EL PRIMER DÍA

Viernes, 3 de diciembre

El Octubre Rojo.

El capitán de navío de la Marina soviética Marko Ramius vestía las ropas especiales para el Ártico que eran reglamentarias en la base de submarinos de la Flota del Norte, en Polyarnyy. Lo envolvían cinco capas de lana y tela encerada. Un sucio remolcador de puerto empujaba la proa de su submarino hacia el norte para enfrentar el canal. Durante dos interminables meses su Octubre Rojo había estado encerrado en uno de los diques —convertido en ese momento en una caja de cemento llena de agua— construidos especialmente para proteger de las severas condiciones ambientales a los submarinos lanzamisiles estratégicos. Desde uno de sus bordes, una cantidad de marinos y trabajadores del astillero contemplaba la partida de su nave con la flemática modalidad rusa, sin el más mínimo agitar de brazos ni un solo grito de entusiasmo.

—Máquinas adelante lentamente, Kamarov —ordenó. El remolcador se apartó del camino y Ramius echó una mirada hacia popa para ver el agua revuelta por fuerza de las dos hélices de bronce.

El comandante del remolcador saludó con el brazo. Ramius devolvió el saludo. El remolcador había cumplido una tarea sencilla, pero lo había hecho rápido y bien. El Octubre Rojo, un submarino de la clase Typhoon, se movía en ese momento con su propia potencia hacia el canal marítimo principal del fiordo Kola.

—Ahí está el Purga, comandante. —Gregoriy Kamarov señaló en dirección al rompehielos que habría de escoltarlos hacia el mar. Ramius asintió. Las dos horas requeridas para transitar el canal no iban a poner a prueba sus facultades marineras, pero sí su aguante. Soplaba un frío viento del norte, la única clase de viento norte en esa parte del mundo. El final del otoño había sido sorprendentemente benigno, y la precipitación de nieve casi insignificante, en una zona donde era habitual medirla en metros; luego, una semana antes de la partida, una fuerte tormenta de invierno había arrasado las costas de Múrmansk, haciendo pedazos el pack de hielo del Ártico. El rompehielos no era ninguna formalidad. El Purga iba a apartar a un lado cualquier trozo de hielo que pudiera haber derivado durante la noche introduciéndose en el canal. No sería nada bueno para la Marina soviética que su más moderno submarino lanzamisiles resultara dañado por un errante pedazo de agua congelada.

El mar estaba agitado en el fiordo, revueltas sus aguas por el fuerte viento. Las olas comenzaron a barrer la proa esférica del Octubre, rodando hacia atrás sobre la plana cubierta de misiles que se extendía delante de la imponente torreta negra. Las aguas estaban cubiertas por una capa de aceite proveniente de las sentinas de innumerables buques, suciedad que no habría de evaporarse en esas bajas temperaturas y que dejaba marcado un anillo negro en las paredes rocosas del fiordo, como si fueran las huellas del baño de un desaseado gigante. Una semejanza perfectamente apropiada, pensó Ramius. Al gigante soviético poco le importaba la suciedad que esparcía sobre la superficie de la tierra, rezongó para sus adentros. Había aprendido a navegar de niño, en barcos costeros de pescadores, y sabía lo que era estar en armonía con la naturaleza.

—Aumentar la velocidad a un tercio —dijo. Kamarov repitió la orden de su comandante por el teléfono del puente. La agitación del agua se hizo más evidente cuando el Octubre se puso a la popa del Purga. El teniente de navío Kamarov era el navegante del submarino; su puesto anterior había sido el de piloto de puerto para los grandes buques de combate basados en ambos lados de la amplia ensenada. Los dos oficiales mantenían una atenta mirada sobre el rompehielos que navegaba delante, a trescientos metros. En la cubierta de popa del Purga se movía un puñado de tripulantes que golpeaban el suelo con sus pies para combatir el frío; uno de ellos llevaba el delantal blanco del cocinero del buque. Querían presenciar el primer crucero operacional del Octubre Rojo, aunque, por otra parte, un marino haría prácticamente cualquier cosa para romper la monotonía de sus tareas.

En otras circunstancias Ramius se habría sentido irritado por el hecho de que su buque fuera acompañado en la salida —el canal era allí amplio y profundo— pero no ese día. El hielo era algo que lo preocupaba. Y en cuanto a preocupaciones, había para Ramius muchísimo más.

—Bueno, mi comandante, ¡otra vez salimos al mar para servir y proteger la Rodina! —El capitán de fragata Iván Yurievich Putin asomó la cabeza a través de la escotilla, sin permiso, como era su costumbre, y trepó la escalerilla con la torpeza propia de un hombre de tierra.

La diminuta estación de control estaba ya llena de gente con el comandante, el navegante y un silencioso hombre de guardia.

Putin era el zampolit [1] del buque. Todo lo que él hacía era para servir a la Rodina [2], palabra que tenía místicas connotaciones para un ruso y que, junto con V. I. Lenin, era, en el partido comunista, el sustituto de una verdadera divinidad.

