Un esposo apropiado
Es hora de hablar de cosas que no presencié. De dejar a un lado a Grace y sus asuntos y poner en primer plano a Hannah. Porque mientras estuve lejos de ella, algo sucedió. Lo supe nada más verla. Algo había cambiado, Hannah era diferente. Más brillante. Secreta. Más satisfecha consigo misma.
Fui comprendiendo gradualmente lo que había ocurrido en la casa del número diecisiete y buena parte de lo que sucedió ese último año. Aunque no había visto u oído nada que me permitiera confirmarlo, yo tenía mis sospechas. Sólo Hannah sabía exactamente lo que pasaba. Nunca había sido partidaria de confesiones fervientes. No era su estilo, siempre había preferido los secretos. Pero después de los terribles hechos de 1924, cuando ambas nos enclaustramos en Riverton, se volvió más comunicativa. Y yo fui una buena oyente. Esto es lo que me contó.
I
Fue el lunes posterior a la muerte de mi madre. Yo había partido hacia Saffron Green, Teddy estaba en el trabajo, y Deborah y Emmeline, almorzando. Hannah estaba sola en el salón. Había tratado de escribir cartas pero su carpeta languidecía en el sillón. Carecía de energía para redactar largas notas de agradecimiento a las esposas de los adeptos de Teddy y miraba por la ventana, tratando de adivinar qué clase de vida llevaría la gente que pasaba por la calle. Estaba tan absorta en su juego que no vio a un hombre acercarse a la puerta principal, ni oyó el timbre. Lo supo cuando Boyle llamó a la puerta de la sala de estar y lo anunció.
—Un caballero ha venido a verla, señora.
—¿Un caballero, Boyle? —preguntó Hannah, mirando a una niña que se había librado de su institutriz y corría hacia el helado parque. ¿Cuándo fue la última vez que corrió, tan rápido que podía sentir el viento golpeando en su cara, y su corazón martillando con fuerza su pecho hasta dejarla casi sin aliento?
—Ha dicho que tiene algo que le pertenece y que le gustaría devolvérselo.
Qué fastidio, pensó Hannah.
—¿No puede dejárselo a usted, Boyle?
—Por lo visto no, señora. Asegura que tiene que entregarlo personalmente.
—No creo haber perdido nada. —Hannah apartó con desgana los ojos de la niña y se alejó de la ventana—. Supongo que lo mejor será hacerlo pasar.
El señor Boyle dudó. Parecía estar a punto de decir algo.
—¿Alguna otra cosa?
—No, señora, es sólo que ese caballero… no creo que tenga mucho de caballero.
—¿A qué se refiere?
—Simplemente a que no parece del todo honorable.
—¿No estará desnudo, verdad?
—No, señora, está completamente vestido.
—¿Ha dicho alguna obscenidad?
—No, señora, es bastante cortés.
Hannah vaciló.
—¿Es un francés, bajo y con bigote?
—Oh, no, señora.
—Entonces, Boyle, ¿de qué forma se manifiesta su falta de honorabilidad?
El mayordomo frunció el ceño.
—No puedo precisarlo, señora. Es una sensación.
Hannah simuló tener en cuenta la sensación de Boyle, aunque lo cierto es que éste había despertado su curiosidad.
—Si el caballero afirma tener algo que me pertenece, lo mejor será que lo recupere. Si su comportamiento no fuera honorable, lo llamaré inmediatamente.
—Sí, señora —respondió solemnemente Boyle. Hizo una reverencia y salió de la sala. Hannah se alisó el vestido. Cuando la puerta se abrió nuevamente, Robbie Hunter estaba de pie frente a ella.
No lo reconoció de inmediato. Después de todo, apenas habían compartido unos momentos durante un invierno, diez años atrás. Cuando lo conoció en Riverton, él era un chico de piel suave y lisa, grandes ojos castaños y modales corteses. Y muy tranquilo. Ésa era una de las cualidades que enfurecían a Hannah. Con gran dominio de sí mismo, Robbie se había colado silenciosamente en sus vidas, la había inducido a decir cosas que no debía y le había arrebatado a su hermano.
El hombre que estaba de pie frente a ella ahora era alto, e iba vestido con un traje negro y una camisa blanca. Su ropa era bastante ordinaria, pero lo diferenciaba de Teddy y los otros empresarios que Hannah conocía. Tenía un rostro extraordinario, aunque demasiado delgado: los pómulos hundidos y marcadas ojeras. Advirtió la falta de porte a la que se había referido Boyle. Sin embargo, tuvo la misma dificultad para definirla.
—Buenos días.
Él la miró. Hannah sintió que los ojos del inesperado visitante penetraban en su esencia más íntima. Otros hombres la habían mirado antes, pero algo en su particular modo de observarla la ruborizó. Él sonrió.
—No ha cambiado.
Fue entonces cuando Hannah lo reconoció, por la voz.
—Señor Hunter —dijo incrédula. Volvió a observarlo, con un nuevo interés, sabiendo quién era. El mismo cabello oscuro, los mismos ojos castaños. La misma boca sensual, siempre sutilmente sonriente. Se preguntó cómo pudo no haberlo reconocido. Luego se irguió y trató de serenarse—. ¡Qué amable de su parte haber venido a visitarme!
En cuanto pronunció esas palabras, lamentó que fueran tan previsibles. Deseó que no hubieran salido de su boca.
Él sonrió, con algo de ironía, según pudo percibir Hannah.
—¿Quiere sentarse? —le ofreció, señalándole el sillón de Teddy.
Robbie tomó asiento formalmente, como un escolar que obedece una instrucción con la que no vale la pena discutir. Una vez más ella sintió el tedio de su propio convencionalismo.
Él seguía observándola.
Hannah se arregló el cabello con ambas manos, se aseguró de que las peinetas estuvieran en su lugar, acomodó las ondas rubias que le rozaban la nuca, y luego sonrió amablemente.
—¿Hay algo fuera de lugar, señor Hunter? ¿Algo que deba corregir?
—No. Su imagen no ha abandonado mi mente a lo largo de diez años. Sigue siendo la misma.
—No soy la misma, señor Hunter, se lo aseguro —replicó Hannah, tratando de que sus palabras no sonaran demasiado serias—. Cuando nos vimos por última vez yo tenía quince años.
—¿Era realmente tan joven?
Allí estaba otra vez la falta de señorío. No se debía tanto a lo que decía —su pregunta era absolutamente formal— sino a la manera en que lo decía. Como si ocultara un doble sentido que ella no lograba desentrañar.
—Pediré que nos traigan una taza de té, ¿le parece bien? —ofreció Hannah. De inmediato se arrepintió. Eso prolongaría inevitablemente la visita.
No obstante, se puso de pie, tocó el timbre del servicio y se quedó junto a la chimenea, recolocando algunos objetos y tratando de serenarse mientras esperaba que Boyle acudiera a su llamada.
—Tomaremos el té. El señor Hunter era un amigo de mi hermano —explicó Hannah—. Lucharon juntos en la guerra.
El mayordomo miró a Robbie con desconfianza.
—Ah… —exclamó Boyle—. Sí, señora. Le pediré a la señora Tibbit que prepare té para dos. —La deferencia del mayordomo confería a la invitación un carácter totalmente convencional.
Robbie observaba la sala de estar. El mobiliario art déco que había elegido Deborah («la última moda»), y que Hannah había tolerado. Su mirada pasó del espejo octogonal que estaba sobre el hogar a las cortinas estampadas con diamantes dorados y marrones.
—Muy moderno, ¿verdad? —comentó Hannah, esforzándose por parecer espontánea—. No podría decir con certeza que me agradan, pero la hermana de mi esposo sostiene que es el punto culminante de la modernidad.
Robbie no parecía oírla.
—David hablaba de usted a menudo. Siento como si los conociera de toda la vida. A usted, a Emmeline, a Riverton.
Ante la mención de su hermano, Hannah se sentó en el borde del sillón. Se había adiestrado a sí misma para no pensar en él, para no abrir el cofre donde guardaba sus tiernos recuerdos. E inesperadamente tenía frente a ella a la única persona con la cual podía hablar sobre él.
—Sí. Hábleme de David, señor Hunter. Me pregunto si estaba… —Hannah dejó inconclusa su interrogación—. Tengo la esperanza de que me haya perdonado.
—¿Perdonado?
—El último invierno que pasamos juntos, antes de que partiera, me comporté como una perfecta maleducada. Mi hermana y yo estábamos acostumbradas a tener a David sólo para nosotras. Temo que fui muy intransigente. No teníamos previsto que usted llegara con él. Pasé todo el tiempo ignorándolo, deseando que no estuviera en nuestra casa.
—No me di cuenta.
Hannah sonrió nostálgicamente.
—Entonces fue un esfuerzo inútil.
La puerta se abrió. Boyle traía la bandeja con el té. La dejó en la mesa, cerca de Hannah, y retrocedió unos pasos.
—Señor Hunter —continuó Hannah al ver que el mayordomo permanecía en la sala observando a Robbie—, Boyle me ha dicho que usted quiere devolverme algo.
—Sí.
Mientras Robbie buscaba en su bolsillo, Hannah le hizo un gesto al mayordomo para indicarle que todo estaba en orden y que podía retirarse. Cuando la puerta se cerró, el visitante sacó algo envuelto en una tela raída, con un cordel desgastado. A Hannah le pareció imposible que aquello pudiera pertenecerle. Al observarlo más detenidamente comprendió que era una vieja cinta, alguna vez blanca, ahora ocre. Robbie abrió el envoltorio con dedos temblorosos y le ofreció el contenido.
Hannah sintió un nudo en la garganta. Era un libro diminuto. Se inclinó para cogerlo, tomándolo con sumo cuidado. Observó la tapa, aunque sabía de sobra cuál era el título. Viaje a través del Rubicón.
La invadió una oleada de recuerdos. Las correrías en los jardines de Riverton, la excitación de la aventura, los secretos a media voz en el cuarto de los niños.
—Le entregué esto a David para que le diera suerte.
Robbie asintió.
—¿Por qué se lo apropió?
—No lo hice.
—David jamás se lo habría cedido.
—No, desde luego, y no lo hizo. Yo soy tan sólo su mensajero. Él quería que usted lo recuperara. Lo último que dijo fue «llévaselo a Nefertiti». Y eso he hecho.
Hannah evitó mirar a Robbie. Ese nombre, su nombre secreto. Él no la conocía lo suficiente. Apretó entre sus dedos el pequeño libro, cerró los ojos y se recordó a sí misma valiente, indómita y llena de proyectos. Alzó la cabeza para mirarlo.
—Hablemos de otra cosa.
Robbie asintió con un gesto suave y volvió a guardar el envoltorio en su bolsillo.
—¿De qué hablan dos personas que se reencuentran en una circunstancia como ésta?
—Hacen preguntas acerca de sus actividades habituales —sugirió Hannah, guardando el minúsculo libro en su escritorio—. Del rumbo que ha tomado su vida.
—En ese caso, podría preguntarle: ¿a qué se ha dedicado en los últimos tiempos, Hannah? Aun cuando tengo evidencia suficiente del rumbo que ha tomado su vida.
