Voy a un negocio de hombres, esta vez te quedas en casa, dijo Cipriano Algor al perro, que vino corriendo cuando lo vio acercarse a la furgoneta. Está claro que Encontrado no necesitaba que le ordenasen subir, bastaba que dejaran abierta la puerta del coche el tiempo suficiente para comprender que no lo iban a expulsar después, pero la causa real de la sobresaltada carrera, por muy extraño que parezca, fue la suposición, en su ansiedad de perro, de que lo iban a dejar solo. Marta, que salió a la explanada conversando con el padre y lo acompañaba hasta la furgoneta, llevaba en la mano el sobre con los dibujos y la propuesta, y aunque el perro Encontrado no tenga ideas claras acerca de lo que son y para qué sirven sobres, propuestas y dibujos, conoce de la vida, más que de sobra, que las personas que se disponen a entrar en coches suelen llevar consigo cosas que, por lo general, incluso antes de subir, echan en el asiento de atrás. Instruido por estas experiencias, se comprende que la memoria de Encontrado le haya hecho pensar que Marta acompañaría al padre en esta nueva salida de la furgoneta. Pese a los pocos días transcurridos desde su llegada, no tiene dudas de que la casa de los dueños es su casa, pero su sentido de la propiedad, por incipiente, todavía no lo autoriza a decir mirando alrededor, Todo esto es mío. Además, un perro, sea cual sea el tamaño, la raza y el carácter, jamás se atrevería a pronunciar palabras tan brutalmente posesivas, diría, como mucho, Todo esto es nuestro, e incluso así, retomando el caso particular de estos alfareros y de sus bienes muebles e inmuebles, el perro Encontrado ni de aquí a diez años será capaz de verse como tercer propietario. Quizá lo máximo que consiga alcanzar cuando sea perro viejo es el oscuro y vago sentimiento de participar en algo arriesgadamente complejo y, por así decirlo, de escurridizas significaciones, un todo hecho de partes en que cada una es, al mismo tiempo, la parte que es y el todo del que forma parte. Ideas aventuradas como ésta, que el cerebro humano, grosso modo, es más o menos capaz de concebir, pero que luego tiene una enorme dificultad en desmenuzar, son el pan nuestro de cada día en las diferentes naciones caninas, tanto desde un punto de vista meramente teórico como en lo que se refiere a sus consecuencias prácticas. No se piense, con todo, que el espíritu de los perros es una nube bonanzosa que levemente pasa, una alborada primaveral de suave luz, un estanque de jardín con cisnes blancos deslizándose, si así fuese no se habría puesto Encontrado, de súbito, a gemir con tanta lástima, Y yo, y yo, decía. Para responder a tal desgarramiento de alma afligida, no encontró Cipriano Algor, aprensivo como iba por la responsabilidad de la misión que lo llevaba al Centro, mejores palabras que Esta vez te quedas en casa, menos mal que el angustiado animal vio a Marta dar dos pasos atrás después de entregar el sobre al padre, así Encontrado entendió que no iban a dejarlo sin compañía. Verdaderamente, incluso constituyendo cada parte, de por sí, el todo a que pertenece, como creemos que ya dejamos demostrado por a + b, dos partes, siempre que estén unidas, dan un total diferente. Marta compuso un cansado gesto de adiós y volvió a casa. El perro no la siguió en seguida, esperó a que la furgoneta, después de bajar la ladera hasta la carretera, desapareciese tras la primera casa del pueblo. Cuando poco después entró en la cocina, vio que la dueña estaba sentada en la misma silla en que había trabajado durante estos días. Se pasaba los dedos por los ojos una y otra vez como si necesitase aliviarlos de una sombra o de un dolor. Seguro que por estar en el tierno verdor de la mocedad, Encontrado no ha tenido tiempo todavía de formarse opiniones claras y definitivas sobre la necesidad y el significado de las lágrimas en el ser humano, sin embargo, considerando que esos humores líquidos persisten en manifestarse en el extraño caldo de sentimiento, razón y crueldad de que el dicho ser humano está hecho, pensó que tal vez no fuese grave desacierto aproximarse a su llorosa dueña y posar dulcemente la cabeza sobre sus rodillas. Un perro de más edad, y por esa razón, suponiendo que la edad está obligada a soportar culpas duplicadas, más cínico que el cinismo que no puede evitar tener, comentaría con sarcasmo el afectuoso gesto, pero eso debería ser porque el vacío de la vejez le habría hecho olvidarse de que, en asuntos del corazón y del sentir, siempre lo demasiado es mejor que lo escaso. Conmovida, Marta le pasó despacio la mano por la cabeza, acariciándolo, y, como él no se retiraba y seguía mirándola fijamente, tomó un carbón y comenzó a dibujar en el papel los primeros trazos de un esbozo. Al principio, las lágrimas le impidieron ver bien, pero, poco a poco, al mismo tiempo que la mano adquiría más seguridad, los ojos se fueron aclarando, y la cabeza del perro, como si emergiese del fondo de un agua turbia, le apareció en su entera belleza y fuerza, en su misterio y en su interrogación. A partir de este día, Marta querrá tanto a Encontrado como sabemos que ya le quiere Cipriano.
