El primer acto de la función terminó, el atrezo de escena ha sido retirado, los actores descansan del esfuerzo de la apoteosis. En los almacenes del Centro no queda una sola pieza de loza fabricada por la alfarería de los Algores, quizá algún polvo rojo esparcido por los estantes, nunca estará de más recordar que la cohesión de las materias no es eterna, si el continuo roce de los invisibles dedos del tiempo desgasta mármoles y granitos, qué no hará a simples arcillas de composición precaria y cochura probablemente irregular. A Marcial Gacho no lo reconocieron en el departamento de compras, efecto seguro de la boina y de las gafas oscuras, pero también de la barba sin afeitar, que él se había dejado a caso hecho para rematar la eficacia del disfraz protector, pues entre las diversas características que deben distinguir a un guarda interno del Centro se incluye un perfecto rasurado. En todo caso al subjefe no dejó de extrañarle la repentina mejoría del vehículo transportador, actitud lógica en persona que más de una vez se había permitido sonreír irónicamente a la vista de la vetusta furgoneta, pero lo sorprendente fue, y ésta es en la presente circunstancia la mínima denominación posible, el asomo de irritación apenas contenida que le subió a la mirada y al gesto cuando Cipriano Algor le informó de que estaba dispuesto para llevarse el resto de la mercancía, Toda, preguntó, Toda, respondió el alfarero, he traído un camión y un ayudante. Si a este subjefe de demostrado mal talante le estuviese asignado suficiente futuro en el relato que venimos cursando, sin duda un día de éstos le pediríamos que nos desvelase el fondo de sus sentimientos en aquella ocasión, es decir, la razón última de una contrariedad, a todas luces ilógica, que no quiso ocultar o no fue capaz de tal. Es probable que intentara engañarnos diciendo, por ejemplo, que se había habituado a las visitas diarias de Cipriano Algor y que, aunque por respeto a la verdad no pudiese jurar que eran amigos, le había tomado una cierta simpatía, sobre todo debido a la poco auspiciosa situación profesional en la que el pobre diablo se encontraba. Falsedad de lo más descarada como es evidente, porque, si del desvelamiento del fondo pasásemos a la excavación de lo más hondo, en seguida nos daríamos cuenta de que lo que delata la muestra de exasperación del subjefe es la frustración de ver cómo se le iba de las manos el gozo sobre todos perverso de los que disfrutan con las derrotas ajenas hasta cuando no sacan ningún provecho de ellas. Con el pretexto de que pasarían horas haciendo el trabajo y de que estaban dificultando las descargas de otros abastecedores, el pésimo hombre todavía intentó impedir la carga del camión, pero Cipriano Algor lo puso, como elocuentemente se suele decir, entre la espada y la pared, preguntándole quién se responsabilizaría del gasto del alquiler del vehículo en caso de no acabar, exigió el libro de reclamaciones, y, como golpe final y desesperado, aseguró que de allí no saldría sin hablar con el jefe del departamento. Es de manuales elementales de psicología aplicada, capítulo comportamientos, que las personas de mal carácter son con mucha frecuencia cobardes, por eso no deberá sorprendernos que el temor a ser desautorizado en público por el jefe superior jerárquico haya hecho mudar de un instante a otro la actitud del subjefe. Dejó salir por la boca una insolencia para mitigar el desaire y se retiró al fondo del almacén, de donde sólo volvió a aparecer cuando el camión, finalmente cargado, abandonó el subterráneo. Ni propia ni figuradamente cantaron Cipriano Algor y Marcial Gacho victoria, estaban demasiado cansados para gastar el poco fuelle que les quedaba en gorjeos y congratulaciones, el mayor dijo solamente, Nos va a amargar la vida cuando traigamos la otra mercancía, va a examinar las figuras con lupa y a rechazarlas por docenas, y el más joven respondió que tal vez sí, pero que no era seguro, que el jefe del departamento es quien lleva el asunto, de ésta nos hemos librado, padre, la otra ya veremos, la vida tiene que ser así, cuando uno se desanima, el otro se agarra las propias tripas y de ellas hace corazón. Habían dejado la furgoneta estacionada en la esquina de una calle próxima, allí