Hannah se irguió, sirvió una taza de té, la sostuvo en su mano algo temblorosa y se la pasó a su invitado.
—Estoy casada con un caballero llamado Theodore Luxton, seguramente ha oído hablar de él. Es empresario, trabaja junto a su padre. Dirigen algunas compañías, al menos eso creo.
Robbie la observaba sin dar indicios de que el nombre de Teddy le resultara familiar.
—Vivo en Londres, como sabe —continuó Hannah, tratando de sonreír—. Es una ciudad maravillosa, ¿no cree? Hay infinidad de cosas que visitar y hacer. Gente interesante. —La voz de Hannah sonaba insegura. Robbie la distraía. Mientras ella hablaba, él la observaba con la misma desconcertante intensidad con que había escrutado el Picasso, en la biblioteca, muchos años atrás—. Señor Hunter —exigió con cierta impaciencia—, me veo obligada a pedirle que deje de mirarme de ese modo. Es casi imposible…
—Tiene razón —señaló suavemente Robbie—. Ha cambiado. Su expresión es triste.
Hannah quiso responderle, asegurarle que se equivocaba. Que en todo caso, la tristeza que él percibía era la consecuencia de haber resucitado el recuerdo de su hermano. Pero algo en la voz de Robbie se lo impidió. Algo que la hacía sentir transparente, frágil, vulnerable. Sintió que no se conocía a sí misma tanto como él la conocía. No era una sensación agradable, pero comprendió que lo mejor era no discutir sobre el asunto.
—Bien, señor Hunter —indicó poniéndose de pie—, debo agradecerle que haya venido a devolverme el libro.
Robbie también se puso de pie.
—Hice una promesa.
—Le pediré a Boyle que lo acompañe.
—No se moleste. Conozco el camino.
Al abrir la puerta, Emmeline irrumpió como un remolino de seda rosa y cabello rubio. En sus mejillas resplandecía la dicha de la juventud y de tener una vida social en el círculo de los privilegiados. Se dejó caer en el sofá y cruzó las piernas. Hannah se sintió súbitamente vieja, y extrañamente desvaída, como una acuarela que por descuido queda bajo la lluvia hasta que sus colores se diluyen.
—Uff, estoy extenuada —anunció Emmeline—. ¿Ha quedado un poco de té?
En ese momento miró a su alrededor y advirtió que Robbie estaba allí.
—¿Recuerdas al señor Hunter, Emmeline? —preguntó Hannah.
Emmeline parecía desconcertada. Se inclinó hacia adelante y apoyó el mentón en su mano. Sus grandes ojos azules parpadeaban mientras observaba al visitante.
—El amigo de David —agregó Hannah—, lo conocimos en Riverton.
—Robbie Hunter —evocó Emmeline, sonriendo con deleite mientras dejaba caer su mano sobre el regazo—. Por supuesto, lo recuerdo. Me debe un vestido. Quizás esta vez no sienta la imperiosa necesidad de hacerlo jirones.
Ante la insistencia de Emmeline, empeñada en que era inconcebible dejarlo marchar tan pronto, Robbie se quedó a cenar. Por lo tanto, esa noche el inesperado visitante compartió la mesa con Teddy, Deborah, Emmeline y Hannah en el salón comedor de la casa del número diecisiete.
Hannah se sentó a un lado de la mesa, Deborah y Emmeline frente a ella, Teddy y Robbie en las cabeceras. Ambos parecían unas curiosas estatuas sujetalibros en un estante de biblioteca: Robbie, el arquetipo del artista desilusionado. Teddy, después de cuatro años de trabajo junto a su padre, una caricatura del poder y la prosperidad. Aún era un hombre apuesto —Hannah había podido comprobar que las esposas de algunos de sus colegas trataban de seducirlo, con escaso resultado—, pero tenía la cara más llena y el cabello canoso. Las mejillas habían adquirido el tinte rosado que suele conferir una vida opulenta. Teddy se apoyó en el respaldo de su silla.
—Y bien, señor Hunter, cuéntenos a qué se dedica. Mi esposa dice que no es empresario. —Era evidente que Teddy no concebía que existieran otras opciones.
—Soy escritor —declaró Robbie.
—Ah, escritor. ¿Escribe para The Times?
—Lo hice, además de para otras publicaciones.
—¿Y ahora?
—Escribo para mí. —Teddy sonrió—. Imaginé estúpidamente que sería más fácil complacerme a mí mismo.
—Puede considerarse afortunado —exclamó Deborah—, se permite dedicar su tiempo al ocio. Yo no sabría quién soy si no corriera todo el día de un lado a otro.
Deborah comenzó a monologar sobre un baile de máscaras que había organizado poco tiempo antes, dedicándole al invitado sonrisas voraces.
Hannah advirtió que trataba de seducirlo y miró a Robbie. Era apuesto, aunque en su estilo, lánguido y sensual. No era en absoluto el tipo de hombre que solía atraer a Deborah.
—¿Escribe libros? —preguntó Teddy.
—Poesía —respondió Robbie.
Teddy alzó las cejas histriónicamente y recitó:
—«Qué fastidio es detenerse, oxidarse sin brillo en lugar de resplandecer en el ejercicio».
Hannah sintió vergüenza ajena ante la inoportuna cita de Tennyson.
Robbie la miró y sonrió. Luego recitó:
—«Como si respirar fuera vivir».
—¿Sus versos tienen alguna similitud con los de Shakespeare? Es un autor al que siempre he admirado —comentó Teddy.
—Me temo que no puedo compararme con él —afirmó Robbie—. No obstante, sigo intentándolo. Es mejor morir en acción que consumirse en la desesperación.
—Exactamente —coincidió Teddy.
Hannah seguía observando a Robbie. De pronto, algo que había vislumbrado se definió con nitidez y respiró profundamente. Había descubierto quién era el hombre que estaba sentado a su mesa.
—Usted es R. S. Hunter.
—¿Quién? —preguntó Teddy, mirando alternativamente a Hannah y a Robbie. Por fin su mirada se dirigió a Deborah, pidiendo explicación. Ella alzó afectadamente los hombros.
—R. S. Hunter —repitió Hannah, sin dejar de observar a Robbie. No pudo contener la risa—. Tengo una antología de sus poemas.
—¿La primera o la segunda versión?
—Progreso y desintegración.
Hannah ignoraba que existiera otra recopilación.
—Ah —exclamó entonces Deborah, con ojos asombrados—, vi un artículo en el periódico. Usted ganó ese premio.
—Progreso… es la segunda antología —explicó Robbie sin apartar la vista de Hannah.
—Me gustaría leer la primera. Por favor, dígame cuál es el título, señor Hunter, para que pueda comprarla.
—Con mucho gusto le daré mi ejemplar. Me lo sé de memoria. Entre nosotros, el autor me resulta bastante aburrido.
Los labios de Deborah dibujaron una sonrisa. En sus ojos surgió una expresión familiar. Estaba evaluando a Robbie, repasando la lista de personas a las que podría impresionar si lo presentaba en alguna de sus veladas. Por el modo en que fruncía los labios, le asignaba un gran valor. Hannah sintió que quería arrebatarle algo que le pertenecía.
—¿Progreso y desintegración? —preguntó Teddy guiñando un ojo a Robbie—. ¿No será usted un socialista, verdad, señor Hunter?
Robbie sonrió.
—No, señor, no tengo posesiones para redistribuir ni deseo de obtenerlas.
La respuesta hizo reír a Teddy.
—Señor Hunter, me temo que le divierte burlarse de nosotros.
—Me estoy divirtiendo, pero no es mi intención burlarme de ustedes.
Deborah intentó que su sonrisa fuera seductora.
—Un pajarito me ha contado que usted no es el vagabundo que intenta parecer.
Hannah miró a Emmeline, que se cubría la cara para ocultar la risa. No era difícil determinar la identidad del pajarito al que había aludido Deborah.
—¿De qué hablas, Dobby? —preguntó Teddy—. Dilo de una vez.
—Nuestro huésped se ha estado burlando de nosotros —afirmó Deborah con tono triunfal—. Él no es el señor Hunter sino lord Hunter.
Teddy la miró desconcertado.
—¿Cómo? ¿De qué hablas?
Robbie hizo girar el pie de su copa entre los dedos.
—Es cierto que soy hijo de lord Hunter. Pero no uso el título.
Teddy apartó la vista de su plato de carne asada y miró a Robbie. Era incapaz de comprender que alguien renegara de un título. Él y su padre habían luchado tenazmente para que Lloyd George los honrara nombrándolos nobles.
—¿Está seguro de que no es socialista? —volvió a demandar.
—Basta de política —interrumpió de pronto Emmeline, poniendo los ojos en blanco—. Está claro que Robbie no es un socialista. Es uno de nosotros y no lo hemos invitado para que se aburra mortalmente. —A continuación miró fijamente a Robbie y apoyó el mentón en la palma de la mano—. Cuéntenos por dónde ha viajado, Robbie.
—¿Últimamente? Por España.
—España —repitió Hannah para sí—. Qué maravilla.
—Qué primitivo —señaló Deborah entre risas—. ¿Para qué demonios fue a ese país?
—Para cumplir una promesa hecha hace largo tiempo.
—¿Estuvo en Madrid? —Quiso saber Teddy.
—Pasé por allí camino de Segovia.
—¿Para qué fue a Segovia?
—Para conocer el Alcázar.
Hannah sintió que se le erizaba la piel.
—¿Ese fuerte antiguo y derruido? —preguntó Deborah con una amplia sonrisa—. No puedo imaginar algo peor.
—Oh, no —refutó Robbie—. Fue algo inolvidable. Mágico. Como ingresar en un mundo diferente.
—¿Podría ser más explícito? —pidió Deborah.
Robbie vaciló. No encontraba las palabras adecuadas.
—Sentí que podía ver el pasado. Cuando llegaba la noche y estaba solo, casi podía oír los murmullos de los muertos. Antiguos secretos rondaban por allí.
—Qué morboso —opinó Deborah.
—¿Por qué se marchó de España? —preguntó Hannah.
—Sí, ¿qué lo trajo de vuelta a Londres, señor Hunter? —Quiso saber Teddy.
Robbie miró a Hannah. Sonrió, y se dirigió a Teddy.
—Sospecho que fue la divina providencia.
—Un largo viaje —declaró Deborah con esa voz seductora que Hannah le conocía—. Usted debe de tener algo de gitano.
Robbie sonrió, pero no dijo nada.
—O eso o, por el contrario, nuestro invitado tiene cargo de conciencia —afirmó Deborah inclinándose hacia Teddy, y bajando jocosamente la voz—. ¿Es eso, señor Hunter? ¿Es usted un fugitivo?
—Sólo escapo de mí mismo, señorita Luxton —declaró Robbie.
—Según vaya envejeciendo deseará establecerse en un lugar —sentenció Teddy—. Yo tenía espíritu aventurero. Me gustaba conocer el mundo, coleccionar objetos y acumular experiencias. —Por el modo en que apoyó las palmas sobre el mantel, a cada lado del plato, Hannah supo que su esposo iba a dar un sermón—. Pero en el transcurso de su vida adulta el hombre asume cada vez más responsabilidades. Adquiere hábitos. Lo imprevisto, si bien solía estimularlo cuando era joven, comienza a irritarlo. Yo adoraba París, pero esa ciudad va camino de la ruina. No hay respeto por las tradiciones. Basta con ver el modo en que se visten las mujeres. —Teddy meneó la cabeza—. Yo no permitiría bajo ningún concepto que mi esposa tuviera esa apariencia.