El alfarero había dejado atrás el pueblo, las tres casas aisladas que nadie vendrá a levantar de la ruina, ahora bordea la ribera sofocada de podredumbre, atravesará los campos descuidados, el bosque abandonado, han sido tantas las veces que ha hecho este camino que apenas repara en la desolación que lo cerca, pero hoy tiene dos motivos de preocupación que justifican su aire absorto, uno de ellos, la diligencia comercial que lo lleva al Centro, no necesita, obviamente, mención particular, pero el otro, que no se sabe durante cuánto tiempo seguirá afectándolo, es lo que más le está desasosegando el espíritu, ese impulso realmente inesperado e inexplicable, al pasar junto a la entrada de la calle donde vive Isaura Estudiosa, de acercarse a saber noticias del cántaro, si el uso habría denunciado algún oculto defecto, si goteaba, si conservaba el agua fresca. Evidentemente Cipriano Algor no conoce a esta vecina ni desde hoy ni desde ayer, sería imposible que viviera alguien en el pueblo a quien él, por razones de oficio, no conociese, y, aunque nunca hubiesen existido, propiamente hablando, lo que se llama relaciones de amistad con esa familia, los Algores padre e hija habían acompañado al cementerio el cortejo del difunto Joaquín Estudioso, que suyo era el apellido por el cual Isaura, que vino de una aldea apartada para casarse aquí, pasó también, como es de uso en los pueblos, a ser conocida. Cipriano Algor recordaba haberle dado el pésame a la salida del cementerio, en el mismo sitio donde meses después volverían a encontrarse para intercambiar impresiones y promesas acerca de un cántaro partido. Era sólo una viuda más en el pueblo, otra mujer que iría vestida de luto riguroso durante seis meses, y otros seis de luto aliviado a continuación, y suerte que tenía, porque hubo un tiempo en que el riguroso y el aliviado, cada uno, pesaron sobre el cuerpo femenino, y, vaya usted a saber, sobre el alma, un año entero de días y de noches, sin hablar de esas mujeres a quienes, por viejas, la ley de la costumbre obligaba a vivir cubiertas de negro hasta el último de sus propios días. Se preguntaba Cipriano Algor si en el largo intervalo entre los dos encuentros en el cementerio habría hablado alguna vez con Isaura Estudiosa, y la respuesta le sorprendió, Si ni siquiera la he visto, y era cierto, aunque no nos debe extrañar la aparente singularidad de la situación, en los asuntos donde gobierna la casualidad tanto da que se viva en una ciudad de diez millones de habitantes como en una aldea de pocas centenas de vecinos, sólo ocurre lo que tenga que ocurrir. En este momento el pensamiento de Cipriano Algor quiso desviarse hacia Marta, estuvo a punto de responsabilizarla otra vez de las fantasías que le daban vueltas en la cabeza, pero su imparcialidad, su honestidad de juicio, vigilantes, consiguieron prevalecer, No te escondas, deja a tu hija en paz, ella sólo dijo las palabras que querías oír, ahora se trata de saber si tienes para ofrecerle a Isaura Estudiosa algo más que un cántaro, y, también, no te olvides, si ella estará dispuesta a recibir lo que imaginas que tienes para ofrecerle, si es que consigues imaginar algo. El soliloquio se detuvo ante la barrera de esta objeción, por ahora infranqueable, y la repentina parada fue aprovechada por el segundo motivo de preocupación, tres motivos en un pie sólo, las figuras de barro, el Centro, el jefe del departamento de compras, Ya veremos en qué acaba esto, murmuró el alfarero, frase semánticamente retorcida que, bien mirado, igualmente podría servir para ataviar con ropajes de distraída y tácita connivencia el excitante asunto de Isaura Estudiosa. Demasiado tarde, ya vamos atravesando el Cinturón Agrícola, o Verde, como le siguen llamando las personas que adoran embellecer con palabras la áspera realidad, este color de hielo sucio que cubre el suelo, este interminable mar de plástico donde los invernaderos, cortados por el mismo rasero, parecen icebergs petrificados, gigantescas fichas de dominó sin puntos. Ahí dentro no hace frío, al contrario, los hombres que trabajan se asfixian de calor, se cuecen en su propio sudor, desfallecen, son como trapos empapados y retorcidos por manos violentas. Si no es todo el mismo decir, es todo el mismo penar. Hoy la furgoneta va vacía, Cipriano Algor ya no pertenece al gremio de los vendedores por la razón incontestable