—Así es, Iván —respondió Ramius con mejor ánimo del que realmente sentía— Dos semanas en el mar. Es bueno salir del puerto. El marino pertenece al mar, y no es bueno estar allí atado, rebasado por burócratas y obreros de botas sucias. Y tendremos un poco más de calor.

—¿Esto le parece frío? —preguntó Putin, incrédulo.

Por centésima vez Ramius se dijo que Putin era el perfecto oficial político. Su voz sonaba siempre demasiado fuerte, su humor era demasiado afectado. Jamás permitía a nadie olvidar quién era él. El perfecto oficial político, Putin, era un hombre temible.

—He estado demasiado tiempo en submarinos, amigo mío. Me he acostumbrado a las temperaturas moderadas y a un piso estable debajo de mis pies. —Putin no captó el velado insulto. Lo habían destinado a submarinos después de una interrupción rápida de su primera incursión en destructores debido a los crónicos mareos; y tal vez porque no le molestaba el estrecho confinamiento a bordo de los submarinos, algo que muchos hombres no pueden soportar.

—¡Ah, Marko Aleksandrovich, en Gorki, en un día como éste, las flores se abren!

—¿Y qué clase de flores pueden ser ésas, camarada oficial político?

Ramius exploraba el fiordo a través de sus binoculares. Era el mediodía y el sol apenas se levantaba sobre el horizonte en el sudeste, arrojando luces anaranjadas y sombras púrpuras sobre las paredes rocosas.

—¡Pero… flores de nieve, por supuesto! —dijo Putin riendo ruidosamente En un día como éste, las caras de los niños y de las mujeres tienen un brillo rosado, el aliento se estira detrás de uno como una nube, y la vodka tiene un sabor especialmente agradable. ¡Ah, estar en Gorki en un día como éste!

«Este bastardo debería trabajar para Intourist», se dijo Ramius, lástima que Gorki es una ciudad cerrada a los extranjeros. Él había estado allí dos veces. Lo había impresionado como una típica ciudad rusa, llena de edificios destartalados, calles sucias y ciudadanos mal vestidos. Como en la mayoría de las ciudades soviéticas, el invierno era la mejor estación para Gorki. La nieve ocultaba toda la suciedad. Ramius, medio lituano, tenía recuerdos de su infancia de un lugar mejor, una población costera cuyo origen hanseático había dejado muchas filas de edificios presentables.

No era común que quien no fuera ruso puro se encontrara a bordo de —y mucho menos comandara— un navío soviético de guerra. El padre de Marko, Aleksandr Ramius, había sido un héroe del partido; un comunista convencido y dedicado, que había servido bien y fielmente a Stalin. Cuando los soviéticos ocuparon por primera vez Lituania en 1940, el padre de Marko había tenido una destacada actuación detectando disidentes políticos: dueños de tiendas, sacerdotes, y todo aquel que pudiera crear problemas para el nuevo régimen. Todos ellos fueron embarcados hacia destinos que luego ni siquiera Moscú pudo definir. Cuando los alemanes invadieron, un año más tarde, Aleksandr luchó heroicamente como comisario político, y poco después habría de distinguirse personalmente en la batalla de Leningrado. En 1944 regresó a su tierra natal con la punta de lanza del Undécimo Ejército de Guardias para tomarse una sangrienta venganza sobre quienes habían colaborado con los alemanes o eran sospechosos de haberlo hecho. El padre de Marko había sido un verdadero héroe soviético… y Marko estaba profundamente avergonzado de ser su hijo. La salud de su madre se había resentido durante el interminable sitio de Leningrado. Ella murió al darlo a luz a él, y debió criarlo su abuela paterna en Lituania, mientras su padre se pavoneaba en el comité central del partido, en Vilnius, esperando su promoción a Moscú. Logró eso también, y era candidato a miembro del Politburó cuando su vida quedó interrumpida por un ataque al corazón.

La vergüenza de Marko no era total. La prominencia de su padre había hecho posible su meta de entonces, y Marko planeó tomarse su propia venganza sobre la Unión Soviética; una venganza suficiente tal vez como para satisfacer a los miles de compatriotas suyos que habían muerto aun antes de que él naciera.

—Adonde vamos, Iván Yurievich, hará todavía más frío.

Putin palmeó el hombro de su comandante. ¿Era su afecto fingido o real?, se preguntaba Marko. Probablemente real. Ramius era un hombre honesto y reconocía que ese sujeto, pequeño y gritón, tenía realmente algunos sentimientos humanos.

—¿A qué se debe, camarada comandante, que usted parece siempre contento de dejar a la Rodina y hacerse a la mar?

Ramius sonrió detrás de sus binoculares.

—Los marinos tienen sólo un país, Iván Yurievich, pero dos esposas. Usted jamás podría comprender eso. Ahora yo estoy en camino hacia mi otra esposa, la que es fría y cruel, pero también es dueña de mi alma. —Ramius hizo una pausa. Su sonrisa se desvaneció—. Mi única esposa ahora.

