lado del fiordo. ¿Qué diría la carta?, se preguntó el clasificador, practicando el juego mental que divertía a los hombres de correos de todo el mundo. ¿Sería un anuncio de que todo estaba listo para el ataque final contra el Occidente imperialista? ¿Una lista de miembros del partido que estaban atrasados en el pago de sus obligaciones? ¿O una petición de mayor cantidad de papel higiénico? Era imposible saberlo. ¡Estos submarinistas! Eran todos prima donna… hasta los conscriptos campesinos que todavía estaban quitándose estiércol de los dedos de sus pies andaban por todos lados como si fueran miembros de la elite del partido.
El empleado tenía sesenta y dos años. En la Gran Guerra Patriótica había sido tanquista, prestando servicios en un cuerpo de guardia de tanques asignados al Primer Frente Ucraniano de Konev. Ése, se decía a sí mismo, era un trabajo de hombres; entrar en acción sobre uno de esos grandes carros de combate y saltando de ellos para dar caza a los infantes alemanes que se escondían temerosos en sus agujeros. Cuando había que hacer algo contra esas babosas ¡se hacía! ¿Y en qué se habían convertido en ese momento los combatientes soviéticos? Vivían a bordo de lujosos buques de línea con abundancia de buena comida y camas tibias. La única cama caliente que él había conocido estaba sobre la tubería de escape del diesel de su tanque… ¡y había tenido que pelear para eso! Era una locura ver en qué se había convertido el mundo. En ese momento los marineros actuaban como príncipes zaristas, escribían toneladas de cartas de un lado a otro, y a eso le llamaban trabajo. Esos niños mimados no sabían lo que eran el trabajo duro y las privaciones. ¡Y sus privilegios! Cualquier palabra que volcaban en un papel era correspondencia prioritaria. Cartas lloronas a sus novias, la mayoría de ellas, y él tenía que estar allí clasificándolas a todas, un sábado, para encargarse de que llegaran a sus mujeres… aunque no podrían tener respuesta hasta después de dos semanas. Ya nada era como en los viejos tiempos.
El clasificador lanzó el sobre, con un negligente movimiento de la muñeca, en dirección a la saca de correspondencia de superficie para Moscú, que se hallaba en el extremo opuesto de su mesa de trabajo. Pero no acertó, y el sobre cayó al piso de cemento. La carta sería depositada a bordo del tren un día más tarde. Al empleado no le importó. Aquella noche había un partido de hockey, el más importante de la nueva temporada, Ejército Central contra Alas. Había apostado un litro de vodka a favor de Alas.
Morrow, Inglaterra.
El mayor éxito popular de Halsey fue su mayor error. Al manifestarse a sí mismo como un héroe popular de legendaria agresividad, el almirante habría de cegar a las generaciones siguientes en cuanto a sus impresionantes aptitudes intelectuales y agudo instinto de jugador para…. Jack Ryan frunció el entrecejo frente a su computadora. Sonaba demasiado parecido a una disertación doctoral, y él ya había hecho una de ellas. Pensó borrar todo el párrafo del disco de memoria, pero decidió no hacerlo. Tenía que seguir esa línea de razonamiento en la introducción. Si bien era malo, servía como guía para lo que él quería decir. ¿Por qué será que las introducciones parecían ser siempre las partes más difíciles de los libros de historia? Hacía a tres años que estaba trabajando en Fighting Sailor [7], una autorizada biografía sobre el almirante de flota William Halsey. Casi todo el trabajo estaba contenido en media docena de discos que se hallaban junto a su computadora a Apple.
—¿Papito? —La hija de Ryan miraba fijamente hacia arriba a su padre.
—¿Cómo está hoy mi pequeña Sally?
—Muy bien.
Ryan alzo a la niña y la sentó sobre sus rodillas, cuidando de alejar un poco la silla del tablero de la computadora. Sally conocía los juegos y programas educativos, y a veces pensaba que eso significaba su capacitación para manejar cualquier tipo de programas. En cierta oportunidad el resultado había sido la pérdida de veinte mil palabras de un manuscrito, grabadas electrónicamente. Y una buena zurra.
Sally apoyó la cabecita contra el hombro de su padre.
—No pareces estar bien. ¿Qué le pasa a mi nenita?
—Bueno, ¿sabes, papito?, ya es casi Navidad y… yo no estoy segura de que Papá Noel sepa dónde estamos. Ahora no estamos donde estábamos el año pasado.
—¡Ah! Ya veo. ¿Y tienes miedo de que él no venga aquí?
—Ajá.
—¿Por qué no me lo preguntaste antes? Por supuesto que va a venir aquí. Te lo prometo.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Okay. —Besó a su padre y salió corriendo de la habitación, para volver a mirar dibujos animados en la tele, como la llamaban en Inglaterra. Ryan se alegró de que lo hubiera interrumpido. No quería olvidar que debía comprar algunas cosas cuando volara a Washington. Dónde estaba… ah, sí. Tomó un disco del cajón del escritorio y lo insertó en la computadora. Después de despejar la pantalla desarrolló la lista de Navidad, las cosas que aún tenía que conseguir.
Con una simple orden, la lista fue apareciendo en la impresora que estaba al lado. Ryan cortó la página y la guardó en su billetera. El trabajo no lo atraía ese sábado por la mañana. Decidió jugar con sus niños. Después de todo, tendría que estar clavado en Washington la mayor parte de la semana siguiente.
El V. K. Konovalov.