estará hasta que vuelvan de descargar la última loza en la hondonada que está cerca del río, después llevarán el camión al garaje y, exhaustos, más muertos que vivos, uno por haber perdido en los lisos pasillos del Centro la saludable costumbre del esfuerzo físico, el otro por las sobradamente conocidas desventajas de la edad, llegarán por fin a casa, cuando la tarde ya esté cayendo. Bajará a recibirlos al camino el perro Encontrado, también él dando los saltos y los latidos de su condición, y Marta estará esperando en la puerta. Ella preguntará, Ya está, quedó todo resuelto, y ellos responderán que sí, que todo quedó resuelto, y luego los tres han de pensar, o han de sentir, si hay desigualdad y contradicción entre el sentir y el pensar, que esta parte que ha acabado es la misma que está impaciente por comenzar, que los primeros, segundos y terceros actos, da lo mismo que sean los de las funciones o los de las vidas, son siempre una sola pieza. Es verdad que algunos atrezos han sido retirados del escenario, pero el barro del que van a ser hechos los nuevos aderezos es el mismo de ayer, y los actores, mañana, cuando despierten del sueño de los bastidores, posarán el pie derecho delante de donde habían dejado la marca del pie izquierdo, después asentarán el izquierdo delante del derecho, y, hagan lo que hagan, no se saldrán del camino. A pesar del cansancio de él, Marta y Marcial repetirán, como si también esta vez fuese la primera, los gestos, los movimientos y los gemidos y suspiros de amor. Y las palabras. Cipriano Algor dormirá sin sueños en su cama. Mañana temprano, como de costumbre, llevará al yerno al trabajo. Tal vez en el regreso se le ocurra pasar por la hondonada cerca del río, sin ningún motivo especial, ni siquiera curiosidad, sabe perfectamente lo que allí fue dejado, pero pese a todo quizá se acerque al borde de la cueva, y si lo hace mirará hacia abajo, entonces se preguntará a sí mismo si no debería cortar unas cuantas ramas de árboles para cubrir mejor la loza, da idea de que quiere que nadie más sepa lo que hay aquí, de que quiere que así se quede, oculta, resguardada, hasta el día en que nuevamente vuelvan a ser necesarias, ah, qué difícil es separarnos de aquello que hemos hecho, sea cosa o sueño, incluso cuando lo hemos destruido con nuestras propias manos.
Voy a limpiar el horno, dijo Cipriano Algor al llegar a casa. Las experiencias anteriores del perro Encontrado le indujeron a pensar que el dueño se disponía a sentarse otra vez en el banco de las meditaciones, todavía andaría el pobre con el espíritu turbio de conflictos, la vida corriéndole a contramano, en estas ocasiones es cuando los perros hacen más falta, vienen y se nos colocan delante con la infalible pregunta en los ojos, Quieres ayuda, y siendo cierto que, a primera vista, no parece estar al alcance de uno de estos animales poner remedio a los sufrimientos, angustias y otras aflicciones humanas, bien pudiera suceder que la causa radique en el hecho de que no seamos capaces de comprender lo que está más allá o acá de nuestra humanidad, como si las otras aflicciones en el mundo sólo pudiesen lograr una realidad aprehensible si las medimos por nuestros propios patrones, o, usando palabras más simples, como si sólo lo humano tuviese existencia. Cipriano Algor no se sentó en el banco de piedra, pasó a su lado, luego, tras mover uno tras otro los tres gruesos cierres de hierro instalados en alturas diferentes, arriba, en medio, abajo, abrió la puerta del horno, que chirrió gravemente en los goznes. Pasados los primeros días de indagaciones sensoriales que contentaron la curiosidad inmediata de quien acabara de llegar a un nuevo lugar, el horno había dejado de atraer la atención del perro Encontrado. Era una construcción vieja y basta de albañilería, con una puerta alta y estrecha, de finalidad desconocida y donde no vivía nadie, una construcción que tenía en la parte superior tres cosas como chimeneas, pero que seguramente no lo serían, puesto que de ellas nunca se había desprendido ningún estimulante olor a comida. Y ahora para su desconcierto la puerta se abre y el dueño entra con tan buena disposición como si también aquello fuese su casa, como la otra de ahí. Debe un perro, por