El gris de la mañana invernal se convirtió por la tarde en una fría llovizna. Dentro del portal de la casa de las bellas durmientes, Eguchi advirtió que la llovizna ya era aguanieve. La mujer de siempre cerró tras él la puerta con llave. Vio puntos blancos bajo la luz enfocada a sus pies. Sólo había unos cuantos esparcidos aquí y allá. Eran suaves y se fundían al tocar las baldosas.
—Tenga cuidado —dijo la mujer—. El suelo está mojado.
Cubriéndolo con un paraguas, trató de tomarlo de la mano. El calor ardiente de la mano madura pareció atravesarle el guante.
—No hace falta. —Se soltó—. Todavía no soy tan viejo como para necesitar que me lleven de la mano.
—Las piedras son resbaladizas.
Las hojas caídas del arce no habían sido barridas. Algunas estaban marchitas y descoloridas, pero brillaban bajo la lluvia.
—¿Acaso los otros llegan aquí medio paralizados? ¿Tiene que conducirlos y sostenerlos?
—No debe hacer preguntas sobre los demás.
—Pero el invierno ha de ser peligroso para ellos. ¿Qué haría usted si uno sufriera un ataque cardíaco?
—Eso significaría el fin —dijo ella con frialdad—. Para el caballero podría significar el paraíso, naturalmente.
—Usted no saldría indemne.
—No.
Fuera cual fuese el origen de tanto aplomo en el pasado de la mujer, no se produjo el menor cambio en su expresión.
La habitación del piso superior estaba como de costumbre, salvo que la imagen del pueblo de las hojas de arce había sido cambiada por un paisaje nevado. No cabía duda de que también se trataba de una reproducción.
—Me avisa siempre con tan poco tiempo… —observó ella mientras preparaba el té, que solía ser tan bueno—. ¿No le gustó ninguna de las otras tres?
—Las tres me gustaron demasiado.
—Entonces tendría que decirme cuál prefiere con dos o tres días de antelación. Es usted muy promiscuo.
—¿Podría haber promiscuidad con una muchacha dormida? No se entera de nada. Podría ser cualquiera.
—Está dormida, pero sigue siendo de carne y hueso.
—¿No preguntan nunca qué clase de hombre ha estado con ellas?
—Lo tienen absolutamente prohibido. Es una regla estricta de la casa. No debe preocuparse.
—Creo que usted sugirió la inconveniencia de que un hombre se encariñara demasiado con una de sus muchachas. ¿Lo recuerda? Hablamos sobre la promiscuidad, y usted me dijo exactamente lo que acabo de decirle yo esta noche. Hemos intercambiado nuestras posiciones. Es muy extraño. ¿Acaso empieza a emerger la mujer que hay en usted?
Una sonrisa sarcástica apareció en las comisuras de sus labios delgados.
—Me imagino que a lo largo de los años usted habrá hecho llorar a muchas mujeres.
—¡Qué idea! —A Eguchi esto lo pilló por sorpresa.
—Creo que protesta demasiado.
—No vendría aquí si fuera esa clase de hombre. Los ancianos que vienen aquí siguen atados a sus lazos. Pero rebelarse y lamentarnos no puede devolvernos nada.
—Quizá. —Su expresión continuaba siendo impasible.
—La última vez le pregunté qué es lo máximo que se puede obtener aquí.
—Que la muchacha esté dormida, supongo.
—¿Puedo tomar la misma droga?
—Creo que le di mi negativa la vez anterior.
—¿Qué es lo peor que puede hacer un anciano?
—No hay cosas malas en esta casa. —Bajó su voz juvenil, que pareció imponerse a él con una fuerza renovada.
—¿Ninguna cosa mala?
Los ojos oscuros de la mujer estaban tranquilos.
—Naturalmente, si usted intentara estrangular a una de las muchachas, sería como torcer el brazo a un recién nacido.
—¿No se despertaría ni siquiera entonces?
—Creo que no.
—Como hecho a medida si uno quiere suicidarse y llevarse a alguien consigo.
—Pues hágalo, si es que teme la soledad de un suicidio sin compañía.
—¿Y si uno se siente demasiado solo incluso para suicidarse?
—Supongo que los ancianos pasan por momentos semejantes. —Como siempre, su actitud era sosegada—. ¿Ha bebido? No tiene mucho sentido lo que dice.
—He tomado algo peor que alcohol.
Ella lo miró rápidamente.
—La de esta noche es muy cálida —dijo, como queriendo quitar importancia a las palabras de él—. Lo más adecuado para una noche fría como la de hoy. Entre en calor a su lado.