de que su fabricación dejó de interesar, ahora lleva media docena de diseños en el asiento de al lado, que es donde Marta los puso, y no en el asiento de atrás como imaginó Encontrado, y esos diseños son la única y frágil brújula de este viaje, felizmente ya había salido de casa cuando, durante algunos momentos, la sintió perdida del todo quien esos papeles había pintado. Se dice que el paisaje es un estado de alma, que el paisaje de fuera lo vemos con los ojos de dentro, será porque esos extraordinarios órganos interiores de visión no supieron ver estas fábricas y estos hangares, estos humos que devoran el cielo, estos polvos tóxicos, estos lodos eternos, estas costras de hollín, la basura de ayer barrida sobre la basura de todos los días, la basura de mañana barrida sobre la basura de hoy, aquí serían suficientes los simples ojos de la cara para enseñar a la más satisfecha de las almas a dudar de la ventura en que suponía complacerse.
Pasado el Cinturón Industrial, en la carretera, ya en los terrenos baldíos ocupados por las chabolas, se ve un camión quemado. No hay señales de la mercancía que transportaba, salvo unos dispersos y ennegrecidos restos de cajas sin marbetes sobre el contenido y la procedencia. O la carga ardió con el camión, o consiguieron retirarla antes de que el fuego se intensificara. El suelo está mojado alrededor, lo que demuestra que los bomberos acudieron al siniestro, pero, por lo visto, llegaron tarde, dado que el camión ardió entero. Estacionados delante hay dos coches de la policía de tráfico, al otro lado de la carretera un vehículo militar de transporte de soldados. El alfarero redujo la velocidad para ver mejor lo que había sucedido, pero los policías, desagradables, mal encarados, le ordenaron que avanzase inmediatamente, apenas tuvo tiempo de preguntar si había muerto alguien, pero no le hicieron caso. Siga, siga, gritaban, y hacían gestos violentos con los brazos. Fue entonces cuando Cipriano Algor miró al lado y reparó en que había soldados moviéndose entre las chabolas. Por culpa de la velocidad no consiguió vislumbrar mucho más que esto, salvo que parecían estar haciendo salir de las casas a sus inquilinos. Era evidente que esta vez los asaltantes no se contentaron con saquear. Por algún motivo ignorado, nunca tal había sucedido antes, prendieron fuego al camión, tal vez el conductor hubiese resistido la violencia del robo de igual a igual, o fueron los grupos organizados de las chabolas los que decidieron cambiar de estrategia, aunque cueste comprender qué demonio de provecho esperan sacar de una acción violenta como esta que, por el contrario, sólo servirá para justificar acciones igualmente violentas de las autoridades, Que yo sepa, pensó el alfarero, es la primera vez que el ejército entra en los barrios de chabolas, hasta ahora las redadas siempre eran cosa de la policía, incluso los barrios contaban con ellas, los agentes llegaban, unas veces hacían preguntas, otras veces no, se llevaban detenidos a dos o tres hombres, y la vida continuaba como si nada fuese, más pronto o más tarde los presos acababan reapareciendo. El alfarero Cipriano Algor va olvidado de la vecina Isaura Estudiosa, esa a quien le ofreció un cántaro, y del jefe del departamento de compras del Centro, ese a quien no sabe si podrá convencer del atractivo estético de las figuras, su pensamiento está todo entregado a un camión que las llamas calcinaron hasta tal punto que ni vestigios quedaron de la carga que llevaba, si la llevaba. Si, si. Repitió la conjunción como quien, después de haber tropezado con una piedra, retrocede para volver a tropezar con ella, como si la golpeara una y otra vez a la espera de ver saltar de dentro una centella, pero la centella no se decidía a aparecer, ya Cipriano Algor había gastado en este pensar unos buenos tres kilómetros y casi desistía, ya Isaura Estudiosa se preparaba para disputar el terreno al jefe del departamento, cuando de súbito la chispa saltó, la luz se hizo, el camión no lo quemó la gente de las chabolas, fue la propia policía, era un pretexto para la intervención del ejército, Me apuesto la cabeza a que ha pasado esto, murmuró el alfarero, y entonces se sintió muy cansado, no por haber forzado demasiado la mente, sino por comprobar que el mundo es así, que las mentiras son muchas y las verdades ninguna, o alguna, sí, deberá de andar por ahí, pero en cambio continuo, tanto que no nos da tiempo a pensar en ella en cuanto verdad posible porque tendremos que averiguar primero si no se tratará de una mentira probable. Cipriano Algor miró de reojo el reloj, si lo que pretendía saber era la hora, de nada le sirvió el gesto, porque, habiendo sido hecho inmediatamente después del debate entre la probabilidad