Que muchos de los mitos antropogenéticos no prescindieron del barro en la creación material del hombre es un hecho ya mencionado aquí y al alcance de cualquier persona medianamente interesada en almanaques lo-sé-todo y enciclopedias ca-si-todo. No es éste, por regla general, el caso de los creyentes de las diferentes religiones, ya que se sirven de las vías orgánicas de la iglesia de la que forman parte para recibir e incorporar esa y otras muchas informaciones de igual o similar importancia. No obstante, hay un caso, un caso por lo menos, en que el barro necesitó ir al horno para que la obra fuese considerada acabada. Y eso después de varias tentativas. Este singular creador al que nos estamos refiriendo y cuyo nombre olvidamos ignoraría probablemente, o no tendría suficiente confianza en la eficacia taumatúrgica del soplo en la nariz al que otro creador recurrió antes o recurriría después, como en nuestros días hizo también Cipriano Algor, aunque sin más intención que la modestísima de limpiar de cenizas la cara de la enfermera. Volviendo, pues, al tal creador que necesitó llevar el hombre al horno, el episodio pasó de la manera que vamos a explicar, de donde se verá que las frustradas tentativas a que nos referimos resultaron del insuficiente conocimiento que el dicho creador tenía de las temperaturas de la cocción. Comenzó por hacer con barro una figura humana, de hombre o de mujer es pormenor sin importancia, la metió en el horno y atizó la lumbre suficiente. Pasado el tiempo que le pareció cierto, la sacó de allí, y, Dios mío, se le cayó el alma a los pies. La figura había salido negra retinta, nada parecida a la idea que tenía de lo que debería ser su hombre. Sin embargo, tal vez porque todavía estaba en comienzo de actividad, no tuvo valor para destruir el fallido producto de su inexperiencia. Le dio vida, se supone que con un coscorrón en la cabeza, y lo mandó por ahí. Volvió a moldear otra figura, la metió en el horno, pero esta vez tuvo la precaución de cautelarse con la lumbre. Lo consiguió, sí, pero demasiado, pues la figura apareció blanca como la más blanca de todas las cosas blancas. Aún no era lo que él quería. Con todo, pese al nuevo fallo, no perdió la paciencia, debe de haber pensado, indulgente, Pobrecillo, la culpa no es suya, en fin, dio también vida a éste y lo echó a andar. En el mundo había ya por tanto un negro y un blanco, pero el desgarbado creador todavía no había logrado la criatura que soñara. Se puso una vez más manos a la obra, otra figura humana ocupó lugar en el horno, el problema, incluso no existiendo todavía el pirómetro, debía ser fácil de solucionar a partir de aquí, es decir, el secreto era no calentar el horno ni de más ni de menos, ni tanto ni tan poco, y, por esta regla de tres, ahora será la buena. No lo fue. Es cierto que la nueva figura no salió negra, es cierto que no salió blanca, pero, oh cielos, salió amarilla. Otro cualquiera tal vez hubiese desistido, habría despachado aprisa un diluvio para acabar con el negro y el blanco, habría partido el cuello al amarillo, lo que se podría considerar como la conclusión lógica del pensamiento que le pasó por la mente en forma de pregunta, Si yo mismo no sé hacer un hombre capaz, cómo podré mañana pedirle cuentas de sus errores. Durante unos cuantos días nuestro improvisado alfarero no tuvo coraje para entrar en la alfarería, pero después, como se suele decir, le acometió de nuevo el bicho de la creación y al cabo de algunas horas la cuarta figura estaba modelada y pronta para ir al horno. En el supuesto de que entonces hubiese por encima de este creador otro creador, es muy probable que del menor al mayor se hubiese elevado algo así como un ruego, una oración, una súplica, cualquier cosa del género, No me dejes quedar mal. En fin, con las manos ansiosas introdujo la figura de barro en el horno, después escogió con meticulosidad y pesó la cantidad de leña que le parecía conveniente, eliminó la verde y la demasiado seca, retiró una que ardía mal y sin gracia, añadió otra que daba una llama alegre, calculó con la aproximación posible el tiempo y la intensidad del calor, y, repitiendo la imploración, No me dejes quedar mal, acercó un fósforo al combustible. Nosotros, humanos de ahora, que hemos pasado por tantas situaciones de ansiedad, un examen difícil, una novia que faltó al encuentro, un hijo que se hizo esperar, un empleo que nos fue negado, podemos imaginar lo que este creador habrá sufrido mientras aguardaba el resultado de su cuarta tentativa, los sudores que probablemente sólo la proximidad del horno impedían que fuesen helados, las uñas roídas hasta la raíz, cada minuto que iba pasando se llevaba consigo diez años de existencia, por primera vez en la historia de las diversas creaciones del universo mundo conoció el propio creador los tormentos que nos aguardan en la vida eterna, por ser eterna, no por ser vida. Pero valió la pena. Cuando nuestro creador abrió la puerta del horno y vio lo que se encontraba dentro, cayó de rodillas extasiado. Este hombre ya no era ni negro, ni blanco, ni amarillo, era, sí, rojo, rojo como son rojos la aurora y el poniente, rojo como la ígnea lava de los volcanes, rojo como el fuego que lo había hecho rojo, rojo como la misma sangre que ya le estaba corriendo por las