Hannah no se atrevió a mirar a Robbie. Sin apartar la vista de su plato, jugueteó con la comida y dejó el tenedor.
—Sin duda viajar nos permite comprender otras culturas —afirmó Robbie—. En el lejano Oriente conocí una tribu cuyos hombres tallan los rostros de sus mujeres con diversos diseños.
—¿Con un cuchillo? —preguntó espantada Emmeline.
Teddy, cautivado por el comentario, tragó un bocado de carne sin masticar.
—¿Por qué hacen algo así?
—Las esposas son consideradas meros objetos de placer, que sus esposos se complacen en exhibir. Creen que tienen el derecho de decorarlas como les parezca adecuado.
—Bárbaros —espetó Teddy meneando la cabeza. Luego le hizo una seña a Boyle para que volviera a llenar su copa—. Y se preguntan por qué es necesario que nosotros los civilicemos.
Después de aquella noche, Hannah no volvió a ver a Robbie durante varias semanas. Pensó que había olvidado la promesa de prestarle su libro de poesía. Sospechaba que era propio de él seducir a sus anfitriones haciendo promesas vanas y luego desaparecer sin haberlas cumplido. Ella no estaba ofendida, tan sólo descontenta consigo misma por haber tomado en serio sus palabras. No debía seguir pensando en ello.
No obstante, quince días después, mientras visitaba una pequeña librería de Drury Lane, en la sección H-J —allí estaban los libros de los autores cuyo nombre empezaba con esas letras— encontró un ejemplar de la primera antología de poemas y lo compró. Después de todo, había admirado sus poemas mucho antes de comprender que él era un hombre capaz de hacer promesas vanas.
Poco después murió su padre, y por su cabeza dejaron de rondar pensamientos relacionados con Robbie Hunter. Al recibir la noticia, Hannah sintió que el ancla que la afirmaba a tierra se había roto, que la habían arrojado desde aguas tranquilas a una tempestad, y estaba a merced de olas caprichosas e imprevisibles. Era ridículo, por supuesto, no había visto a su padre durante largo tiempo. Él se había negado a recibirla desde que se casó, y ella no había logrado persuadirlo de que depusiera su actitud. Pero, de todos modos, mientras su padre estuvo vivo se sintió ligada a algo, a alguien fuerte y sólido. Ya no. Sentía que él la había abandonado. Es cierto que a menudo peleaban, era parte de su peculiar relación, pero Hannah siempre supo que ella era su preferida. Y se había ido sin decirle una palabra. Sus noches se llenaron de sueños sobre océanos tenebrosos, barcos que naufragaban, implacables olas marinas. Y durante el día volvió a rumiar acerca de las visiones de la espiritista sobre tinieblas y muerte.
Se decía a sí misma que tal vez todo cambiaría cuando Emmeline se instalara de forma permanente en la casa del número diecisiete. Después de la muerte de su padre quedó decidido que Hannah sería una especie de guardiana de su hermana. Teddy opinaba que era necesario vigilarla, teniendo en cuenta el episodio con el cineasta. Cuanto más lo pensaba, más se entusiasmaba Hannah con la perspectiva de acoger a Emmeline en su casa. Tendría una aliada, alguien que la comprendería. Estarían despiertas hasta tarde, conversando y riendo, compartiendo secretos como hacían cuando eran más jóvenes.
Sin embargo, Emmeline llegó a Londres con otra idea. Era una ciudad en la que se sentía a sus anchas y se arrojó de lleno a la vida social que tanto la atraía. Cada noche asistía a fiestas de todo tipo —animadas con artistas de circo, reuniones en las que todos los invitados debían vestirse de blanco o disfrazarse de criaturas del fondo del mar…—, eran tantas que Hannah había perdido la cuenta. Participaba en sofisticadas búsquedas del tesoro que involucraban el robo de recompensas, desde el platillo de un mendigo a la gorra de un agente de policía. Bebía y fumaba en exceso y consideraba que la noche había sido un fracaso si al día siguiente no figuraba su nombre en las páginas de sociedad del periódico.
Una tarde, Hannah encontró a Emmeline reunida con un grupo de amigos en la sala de estar. Habían movido los muebles, que estaban contra las paredes, y la costosa alfombra berlinesa de Deborah estaba enrollada junto a la chimenea. Una joven con un vestido de chiffon verde claro, a quien Hannah jamás había visto, estaba sentada sobre la alfombra y fumaba displicentemente, dejando caer las cenizas al suelo, mientras miraba cómo Emmeline trataba de enseñar a bailar el shimmy a un joven con rostro infantil y dos pies izquierdos.
—No, no —decía Emmeline riendo—, tienes que girar cuando cuente tres, Harry querido, y no dos. Vamos, cógete de mis manos y te lo mostraré. —Se acercó al gramófono para hacer sonar otra vez la canción.
Hannah avanzó bordeando las paredes. La naturalidad con que Emmeline y sus amigos habían invadido la sala —su sala, después de todo— la había sorprendido tanto que no recordaba el motivo por el cual estaba allí. Mientras ella simulaba buscar algo en el escritorio, Harry se desplomó en el sofá.
—Basta, Emme, vas a matarme.
Emmeline también se dejó caer en el sofá, junto a él, y le rodeó los hombros con el brazo.
—Como quieras, Harry, pero si no aprendes los pasos, no esperes que baile contigo en la fiesta de Navidad. El shimmy es el ritmo de moda y pienso bailarlo toda la noche.
—Y toda la mañana —agregó la chica del vestido de chiffon.
Tenía razón, pensó Hannah. Cada vez era más frecuente que las veladas nocturnas de su hermana concluyeran en reuniones matutinas. No contenta con bailar toda la noche en el Berkley, ella y sus amigas habían adquirido el hábito de seguir la fiesta en casa de alguna de ellas. Los sirvientes comenzaban a murmurar. Unos días antes, mientras limpiaba el vestíbulo, la nueva criada había visto llegar a Emmeline a las seis de la mañana. Por fortuna, Teddy y Deborah lo ignoraban. Hannah se había asegurado de que así fuera.
—Jane afirma que esta vez Clarissa habla en serio —dijo la joven vestida de chiffon.
—¿Realmente crees que seguirá adelante con esa idea? —preguntó Harry.
—Lo sabremos esta noche —contestó Emmeline—. Clarissa ha amenazado con cortarse el pelo desde hace meses. Sería una tontería, con esa estructura ósea; su cráneo va a parecer el de un sargento alemán —agregó riendo.
—¿Llevarás ginebra?
—O vino. Da igual. Clarissa tiene pensado vaciar todas las botellas en la bañera para que la gente pueda llenar allí sus copas —le explicó Emmeline a Harry.
Una «fiesta de bebidas», pensó Hannah. Estaba al tanto de la existencia de esa clase de festejos. Teddy solía leerle los artículos del periódico mientras desayunaban. Y recordaba que al encontrar esa noticia había bajado el periódico meneando la cabeza en señal de desaprobación y había dicho:
—Escucha esto. Otro de esos festejos. Esta vez en Mayfair.
Dicho lo cual, le había leído el artículo, palabra por palabra, describiendo con sumo placer los nombres de los que se habían colado sin estar invitados, los adornos indecentes y las numerosas intervenciones de la policía. Teddy se preguntaba por qué las fiestas de los jóvenes ya no eran como las de su época, cuando en los bailes se ofrecía una cena, los sirvientes eran los encargados de llenar las copas de vino y las muchachas tenían su carné de baile.
Las palabras de Teddy la horrorizaron, sugerían que ella ya no se contaba entre los jóvenes. Y aunque sintió que Emmeline era una especie de sacrílega que danzaba sobre las tumbas de los difuntos, no se lo dijo.
Hannah hizo todo lo necesario para asegurarse de que Teddy no supiera que su hermana acudía a esa clase de fiestas, y menos aún, que las organizaba. Se volvió experta en inventar excusas sobre las actividades nocturnas de Emmeline.
Pero esa noche, cuando subía la escalera para dirigirse al estudio de Teddy, con la intención de darle una ingeniosa explicación, una verdad a medias, sobre la devoción de Emmeline por su amiga Clarissa, advirtió que su esposo no estaba solo. Las voces de Teddy y Deborah le llegaron a través de la puerta cerrada. Estaba a punto de irse, decidida a volver más tarde, cuando oyó el nombre de su padre. Entonces, conteniendo la respiración, se quedó para escuchar.
—Fuera cual fuera tu opinión sobre ese hombre, deberías sentir pena por él —señaló Teddy—. Murió de un ataque cerebral antes de cumplir cincuenta años.
—¿Ataque cerebral? Yo diría que fue la bebida —replicó Deborah. Hannah escuchaba con los labios apretados—. Sin duda durante algún tiempo hizo todo lo posible por destruir su hígado. Lord Gifford me contó que uno de los sirvientes lo encontró cuando fue a llevarle el desayuno, hundido entre las almohadas, con una botella de whisky vacía a su lado. El lugar apestaba a alcohol, parecía una destilería.
Mentiras, pensó Hannah indignada.
—¿Es cierto eso?
—Eso dice lord Gifford. Los sirvientes trataron de ocultarlo, pero él les recordó que como defensor de la familia necesitaba conocer los hechos para poder cumplir con su deber.
Hannah oyó el chorro del jerez vertiéndose en las copas y el entrechocar de los cristales.
—Todavía estaba vestido —murmuró maliciosamente Deborah—, la habitación era un caos, había papeles por todas partes. —Luego rio—. Esto te encantará: ¿sabes qué tenía sobre las rodillas?
—¿Su testamento?
—Una fotografía. Una de esas fotografías antiguas y formales que solían hacerse a finales del siglo pasado, donde posaban la familia y los sirvientes.
Hannah advirtió que Deborah había enfatizado las últimas palabras, pero no pudo comprender el motivo. Sabía a qué tipo de fotografías se refería, aquéllas que constituían un rito obligado para su abuela. No le parecía extraño que su padre, en los últimos tramos de su vida, encontrara consuelo observando los rostros de sus seres queridos.
—Lord Gifford tuvo dificultades en encontrar el testamento de Frederick —continuó Deborah.
—Supongo que finalmente lo encontró —se apresuró a decir Teddy—. Y que su contenido concuerda con lo previsto.
—Así es. Cumplió con lo prometido.
—Excelente.
—¿Vas a vender esa propiedad?
Hannah oyó un ruido: Teddy se acomodó en su sillón antes de responder.
—No creo. Siempre he fantaseado con la idea de tener una casa en el campo.
—Podrías presentarte a un escaño por Saffron. Los campesinos tienen devoción por su amo.
Hannah contuvo el aliento. Se oyeron pasos. Después de un instante, Teddy declaró:
—¡Por Dios, Dobby, eres un genio! Llamaré inmediatamente a lord Gifford. —Teddy parecía exultante. Desde el otro lado de la puerta se oyó cómo llamaba por teléfono—. Le pediré que consiga apoyo para mi candidatura.
