Capítulo 23

De regreso a Riverton

Ursula ha cumplido su promesa. Conduce su coche por el camino serpenteante que lleva hacia el pueblo de Saffron Green. En cualquier momento nos toparemos con una curva, y a continuación veremos los carteles que dan la bienvenida a Riverton. Miro a Ursula, ella me sonríe y vuelve a prestar atención al camino. Ha dejado de lado las dudas acerca de lo atinado de nuestra excursión. Aunque con cierto recelo, Sylvia accedió a no decírselo a la supervisora y entretener a Ruth si fuera necesario. Sospecho que todos quieren regalarme una última oportunidad. Es demasiado tarde para pensar en preservarme para el futuro.

Las grandes puertas de hierro están abiertas. Ursula avanza por el sendero en dirección a la casa. El túnel de árboles está tan oscuro, quieto y silencioso como siempre, atento a lo que sucede. Doblamos la última curva y la casa aparece frente a nosotras. La miro, como tantas veces antes: como aquel primer día en Riverton, a los catorce años, cuando estaba tan verde como las manos de un jardinero; como el día del recital, cuando llegué casi corriendo desde la casa de mi madre, llena de ansiedad; como la noche en que Alfred me propuso matrimonio; o la mañana de 1924, cuando dejamos Londres para volver a Riverton. De alguna manera, hoy regreso a mi hogar.

Ahora hay un espacio para que los visitantes aparquen sus automóviles, con suelo de cemento. Está al final del sendero, antes de la fuente de Eros y Psique. Ursula abre la ventanilla cuando nos acercamos a la taquilla donde venden las entradas. Susurra algo al guardián, que nos permite entrar. A causa de mi fragilidad le han dado una autorización especial para que pueda bajar del coche frente a la puerta. Gira en torno a la rotonda —el camino ya no es de grava, está pavimentado— y se detiene en la entrada. Junto al portón hay un banco de hierro. Ursula me lleva hasta allí, me ayuda a sentarme, y vuelve al coche.

Estoy sentada, recordando al señor Hamilton, preguntándome cuántas veces habrá abierto esa puerta antes de sufrir el ataque al corazón en la primavera de 1934…, cuando de pronto sucede.

—Me alegra verte nuevamente por aquí, joven Grace.

Entorno los ojos, mirando hacia el cielo, algo nublado (¿serán mis ojos los que se han nublado?) y allí está, de pie, en el escalón superior.

—Señor Hamilton —llamo. Sé que es una alucinación, pero de todos modos me parece una grosería ignorar a un antiguo compañero de trabajo, sin importar que haya muerto hace sesenta años.

—La señora Townsend y yo nos preguntábamos cuándo volveríamos a verte.

La señora Townsend murió poco después que él, a causa de un súbito ataque cerebral, mientras dormía.

—¿Me han tenido presente?

—Oh, sí. Nos gusta que los jóvenes regresen. Nos sentimos un poco solos. No hay familia a la que servir, sólo muchos ruidos, martillazos y huellas de zapatos polvorientos. —El señor Hamilton menea la cabeza y mira hacia arriba, en dirección al arco de la puerta principal—. Sí, la antigua casa está muy cambiada. Ya verás lo que han hecho con mi despacho —anuncia sonriendo—. Cuéntame cosas de ti, Grace —me pide amablemente.

—Estoy cansada, señor Hamilton. Muy cansada.

—Ya lo sé, muchacha. No será por mucho tiempo.

¿Qué sucede? Ursula está a mi lado. Guarda el tique del aparcamiento en su bolso.

—¿Está cansada? —me pregunta con cierta preocupación—. Trataré de conseguir una silla de ruedas. Una de las reformas ha sido la de instalar ascensores.

Le digo que seguramente será lo mejor, y echo un vistazo al señor Hamilton. Ya no está.

En el vestíbulo, una vivaracha mujer vestida como la esposa de un terrateniente de la década de 1940 nos da la bienvenida y nos explica que nuestra entrada incluye la visita guiada que está a punto de comenzar. Sin darnos tiempo a rehusar, nos incluye en un grupo formado por siete integrantes distraídos: una pareja de excursionistas que vienen desde Londres, un escolar que investiga la historia del lugar, y una familia de turistas estadounidenses. Los padres y el hijo usan el mismo calzado deportivo e idénticas camisetas, con la inscripción «¡Yo escapé de la torre!». La hija adolescente, alta, pálida y seria, va totalmente vestida de negro. Nuestra guía se presenta —dice llamarse Beryl y nos muestra su placa de identificación para confirmarlo—, ha vivido siempre en el pueblo de Saffron Green y podemos preguntarle lo que nos interese saber.

El recorrido comienza por el sótano. El lugar más importante de todas las casas de campo inglesas, declara Beryl, con una ensayada sonrisa y un guiño. Ursula y yo cogemos un ascensor instalado en el lugar donde estaba el armario de los abrigos. Cuando llegamos abajo encontramos al grupo en torno a la mesa de cocina de la señora Townsend, riendo mientras Beryl les lee una lista de los platos tradicionales ingleses del siglo XIX.

La sala de los sirvientes no ha sido objeto de grandes remodelaciones. Sin embargo, la veo infinitamente distinta. Ha perdido su familiar atmósfera sofocante. Advierto que se debe a la iluminación. La electricidad ha destruido la luz titilante, los rincones recogidos. Durante largo tiempo Riverton no tuvo luz eléctrica. Si bien Teddy había instalado la electricidad a mediados de los años veinte, la iluminación no tenía comparación con ésta. Añoro la penumbra, aunque supongo que no es posible conservar aquella iluminación, ni siquiera a efectos de una reconstrucción histórica. Ahora hay leyes que reglamentan ese tipo de cosas, en defensa de la salud y la seguridad, de la responsabilidad pública. Nadie quiere enfrentarse a una demanda porque un visitante tropiece por accidente en una escalera a media luz.