Por una vez Putin guardó silencio, y Marko lo notó. El oficial político había estado allí, y había derramado verdaderas lágrimas cuando el ataúd de pino lustrado se deslizó hacia la cámara de cremación. Para Putin, la muerte de Natalia Bogdanova Ramius había sido motivo de pena, pero por encima de eso, el acto de un desaprensivo Dios cuya existencia negaba él regularmente. Para Ramius había sido un crimen, cometido no por Dios sino por el Estado. Un crimen monstruoso e innecesario, que exigía castigo.

—Hielo —señaló el vigía.

—Un bloque de hielo desprendido en el lado de estribor del canal, o tal vez un trozo del glaciar del lado este. Pasaremos bien por el claro —dijo Kamarov.

—¡Comandante! —El altavoz del puente lanzaba una voz metálica—. Mensaje del comando de la flota.

—Léalo.

—Zona de ejercicio despejada. No hay buques enemigos en la vecindad. Proceda según órdenes. Firmado, Korov, Comandante de la Flota.

—Comprendido —dijo Ramius. Se oyó en el altavoz el click de cierre—. ¿Así que no hay Amerikantsi cerca?

—¿Usted duda del comandante de la flota? —preguntó Putin.

—Espero que esté en lo cierto —replicó Ramius, con una sinceridad mayor de la que podía apreciar su oficial político—. Pero usted recuerda nuestras reuniones para impartir directivas.

Putin cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro. Tal vez estaba sintiendo el frío.

—Aquellos submarinos norteamericanos clase 688, Iván, los Los Angeles. ¿Recuerda lo que dijo uno de sus oficiales a nuestro espía?

—¿Qué podían acercarse furtivamente a una ballena y hacerla pedazos antes de que se diera cuenta? Me pregunto cómo obtuvo la KGB esa pequeña información. Alguna hermosa agente soviética, entrenada a la manera del decadente Occidente, demasiado flaca, como a los imperialistas les gustan sus mujeres, pelo rubio… —El comandante gruñó divertido—. Probablemente el oficial norteamericano era un muchacho fanfarrón, que trataba de encontrar una forma de hacer lo mismo a nuestra agente, ¿no? Y estaba sintiendo los efectos de su bebida, como la mayoría de los marinos. Pero aun así; debemos cuidarnos de los norteamericanos clase Los Angeles y de los nuevos Trafalgar británicos. Son una amenaza para nosotros.

—Los norteamericanos son buenos técnicos, camarada comandante —dijo Putin—, pero no son gigantes. Su tecnología no es tan pasmosa. Nasha Iutcha —concluyó—. La nuestra es mejor.

Ramius asintió pensativo, diciéndose a sí mismo que los zampolit deberían realmente saber algo sobre los buques que supervisaban, de acuerdo con lo establecido en la doctrina del partido.

—Iván, ¿no le dijeron los granjeros de los alrededores de Gorki que es al lobo que usted no ve al que debe temer? Pero no se preocupe demasiado. Con este buque les daremos una lección, creo.

—Como dije en la Administración Política Superior —Putin palmeó otra vez el hombro de Ramius—, ¡el Octubre Rojo está en las mejores manos!

Ramius y Kamarov sonrieron al escucharlo. «¡Hijo de puta!», pensó el comandante, «¡decir frente a mis hombres que él debe certificar mi capacidad de mando! ¡Un hombre que no podría gobernar un bote de goma en un día calmo! Es una lástima que no vayas a vivir para hacerte tragar esas palabras, camarada oficial político, y pasarte el resto de tu vida en el gulag por semejante disparate. Casi valdría la pena dejarte con vida».

Pocos minutos más tarde el viento comenzó a aumentar haciendo que el submarino se balanceara. El movimiento se acentuaba por la altura en la que se encontraban con respecto a la cubierta, y Putin presentó sus excusas para bajar. Todavía era un marinero de piernas flojas. Ramius compartió silenciosamente la observación con Kamarov, quien sonrió en completo acuerdo. Su tácito desprecio por el zampolit era un pensamiento sumamente antisoviético.

La hora siguiente pasó con rapidez. Las aguas se hacían cada vez más revueltas a medida que se acercaban a mar abierto, y el rompehielos empezó a balancearse en las olas. Ramius lo miraba con interés. Nunca había estado a bordo de un rompehielos; toda su carrera había transcurrido en submarinos. Éstos eran más cómodos, aunque también más peligrosos. Sin embargo, estaba acostumbrado al peligro, y los años de experiencia rendían en ese momento sus frutos.

—Boya marina a la vista, comandante —señaló Kamarov. La boya con su luz roja saltaba furiosamente entre las olas.

—Sala de control, ¿qué profundidad tenemos? —preguntó Ramius por el teléfono del puente.

—Cien metros debajo de la quilla, camarada comandante.

