Fuera de tiempo
Él está aquí. Marcus ha regresado a casa. La semana pasada ha venido a visitarme todos los días. Unas veces, en compañía de Ruth. Otras, solos él y yo. No siempre hablamos. A menudo él se sienta junto a mí y me toma de la mano mientras dormito. Me gusta que lo haga. Es el más entrañable de los gestos: la infancia brindando consuelo a la ancianidad.
Mi muerte se acerca. Nadie me lo ha dicho, pero lo veo en sus caras. En sus expresiones suaves y complacientes, en sus ojos tristes aun cuando sonríen, en los susurros y miradas que intercambian. Y lo siento dentro de mí. Algo se acelera.
Me alejo del tiempo. Su medida deja de tener sentido: segundos, minutos, horas, días, al cabo de toda una vida no son más que palabras. Todo lo que tengo son instantes.
Marcus trae una fotografía. Me la entrega. Aun antes de mirarla sé cuál es. Mi favorita, tomada en una excavación arqueológica hace muchos años.
—¿Dónde la encontraste?
—La llevaba conmigo —responde tímidamente, pasando su mano por el cabello aclarado por el sol—. Me ha acompañado durante todo el tiempo que estuve de viaje. Espero que no te moleste.
—Me alegra.
—Quería tener una foto tuya. Cuando era niño, ésta me encantaba. Se te ve muy feliz.
—Lo era. La más feliz del mundo.
Miro la foto un momento más, luego se la devuelvo. Él la deja en la mesilla para que pueda verla cuando lo desee.
Cuando me despierto Marcus está junto a la ventana, mirando hacia el jardín. Al principio pienso que Ruth está con nosotros en la habitación, pero la figura que veo junto a las cortinas no es la suya. Es una presencia muy distinta que descubrí hace poco. Desde entonces ha estado siempre allí. Sólo yo puedo verla. Me espera, lo sé, y estoy casi lista. Esta mañana, temprano, grabé la última cinta para Marcus. Ya está todo dicho. He roto mi promesa y él conocerá mi secreto.
Marcus advierte que estoy despierta. Me mira y sonríe, con esa sonrisa amplia, gloriosa.
—Grace —pregunta alejándose de la ventana—, ¿quieres algo, un vaso de agua?
—Sí.
Observo su delgada figura, su ropa informal, vaqueros y camiseta, el uniforme de los jóvenes de hoy. En su rostro veo el niño que fue, el que me seguía a todas partes, haciéndome preguntas, pidiéndome que le contara cosas sobre los lugares que había conocido, los objetos que había desenterrado, la antigua casa de la colina y el misterioso juego de los niños Hartford. Veo al joven que me embelesó cuando declaró que quería ser escritor y me pidió humildemente que leyera alguna de sus obras y le diera mi opinión. Veo al adulto, atrapado en su telaraña de dolor, desesperanzado. Sin deseos de que le consuelen.
Me muevo suavemente, carraspeo. Hay algo que debo preguntarle.
—Marcus…
Él me mira a través de un mechón de cabello castaño.
—Sí, Grace.
Observo sus ojos, espero que me diga la verdad.
—¿Cómo estás?
Mi pregunta no le molesta. Se sienta, acomoda las almohadas para que me incorpore, me acaricia el cabello y me acerca un vaso de agua.
—Creo que estaré bien —responde.
Son muchas las cosas que desearía decirle, pero estoy demasiado débil y cansada. Sólo puedo asentir moviendo la cabeza.
Ursula entra en la habitación. Me besa en la mejilla. Quiero abrir los ojos, agradecerle su interés por los Hartford, por recordarlos, pero no puedo. Marcus se ocupa de atenderla. Oigo cuando ella le entrega el vídeo, y él le da las gracias asegurando que me agradará verlo. Que he hablado elogiosamente de ella. Le pregunta qué tal fue el estreno.
—Fue genial —contesta Ursula—. Nunca había estado tan nerviosa pero todo salió a pedir de boca. Incluso hemos tenido un par de críticas favorables.
—Las he leído —afirma Marcus—. Un artículo muy bueno en el Guardian. La calificaron de «inquietante» y «de poseer una belleza sutil». Mis felicitaciones.
