3

Ocho días después de su segunda visita Eguchi volvió nuevamente a la casa de las bellas durmientes. Habían pasado dos semanas entre las dos primeras visitas, por lo que el intervalo se había reducido a la mitad.

¿Estaría cediendo gradualmente al hechizo de las muchachas narcotizadas?

—La de esta noche todavía se está entrenando —dijo la mujer de la casa mientras preparaba el té—. Tal vez lo decepcione, pero le ruego que se muestre comprensivo con ella.

—¿Una diferente otra vez?

—Me ha llamado usted poco antes de venir, y he tenido que recurrir a lo que tenía. Si desea a una muchacha en especial, le ruego que me avise con dos o tres días de antelación.

—Comprendo. ¿A qué se refiere al decir que aún se está entrenando?

—Es nueva y pequeña. —Eguchi se sobresaltó—. Estaba asustada y me pidió que alguien la acompañara. Pero no me gustaría molestarlo.

—¿Dos muchachas? No estaría mal. Pero si duerme tan profundamente como si estuviera muerta, ¿cómo puede saber si está asustada o no?

—Eso es cierto. Pero sea cauto con ella. No está acostumbrada a esto.

—No haré absolutamente nada.

—Lo comprendo muy bien.

«¿Entrenándose?», murmuró para sus adentros. En el mundo había cosas extrañas. Como hacía siempre, la mujer entreabrió la puerta y miró hacia dentro.

—Está dormida. Cuando usted quiera —dijo al salir.

Eguchi tomó otra taza de té. Apoyó la cabeza sobre el brazo. Un vacío helado lo invadió. Se levantó como si el esfuerzo fuese excesivo para él y, abriendo la puerta sin hacer ruido, miró hacia la habitación secreta de terciopelo.

La muchacha «pequeña» tenía una cara pequeña. Su cabello, despeinado como si se hubiera deshecho una trenza, le cubría una mejilla, y la palma de una mano estaba sobre la otra, muy cerca de la boca; por eso probablemente su rostro parecía más pequeño de lo que era. Yacía dormida, como una niña. Tenía la mano sobre la cara o, más bien, el borde de la mano relajada tocaba ligeramente el pómulo, y los dedos flexionados reposaban desde el tabique de la nariz hasta los labios. El largo dedo medio llegaba hasta la mandíbula. Era su mano izquierda. La derecha descansaba sobre el borde de la colcha, asiéndola suavemente con los dedos. No estaba maquillada, ni daba la impresión de haberse quitado el maquillaje antes de acostarse.

El viejo Eguchi se deslizó junto a ella. Tuvo mucho cuidado de no tocarla. Ella no se movió. Pero su calor, diferente del calor de la manta eléctrica, lo envolvió. Era un calor salvaje y primitivo. Tal vez pensó eso por el olor de su piel y sus cabellos, pero había algo más.

«Dieciséis años, más o menos», se dijo.

Era una casa frecuentada por ancianos que ya no podían usar a las mujeres como mujeres; pero Eguchi, en su tercera visita, sabía que dormir con una muchacha semejante era un consuelo efímero, la búsqueda de la desaparecida felicidad de estar vivo. ¿Había entre los ancianos algunos que anhelaran secretamente dormir para siempre junto a una muchacha narcotizada? Parecía haber cierta tristeza en el cuerpo de una muchacha que inspiraba a un anciano la nostalgia de la muerte. Pero entre los ancianos que visitaban la casa, Eguchi era, tal vez, el que más fácilmente se emocionaba; y quizá la mayoría de ellos sólo quería beber la juventud de las muchachas dormidas, disfrutar de ellas sin que se despertaran.

Junto a su almohada había de nuevo dos píldoras blancas. Las levantó para contemplarlas. No tenían marcas ni letras que indicasen de qué droga se trataba. Era sin duda una diferente de la que había tomado la muchacha. Pensó en pedir la misma droga en su próxima visita. No era probable que accedieran a su petición, pero ¿cómo sería un sueño parecido al de la muerte? Le atraía mucho la idea de dormir un sueño semejante a la muerte junto a una muchacha drogada hasta parecer muerta.

«Un sueño parecido a la muerte»: las palabras evocaron el recuerdo de una mujer. Hacía tres años, en primavera, Eguchi había llevado a una mujer a su hotel de Kobe. Venían de un club nocturno, y ya era más de medianoche. Bebió un trago de whisky de una botella que tenía en su habitación, y le ofreció a la mujer. Ella bebió tanto como él. Eguchi se puso el quimono de noche que ofrecía el hotel. No había ninguno para ella. La tomó en sus brazos cuando aún llevaba la ropa interior.