Hannah se alejó de la puerta. Había oído suficiente.
Esa noche no habló con Teddy. Afortunadamente, Emmeline llegó a las dos de la madrugada, una hora relativamente decorosa. Hannah estaba en su cama, todavía despierta, cuando oyó que su hermana entraba en casa. Se dispuso a dormir, cerró los ojos y trató de no pensar en lo que había dicho Deborah acerca de su padre y la manera en que había muerto, acerca de su desdicha, su soledad, las tinieblas que lo acechaban. De no pensar en las cartas que intentó escribirle y nunca logró completar.
En la soledad del dormitorio que Deborah había decorado para ella, mientras oía los ronquidos de Teddy, que llegaban desde la habitación contigua, y los ruidos nocturnos de la ciudad que atravesaban su ventana, soñó con aguas tenebrosas, barcos abandonados flotando hacia playas desiertas mientras, a lo lejos, se oían sus sirenas solitarias.
II
Robbie regresó. No dio explicaciones acerca de los motivos de su ausencia. Sencillamente, se sentó en el sillón de Teddy, como si el tiempo no hubiera pasado, y le entregó a Hannah su primer volumen de poesía. Ella estuvo a punto de decirle que ya había comprado un ejemplar cuando él sacó otro libro del bolsillo de su abrigo. Era pequeño, con tapas de color verde.
—Para usted —declaró, extendiendo su brazo hacia ella.
Hannah sintió que sus latidos se aceleraban cuando vio el título: era el Ulises de Joyce, que estaba prohibido.
—Pero ¿dónde lo ha…?
—Un amigo en París.
Hannah recorrió con sus dedos la cubierta del Ulises. Conocía el tema de la novela: la agonizante relación física de un matrimonio. Había leído —en realidad, Teddy le había leído— las críticas publicadas en el periódico. Su esposo había dicho que se trataba de un libro indecente y ella había asentido, para manifestar su acuerdo. Lo cierto es que el tema le resultaba extrañamente conmovedor, pero podía adivinar cuál habría sido el comentario de Teddy si lo hubiera confesado. Probablemente la habría tomado por chiflada, obligándola a consultar con un médico. Tal vez tuviera razón.
Sin embargo, aun cuando la posibilidad de leer la novela le resultaba estimulante, no podía definir la sensación que le provocaba el hecho de que Robbie se la hubiera regalado. ¿Pensaría que ella era una mujer para quien esos temas eran algo común? O peor aún, ¿se estaba riendo de ella? ¿Creía que era una mojigata? Estaba a punto de preguntárselo cuando él añadió, con suma sencillez y delicadeza:
—Lamento la muerte de su padre.
Antes de que pudiera decir una sola palabra acerca del Ulises, Hannah descubrió que estaba llorando.
Nadie prestó demasiada atención a las visitas de Robbie. No al principio. En verdad, nada sugería que Hannah y él tuvieran una relación indecorosa. Hannah habría sido la primera en negarlo. Todos sabían que Robbie había sido amigo de su hermano, que había estado con él hasta el final. Si bien su aspecto tenía algo fuera de lo común, algo poco honorable —Boyle seguía insistiendo en ello— parecía lógico atribuirlo a las cruentas experiencias vividas durante la guerra.
Era imposible prever en qué momento llegaría Robbie, pero Hannah comenzó a esperar sus visitas, a anhelarlas. Algunas veces lo recibía a solas, en otras ocasiones Emmeline o Deborah la acompañaban. No le molestaba. Para ella, Robbie era su tabla de salvación. Hablaban de libros, de viajes. De ideas extravagantes y lejanos lugares. Él parecía saberlo todo sobre ella. Era casi como tener a David en casa otra vez. Descubrió cuánto necesitaba de su compañía, se inquietaba cuando sus visitas se espaciaban, ninguna otra cosa lograba entretenerla.
Si Hannah no hubiera estado tan preocupada, tal vez habría advertido que las visitas de Robbie no sólo despertaban su interés. Habría observado que Deborah pasaba cada vez más tiempo en casa. Pero no lo hizo.
Para su sorpresa, un día, estando todos en el salón, Deborah dejó a un lado sus crucigramas y declaró:
—Estoy organizando una fiesta para la semana próxima, señor Hunter. He estado tan ocupada que ni siquiera he tenido tiempo de conseguir un compañero de baile —apuntó, sonriente, exhibiendo su blanca dentadura y sus labios pintados de rojo.
—Dudo que tenga dificultades para conseguirlo —contestó Robbie—. Seguro que hay montones de hombres esperando la oportunidad de introducirse en las fiestas de la alta sociedad.
—Por supuesto —aseguró Deborah, sin comprender la ironía de Robbie—, pero de todos modos temo que ya no me quede tiempo para invitarlos.
—Seguramente lord Woodall aceptará —sugirió Hannah.
—Lord Woodall está de viaje —se apresuró a decir Deborah—. Y no puedo ir sola —agregó, dirigiendo una sonrisa a Robbie.
—Según dice Emmeline, ahora la última moda es ir sin pareja.
Deborah fingió no haber oído las palabras de Hannah y pestañeó seductoramente mirando a Robbie.
—A menos que… —insinuó, meneando la cabeza con una timidez que no concordaba con su personalidad—. No, por supuesto…
Robbie no dijo una palabra.
Deborah frunció los labios.
—A menos que usted acepte ser mi compañero, señor Hunter.
Hannah contuvo la respiración.
—¿Yo? —exclamó Robbie—. No, no, imposible.
—¿Por qué no? —preguntó Deborah—. Podríamos pasar una estupenda velada.
—No sé comportarme en sociedad. Sería un pez fuera del agua.
—Soy muy buena nadadora. Lo mantendré a flote.
—De todos modos, no.
No era la primera vez que el comportamiento de Robbie desconcertaba a Hannah. Su indiferencia ante las formalidades de rigor no tenía el menor parecido con la afectada vulgaridad de las amistades de Emmeline. Su actitud era genuina, y asombrosa.
—Le ruego que reconsidere su respuesta —insistió Deborah. En su voz se percibía un matiz de ansiedad—. Todas las personalidades importantes estarán presentes en esa fiesta.
—No me divierten esas veladas de la alta sociedad —aseguró con rotundidad Robbie—, donde todo el mundo derrocha su dinero en impresionar a unos cuantos estúpidos que no entienden cuál es el juego.
Deborah abrió la boca y la cerró inmediatamente. Hannah apenas logró contener la risa.
—Si está seguro… —dijo Deborah.
—Completamente seguro —aseveró alegremente Robbie—. Gracias, de todos modos.
Deborah agitó el periódico que había dejado sobre el regazo, y simuló reanudar sus crucigramas.
Robbie miró a Hannah, levantó las cejas y le hizo una mueca graciosa. Ella no pudo contener la risa.
Deborah les miró a uno y otro con gesto adusto. Hannah conocía esa expresión —heredada, junto con la ambición de poder, de Simion—, ese rictus de amargura que le provocaba la derrota.
—Usted que se considera un forjador de palabras, dígame, señor Hunter —inquirió Deborah con frialdad—: ¿Qué palabra de cinco letras que comienza con «e» significa razonamiento equivocado?
Unos días después, en la cena, Deborah se vengó de Robbie.
—He sabido que el señor Hunter estuvo hoy aquí —declaró, pinchando un trozo de su hojaldre.
—Me trajo un libro. Pensó que podía interesarme —replicó Hannah.
Deborah miró a Teddy, que estaba sentado a la cabecera de la mesa, diseccionando su pescado.
—Me pregunto por qué motivo las visitas del señor Hunter perturban tanto a los sirvientes.
Hannah dejó los cubiertos.
—No hay razón para que los sirvientes se sientan perturbados por las visitas del señor Hunter.
—No, claro —prosiguió Deborah, irguiéndose en su asiento—, debí suponer que ésa sería tu respuesta. Nunca has asumido verdaderamente tu responsabilidad en lo que concierne a dirigir esta casa. —Entonces, se tomó su tiempo para pronunciar lenta y detenidamente cada palabra—. Los sirvientes son como niños, mi querida Hannah. Necesitan rutinas, es casi imposible que funcionen sin ellas. Y a nosotros, sus superiores, nos corresponde proporcionárselas. Como sabes, las visitas del señor Hunter son imprevisibles. Tal como él mismo ha admitido, desconoce los modales que conlleva el comportamiento en sociedad. Ni siquiera llama por teléfono para avisar de su llegada. Para la señora Tibbit es una complicación servir el té para dos cuando tenía todo preparado para servir sólo uno. No es razonable. ¿Estás de acuerdo, Teddy?
—¿De qué hablas? —preguntó Teddy, desviando la vista de su plato de pescado.
—Estaba diciendo que, lamentablemente, en los últimos tiempos los sirvientes están alterados.
—¿Los sirvientes están alterados? —exclamó. Por supuesto, había heredado de su padre el temor de que la servidumbre algún día se rebelara.
—Hablaré con el señor Hunter, y le pediré que en adelante avise por teléfono cuando venga a visitarnos —repuso Hannah.
Deborah simuló reflexionar sobre sus palabras.
—No —refutó, meneando la cabeza—. Me temo que ya es un poco tarde. Tal vez lo mejor sea que deje de visitarnos.
—Un poco exagerado, ¿no te parece, Dobby? —opinó Teddy. Un tierno afecto por su esposo invadió a Hannah—. El señor Hunter da la impresión de ser inofensivo. Bohemio, sin duda, pero sólo eso. Si anuncia su visita por teléfono, seguramente los sirvientes…
—Hay otros aspectos que merecen ser considerados —le espetó Deborah—. No queremos que nadie haga suposiciones equivocadas, ¿verdad, Teddy?
—¿Suposiciones equivocadas? —repitió Teddy, frunciendo el ceño. Luego se echó a reír—. Oh, Dobby, no estarás sugiriendo que alguien puede pensar que Hannah y el señor Hunter… que mi esposa y un tipo como él…
Hannah entrecerró los ojos.
—Por supuesto que no —respondió bruscamente Deborah—. Pero a la gente le encanta hablar y las habladurías no son buenas para los negocios, y para la política.
—¿Para la política?
—Las elecciones, Tiddles. La gente nunca confiará en que sepas manejar al electorado si no eres capaz de controlar a tu esposa —afirmó y se llevó a la boca el tenedor, con gesto triunfal, evitando tocar sus labios pintados.
Teddy parecía preocupado.
—No lo había visto de esa manera.
—Y no tienes por qué hacerlo —intervino serenamente Hannah—. El señor Hunter era un buen amigo de mi hermano. Sus visitas son mi única oportunidad de hablar sobre David.
—Lo sé, mi niña —reconoció Teddy con una sonrisa que era señal de disculpa. Luego se encogió de hombros con impotencia—. De todos modos, Dobby tiene razón. Lo comprendes, ¿verdad? No podemos permitir que la gente malinterprete las cosas.
Desde entonces Deborah vigiló permanentemente a Hannah. Robbie la había rechazado y para resarcir la ofensa quería asegurarse de que se le comunicaran las nuevas normas y de que comprendiera quién las había dispuesto. De modo que cuando volvió a visitar la casa, encontró nuevamente a Deborah sentada junto a Hannah en el sofá del salón.
