Capítulo 26

La grabación

Probando, uno, dos, tres. Cinta número cuatro, para Marcus. Ésta es la última que grabaré. Estoy llegando al final y ya no me queda nada más que decir.

Veintidós de junio de 1924. Solsticio de verano, el día de la fiesta de San Juan en la mansión Riverton.

Abajo, la cocina era un alboroto. La señora Townsend había encendido todos los fogones y bramaba sus instrucciones a tres mujeres del pueblo contratadas para ayudar en la ocasión. Se acomoda el delantal sobre el talle generoso y vigila a sus subordinadas mientras rocían con mantequilla cientos de pequeñas tartaletas.

—Una fiesta. Ya era hora —me dice sonriendo mientras paso velozmente a su lado. Luego aparta de la cara un mechón de cabello que se ha soltado del moño—. Lord Frederick, que Dios lo tenga en su gloria, no era muy aficionado a las celebraciones, y tenía sus motivos. Pero, en mi humilde opinión, una casa debe organizar recepciones de vez en cuando, para que la gente no se olvide de su existencia.

—Tiene razón —señala la más enjuta de las pinches—. ¿Vendrá el príncipe Eduardo?

—Todo el que se considere alguien estará aquí —contesta la señora Townsend, sacando con desaprobación un pelo de la mujer que ha caído sobre una tartaleta—. Los dueños de esta casa están muy bien relacionados.

A media mañana, Dudley ha cortado el césped. Los decoradores han llegado de Londres. El señor Hamilton está en la terraza, agitando los brazos como un director de orquesta.

—No, no, señor Brown —espeta, señalando hacia la izquierda—. La pista de baile debe instalarse en el ala oeste. Al este no hay manera de protegerse de la niebla que viene del lago por la noche. —Luego retrocede un poco y protesta—. No, no, ahí no. Ése es el sitio reservado para la escultura de hielo. Se lo expliqué claramente a su compañero.

El compañero, subido a una empinada escalera, está colgando los faroles chinos desde los rosales trepadores hasta la casa, y no puede defenderse.

Yo pasé la mañana recibiendo a los invitados que se alojarían en la casa durante el fin de semana, y no pude evitar contagiarme de su entusiasmo. Jemina, que había viajado desde los Estados Unidos para pasar sus vacaciones, llegó con su nuevo esposo y la pequeña Gytha. A juzgar por su apariencia, la vida en aquel país le sienta bien; está bronceada y más oronda. Lady Clementine y Fanny llegaron juntas desde Londres. La anciana se había resignado a la perspectiva de que una fiesta al aire libre en junio sin duda agudizaría su artritis.

Emmeline llegó después del almuerzo con un nutrido grupo de amigos causando gran revuelo. Habían formado toda una caravana desde Londres que se anunció haciendo sonar sus bocinas a lo largo del sendero hasta la entrada. En uno de los automóviles, sobre el capó, iba sentada una mujer con un brillante vestido de chiffon rosado y un flamante chal amarillo. Myra la vio cuando iba hacia la cocina con las bandejas del almuerzo y se detuvo horrorizada al comprobar que era la propia Emmeline.

No obstante, como nuestro tiempo era escaso y precioso, no pudimos desperdiciarlo cuchicheando sobre la decadencia de los jóvenes ingleses. La escultura de hielo había llegado desde Ipswich, los floristas desde Saffron, y lady Clementine insistía en tomar el té en la sala de estar, para recordar los viejos tiempos.

Al caer la tarde llegó la banda de músicos. Myra los guio a través de la entrada de servicio hacia la terraza.

—¡Negros! —exclamó la señora Townsend con los ojos asombrados y temerosos—. Aquí, en Riverton. Lady Ashbury debe de estar revolviéndose en su tumba.

—¿A qué lady Ashbury se refiere? —le preguntó el señor Hamilton, inspeccionando al personal contratado.

—Diría que a todas ellas —aseguró la señora Townsend sin salir de su asombro.

La tarde llegó a su fin y comenzó a deslizarse hacia la noche. El aire estaba más fresco y brumoso, y en la oscuridad comenzaron a brillar los faroles verdes, rojos y amarillos.