—Síganme —gorjea Beryl—. Saldremos a la terraza por la puerta de servicio, pero no teman, ¡no les pediré que se pongan el uniforme!

Estamos en el jardín desde donde se ve la rosaleda de lady Ashbury. Asombrosamente, está muy similar a la que guardo en la memoria, aunque se han construido rampas entre las hileras de arbustos. Beryl nos explica que ahora un equipo de jardineros se ocupa constantemente del mantenimiento del jardín. Hay muchas cosas que atender: los parterres, el césped, las fuentes, los diversos edificios de la finca. La casa de verano.

El pabellón de verano fue una de las primeras modificaciones que introdujo Teddy cuando Riverton cayó en sus manos, en 1923. Según él, era una pena que un lago tan hermoso, lo mejor de la finca, no se aprovechara. Imaginaba fiestas acuáticas y por las noches, reuniones en las que observar los astros. De inmediato encargó los planos y cuando llegamos desde Londres, en abril de 1924, la construcción estaba casi acabada, los únicos contratiempos habían sido el retraso en el envío de mármol italiano y las lluvias veraniegas.

Llegamos una mañana lluviosa. Una lluvia, incesante y torrencial, había comenzado a caer al pasar por los últimos pueblos de Sussex y no cedía. Los pantanos estaban a rebosar; los bosques, anegados; y para cuando los automóviles consiguieron llegar al final del enfangado camino que conducía a Riverton, la casa no estaba. No a primera vista. Una densa niebla la envolvía haciendo que fuera delineándose gradualmente, como una visión fantasmal. Cuando estuvimos suficientemente cerca, pasé la palma de la mano por la empañada ventanilla y a través de la bruma traté de distinguir los cristales de la ventana del cuarto de los niños. Tuve la angustiosa sensación de que, en algún lugar de esa casa grande y oscura, la Grace que había sido cinco años antes estaba ocupada poniendo la mesa, vistiendo a Hannah y a Emmeline, recibiendo las últimas instrucciones de Myra. Que estaba aquí y allá, antes y ahora, simultáneamente, a merced de los caprichos del tiempo.

El primer automóvil se detuvo. El señor Hamilton surgió de la puerta principal con un paraguas negro, para ayudar a bajar a Hannah y Deborah. El segundo coche continuó hasta la parte trasera de la casa. Me puse el impermeable encima del sombrero, despedí al conductor, y fui corriendo hasta la puerta de servicio.

Tal vez fuera a causa de la lluvia, quizá si hubiera sido un día claro —si el cielo hubiera estado azul, los gorriones se hubieran posado en los aleros y la luz del sol hubiera sonreído a través de las ventanas— el deterioro de la casa no habría sido tan impactante. A pesar de que el señor Hamilton y su equipo se habían esforzado —según dijo Myra habían estado limpiando sin parar—, el edificio estaba en condiciones lamentables. Su aspecto instaba a reparar sin dilación el abandono al que la había condenado el señor Frederick.

Hannah fue la más afectada. Me pareció natural. El estado deprimente de la casa le recordó la soledad de su padre y revivió la antigua culpa de no haber logrado restablecer los lazos que los unían.

—Cuando pienso que él vivió en estas condiciones… —me confesó esa misma noche, antes de dormir— y que mientras viví en Londres no lo supe… Emmeline bromea a menudo sobre ello, pero nunca imaginé que mi padre fuera tan infeliz. —Hannah hizo una pausa—. Esto demuestra lo que ocurre cuando una persona no puede expresar su verdadera naturaleza —concluyó.

—Sí, señora —repuse, sin entender que ya no estábamos hablando de nuestro padre.

Si bien la magnitud del deterioro de Riverton le sorprendía, Teddy no estaba abrumado. Había planeado una renovación total.

—Será muy útil modernizar este antiguo lugar con los adelantos del siglo XX —declaró sonriendo benevolentemente a su esposa una semana después de que llegaran.

Había dejado de llover y él estaba de pie en una esquina del dormitorio de Hannah, inspeccionando la soleada habitación. Ella y yo, sentadas en la chaise longue, colocábamos sus vestidos.

—Como prefieras —fue la poco comprometida respuesta de Hannah.

Teddy la miró desconcertado. No comprendía que la restauración del hogar de sus antepasados le resultara indiferente. Todas las mujeres esperaban la oportunidad de poner el toque femenino en su hogar.

—No repararé en gastos —afirmó Teddy.

Hannah lo miró y le sonrió pacientemente, como si se tratara de un pertinaz tendero.

—Lo que tú creas más conveniente.

Sin duda, a Teddy le habría agradado que ella compartiera el entusiasmo de Deborah, se reuniera con los diseñadores, discutiera con ellos las bondades de una u otra tapicería, que se deleitara con la idea de tener en su casa la réplica de un salón del palacio real. Pero no discutió. Para entonces ya se había acostumbrado a no entender a su esposa. Se limitó a menear la cabeza, acariciar la de ella y olvidar el tema.