venas, porque a esta humana figura, por ser la deseada, no fue necesario darle un coscorrón, bastó haberle dicho, Ven, y ella por su propio pie salió del horno. Quien desconozca lo que pasó en las posteriores edades dirá que, pese a tal acopio de yerros y ansiedades, o, por la virtud instructiva y educativa de la experimentación, gracias a ellos, la historia acabó teniendo un final feliz. Como en todas las cosas de este mundo, y seguramente de todos los otros, el juicio dependerá del punto de vista del observador. Aquellos a quienes el creador rechazó, aquellos a quienes, aunque con benevolencia de agradecer, apartó de sí, o sea, los de piel negra, blanca y amarilla, prosperaron en número, se multiplicaron, cubren, por decirlo así, todo el orbe terráqueo, mientras que los de piel roja, esos por quienes se había esforzado tanto y por quienes sufriera un mar de penas y angustias, son, en estos días de hoy, las evidencias impotentes de cómo un triunfo puede llegar a transformarse, pasado el tiempo, en el preludio engañador de una derrota. La cuarta y última tentativa del primer creador de hombres que introdujo sus criaturas en el horno, esa que aparentemente le trajo la victoria definitiva, llegó a ser, al final, la del definitivo descalabro. Cipriano Algor, también lector asiduo de almanaques y enciclopedias lo-sé-todo o casi-todo, había leído esta historia cuando todavía era muchacho y habiendo olvidado tantas cosas en la vida, de ésta no se olvidó, vaya usted a saber por qué. Era una leyenda india, de los llamados pieles rojas, para ser más exactos, con la cual los remotos creadores del mito pretenderían probar la superioridad de su raza sobre cualesquiera otras, incluyendo aquellas de cuya efectiva existencia no tenían entonces noticia. Sobre este último punto, anticípese la objeción, sería vano e inútil el argumento de que, puesto que no tenían conocimiento de otras razas tampoco las podrían imaginar blancas, o negras, o amarillas, o tornasoladas. Puro engaño. Quien así argumentase sólo demostraría ignorar que estamos lidiando aquí con un pueblo de alfareros, de cazadores también, para quienes el penoso trabajo de transformar el barro en una vasija o en un ídolo había enseñado que dentro de un horno todas las cosas pueden suceder, tanto el desastre como la gloria, tanto la perfección como la miseria, tanto lo sublime como lo grotesco. Cuántas y cuántas veces, durante cuántas generaciones habrían tenido que retirar del horno piezas torcidas, rajadas, convertidas en carbón, faltas o medio crudas, todas inservibles. En realidad no existe una gran diferencia entre lo que pasa en el interior de un horno de alfarería y un horno de panadería. La masa del pan no es más que un barro diferente, hecho de harina, levadura y agua, y, tal como el otro, va a salir cocido del horno, o crudo, o quemado. Dentro tal vez no haya diferencia, se desahoga Cipriano Algor, pero, aquí fuera, garantizo que daría todo en este momento por ser panadero.
Los días y las noches se sucedían, y las tardes y las mañanas. Está en los libros y en la vida que los trabajos de los hombres siempre fueron más largos y pesados que los de los dioses, véase el caso ya mencionado del creador de los pieles rojas que, en definitiva, no hizo más que cuatro imágenes humanas, y por este poco, aunque con escaso éxito de público interesado, tuvo entrada en la historia de los almanaques, mientras que Cipriano Algor, a quien ciertamente no le espera la retribución de un registro biográfico y curricular en letra de molde, tendrá que desentrañar de las profundidades del barro, sólo en esta primera fase, ciento cincuenta veces más, es decir, seiscientos muñecos de orígenes, características y situaciones sociales diferentes, tres de ellos, el bufón, el payaso y la enfermera, más fácilmente definibles también por las actividades que ejercen, lo que no sucede con el mandarín y con el asirio de barbas, que, a pesar de la razonable información recopilada en la enciclopedia, no fue posible averiguar lo que hicieron en la vida. En cuanto al esquimal se supone que seguirá cazando y pescando. Es cierto que a Cipriano Algor le da lo mismo. Cuando las figurillas comiencen a salir de los moldes, iguales en tamaño, atenuadas por la uniformidad del color las diferencias indumentarias que los distinguen, necesitará hacer un esfuerzo de atención para no confundirlas y mezclarlas. De tan entregado al trabajo, algunas veces se olvidará de que los moldes de yeso tienen un límite de uso, algo así como unas cuarenta utilizaciones, a partir de las cuales los contornos comienzan a difuminarse, a perder vigor y nitidez como si la figura se fuese poco a poco cansando de ser, como si estuviese siendo atraída a un estado original de desnudez, no sólo la suya propia como representación humana, sino la desnudez absoluta del barro antes de que la primera forma expresada de una idea lo hubiese comenzado a vestir. Para no perder tiempo comenzó arrumbando las figuras inservibles en un rincón, pero después, movido por un extraño e inexplicable sentimiento de piedad y de culpa, fue a buscarlas, deformadas y confundidas por la caída y por el choque la mayor parte, y las colocó cuidadosamente en un estante de la alfarería. Podría haber vuelto a amasarlas para concederles una segunda