Encontré a Hannah junto a la ventana del salón borgoña. Estaba arrodillada en el sillón mirando hacia el jardín sur. Aparentemente, supervisaba desde allí los preparativos.

—Es hora de vestirse, señora.

Ella dio un respingo. Respiró profundamente. Había estado así todo el día, inquieta como un gato, dedicándose a una tarea tras otra, sin completar ninguna.

—Un minuto, Grace —pidió.

Se demoró allí un momento, mientras el sol del ocaso teñía sus mejillas de rojo.

—No comprendo cómo no había notado hasta ahora que la vista desde aquí es maravillosa. ¿No crees?

—Sí, señora.

—Me pregunto cómo no me he dado cuenta antes.

—Supongo que habrá influido su estado de ánimo.

Una vez en su habitación, le puse los rulos, una tarea algo engorrosa. Ella no podía quedarse quieta mucho tiempo, por lo que me resultaba difícil ajustarlos, y tuve que rehacer el trabajo varias veces. Con los rulos colocados, bastante decorosamente, la ayudé a ponerse el vestido de seda plateada, ceñido al cuerpo, con finos flecos que terminaban en un amplio escote en «V» en la espalda. Hannah tiró del dobladillo, que casi tocaba las rodillas, para enderezarlo. Yo le alcancé los zapatos con finas tiras de satén plateado. La última moda de París, un regalo de Teddy.

—No, ésos no —dijo ella—. Usaré los negros.

—Pero, señora, éstos son sus zapatos favoritos.

—Los negros son más cómodos —indicó, mientras se inclinaba hacia adelante para ponerse las medias.

—Pero no quedan bien con el vestido.

—Por Dios, he dicho que usaré los negros. No me obligues a repetirlo, Grace.

Sin decir nada, me llevé el par de zapatos plateados y traje los negros.

Hannah se disculpó de inmediato.

—Lo siento, no debí hablarte así. Estoy nerviosa.

—No se preocupe, señora. Es natural que esté nerviosa.

Le quité los rulos y su cabello cayó en doradas ondas sobre los hombros. Lo cepillé, y lo sujeté con un broche de diamantes.

Hannah se inclinó hacia adelante para coger los pendientes de perlas, maldiciendo cuando una uña quedó atrapada en el broche.

Estaba colocando largos collares de perlas alrededor de su cuello cuando oímos el ruido de los primeros coches por el sendero de grava. Acomodé los collares para que cayeran entre sus omóplatos y siguieran el dibujo del escote.

—Bien. Ya está lista.

—Eso espero, Grace —comentó, irguiéndose para mirarse en el espejo—. Espero no haber olvidado nada.

—No lo creo, señora.

Con los dedos se peinó las cejas, bajó un poco más su collar de perlas, luego volvió a subirlo, y bufó ruidosamente. De pronto se oyó un clarinete. Hannah apoyó una mano en su pecho y exclamó:

—¡Ay, Dios mío!

—Será una fiesta emocionante, señora —aseguré cautelosa—. Por fin verá su trabajo hecho realidad.

Hannah me lanzó una penetrante mirada. Me pareció que iba a decirme algo, pero no lo hizo. Sus labios pintados de rojo permanecieron cerrados por un instante. Luego dijo:

—Tengo algo para ti, Grace. Un regalo.

—No es mi cumpleaños —repuse desconcertada.

Ella sonrió y se apresuró a abrir un cajón de su tocador. Giró hacia mí, con los dedos apretados. Sostenía el objeto por la cadena, y lo dejó caer en mi palma.

—Pero, señora, es su relicario.

—Era. Era mi relicario. Ahora es tuyo.

Traté de devolvérselo rápidamente. Los regalos inesperados me ponían nerviosa.

—Oh, no, señora, gracias, pero no puedo.

Ella apartó mi mano con firmeza.

—Insisto. Es mi manera de agradecerte todo lo que has hecho por mí.

¿Detecté entonces que esas palabras anunciaban que algo llegaba a su fin?