—Buenos días, señor Hunter —saludó, y le dedicó una amplia sonrisa. Luego siguió desenredando el pelo de Bunty, su perrito maltés—. Qué agradable volver a verlo. ¿Cómo le va? ¿Bien?
Robbie asintió.
—¿Y a usted?
—Sigo en la lucha —contestó Deborah.
Robbie le sonrió a Hannah.
—¿Qué le pareció?
Hannah tenía junto a ella el borrador de La tierra perdida. Se lo entregó.
—Me ha encantado, señor Hunter. Me conmovió infinitamente.
—Me imaginé que así sería —alegó Robbie sonriente. Hannah echó un vistazo a Deborah, que abrió exageradamente los ojos.
—Señor Hunter, hay algo de lo que quisiera hablar con usted —empezó y le señaló la silla de Teddy.
Robbie tomó asiento y la miró con sus ojos oscuros.
—Mi esposo… —comenzó Hannah, sin saber cómo seguir—, mi esposo…
Entonces miró a Deborah, que fingía estar absorta peinando a su sedosa mascota y se aclaró la voz. Hannah se transfiguró mientras observaba sus dedos largos y delgados, sus uñas puntiagudas.
Robbie siguió la dirección de su mirada.
—¿Qué quiere decirme sobre su esposo, señora Luxton?
—Mi esposo preferiría que dejara de visitarnos.
Deborah dejó a Bunty en el suelo y se cepilló el vestido.
—¿Comprende, señor Hunter? —preguntó Deborah.
Boyle entró en la sala con la bandeja del té. La dejó sobre la mesa, miró a Deborah y salió.
—¿Se queda a tomar el té, verdad? —preguntó Deborah con una voz tan dulce que a Hannah se le erizó la piel—. Por última vez —agregó, mientras servía una taza y se la alcanzaba a Robbie.
Deborah ofició de alegre animadora. Los tres mantuvieron una torpe conversación acerca de las divergencias en la coalición que gobernaba el país y el asesinato de Michael Collins. Hannah apenas prestaba atención. Todo lo que deseaba era hablar unos minutos a solas con Robbie, darle una explicación. Pero sabía que era lo último que Deborah estaría dispuesta a permitir.
Mientras pensaba si tendría alguna vez la oportunidad de volver a hablar con él, y reflexionaba acerca de la dependencia que le había creado su compañía, la puerta de la sala se abrió y Emmeline apareció como una tromba. Regresaba de un almuerzo con sus amigos.
Ese día estaba especialmente hermosa, con su cabello rubio y ondulado, y su nuevo chal terracota, el color de moda, que resaltaba la blancura de su piel. Como solía hacer, espantó a Bunty, que se metió debajo del sofá, y se dejó caer despreocupadamente en un extremo, apoyando ostensiblemente las manos sobre el vientre.
—Uff —resopló, indiferente a la tensión que se percibía en la habitación—. Me han cebado como a un ganso de Navidad. Creo que jamás volveré a comer. —Luego se dirigió a Robbie—. ¿Cómo va todo? —le preguntó y sin esperar respuesta, se puso súbitamente de pie y exclamó—: Adivinad a quién vi la otra noche en la fiesta de lady Sybil Colefax. Yo estaba allí sentada, conversando con el querido lord Berners que me contaba lo del piano que ha instalado en su Rolls Royce, cuando de pronto veo llegar nada menos que a los Sitwell, a los tres, más alegres que nunca. El querido Sachy, con sus chistes tan inteligentes, y Osbert, con esos versitos de rimas tan graciosas.
—Epigramas —masculló Robbie.
—Es tan agudo como Oscar Wilde —declaró Emmeline—. Pero quien más me impresionó fue Edith. Recitó uno de sus poemas y nos hizo llorar a todos. Como sabéis, lady Colefax es una admiradora de los intelectuales, y no pude evitarlo, Robbie querido, mencioné que lo conocía y casi se mueren de envidia, me atrevería a decir que no me creyeron, que pensaron que tenía gran talento para inventar historias. No sé por qué. Pero verá, si viene a la fiesta de esta noche, les demostraré que estaban equivocados.
Emmeline hizo una pausa y con un gracioso movimiento tomó un cigarrillo de su pitillera y lo encendió. Después soltó una bocanada de humo.
—Les prometí a todos que vendría, Robbie. Una cosa es que la gente dude cuando verdaderamente miento y otra muy distinta que lo haga cuando digo la verdad.
Robbie consideró la oferta durante unos instantes.
—¿A qué hora paso a buscarla?
Hannah parpadeó incrédula. Esperaba que se excusara, como lo hacía cada vez que Emmeline lo invitaba a alguno de sus bailes. Creía que ella y Robbie tenían una opinión similar acerca de las amistades de su hermana. Quizá su desdén no se hiciera extensivo a personas como lord Berner y lady Sybil. Tal vez el atractivo de los Sitwell era irresistible.
—A las seis en punto —indicó Emmeline con una amplia sonrisa—. ¡Qué emoción!
Robbie llegó a las cinco y media. Hannah pensó que, irónicamente, un hombre que tenía por costumbre llegar sin previo aviso era exageradamente correcto cuando debía encontrarse con una persona aún menos fiable que él.
Emmeline todavía estaba vistiéndose, por lo que Robbie tomó asiento en el salón, donde estaba Hannah. Ella agradeció la posibilidad de explicarle lo ocurrido con Deborah, la manera en que había manipulado a Teddy para hacer su voluntad.
Robbie le dijo que no tenía importancia, que había supuesto que se trataba de algo por el estilo. Después hablaron de otras cosas y sin que lo advirtieran el tiempo voló, porque, de pronto, apareció frente a ellos una joven elegantemente vestida preparada para salir. Robbie se despidió de Hannah y partió en compañía de Emmeline.
Durante un tiempo las cosas siguieron de esa manera. Hannah veía a Robbie cuando éste pasaba a buscar a Emmeline. Deborah poco podía hacer al respecto. Una vez hizo un tímido intento, pero Teddy se encogió de hombros y señaló que le parecía lo correcto que la señora de la casa recibiera a los invitados de su hermana menor. Habría sido descortés que lo dejara esperando a solas en el salón.
Hannah trataba de contentarse con esos preciosos y fugaces momentos, pero a menudo se descubría pensando en Robbie. Nunca había especulado acerca de lo que él hacía cuando no estaba con ella. Ni siquiera sabía dónde vivía. Comenzó a imaginar, siempre había sido buena para dejar volar su imaginación.
Afortunadamente, logró eludir el hecho de que él pasaba muchos momentos junto a Emmeline. De todos modos, eso no parecía relevante. Emmeline tenía un grupo de amigos muy numeroso. Robbie era sólo uno más.
Una mañana, mientras ella y Teddy tomaban el desayuno, su esposo señaló el periódico que estaba leyendo y exclamó:
—¿Qué me dices de tu hermana?
Hannah se preguntó qué desastre habría provocado Emmeline en esa ocasión y cogió el diario que su esposo le pasó a través de la mesa.
Había una pequeña fotografía de Robbie y Emmeline saliendo de un club nocturno la noche anterior. Un fiel retrato de Emmeline, riendo, con el mentón en alto, del brazo de Robbie. El rostro de él era menos claro, en el momento en que lo fotografiaron había mirado hacia otro lado. Hannah le devolvió el periódico a Teddy, y él leyó el epígrafe en voz alta.
—La honorable señorita Emmeline Hartford, una de las jóvenes más elegantes de la alta sociedad, fotografiada junto a un extraño y sombrío acompañante. Se dice que el misterioso personaje es el poeta R. S. Hunter. Algunas fuentes aseguran que la señorita Hartford ha comentado que no tardará en anunciar su compromiso.
Teddy dejó el diario sobre la mesa y comió un bocado de huevos revueltos.
—Muy astuta. No creí que Emmeline fuera capaz de guardar un secreto. Supongo que podría ser peor. Podría haber perdido la cabeza por ese Harry Bentley. —Teddy se limpió el bigote manchado de huevo—. Hablarás con él, ¿verdad? Asegúrate de que todo esté en orden. No quiero escándalos.
Esa noche, cuando Robbie fue a buscar a Emmeline, Hannah lo recibió como de costumbre. Conversaron un rato, como solían hacer, hasta que Hannah no pudo contenerse.
—Señor Hunter —comenzó, acercándose a la chimenea—, debo hacerle una pregunta. ¿Hay algo que quiera decirme?
Robbie volvió a sentarse y sonrió.
—Sí, pero ya lo he hecho.
—¿Hay algún otro tema que desee comentarme?
La sonrisa de Robbie se desvaneció.
—Creo que no.
—¿Desea preguntarme algo?
—Si me dice en qué está pensando, tal vez.
Hannah suspiró. Tomó el periódico que estaba en el escritorio y se lo entregó.
Él lo hojeó rápidamente y se lo devolvió.
—¿Y?
—Señor Hunter —dijo Hannah en voz baja. No quería que los sirvientes la oyeran, tal vez estuvieran en el vestíbulo—, yo soy la tutora de mi hermana. Si usted desea comprometerse con ella, sería muy cortés de su parte que conversara primero conmigo sobre sus intenciones.
Robbie sonrió, pero advirtió que para Hannah la situación no era divertida y recuperó su expresión seria.
—Lo tengo presente, señora Luxton.
—¿Y bien, señor Hunter?
—¿Perdón, señora Luxton?
—¿Hay algo que quiera pedirme?
—No —respondió Robbie riendo—. No tengo intención de casarme con Emmeline. Jamás. Pero le agradezco que lo haya preguntado.
—Oh —se limitó a decir Hannah—. ¿Emmeline lo sabe?
Robbie se encogió de hombros.
—No hay razón alguna para que ella imagine otra cosa. No le he dado motivos.
—Mi hermana es una romántica. Tiene mucha facilidad para establecer vínculos.
—Entonces tendrá que deshacerlos.
En ese momento Hannah sintió compasión por Emmeline, pero también experimentó otra sensación. Se odió a sí misma cuando comprendió que era alivio.
—¿Qué ocurre? —preguntó Robbie. Sin que ella hubiera advertido sus movimientos, lo tenía muy cerca.
—Me preocupa Emmeline —confesó Hannah, dando un paso hacia atrás—. Ella cree que sus sentimientos son más profundos.
—¿Qué puedo hacer? Ya le he dicho que no es así.
—Debe dejar de verla —sugirió serenamente Hannah—. Dígale que no le interesan esas fiestas. Seguramente no le costará demasiado. Usted mismo me ha dicho que le aburre conversar con sus amistades.
—Así es.
—En ese caso, si no siente nada por Emmeline, sea honesto con ella. Por favor, señor Hunter. Termine con esa relación. De otro modo, ella resultará herida y no puedo permitirlo.
Robbie miró a Hannah. Alargó un brazo y, muy suavemente, ordenó un mechón de su cabello que se había soltado. Ella se quedó petrificada, sin tener conciencia de nada. Sólo podía ver sus ojos oscuros, pensar en la tibieza de su piel, la suavidad de sus labios.