—Aumente la velocidad a dos tercios y caiga a la izquierda diez grados. —Ramius miró a Kamarov—. Transmita al Purga nuestro cambio de rumbo… y espero que no vire al revés.

Kamarov buscó el destellador guardado bajo la brazola del puente. El Octubre Rojo empezó a acelerar lentamente, con la potencia de sus máquinas resistida por su mole de treinta mil toneladas. En ese momento la proa formaba un arco de agua de tres metros las olas se deslizaban hacia atrás sobre la cubierta de misiles, estallando contra el frente de la torreta. EL Purga cambió su rumbo hacia estribor, permitiendo que el submarino pasara sin dificultad.

Ramius miró hacia popa en dirección a los riscos del fiordo Kola. La implacable presión de imponentes glaciares los había tallado milenios antes hasta darles su forma actual. ¿Cuántas veces en sus veinte años de servicio en la Flota del Norte de la Bandera Roja había contemplado esa amplia y lisa superficie en forma de U? Ésa sería la última. De una forma u otra, él jamás volvería. ¿Cómo iría a resultar todo? Ramius admitió para sus adentros que no le importaba mucho. Quizá fueran ciertas las historias que le contaba su abuela, referidas a Dios y la recompensa por una vida buena. Así lo esperaba… ¡Qué bueno sería que Natalia no estuviera verdaderamente muerta! De cualquier manera ya no había posibilidad de volver atrás. Había dejado una carta antes de partir, en la última saca de correos que recogieron. Después de eso ya no podría regresar.

—Kamarov, transmita al Purga: Nos sumergiremos a las… —controló su reloj— 13:20. El ejercicio HELADA DF OCTUBRE comienza de acuerdo con lo establecido. Queda en libertad para otras tareas asignadas. Regresaremos según lo previsto.

Kamarov trabajó con el destellador para transmitir el mensaje. El Purga respondió de inmediato y Ramius leyó sin ayuda las luces intermitentes de la señal: «SI LAS BALLENAS NO SE LOS COMEN, BUENA SUERTE OCTUBRE ROJO».

Ramius levantó de nuevo el teléfono y apretó el botón de la sala de radio del submarino. Hizo transmitir el mismo mensaje al comando de la flota, en Severomorsk. Después llamó a la sala de control.

—¿Profundidad debajo de la quilla?

—Ciento cuarenta metros, camarada comandante.

—Prepárense para inmersión. —Se volvió hacia el vigía y le ordenó que bajara. El muchacho se acercó a la escotilla. Probablemente estaba feliz porque regresaba al calor de abajo, pero se tomó unos segundos para echar una última mirada al cielo nubloso y a los acantilados que se alejaban. Hacerse a la mar en un submarino era siempre emocionante, y siempre un poco triste.

—Despejen el puente. Hágase cargo del comando cuando llegue abajo, Gregoriy.

Kamarov asintió y se lanzó abajo por la escotilla, dejando solo al comandante.

Ramius recorrió cuidadosamente con la mirada el horizonte, explorando por última vez. El sol era apenas visible a popa, el cielo estaba plomizo y el mar negro, excepto en los blancos copetes de espuma. Se preguntó si estaría diciendo adiós al mundo. De ser así, habría preferido una visión de él un poco más alegre.

Antes de deslizarse hacia el interior inspeccionó el asiento de la escotilla, la cerró tirando hacia abajo de una cadena y se aseguró que el mecanismo automático funcionara correctamente. Luego bajó ocho metros por el interior de la torre hasta el casco de presión; después, dos más para entrar en la sala de control. Un michman [3] cerró la segunda escotilla y con un fuerte impulso hizo girar la rueda de cierre hasta el tope.

—¿Gregoriy? —preguntó Ramius.

—Tablero principal cerrado —dijo secamente el navegante, señalando el tablero de inmersión. Todas las luces indicadoras de aberturas en el casco eran verdes, en condiciones de seguridad—. Todos los sistemas en orden y controlados para inmersión. La compensación está conectada. Estamos listos para sumergirnos.

El comandante hizo su propia inspección visual de los indicadores mecánicos, eléctricos e hidráulicos. Asintió, y el michman de guardia destrabó los controles de ventilación.

—Inmersión —ordenó Ramius, acercándose al periscopio para relevar a Vasily Borodin, su starpon [4]. Kamarov accionó la alarma de inmersión y comenzó a retumbar en el casco el estrépito de la penetrante bocina.

—Inunden los tanques principales de lastre. Ajusten los timones de profundidad. Diez grados abajo en los timones —ordenó Kamarov, con sus ojos atentos para comprobar que cada hombre de la dotación cumpliera exactamente su tarea. Ramius escuchaba cuidadosamente pero no miraba. Kamarov era el mejor marino joven que había tenido a sus órdenes, y hacía ya tiempo que se había ganado la confianza de su comandante.