Le acarició la espalda, suavemente y al azar. «No puedo dormir con esto». La mujer se quitó todas las prendas y las tiró sobre la silla, frente al espejo. Él estaba sorprendido, pero se dijo que las aficionadas se comportaban así. Ella era extraordinariamente dócil.

—¿Todavía no? —preguntó Eguchi mientras se apartaba de ella.

—Usted hace trampas, señor Eguchi. —Lo dijo dos veces—. Usted hace trampas. —Pero siguió siendo callada y dócil.

El whisky produjo su efecto, y el anciano no tardó en dormirse. Por la mañana se despertó al sentir que la mujer ya se había levantado de la cama. Estaba ante el espejo, peinándose.

—Te levantas muy temprano.

—Porque tengo hijos.

—¿Hijos?

—Sí, dos. Aún son muy pequeños.

Se marchó apresuradamente antes de que él se levantara de la cama.

Parecía extraño que esta mujer, la primera esbelta y de carnes firmes que había abrazado desde mucho tiempo atrás, tuviera dos hijos. Su cuerpo no era de esa clase. Tampoco parecía probable que aquellos pechos hubieran amamantado a un niño.

Abrió la maleta para sacar una camisa limpia, y vio que se lo había ordenado todo. En el curso de su estancia de diez días había ido amontonando dentro de la maleta la ropa sucia, removiendo el contenido para buscar algo en el fondo y metiendo los regalos que había comprado y recibido en Kobe; y la maleta estaba tan llena que ya no podía cerrarse. Ella había visto el interior y aquella confusión de ropa y regalos cuando él la abrió para sacar cigarrillos. Pero, aunque así fuera, ¿qué la había llevado a ordenarla para él? ¿Y cuándo lo había hecho? Toda la ropa sucia y demás prendas estaban cuidadosamente dobladas. Tenía que haber requerido tiempo, incluso para las manos hábiles de una mujer. ¿Lo habría hecho después de que Eguchi se durmió, incapaz ella misma de conciliar el sueño?

—Vaya —dijo Eguchi, contemplando la ordenada maleta—. ¿Qué la habrá impulsado a hacerlo?

La noche siguiente, tal como había prometido, la mujer acudió a encontrarse con él en un restaurante japonés. Llevaba un quimono.

—¿Usas quimono?

—A veces. Pero creo que no me queda muy bien. —Se rio con timidez—. Esta mañana me ha llamado mi amiga. Me ha dicho que está escandalizada, y me he preguntado si actúo correctamente.

—¿Se lo has contado?

—Yo no tengo secretos.

Pasearon por la ciudad. Eguchi le compró tela para un quimono y su obi, y entonces volvieron al hotel. Desde la ventana podían ver las luces de un barco anclado en el puerto. Mientras se besaban frente a la ventana, Eguchi cerró las persianas y corrió las cortinas. Ofreció whisky a la mujer, pero ella meneó la cabeza. No quería perder el control de sí misma. Se sumió en un profundo sueño. Se despertó a la mañana siguiente cuando Eguchi se levantaba del lecho.

—He dormido como si estuviera muerta. He dormido exactamente como si estuviera muerta.

Se quedó quieta, con los ojos abiertos. Los tenía húmedos y diáfanos.

Sabía que él se marchaba ese mismo día hacia Tokio. Ella se había casado cuando su marido trabajaba en la sucursal de Kobe en una compañía extranjera. Ahora hacía dos años que trabajaba en Singapur. Dentro de un mes regresaría a Kobe. Le había contado todo esto a Eguchi la noche anterior. Él no sabía que estuviera casada, y, además, con un extranjero. No le había costado ningún trabajo sacarla del club nocturno, al que acudió por un capricho momentáneo. En la mesa de al lado había dos hombres occidentales y cuatro mujeres japonesas. Una de ellas, de mediana edad, era conocida de Eguchi, y lo saludó. Al parecer actuaba como guía de los hombres. Cuando ellos se fueron a bailar, la mujer le preguntó si quería bailar con la joven que la acompañaba. En la mitad del segundo baile, Eguchi le sugirió que se marcharan. Para ella fue como si se embarcara en una travesura. Lo siguió de buen grado al hotel, y, cuando estuvieron en la habitación, Eguchi fue el más tenso de los dos.