de las mentiras y la posibilidad de las verdades, fue como si hubiese estado a la espera de encontrar su conclusión en la disposición de las manillas, un ángulo recto que significaría sí, un ángulo agudo que antepondría un prudente tal vez, un ángulo obtuso diciendo rotundamente no, un ángulo llano es mejor que no pienses más en eso. Cuando, a continuación, volvió a mirar la esfera, las manillas sólo marcaban horas, minutos y segundos, se habían convertido nuevamente en auténticas, funcionales y obedientes manillas de reloj, Voy a tiempo, dijo, y era cierto, iba a tiempo, a fin de cuentas es como vamos siempre, a tiempo, con el tiempo, en el tiempo, y nunca fuera del tiempo, por mucho que de eso nos acusen. Estaba ahora en la ciudad, circulaba por la avenida que lo conducía al destino, delante, más rápido que la furgoneta, corría el pensamiento, jefe del departamento de compras, jefe del departamento, jefe de compras, Isaura Estudiosa, la pobre, se había quedado atrás. Al fondo, en la alta pared oscura que cortaba el camino, se veía una enorme valla blanca, rectangular, donde en letras de un azul brillante e intenso se leían de un lado a otro estas palabras, VIVA SEGURO, VIVA EN EL CENTRO. Debajo, colocada en el extremo derecho se distinguía también una línea breve, sólo dos palabras, en negro, que los ojos miopes de Cipriano Algor a esa distancia no conseguían descifrar, aunque no merecen menos consideración que las del mensaje grande, podríamos, si quisiéramos, designarlas complementarias, pero nunca meramente dependientes, PIDA INFORMACIÓN, era lo que aconsejaban. La valla aparece de vez en cuando, repitiendo las mismas palabras, sólo variables en el color, algunas veces exhibiendo imágenes de familias felices, el marido de treinta y cinco, la esposa de treinta y tres, un hijo de once años, una hija de nueve, y también, aunque no siempre, un abuelo y una abuela de albos cabellos, pocas arrugas y edad indefinida, todos obligando a sonreír a las respectivas dentaduras, perfectas, blancas, resplandecientes. A Cipriano Algor le pareció un mal augurio la invitación, ya estaba oyendo al yerno anunciando, por centésima vez, que vivirían en el Centro en cuanto llegase su ascenso a guarda residente, Todavía acabamos los tres en un cartel de ésos, pensó, como pareja joven tendrían a Marta y al marido, el abuelo sería yo si fuesen capaces de convencerme, abuela no hay, murió hace tres años, por ahora faltan los nietos, pero en su lugar podríamos poner a Encontrado en la fotografía, un perro siempre queda bien en los anuncios de familias felices, por muy extraño que parezca, tratándose de un irracional, confiere un toque sutil, aunque fácilmente reconocible, de superior humanidad. Cipriano Algor giró la furgoneta hacia la calle de la derecha, paralela al Centro, mientras iba pensando que no, que no podría ser, que en el Centro no aceptan perros ni gatos, quizá pájaros enjaulados, periquitos, canarios, jilgueros, picos de coral, y sin duda peces de acuario, sobre todo si son tropicales, de esos que tienen muchas aletas, gatos no, y perros todavía menos, era lo que nos faltaba, abandonar otra vez a Encontrado, con una vez es suficiente, en este momento se entrometió en el pensamiento de Cipriano Algor la imagen de Isaura Estudiosa junto al muro del cementerio, después con el cántaro apretado contra el pecho, después diciendo adiós desde la puerta, pero así como apareció tuvo que desaparecer, ya ve enfrente la entrada del piso subterráneo donde se dejan las mercancías y donde el jefe del departamento de compras comprueba los albaranes y las facturas y decide acerca de lo que entra y no entra.
Aparte del camión que estaba siendo descargado, sólo había otros dos a la espera de turno. El alfarero calculó que, en buena lógica, considerando que no venía para entregar mercancías, estaba exento de ocupar un lugar en la fila de camiones. El asunto que traía era de la competencia exclusiva del jefe del departamento, no para ser negociado con empleados subalternos y en principio reticentes, luego sólo tendría que presentarse en el mostrador y anunciar a lo que venía. Estacionó la furgoneta, tomó los papeles y, con un paso que parecía firme pero en el que un observador atento reconocería los efectos de los temblores de las piernas en el equilibrio del cuerpo, cruzó el pavimento salpicado de antiguas y recientes manchas de aceite hasta el mostrador de atención, saludó a quien atendía con educadas buenas tardes y solicitó hablar con el jefe del departamento. El empleado llevó el requerimiento verbal, volvió en seguida, Ya viene, dijo. Tuvieron que pasar diez minutos antes de que apareciese finalmente, no el jefe requerido, sino uno de los subjefes. A Cipriano Algor no le satisfizo