Si bien Hannah no estaba interesada en las reformas, su estado de ánimo mejoró notablemente a su regreso a Riverton. Yo había supuesto que dejar Londres, y a Robbie, la destruiría y estaba preparada para lo peor. Pero me equivoqué. Por el contrario, estaba más animada que de costumbre. Mientras las obras avanzaban, pasaba mucho tiempo al aire libre. Solía pasear por la finca, llegar hasta los terrenos más lejanos y regresar para el almuerzo con briznas pegadas en la falda y las mejillas radiantes.

Pensé que se había resignado a perder a Robbie. Que si bien era su amor verdadero, había decidido vivir sin él. Un poco ingenuo, lo reconozco. Mi único ejemplo era mi propia experiencia y yo había renunciado a Alfred, había regresado a Riverton y me había acostumbrado a su ausencia. Suponía que Hannah había hecho lo mismo. Que también había optado por el deber.

Un día tuve que ir a buscarla. Teddy había sido elegido como candidato por Saffron, y Deborah había organizado un almuerzo con lord Gifford que comenzaría en media hora. Hannah aún no había regresado de su caminata. Por fin la encontré en la rosaleda. Estaba sentada en un banco de piedra bajo la pérgola, el mismo donde Alfred se había sentado aquella noche, unos años antes.

—Gracias a Dios que la he encontrado, señora —exclamé casi sin aliento mientras me acercaba—. Lord Gifford llegará en cualquier momento y aún no se ha vestido.

Hannah me miró por encima del hombro y sonrió.

—Podría jurar que llevo puesto mi vestido verde.

—Ya sabe a qué me refiero, señora. Todavía no se ha vestido para el almuerzo.

—Lo sé —admitió abriendo los brazos y haciendo girar las muñecas—. Es un hermoso día, sería una lástima comer dentro. Tal vez pueda convencer a Teddy para que almorcemos en la terraza.

—No lo sé, señora. No sé si al señor Luxton le agradará la idea. Ya sabe cómo reacciona cuando hay insectos.

Ella rio.

—Tienes razón, por supuesto. Bueno, era sólo una idea.

Hannah se puso de pie, apretando la carpeta y la pluma contra su pecho. De la parte de arriba sobresalía un sobre sin sello.

—¿Quiere que el señor Hamilton lleve la carta al correo, señora?

—No, Grace —contestó sonriendo—. Te lo agradezco, pero iré yo misma al pueblo esta tarde y la enviaré.

Es fácil comprender por qué me parecía tan feliz. Lo estaba, y no porque hubiera renunciado a Robbie. Me había equivocado. Ni tampoco porque hubiera descubierto un nuevo interés por Teddy o por haber vuelto al hogar familiar. No, era feliz por otro motivo. Hannah tenía un secreto.

Beryl nos lleva a recorrer el Camino Largo. Es un trayecto irregular para recorrerlo en silla de ruedas, pero Ursula es cuidadosa. Cuando llegamos a la segunda verja vemos un cartel. Beryl explica que la parte trasera del jardín orientado al sur está cerrada por reformas. Están trabajando en el pabellón de verano, por lo que hoy no podemos verlo de cerca. No podemos ir más allá de la fuente de Ícaro. Ella abre la cancela y comenzamos a pasar.

El banquete fue idea de Deborah. Era conveniente recordar a la gente que el hecho de que los Luxton ya no vivieran en Londres no significaba que hubieran desaparecido de la escena social. Teddy lo consideró una magnífica propuesta. Las reformas más importantes ya estaban casi terminadas y era una excelente oportunidad de mostrarlas. Hannah estuvo increíblemente complaciente. Más aún, colaboró en la organización de la fiesta. Teddy, tan sorprendido como satisfecho, sabía que lo mejor era no hacer preguntas. Deborah, en cambio, poco habituada a compartir las planificaciones, no estaba tan gratamente sorprendida.

—Seguramente no desearás supervisar todos los detalles —señaló una mañana, mientras tomaban el té.

Hannah sonrió.

—Todo lo contrario, tengo muchas ideas. Podríamos poner faroles chinos, ¿qué opinas?

A instancias de Hannah, la fiesta no fue una reunión íntima para un grupo selecto sino algo espectacular. Ella redactó la lista de invitados y sugirió que montaran una pista de baile para la ocasión. Le dijo a Teddy que la fiesta de celebración del verano había sido, en su día, una institución en Riverton, y podrían revivirla.

Teddy estaba fascinado. Siempre había soñado con ver a su esposa y su hermana trabajando juntas. Le concedió a Hannah absoluta libertad y ella la aprovechó. Tenía sus motivos. Ahora lo sé. Es mucho más sencillo pasar desapercibida en medio de una multitud que en una reunión íntima.

Ursula empuja lentamente la silla de ruedas alrededor de la fuente de Ícaro. La han limpiado. Los azulejos turquesa brillan y el mármol reluce como nunca, pero Ícaro y sus tres ninfas siguen inmóviles en su escena de rescate. Cuando parpadeo, las dos figuras fantasmales vestidas con delantales blancos sentadas en el borde de la fuente desaparecen.

—«¡Soy el rey del mundo!». —El chico norteamericano ha trepado hasta la cabeza de la ninfa que toca el arpa y está de pie sobre ella con los brazos extendidos.

Beryl borra de su cara el gesto de desaprobación y sonríe complaciente.

—Baja de allí, la fuente no fue diseñada para escalar sino para ser contemplada —le espeta, señalando el sendero que conduce al lago—. Daremos un paseo por aquí. No puedes atravesar las vallas, pero podrás ver el famoso lago.