cautela y principio, ladrar a cuantas sorpresas le surjan en la vida, porque no podrá saber de antemano si las buenas se transformarán en malas y si las malas dejarán de ser lo que fueron, por tanto Encontrado ladró y ladró, primero con inquietud cuando la figura del dueño pareció desvairse en la última penumbra del horno, luego feliz al verlo reaparecer entero y con la expresión cambiada, son los pequeños milagros del amor, querer bien lo que se ha hecho también debería merecer ese nombre. Cuando Cipriano Algor volvió a entrar en el horno, ahora empuñando la escoba, Encontrado no se preocupó, un dueño, bien mirado, es como el sol y la luna, debemos ser pacientes cuando desaparece, esperar que el tiempo pase, si poco si mucho no lo podrá decir un perro, que no distingue duraciones entre la hora y la semana, entre el mes y el año, para un animal de éstos no hay más que la presencia y la ausencia. Durante la limpieza del horno, Encontrado no hizo intención de entrar, se apartó a un lado para que no le cayese encima la lluvia de pequeños fragmentos de barro cocido, de cascotes de loza rota que la escoba iba empujando hacia fuera, y se tumbó todo lo largo que era, con la cabeza asentada entre las patas. Parecía ajeno, casi dormido, pero hasta el más inexperto conocedor de mañas caninas sería capaz de comprender, nada más que por el modo disimulado con que de vez en cuando el sujeto abría y cerraba los ojos, que el perro Encontrado estaba simplemente a la espera. Terminada la tarea de limpieza, Cipriano Algor salió del horno y se encaminó a la alfarería. Mientras estuvo a la vista, el perro no se movió, luego se levantó despacio, avanzó con el cuello estirado hasta la entrada del horno y miró. Era una casa extraña y vacía, de techo abovedado, sin muebles ni adornos, forrada de paralelepípedos blanquecinos, pero lo que más impresionó la nariz del perro Encontrado fue la sequedad extrema del aire que dentro se respiraba y también el picor intenso del único olor que se percibía, la vaharada final de un infinito calcinamiento, que no os sorprenda la fragante y asumida contradicción entre final e infinito, pues no era de sensaciones humanas de lo que veníamos tratando, sino de lo que humanamente podemos imaginar acerca de lo que sentiría un perro al entrar por primera vez en un horno de alfarería vacío. Al contrario de lo que, por naturaleza, sería de esperar, Encontrado no dejó marcado de orina el nuevo sitio. Es verdad que comenzó obedeciendo a lo que el instinto le ordenaba, es verdad que llegó a levantar amenazadoramente la pata, pero se venció, se contuvo en el último y definitivo instante, quién sabe si amedrentado por el silencio mineral que lo rodeaba, por la rudeza tosca de la construcción, por el tono blanquecino y fantasmagórico del suelo y de las paredes, quién sabe si sencillamente porque sospechó que el dueño emplearía la violencia contra él si encontrara emporcado con una meada infame el reino, el trono y el dosel del fuego, el crisol donde la arcilla sueña cada vez que se va a convertir en diamante. Con la piel del dorso erizada, con el rabo entre las piernas como si viniese expulsado de lejos, el perro Encontrado salió del horno. No vio a ninguno de los dueños, la casa y el campo estaban como abandonados, y el moral, por efecto del ángulo de incidencia del sol, parecía proyectar una sombra extraña, que se arrastraba por el suelo como si viniese de un árbol diferente. Al contrario de lo que en general se piensa, los perros, por muchos cuidados y mimos de que sean objeto, no tienen la vida fácil, en primer lugar porque hasta hoy no han conseguido llegar a una comprensión mínimamente satisfactoria del mundo al que han sido traídos, en segundo lugar porque esa dificultad se ve agravada continuamente por las contradicciones y por las inestabilidades de conducta de los seres humanos con quienes comparten, por decirlo así, la casa, la comida y a veces la cama. Desapareció el dueño, no aparece la dueña, el perro Encontrado desahoga la melancolía y la retención de la vejiga en el banco de piedra que no tiene más utilidad que la de servir para meditaciones. En ese momento Cipriano Algor y Marta salieron de la alfarería. Encontrado corrió hacia ellos, en instantes como