Y desapareció por la escalera.
Eguchi abrió la puerta de la habitación contigua. La dulce fragancia femenina era más fuerte que de costumbre. La muchacha yacía de espaldas a él. Respiraba con fuerza, aunque no llegaba a roncar. Parecía bastante corpulenta. Eguchi no podía estar seguro, pero, a la luz de las cortinas de terciopelo carmesí, sus abundantes cabellos parecían de un tono rojizo. La piel de las orejas carnosas, alrededor del cuello, era extraordinariamente blanca. Parecía muy cálida, como había dicho la mujer, y, sin embargo, no estaba ruborizada.
—¡Ah! —exclamó él involuntariamente al deslizarse a su lado.
Era muy cálida, en efecto. Tenía la piel tan suave que parecía adherirse a la suya. La fragancia procedía de su humedad. Eguchi permaneció quieto durante un rato, con los ojos cerrados. La muchacha también estaba inmóvil. La carne era abundante en las caderas y más abajo. El calor, más que penetrarlo, lo envolvió. Tenía los senos grandes, pero bajos y anchos, y los pezones eran notablemente pequeños. La mujer había hablado de estrangulación. Ahora lo recordó y tembló al pensarlo, a causa de la piel de la muchacha. Si la estrangulara, ¿qué clase de fragancia despediría? Se esforzó en imaginarse a la muchacha durante el día, y, para vencer la tentación, la imaginó con un andar torpe. La excitación se desvaneció. Pero ¿qué era un andar torpe en una muchacha que paseaba? ¿Qué eran unas piernas bien formadas? ¿Qué eran, para un hombre de sesenta y siete años junto a una muchacha de una sola noche, la inteligencia, la cultura, la barbarie? Solamente la tocaba. Y, narcotizada, ella desconocía por completo el hecho de que la estaba tocando un anciano decrépito. Tampoco lo conocería al día siguiente. ¿Era un juguete, un sacrificio? El viejo Eguchi sólo había venido cuatro veces a esta casa y, no obstante, la sensación de que con cada nueva visita había un nuevo entumecimiento dentro de él le resultaba especialmente intensa esta noche.
¿Estaría esta muchacha igualmente bien entrenada? Quizá debido a que había llegado a no pensar en los tristes ancianos que eran sus huéspedes, no respondió al contacto de Eguchi. Cualquier clase de inhumanidad se convierte, con el tiempo, en humana. En la oscuridad del mundo están enterradas todas las variedades de transgresión. Pero Eguchi era un poco diferente de los demás ancianos que frecuentaban la casa. El viejo Kiga, al recomendarle la casa, se había equivocado al considerarlo igual que ellos. Eguchi no había dejado de ser hombre. Por ello podía decirse que no sentía la pena y la felicidad, la soledad y las nostalgias con tanta intensidad como ellos. Para él no era necesario que la muchacha estuviera dormida.
En su segunda visita, cuando, con aquella muchacha hechicera, había estado a punto de violar la regla de la casa, se había apartado con asombro al descubrir que era virgen. Había jurado entonces observar la regla, dejar en paz a las bellas durmientes. Había jurado respetar el secreto de los ancianos. Parecía, efectivamente, que todas las muchachas de la casa eran vírgenes; pero ¿qué significaba esa clase de solicitud? ¿Sería el deseo de los ancianos, un deseo que rayaba en lo penoso? Eguchi pensó que lo comprendía, y también lo consideró insensato.
Pero la de esta noche le inspiraba suspicacia. Le resultaba difícil creer que era virgen. Alzando el pecho hasta el hombro de ella, contempló su cara. No estaba tan bien formada como su cuerpo. Pero era más inocente de lo que había supuesto. Las aletas de la nariz estaban algo distendidas, y el tabique era bajo. Las mejillas eran anchas y redondas.
—Muy bonita —murmuró el viejo Eguchi, apretando la mejilla contra la suya. Era asimismo húmeda y suave. Quizá porque su peso le presionaba el hombro, la muchacha se puso boca arriba. Eguchi se apartó.