El joven salta desde el borde de la fuente y aterriza junto a mis pies haciendo un ruido sordo. Inseguro, me dirige una mirada desdeñosa y luego sigue su camino, escoltado por sus padres y su hermana. El sendero es demasiado angosto para la silla de ruedas, pero necesito ver. Es el mismo que recorrí aquella noche. Le pido a Ursula que me ayude a caminar, ella duda.

—¿Está segura?

Asiento.

Me lleva en la silla hasta el comienzo del sendero. Luego me apoyo en ella para levantarme. Ursula espera hasta que me equilibro y comenzamos a avanzar lentamente. Siento pequeños guijarros bajo mis pies, la hierba alta me roza la falda, los dientes de león se dispersan en el cálido aire.

Hacemos una pausa mientras la familia americana regresa a la fuente lamentando a viva voz que la restauración les impida el paso.

—En Europa todo está rodeado de andamios —protesta la madre.

—Deberían reembolsarnos el dinero de la entrada —declara el padre.

—Sólo hago esta excursión para ver dónde murió —explica la chica de las gruesas botas negras.

Ursula me dirige una sonrisa irónica y seguimos adelante. A medida que avanzamos el ruido de los martillos se vuelve más intenso. Por fin, después de muchas pausas, llegamos a la valla que marca el final del sendero. Está en el mismo lugar que aquella otra, muchos años atrás.

Me apoyo en la valla y miro hacia el lago. Allí está, a lo lejos veo sus suaves olas. El pabellón de verano está oculto, pero los ruidos de la construcción se oyen con claridad. Como en 1924, cuando los albañiles se apresuraban a tenerlo listo para la fiesta. Un esfuerzo inútil, porque debido a un conflicto portuario el mármol estaba retenido en Calais. Para gran desilusión de Teddy, no llegó a tiempo. Él tenía la esperanza de instalar su nuevo telescopio para que los invitados fueran hasta el lago y observaran el cielo. Hannah lo reconfortó.

—No importa, es mejor esperar a que esté terminado. Entonces podrás hacer otra fiesta. Una especialmente dedicada a contemplar los astros.

En ningún momento empleó el plural, no dijo «podremos» sino «podrás». Había dejado de considerarse parte del futuro de Teddy.

—Tal vez —repuso Teddy, con la entonación de un chico caprichoso.

—Será lo mejor —opinó Hannah—. De hecho, no estaría de más poner vallas a ambos lados del sendero que va hacia el lago. Para que la gente no se acerque demasiado. Podría ser peligroso.

—¿Peligroso?

—Ya conoces a los albañiles. Es probable que hayan dejado algunas cosas sin rematar. Es mejor esperar hasta que todo esté en orden.

Sin duda el amor puede volver artera a una persona. Hannah convenció a Teddy con bastante facilidad. Utilizó el fantasma de las demandas judiciales y la publicidad malintencionada. Teddy le pidió al señor Boyle que encargara carteles y vallas para mantener a los invitados lejos del lago. Haría otro festejo en agosto, para su cumpleaños. Un almuerzo en la casa de verano, con botes, juegos y tiendas de lona rayada. Como en las pinturas de ese francés, dijo, ¿cómo se llamaba?

Por supuesto, nunca tuvo su fiesta. En agosto de 1924 una fiesta así era algo inconcebible. Salvo para Emmeline, pero la suya era una exuberancia social aparte, una reacción al horror y la sangre, no una forma de indiferencia.

La sangre, mucha sangre. ¿Quién habría imaginado que sería tanta? Desde aquí puedo ver el lugar, a la orilla del lago, donde ellos estaban. Donde él estaba justo antes de…

La cabeza me da vueltas, las piernas no me sostienen. Los brazos de Ursula aferran los míos, y me sostienen en pie.

—¿Se siente bien? —pregunta. Hay preocupación en sus ojos—. Está muy pálida.

La cabeza me da vueltas. Tengo calor. Estoy mareada.

—¿Quiere que vayamos adentro un rato?

Asiento.

Ursula me guía de regreso por el sendero, me sienta en la silla de ruedas y le explica a Beryl que me llevará a la casa.

Es el calor, indica Beryl. Lo sabe porque a su madre le ocurre lo mismo. Es un calor exagerado para la estación. Luego se inclina hacia mí. Me sonríe y sus ojos desaparecen.

—Es eso, ¿verdad, querida? El calor.

Asiento. No tiene sentido discutir. No tengo modo de explicarle que no me agobia el calor sino el peso de una antigua culpa.

Ursula me lleva al salón principal. No podemos recorrerlo. Han colocado un cordón rojo que atraviesa la habitación, a un par de metros de la puerta de entrada. Supongo que con la intención de evitar que la gente pasee libremente dejando las huellas de los dedos en el sofá. Ursula vuelve a colocarme contra la pared y se sienta junto a mí en un banco instalado para los visitantes.

Los turistas se detienen, señalan la mesa dispuesta con tanta sofisticación, lanzan exclamaciones de admiración al ver la piel de tigre en el respaldo del sofá. Me pregunto si alguno de ellos percibe que esa habitación está llena de fantasmas.

Fue en este mismo salón donde la policía realizó los interrogatorios. Pobre Teddy, estaba tan desconcertado…

—Era un poeta —explicó al policía, aferrando la manta que le cubría los hombros, por encima del traje de etiqueta que aún llevaba puesto—. Él y mi esposa se conocieron cuando eran muy jóvenes. Era una buena persona: un artista, pero inofensivo. Formaba parte del grupo de amistades de mi cuñada.