posibilidad de vida, podría haberlas aplanado sin dolor como aquellas dos figuras de hombre y de mujer que modeló al principio, todavía está aquí su barro seco, agrietado, informe, y sin embargo levantó de la basura los mal formados engendros, los protegió, los abrigó, como si quisiese menos sus aciertos que los errores que no había sabido evitar. No llevará esos muñecos al horno, mal empleada sería la leña que para ellos ardiese, pero va a dejarlos aquí hasta que el barro se raje y disgregue, hasta que los fragmentos se desprendan y caigan, y, si el tiempo diera para tanto, hasta que el polvo que ellos serán se transforme de nuevo en arcilla resucitada. Marta ha de preguntarle, Qué hacen ahí esas piezas defectuosas, a lo que él responderá, Ellos me gustan, no dirá Ellas me gustan, si lo hubiera dicho los expulsaría definitivamente del mundo para el que habían nacido, dejaría de reconocerlos como obra suya para condenarlos a una última y definitiva orfandad. Obra suya, y fatigosa obra, también son las decenas de muñecos acabados que todos los días van siendo transferidos a las tablas de secado, ahí fuera, bajo la sombra del moral, pero ésos, por ser tantos y apenas distinguirse unos de los otros, no piden más cuidados y atenciones que los indispensables para que no se lisien a última hora. A Encontrado no hubo más remedio que atarlo para que no se subiese a las tablas, donde sin ninguna duda cometería el mayor estropicio jamás visto en la turbulenta historia de la alfarería, pródiga, como se sabe, en cascotes e indeseables amalgamaciones. Recordemos que cuando los primeros seis muñecos, los otros, los prototipos, fueron puestos a secar aquí, y Encontrado quiso averiguar, por contacto directo, lo que era aquello, el grito y la palmada instantánea de Cipriano Algor bastaron para que su instinto de cazador, aún más excitado por la insolente inmovilidad de los objetos, se retrajese sin llegar a causar daños, pero reconozcamos que sería irrazonable esperar ahora de un animal así que resistiese impávido a la provocación de una horda de payasos y mandarines, de bufones y enfermeras, de esquimales y asirios de barbas, todos malamente disfrazados de pieles rojas. Duró una hora la privación de libertad. Impresionada por la sentida expresión, incluso melindrosa, con que Encontrado se sometió al castigo, Marta le dijo al padre que la educación tendría que servir para algo, aunque se tratase de perros, La cuestión es adaptar los métodos, declaró, Y cómo vas a hacer eso, Lo primero que hay que hacer es soltarlo, Y después, Si intenta subir a las tablas, se ata otra vez, Y después, Se suelta y se ata tantas veces cuantas sean necesarias, hasta que aprenda, A primera vista, puede dar resultado, en todo caso no te dejes engañar si te parece que ya ha aprendido la lección, claro que no se atreverá a subir estando tú presente, pero, cuando se encuentre solo, sin nadie que lo vigile, temo que tus métodos educativos no tengan suficiente fuerza para disciplinar los instintos del abuelo chacal que está al acecho en la cabeza de Encontrado, El abuelito chacal de Encontrado ni siquiera se tomaría la molestia de oler los muñecos, pasaría de largo y seguiría su camino a la búsqueda de algo que realmente pudiera ser comido, Bueno, sólo te pido que pienses en lo que sucederá si el perro se sube a las tablas, la cantidad de trabajo que vamos a perder, Será mucho, será poco, ya veremos, pero, si eso ocurre, me comprometo a rehacer las figuras que se estraguen, tal vez sea ésa la manera de convencerlo para que me deje ayudarle, De eso no vamos a hablar ahora, vete ya a tu experiencia pedagógica. Marta salió de la alfarería y, sin decir una palabra, soltó la correa del collar. Luego, tras dar unos pasos hacia la casa, se paró como distraída. El perro la miró y se tumbó. Marta avanzó algunos pasos más, se detuvo otra vez, y a continuación, decidida, entró en la cocina, dejando la puerta abierta. El perro no se movió. Marta cerró la puerta. El perro esperó un poco, después se levantó y, despacio, se fue aproximando a las tablas. Marta no abrió la puerta. El perro miró hacia la casa, dudó, volvió a mirar, después asentó las patas en el borde de la tabla donde estaban secándose los asirios de barbas. Marta abrió la puerta y salió. El perro bajó rápidamente las patas y se quedó parado en el mismo sitio, a la espera. No había motivos para huir, no le acusaba la conciencia de haber hecho mal alguno. Marta lo agarró por el collar y, nuevamente sin pronunciar palabra, lo prendió a la correa. Después volvió a entrar en la cocina y cerró la puerta. Su apuesta era que el can se hubiese quedado pensando en lo sucedido, pensando, o lo que él suela hacer en una situación como ésta. Pasados dos minutos lo liberó otra vez de la correa, convenía no darle tiempo al animal de olvidar, la relación entre la causa y el efecto tenía que instalarse en su memoria. El perro empleó más tiempo en poner las patas sobre la tabla, pero por fin se decidió, se diría que con menos convicción que la de antes. En seguida estaba nuevamente atado. A partir de la cuarta vez comenzó a dar señales de comprender lo que se pretendía de él, pero continuaba subiendo las patas a la tabla, como para acabar de tener la certeza de que no las debería poner allí. Durante todo este