El submarino soviético V. K. Konovalov se deslizaba sobre el duro fondo de arena del Mar de Barents a tres nudos. Se hallaba en la esquina sudoeste de la cuadrícula 54-90 de la parrilla, y hacía ya diez y atrás sobre una línea horas que navegaba lentamente hacia delante y atrás sobre una línea norte-sur, esperando que llegara el Octubre Rojo para el comienzo del ejercicio HELADA DE OCTUBRE. El capitán de fragata Viktor Alexievich Tupolev se paseaba lentamente alrededor del pedestal del periscopio en la sala de control de su pequeño y veloz submarino de ataque. Estaba aguardando a que apareciera su viejo Maestro, con la esperanza de poder hacerle algunas jugarretas. Había estado a las órdenes del Maestro durante dos años. Fueron dos buenos años si bien había descubierto que su ex comandante mostraba un cierto cinismo, especialmente con respecto al partido, estaba dispuesto a testimoniar sin la menor duda sobre la capacidad y astucia de Ramius.
Y de la suya propia. Tupolev, que se encontraba en ese momento en su tercer año de mando, había sido uno de los alumnos sobresalientes del Maestro. Su nave actual era un flamante Alfa, el submarino más veloz que se había construido. Un mes antes, mientras Ramius se hallaba alistando el Octubre Rojo después de su ajuste inicial, Tupolev y tres de sus oficiales volaron para ver el submarino modelo que había sido utilizado como banco de prueba para el prototipo del sistema de propulsión. De treinta dos metros de largo e impulsado por un motor diesel eléctrico, tenía su base en el Mar Casio, lejos de los ojos espías de los imperialistas, y era mantenido en un dique cubierto para ocultar lo de sus satélites fotográficos. Ramius había intervenido en el desarrollo de la oruga, y Tupolev reconoció la marca del Maestro. Iba a ser un maldito para detectarlo. Aunque no del todo imposible. Después de seguir al modelo durante una semana alrededor del extremo norte del Mar Caspio en una lancha impulsada por un motor eléctrico, arrastrando el mejor equipo pasivo de sonar que había producido su país hasta el momento, pensó que había descubierto un punto débil. No era muy grande, pero lo suficientemente notable como para explotarlo.
Naturalmente, no había garantía alguna de éxito. Estaba compitiendo no sólo con una máquina, sino también con el capitán que la mandaba. Tupolev conocía la zona al dedillo. El agua era casi perfectamente isotérmica; no había ninguna capa térmica como para que un submarino pudiera esconderse debajo de ella. Estaban a suficiente distancia de los ríos de agua fría del norte de Rusia como para preocuparse por remolinos y paredes de salinidad variable que pudieran interferir en las búsquedas del sonar. El Konovalov estaba equipado con los mejores sistemas de sonar producidos hasta entonces por la Unión Soviética, copiados fielmente del francés DUUV-23 y ligeramente mejorados, según opinaban los técnicos de la fábrica.
Tupolev planeó imitar la táctica norteamericana de derivar lentamente, con la velocidad mínima suficiente como para mantener el gobierno de la nave, en perfecto silencio, y esperando que el Octubre Rojo se cruzara en su camino. Seguiría entonces de cerca a su presa y registraría cada cambio de rumbo y de velocidad, de modo que, cuando pocas semanas después compararan los registros, el Maestro vería que su antiguo alumno había jugado su propio juego victorioso.
Ya era hora de que alguien lo hiciera.
—¿Algo nuevo en el sonar? —Tupolev estaba poniéndose tenso. Le costaba mantener la paciencia.
—Nada nuevo, camarada comandante. —El starpon dio un golpecito en la X que marcaba en la carta la posición del Rokossovskiy, un submarino lanzamisiles de la clase Delta, que habían estado rastreando durante varias horas en la misma zona del ejercicio—. Nuestros amigos siguen todavía navegando en un círculo lento. ¿Cree usted que el Rokossovskiy pueda estar tratando de confundirnos? ¿No lo habría arreglado el capitán Ramius para que él esté aquí, y complicarnos nuestra tarea?
La idea también se le había ocurrido a Tupolev.
—Quizá, pero no es probable. Este ejercicio fue preparado por Korov personalmente. Las órdenes para nuestra misión estaban selladas, y las de Marko también debieron estarlo. Aunque el almirante Korov es un viejo amigo de nuestro Marko. —Tupolev hizo una pequeña pausa y sacudió la cabeza—. No. Korov es un hombre de honor. Yo creo que Ramius está acercándose en esta dirección tan lentamente como puede. Para ponernos nerviosos para que perdamos la confianza en nosotros mismos. Él sabrá que estamos dispuestos a darle caza, y ajustará sus planes convenientemente. Podría intentar entrar en la cuadrícula desde una dirección inesperada… o hacernos creer que lo hará así. Usted nunca ha prestado servicios con Ramius, camarada teniente. Es un zorro, eso un viejo zorro de bigotes grises. Creo que vamos a continuar patrullando como estamos durante otras cuatro horas. Si hasta entonces no lo hemos detectado, cruzaremos hasta la esquina sudeste de la cuadrícula y empezaremos a trabajar hacia el centro. Sí.
Tupolev no había esperado en ningún momento que aquello fuera fácil. Ningún comandante de submarinos de ataque había logrado nunca poner en aprietos a Ramius. Él estaba decidido a ser el primero y la dificultad de la tarea no haría más que confirmar su propia habilidad. En uno o dos años. Tupolev se había propuesto ser el nuevo Maestro.