Esa noche la policía nos interrogó a todos. Salvo a Hannah y a Emmeline. Teddy se aseguró de que así fuera. Convenció a los agentes de que bastante desgracia habían presenciado como para encima tener que revivir todo aquello. Supongo que accedieron porque Teddy era un hombre influyente.

Por lo que a ellos concernía no había problema. Ya era muy tarde, y estaban ansiosos por volver cuanto antes junto a sus esposas y acostarse. Habían oído todo lo necesario. La historia no era tan extraordinaria. Como la propia Deborah decía, no sólo en Londres, sino en todo el mundo, había jóvenes incapaces de adaptarse a la vida cotidiana después de lo que habían vivido en la guerra. Y el hecho de que fuera un poeta lo hacía más previsible. Los artistas eran propensos a mostrar conductas temperamentales, irracionales.

El grupo se ha reunido con nosotros. Beryl nos ofrece ir a la biblioteca.

—Es una de las pocas habitaciones que no destruyó el incendio de 1938 —señala taconeando ostentosamente por la sala—, una bendición, se lo aseguro. La familia Hartford tenía una valiosa colección de libros antiguos. Más de nueve mil volúmenes.

Puedo dar fe de que es así.

Nuestro variopinto grupo sigue a Beryl y se dispersa en la biblioteca. Los cuellos se estiran para apreciar el techo con la cúpula de vidrio y los estantes de libros que llegaban hasta el nivel del ático. El Picasso de Robbie ya no está. Supongo que se exhibirá en algún museo. Ya ha pasado la época en que cada familia inglesa colgaba en las paredes de su casa obras de grandes maestros de la pintura.

Aquí fue donde Hannah pasó la mayor parte del tiempo después de la muerte de Robbie. Días enteros encorvada en una silla en medio de la habitación silenciosa. No leía, sólo estaba allí sentada. Reviviendo el pasado reciente. Durante un tiempo fui la única persona con quien hablaba, obsesivamente, compulsivamente, de Robbie. Me contaba los detalles de su romance, cada uno de los episodios. Y cada relato terminaba con el mismo lamento.

—Yo lo amaba, Grace —decía con una voz tan suave que apenas podía oírla.

—Lo sé, señora.

Y mirándome con ojos vidriosos agregaba:

—No pude… no fue suficiente.

Al principio Teddy y Deborah comprendieron su aislamiento. Les parecía una consecuencia natural por haber sido testigo del suceso. Pero a medida que las semanas fueron pasando, su dificultad para ser un ejemplo de flema inglesa empezó a volverse menos tolerable.

Ambos tenían su propia opinión acerca de la conducta que debía adoptar, de lo que debía hacer para recuperar la vitalidad. Una noche, después de la cena, escuché una conversación al respecto.

—Necesita encontrar algo nuevo que la entretenga —sugirió Deborah encendiendo un cigarrillo—. Sin duda, debe de ser impactante ver que un hombre se vuela la tapa de los sesos, pero la vida continúa.

—¿Qué podría entretenerla? —preguntó Teddy con el ceño fruncido.

—Tal vez el bridge —declaró Deborah dejando caer la ceniza en un plato—. Una buena partida tiene la virtud de mantener la mente alejada casi de cualquier cosa.

Estella, que estaba pasando una temporada en Riverton para «echar una mano», estuvo de acuerdo en que Hannah necesitaba distraerse, pero tenía otras ideas: en su opinión lo que necesitaba era un hijo. Como cualquier mujer. Teddy tenía que hacer lo posible por darle uno.

Teddy prometió hacer cuanto estuviera a su alcance. Y tomando la docilidad de Hannah por consentimiento, lo cumplió.

Para delicia de Estella, tres meses después el médico declaró que Hannah estaba embarazada. No obstante, lejos de sacarla de su aislamiento, la noticia pareció acentuar su indiferencia. Día tras día me hablaba menos de su romance con Robbie y finalmente dejó de pedirme que fuera a la biblioteca. Me sentí decepcionada, pero sobre todo preocupada. Había alentado la esperanza de que la confesión la liberaría del exilio que se había impuesto. Creía que si me lo contaba todo, encontraría el camino de regreso hacia los suyos. Pero no fue así.

Por el contrario, comenzó a alejarse cada vez más de mí. Se vestía sola, me miraba de un modo extraño, casi con disgusto, si le ofrecía ayuda. Yo trataba de hablarle, de recordarle que no era su culpa, que ella no podía haberlo salvado, pero ella sólo me miraba con una expresión desconcertada. Como si no supiera de qué le hablaba, o incluso dudara de los motivos por los cuales le decía esas cosas.

Esos últimos meses vagó por la casa como un fantasma. Myra decía que el señor Frederick parecía haber vuelto. Teddy estaba cada día más preocupado. No sólo Hannah estaba en peligro. Su hijo, el heredero de los Luxton, merecía algo mejor. Consultó con infinidad de médicos. Todos ellos habían tratado pacientes que regresaron de la guerra y coincidieron en que era una conmoción producto de la atrocidad que había presenciado.

Uno de ellos, después de la consulta, habló a solas con Teddy y le informó:

—Un verdadero caso de conmoción, muy interesante. Está completamente aislada del mundo que la rodea.

—¿Cómo se cura? —preguntó Teddy.

—Ésa es la pregunta del millón de dólares.

—El dinero no es problema.

El médico asintió.

—¿Hay otros testigos?

—La hermana de mi esposa.

—Hermana —anotó el médico—. Bien. ¿Tienen una relación estrecha?

—Sí, están muy unidas.

El doctor apuntó con el dedo a Teddy.