atar y desatar, Marta no había proferido una sola palabra, entraba y salía de la cocina, cerraba y abría la puerta, a cada movimiento del perro, el mismo siempre, respondía con su propio movimiento, siempre el mismo, en una cadena de acciones sucesivas y recíprocas que sólo acabaría cuando uno de ellos, merced a un movimiento distinto, rompiese la secuencia. A la octava vez que Marta cerró tras de sí la puerta de la cocina, Encontrado avanzó de nuevo hacia las tablas, pero, llegado allí, no levantó las patas simulando que quería alcanzar los asirios de barbas, se puso a mirar hacia la casa, inmóvil, a la espera, como si estuviese desafiando a la dueña a ser más osada que él, como si le preguntase Qué respuesta tienes tú ahora para contraponer a esta genial jugada mía, que me va a dar la victoria, y a ti te derrotará. Marta murmuraba satisfecha consigo misma, He ganado, estaba segura de que ganaría. Fue hacia el perro, le hizo unas caricias en la cabeza, dijo gentil, Encontrado bonito, Encontrado simpático, el padre se asomó a la puerta de la alfarería para presenciar el feliz desenlace, Muy bien, sólo falta saber si será definitivo, Pongo las manos en el fuego por que nunca más subirá a las tablas, dijo Marta. Son poquísimas las palabras humanas que los perros consiguen incorporar a su vocabulario propio de roznidos y ladridos, sólo por eso, por no entenderlas, Encontrado no protestó contra la irresponsable satisfacción de que sus dueños estaban dando muestras, pues cualquier persona competente en estas materias y capaz de apreciar de manera objetiva lo sucedido diría que el vencedor de la contienda no es Marta, la dueña, por muy convencida que de eso esté, mas sí el perro, aunque también debamos reconocer que dirían precisamente lo contrario aquellas personas que sólo por las apariencias saben juzgar. Presuma cada uno de la victoria que supone haber alcanzado, incluso los asirios de barbas y sus colegas, ahora felizmente a salvo de agresiones. En cuanto a Encontrado, no nos resignaremos a dejarlo por ahí con una injusta reputación de perdedor. La prueba probada de que la victoria fue suya es que se convirtió, a partir de aquel día, en el más cuidadoso de los guardianes que alguna vez protegieron monigotes de barro. Había que oírlo ladrar llamando a los dueños cuando un inesperado golpe de viento tumbó media docena de enfermeras.
La primera hornada fue de trescientas estatuillas, o mejor de trescientas cincuenta, contando ya con la posibilidad de estragos. No cabían más. Sucedió que era el día de descanso de Marcial, sucedió por tanto que para Marcial fue un duro día de trabajo. Paciente, solícito, ayudó al suegro a colocar los muñecos en los estantes interiores, se encargó de la alimentación del horno, tarea para gente robusta, tanto por el esfuerzo físico de transportar e introducir la leña en el fogón como por las horas que tenía que durar, pues un horno como éste, antiguo, rudimentario a la luz de las nuevas tecnologías, necesita bastante tiempo para alcanzar el punto de cochura, sin olvidar que, tras alcanzarlo, será necesario mantenerlo lo más estable posible. Marcial va a trabajar hasta bien entrada la noche, hasta la hora en que el suegro, terminada la obra que se impuso a sí mismo adelantar en la alfarería, pueda venir a sustituirlo. Marta llevó la cena al padre, después trajo la de Marcial y, sentados ambos en el banco que ha servido para las meditaciones, comió con él. Ninguno de los dos tenía apetito, cada cual por sus motivos. No te veo comer, debes de estar muy cansado, dijo ella, Bastante, sí, perdí el hábito del esfuerzo, por eso me cuesta más, dijo él, La idea de la fabricación de estas estatuillas fue mía, Ya lo sé, Fue mía, pero en estos últimos días me está atormentando una especie de remordimiento, a todas horas me pregunto si habrá valido la pena que nos metamos a elaborar figuras, si no será todo esto patéticamente inútil, En este momento lo más importante para tu padre es el trabajo que hace, no la utilidad que tenga, si le quitas el trabajo, cualquier trabajo, le quitas, en cierto modo, una razón de vivir, y si le dices que lo que está haciendo no sirve para nada, lo más probable, aunque la evidencia del hecho esté estallando ante sus ojos, será que no lo crea, simplemente porque no puede, El Centro dejó de comprarnos cacharrería y consiguió aguantar el choque, Porque tú tuviste en seguida la idea de hacer las figurillas, Presiento que están a punto de llegar días malos, todavía peores que éstos, Mi ascenso a guarda residente, que ya no tardará mucho, será un día malo para tu padre, El dijo que se vendría con nosotros al Centro, Es verdad, pero lo dijo de esa misma manera que decimos todos que un día tendremos que morir, hay parte de nuestra mente que se niega a admitir lo que sabe que es el destino de todos los seres vivos, hace como si no fuera con ella, así está tu padre, nos dice que se vendrá a vivir con nosotros, pero, en el fondo, es como si no lo creyera, Como si estuviese esperando que le apareciera en el último instante un desvío que le lleve por otro camino, Debería saber que para el Centro sólo existe un camino, el que lleva del Centro al Centro, trabajo allí, sé de lo que hablo, Habrá quien diga que la vida en el Centro es un milagro a todas horas. Marcial