Así resultó que Eguchi tuvo relaciones íntimas con una mujer casada, la esposa de un extranjero. Ella había dejado a los niños con una niñera o institutriz, y no dio muestras de la resistencia que podía esperarse de una mujer casada; y por ello no fue fuerte la sensación de haberse comportado mal. Sin embargo, persistieron ciertos remordimientos. Pero la felicidad de oírle decir que había dormido como si estuviera muerta perduró en él como una música nueva. Entonces Eguchi tenía sesenta y cuatro años, y la mujer no llegaba a los treinta. Era tan grande la diferencia de edad que Eguchi supuso que probablemente aquélla sería su última aventura con una mujer joven. En el curso de sólo dos noches —de una sola noche, en realidad—, la mujer que había dormido como si estuviera muerta se convirtió en una mujer inolvidable. Más tarde le escribió diciendo que cuando volviera a Kobe le gustaría verlo de nuevo. Una nota escrita un mes después le comunicó que su marido había regresado, pero que pese a ello le gustaría verlo nuevamente. Hubo una nota similar al cabo de otro mes. Y ya no recibió más noticias.

«Bueno —se dijo Eguchi—, debe de haberse quedado embarazada otra vez, del tercero. No cabe la menor duda».

Y tres años después, mientras yacía junto a una mujer pequeña que había sido narcotizada hasta parecer muerta, el recuerdo volvió a él.

No lo había recordado antes. Eguchi estaba sorprendido de que lo hubiera asaltado ahora; pero cuantas más vueltas le daba en su mente, más seguro estaba él de que así había ocurrido. ¿Habría dejado de escribirle porque volvía a estar embarazada? Estuvo a punto de sonreír. Se sintió tranquilo y sosegado, como si la circunstancia de que ella recibiera al marido a su regreso de Singapur y luego se hubiera quedado embarazada hubiese borrado la falta de decoro. Y apareció ante él la imagen agradable del cuerpo de la mujer. No le inspiró pensamientos lascivos. El cuerpo firme, alto y suave era como un símbolo de la feminidad. Su embarazo no había sido más que un truco repentino de su imaginación, aunque no dudó de que había ocurrido tal como él lo imaginaba.

—¿Te gusto? —le había preguntado ella en el hotel.

—Sí, me gustas. Todas las mujeres preguntan lo mismo.

—Pero… —No terminó la frase.

—¿No vas a preguntarme qué es lo que más me gusta de ti?

—Muy bien. No diré nada más.

Pero la pregunta le hizo ver con claridad que, en efecto, ella le gustaba. Aún no lo había olvidado ahora, tres años después. ¿La madre de tres hijos tendría todavía el cuerpo de una mujer que no hubiese dado a luz a ninguno? Sintió cariño hacia aquella mujer.

Era como si hubiera olvidado a la muchacha que yacía junto a él, la muchacha narcotizada; pero era ella quien le había hecho pensar en la mujer de Kobe. El brazo doblado con la mano contra la mejilla le molestaba. Lo tomó por la muñeca y lo colocó estirado bajo la colcha. Al sentir el calor excesivo de la manta eléctrica, ella la había bajado hasta descubrirse los hombros. La pequeña y fresca morbidez de los hombros estaba tan cerca que casi le rozaba los ojos. Eguchi quería saber si uno de esos hombros cabía en la palma de una mano, pero se contuvo. La carne no era lo bastante abundante como para ocultar los omóplatos. Deseaba acariciarlos, pero se contuvo una vez más. Apartó suavemente el cabello de la mejilla derecha. El rostro dormido era plácido bajo la luz tenue del techo y las cortinas de terciopelo carmesí. Las cejas no estaban maquilladas. Las pestañas eran regulares, y tan largas que podría haberlas cogido con los dedos. El labio inferior se abultaba un poco en el centro. No podía verle los dientes.

Cuando llegó a esta casa, para Eguchi no había nada más hermoso que un rostro joven dormido y sin sueños. ¿Podría llamarse a eso el consuelo más dulce que existía en el mundo? Ninguna mujer, por hermosa que fuera, podía ocultar su edad cuando dormía. Y cuando una mujer no era hermosa, su mejor aspecto lo ofrecía dormida. O tal vez esta casa elegía a muchachas cuyos rostros dormidos eran particularmente bellos. Sintió que su vida, sus problemas a lo largo de los años se desvanecían mientras contemplaba esta cara pequeña. Habría sido una noche feliz si hubiera tomado las píldoras ahora mismo y conciliado el sueño; pero permaneció inmóvil, con los ojos cerrados. No quería dormirse, porque la muchacha, después de hacerle pensar en la mujer de Kobe, podía traerle otros recuerdos.