—Tráigala a esta casa. Deben hablar: así se resuelven estos casos de histeria. Su esposa tiene que vivir con una persona que haya experimentado la misma conmoción.

Teddy aceptó el consejo del médico y le hizo repetidas invitaciones a Emmeline. Pero ella no aceptó. No podía. Estaba muy ocupada.

—No lo entiendo —comentó Teddy a Deborah una noche después de la cena—. ¿Cómo puede ignorar a su propia hermana, después de todo lo que Hannah ha hecho por ella?

—Yo en tu lugar no me preocuparía —aconsejó Deborah—. Por lo que he oído, es mejor que esté lejos. Dicen que se ha convertido en una persona vulgar. Es la última en irse de todas las fiestas y a menudo en compañía de gente poco recomendable.

Era cierto: Emmeline estaba inmersa en la vertiginosa vida social de Londres. Se había convertido en el alma de las fiestas, interviniendo como actriz en películas de amor y terror; encajaba perfectamente en el papel de mujer fatal.

Los miembros de la alta sociedad murmuraban que era una pena que Hannah no pudiera recuperarse. Que era extraño que lo sucedido la hubiera dañado más profundamente que a su hermana. Después de todo, era Emmeline la que se exhibía con ese hombre.

No obstante, para Emmeline no fue fácil afrontar la realidad, simplemente lo hizo a su manera. Reía histéricamente y bebía desaforadamente. Cuando su coche se estrelló contra un árbol en Preston’s Gorge, circularon rumores de que la policía había encontrado una botella de brandy en el asiento del acompañante. Teddy trató de acallar los comentarios. Si había algo que el dinero podía comprar en aquella época era precisamente a la policía. Tal vez sea así todavía, no lo sé.

No se lo dijeron inmediatamente a Hannah. Deborah consideró que era muy arriesgado y Teddy estuvo de acuerdo, faltaba poco para el nacimiento del bebé. Convocaron a los representantes legales para que prestaran declaración en nombre de Teddy y Hannah.

La noche posterior al accidente, Teddy bajó al sótano. Parecía fuera de lugar en la salita de los sirvientes, como un actor que está en un plató equivocado. Era tan alto que tenía que agachar la cabeza para no chocar con la viga del techo que estaba sobre el último escalón.

—Señor Luxton —exclamó el señor Hamilton—, no le esperábamos…

Su voz se fue apagando, recuperando la compostura: nos miró, aplaudió suavemente, alzó los brazos y, como si dirigiera una orquesta interpretando algo alegre, nos puso en movimiento. Logró que nos alineáramos y permaneciéramos de pie con las manos a la espalda, esperando que el amo hablara.

Lo que dijo fue simple: Emmeline había sido víctima de un desgraciado accidente automovilístico en el que había perdido la vida. Myra aferró mi mano. La señora Townsend chilló y se dejó caer en la silla, con una mano en el pecho.

—La pobrecita niña —lamentó, temblando.

—Ha sido una terrible conmoción para todos nosotros, señora Townsend —prosiguió Teddy mirando a los sirvientes uno por uno—. No obstante, debo pedirles algo.

—Si me permite hablar en nombre de todos —intervino el señor Hamilton con el rostro ceniciento—, nos reconfortaría poder brindar nuestra ayuda en lo que sea necesario en estos terribles momentos.

—Gracias, señor Hamilton —señaló Teddy asintiendo con gesto grave—. Como ustedes saben, la señora Luxton ha sufrido terriblemente desde el episodio del lago. Creo que sería una deferencia hacia ella que, por ahora, no pongamos en su conocimiento esta tragedia. La alteraría aún más. No se lo diremos hasta que dé a luz. Cuento con ustedes.

Todos permanecimos en silencio. Teddy continuó.

—Les pido entonces que eviten hablar de la señorita Emmeline y del accidente. Que pongan especial cuidado en que no queden a la vista periódicos que pudieran comentar el tema. —Teddy hizo una pausa para mirarnos a cada uno de nosotros—. ¿Lo comprenden?

El señor Hamilton pareció volver en sí.

—Desde luego, señor.

—Bien. —Teddy no tenía más que decir. Con una sonrisa lúgubre, se retiró.

—Pero… ¿nos ha pedido que le ocultemos todo a la señorita Hannah? —le preguntó la señora Townsend al señor Hamilton cuando Teddy desapareció.

—Eso parece, señora Townsend. Por ahora.

—Pero es su propia hermana quien ha muerto.

—Ésas fueron sus instrucciones, señora Townsend. —El señor Hamilton suspiró y se rascó la nariz—. El señor Luxton es quien manda ahora en esta casa, como antes lo hizo el señor Frederick.

La señora Townsend abrió la boca para discutir esa afirmación pero el señor Hamilton la interrumpió.

—Sabe tan bien como yo que las instrucciones del amo deben ser cumplidas. —Luego se quitó las gafas y las lustró impetuosamente—. Sin importar lo que pensemos de ellas, o de él.

Más tarde, cuando el señor Hamilton estaba en el comedor sirviendo la cena, la señora Townsend y Myra se acercaron a mí, que estaba sentada en el comedor de servicio, arreglando el vestido plateado de Hannah. Se sentaron a ambos lados de la mesa, como dos guardianes encargados de llevarme a la horca.

Myra echó un vistazo a la escalera y dijo:

—Debes decírselo tú.

La señora Townsend meneó la cabeza.

—No es correcto. Se trata de su hermana. Tiene que saberlo.

Enhebré la aguja con hilo plateado y comencé a coser.