Ursula se lo agradece. Veo su sonrisa tímida y feliz.
—Grace lamenta mucho no haber podido asistir.
—Lo sé. También yo. Me habría encantado haberla visto allí —asegura Ursula. Luego su voz se vuelve alegre—. Mi abuela vino de Estados Unidos para el estreno.
—Eso es auténtica devoción —declara Marcus.
—En realidad es más bien un gesto poético —afirma Ursula—. Ella fue quien despertó mi interés por la historia. Guarda un parentesco lejano con las hermanas Hartford. Creo que es prima segunda. Nació en Inglaterra pero su madre se marchó a los Estados Unidos cuando ella era pequeña, después de que su padre muriera en la Primera Guerra Mundial.
—Es genial que haya podido ver lo que ella inspiró.
—Aunque lo hubiera intentado, no podría haberla detenido —comenta Ursula riendo—. La abuela Florence nunca acepta que le digan «no».
Ursula se acerca, lo percibo. Toma la fotografía que está sobre la mesilla.
—No la había visto antes. Grace está muy guapa. ¿Quién es el hombre que está junto a ella?
Marcus sonríe, lo advierto en su voz.
—Es Alfred —contesta—. Mi abuela no es una mujer convencional —agrega cariñosamente después de una pausa—. A pesar de la abierta desaprobación de mi madre, a los sesenta y cinco años tuvo un amante. Evidentemente se habían conocido muchos años atrás. Él le siguió el rastro y volvieron a encontrarse.
—Un romántico —dice Ursula.
—Sí —afirma Marcus—. Alfred era genial. No se casaron, pero vivieron juntos casi veinte años. Grace solía decir que lo había dejado ir una vez y que no volvería a cometer el mismo error.
—Muy propio de Grace.
—Alfred siempre bromeaba sobre ello. Decía que era una suerte que ella fuera arqueóloga porque a medida que envejecía lo iba encontrando más interesante.
Ursula ríe.
—¿Qué fue de él?
—Murió mientras dormía. Hace nueve años. Fue entonces cuando Grace vino a vivir aquí.
Una cálida brisa entra por la ventana abierta, la siento en mis párpados cerrados. Creo que ya es de tarde.
Marcus está aquí, desde hace un rato. Puedo oírlo, está cerca, escribiendo. A menudo suspira, se pone de pie, camina hacia la ventana, hacia el baño, hacia la puerta.
Más tarde llega Ruth. Está junto a mí. Me acaricia, besa mi frente. Puedo oler la fragancia floral de su maquillaje. Se sienta.
—¿Estás escribiendo algo? —pregunta tímidamente a Marcus, con la voz tensa.
Por favor, sé generoso con ella, Marcus, se está esforzando.
—No lo sé. Todavía estoy rumiándolo.
Oigo la respiración de ambos. Ruego que alguno de los dos hable.
—¿Otra aventura del inspector Adams?
—No —se apresura a responder Marcus—. Estoy considerando la posibilidad de escribir algo distinto.
—Oh.
—Grace me envió unas casetes.
—¿Casetes?
—Como cartas, pero con su voz.
—No lo sabía. ¿Y qué cosas te cuenta?
—Todo tipo de cosas.
—Ella… ¿habla de mí?
—Algunas veces. Habla de su vida cotidiana, pero también del pasado. Su vida ha sido apasionante, ¿no crees?
—Sí.
—Un siglo. Del servicio doméstico al doctorado en arqueología. Quiero escribir sobre ella. —Marcus hace una pausa—. ¿No te molesta, verdad?
—Por supuesto que no. ¿Por qué podría molestarme?
—No lo sé… Sencillamente tuve esa sensación.
—Tienes que escribir esa obra —declara Ruth con firmeza—. Quiero leerla.
—Será un cambio para mí, algo diferente.
—¿Nada de misterio?
—No, sólo una buena historia, sin intrigas —responde Marcus, riendo.
Ah, querido mío, eso es lo que tú crees.
Estoy despierta. Marcus está sentado en la silla, junto a mí, escribiendo en una libreta. Me mira.
—Hola, Grace —saluda, sonriendo. Deja el cuaderno—. Me alegra que estés despierta. Quiero darte las gracias.