no respondió de inmediato. Dio un trozo de carne al perro, que desde el principio había esperado pacientemente que algún resto de comida sobrase para él, y sólo después manifestó, Sí, como a Encontrado debe de haberle parecido obra de milagro, a estas horas de la noche, la carne que le acabo de dar. Pasó la mano por el espinazo del animal, dos veces, tres veces, la primera por simple y habitual cariño, las otras con insistencia angustiada, como si fuese indispensable sosegarlo sin pérdida de tiempo, pero era a él mismo a quien necesitaba tranquilizar, apartar una idea que le surgiera de pronto del lugar de la memoria donde se había escondido, En el Centro no admiten perros. Es cierto, no admiten perros en el Centro, ni gatos, sólo aves de jaula o peces de acuario, e incluso éstos se ven cada vez menos desde que fueron inventados los acuarios virtuales, sin peces que tengan olor a pez ni agua que sea necesario cambiar. Ahí dentro nadan graciosamente cincuenta ejemplares de diez especies diferentes que, para no morir, tendrán que ser cuidados y alimentados como si fueran seres vivos, la calidad de la inexistente agua hay que vigilarla, también hay que fiscalizar la temperatura, además, para que no todo sean obligaciones, el fondo del acuario podrá ser decorado con varios tipos de rocas y de plantas, y el feliz poseedor de esta maravilla tendrá a su disposición una gama de sonidos que le permitirá, mientras contempla sus peces sin tripas ni espinas, rodearse de ambientes sonoros tan diversos como una playa caribeña, una selva tropical o una tormenta en el mar. En el Centro no quieren perros, pensó nuevamente Marcial, y notó que esta preocupación estaba, por momentos, ocultando la otra, Le hablo de esto, no le hablo, comenzó inclinándose por el sí, después pensó que sería preferible dejar la cuestión para más tarde, cuando tenga que ser, cuando no haya otro remedio. Tomó pues la decisión de callarse, pero, qué verdad es ésa de la fluctuación inconstante de la voluntad en el acuario virtual de nuestra cabeza, un minuto después le estaba diciendo a Marta, Me acabo de dar cuenta de que no podemos llevarnos a Encontrado al Centro, no aceptan perros, va a ser un problema serio, pobre animal, tenerlo que dejar por ahí abandonado, Quizá se consiga encontrar una solución, dijo Marta, Concluyo que ya habías pensado en el asunto, se sorprendió Marcial, Sí, había pensado, hace mucho tiempo, Y esa solución, cuál sería, Pienso que a Isaura no le importaría hacerse cargo de Encontrado, incluso creo que sería para ella una gran alegría, además ya se conocen, Isaura, Sí, Isaura, la del cántaro, te acuerdas, la que nos trajo el bizcocho, la que vino a hablar conmigo la última vez que fuimos a almorzar a casa de tus padres, La idea me parece buena, Para Encontrado será lo mejor, Falta saber si tu padre estará de acuerdo, Ya se sabe que una mitad de él protestará, dirá que no señor, que una mujer sola no es buena compañía para un perro, imagino que es capaz de inventarnos una teoría de diferencias como ésta, qué seguramente habrá otras personas que no tendrán inconveniente en acoger al animal, pero también sabemos que la otra mitad deseará, con todas las fuerzas del deseo, que la primera no gane, Cómo van esos amores, preguntó Marcial, Pobre Isaura, pobre padre, Por qué dices pobre Isaura, pobre padre, Porque está claro que ella lo quiere, pero no consigue traspasar la barrera que él ha levantado, Y él, Él, él es una vez más la historia de las dos mitades, hay una que probablemente no piensa nada más que en eso, Y la otra, La otra tiene sesenta y cuatro años, la otra tiene miedo, Realmente las personas son muy complicadas, Es verdad, pero si fuéramos simples no seríamos personas. Encontrado no estaba allí, recordó de repente que no había en casa nadie más para hacerle compañía al dueño viejo, solo en la alfarería y ya ocupado con los segundos trescientos muñecos de la primera entrega de seiscientos, un perro ve estas cosas y le provocan una confusión enorme, las percibe pero no consigue comprenderlas, tanto trabajo, tanto esfuerzo, tanto sudor, y ahora no me estoy refiriendo a la cantidad de dinero que se acabe ganando en el negocio, será poco, será así así, mucho no será ciertamente, es sobre todo por lo que Marta ha dicho hace un poco si no será todo esto patéticamente inútil. Como ya se había visto antes, y ahora, gracias al extenso y profundo diálogo mantenido entre Marta y Marcial, tuvimos ocasión de confirmar, el banco de piedra justifica ampliamente el grave y ponderoso nombre que le pusimos, el banco de las meditaciones, pero he aquí que la necesidad obliga, es tiempo de volver las atenciones al horno, meter más leña por la bocaza del fogón, con cuidado, Marcial, no te olvides de que la fatiga entorpece los reflejos de defensa, aumenta el tiempo que necesitan para actuar, no sea que te salte otra vez desde dentro, como sucedió en aquel maldito día, la víbora de fuego sibilante que te marcó la mano izquierda para siempre. Fue también esto, más o menos, lo que Marta dijo, Voy a lavar los platos y a acostarme, ten tú cuidado, Marcial.