—Sólo cumplo con mi deber, señora.

—Acepta el relicario, Grace. Por favor.

Antes de que pudiera seguir discutiendo, Teddy apareció en la puerta. Alto y elegante con su traje negro. En el lustroso cabello todavía se apreciaban las marcas del peine. Los nervios dibujaban arrugas en su amplia frente.

Aferré el relicario.

—¿Estás lista? —le preguntó a Hannah, atusándose inquieto el bigote—. Abajo hay una amiga de Deborah, Cecil, la fotógrafa. Quiere retratar a la familia antes de que llegue el grueso de los invitados. —Teddy golpeó el marco de la puerta con la palma un par de veces—. ¿Dónde demonios está Emmeline? —inquirió antes de salir.

Hannah acomodó la cintura de su vestido. Noté que le temblaban las manos.

—Deséame suerte, Grace —me pidió, sonriente y ansiosa.

—Buena suerte, señora.

Entonces hizo algo que me sorprendió: se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla.

—Y buena suerte para ti, Grace.

Hannah me estrechó ambas manos y corrió detrás de Teddy, dejándome allí con el relicario.

Durante un rato estuve observando por la ventana. Los caballeros y las damas, vestidas de verde, de amarillo, de rosa, bajaban la escalera de piedra de la terraza hacia el jardín. La música flotaba en el ambiente. Los faroles chinos se balanceaban con la brisa. Los camareros que el señor Hamilton había contratado llevaban en alto enormes bandejas de plata con burbujeantes copas de champán, haciendo equilibrio entre la creciente muchedumbre. Emmeline, con un deslumbrante vestido rosa, guiaba hacia la pista a un hombre que reía para bailar con él un shimmy.

Yo seguía con el relicario en la mano, jugueteaba con él, mirándolo sin parar. Preocupada como estaba por los nervios de Hannah, no advertí entonces que algo hacía ruido en su interior. Desde aquellos lejanos días, después de su visita a la adivina, no la había vuelto a ver tan nerviosa.

—Por fin te encuentro. —Myra apareció en el vano de la puerta, con las mejillas rojas, casi sin aliento—. Una de las ayudantes de la señora Townsend se ha desmayado del cansancio y necesitamos alguien que espolvoree con azúcar los strudels.

A medianoche pude por fin retirarme a dormir. La fiesta todavía estaba en su esplendor, pero la señora Townsend me dispensó en cuanto pudo. Hannah me había contagiado su nerviosismo y una cocina sobrecargada de trabajo no era lugar para cometer torpezas. Subí lentamente la escalera, con los pies doloridos. Después de tantos años de trabajar como doncella se habían vuelto delicados. Una noche de pie en la cocina era suficiente para que se llenaran de ampollas. La señora Townsend me había dado un paquete de bicarbonato y me disponía a remojarlos en agua tibia.

No había manera de aislarse de la música. Esa noche impregnaba el aire y las paredes de piedra de la casa. A medida que pasaban las horas se volvía más estridente, para adecuarse al estado de ánimo de los invitados. Incluso en el ático el ruido frenético de la batería retumbaba en mi estómago. Todavía hoy, la música de jazz me hiela la sangre. Al llegar a la buhardilla, pensé ir directamente a llenar la bañera, pero decidí que sería mejor pasar primero a buscar el camisón y las cosas de tocador.

Cuando abrí la puerta de mi dormitorio, una ráfaga de aire caliente, acumulado durante el día, me rozó la cara. Encendí la luz y abrí la ventana.

Me quedé un momento disfrutando del aire fresco, con leve aroma a humo de cigarrillos y perfume. Respiré lentamente. Era hora de darme un baño largo y tibio. Pronto llegaría el merecido descanso. Tomé el jabón del tocador y me acerqué a la cama para recoger mi camisón.

Entonces vi las cartas. Eran dos, estaban sobre mi almohada.

Una estaba dirigida a mí. La otra, tenía el nombre de Emmeline. Estaban escritas con la letra de Hannah.

En ese momento tuve un presentimiento. Un raro momento de inconsciente lucidez.