Permaneció un rato con los ojos cerrados, porque la fragancia de la muchacha era inusitadamente fuerte. Dicen que el sentido del olfato es el más rápido en evocar recuerdos; pero ¿no era este olor demasiado dulce e intenso? Eguchi pensó en el olor a leche de un niño de pecho. Aunque ambos fueran totalmente distintos, ¿no eran en cierto modo básicos en la humanidad? Desde la Antigüedad, los ancianos habían intentado usar la fragancia de las doncellas como un elixir de juventud. El olor de la muchacha de esta noche no podía llamarse fragante. Si se decidía a violar la regla de la casa, habría un olor desagradablemente intenso y carnal. Pero el hecho de que lo sintiera como desagradable ¿no sería un signo de que Eguchi ya era senil? ¿Acaso esta especie de olor fuerte y penetrante no constituía la base de la vida humana? Daba la impresión de ser una muchacha con facilidad para quedarse embarazada. Aunque la hubiesen dormido, sus procesos fisiológicos seguían funcionando, y se despertaría en el curso del día siguiente. Si se quedaba embarazada, sería sin que tuviera la menor conciencia de ello. ¿Y si Eguchi, a sus sesenta y siete años, dejase tras él un niño así? Era el cuerpo de mujer lo que arrastraba al hombre a los círculos inferiores del infierno.
Ella había sido privada de todas sus defensas, en beneficio de su anciano huésped, de un triste viejo. Estaba desnuda, y no se despertaría. Eguchi sintió una oleada de compasión por ella. Se le ocurrió una idea: los viejos tienen la muerte, y los jóvenes el amor, y la muerte viene una sola vez y el amor muchas. Era una idea para la cual no estaba preparado, pero lo tranquilizó, aunque no se había notado especialmente alterado. De fuera llegaba el débil susurro del aguanieve. El sonido del mar había enmudecido. El viejo Eguchi podía ver el mar inmenso y oscuro sobre el que la nieve caía y se fundía. Una ave salvaje, parecida a una gran águila, voló rozando las olas, con algo en el pico que chorreaba sangre. ¿Era una cría humana? No podía serlo. Tal vez fuera el espectro de la iniquidad humana. Movió ligeramente la cabeza sobre la almohada y el espectro desapareció.
—Caliente, caliente —dijo Eguchi.
No era sólo la manta eléctrica. La muchacha había apartado la colcha, y sus senos, grandes y anchos pero algo carentes de turgencia, estaban medio descubiertos. La luz del terciopelo carmesí teñía débilmente su piel clara. Mirando los hermosos senos, Eguchi siguió un mechón de su pelo con un dedo. Ella continuaba respirando pausada y lentamente. ¿Qué clase de dientes habría detrás de los delgados labios? Asiendo el labio inferior por el centro, los entreabrió un poco. Aunque no eran desproporcionados en comparación con el tamaño de los labios, los dientes podían calificarse como pequeños, y no estaban torcidos. Retiró la mano. Los labios permanecieron abiertos. Aún podía ver las puntas de los dientes. Borró un poco el pintalabios que tenía en las yemas de los dedos frotándolos contra el carnoso lóbulo, y después contra el cuello rollizo. La mancha roja apenas visible era agradable sobre la piel blanca.
Sí, debía de ser virgen. Como había tenido dudas sobre la muchacha de la segunda noche, y se había sorprendido de su propia vileza, no sintió el impulso de investigar. ¿Qué le importaba a él? Entonces, mientras empezaba a pensar que en realidad le importaba algo, le pareció oír una voz burlona.
—¿Hay por aquí algún demonio que intenta reírse de mí?
—Me temo que no es tan sencillo. Te dejas llevar por tu propio sentimentalismo y por tu descontento por no ser capaz de morir.
—Estoy intentando pensar como los ancianos que están más tristes que yo.
—¡Canalla! Quien echa la culpa a otros no es digno de contarse entre los canallas.
—¿Canalla? Muy bien, un canalla. Pero ¿por qué una virgen es pura y otra mujer no? Yo no he pedido vírgenes.
—Esto es porque no conoces la verdadera senilidad. No vuelvas a este lugar. Si por una casualidad entre un millón, una entre un millón, una muchacha abriera los ojos, ¿no sentirías vergüenza?
Algo parecido a un interrogatorio pasó por la mente de Eguchi; pero, como era natural, no le pareció que en esta casa sólo se narcotizaba a vírgenes. Como sólo la había visitado cuatro veces, le inspiraba extrañeza que las cuatro muchachas hubieran sido vírgenes. ¿Sería ésta la exigencia, la esperanza de los ancianos?
Si la muchacha se despertara… Ese pensamiento ejercía en él una fuerte atracción. Si abriera los ojos, incluso aturdida, ¿qué intensidad tendría el sobresalto, de qué clase sería? Probablemente la muchacha no seguiría durmiendo si, por ejemplo, le cortara un brazo o le clavara un cuchillo en el pecho o en el abdomen.
«Eres un depravado», se dijo a sí mismo.