—Eres su doncella —alegó Myra—. Ella te tiene cariño. Tienes que decírselo.

—Lo sé —contesté serenamente—. Lo haré.

A la mañana siguiente la encontré, según lo previsto, en la biblioteca, sentada en el sillón que estaba en un extremo, mirando a través de los enormes ventanales hacia el cementerio. Estaba concentrada en algún punto lejano y no oyó que me acercaba. Me quedé en silencio junto al sillón vecino. La luz de la mañana atravesaba los cristales y bañaba su rostro dándole un aspecto casi etéreo.

—Señora —llamé suavemente.

Sin desviar la vista, Hannah declaró:

—Has venido a contarme lo que le ha sucedido a Emmeline.

Sorprendida, tragué saliva. Me pregunté cómo lo sabía.

—Sí, señora.

—Sabía que lo harías, aun cuando él te ordenara lo contrario. Después de todo este tiempo, te conozco bien, Grace —afirmó Hannah, aunque su tono de voz me desorientaba.

—Señora, lamento lo ocurrido con la señorita Emmeline.

Ella asintió ligeramente, sin apartar sus ojos de aquel lejano lugar del cementerio. Permanecí allí un momento, y cuando no hubo duda de que Hannah no deseaba estar acompañada, le pregunté si necesitaba algo, si deseaba que le sirviera el té o le acercara un libro. No me respondió inmediatamente. Parecía no haber oído. Y luego, dijo algo aparentemente fuera de contexto:

—No sabes taquigrafía.

No era una pregunta sino una afirmación, por lo que nada dije.

Más tarde comprendí a qué se refería, por qué en ese momento me habló de taquigrafía. Pero sólo después de muchos años. Aquella mañana todavía no sabía el papel que mi engaño había desempeñado.

Ella se movió suavemente, acercó las piernas al sillón.

—Puedes retirarte, Grace —indicó. Su tono era tan frío que estuve a punto de llorar.

No supe qué decir. Asentí y salí de la sala, sin saber que sería la última conversación que mantendría con ella.

Por fin Beryl nos lleva a la habitación que ocupaba Hannah. Cuando lo anuncia, vacilo. ¿Seré capaz de seguir adelante? Pero está diferente, la han pintado y amueblado con muebles Victorianos que nada tienen que ver con el mobiliario original de Riverton. No es el mismo dormitorio donde nació el bebé de Hannah.

La mayoría de la gente creyó que había muerto a causa del parto, del mismo modo que su madre murió cuando nació Emmeline. Fue algo tan repentino, explicaron, meneando la cabeza, pero yo sabía que sólo era una excusa, una oportunidad. Sin duda fue un parto difícil, pero ella no tenía deseos de vivir. Lo ocurrido junto al lago, la muerte de Robbie y, poco después, la de Emmeline, ya la habían matado, mucho antes de que su bebé se encajara en la pelvis.

Yo había estado junto a ella en esa habitación desde el principio, pero cuando las contracciones se hicieron más intensas y frecuentes, y el bebé comenzó a esforzarse por salir, Hannah fue cayendo progresivamente en el delirio. Me miraba con temor y con ira, me gritaba que me fuera, que era mi culpa. El médico sugirió que hiciera lo que me pedía, alegando que no era raro que las mujeres perdieran el control en el parto y dijeran cosas sin sentido.

Pero no podía dejarla, no en ese estado. Me alejé de la cama pero no abandoné la habitación. Cuando el médico comenzó a cortar, pude ver desde mi lugar, junto a la puerta, su expresión: dejó caer la cabeza y suspiró con una especie de pavoroso alivio. Se rindió. Sabía que, si no luchaba, podría irse. Que todo habría terminado.

La suya no fue una muerte súbita. Había estado agonizando durante meses.

La muerte de Hannah me dejó destrozada. Me sentía despojada de todo. No sabía quién era. Como suele suceder cuando alguien entrega su vida al servicio de otra persona, yo dependía enteramente de Hannah y sin ella no sabía qué hacer.

No era capaz de sentir. Estaba vacía, como un pez al que han abierto para sacarle las vísceras. Realizaba mis tareas como un autómata, aunque sin Hannah no tenía mucho que hacer. Así pasé un mes, yendo de un lado a otro, hasta que un día le anuncié a Teddy que me marchaba.

Él me pidió que me quedara. Cuando me negué, insistió en que lo pensara con calma, ya no por él sino por honrar la memoria de Hannah, que como yo sabía, me había tenido especial cariño y habría deseado que acompañara a su hija, Florence.

Pero no pude. Fui insensible a sus ruegos, a todo. Me resultó indiferente la desaprobación del señor Hamilton, las lágrimas de la señora Townsend. Ignoraba cuál sería mi futuro. Pero tenía la certeza de que no permanecería en Riverton.

Si hubiera tenido en ese momento la capacidad de experimentar alguna sensación, el hecho de abandonar Riverton, dejar el servicio, podría haberme causado un temor indescriptible. El miedo se habría impuesto al dolor atándome para siempre a la casa de la colina. Porque nada sabía acerca de la vida fuera del servicio. La independencia me daba terror. Tenía que reunir valor para enfrentarme a lugares desconocidos, hacer las cosas más simples, tomar mis propias decisiones.

No obstante, encontré un pequeño apartamento en Marble Arch, donde me instalé. Acepté todo tipo de trabajos: hice de limpiadora, costurera, camarera. Me resistía a entablar vínculos estrechos, me alejaba cuando la gente empezaba a hacer demasiadas preguntas, a esperar de mí más de lo que podía dar. Así pasé diez años. Esperando, sin saberlo, la próxima guerra. Y a Marcus, cuyo nacimiento consiguió lo que mi propia hija no había logrado: devolverme lo que la muerte de Hannah me había quitado.