Instantáneamente supe que allí dentro estaba la explicación de su extraña conducta.

Dejé el camisón y tomé el sobre que decía «Grace». Lo abrí con dedos temblorosos. Desplegué el papel. Cuando mis ojos recorrieron el texto me invadió una profunda desazón. Estaba escrita en taquigrafía.

Me senté en el borde de la cama, contemplando la hoja de papel como si mi concentración pudiera obrar el milagro de descifrar el mensaje. El hecho de que estuviera escrita en código confirmaba que su contenido era importante.

Tomé el segundo sobre, el que estaba dirigido a Emmeline. Pasé el dedo por los bordes.

Lo pensé sólo un segundo. No tenía otra opción.

Rogando el perdón de Dios, lo abrí.

Bajé la escalera corriendo, con los pies doloridos y el corazón palpitante, tratando de respirar al ritmo de la música, hacia la terraza.

Me detuve, sin aliento, y busqué a Teddy entre la gente. No pude distinguirlo en medio de las sombras irregulares y los rostros borrosos.

No había tiempo. Tenía que ir sola.

Me abrí paso entre la multitud rozando los rostros de labios rojos y ojos maquillados, las bocas que reían ostentosamente, esquivando cigarrillos y copas de champán bajo los coloridos faroles, alrededor de la escultura de hielo que se derretía, hacia la pista de baile. Codos, rodillas, zapatos, manos que se agitaban. Colores. Movimiento. La sangre palpitando en mi cabeza. El nudo en la garganta.

Entonces distinguí a Emmeline. En lo alto de la escalera de piedra, con un cóctel en la mano. Reía con la cabeza echada hacia atrás mientras con su collar de perlas enlazaba a su compañero por el cuello. El abrigo de él le caía sobre los hombros.

Dos personas podrían más que una.

Me detuve. Traté de respirar normalmente.

Ella se irguió, me miró con los párpados entornados.

—Pero Grace —exclamó, pronunciando las palabras con esfuerzo—, ¿n-n-no has encontrado un v-vestido mejor para venir a la fiesta? —Y se echó a reír.

—Debo hablar con usted, señorita.

El hombre que la acompañaba murmuró algo y ella le besó graciosamente la nariz.

—Es algo urgente…

—Estoy intrigada.

—… por favor… necesito hablarle en privado.

Ella suspiró teatralmente, soltó a su amigo, le pellizcó las mejillas y con un mohín le dijo:

—No te vayas lejos, Harry querido.

Luego se puso de pie, y entre chillidos y risitas histéricas bajó la escalera tambaleándose.

—Es Hannah, señorita… va a hacer algo… algo horrendo… junto al lago.

—¡No! —Ironizó Emmeline, acercándose tanto a mí que pude oler su aliento a ginebra—. Espero que no se le haya ocurrido nadar a medianoche, sería escandaloso.

—Creo que va a matarse, señorita. Es lo que intenta hacer.

Los ojos de Emmeline se abrieron desmesuradamente. Su sonrisa se desvaneció.

—¿Qué?

—Encontré una nota, señorita —se la entregué.

Ella tragó saliva, se balanceó, su voz subió una octava.

—Pero… tú… Teddy…

—No hay tiempo, señorita.

La tomé de la muñeca y la arrastré hacia el Camino Largo.

Los setos habían crecido y superaban nuestra altura. Todo estaba en la más absoluta oscuridad. Corrimos, tropezamos, apartamos las ramas para abrirnos paso. A medida que avanzábamos los sonidos de la fiesta nos parecían más irreales. Pensé que lo mismo habría sentido Alicia al caer en la madriguera del conejo.

Ya habíamos llegado al jardín Egeskov cuando Emmeline tropezó y cayó al suelo. Estuve a punto de caer sobre ella. Me detuve a tiempo, y traté de ayudarla a levantarse.

Ella apartó mi mano, se puso de pie y siguió corriendo.

Oímos un ruido en el jardín, nos pareció que una de las esculturas se movía. Pero no se trataba de una escultura animada sino de una pareja de amantes furtivos. Nos ignoramos mutuamente.