Al día siguiente, por la mañana muy temprano, como siempre, Cipriano Algor llevó a Marcial al Centro en la furgoneta. Le había dicho al salir de casa, No sé cómo agradecerte la ayuda que me has dado, y Marcial le respondió, Hice lo que pude, ojalá todo siga bien, Estoy convencido de que las próximas figuras darán menos quehaceres, he encontrado unos cuantos trucos para simplificar el trabajo, es la ventaja que tiene acumular experiencia, creo que los trescientos de la nueva hornada podrán estar en las tablas de secado en una semana, Si de aquí a diez días, en mi próximo permiso, ya están en condiciones de meterlos en el horno, cuente conmigo, Gracias, quieres que te diga una cosa, tú y yo, si no fuese por esta maldita crisis del barro, podríamos formar una buena pareja, dejabas de ser guarda del Centro y te dedicabas a la alfarería, Podría ser, pero es tarde para pensar en eso, además, si lo hubiéramos hecho, estaríamos ahora los dos sin trabajo, Yo todavía tengo trabajo, Es verdad. Más adelante, ya en la carretera de la ciudad, y después de un largo silencio, Cipriano Algor dijo, tengo una idea, quiero saber qué piensas de ella, Dígame, Llevar al Centro, en cuanto se seque la pintura, estos primeros trescientos muñecos, así el Centro vería que estamos trabajando en serio y comenzaría a vender antes de la fecha prevista, sería bueno para ellos y mejor para nosotros, excusaríamos pasar tanto tiempo esperando resultados, y, si todo sale como se espera, podríamos preparar con más tranquilidad la producción futura, sin precipitaciones, como ha sido esta vez, qué tal te parece la idea, Creo que sí, creo que es una idea buena, dijo Marcial, y en ese momento le vino a la memoria que también había encontrado buena la idea de entregar el perro a los cuidados de la vecina del cántaro, Después de acercarte a tu puesto voy a hablar con el jefe de compras, tengo la seguridad de que estará de acuerdo, dijo Cipriano Algor, Ojalá, respondió Marcial, y reparó en que otra vez repetía una palabra pronunciada poco antes, es lo que nos sucede siempre con las palabras, las repetimos constantemente, pero en algunos casos, no se sabe por qué, se nota más. Cuando la furgoneta entraba en la ciudad Marcial preguntó, Quién va a pintar ahora los muñecos, Marta insiste en querer pintarlos, argumenta que yo no podré estar, al mismo tiempo, en misa y repicando, no lo dijo con estas palabras, pero el sentido era el mismo, Padre, las pinturas intoxican, Sí que intoxican, Y en el estado en que Marta se encuentra me parece inconveniente, Yo me ocuparé de la primera mano, puedo usar la pistola, es cierto que dispersa la pintura en el aire pero compensa por la rapidez, Y luego, Luego se pintará con pincel, no perjudica, Se debería haber comprado al menos una mascarilla, Era cara, murmuró Cipriano Algor, como si tuviera vergüenza de sus propias palabras, Si conseguimos encontrar dinero para alquilar la camioneta que sacó del Centro lo que quedaba de cacharrería, también se encontrará el necesario para comprar la mascarilla, No lo pensamos, dijo Cipriano Algor, después enmendó, contrito, No lo pensé. Iban ya por la avenida que los conducía en línea recta al Centro, a pesar de la distancia podían leerse las palabras del gigantesco anuncio que habían colocado, USTED ES NUESTRO MEJOR CLIENTE, PERO, POR FAVOR, NO SE LO DIGA A SU VECINO. Cipriano Algor no hizo ningún comentario, a Marcial lo sorprendió un pensamiento, Se divierten a nuestra costa. Cuando la furgoneta estacionó frente a la puerta del Servicio de Seguridad, Marcial dijo, Después de haber hablado con el jefe del departamento de compras pase por aquí, voy a ver si le consigo una mascarilla, Para mí no es necesario, ya te lo he dicho, y Marta sólo utilizará los pinceles, La conoce tan bien como yo, en la primera ocasión que se distraiga ocupará su lugar y cuando se quiera dar cuenta de lo sucedido será tarde, No sé cuánto tiempo emplearé en el departamento de compras, pregunto por ti aquí o entro y te busco, No entre, no merece la pena entrar, dejaré la mascarilla a mi colega de la puerta, Como quieras, Hasta dentro de diez días, Hasta dentro de diez días, Cuídeme a Marta, padre, La cuidaré, sí, vete tranquilo, mira que no la quieres más que yo, Si es más o si es menos no lo sé, la quiero de otra manera, Marcial, Dígame, Dame un abrazo, por favor. Cuando Marcial salió de la furgoneta llevaba los ojos húmedos. Cipriano Algor no se dio ningún puñetazo en la cabeza, sólo se dijo a sí mismo con una media sonrisa triste, A esto puede llegar un hombre, verse implorando un abrazo, como un niño carente de amor. Puso la furgoneta en marcha, dio la vuelta a la manzana, ahora más extensa como consecuencia de la ampliación del Centro, Dentro de poco ya nadie se acordará de lo que existía aquí antes, pensó. Quince minutos más tarde, sintiéndose extraño como alguien que, tras regresar a un lugar después de una larga ausencia, no encuentra mudanzas que objetivamente justifiquen ese sentimiento, que tampoco puede ignorar, descendía la rampa del subterráneo. Tras avisar al guarda de la entrada de que venía a pedir una información, y no para descargar, estacionó la furgoneta en la vía lateral. Ya había una fila larga de camiones a la espera, algunos enormes, aún faltaban casi dos horas para que el servicio de recepción de mercancías abriese. Cipriano Algor se acomodó en el asiento e intentó dormir. La última mirada que había echado por la mirilla, antes de venir a la