El casco del Octubre Rojo se llenó con el ruido del aire a presión cuando se abrieron las válvulas superiores de los tanques de lastre y el agua que entraba por el fondo desplazaba y desalojaba el aire de sustentación. Era un largo proceso porque el submarino tenía muchos de esos tanques, cada uno de ellos cuidadosamente subdividido por numerosos paneles celulares. Ramius ajustó las lentes del periscopio para mirar hacia abajo y vio cómo las negras aguas se convertían fugazmente en espuma.

El Octubre Rojo era la nave mejor y más grande de las que Ramius había mandado, pero el submarino tenía un grave defecto. Poseía máquinas de abundante potencia y un nuevo sistema de impulsión que él esperaba que burlara y confundiera tanto a los submarinos norteamericanos como a los soviéticos, pero el buque era tan grande que para los cambios de profundidad parecía una ballena lisiada. Lento para emerger y aún más lento para descender.

—Periscopio bajo nivel. —Ramius se apartó del instrumento después de lo que le pareció una larga espera—. Abajo el periscopio.

—Pasando cuarenta metros —dijo Kamarov.

—Nivelar a cien metros. —Ramius observaba a los hombres de su dotación. La primera inmersión podía causar estremecimientos a los más experimentados, y la mitad de su dotación estaba formada por muchachos campesinos llegados directamente del centro de entrenamiento. EL casco crujía y chirriaba bajo la presión del agua que lo rodeaba, y llevaba tiempo acostumbrarse a eso. Algunos de los más jóvenes se pusieron pálidos, pero sin perder la rigidez de su erguida posición.

Kamarov inició el procedimiento para nivelar a la profundidad requerida. Ramius observaba con el orgullo que podría haber sentido por su propio hijo, mientras el teniente impartía con precisión las órdenes necesarias. Era el primer oficial que Ramius había reclutado. Los tripulantes de la sala de control se movieron presurosos ante las órdenes.

Cinco minutos más tarde el submarino modificaba su ángulo de descenso a noventa metros y por inercia cubría los diez siguientes hasta lograr una perfecta estabilización a cien.

—Muy bien, camarada teniente. Queda usted al mando. Disminuya la velocidad a un tercio. Ordene a los operadores del sonar que hagan escucha con todos los sistemas pasivos. —Ramius se volvió para abandonar la sala de control indicando a Putin que lo siguiera.

Y así empezó todo.

Ramius y Putin se dirigieron hacia popa, a la cámara de oficiales del submarino. El comandante mantuvo abierta la puerta para que entrara el oficial político y luego la cerró con pestillo. La cámara de oficiales del Octubre Rojo era un recinto amplio para un submarino, y estaba ubicada inmediatamente delante de la cocina y detrás del alojamiento de oficiales. Sus mamparos eran a prueba de ruidos y la compuerta tenía un pestillo porque sus diseñadores sabían perfectamente que no todo lo que allí conversaran los oficiales debía ser oído por los otros tripulantes. Tenía espacio suficiente como para que todos los oficiales del Octubre pudieran comer en un solo grupo, aunque por lo menos tres de ellos estarían siempre de servicio. La caja de seguridad que contenía las órdenes para el buque estaba allí, y no en el camarote del comandante, donde el hombre, aprovechando su soledad podría intentar abrirla por sí mismo. Tenía dos diales. Ramius conservaba una de las combinaciones. Putin la otra. Lo que no era del todo necesario ya que sin duda Putin conocía las órdenes de su misión. Lo mismo ocurría con Ramius, aunque no tenía todos los detalles.

Putin sirvió té mientras el comandante controlaba su reloj de pulsera con el cronómetro montado sobre el mamparo. Faltaban quince minutos para la hora en que podría abrir la caja. La cortesía de Putin lo hizo sentir incómodo.

—Otras dos semanas de confinamiento —dijo el zampolit, revolviendo su té.

—Los norteamericanos lo hacen durante dos meses, Iván. Por supuesto, sus submarinos son mucho más cómodos. A pesar de su inmenso casco, las comodidades para la dotación del Octubre habrían avergonzado a un carcelero de un gulag. La dotación estaba compuesta por quince oficiales, alojados a popa en camarotes bastante decentes, y cien hombres de tropa cuyas literas estaban metidas en rincones y huecos distribuidos en la proa, delante de la sala de misiles. El tamaño del Octubre era engañoso. El interior de su doble casco estaba colmado de misiles, torpedos, un reactor nuclear con todo su equipo auxiliar, una enorme planta de diesel de complemento, y un banco de baterías de níquel-cadmio fuera del casco presurizado, que tenía diez veces las dimensiones de sus competidores norteamericanos. Operar y mantener la nave era una tremenda carga para una dotación tan pequeña, aunque el empleo intensivo de la automatización hacía de esa nave la más moderna de la flota de guerra soviética. Tal vez los hombres no necesitaban mejores literas. Sólo dispondrían de cuatro a seis horas diarias para hacer uso de ellas. Esa circunstancia obraría a favor de Ramius. La mitad de su dotación eran reclutas en su primer viaje operativo, y ni siquiera los hombres más experimentados sabían algo más. La fuerza de esa dotación, a diferencia de las occidentales, residía mucho más en sus once michmaniy que en sus glavnyy starshini [5]. Todos ellos eran hombres que harían exactamente lo que sus oficiales les dijeran (estaban especialmente entrenados para actuar así). Y Ramius había elegido a los oficiales.