La segunda verja estaba entreabierta y corrimos hacia la fuente. Bajo la luz de la luna llena Ícaro y sus ninfas tenían un resplandor fantasmal. Habíamos dejado atrás los setos. La banda de jazz y el alboroto de la fiesta volvieron a oírse con claridad, como si estuvieran muy cerca.

Alumbradas por la luna, pudimos correr más rápido por el sendero, hacia el lago. Llegamos a la valla, vimos el cartel que prohibía el paso, y por fin el lugar donde la senda terminaba en el lago.

Las dos nos detuvimos, ocultas en un recoveco del camino, respirando agitadamente, y observamos la escena que se desarrollaba ante nosotras. Las aguas del lago brillaban silenciosas. El pabellón de verano y la orilla pedregosa estaban bañados por una luz plateada.

Emmeline inspiró profundamente.

Yo seguí la dirección de su mirada.

Los zapatos negros de Hannah, los mismos que se había calzado con mi ayuda unas horas antes, estaban sobre los guijarros de la orilla.

Emmeline ahogó un grito y se precipitó hacia ellos. Se la veía muy pálida a la luz de la luna; parecía pequeña con esa chaqueta de hombre, demasiado grande para su delgada figura. Desde la casa de verano se oyó un ruido. Una puerta que se abría.

Emmeline y yo miramos en esa dirección.

Vimos a una persona. Estaba viva. Era Hannah.

Emmeline tragó saliva.

—Hannah —gritó. En su voz ronca se percibía una mezcla de alcohol y pánico. El eco se propagó por el lago.

Hannah se detuvo, tensa. Titubeó, miró hacia el pabellón y luego a Emmeline.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —chilló.

—Hemos venido a salvarte —contestó Emmeline, y comenzó a reír como una enajenada. Aliviada, por supuesto.

—Marchaos —exigió Hannah con impaciencia—. Debéis iros.

—¿Y dejarte aquí para que te ahogues?

—No pienso ahogarme —repuso Hannah y volvió a mirar hacia el pabellón.

—Entonces, ¿qué haces aquí? ¿Ventilas tus zapatos? —Emmeline los levantó del suelo y los dejó caer nuevamente—. He visto tu nota.

—No era en serio. La carta era… una broma —tragó saliva—, un juego.

—¿Un juego?

—Se suponía que la leerías más tarde —afirmó Hannah con voz más serena—. Tenía planeado un juego para mañana, para que nos divirtiéramos.

—¿Algo como una búsqueda del tesoro?

—Algo así.

Sentí un nudo en la garganta. La nota no iba en serio. Era parte de un juego. ¿Qué diría la que estaba dirigida a mí? ¿Hannah me pedía ayuda? ¿Justificaba eso su nerviosismo? ¿No era el resultado de la fiesta sino del juego lo que le preocupaba?

—Precisamente ahora estaba escondiendo algunas pistas.

Emmeline parpadeó asombrada. Tuvo un acceso de hipo.

—Un juego —repitió lentamente.

—Sí.

Emmeline comenzó a reír y dejó caer los zapatos al suelo.

—¿Por qué no lo dijiste? Adoro los juegos. Muy inteligente de tu parte, querida.

—Volved a la fiesta —pidió Hannah—. Y no le digáis a nadie que me habéis visto.

Emmeline giró un interruptor imaginario en sus labios. Dio media vuelta y emprendió el regreso por el borde pedregoso hacia el sendero. Al llegar al lugar donde yo estaba me reprochó mi comportamiento. El maquillaje se le había estropeado.

—Lo siento, señorita —murmuré—. Creí que era real.

—Por suerte no lo has estropeado todo —añadió, sentándose en una roca y cubriéndose con la chaqueta—. Bastante tengo con quedarme aquí sentada mientras me repongo del tobillo hinchado. Espero no perderme también los fuegos artificiales.

—Me quedaré con usted, la ayudaré a volver.

—Creo que es lo que corresponde.