tener que contar su historia a alguien que, por lo general, no tiene otra utilidad en el organigrama y en la práctica que servir de parapeto a quien jerárquicamente esté por encima. Le salvó que a la mitad de la explicación el propio subjefe comprendiera que encargarse él del asunto hasta el final sólo le daría trabajo, y que, de una manera u otra, la decisión siempre iba a ser tomada por quien para eso está y, por eso mismo, gana lo que gana. El subjefe, como fácilmente se concluye de este comportamiento, es un descontento social. Cortó bruscamente la palabra al alfarero, tomó la propuesta y los diseños y se apartó. Tardó algunos minutos en salir por la puerta por donde había entrado, hizo desde allí una señal a Cipriano Algor para que se aproximase, no será necesario recordar una vez más que, en estas situaciones, las piernas tienden irresistiblemente a acentuar los temblores que ya llevaban, y, después de haberle dado paso, regresó a sus propias ocupaciones. El jefe sostenía la propuesta en la mano derecha, los diseños estaban alineados sobre la mesa, ante él, como cartas de un solitario. Hizo un gesto a Cipriano Algor para que se sentara, providencia que permitió al alfarero dejar de pensar en las piernas y lanzarse a la exposición de su asunto, Buenas tardes, señor, disculpe si vengo a incomodarlo en su trabajo, pero esto es una idea que hemos tenido mi hija y yo, para ser sincero, más ella que yo. El jefe lo interrumpió, Antes de que continúe, señor Algor, es mi deber informarle de que el Centro ha decidido dejar de comprar los productos de su empresa, me refiero a los que nos venía forneciendo hasta la suspensión de compras, ahora es definitivo e irrevocable. Cipriano Algor bajó la cabeza, tenía que ser muy cuidadoso con las palabras, sucediese lo que sucediese, no podía decir o hacer nada que arriesgase la posibilidad de cerrar el negocio de las figuras, por eso se limitó a murmurar, Ya esperaba una cosa así, señor, pero, permítame un desahogo, es duro, después de tantos años de proveedor, tener que oír de su boca semejantes palabras, La vida es así, se hace mucho de cosas que acaban, También se hace de cosas que comienzan, Nunca son las mismas. El jefe del departamento hizo una pausa, movió vagamente los dibujos como si estuviese distraído, después dijo, Su yerno vino a hablar conmigo, Se lo pedí yo, señor, se lo pedí yo, para salir de la indecisión en que me encontraba, sin saber si podría o no seguir fabricando, Ahora ya lo sabe, Sí señor, ya lo sé, Debería tener claro también que siempre ha sido norma del Centro, incluso lo tiene a gala, no aceptar presiones o interferencias de terceros en su actividad comercial, y menos aún procedentes de empleados de la casa, No era una presión, señor, Pero fue una interferencia, Lo siento. Otra pausa, Qué más me faltará todavía por oír, pensó el alfarero angustiado. No tardaría mucho en saberlo, el jefe abría ahora un libro de registro, lo hojeaba, consultaba una página, otra, después sumó cantidades en una pequeña calculadora, finalmente dijo, Tenemos en el almacén, ya sin posibilidad de liquidación, incluso a precio de saldo, incluso por debajo de lo que nos costó, una cantidad grande de artículos de su alfarería, artículos de todo tipo que están ocupando un espacio que me hace falta, por este motivo me veo obligado a decirle que proceda a su retirada en el plazo máximo de dos semanas, tenía la intención de mandar que le telefoneasen mañana para informarle, Tendré que hacer no imagino cuántos viajes, la furgoneta es pequeña, Con una carga por día resolverá la cuestión, Y a quién voy a vender ahora mis lozas, preguntó el alfarero hundido, El problema es suyo, no mío, Estoy autorizado, al menos, a negociar con los comerciantes de la ciudad, Nuestro contrato está cancelado, puede negociar con quien quiera, Si valiera la pena, Sí, si valiera la pena, la crisis fuera es grave, aparte de eso, el jefe del departamento se calló, tomó los diseños y los reunió, después los fue pasando despacio, uno por uno, los miraba con una atención que parecía sincera, como si los estuviese viendo por primera vez. Cipriano Algor no podía preguntar, Aparte de eso, qué, tenía que esperar, disimular la inquietud, a fin de cuentas, o desde el principio de éstas, era siempre el jefe del departamento quien decidía las reglas de la partida, y ahora lo que se está jugando aquí es un juego desigual, en el que los triunfos han caído todos en el mismo lado y en el que, si necesario fuera, los valores de los naipes variarán de acuerdo con la voluntad de quien tiene la mano, caso ese en que el rey podrá valer más que el as y menos que la dama, o el paje tanto como el caballero, y éste más que toda la casa real, aunque se deba reconocer, para lo