—¿Usted quiere viajar durante dos meses? —preguntó Putin.

—Lo he hecho en los submarinos diesel. El submarino pertenece al mar, Iván. Nuestra misión es hundir el miedo en el corazón de los imperialistas. Y eso no lo lograremos atados en nuestro galpón de Polyarnyy la mayor parte del tiempo, pero no podemos permanecer más en el mar porque en cualquier período mayor de dos semanas la dotación pierde eficiencia. En dos semanas esta colección de criaturas se convertirá en una pandilla de autómatas atontados. —Ramius contaba con eso.

—¿Y eso podría resolverse adoptando lujos capitalistas? —preguntó Putin con desprecio.

—Un marxista verdadero es objetivo, camarada oficial político —replicó Ramius, saboreando el efecto de ese último argumento en Putin—. Objetivamente, aquello que nos ayude a cumplir nuestra misión es bueno; aquello que nos entorpece es malo. Se supone que la adversidad debe estimular nuestro espíritu y capacidad, y no apagarlos. El solo hecho de estar a bordo de un submarino es ya un sacrificio suficiente, ¿no es así?

—No para usted, Marko —sonrió Putin sobre su taza de té.

—Yo soy marino. Los hombres de nuestra dotación no lo son, la mayoría de ellos jamás lo será. Son un conjunto de hijos de granjeros y muchachos que aspiran a ser obreros en una fábrica. Tenemos que adaptarnos a la época, Iván. Estos chicos no son como éramos nosotros.

—Eso es cierto —convino Putin—. Usted nunca está satisfecho, camarada comandante. Supongo que son los hombres como usted los que impulsan el progreso para todos nosotros.

Ambos hombres sabían por qué los submarinos lanzamisiles soviéticos pasaban tan poco tiempo en el mar —apenas el quince por ciento del total— y no tenía nada que ver con las comodidades de los hombres. El Octubre Rojo llevaba veintiséis misiles SS-N-20 Seahawk, cada uno de ellos con ocho vehículos de reingreso para objetivos autónomos múltiples (MIRV) de quinientos kilotones suficientes para destruir doscientas ciudades. Los bombarderos con base en tierra sólo podían volar unas pocas horas cada vez, luego debían regresar a sus bases. Los misiles basados en tierra, desplegados a lo largo de la principal red ferroviaria soviética este-oeste, se encontraban siempre en posiciones que podían ser alcanzadas por las tropas paramilitares de la KGB, para que ningún comandante de regimiento de misiles pensara de pronto en el poder que tenía en las puntas de sus dedos. Pero los submarinos lanzamisiles estaban —por definición— más allá de cualquier control de tierra. Su propia misión consistía en desaparecer.

Teniendo en cuenta ese hecho, Marko estaba sorprendido de que su gobierno los empleara. Las dotaciones de esas naves debían ser sumamente seguras. Y por eso salían con menor frecuencia que sus contrapartes de Occidente y, cuando lo hacían, siempre viajaba a bordo un oficial político que se mantenía próximo al comandante, una especie de segundo comandante siempre listo para aprobar o no cualquier acción.

—¿Y usted cree que podría hacerlo, Marko? ¿Navegar durante dos meses con estos muchachos campesinos?

—Como usted sabe, prefiero chicos a medio entrenar. Tienen menos que «desaprender». Entonces puedo enseñarles a ser marinos como corresponde, a mi manera. ¿Un culto a mi personalidad?

Putin rio mientras encendía un cigarrillo.

—Esa observación ya se ha hecho en el pasado, Marko. Pero usted es nuestro mejor maestro y su responsabilidad es bien conocida. —Eso era muy cierto. Ramius había enviado cientos de oficiales, suboficiales y tropa a otros submarinos, cuyos comandantes se alegraban de tenerlos con ellos. Ésa era otra paradoja: que un hombre pudiera generar confianza en el seno de una sociedad que apenas reconocía el concepto.

Por supuesto, Ramius era un leal miembro del partido, hijo de un héroe del partido que había sido llevado hasta su tumba por tres miembros del Politburó. Putin agitó un dedo.

—Usted debería estar al mando de una de nuestras más altas escuelas navales, camarada comandante. Su talento sería allí más útil para el Estado.

—Pero es que yo soy un marino, Iván Yurievich, y no un maestro de escuela… a pesar de lo que digan de mí. Un hombre inteligente conoce sus limitaciones. —Y uno audaz aprovecha las oportunidades. Todos los oficiales que se hallaban a bordo habían prestado anteriormente servicios a las órdenes de Ramius, excepto tres jóvenes tenientes, que le obedecían con tanta prontitud como cualquier mocoso matros [6], y el doctor, que era un incompetente.