ciudad, mostraba que el proceso de cocción ya había terminado, ahora sólo tenía que dejar que el horno enfriara a su gusto, sin prisas, paulatinamente, como quien va por su propio pie. Para dormirse se puso a contar los muñecos como si estuviese contando borregos, comenzó por los bufones y los contó a todos, después pasó a los payasos y consiguió llegar también al final, cincuenta de ésos, cincuenta de éstos, de los que sobraban, el remanente para estropicios, no se interesó, luego quiso pasar a los esquimales, pero se le adelantaron, sin explicación, las enfermeras, y, en la lucha que tuvo que entablar para repelerlas, se durmió. No era la primera vez que veía terminar su sueño de la mañana en el subterráneo del Centro, no era la primera vez que lo despertaba, amplificado y multiplicado por los ecos, el estruendo de los motores de los camiones. Bajó de la furgoneta y avanzó hacia el mostrador de atención personal, dijo quién era, dijo que venía para una aclaración, a hablar con el jefe, si fuera posible, Es un asunto importante, añadió. El empleado que lo atendía lo miró con aire de duda, era más que evidente que no podrían ser importantes ni el asunto ni la persona que tenía delante, salida de una miserable furgoneta que decía por fuera Alfarería, por eso respondió que el jefe estaba ocupado, En una reunión, precisó, y ocupado iba a seguir toda la mañana, que dijese por tanto a qué venía. El alfarero explicó lo que tenía que explicar, no se olvidó, para impresionar al interlocutor, de aludir a la conversación telefónica que tuvo con el jefe del departamento, y finalmente oyó al otro decir, Voy a preguntar a un subjefe. Temió Cipriano Algor que le saliese el malvado que le había amargado la vida, pero el subjefe que apareció era educado y atento, concordó que era una excelente idea, Buena ocurrencia, sí señor, es bueno para ustedes y todavía mejor para nosotros, mientras van fabricando la segunda entrega de trescientos y preparando la producción de los restantes seiscientos, en dos tiempos, como en el presente caso, o de una sola vez, nosotros iremos observando la acogida del público comprador, las reacciones al nuevo producto, los comentarios explícitos e implícitos, incluso nos daría tiempo a promover unos sondeos, orientados según dos vertientes, en primer lugar, la situación previa a la compra, es decir, el interés, la apetencia, la voluntad espontánea o motivada del cliente, en segundo lugar, la situación resultante del uso, es decir, el placer obtenido, la utilidad reconocida, la satisfacción del amor propio, tanto desde un punto de vista personal como desde un punto de vista grupal, sea familiar, profesional, o cualquier otro, la cuestión, para nosotros esencialísima, consiste en averiguar si el valor de uso, elemento fluctuante, inestable, subjetivo por excelencia, se sitúa demasiado por debajo o demasiado por encima del valor de cambio, Y cuando eso sucede, qué hacen, preguntó Cipriano Algor por preguntar, a lo que el subjefe respondió en tono condescendiente, Querido señor, supongo que no está a la espera de que le vaya a descubrir aquí el secreto de la abeja, Siempre he oído que el secreto de la abeja no existe, que es una mistificación, un falso misterio, una fábula que no terminaron de inventar, un cuento que podía haber sido y no fue, Tiene razón, el secreto de la abeja no existe, pero nosotros lo conocemos. Cipriano Algor se retrajo como si hubiese sido víctima de una agresión inesperada. El subjefe sonreía, insistía complaciente en que la idea era buena, muy buena, que quedaba a la espera de la primera entrega y después le daría noticias. Oprimido, bajo una inquietante impresión de amenaza, Cipriano Algor entró en la furgoneta y salió del subterráneo. La última frase del subjefe le daba vueltas en la cabeza, El secreto de la abeja no existe, pero nosotros lo conocemos, no existe, pero lo conocemos, lo conocemos, lo conocemos. Vio caer una máscara y percibió que detrás había otra exactamente igual, comprendía que las máscaras siguientes serían fatalmente idénticas a las que hubiesen caído, es verdad que el secreto de la abeja no existe, pero ellos lo conocen. No podría hablar de esta su perturbación a Marta y a Marcial porque no lo entenderían, y no lo entenderían porque no habían estado allí con él, en la parte de fuera del mostrador, oyendo a un subjefe de departamento explicar qué es el valor de cambio y el valor de uso, probablemente el secreto de la abeja reside en crear e impulsar en el cliente estímulos y sugestiones suficientes para que los valores de uso se eleven progresivamente en su estimación, paso al que seguirá en poco tiempo la subida de los valores de cambio, impuesta por la argucia del productor a un comprador al que le fueron retirando poco a poco, sutilmente, las defensas interiores que resultaban de la conciencia de su propia personalidad, esas que antes, si es que alguna vez existió un antes intacto, le proporcionaron, aunque fuera precariamente, una cierta posibilidad de resistencia y autodominio. La culpa de esta laboriosa y confusa explanación es toda de Cipriano Algor que, siendo lo que es, un simple alfarero sin carné de sociólogo ni preparación de economista, se ha atrevido, dentro de su rústica cabeza, a correr detrás de una idea, para acabar