éste, sí, tiene la impresión de que finalmente va a entenderlo todo, pero la impresión no dura, nunca dura, el dueño le suelta un grito enorme, Fuera de aquí, la dueña grita alarmada, Quieto, quién podrá alguna vez entender a esta gente, el perro Encontrado no tardará en darse cuenta de que los dueños llevan unas figuras de barro en equilibrio sobre unas pequeñas tablas, tres cada uno y en cada una, imagínese el desastre que sucedería si no me hubiesen frenado a tiempo las efusiones. Se dirigen los equilibristas a las largas tablas de secado que desde hace semanas están desnudas de platos, cuencos, tazas, platillos, tazones, jarrones, botijos, cántaros, macetas y otros enseres de casa y jardín. Estos seis muñecos, que se quedarán secándose al aire, protegidos por la sombra del moral, pero tocados de vez en cuando por el sol que se insinúa y mueve entre las hojas, son la guardia avanzada de una nueva ocupación, la de centenas de figuras iguales que en batallones cerrados cubrirán las amplias tablas, mil doscientas figuras, seis veces doscientas, según las cuentas hechas en su momento, pero las cuentas estaban equivocadas, la alegría de la victoria no siempre es buena consejera, estos alfareros, pese a las tres generaciones de experiencia, parecen haberse olvidado de que es indispensable reservar siempre, porque hasta la tijera come el paño que corta, un margen para las pérdidas, es lo que cae y se parte, es lo que se deforma, es lo que se contrae más o menos, es lo que el calor revienta por estar mal fabricada la pieza, es lo que sale mal cocido por defectuosa circulación del aire caliente, y a todo esto, que tiene que ver directamente con las contingencias físicas de un trabajo en el que hay mucho de arte alquímica, que, como sabemos, no es una ciencia exacta, a todo esto, decíamos, habrá que añadir el examen riguroso que, como de costumbre, el Centro aplicará a cada una de las piezas, para colmo con aquel subjefe que parece tenérsela jurada. A Cipriano Algor únicamente se le vinieron a la cabeza estas dos amenazas, la cierta y la latente, cuando barría el horno, es lo que tienen de bueno las asociaciones de ideas, unas van tirando de otras, de carrerilla, la habilidad está en no dejar que se rompa el hilo de la madeja, en comprender que un cascote en el suelo no es sólo su presente de cascote en el suelo, es también su pasado de cuando no lo era, es también su futuro de no saber lo que llegará a ser.
Se cuenta que en tiempos antiguos hubo un dios que decidió modelar un hombre con el barro de la tierra que antes había creado, y luego, para que tuviera respiración y vida, le dio un soplo en la nariz. Algunos espíritus contumaces y negativos enseñan cautelosamente, cuando no osan proclamarlo con escándalo, que, después de aquel acto creativo supremo, el tal dios no volvió a dedicarse nunca más a las artes de la alfarería, manera retorcida de denunciarlo por haber, simplemente, dejado de trabajar. El asunto, por la trascendencia de que se reviste, es demasiado serio para que lo tratemos de forma simplista, exige ponderación, mucha imparcialidad, mucho espíritu objetivo. Es un dato histórico que el trabajo de modelado, desde aquel memorable día, dejó de ser un atributo exclusivo del creador para pasar a la competencia incipiente de las criaturas, las cuales, excusado será decirlo, no están pertrechadas de suficiente soplo ventilador. El resultado fue que se asignara al fuego la responsabilidad de todas las operaciones subsidiarias capaces de dar, tanto por el color como por el brillo, y hasta por el sonido, una razonable semejanza de cosa viva a cuanto saliese de los hornos. Era juzgar por las apariencias. El fuego hace mucho, eso no hay quien lo niegue, pero no puede hacerlo todo, tiene serias limitaciones, incluso hasta algún grave defecto, como, por ejemplo, la insaciable bulimia que padece y que lo conduce a devorar y reducir a cenizas todo cuanto encuentra por delante. Volviendo al asunto que nos ocupa, la alfarería y su funcionamiento, todos sabemos que barro húmedo metido en horno es barro estallado en menos tiempo del que lleva contarlo. Una primera e irrevocable condición establece el fuego, si queremos que haga lo que de él se espera, que el barro entre seco y bien