El cronómetro dio cuatro campanadas.

Ramius se puso de pie y movió el dial en su combinación de tres elementos. Putin hizo otro tanto y el comandante giró la palanca para abrir la puerta circular de la caja de seguridad. En su interior había un sobre de papel color madera y cuatro libros de claves de cifrado y coordenadas de objetivos para misiles. Ramius retiró el sobre, luego cerró la puerta e hizo girar los dos diales antes de volver a sentarse.

—Veamos, Iván, ¿qué supone usted que nos mandan hacer nuestras órdenes? —preguntó teatralmente Ramius.

—Nuestro deber, camarada comandante —sonrió Putin.

—Naturalmente. —Ramius rompió el sello de cera del sobre y extrajo la orden de operaciones de cuatro páginas. La leyó rápidamente. No era complicada.

—Y bien, debemos dirigirnos a la cuadrícula 54-90 y reunirnos con nuestro submarino de ataque V. K. Konovalov. Ése es el nuevo buque que tiene bajo su mando el capitán Tupolev. Usted conoce a Viktor Tupolev, ¿no? Viktor nos protegerá de los imperialistas intrusos, y nosotros cumpliremos un tema de cuatro días de seguimiento, mientras él nos da caza… si puede —bromeó Ramius—. Los muchachos de la dirección de submarinos de ataque todavía no han resuelto cómo seguir nuestro nuevo sistema de impulsión. Bueno, tampoco lo harán los norteamericanos. Nosotros debemos limitar nuestras operaciones a la cuadrícula 54-90 de la parrilla y las cuadrículas vecinas que la rodean. Eso tendría que hacer un poquito más fácil la tarea de Viktor.

—¿Pero usted no le permitirá que nos encuentre?

—Por supuesto que no —resopló Ramius—. ¿Permitirle? Viktor ha sido alumno mío. No se da nada al enemigo, Iván, ni siquiera en un ejercicio. ¡Con toda seguridad que los imperialistas tampoco lo harían! Mientras él trata de encontrarnos está practicando a la vez para encontrar sus submarinos lanzamisiles. Creo que tendrá una buena probabilidad de localizarnos. El ejercicio está limitado a nueve cuadrículas, cuarenta mil kilómetros cuadrados. Veremos qué ha aprendido desde que estuvo a nuestras órdenes… ¡Ah!, es cierto, usted no estaba conmigo entonces. Aquello fue cuando comandaba el Suslov.

—¿Me parece ver cierta decepción?

—No, realmente no. El ejercicio de cuatro días con el Konovalov será una interesante diversión. —«Hijo de puta», dijo para sí mismo, «tú sabías de antemano exactamente cuáles eran nuestras órdenes… y conoces muy bien a Viktor Tupolev, mentiroso». Ya era hora.

Putin terminó su cigarrillo y el té y se puso de pie.

—De manera que, una vez más, se me permite contemplar al maestro comandante en su tarea… de confundir a un pobre muchacho. —Se volvió hacia la puerta—. Creo que…

Ramius pateó con fuerza los pies de Putin en el preciso instante en que daba un paso para alejarse de la mesa. Putin cayó hacia atrás mientras Ramius saltaba como un resorte y aferraba la cabeza del oficial político con sus fuertes manos de pescador. El comandante bajó enérgicamente sus brazos llevando el cuello de Putin hacia el afilado borde de metal que tenía la esquina de la mesa de la cámara de oficiales. Golpeó en el punto justo. Simultáneamente, Ramius hizo una fuerte presión sobre el pecho del hombre. El movimiento fue innecesario; con un impresionante ruido de huesos el cuello de Iván Putin se quebró, quedando cortada su médula espinal a la altura de la segunda vértebra cervical: la perfecta fractura de un ahorcado.

El oficial político no tuvo tiempo de reaccionar. Los nervios de su cuerpo, debajo del cuello, quedaron instantáneamente desconectados de los órganos y músculos que controlaban. Putin trató de gritar, de decir algo, pero su boca se abrió y cerró en un temblor sin emitir ningún sonido, excepto la exhalación del último contenido de aire de sus pulmones. Intentó tragar aire como un pez sacado del agua, pero tampoco eso pudo lograr. Luego sus ojos se alzaron hacia Ramius, enormes en la conmoción; no mostraban emoción ni dolor, sino sorpresa. El comandante lo acostó suavemente sobre el piso.

Ramius vio en el rostro un relámpago de comprensión, luego se oscureció. Se agachó para tomar el pulso de Putin. Pasaron casi dos minutos hasta que el corazón se detuvo completamente. Cuando Ramius estuvo seguro de que su oficial político había muerto, tomó la tetera de la mesa y derramó una parte de su contenido sobre el piso, cuidando que algo cayera sobre los zapatos del hombre.

Después alzó el cuerpo, lo depositó sobre la mesa de la cámara de oficiales y abrió bruscamente la puerta.