La idea de que la joven esposa de Kobe, después de estar con su marido al cabo de dos años, se hubiese quedado inmediatamente embarazada, y la sensación intensa, como de algo inevitable, de que así debió de suceder, no abandonaron con rapidez a Eguchi. Tenía la impresión de que la aventura no había mancillado al niño que la mujer llevó en su vientre. El embarazo y el nacimiento eran una realidad y una bendición. Una vida joven se formaba en la mujer, y daba a Eguchi una conciencia todavía mayor de su propia edad. Pero ¿por qué se había entregado dócilmente a él, sin resistencia ni reservas? Era algo, pensó, que no le había ocurrido antes en sus casi setenta años. No había nada en ella de prostituta o perversa. De hecho, Eguchi había tenido menos sentimiento de culpa que ahora, en esta casa, junto a la muchacha narcotizada de modo tan particular. Acostado todavía en la cama, había contemplado con placer y aprobación a la mujer, que se apresuraba para ir al encuentro de sus hijos pequeños. Al ser probablemente la última mujer joven de su vida, se había convertido en inolvidable, y no creía que ella tampoco lo hubiese olvidado. Aunque la aventura continuaría siendo un secreto que ambos guardarían durante toda la vida sin dejar cicatrices profundas, no creía que ninguno de los dos pudiera olvidarla.

Pero resultaba extraño que esta muchacha pequeña que se entrenaba como «bella durmiente» le hubiera hecho recordar a la mujer de Kobe de una manera tan viva. Abrió los ojos y acarició levemente sus pestañas. Ella frunció el entrecejo, se apartó y sus labios se abrieron. La lengua se movió hacia abajo, como ocultándose en la mandíbula inferior. Había un atractivo hueco en el centro mismo de la lengua infantil. Eguchi sintió una tentación. Miró hacia el interior de la boca abierta. Si la estrangulara, ¿habría espasmos en la pequeña lengua? Recordó haber conocido, hacía mucho tiempo, a una prostituta incluso más joven que esta muchacha. Sus propios gustos eran bastante diferentes, pero la niña era todo lo que le había podido ofrecer su anfitrión. Usó su lengua larga y delgada. Estaba mojada, y Eguchi no se sintió complacido. De la ciudad llegaban sonidos de tambores y flautas que aceleraban los latidos del corazón. Al parecer era una noche de festival. La niña tenía los ojos almendrados y una cara vivaracha. Se daba prisa sin que Eguchi se lo pidiese, y su falta de interés por el cliente era obvia.

—El festival —dijo Eguchi—. Me imagino que tienes prisa por llegar al festival.

—Pues sí, tienes toda la razón. Has dado en el clavo. Me dirigía a presenciarlo con una amiga cuando me llamaron de aquí.

—Muy bien —repuso él, evitando la lengua fría y mojada—. Ya puedes irte. Los tambores vienen de un santuario, supongo.

—Pero la mujer de la casa me regañará.

—Yo te cubriré.

—¿Lo harás? ¿De veras?

—¿Cuántos años tienes?

—Catorce.

No tenía ningún miedo de los hombres. No había habido ningún indicio de vergüenza o temor. Su mente estaba en otra parte. Casi sin arreglarse, salió apresurada hacia el festival. Eguchi se fumó un cigarrillo y escuchó durante un rato los tambores y las flautas y a los vendedores de los puestos ambulantes.

¿Qué edad tenía entonces? No podía recordarlo, pero aunque fuese una edad en que podía enviar a la niña al festival sin ningún arrepentimiento, no era el anciano de ahora. La muchacha de esta noche tendría dos o tres años más que la otra, y su cuerpo era más parecido al de una mujer. La gran diferencia residía en el hecho de que había sido narcotizada y no se despertaría. Si esta noche retumbaran los tambores de un festival, no sería capaz de oírlos.