que le pueda servir, que, siendo seis las figuras presentadas, el alfarero tiene, si bien que por los pelos, la ventaja numérica a su favor. El jefe del departamento volvió a juntar los diseños, los puso a un lado con gesto ausente, y después de mirar una vez más el libro de registro terminó la frase, Aparte de eso, quiero decir, aparte de la catastrófica situación en que se encuentra el comercio tradicional, nada propicia para artículos que el tiempo y los cambios de gusto han desacreditado, la alfarería tendrá prohibido hacer negocio fuera en el caso de que el Centro le encomiende los productos que en este momento le están siendo propuestos, Creo entender, señor, que no podremos vender las figuras a los comerciantes de la ciudad, Me ha entendido bien, pero no me ha entendido todo, No alcanzo adonde quiere llegar, No sólo no les podrá vender las figuras, tampoco tendrá autorización para venderles cualquiera de los restantes productos de la alfarería, incluso cuando, admitiendo una posibilidad absurda, le hagan encargos, Comprendo, a partir del momento en que vuelvan a aceptarme como proveedor del Centro, no podré serlo de nadie más, Exactamente, pero el asunto no es motivo de sorpresa, la regla siempre ha sido ésa, En todo caso, señor, en una situación como la de ahora, cuando determinados productos han dejado de interesar al Centro, sería de justicia conceder al proveedor la libertad de buscar otros compradores, Estamos en el terreno de los hechos comerciales, señor Algor, teorías que no estén al servicio de los hechos y los consoliden no cuentan para el Centro, y sepa desde ahora que nosotros también somos competentes para elaborar teorías, y algunas las hemos lanzado por ahí, en el mercado, quiero decir, pero sólo las que sirven para homologar y, si fuera necesario, absolver los hechos cuando alguna vez éstos se hayan portado mal. Cipriano Algor se dijo a sí mismo que no debía responder al desafío. Caer en la tentación de un dices-tú-diré-yo con el jefe del departamento, yo afirmo, tú niegas, yo protesto, tú contestas, acabaría dando un pésimo resultado, nunca se sabe cuándo una palabra mal interpretada tendrá como desastrosa consecuencia echar a perder la más sutil y la más trabajada de las dialécticas de persuasión, ya lo decía la antigua sabiduría, con tu amo no te juegues las peras, que él se come las maduras y te deja las verdes. El jefe del departamento lo miró con una media sonrisa y añadió, Verdaderamente, no sé por qué le digo estas cosas, Hablando con franqueza, también a mí me extraña, señor, no paso de un simple alfarero, lo poco que tengo para venderle no es tan valioso que justifique gastar conmigo su paciencia y distinguirme con sus reflexiones, respondió Cipriano Algor, e inmediatamente se mordió la lengua, acababa de prometerse que no echaría leña al fuego de una conversación ya de por sí manifiestamente tensa, y ahí estaba lanzando otra vez una provocación, no sólo directa sino inoportuna. Pensando que de esta manera evitaría la respuesta agria que recelaba, se levantó y dijo, Le pido disculpas por el tiempo que le he robado, señor, le dejo los diseños para su apreciación, a no ser, A no ser, qué, A no ser que ya haya tomado una decisión, Qué decisión, No sé, señor, no estoy en su pensamiento, La decisión de no encargarle las figuras, por ejemplo, preguntó el jefe del departamento, Sí, señor, respondió el alfarero sin desviar los ojos, mientras mentalmente se iba acusando de estúpido e imprudente, Todavía no he tomado ninguna decisión, Puedo preguntarle si tardará mucho, es que, sabe, la situación en que nos encontramos, Seré rápido, cortó el jefe, tal vez reciba noticias mañana mismo, Mañana, Sí, mañana, no quiero que vaya diciendo por ahí que el Centro no le ha dado una última oportunidad, Creo concluir por lo que me dice que la decisión será positiva, Podrá ser positiva, es todo cuanto le puedo decir en este momento, Gracias, señor, Todavía no tiene razones para agradecerme nada, Gracias por la esperanza que me llevo de aquí, ya es algo, La esperanza nunca ha sido de fiar, Eso pienso, pero qué le vamos a hacer, a algo tendremos que acogernos en las horas malas, Buenas tardes, señor Algor, Buenas tardes, señor. El alfarero posó la mano en el tirador de la puerta, iba a salir pero el jefe del departamento todavía tenía algo que decirle, Concrete con el subjefe, ese que le mandó entrar, el plan de retirada de su cacharrería, acuérdese de que sólo dispone de dos semanas para sacar todo de allí, hasta el último plato, Sí señor. Esta expresión, plan de retirada, no queda bien en boca de un civil, suena más a operación militar que a una rutinaria devolución de mercancías, y, si la aplicamos al pie de la letra y a las posiciones relativas de