Estuvimos allí sentadas un momento. Desde lejos llegaba la música que animaba la fiesta, en la que se intercalaban exclamaciones de algarabía. Emmeline se masajeaba el tobillo, apoyándolo en el suelo y tratando de comprobar si soportaba su peso.

La niebla de la madrugada comenzaba a surgir de los pantanos y avanzaba hacia el lago. Se avecinaba otro día caluroso, pero la noche era fresca, gracias a la niebla.

Emmeline tembló, abrió uno de los lados de la chaqueta, hurgó en el bolsillo interior. A la luz de la luna algo brilló: dentro del forro había un pequeño objeto negro. Inspiré: era un arma.

Al advertir mi reacción, Emmeline dijo:

—No me dirás que nunca antes has visto un revólver. Eres una ingenua, Grace. —Acto seguido lo sacó de la chaqueta, jugueteo con él y me lo ofreció—. Toma, ¿quieres tenerlo un rato?

Me negué, mientras ella reía. Deseé no haber encontrado jamás esas cartas. Por una vez, habría preferido que Hannah me ignorara.

—Quizá sea lo mejor —reflexionó Emmeline—. Las fiestas y las armas no son una buena combinación. —Dejó nuevamente el revólver en el bolsillo y siguió buscando, hasta que por fin encontró una petaca plateada. Desenroscó la tapa, inclinó la cabeza hacia atrás y dio un buen trago.

—Querido Harry. Prepárate para lo que sea —exclamó, y después de beber otra vez, guardó la petaca en la chaqueta—. Vamos, ya no me duele.

La ayudé a ponerse de pie, incliné la cabeza para que pudiera apoyarse en mis hombros.

—Así está bien —indicó—. Si tú no…

Esperé un instante.

—¿Perdón?

Ella ahogó un grito y yo levanté la cabeza. Seguí su mirada, que volvía a dirigirse al lago. Hannah estaba en la glorieta, y no estaba sola. Había un hombre con ella. Un cigarrillo pendía de su labio inferior. Tenía una pequeña maleta.

Emmeline lo reconoció antes que yo.

—Robbie —señaló, olvidando el dolor de su tobillo—. Por Dios, es Robbie.

Emmeline se acercó cojeando a la orilla del lago. Yo me quedé más atrás, en las sombras.

—¡Robbie! —gritó y lo saludó con la mano—. ¡Robbie, aquí!

Hannah y Robbie se quedaron petrificados, mirándose el uno al otro.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Emmeline emocionada—. ¿Y por qué demonios no has entrado por la puerta principal?

Robbie dio una calada a su cigarrillo y jugueteó con el filtro mientras soltaba el humo.

—Ven a la fiesta, te conseguiré algo para beber.

Robbie miró algo que estaba al otro lado del lago, en los terrenos más alejados. Miré en la misma dirección y distinguí un brillo metálico. Era una motocicleta.

—Ya sé, has estado ayudando a Hannah con el juego —declaró de pronto Emmeline.

Hannah se adelantó hasta su hermana.

—Emme…

—Vamos. Volvamos a la casa. Busquemos un lugar para que Robbie pueda dejar su equipaje.

—Robbie no va a ir a casa —declaró Hannah.

—Lo hará, por supuesto. Seguramente no tiene previsto pasar aquí toda la noche. Aunque estemos en junio, hace un poco de frío, queridos míos —agregó Emmeline con una sonora carcajada.

Hannah miró a Robbie. Entre ellos pasaba algo.

Emmeline también lo vio. En ese momento, mientras el pálido brillo de la luna iluminaba su rostro, su emoción se transformó en desconcierto, y el desconcierto, a su vez, en dolorosa claridad. Los meses en Londres, la llegada siempre anticipada de Robbie a recogerla en casa, el modo en que la habían utilizado.

—No hay tal juego, ¿verdad?

—No.

—¿Y la carta?

—Un error —reconoció Hannah.

—¿Por qué la escribiste? —preguntó Emmeline.

—No quería que averiguaras adónde me marchaba. —Hannah miró a Robbie y él asintió—. Adónde nos marchábamos.