—¿Darme las gracias? —repito sorprendida.
—Por las cintas. Los relatos que me enviaste. —Marcus me coge la mano—. Había olvidado cuánto me gustan los relatos: leerlos, escucharlos, escribirlos. Desde que Rebecca… Fue un gran golpe. Sencillamente no podía… —Tras un profundo suspiro, sonríe y prosigue—. Había olvidado cuánto necesito los relatos.
Me siento feliz, incluso diría que esperanzada. Quiero alentarlo. Explicarle que el tiempo nos enseña a mirar las cosas desde otra perspectiva. Es un maestro desapasionado, pero asombrosamente eficiente. Por lo visto he tratado de responderle, porque me dice suavemente:
—No hables.
Siento que su mano acaricia suavemente mi frente.
—Descansa, Grace.
¿Cuánto tiempo he estado con los ojos cerrados? ¿Habré dormido? Cuando vuelvo a abrirlos, digo:
—Hay una más. —Tengo la voz ronca por falta de ejercicio—. Una cinta más. —Señalo la cómoda y él va a buscarla. Encuentra la casete junto a las fotografías.
—¿Es ésta?
Asiento.
—¿Dónde está el reproductor?
—No —me apresuro a decir—. Ahora no. Es para después.
Marcus está algo desconcertado.
—Para después —repito.
No me pregunta «¿después de qué?». No es necesario. Guarda la cinta en el bolsillo de la camisa y le da unos golpecitos. Me sonríe y se acerca para acariciar mi mejilla.
—Gracias —dice amablemente—. ¿Qué voy a hacer sin ti, Grace?
—Estarás bien.
—¿Me lo prometes?
Ya no hago promesas. Pero, con toda la energía de que soy capaz, estrecho su mano.
Está oscuro. Me doy cuenta por la luz roja. Ruth está en la puerta de mi dormitorio, con el bolso bajo el brazo. Los ojos muy abiertos hablan de su preocupación.
—No llego demasiado tarde, ¿verdad?
Marcus se pone de pie, le coge el bolso y la abraza.
—No, no es tarde.
Vamos a ver la película de Ursula todos juntos. Un acontecimiento familiar que Ruth y Marcus han organizado. Me gusta verlos juntos, haciendo planes. No quiero interferir.
Ruth me besa y acerca una silla para sentarse junto a mi cama.
Alguien golpea la puerta. Es Ursula.
Otro beso en la mejilla.
—Me alegra que hayas venido.
Es la voz de Marcus. Habla con alegría.
—No me lo perdería por nada en el mundo. Gracias por invitarme —declara Ursula y se sienta al otro lado de la cama.
—Voy a bajar las cortinas. ¿Estáis preparadas?
La habitación queda a oscuras. Marcus se sienta junto a Ursula. Le dice al oído algo que la hace reír. Me invade la grata sensación de llegar al final.
Se oye música, la película comienza. Ruth aferra mi mano. A lo lejos vemos un coche que avanza por un camino rural. Un hombre y una mujer ocupan los asientos delanteros. Fuman. La mujer lleva un vestido con lentejuelas y una boa de plumas. Llegan a la entrada de Riverton, recorren el sendero hasta que frente a ellos aparece la casa. Enorme y fría. Ursula ha captado a la perfección su carácter, extravagante y decadente. Un lacayo les da la bienvenida. Ahora vemos la sala de los sirvientes. Lo sé por el suelo, los ruidos, las copas de champán, el nerviosismo. Alguien sube la escalera. La puerta se abre, atraviesa el salón y sale a la terraza.
La escena de la fiesta es asombrosa. Los faroles chinos de Hannah destacan resplandecientes en la oscuridad. La banda de jazz, el sonido del clarinete. Las personas que bailan alegremente el shimmy.
Se oye un estruendo. Me despierto. Es la película. El disparo. Me he quedado dormida y no he visto el momento culminante. No tiene importancia. Sé cómo termina: junto al lago de la finca Riverton, con dos bellas hermanas siendo testigos de cómo Robert Hunter, veterano de guerra y poeta, se suicida.
Y, por supuesto, sé que no es eso lo que realmente ocurrió.