La impotencia de los otros ancianos no debía de estar muy lejos de la del propio Eguchi. Lo asaltaron atroces pensamientos: destruir esta casa, destruir también su propia vida, porque la muchacha de esta noche no era lo que podría llamarse una belleza de facciones regulares, porque sentía cerca de él a una muchacha hermosa con el pecho al descubierto. Sintió algo parecido a una contrición involuntaria. Y también sintió contrición por una vida que, con toda probabilidad, tendría un final tímido. No tenía el valor de su hija menor, con la cual había ido a contemplar la camelia. Volvió a cerrar los ojos.
Dos mariposas jugueteaban entre los bajos arbustos que bordeaban el sendero de piedras de un jardín. Desaparecían entre las ramas, las rozaban, parecían divertirse. Volaron un poco más alto y danzaron con gracia hacia los arbustos para alejarse de nuevo, y otra mariposa apareció entre las hojas, y después otra. «Dos parejas», pensó, y entonces contó cinco, y todas revoloteaban juntas. ¿Sería una pelea? Pero de los arbustos fueron surgiendo más mariposas, una tras otra, y el jardín era un enjambre de mariposas blancas, muy cerca del suelo. Las ramas inclinadas de un arce se mecían bajo el impulso del viento, que no parecía existir. Las ramas eran delicadas y, debido al gran tamaño de las hojas, sensibles al viento. La cantidad de mariposas había crecido tanto que era como un campo de flores blancas. Aquí las hojas del arce ya se habían caído. Tal vez seguían pendiendo de las ramas unas cuantas hojas marchitas, pero esta noche caía aguanieve.
Eguchi había olvidado el frío del aguanieve. ¿Procedería el enjambre danzante de mariposas blancas del pecho grande y blanco de la muchacha desnuda junto a él? ¿Había algo en la muchacha que calmaba los malos impulsos de un anciano? Abrió los ojos y miró los pezones pequeños y rosados.
Eran como un símbolo del bien. Posó la mejilla sobre ellos. El interior de sus párpados pareció calentarse. Quería dejar su marca en esta muchacha.
Si violaba la regla de la casa, la muchacha se asustaría al despertarse. Dejó en sus pechos varias marcas del color de la sangre. Se estremeció.
—Vas a tener frío. —Subió la colcha. Se tragó las dos píldoras que había junto a la almohada—. Eres un poco rechoncha en las partes inferiores. —Bajó el brazo y la atrajo hacia sí.
A la mañana siguiente lo despertó dos veces la mujer de la casa. La primera vez llamó a la puerta.
—Son las nueve, señor.
—Ya me levanto. Debe de hacer frío afuera.
—Encendí temprano la estufa.
—¿Y el aguanieve?
—Está nublado, pero ya no nieva.
—Ah, ¿no?
—Hace rato que tengo preparado su desayuno.
—Está bien. —Con esta respuesta indiferente, cerró de nuevo los ojos—. Un demonio vendrá a buscarte —dijo, arrimándose a la extraordinaria piel de la muchacha.
La mujer regresó antes de que pasaran diez minutos.
—¡Señor! —Esta vez golpeó con más fuerza—. ¿Ha vuelto a acostarse? —Su voz también era fuerte.
—La puerta no está cerrada con llave —contestó.
La mujer entró. Él se incorporó perezosamente. Lo ayudó a vestirse; incluso le puso los calcetines, pero su tacto era desagradable. En la habitación contigua el té, como siempre, era bueno. Mientras lo sorbía, ella lo miró con frialdad y suspicacia.
—¿Qué le ha parecido? ¿Le ha gustado?
—Lo suficiente, supongo.
—Me alegro. ¿Ha tenido sueños placenteros?
—¿Sueños? Ninguno en absoluto. Sólo he dormido bien. Hacía mucho tiempo que no dormía tan bien. —Bostezó abiertamente—. Todavía no estoy despierto del todo.
—Me imagino que estaría cansado anoche.
—Fue culpa de ella. ¿Viene aquí con frecuencia?
La mujer bajó la vista, con expresión severa.
—Tengo una petición especial —dijo él. Su actitud era grave—. Cuando termine el desayuno, ¿me dará más medicina para dormir? Le pagaré más. Aunque no sé cuándo se despertará la muchacha.
—Completamente descartado. —La cara de la mujer tenía una palidez terrosa, y sus hombros estaban rígidos—. Realmente va usted demasiado lejos.
—¿Demasiado lejos tal vez? —Intentó reír, pero no lo logró.
Quizá sospechando que Eguchi le había hecho algo a la muchacha, ella entró rápidamente en la habitación contigua.