—¡Doctor Petrov a la cámara de oficiales de inmediato!

El oficial médico del buque se hallaba a sólo unos pocos pasos hacia popa. Petrov llegó en contados segundos, junto con Vasily Borodin, quien había corrido desde la sala de control.

—Se resbaló en el piso donde yo había derramado mi té —jadeó Ramius, mientras simulaba un intenso masaje sobre el pecho de Putin—. Traté de evitar que se cayera, pero se golpeó la cabeza contra la mesa.

Petrov apartó a un lado al comandante, hizo girar el cuerpo y se subió a la mesa para arrodillarse encima. Le desgarró la camisa, luego controló los ojos de Putin. Ambas pupilas estaban fijas y agrandadas.

El doctor palpó la cabeza del hombre, descendiendo con sus manos hacia el cuello. Allí se detuvieron haciendo presión. El doctor movió lentamente la cabeza a uno y otro lado.

—El camarada Putin está muerto. Tiene el cuello roto. —Las manos del médico se aflojaron y luego cerró los ojos del zampolit.

—¡No! —gritó Ramius—. ¡Estaba vivo hace un minuto! —El comandante sollozaba—. Es culpa mía. Traté de agarrarlo, pero no pude. ¡Es culpa mía! —Se dejó caer en una silla y hundió la cara entre las manos—. Es culpa mía —se lamentaba, sacudiendo la cabeza y luchando visiblemente para recuperar su compostura. Desde todo punto de vista, una excelente actuación.

Petrov apoyó una mano sobre el hombro del comandante.

—Fue un accidente, camarada comandante. Son cosas que ocurren, aun a los hombres de más experiencia. No fue su culpa, realmente, camarada.

Ramius masculló un juramento, recobrando el control de sí mismo.

—¿No hay nada que pueda hacer usted?

Petrov sacudió la cabeza.

—Ni siquiera en la mejor clínica de la Unión Soviética podrían hacer algo. Cuando el cordón de la médula espinal se ha cortado no hay ninguna esperanza. La muerte es virtualmente instantánea… aunque también es completamente indolora —agregó el doctor en tono consolador.

Ramius se incorporó dejando escapar un largo suspiro, ya con el rostro compuesto.

—El camarada Putin era un buen compañero de a bordo, un leal miembro del partido y un excelente oficial. —Por el rabillo del ojo notó que los labios de Borodin hacían un expresivo gesto—. ¡Camaradas, continuaremos nuestra misión! Doctor Petrov, lleve el cuerpo de nuestro camarada al congelador. Esto es… grotesco, lo reconozco, pero él merece, y lo tendrá, un honroso funeral militar, con la presencia de sus compañeros de a bordo, como debe ser, cuando regresemos a puerto.

—¿Será informado de esto el comandante de la flota? —preguntó Petrov.

—No podemos. Tenemos órdenes de mantener un estricto silencio de radio. —Ramius entregó al doctor un juego de órdenes de operaciones que acababa de sacar del bolsillo. No eran las que había extraído de la caja de seguridad—. Página tres, doctor.

Los ojos de Petrov se agrandaron mientras leía la directiva operacional.

—Yo hubiera preferido informar esto pero nuestras órdenes son explícitas: después de habernos sumergido, ninguna transmisión de ninguna clase, por ninguna causa. —Petrov devolvió al comandante los papeles—. Es una lástima, nuestro camarada hubiera deseado eso. Pero órdenes son órdenes.

—Y las cumpliremos fielmente.

—Putin no lo habría querido de otra manera —coincidió Petrov.

—Borodin, controle: de acuerdo con lo establecido en los reglamentos, voy a quitar del cuello del camarada oficial político su llave de control de misiles —dijo Ramius, mientras se metía en el bolsillo la cadena y la llave.

—Soy testigo y lo anotaré en el libro de navegación —dijo con tono grave el oficial ejecutivo.

Petrov llamó a su ayudante enfermero. Juntos cargaron el cadáver y lo llevaron hacia popa, a la enfermería, donde lo introdujeron en una bolsa especial. Luego el enfermero y un par de marineros lo llevaron de nuevo hacia proa, atravesaron la sala de control y entraron en el compartimiento de misiles. El acceso a la congeladora se hallaba en la cubierta inferior de misiles y los hombres hicieron pasar el cadáver por la puerta. Mientras dos cocineros retiraban alimentos para hacerle lugar, el cuerpo fue depositado reverentemente en un rincón. Hacia popa, el doctor y el oficial ejecutivo hacían el inventario de los efectos personales, una copia para el archivo médico de la nave, otra para el libro de navegación, y una tercera para una caja que fue sellada y guardada con llave en la enfermería.

Más cerca de proa, Ramius se hizo cargo del mando en una deprimida sala de control. Ordenó que el submarino tomara un rumbo de dos-nueve-cero grados, oeste-noroeste. La cuadrícula 54-90 se hallaba hacia el este.