la unidad Centro y de la unidad alfarería, tanto puede referirse a un providencial repliegue táctico para reunir fuerzas dispersas y después, en el momento propicio, es decir, aprobada la fabricación de las figuras, retomar el ataque, como, por el contrario, significar el fin de todo, la derrota en toda línea, la desbandada, el sálvese quien pueda. Cipriano Algor oía al subjefe diciéndole sin pausa y sin mirarle a la cara Todos los días a las cuatro de la tarde va a tener que ocuparse solo o trayendo ayuda, el personal de aquí no puede dedicarse incluso pagándole aparte, y se preguntaba si valdría la pena seguir aquí pasando esta vergüenza, siendo tratado como un lelo, un don nadie, y para colmo tener que reconocer que la razón está del lado de ellos, que para el Centro no tienen importancia unos toscos platos de barro vidriado o unos ridículos muñecos imitando enfermeras, esquimales y asirios con barba, ninguna importancia, nada, cero, Esto es lo que somos para ellos, cero. Se sentó finalmente en la furgoneta, miró el reloj, todavía tendría que esperar casi una hora para ir a recoger al yerno, le vino a la cabeza la idea de entrar al Centro, hace mucho tiempo que no usa las puertas del público, ya sea para mirar, ya sea para comprar, las compras siempre las hace Marcial debido a los descuentos a que tiene derecho como empleado, y entrar sólo para mirar no está, con perdón de la redundancia, bien visto, alguien que ande paseando ahí dentro con las manos colgando puede estar seguro de que no tardará en ser objeto de atención especial por parte de los guardas, podría darse incluso la cómica situación de que fuera su propio yerno quien lo interpelara, Padre, qué está haciendo aquí, si no compra nada, y él respondería, Voy al sector de las vajillas para ver si todavía tienen expuesta alguna pieza de la alfarería Algor, saber cuánto cuesta aquella jarra decorada con pedacitos de cuarzo incrustados, decir Sí señor, es un bonito jarrón, ya son pocas las artesanías capaces de ejecutar un trabajo de éstos, con tanta perfección en el acabado, tal vez el encargado del sector, estimulado por el informe del avalado especialista, recomendaría al departamento de compras la adquisición urgente de una centena de jarrones, de esos con trocitos de cuarzo, y en ese caso no tendríamos que arriesgarnos en aventuras de payasos, bufones y mandarines que no sabemos cómo acabarán. Cipriano Algor no necesitó decirse a sí mismo No voy, desde hace semanas anda diciéndoselo a la hija y al yerno, una vez debería bastar. Estaba inmerso en estas inútiles cogitaciones, con la cabeza apoyada en el volante, cuando se aproximó el guarda que velaba en la salida del subterráneo y dijo, Si ya ha resuelto el asunto que traía entre manos, haga el favor de marcharse, esto no es un aparcamiento. El alfarero dijo, Ya lo sé, encendió el motor y salió sin más palabras. El guarda anotó el número de la furgoneta en un papel, no necesitaba hacerlo, la conocía casi desde el primer día que comenzó a ser guarda en este subterráneo, pero si tan ostentosamente ha tomado nota es porque no le ha gustado aquel seco Ya lo sé, las personas, sobre todo si son guardas, deben ser tratadas con respeto y consideración, no se les responde Ya lo sé sin más ni menos, el viejo debería haber dicho Sí señor, que son palabras simpáticas y obedientes, sirven para todo, verdaderamente el guarda, más que irritado, está desconcertado, por eso pensó que tampoco él debería haber dicho Esto no es un aparcamiento, sobre todo en el tono desdeñoso con que le salió, como si fuese el rey del mundo, cuando ni siquiera lo era del sucio subterráneo en que pasaba los días. Tachó el número y volvió a su puesto.
Cipriano Algor buscó una calle tranquila para hacer tiempo mientras llegaba la hora de recoger al yerno en la puerta del Servicio de Seguridad. Estacionó la furgoneta en una esquina desde donde se divisaba, a la distancia de tres extensas manzanas, una franja de una de las fachadas descomunales del Centro, precisamente la que corresponde a la zona residencial. Exceptuando las puertas que comunican con el exterior, en ninguna de las restantes fachadas hay aberturas, son impenetrables paños de muralla donde los paneles suspendidos que prometen seguridad no pueden ser responsabilizados de tapar la luz y robar el aire a quien vive dentro. Al contrario de esas fachadas lisas, la cara de este lado está cribada de ventanas, centenares y centenares de ventanas, millares de ventanas, siempre cerradas debido al acondicionamiento de la atmósfera interna. Es sabido que cuando ignoramos la altura exacta de un edificio, pero queremos dar una idea aproximada de su tamaño, decimos que tiene un determinado número de pisos, que pueden ser dos, o cinco, o