reconociéndose, como resultado de la falta de un vocabulario adecuado y por las graves y patentes imprecisiones en la propiedad de los términos utilizados, incompetente para trasladarla a un lenguaje suficientemente científico que tal vez nos facilitara, por fin, comprender lo que él había querido decir en el suyo. Quedará para los recuerdos de Cipriano Algor este otro momento de desconcierto de vida y de desacierto en la comprensión de ella, cuando, habiendo ido un día al departamento de compras del Centro para hacer la más simple de las preguntas, de allí regresó con la más compleja y oscura de las respuestas, y tan tenebrosa y oscura era, que nada era más natural que perderse en los laberintos de su propio cerebro. Al menos queda salvada la intención. En su defensa Cipriano Algor siempre podrá alegar que hizo todo lo que estaba al alcance de su condición de alfarero para intentar desentrañar el sentido oculto de la sibilina frase del subjefe sonriente, y si incluso para él mismo era evidente que no lo había conseguido, al menos dejó bien claro a quien detrás viniese que, por el camino que él había tomado, no se llegaba a ninguna parte. Estas cosas son para quien sabe, pensó Cipriano Algor, sin conseguir callar su desasosiego interior. En todo caso, decimos nosotros, otros hicieron menos y presumieron de más.
El paquete que Marcial había dejado al guarda de la puerta contenía dos mascarillas, no una, para el caso de que se averíe el sistema purificador del aire en alguna, decía la nota. Y nuevamente la petición, Cuídeme de Marta, por favor. Era casi la hora del almuerzo, una mañana perdida, pensó Cipriano Algor, acordándose de los moldes, del barro que esperaba, del horno que perdía calor, de las filas de muñecos allí dentro. Después, en medio de la avenida, conduciendo de espaldas a la pared del Centro donde la frase, USTED ES NUESTRO MEJOR CLIENTE, PERO, POR FAVOR, NO SE LO DIGA A SU VECINO, trazaba con descaro irónico el diagrama relacional en que se consumaba la complicidad inconsciente de la ciudad con el engaño consciente que la manipulaba y absorbía, se le pasó por la cabeza, a Cipriano Algor, la idea de que no era sólo esta mañana la que perdía, que la obscena frase del subjefe había hecho desaparecer lo que quedaba de la realidad del mundo en que aprendió y se habituó a vivir, que a partir de hoy todo sería poco más que apariencia, ilusión, ausencia de sentido, interrogaciones sin repuesta. Dan ganas de estrellar la furgoneta contra un muro, pensó. Se preguntó por qué no lo hacía y por qué nunca, probablemente, lo llegaría a hacer, después se puso a enumerar sus razones. Pese a que ésta se encuentra dislocada en el contexto del análisis, por lo menos en principio, las personas se suicidan precisamente porque tienen vida, la primera de las razones fuertes de Cipriano Algor para no hacerlo era el hecho de estar vivo, luego en seguida apareció su hija Marta, y tan junta, tan ceñida a la vida del padre, que fue como si hubiese entrado al mismo tiempo, después vino la alfarería, el horno, y también el yerno Marcial, claro, que es tan buen mozo y quiere tanto a Marta, y Encontrado, aunque a mucha gente le parezca escandaloso decirlo y objetivamente no se pueda explicar, hasta un perro es capaz de agarrar a una persona a la vida, y más, y más, y más qué, Cipriano Algor no encontraba ningunas otras razones, sin embargo tenía la impresión de que todavía le estaba faltando una, qué será, qué no será, de súbito, sin avisar, la memoria le lanzó a la cara el nombre y el rostro de la mujer fallecida, el nombre y el rostro de Justa Isasca, por qué, si Cipriano Algor lo que estaba buscando eran razones para no estrellar la furgoneta contra un muro y si ya las había encontrado en número y sustancia suficientes, a saber, él mismo, Marta, la alfarería, el horno, Marcial, el perro Encontrado y además el moral, por olvido no mencionado antes, era absurdo que la última, esa inesperada razón de cuya existencia inquietamente se había apercibido como una sombra o una provocación, fuese alguien que ya no pertenecía a este mundo, es verdad que no se trata de una persona cualquiera, es la mujer con quien estuvo casado, la compañera de trabajo, la madre de su hija, pero, aun así, por mucho talento dialéctico que se ponga en la olla, será difícil de sustentar que el recuerdo de un muerto pueda ser razón para que un vivo decida seguir vivo. Un amante de proverbios, adagios, anejires y otras máximas populares, de esos ya raros excéntricos que imaginan saber más de lo que les enseñan, diría que aquí hay gato encerrado con el rabo fuera. Con disculpa de lo inconveniente e irrespetuoso de la comparación, diremos que la cola del felino, en el caso a examen, es la fallecida Justa, y que para encontrar lo que falta del gato no sería necesario más que doblar la esquina. Cipriano Algor no lo hará. No obstante, cuando llegue al pueblo, dejará la furgoneta ante la puerta del cementerio donde no ha vuelto a entrar desde aquel día, y se dirigirá a la sepultura de la mujer. Estará allí unos minutos pensando, tal vez para agradecer, tal vez preguntando, Por qué apareciste, tal vez oyendo preguntar, Por qué apareciste, después levantará la cabeza y mirará alrededor como buscando a alguien. Con este sol, hora de almorzar, no será probable.