seco en el horno. Y es aquí cuando humildes regresamos al soplo en la nariz, es aquí cuando tendremos que reconocer hasta qué punto fuimos injustos e imprudentes al apadrinar y hacer nuestra la impía idea de que el dicho dios habría dado la espalda, indiferente, a su propia obra. Sí, es cierto que después de eso nadie más lo ha vuelto a ver, pero nos dejó lo que tal vez fuese lo mejor de sí mismo, el soplo, el aire, el viento, la brisa, el céfiro, esos que ya están entrando suavemente por las narices de los seis muñecos de barro que Cipriano Algor y la hija acaban de colocar, con todo cuidado, sobre uno de los tableros de secado. Escritor, además de alfarero, el dicho dios también sabe escribir derecho con líneas torcidas, no estando él aquí para soplar personalmente, mandó a quien hiciese el trabajo en su nombre, y todo para que la todavía frágil vida de estos barros no acabe extinguiéndose mañana en el ciego y brutal abrazo del fuego. Decir mañana es apenas una manera de hablar, porque si es cierto que un único soplo fue suficiente en el inicio para que el barro del hombre adquiriese respiración y vida, muchos serán los soplos necesarios para que de los bufones, de los payasos, de los asirios de barbas, de los mandarines, de los esquimales y de las enfermeras, de estos que están aquí y de los que en filas cerradas vendrán a alinearse en estos tableros, se evapore poco a poco el agua sin la que no habrían llegado a ser lo que son, y puedan entrar seguros en el horno para transformarse en aquello que van a tener que ser. El perro Encontrado se alzó sobre las patas traseras y apoyó las manos en el borde de la plancha para ver desde más cerca los seis monigotes formados ante él. Olisqueó una vez, dos veces, y luego se desinteresó de ellos, pero no a tiempo de evitar la palmada seca y dolorosa que el dueño le propinó en la cabeza ni la repetición de las duras palabras que ya oyera antes, Fuera de aquí, cómo podría él explicar que no le iba a hacer ningún mal a los muñecos, que sólo los quería ver mejor y oler, que no ha sido justo que me pegues por tan poco, parece que no sabes que los perros no se sirven sólo de los ojos de la cara para indagar el mundo exterior, la nariz es como un ojo complementario, ve lo que huele, menos mal que esta vez ella no gritó Quieto, felizmente siempre se encuentra a alguien capaz de comprender las razones ajenas, incluso las de aquellos que, por mudez de naturaleza, o insuficiencia de vocabulario, no supieron o no les llegó la lengua para explicarlas, No era necesario pegarle, padre, sólo estaba curioseando, dijo Marta. Lo más seguro es que el propio Cipriano Algor no haya querido hacerle daño al perro, le salió así por la fuerza del instinto, que, al contrario de lo que generalmente se piensa, los seres humanos todavía no han perdido ni están cerca de perder. Convive éste pared con pared con la inteligencia, pero es infinitamente más rápido que ella, por eso la pobrecilla queda tantas veces en ridículo y es desairada en tantas ocasiones, es lo que ha sucedido en este caso, el alfarero reaccionó al miedo de ver destruido lo que tanto esfuerzo le había costado de la misma manera que la leona a la ansiedad de ver en peligro a su cría. No todos los creadores se distraen de sus criaturas, sean éstas cachorros o muñecos de barro, no todos se van y dejan en su lugar la inconstancia de un céfiro que sopla de vez en cuando, como si nosotros no tuviésemos esta necesidad de crecer, de ir al horno, de saber quiénes somos. Cipriano Algor llamó al perro, Ven aquí, Encontrado, ven aquí, de hecho no hay quien consiga comprender a estos bichos, pegan y en seguida van a acariciar a quienes han pegado, les pegan y en seguida van a besar la mano que les ha pegado, es posible que todo esto no sea nada más que una consecuencia de los problemas que venimos teniendo, desde el remoto comienzo de los tiempos, para entendernos unos a otros, nosotros, los perros, nosotros, los humanos. Encontrado ya se ha olvidado del manotazo recibido, pero el dueño no, el dueño tiene memoria, lo olvidará mañana o dentro de una hora, pero por el momento no puede, en casos así la memoria es como aquel toque instantáneo de sol en la retina que deja una quemadura en la superficie, cosa leve, sin importancia, pero que molesta mientras dura, lo mejor será llamar al perro, decirle, Encontrado, ven aquí, y el perro irá, va siempre, si está lamiendo la mano que lo acaricia es porque ésa es la manera de besar de los perros, en poco tiempo desaparecerá la quemadura, la visión se normalizará, y será como si nada hubiera ocurrido.