Aguzando el oído, creyó escuchar un leve viento de finales de otoño soplando en la colina situada detrás de la casa. El cálido aliento procedente de los labios abiertos de la muchacha le daba en la cara. La luz tenue de las cortinas de terciopelo carmesí se introducía en la boca de ella. Le parecía que la lengua de esta muchacha no sería como la de la otra, fría y húmeda. La tentación aún era fuerte. Esta muchacha era la primera de las bellas durmientes que le había enseñado la lengua. Lo recorrió como un relámpago el impulso de cometer un delito más excitante que poner el dedo en su lengua.

Pero el delito no tomó forma clara de crueldad y terror en la mente de Eguchi. ¿Qué era lo peor que un hombre podía hacer a una mujer? Las aventuras con la mujer de Kobe y la prostituta de catorce años, por ejemplo, no eran más que un momento en una larga vida, y se desvanecían en un instante. Casarse, criar a sus hijas, todas esas cosas, en la superficie, eran buenas; pero haberlas tenido durante largos años en su poder, haber controlado sus vidas, haber deformado sus naturalezas, todas esas cosas podían ser malas. Tal vez, engañado por la costumbre y el orden, nuestro sentido del mal se atrofiaba.

Yacer junto a una muchacha narcotizada era sin duda malo. El mal sería aún más evidente si la mataba. Sería fácil estrangularla, u obstruirle la nariz y la boca y ahogarla. Dormía con la boca abierta, enseñando su lengua infantil. Era una lengua que parecía capaz de enroscarse en su dedo si la tocaba, como la de un recién nacido en el pecho de su madre. Llevó la mano a su mandíbula y labio superior y le cerró la boca. Cuando retiró la mano, la boca volvió a abrirse. En los labios separados por el sueño, el anciano vio la juventud.

El hecho de que fuera tan joven podía ser el motivo que lo impulsara; pero le parecía que, entre los ancianos que venían secretamente a esta casa de las bellas durmientes, debía de haber algunos que no sólo miraban con nostalgia hacia el pasado desaparecido sino que intentaban olvidar el mal que habían hecho en sus vidas. El viejo Kiga, que le había indicado la casa a Eguchi, no había revelado, naturalmente, los secretos de los otros huéspedes. Era probable que fuesen muy pocos. Eguchi podía imaginárselos como hombres socialmente exitosos. Pero entre ellos debía de haber algunos que habían prosperado practicando el mal y que conservaban sus ganancias con reiteradas malas acciones. No serían hombres en paz con ellos mismos. Estarían entre los derrotados, o más bien entre las víctimas del terror. Mientras yacían al lado de la carne de muchachas desnudas que dormían un sueño inducido, en sus corazones habría algo más que temor a la muerte cercana y nostalgia de su juventud perdida. Podría haber también remordimiento, y hasta inquietud, tan común en las familias de los prósperos. No tendrían ningún Buda ante quien arrodillarse. La muchacha desnuda no sabría nada, no abriría los ojos si uno de los ancianos la tomaba con fuerza en sus brazos, no derramaría lágrimas ni sollozaría, ni siquiera gemiría. El anciano no necesitaría sentir vergüenza, su orgullo permanecería intacto. Los remordimientos y la tristeza podrían fluir libremente. ¿Y acaso no podría ser la propia bella durmiente una especie de Buda? Era de carne y hueso, y su piel joven y su fragancia podían significar el perdón para los tristes ancianos.

Cuando se le ocurrieron estos pensamientos, el viejo Eguchi cerró lentamente los ojos. Parecía algo extraño que, de las tres bellas durmientes con quienes se había acostado, fuera la de esta noche, la más joven y pequeña, sin ninguna experiencia, la que los había inspirado. La tomó en sus brazos, envolviéndola. Hasta ahora había evitado tocarla. Carente de fuerzas, ella no se resistió. Su fragilidad era patética. Quizá sintió a Eguchi incluso desde las profundidades del sueño. Cerró la boca. Sus caderas, al adelantarse, chocaron bruscamente contra él.

Eguchi se preguntó qué clase de vida tendría. ¿Sería tranquila y apacible, aunque no se destacara? Esperaba que encontrara la felicidad por haber dado consuelo a los ancianos que venían aquí. Casi creía que, como en las antiguas leyendas, la muchacha era la encarnación de Buda. ¿Acaso no había relatos antiguos en que las prostitutas y cortesanas eran encarnaciones de Buda?