—Lo haré. Inmediatamente. —Robbie estaba cada vez más cerca. Hannah podía percibir el ritmo de su respiración—. Pero entonces ¿cómo haré para verla a usted? —inquirió suavemente.
Después de esa conversación las cosas cambiaron. Por supuesto. Tenían que cambiar. Lo implícito se había vuelto explícito. Hannah comenzaba a salir de las tinieblas. Se estaba enamorando de Robbie, aunque al principio no lo comprendía. Le parecía imposible, pero nunca había estado enamorada, no tenía con qué comparar ese sentimiento. Se había sentido atraída por algunos hombres, había sentido esa súbita, inexplicable excitación que una vez le despertara Teddy. Pero encontrar atractivo a un hombre y disfrutar de su compañía no era lo mismo que estar irremediablemente enamorada.
Los encuentros ocasionales que ella tan ansiosamente esperaba, los breves diálogos con Robbie cuando él iba a buscar a Emmeline ya no eran suficientes. Hannah deseaba verlo en otro lugar, a solas, donde pudieran hablar libremente. Donde no existiera siempre la posibilidad de que otra persona interrumpiera su compañía.
La oportunidad surgió una tarde, a principios de 1923. Teddy estaba en los Estados Unidos, en un viaje de negocios, Deborah pasaba el fin de semana en el campo y Emmeline había salido con sus amigos. Iría a escuchar un recital de poesía de Robbie. Hannah tomó una decisión.
Cenó a solas en el comedor, después se sentó en la sala de estar, tomó su café y se retiró a su habitación. Cuando fui a ponerle su camisón, estaba en el baño, sentada en el borde de la tina. Llevaba puesta una delicada enagua de satén que Teddy le había traído de uno de sus viajes al continente y tenía un objeto de color negro en la mano.
—¿Le gustaría darse un baño, señora? —pregunté. Si bien no era lo habitual, tampoco era extraordinario que se bañara después de la cena.
—No —contestó.
—¿Le traigo su camisón?
—No —volvió a decir—. No voy a acostarme, Grace, voy a salir.
Su respuesta me confundió.
—¿Cómo dice, señora?
—Que voy a salir. Necesito tu ayuda.
Hannah no quería que los otros sirvientes se enteraran. Me explicó con toda naturalidad que eran espías de Deborah y que no deseaba que su esposo y su cuñada, ni tampoco Emmeline, estuvieran al tanto de que ella había salido. Debían creer que se había quedado en casa.
Me preocupó que saliera sola de noche, y que le ocultara algo así a Teddy, y peor aún, a Deborah. Y me pregunté adónde iría, y si se atrevería a decírmelo. A pesar de todo, acepté ayudarla. Por supuesto. Me lo había pedido.
No hablamos mientras la ayudé a ponerse el vestido que ya había elegido: seda celeste, el escote bordeado con flecos que le rozaban los hombros desnudos. Hannah se sentó frente al espejo y observó cómo le sujetaba el cabello mientras jugueteaba con la cadena de su relicario y se mordía el labio. Después me alcanzó una peluca de cabello negro y corto que Emmeline había usado unos meses antes para un baile de disfraces. Me sorprendió, no solía usar pelucas. En cuanto la tuvo puesta retrocedí para mirarla. Era otra persona, se parecía a Louise Brooks.
Entonces tomó un frasco de perfume Chanel número 5 —otro de los regalos que Teddy le había traído de París el año anterior—, pero cambió de idea. Dejó el perfume en su lugar y se miró en el espejo. Fue entonces cuando vi el pedazo de papel sobre su tocador. «Recital de Robbie, El gato callejero, Soho, sábado, 10 de la noche». Nuestras miradas se encontraron en el espejo. Ella tomó el papel, lo metió en su bolso y lo cerró. ¿Cómo no lo había adivinado? ¿Qué otra persona podía ser motivo de tanta precaución, de tanto nerviosismo, de tanta excitación?
Me adelanté para asegurarme de que los sirvientes estuvieran abajo. Luego le dije al señor Boyle que había visto una mancha en el cristal de la ventana del vestíbulo. No era cierto, pero no podía correr el riesgo de que algún miembro del servicio oyera que la puerta de entrada se abría sin motivo.
Volví a subir y le hice una seña a Hannah, que estaba en uno de los descansillos de la escalera. Abrí la puerta y ella salió. Se volvió hacia mí y me sonrió.
—Tenga cuidado, señorita —pedí, acallando mis malos presentimientos.
Ella asintió.
—Gracias por todo, Grace.
Hannah desapareció en la oscuridad de la noche, con los zapatos en la mano para no hacer ruido.
Al doblar la esquina Hannah consiguió un taxi y le pidió que la llevara al club donde Robbie leería sus poemas. Estaba tan excitada que le costaba respirar. Taconeó un par de veces sobre el suelo del automóvil para cerciorarse de que todo aquello era real.
No le había resultado difícil conseguir la dirección del lugar. Emmeline tenía un diario íntimo donde guardaba artículos, avisos e invitaciones. Un trabajo innecesario, porque en cuanto dijo el nombre del club el chófer no precisó de mayores instrucciones. El Gato Callejero era uno de los clubes más famosos del Soho, un lugar de reunión de artistas, traficantes de droga, magnates y encumbrados miembros de la aristocracia, aburridos y ociosos, deseosos de librarse de los grilletes que les imponía su noble cuna.
El conductor detuvo el taxi y le aconsejó que tuviera cuidado. Hannah pagó y bajó. Él meneó la cabeza. Al volverse hacia él para darle las gracias, vio reflejado en el automóvil negro el cartel de neón rojo con el nombre del club y sintió un escalofrío.
Jamás había visitado un lugar como aquél. Se detuvo a observar la fachada de ladrillo, el cartel luminoso y la multitud de gente que reía mientras salía a la calle. A eso se refería Emmeline cuando hablaba de los clubes. En tugurios como ése pasaba las noches junto a sus amigos. Hannah tembló, y entró con la cabeza gacha, sin permitir que el hombre del guardarropa se llevara su abrigo.
El lugar era diminuto, apenas más que una habitación, los cuerpos que se apiñaban en su interior entibiaban el ambiente. El aire olía a humo y a ginebra. Hannah se quedó cerca de la entrada, junto a una columna, y recorrió el local con la mirada, tratando de encontrar a Robbie.
Estaba sobre el escenario, si podía denominarse así al pequeño rincón que quedaba libre entre el gran piano y la barra. Sentado en un banco, con un cigarrillo entre los labios, fumaba perezosamente. Su chaqueta estaba colgada en el respaldo de la silla. Iba vestido con el pantalón de su traje negro y una camisa blanca, con el cuello desabotonado. Tenía el cabello despeinado. Hojeaba un cuaderno.
Frente a él estaban sus oyentes, sentados en torno a pequeñas mesas redondas, en taburetes junto a la barra, o de pie, apoyados en las paredes.
Hannah distinguió a Emmeline, sentada entre sus amigos. Fanny estaba con ella, era la señora del grupo. El matrimonio la había desilusionado. Una institutriz algo tediosa se había apropiado de sus hijos, su esposo pasaba el día pensando en qué nuevo alimento le haría daño. No eran demasiadas las cosas que pudieran despertar su interés. ¿Quién podía culparla por buscar diversión junto a sus antiguos amigos? Ellos la toleraban porque verdaderamente quería divertirse, y porque era mayor y podía solucionarles todo tipo de problemas. Era especialmente hábil para convencer dulcemente a la policía que los acosaba durante sus rondas nocturnas.
En esa mesa todos bebían cócteles en copas de Martini. Uno de ellos extendió una línea de polvo blanco sobre la mesa. En otra ocasión, Hannah se habría preocupado por su hermana, pero esa noche estaba en paz con el mundo entero.
Hannah se acercó más a la columna, aunque no era necesario que se molestara. Todos estaban tan entretenidos que no tenían oportunidad de mirar hacia atrás. El tipo del polvo blanco le susurró algo a Emmeline y ella rio libremente, sin moderación, dejando a la vista la blancura de su cuello.
Por el leve movimiento del cuaderno, Hannah percibió que a Robbie le temblaban las manos. Dejó el cigarrillo en un cenicero que estaba en la barra y comenzó a leer, sin más preámbulos, un poema que hablaba de historia, misterio y recuerdos. «La niebla inconstante».
Era uno de los favoritos de Hannah. Ella lo observaba. Era la primera oportunidad en que se podía permitir que sus ojos recorrieran ese rostro, ese cuerpo, sin que él lo supiera. Y lo escuchaba. Se había conmovido al leer esos versos, pero al oírlos de labios de Robbie pudo apreciar sus sentimientos más profundos.
Cuando concluyó, el auditorio aplaudió. Alguien gritó, se oyeron risas y él detuvo sus ojos en ella. Su rostro permaneció inmutable, pero supo que la había mirado, reconociéndola a pesar de su disfraz.
Por un instante estuvieron a solas.
Robbie volvió a buscar en su cuaderno, pasó algunas páginas y se detuvo en el poema siguiente.
Y le habló a ella. Un poema tras otro. Sobre lo conocido y lo ignorado, la verdad y el sufrimiento, el amor y el deseo. Ella cerró los ojos, y con cada palabra sintió que las tinieblas desaparecían.
El recital llegó a su fin y todos aplaudieron. Los camareros de la barra entraron en acción. Prepararon cócteles americanos y sirvieron copas. Los músicos tomaron asiento en el escenario y comenzaron a tocar jazz. Algunos de los presentes, alcoholizados y sonrientes, improvisaron una pista de baile entre las mesas. Hannah vio que Emmeline le hacía una seña a Robbie para que se sentara junto a ella. Robbie le señaló su reloj. Ella hizo un gesto exagerado para mostrar su decepción, pero de inmediato uno de sus compañeros la invitó a bailar.
Robbie encendió otro cigarrillo, se puso la chaqueta y guardó el cuaderno en el bolsillo interior. Le dijo algo a un hombre que estaba detrás de la barra y atravesó el salón en dirección a Hannah.
Ella, a punto de desfallecer, lo veía acercarse lentamente. Sintió vértigo, como si hubiera estado de pie al borde de un precipicio, azotada por el viento, sin otra alternativa más que dejarse caer.
Sin decir una palabra, él la tomó de la mano y la condujo hacia la puerta.
Eran las tres de la mañana cuando Hannah bajó por la escalera de servicio de la casa del número diecisiete. Yo la estaba esperando, como había prometido. Con el estómago atenazado por los nervios. Llegó más tarde de lo que me esperaba. La oscuridad y la inquietud se habían aliado para llenar mi cabeza de escenas horripilantes.
—Gracias a Dios —exclamó Hannah, deslizándose a través de la puerta que yo había abierto—. Temía que lo hubieras olvidado.
—Por supuesto que no, señora —dije ofendida.
Hannah recorrió inadvertida la sala de los sirvientes y entró de puntillas en la zona principal, con los zapatos en la mano. Cuando comenzó a subir la escalera para ir hacia el segundo piso reparó en que yo la seguía.
—No es necesario que me acompañes, Grace, es muy tarde. Además, deseo estar sola.
Asentí, me detuve y me quedé al pie de la escalera, con mi camisón blanco, como una niña desorientada.
—Señora… —dije rápidamente.