Emmeline la observaba en silencio.

—Vamos. Se hace tarde —señaló Robbie. Luego tomó cuidadosamente la maleta y comenzó a caminar hacia el lago.

—Por favor, compréndeme, Emme. Es como tú dijiste. Cada una de nosotras debe permitir que la otra elija cómo quiere vivir su vida. —Hannah vaciló. Robbie le pedía que se apresurara. Comenzó a caminar detrás de él—. No puedo explicártelo ahora, no hay tiempo. Te escribiré, te diré dónde encontrarnos. Podrás visitarnos.

Hannah dio media vuelta, y después de mirar por última vez a su hermana, siguió a Robbie, que bordeaba la brumosa orilla del lago.

Emmeline no se movió del sitio. Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Se balanceó, y de pronto se estremeció.

—No. —La voz de Emmeline era tan suave que apenas podía oírla—. No —gritó después—. Esperad.

Hannah se volvió para mirar a su hermana. Robbie tomó su mano y la arrastró, tratando de retenerla junto a él. Ella dijo algo, fue hacia Emmeline.

—No te dejaré ir.

Hannah estaba cerca de ella. Su voz era serena, firme.

—Debes hacerlo.

Emmeline movió las manos dentro de los bolsillos. Tragó saliva.

—No lo haré.

Sacó la mano del bolsillo. Algo brillaba en su mano. El revólver.

Hannah ahogó un grito. Robbie corrió hacia ella. Mi corazón estaba desbocado.

—No dejaré que te lo lleves —declaró Emmeline con la mano temblorosa.

Hannah, pálida a la luz de la luna, respiraba agitadamente.

—No seas estúpida. Deja eso.

—No soy estúpida.

—Deja eso.

—No.

—No quieres usarlo.

—Sí quiero.

—¿A cuál de nosotros vas a disparar?

Robbie estaba junto a Hannah. Emmeline los miraba a uno y a otro, con los labios temblorosos.

—No vas a dispararle a nadie, ¿verdad?

El rostro de Emmeline se desfiguró y comenzó a llorar.

—No.

—Entonces baja el revólver.

—No.

Ahogué un grito cuando Emmeline levantó la mano y apuntó el arma a su propia cabeza.

—¡Emmeline! —gritó Hannah.

Emmeline sollozaba estremecedoramente.

—Dame el revólver. Vamos a hablar. Solucionaremos esto.

—¿Me devolverás a Robbie o te quedarás con él, como has hecho con todos ellos, con papá, con David, con Teddy?

—Las cosas no son como dices.

—Es mi turno.

De pronto se oyó un terrible estruendo. Los fuegos artificiales. Todos dieron un respingo. Un resplandor escarlata bañó sus rostros. Millones de motas rojas se desparramaron por la superficie del lago.

Robbie se cubrió la cara con las manos.

Hannah dio un salto hacia adelante, le arrebató a Emmeline el arma y volvió a retroceder.

Emmeline se abalanzó sobre ella con la cara embadurnada de lágrimas y carmín.

—¡Dámelo, dámelo o gritaré! No os iréis. Se lo diré a todo el mundo. Les diré que os habéis fugado, Teddy te encontrará y…

¡Bang! Se oyó una explosión y el cielo se tiñó de verde.

—… Teddy no dejará que te vayas, se asegurará de que no puedas hacerlo y no volverás a ver a Robbie y…

¡Bang! Un resplandor plateado.

Hannah fue hacia una loma que había junto al lago. Emmeline la siguió, llorando. Los fuegos seguían explotando.

La música de la fiesta resonaba en los árboles, el lago, las paredes del pabellón de verano.

Robbie estaba encorvado, se tapaba los oídos con las manos. Tenía el rostro pálido, los ojos muy abiertos.

No podía oírlo pero lo veía mover los labios. Señalaba a Emmeline y le gritaba algo a Hannah.

¡Bang! Otra vez rojo.

Robbie se encogió. El pánico le desfiguraba el rostro. Seguía gritando.

Hannah vaciló, mirándole desorientada. Había oído lo que decía. Algo en ella se desmoronó.