Cipriano Algor echó cuenta de la leña y la encontró poca. Durante años había andado complaciéndose en la idea de que habría de llegar la hora en que el viejo horno de leña sería derribado para que en su lugar surgiera un horno nuevo, de los modernos, de esos que trabajan con gas, capaces de ofrecer temperaturas altísimas, rápidos de calentar y de excelentes resultados en la cocción. En el fondo de sí mismo, sin embargo, intuía que nunca tal acabaría sucediendo, en primer lugar por el mucho dinero que la obra exigiría, fuera de su alcance, pero también por otras razones menos materiales, como saber de antemano que le daría pena derribar aquello que el abuelo había construido y después el padre perfeccionara, si lo hiciese sería como si, en sentido propio, los borrase de una vez por todas de la faz de la tierra, pues precisamente sobre la faz de la tierra está el horno. Tenía aún una otra razón, menos confesable, que despachaba en cinco palabras, Ya estoy viejo para eso, pero que objetivamente implicaba el uso de los pirómetros, de las tuberías, de los pilotos de seguridad, de los quemadores, es decir, otras técnicas y otros cuidados. No quedaba por tanto más remedio que seguir con el horno viejo alimentándolo a la vieja manera, con leña, leña y leña, tal vez esto sea lo que más cuesta soportar en los menesteres del barro. Así como el fogonero de las antiguas locomotoras de vapor, que se pasaba el tiempo echando paladas de carbón en la boca del fogón, el alfarero, por lo menos este Cipriano Algor, que no puede pagar a un ayudante, se fatiga durante horas metiendo el arcaico combustible horno adentro, ramajes que el fuego envuelve y devora en un instante, ramas que la llama va mordisqueando y lamiendo poco a poco hasta fragmentarlas en brasas, lo bueno es cuando podemos mimarlo con pinas y serrín, que arden más despacio y proporcionan más calor. Cipriano Algor se abastece en los alrededores de la población, encarga a los leñadores y agricultores unas cuantas cargas de leña para quemar, compra en los aserraderos y carpinterías del Cinturón Industrial unas cuantas sacas de serrín, preferentemente de maderas duras, como el roble, el nogal y el castaño, y todo esto lo tendrá que hacer solo, evidentemente no se le pasa por la cabeza pedirle a la hija, y más estando embarazada, que le acompañe y le ayude a subir las sacas a la furgoneta, se llevará a Encontrado para acabar de hacer las paces, lo que parece significar que la quemadura en la memoria de Cipriano Algor, al final, no estaba del todo curada. La leña que se encuentra debajo del alpendre sería más que suficiente para la cochura de las seis figuras que van a servir de moldes. Pero Cipriano Algor duda, encuentra absurda, disparatada, un desbarato sin disculpa, la enorme desproporción de medios a emplear en relación con los fines a conseguir, es decir, que para cocer la nadería material de media docena de muñecos vaya a ser necesario usar el horno como si de una carga hasta el techo se tratase. Se lo dijo a Marta, que le dio la razón, y media hora después el remedio, El libro explica cómo se puede resolver el problema, hasta trae un dibujo para que se entienda mejor. Es muy posible que el bisabuelo de Marta, siendo como era del tiempo de Maricastaña, hubiese usado alguna vez, en los primordios de su profesión de alfarero, el ya en esa época anticuado proceso de cochura en cueva, pero la instalación del primer horno debería haber dispensado y de algún modo hecho olvidar la arcaica práctica, que no pasó ya al padre de Cipriano Algor. Afortunadamente existen los libros. Podemos tenerlos olvidados en una estantería o en un baúl, dejarlos entregados al polvo o a las polillas, abandonarlos en la oscuridad de los sótanos, podemos no pasarles la vista por encima ni tocarlos durante años y años, pero a ellos no les importa, esperan tranquilamente, cerrados sobre sí mismos para que nada de lo