Hannah se volvió para responderme.
—¿Qué, Grace?
—¿Fue agradable la velada?
Hannah sonrió.
—Oh, Grace. Mi vida ha comenzado esta noche.
III
Nunca se encontraron en su casa. Por lo que Hannah sabía, Robbie no tenía un hogar. Se veían en lugares prestados, en los que él estaba de paso. Eso aumentaba la sensación de aventura. Para ella, resultaba emocionante refugiarse en otras casas, en la vida de otras personas. Los momentos de intimidad en lugares extraños tenían algo delicioso.
La manera de arreglar los encuentros era muy simple. Cada vez que Robbie iba a buscar a Emmeline, aprovechaba la espera para entregar secretamente a Hannah una nota con la dirección, la hora, el día. Hannah la leía con disimulo, y asentía en señal de acuerdo. A veces no podía cumplir con lo acordado: Teddy requería su presencia en un acto político o Deborah le pedía su colaboración en alguno de sus comités. En esas ocasiones, no tenía manera de decírselo, y sufría al imaginarlo esperándola en vano.
Pero en la mayoría de los casos lograba inventar excusas: que almorzaría con una amiga, o que iría de compras. Nunca desaparecía durante demasiado tiempo. Estaba muy atenta. Más de dos horas de ausencia podían despertar sospechas. El amor le impuso la necesidad de ser astuta y pronto se volvió experta. Si inesperadamente veía a un conocido en algún lugar inusual, lo esquivaba velozmente. Un día se topó con lady Clementine en Oxford Circus. Ella le preguntó dónde estaba su chófer y Hannah le respondió que, dado que el clima era tan agradable, había sentido deseos de salir a caminar. Pero lady Clementine no había nacido ayer. Entrecerró los ojos, asintió y le recomendó a Hannah que tuviera cuidado, la calle tenía ojos y oídos.
Después de aquel episodio, Hannah se aseguró de volver a casa con alguna compra —un sombrero, un par de guantes, una entrada para una exposición—, cualquier cosa que sirviera para demostrar dónde había estado, y por qué llegaba más tarde de lo esperado.
Y de ese modo podían encontrarse. Ella salía de la casa del número diecisiete para acudir al lugar indicado en la nota más reciente, con la precaución de no cruzarse con alguno de los espías de Deborah. Unas veces la cita era en una zona conocida; otras, tenía que viajar hasta lejanos suburbios londinenses y buscar la calle y luego la casa o el apartamento. Después de asegurarse de que nadie la observaba, conteniendo la respiración, tocaba el timbre.
Él siempre acudía al instante. Abría la puerta y la hacía pasar. Subían las escaleras, lejos del mundo de los demás, inmersos en su propio mundo. A veces no subían inmediatamente. Antes de que ella pudiera decir una palabra, él cerraba la puerta y la besaba.
—Te he esperado tanto tiempo —le decía mientras estaban allí, de pie, uno frente al otro—. Creí que nunca llegarías.
Entonces ella apoyaba un dedo sobre sus labios, le recordaba que debían ser silenciosos y luego subían la escalera.
Un día, mientras yacían juntos en la cama después de hacer el amor, ella se preguntó qué clase de persona viviría en la casa donde estaban. A juzgar por los estantes llenos de libros, habría dicho que se trataba de un escritor.
—Él debe de ser escritor.
—¿Él?
—O ella. ¿Es una mujer?
Hannah miraba a Robbie, celosa de esa mujer fantasma que tenía su propio apartamento, que era amiga de Robbie y lo veía cuando ella no podía verlo.
Él se rio.
—Te estás inventando esa historia.
—Bueno, es un hombre, pero no es escritor, es médico.
—¿Médico?
—Sólo un médico puede tener un estante lleno de libros de anatomía —aseguraba triunfante, convencida de haber acertado.
—Es verdad, aunque él también podría ser un artista. Un artista debe saber de anatomía.
Hannah asentía con gran seriedad.
—Eso me agrada. Un artista. —Y añadía sonriente—: Tenía razón. ¡Ja! Has dicho «él». Es la casa de un hombre.
Al cabo de un tiempo dejaron de jugar a las adivinanzas y comenzaron a jugar a vivir juntos. Un día, en una diminuta habitación amueblada de Hampstead, Hannah preparaba una taza de té para Robbie y él se entretenía mirándola mientras se preguntaba en voz alta si las hebras de té, tan secas y crujientes, todavía servirían.
—Si viviéramos aquí tendría que trabajar en algún lugar para pagar el alquiler —comentó Hannah.
—En un taller de costura —replicó Robbie, que sabía de la escasa afición de Hannah por esa tarea.
—En una librería —replicó ella mirándolo con dureza—. Y tú… tú escribirías hermosos poemas todo el día, sentado aquí, junto a la ventana, y me los leerías cuando yo regresara a casa.
—Nos iríamos a España para escapar del invierno —propuso Robbie.
—Sí, y yo me convertiría en un torero enmascarado. El mejor de toda España —fantaseó Hannah. Luego dejó la taza con las hojas de té flotando en la superficie y se sentó junto a él—. Todos estarían intrigados, tratarían de descubrir mi identidad.
—Pero sería nuestro secreto.
—Sí, sería nuestro secreto.
Un lluvioso día de octubre, Robbie y Hannah estaban acurrucados en la cama, en un apartamento oscuro y diminuto que pertenecía a un amigo de Robbie. Hannah miraba el reloj que estaba sobre el hogar, contando los minutos que le quedaban. Por fin, cuando el minutero dio la hora, ella se incorporó. Buscó el par de medias que había quedado en un extremo de la cama y comenzó a estirarlas. Robbie le acariciaba la espalda.
—No te vayas.
Ella enrolló una media y la deslizó sobre su pie derecho.
—Quédate.
Hannah ya estaba de pie. Dejó caer su enagua a través de la cabeza y la enderezó alrededor de sus caderas.
—Sabes que me quedaría para siempre si pudiera.
—En nuestro mundo secreto.
—Sí. —Hannah sonrió, se arrodilló junto a la cama y extendió el brazo para acariciar la cara de Robbie—. Me gusta. Nuestro propio mundo. Un mundo secreto. Me encantan los secretos —declaró, y suspiró. Había estado pensando en ello. No sabía por qué deseaba tanto compartirlos con él—. Cuando éramos niños, solíamos jugar un juego.
—Lo sé —asintió Robbie—. David me habló de El Juego.
—¿Lo hizo?
Robbie asintió.
—Pero El Juego era secreto —replicó Hannah impulsiva—. ¿Por qué te lo contó?
—Tú misma estabas a punto de contármelo.
—Sí, pero es diferente. Tú y yo… Es diferente.
—Entonces, háblame de El Juego. Olvida que ya lo sé.
Hannah miró el reloj.
—En realidad, debería irme.
—Pues entonces cuéntame algo rápido.
Ella le habló de Nefertiti, de Charles Darwin, de Emmeline y su reina Victoria, y de sus aventuras, a cual más extraordinaria.
—Tendrías que haber sido escritora —le dijo Teddy mientras acariciaba su brazo.
—Sí —contestó ella muy seria—. Podría viajar y vivir aventuras mientras las escribo.
—Todavía estás a tiempo. Puedes empezar a escribir ahora.
Hannah sonrió.
—Ahora no lo necesito. Te tengo a ti, viajo a través de tus palabras.
A veces Robbie compraba vino y lo bebían en copas que pertenecían a otras personas, envueltos en las sábanas de esas mismas personas. Comían pan y queso, y si había un gramófono, escuchaban música. Y en ocasiones, después de asegurarse de que las cortinas estuvieran cerradas, bailaban.
Una tarde lluviosa, Robbie se durmió. Ella bebió el vino que quedaba en su copa y estuvo un rato tendida junto a él, oyendo su respiración, tratando de acompasarla con la propia. Finalmente, logró igualar el ritmo. Pero no pudo dormir, la enorme curiosidad que le provocaba tenerlo tan cerca se lo impedía. Se arrodilló en el suelo y observó su cara. Nunca antes lo había visto dormido.
Estaba soñando. Los músculos que rodeaban sus ojos se contraían ante las escenas que se desarrollaban detrás de sus párpados cerrados. Las contracciones se hicieron más fuertes mientras ella lo observaba. Pensó en despertarlo. No le agradaba verlo así, con su bello rostro crispado.
Entonces Robbie comenzó a gritar. A Hannah le preocupó que alguien pudiera oírlo desde un apartamento contiguo, que algún inoportuno vecino pidiera ayuda, o llamara a la policía.
Apoyó su mano en el brazo de Robbie, pasó suavemente sus dedos por la cicatriz que le resultaba tan familiar. Él seguía durmiendo, y gritando. Ella lo sacudió suavemente, lo llamó por su nombre. Le dijo: «Robbie, estás soñando, mi amor».
De pronto él abrió los ojos, redondos y oscuros, y antes de que Hannah pudiera comprender lo que sucedía se encontró en el suelo; él estaba encima de ella apretándole el cuello con las manos. La estaba asfixiando, apenas podía respirar. Trató de decir su nombre, de pedirle que se detuviera, pero no pudo. Fue sólo un instante, luego algo en él volvió a funcionar y recuperó la conciencia. Comprendiendo lo que había hecho, dio un salto hacia atrás.
Ella se puso de pie, y retrocedió velozmente hasta que su espalda chocó con la pared. Lo miraba impresionada, preguntándose qué le había sucedido. Con quién la había confundido.
Él también estaba de pie, contra la pared opuesta, con los hombros encorvados y la cara oculta entre las manos.
—¿Estás bien? —le dijo sin mirarla.
Ella asintió, preguntándose qué había sucedido.
—Sí —respondió por fin.
Entonces él se acercó y se arrodilló junto a ella. Seguramente ella se alejó involuntariamente, porque él tomó sus manos, las puso sobre sus propios hombros y dijo:
—No te haré daño.
Luego levantó el mentón de Hannah para ver su garganta.
—Oh, Dios —exclamó.
—Estoy bien —aseguró ella, esta vez con más firmeza—. ¿Y tú…?
Robbie apoyó un dedo sobre sus labios. Su respiración todavía era agitada. Meneó la cabeza, ausente. Hannah comprendió que intentaba dar una explicación. No podía.
Él le acarició una mejilla. Ella inclinó la cara hacia su mano. Miró fijamente esos ojos oscuros, llenos de secretos no compartidos. Ella anhelaba conocerlos, todos, estaba decidida a lograr que él se los contara. Y cuando él besó su cuello, tan suavemente, se abandonó en sus brazos, como siempre hacía.
Después de aquel suceso, Hannah tuvo que usar chales durante una semana, pero no le importó. En cierto modo, le agradaba tener una marca de Robbie. Hacía más tolerable el tiempo que pasaba sin verlo. Era un recordatorio privado de que él realmente existía, de que ambos realmente existían. En su mundo secreto. A veces miraba esa marca en el espejo, como una flamante esposa mira repetidamente su anillo de boda. Le recordaba quién era. Sabía que, si se lo contaba, él se quedaría horrorizado.