Los fuegos artificiales habían concluido. Desde el cielo llovían ascuas.

Entonces, yo también lo oí.

—¡Dispárale a ella! —gritaba él—. ¡Dispárale a ella! —Se me heló la sangre.

Emmeline quedó paralizada, con un nudo en la garganta.

—Hannah… —su voz parecía la de un chiquillo asustado—. ¿Hannah?

—Dispárale —repitió él, corriendo hacia Hannah—. Lo arruinará todo.

Hannah lo observaba sin comprender.

—¡Dispárale a ella! —gritó desaforadamente.

Las manos de Hannah temblaban.

—No puedo —dijo por fin.

—Entonces dame el arma. Yo lo haré.

Se acercaba a toda velocidad. Yo sabía que lo haría. La desesperación y la determinación podían leerse en su rostro.

Emmeline se sacudió. Comprendió. Comenzó a correr hacia Hannah.

—No puedo —insistió Hannah.

Robbie trató de quitarle el arma. Hannah apartó su brazo, cayó de espaldas, siguió subiendo por la loma.

—Hazlo —ordenó Robbie— o lo haré yo.

Hannah llegó al punto más alto. Robbie y Emmeline se acercaban a ella. No había escapatoria. Los miró.

El tiempo pareció detenerse.

Dos puntos de un triángulo, que atados a un tercero, se habían ido alejando, tensando la cuerda hasta el límite.

Contuve el aliento. La cuerda no se rompió.

En ese instante, se contrajo.

Los puntos volvieron a juntarse, en un choque de lealtad, de sangre, de infortunio.

Hannah apuntó el arma y accionó el gatillo.

El después. Porque siempre hay un después. La gente suele olvidarlo. Sangre en abundancia. En los vestidos, en las caras, en el cabello.

El arma estaba en el suelo. Había chocado ruidosamente contra las piedras donde reposaba inmóvil.

Hannah siguió tambaleándose en lo alto de la loma.

El cuerpo de Robbie yacía en el suelo, más abajo. Su cabeza se había transformado en un montón de huesos, sangre y masa cerebral.

Yo estaba conmocionada, los latidos de mi corazón retumbaban en mis oídos, tenía frío y calor a la vez. De pronto, y sin poder evitarlo, vomité.

Emmeline estaba de pie, petrificada, con los ojos apretados. No lloraba, ya no. Hacía un ruido espantoso, que jamás he podido olvidar. Cada vez que inspiraba el aire quedaba atrapado en su garganta.

El tiempo pasaba aunque no podía medirlo. En el sendero, detrás de mí, oí voces y risas.

—Es por aquí, un poco más adelante. Ya verá, lord Gifford. Las escaleras no están terminadas, esos malditos franceses y sus conflictos portuarios, pero creo que coincidirá conmigo en que el resto es bastante impresionante.

Me limpié la boca, y corrí desde mi escondite hacia la orilla del lago.

—Teddy viene hacia aquí —anuncié en medio de mi conmoción, de la conmoción general.

—Llegas demasiado tarde —espetó Hannah, golpeándose frenéticamente la cara, el cuello, la cabeza—. Llegas demasiado tarde.

—Teddy viene hacia aquí, señora —balbuceé.

Emmeline abrió repentinamente los ojos. La luz de la luna les daba un reflejo plateado. Se sacudió. Se irguió y me señaló la maleta de Hannah.

—Llévala a casa —ordenó con voz áspera—. Ve por el camino más largo.

Yo vacilé.

—Corre.

Asentí, tomé la maleta y corrí hacia el bosque. No podía pensar con claridad. Me detuve en medio de la oscuridad y miré hacia atrás, me castañeaban los dientes.

Teddy y lord Gifford habían llegado al final del sendero e iban hacia la orilla del lago.

—Dios santo —exclamó Teddy deteniéndose abruptamente—. Qué demonios…

—Teddy querido, gracias a Dios estás aquí —dijo Emmeline. Luego se giró hacia Teddy y alzó la voz—. El señor Hunter se ha pegado un tiro.