que tienen dentro se pierda, el momento que siempre llega, ese día en el que nos preguntamos, Dónde estará aquel libro que enseñaba a cocer los barros, y el libro, finalmente convocado, aparece, está aquí en las manos de Marta mientras el padre cava al lado del horno una pequeña cueva con medio metro de profundidad y otro tanto de anchura, para el tamaño de las figuras no es necesario más, después dispone en el fondo del agujero una capa de pequeñas ramas y les prende fuego, las llamas suben, acarician las paredes, reducen la humedad superficial, luego la hoguera esmorecerá, sólo restarán las cenizas calientes y unas diminutas brasas, y será sobre éstas donde Marta, habiéndole pasado al padre el libro abierto en la página, haga descender, y con extremo cuidado vaya posando, una a una, las seis figuras de la prueba, el mandarín, el esquimal, el asirio de barba, el payaso, el bufón, la enfermera, dentro de la cueva el aire caliente todavía tiembla, toca la epidermis grisácea de la que, y también del interior macizo de los cuerpos, casi toda el agua ya se había evaporado por obra de la virazón y de la brisa, y ahora, sobre la boca de la cavidad, a falta de una rejilla adecuada para este fin, coloca Cipriano Algor, ni demasiado juntas ni demasiado separadas, como el libro enseña, unas barras estrechas de hierro por donde han de caer las brasas resultantes de la hoguera que el alfarero ya ha comenzado a atizar. Tan felices estaban con el descubrimiento del libro salvador que no repararon, ni el padre ni la hija, que la hora casi crepuscular en que comenzaron el trabajo los obligaría a alimentar la hoguera noche adentro, hasta que las brasas llenen por completo la cueva y la cocción termine. Cipriano Algor dijo a la hija, Tú acuéstate, que yo me quedo mirando por la lumbre, y ella respondió, No me perdería esto por todo el oro del mundo. Se sentaron en el banco de piedra contemplando las llamas, de vez en cuando Cipriano Algor se levantaba e iba a echar más leña, ramas no demasiado gruesas para que las brasas caigan por los intervalos de los hierros, cuando llegó la hora de la cena Marta bajó a casa para preparar una refección ligera, tomada después a la luz oscilante que se movía sobre la pared lateral del horno como si también él estuviese ardiendo por dentro. El perro Encontrado compartió lo que había para comer, después se tumbó a los pies de Marta, mirando fijamente las llamas, en su vida había estado cerca de otras hogueras, pero ninguna como ésta, probablemente querría decir otra cosa, las hogueras, mayores o más pequeñas, se parecen todas, son leña ardiendo, centellas, tizones y cenizas, lo que Encontrado pensaba era que nunca había estado así, a los pies de dos personas a quienes había entregado para siempre su amor de perro, junto a un banco de piedra propicio a serias meditaciones, como él mismo, a partir de hoy y por experiencia personal directa, podrá testificar. Llenar medio metro cúbico de brasas lleva su tiempo, sobre todo si la leña, como está sucediendo, no llegó seca del todo, la prueba está en que se ven hervir las últimas savias en el extremo opuesto de los troncos que se están quemando. Sería interesante, si fuese posible, mirar dentro, ver si las brasas han alcanzado ya la altura de la cintura de los muñecos, pero lo que se puede imaginar es cómo estará el interior de la cueva, vibrante y resplandeciente con la luz de las múltiples llamas breves que acaban de consumir los pequeños trozos de leña incandescente que van cayendo. Como la noche comenzaba a refrescar, Marta fue a casa a buscar una manta, bajo la cual, echada por los hombros, padre e hija se abrigaron. Por delante no necesitaban, sucedía ahora lo mismo que cuando, en tiempos pasados, nos arrimábamos a la chimenea para calentarnos en las noches de invierno, la espalda tiritaba de frío mientras la cara, las manos y las piernas se achicharraban. Las piernas sobre todo, por estar más cerca de la lumbre. Mañana comienza el trabajo duro, dijo Cipriano Algor, Yo ayudo, dijo Marta, Ayudarás, sin duda, no tienes otro remedio, por mucho que me cueste, Siempre he ayudado, Pero ahora estás embarazada, De un mes, o ni tanto, todavía no se nota, me siento perfectamente, Me temo que no consigamos llevar