Cogió con delicadeza un mechón de cabellos sueltos. Trató de calmarse, buscando confesión y arrepentimiento por sus malas acciones; pero lo que flotaba en su mente eran las mujeres de su pasado. Y lo que recordaba con cariño no tenía nada que ver con lo que habían durado sus relaciones con ellas, ni con su belleza, gracia o inteligencia. Tenía que ver con cosas parecidas a la observación hecha por la mujer de Kobe: «He dormido como si estuviera muerta. He dormido exactamente como si estuviera muerta». Tenía que ver con aquellas mujeres que se habían perdido a sí mismas en sus caricias, que habían sentido un frenesí de placer. ¿Era el placer una cuestión menos relacionada con la magnitud de su afecto que con sus dotes físicas? ¿Cómo sería esta muchacha cuando se desarrollase del todo? Estiró el brazo que la rodeaba y le acarició la espalda. Pero, naturalmente, no tenía modo de saberlo. Cuando en la visita anterior durmió con la muchacha hechicera, se preguntó hasta qué punto había conocido la profundidad y el alcance del sexo a sus sesenta y siete años, y adjudicó este pensamiento a su propia senilidad; y era extraño que esta muchacha de hoy pareciera evocar el sexo del pasado. Posó suavemente sus labios sobre los labios cerrados de ella. No notó ningún sabor. Estaban secos. El hecho de que no tuvieran sabor pareció mejorarlos. Tal vez no volviera a verla jamás. Cuando sus labios pequeños estuvieran humedecidos por el sabor del sexo, Eguchi ya podía estar muerto. Este pensamiento no lo entristeció. Separó los labios y rozó con ellos sus cejas y pestañas. Ella movió ligeramente la cabeza, y colocó la frente contra los ojos de Eguchi. Él los tenía cerrados, y ahora los cerró con más fuerza.

Detrás de los ojos cerrados surgió y desapareció una interminable sucesión de fantasmas. Al cabo de un rato empezaron a adquirir cierta forma. Una serie de flechas doradas voló muy cerca y se alejó. Había en sus puntas jacintos de un profundo violeta. En los extremos había orquídeas de diversos colores. Era extraño que las flores no se cayeran a semejante velocidad. Eguchi abrió los ojos. Había empezado a adormecerse.

Aún no había tomado las píldoras. Miró rápidamente su reloj, que estaba junto a ellas. Eran las doce y media. Las cogió. Pero era una lástima dormir esta noche, cuando no sentía nada de la melancolía y la soledad de la vejez. La muchacha respiraba pacíficamente. Cualquiera que fuese la píldora o la inyección que le habían dado, no le provocaba ningún dolor. Quizá era una gran dosis de somnífero, quizá un veneno ligero. Eguchi pensó que le gustaría sumirse al menos una vez en un sueño tan profundo. Bajó de la cama sin hacer ruido y se dirigió a la otra habitación.

Pulsó el timbre, decidido a pedirle a la mujer la misma droga que le habían dado a la muchacha. El timbre sonó una y otra vez; sintió frío, interior y exterior. Era reacio a llamar demasiadas veces, aquí en la casa secreta y en las profundidades de la noche. La región era cálida, y las hojas marchitas aún se aferraban a las ramas; pero, debido a un viento tan tenue que apenas era viento, podía oír el susurro de las hojas caídas en el jardín. Las olas rompían con suavidad contra el acantilado. El lugar era como una casa encantada en medio del silencio y la soledad. Se estremeció. Había salido con un quimono de algodón.

Cuando volvió a la habitación secreta, las mejillas de la muchacha estaban encendidas. La manta eléctrica apenas calentaba, pero ella era joven. Eguchi se calentó con su contacto. Tenía la espalda arqueada bajo el calor, y los pies al descubierto.

—Te resfriarás —dijo Eguchi.

Sintió la gran diferencia entre sus edades. Le habría hecho bien poder poseer a la muchacha pequeña.

—¿Me oyó tocar el timbre anoche? —le preguntó a la mujer de la casa mientras ella le servía el desayuno—. Quería la medicina que le había dado a la chica. Deseaba dormir como ella.

—Eso no está permitido. Es peligrosa para los ancianos.

—No debe preocuparse. Tengo un corazón fuerte. Y no me importaría nada irme del todo.

—Está pidiendo mucho para alguien que sólo ha estado aquí tres veces.

—¿Qué es lo máximo que se puede obtener en esta casa?

Ella lo miró fijamente, con una ligera sonrisa dibujada en los labios.