Durante todo ese tiempo apenas pensé en Riverton. En todo lo que había perdido. En realidad debería decir: me negué a pensar en Riverton. Si en algún momento de inactividad descubría que mi mente vagaba por el cuarto de los niños, merodeando por los escalones de la rosaleda de lady Ashbury o balanceándose en el borde de la fuente de Ícaro, rápidamente buscaba cómo distraerme.

Pero me intrigaba saber qué habría sido de la pequeña Florence. Después de todo era casi una sobrina. Recordaba a la recién nacida, con el cabello claro, como el de Hannah, aunque sus ojos eran diferentes: grandes y castaños. Tal vez cambiarían cuando creciera, pero sospechaba que seguirían castaños, como los de su padre. Porque era hija de Robbie.

Durante años estuve dándole vueltas a eso. Por supuesto, es posible que pese a la dificultad para quedarse embarazada de Teddy, finalmente hubiera ocurrido sencilla e inesperadamente en 1924. Cosas más raras suceden. Pero al mismo tiempo, me parecía una explicación demasiado conveniente. Teddy y Hannah no solían compartir lecho en los últimos años de su matrimonio. Teddy había deseado un hijo desde el comienzo y la dificultad para concebirlo sugería que alguno de los dos tenía un impedimento. Pero, como demostró Florence, no era Hannah.

Por eso imaginé que lo más probable era que la niña fuera hija de Robbie, que hubiera sido concebida junto al lago. Que después de haber pasado tantos meses separados, cuando Hannah y Robbie se encontraron esa noche, en el pabellón de verano, no pudieran contenerse. Las fechas concordaban con mi hipótesis. Deborah abrigaba la misma sospecha. Lo supo al ver esos profundos ojos castaños.

No sé si fue ella quien se lo dijo a Teddy. O si tal vez lo descubrió por sí mismo. En cualquier caso, Florence no permaneció mucho tiempo en Riverton. No podía esperarse que la conservaran, habría sido un constante recordatorio de que Teddy había sido engañado por su esposa. La familia Luxton estuvo de acuerdo en que lo mejor sería dejar atrás aquella lamentable historia. Establecerse definitivamente en Riverton, y organizar su retorno a la política.

Según me dijeron, enviaron a Florence a los Estados Unidos. Jemina aceptó criarla y fue una hermana para Gytha. Ella siempre había deseado tener otro hijo. Creo que Hannah habría preferido que su hija fuera una Hartford y no una Luxton.

La visita llega a su fin, y volvemos al vestíbulo. A pesar del interés con que Beryl nos alienta a conocer la tienda de regalos, Ursula y yo obviamos la visita.

Vuelvo a esperar en el banco de hierro mientras ella busca el coche.

—No tardaré —promete.

Le digo que no se preocupe. Mis recuerdos me harán compañía.

—¿Volverás a visitarnos? —me pregunta el señor Hamilton desde la entrada.

—No, no lo creo, señor Hamilton —le respondo.

Él parece comprender. Sonríe.

—Le transmitiré tus saludos a la señora Townsend.

Le hago un gesto de asentimiento y él desaparece. Se disuelve como una acuarela en un rayo de luz.

Ursula me ayuda a subir al coche. Ha comprado una botella de agua en la máquina que está junto a la caja del aparcamiento. En cuanto estoy instalada, la abre, introduce una pajita y me la alcanza. Rodeo con las manos la superficie fría de la botella. Ella enciende el motor y partimos, lentamente. Percibo vagamente que atravesamos el túnel frondoso de la entrada, que es la última vez que recorreré ese trayecto, pero no miro hacia atrás.

Durante un rato viajamos en silencio. De pronto oigo la voz de Ursula:

—Grace, hay algo que siempre me ha intrigado. Las hermanas Hartford vieron cómo él se disparaba, ¿verdad? —Ursula me mira de soslayo y continúa—: Pero ¿qué hacían junto al lago cuando se suponía que debían estar en la fiesta?

No respondo. Ella vuelve a mirarme. Tal vez piensa que no he oído.

—¿Cómo ha resuelto esa situación en la película? —le pregunto.

—Ellas desaparecen de la fiesta, lo siguen hasta el lago y tratan de detenerlo. —Ursula se encoge de hombros—. Busqué por todas partes pero no pude encontrar ninguna declaración policial de Hannah o Emmeline. De las posibilidades que barajé, ésta parecía la más verosímil. Además, los productores creyeron que se conseguiría una escena de suspense más efectiva que si se topaban con él por casualidad.

Asiento con un gesto.

—Podrá juzgarlo usted misma cuando vea la película.

En algún momento pensé asistir al estreno, pero ahora algo que está más allá de mi voluntad me lo impide. Ursula parece saberlo.

—Le llevaré una copia en vídeo en cuanto pueda —propone.

—Me gustaría mucho.

El coche atraviesa la entrada de Heathview.

—¿Lista para recibir el sermón?

Ruth está allí, de pie, esperándome. Me preparo para verla con la boca fruncida en señal de reprobación, pero está sonriendo. Siento que retrocedo cincuenta años, y la veo como cuando era niña. Antes de que la vida tuviera ocasión de desilusionarla. Tiene algo en la mano. Lo agita. Es una carta. Entonces comprendo. Sé quién la ha enviado.