esto hasta el final, Lo conseguiremos, Si al menos pudiésemos encontrar a alguien que nos ayudase, Usted mismo lo tiene dicho, nadie quiere trabajar en alfarerías, aparte de eso emplearíamos todo el tiempo enseñando a quien viniese y los resultados serían de todo menos compensadores, Claro, confirmó Cipriano Algor, súbitamente distraído. Se había acordado de que Isaura Estudiosa, o Isaura Madruga como parece que ha vuelto a llamarse, andaba buscando trabajo, que si no lo encontraba se iría del pueblo, pero este pensamiento no llegó a perturbarlo, de hecho no podría ni querría imaginarse a la tal Madruga trabajando en la alfarería, metida en el barro, las únicas luces que ella tiene de este oficio es esa manera de abrazar un cántaro contra el pecho, pero eso no sirve de nada cuando es de fabricar monigotes de lo que se trata, y no de acunarlos. Para acunar cualquier persona sirve, pensó, pero sabía que esto no era verdad. Dijo Marta, Podríamos llamar a alguien para que se encargara del trabajo de casa, de manera que me dejara libre a mí para la alfarería, No tenemos dinero para pagar una asistenta, o una empleada doméstica, o mujer por horas, o comoquiera que se llame, cortó bruscamente Cipriano Algor, Una persona que esté necesitando una ocupación y que no le importe ganar poco durante un tiempo, insistió Marta. Impaciente, el padre se sacudió la manta de los hombros como si estuviera sofocándose, Si lo que estás pensando es lo que me imagino, creo que es mejor que la conversación acabe aquí, Falta saber si usted se lo imaginó porque yo lo pensé, dijo Marta, o si ya lo había pensado antes de que yo me lo imaginara, No juegues con las palabras, por favor, tú tienes esa habilidad, pero yo no, no la heredaste de mí, Alguna cosa tendrá que ser de nuestra propia cosecha, en todo caso, eso a lo que llama jugar con las palabras es simplemente un modo de hacerlas más visibles, Pues ésas puedes volver a taparlas, no me interesan. Marta repuso la manta en su lugar, embozó los hombros del padre, Ya están tapadas, dijo, si un día alguien las pone otra vez a la vista, le garantizo que no seré yo. Cipriano Algor se deshizo de la manta, No tengo frío, dijo, y fue a echar más leña a la hoguera. Marta se sintió conmovida al reparar en la meticulosidad con que él colocaba los troncos nuevos sobre las teas que ardían, aplicado y escrupuloso como quien se ha obligado, para expulsar incómodos pensamientos, a concentrar todo su poder de atención en un pormenor sin importancia. No debería haber vuelto al asunto, se dijo a sí misma, mucho menos ahora, cuando ya ha dicho que se vendrá con nosotros al Centro, además, suponiendo que ellos se entiendan hasta el punto de querer vivir juntos, cargaríamos con un problema de difícil o incluso de imposible solución, una cosa es irse al Centro con la hija y el yerno, otra que llevara a la propia mujer, en vez de una familia serían dos, estoy convencida de que no nos aceptarían, Marcial ya me ha dicho que los apartamentos son pequeños, luego tendrían que quedarse aquí, y de qué vivirían, dos personas que apenas se conocen, cuánto tiempo iba a durar el entendimiento, más que jugar con las palabras, lo que hago es jugar con los sentimientos de los otros, con los sentimientos de mi propio padre, qué derecho tengo yo, qué derecho tienes tú, Marta, prueba a ponerte en su lugar, no puedes, claro, pues si no puedes cállate, se dice que cada persona es una isla, y no es cierto, cada persona es un silencio, eso, un silenció, cada una con su silencio, cada una con el silencio que es. Cipriano Algor regresó al banco de piedra, él mismo se colocó la manta sobre los hombros a pesar de traer todavía en la ropa el calor de la hoguera, Marta se le acercó, Padre, padre, dijo, Qué quieres, Nada, no me haga caso. Pasaba de la una cuando la cueva se acabó de llenar. Ya no somos necesarios aquí, dijo Cipriano Algor, mañana, cuando se hayan enfriado, retiraremos las piezas, vamos a ver cómo salen. El perro Encontrado los acompañó hasta la puerta de la casa. Después volvió junto a la hoguera y se tumbó. Bajo la finísima película de ceniza, irradiando una luz tenue, el rescoldo todavía palpitaba. Sólo cuando las brasas se apagaron del todo, Encontrado cerró los ojos para dormir.