quince, o veinte, o treinta, o los que sean, menos o más que estos números, del uno al infinito. El edificio del Centro no es ni tan pequeño ni tan grande, se satisface con exhibir cuarenta y ocho pisos sobre el nivel de la calle y esconder diez pisos por debajo. Y ya puestos, dado que Cipriano Algor ha estacionado la furgoneta en este lugar y comenzamos a ponderar alguno de los números que especifican el volumen del Centro, digamos que el ancho de las fachadas menores es de cerca de ciento cincuenta metros, y el de las mayores un poco más de trescientos cincuenta, no teniendo en cuenta, claro está, la ampliación mencionada con pormenor al comienzo de este relato. Adelantando ahora un poco más los cálculos y tomando como media una altura de tres metros por cada uno de los pisos, incluyendo la espesura del pavimento que los separa, encontraremos, considerando también los diez pisos subterráneos, una altura total de ciento setenta y cuatro metros. Si multiplicamos este número por los ciento cincuenta metros de ancho y por los trescientos cincuenta metros de largo, observaremos como resultado, salvo error, omisión o confusión, un volumen de nueve millones ciento treinta y cinco mil metros cúbicos, palmo más palmo menos, punto más coma menos. El Centro, no hay una sola persona que no lo reconozca con asombro, es realmente grande. Y es ahí, dijo Cipriano Algor entre dientes, donde mi querido yerno quiere que yo vaya a vivir, detrás de una de esas ventanas que no se pueden abrir, dicen ellos que es para no alterar la estabilidad térmica del aire acondicionado, pero la verdad es otra, las personas pueden suicidarse, si quieren, pero no tirándose desde cien metros de altura a la calle, es una desesperación demasiado manifiesta y estimula la curiosidad morbosa de los transeúntes, que en seguida quieren saber por qué. Cipriano Algor ha dicho, no una vez sino muchas, que nunca se avendrá a vivir en el Centro, que nunca renunciará a la alfarería que fue del padre y del abuelo, y hasta la propia Marta, su hija única, que, pobrecilla, no tendrá otro remedio que acompañar al marido cuando sea ascendido a guarda residente, supo comprender, hace dos o tres días, con agradecida franqueza, que la decisión final sólo la podrá tomar el padre, sin ser forzado por insistencias y presiones de terceros, aunque estuviesen justificadas por el amor filial o por aquella llorosa piedad que los viejos, incluso cuando la rechacen, suscitan en el alma de las personas bien formadas. No voy, no voy, y no voy, aunque me maten, masculló el alfarero, consciente, sin embargo, de que estas palabras, precisamente por parecer tan rotundas, tan terminantes, podían estar fingiendo una convicción que en el fondo no sentían, disimulando una laxitud interior, como una grieta todavía invisible en la pared más fina de un cántaro. Es obvio que es ésta la mejor razón, ya que de cántaro se vuelve a hablar, para que Isaura Estudiosa regrese al pensamiento de Cipriano Algor, y fue lo que sucedió, pero el camino tomado por ese pensamiento, o raciocinio, si raciocinio hubo, si no sólo la luz de un instantáneo relámpago, lo empujó hacia una conclusión asaz embarazosa, formulada en un soñador murmullo, Así ya no tendría que venir al Centro. El gesto contrariado de Cipriano Algor, inmediatamente después de haber pronunciado estas palabras, no permite que demos la espalda a la evidencia de que el alfarero, no obstante el gusto de pensar en Isaura Estudiosa que se le viene observando, no puede evitar un movimiento de humor que lo parece negar. Perder el tiempo en explicar por qué le gusta sería poco menos que inútil, hay cosas en la vida que se definen por sí mismas, un cierto hombre, una cierta mujer, una cierta palabra, un cierto momento, bastaría que así lo hubiésemos enunciado para que todo el mundo percibiese de qué se trataba, pero otras cosas hay, y hasta podrán ser el mismo hombre y la misma mujer, la misma palabra y el mismo momento, que, miradas desde un ángulo diferente, con una luz diferente, pasan a determinar dudas y perplejidades, señales inquietas, una insólita palpitación, por eso a Cipriano Algor le falló de repente el gusto de pensar en Isaura Estudiosa, la culpa la tuvo aquella frase, Así ya no tendría que venir al Centro, como quien dice, Casándome con ella, tendría quien me cuidase, otra vez queda demostrado lo que ya demostración no precisa, o sea, aquello que más le cuesta a un hombre es reconocer sus debilidades y confesarlas. Sobre todo cuando éstas se manifiestan fuera de la época apropiada, como un fruto que la rama sostiene mal porque nació demasiado tarde para la estación. Cipriano Algor suspiró, después miró el reloj. Era hora de ir a recoger al yerno a la puerta del Servicio de Seguridad.