Al principio, en las historias de amor sólo existe el presente. Pero llega un momento en el cual reaparecen el pasado y el futuro. Para Hannah ése fue el momento. Robbie tenía facetas desconocidas. Cosas que hasta entonces ella ignoraba. La maravillosa sorpresa de estar junto a él la había avasallado, sin dejar espacio para nada más que la felicidad inmediata. Pero cuanto más pensaba en esa faceta sobre la que tan poco sabía, más frustrada se sentía. Y más decidida a saberlo todo.
Una fresca tarde de abril, en un cuarto amueblado en Islington, miraban hacia la calle sentados en la cama, junto a la ventana, mientras le atribuían nombres e historias a las personas que pasaban. Así estuvieron un rato, contentos sólo con observar la procesión desde su mirador secreto, hasta que Robbie saltó de la cama.
Ella permaneció en su lugar. Se volvió para mirarlo mientras se sentaba en la silla de la cocina, con una pierna flexionada y la cabeza inclinada sobre el cuaderno. Estaba tratando de escribir un poema. Lo había intentado durante todo el día. Había estado distraído, el juego amoroso no lo había estimulado. A Hannah no le importaba. Inexplicablemente, eso lo volvía más atractivo.
Desde la cama, Hannah observaba los dedos de Robbie: aferraban el lápiz y dibujaban círculos y curvas en la página hasta que se detuvieron, dudaron y luego tacharon furiosamente lo escrito. Robbie arrojó el cuaderno y el lápiz sobre la mesa y se frotó los ojos.
Ella no dijo nada. Sabía que era lo mejor. No era la primera vez que lo veía comportarse de esa manera. Se sentía frustrado por no poder encontrar las palabras adecuadas. Peor aún, estaba asustado. No se lo había dicho, pero ella lo sabía. Lo había observado y había leído sobre el tema, en la biblioteca, en revistas y periódicos. Era lo que los médicos llamaban trauma de guerra. La creciente falta de memoria, la obnubilación del cerebro debido a experiencias traumáticas.
Deseaba ayudarlo, hacer que olvidara. Habría dado cualquier cosa para combatir el permanente temor de que Robbie enloqueciera. Él apartó la mano de sus ojos, tomó una vez más el lápiz y el papel. Comenzó a escribir nuevamente, se detuvo, tachó las palabras que había escrito. Ella se puso boca abajo y se dedicó a mirar a la gente que pasaba por la calle.
En el invierno él consiguió un apartamento con chimenea. Era poco más que una sala de estar, con un sillón y una nevera. Sentados en el suelo frente al hogar, donde ardía el fuego, se calentaban, disfrutando de la tibieza de sus cuerpos y del vino tinto.
Hannah miraba el fuego, y de pronto dijo:
—¿Por qué no hablas nunca de la guerra?
Robbie no respondió. Encendió un cigarrillo.
Ella había leído lo que Freud decía sobre la represión, y creía que si lograba que Robbie hablara podría curarse. Dudó antes de hacer la pregunta.
—¿Es porque mataste a alguien?
Robbie miró el perfil de Hannah, dio una calada a su cigarrillo, exhaló el humo y meneó la cabeza. Después empezó a reír, sin ganas. Extendió su mano y acarició suavemente la mejilla de Hannah.
—¿Es eso? —susurró ella, sin mirarlo.
Él no respondió y ella hizo otro intento.
—¿Qué ves en tus sueños?
Robbie apartó su mano.
—Conoces la respuesta. Sólo sueño contigo.
—Espero que no sea así, tus sueños no son muy agradables.
Robbie dio otra calada a su cigarrillo.
—No me hagas preguntas.
—Es el trauma de guerra, ¿verdad? —preguntó Hannah girando hacia él—. He leído sobre ello.
Robbie la miró con sus ojos oscuros, húmedos como pintura fresca, llenos de secretos.
—Trauma de guerra. Siempre me he preguntado quién ha inventado eso. Supongo que era necesario encontrar un nombre adecuado, con el que las damas honorables pudieran describir lo inexplicable cuando sus maridos volvieran a casa.
—¿Te refieres a damas honorables como yo?
—Tú no eres una dama honorable —se burló Robbie.
Ella se ofendió. No estaba de humor para tolerar comentarios despectivos. Se puso de pie y comenzó a vestirse. Primero la enagua, después las medias.
Él suspiró. No quería que Hannah se fuera así, disgustada con él.
—¿Has leído a Darwin?
—¿Charles Darwin? Por supuesto.
—Debí haberlo adivinado. Una chica inteligente como tú.
—Pero ¿qué tiene que ver Darwin con…?
—Adaptación. La supervivencia es el resultado de una buena adaptación. Algunos son más aptos que otros.
—¿Adaptación a qué?
—A la guerra. A vivir gracias a tu ingenio. A las nuevas reglas de juego.
Hannah se detuvo a pensar en lo que Robbie le decía.
—Estoy vivo —señaló francamente— tan sólo porque algún otro cabrón no lo está. Miles de ellos.
Por fin Hannah obtuvo la respuesta que buscaba. Se preguntó cómo se sentiría ella misma en esas circunstancias.
—Me hace feliz que estés vivo —declaró, pero sintió un profundo estremecimiento. Y cuando los dedos de Robbie tocaron su muñeca, ella la apartó involuntariamente.
—Ése es el motivo por el cual nadie habla de ello —continuó Robbie—. Saben que si lo hacen la gente los verá tal como en realidad son: seres envilecidos, moviéndose entre personas comunes, como si aún pertenecieran a su bando. Como si no fueran monstruos que regresan de una excursión criminal.
—No digas eso —pidió Hannah bruscamente—. Tú no eres un criminal.
—Soy un asesino.
—Es diferente, era una guerra. Lo hiciste para defenderte. Y para defender a otros.
Él se encogió de hombros.
—De todos modos, una bala atravesó el cerebro de un hombre.
—Basta —rogó Hannah—. No me gusta que hables así.
—Entonces no deberías haber preguntado.
No le gustaba pensar en Robbie de esa manera, pero no podía evitarlo. Alguien que conocía íntimamente, cuyas manos habían recorrido suave, lentamente, su cuerpo, alguien en quien confiaba, había matado. Eso lo hacía todo diferente. Lo hacía diferente a él. No para peor. Ella no lo amaba menos, pero lo veía de una manera distinta. Él había matado a un hombre. A muchos hombres. No importaba el número, los nombres.
Hannah meditaba sobre eso una tarde, mientras lo observaba deambular por el apartamento de un amigo en Fulham. Tenía puestos los pantalones, pero su camisa aún estaba sobre la cama. Ella miraba sus brazos delgados y musculosos, sus hombros desnudos, sus manos hermosas y brutales. Fue entonces cuando sucedió.
Llamaron a la puerta.
Los dos quedaron petrificados, mirándose el uno al otro. Se oyó otro golpe en la puerta, más impaciente que el anterior. Luego, una voz.
—Hola, Robbie. Ábreme. Soy yo.
Era la voz de Emmeline.
Hannah se apartó del borde de la cama y rápidamente recogió su ropa.
Robbie puso un dedo sobre sus labios y de puntillas se acercó a la puerta.
—Sé que estás ahí —señaló Emmeline—. Un anciano adorable que vive abajo me ha dicho que te vio llegar y que no has salido en toda la tarde. Déjame entrar. Hace un frío espantoso aquí afuera.
Robbie le indicó a Hannah que se escondiera en el baño.
Hannah asintió, atravesó la habitación de puntillas y cerró rápidamente la puerta del baño, con el corazón galopante. Se puso rápidamente el vestido y se arrodilló para espiar por el ojo de la cerradura.
Robbie abrió la puerta.
—¿Cómo supiste que estaba aquí?
—Sin duda estás encantado de verme —saludó Emmeline entrando hasta el centro de la habitación. Hannah advirtió que usaba su nuevo vestido amarillo—. Desmond se lo dijo a Freddy, y él se lo contó a Jane. Ya sabes cómo son esos chicos. —Hizo una pausa y observó detenidamente todo lo que había a su alrededor. Simple, pero acogedor. Emmeline se encogió de hombros al ver las sábanas desordenadas. Miró a Robbie, que no estaba completamente vestido, y sonrió—. ¿He interrumpido algo?
Hannah contuvo la respiración.
—Estaba durmiendo —contestó Robbie.
—¿A las cuatro menos cuarto?
Él se encogió de hombros, buscó su camisa y se vistió.
—Me preguntaba qué habrías hecho durante todo el día. Pensaba que estarías escribiendo poemas.
—Así es —dijo Robbie masajeándose la nuca. Luego resopló disgustado—. ¿Qué quieres?
La dureza de su voz estremeció a Hannah. Emmeline le había hablado de poesía a Robbie, que no había logrado escribir un poema en varias semanas. Sin embargo, su hermana no percibió esa alteración de su tono y siguió hablando con normalidad.
—Quería saber si vendrías esta noche a casa de Desmond.
—Ya te dije que no iría.
—Lo sé, pero pensé que podrías cambiar de idea.
—No he cambiado de idea.
Durante un instante los dos permanecieron en silencio. Robbie miró hacia la puerta. Los ojos de Emmeline recorrieron anhelantes la habitación.
—Tal vez podría… —insinuó Emmeline.
—Debes irte —declaró Robbie—, estoy trabajando.
—Pero podría ayudarte —sugirió tocando el borde de un plato sucio— a ordenar, o…
—He dicho que no. —Robbie abrió la puerta.
Hannah vio que Emmeline sonreía forzadamente.
—Estaba bromeando, querido. No habrás creído seriamente que en una tarde encantadora como ésta no tengo mejores cosas que hacer que limpiar una casa.
Robbie no le respondió.
Emmeline fue hacia la puerta. Se acomodó el cuello.
—¿Irás a casa de Freddy?
Él asintió.
—Ven a buscarme a las seis.
—De acuerdo —repuso Robbie, y cerró la puerta en cuanto Emmeline se fue.
Hannah salió del baño. Se sentía sucia, como una rata saliendo de su escondite.
—Tal vez sería mejor que dejemos de vernos por un tiempo, una semana…
—No —refutó Robbie—. Le dije claramente a Emmeline que no viniera a visitarme de improviso. Se lo diré de nuevo. Tendrá que comprender.
Hannah estuvo de acuerdo. Se preguntaba por qué se sentía tan culpable. Se recordó a sí misma, como solía hacer, que las cosas no podían ser de otra manera. Que Emmeline no sufría, ya que Robbie le había explicado desde el principio que no la amaba. Él le contó como ella se había reído, sorprendida; respondiéndole que no comprendía por qué él le adjudicaba ciertos sentimientos. Sin embargo, un momento antes había percibido cierta afectación en la voz de Emmeline, su forzada frivolidad ocultaba algo. Y se había puesto el vestido amarillo, su favorito.
Hannah miró el reloj de pared.
—Debería irme —dijo, aunque todavía le quedaba media hora.
—No, quédate.
—En realidad…
—Unos minutos por lo menos. Para asegurarnos de que Emmeline ya esté lejos de aquí.
Ella asintió. Robbie se acercó. Con ambas manos le sujetó la nuca y acercó los labios de Hannah a los suyos.
Un beso repentino, estremecedor, le hizo perder el equilibrio y silenció la insistente voz de la duda.
Una tarde de diciembre, mientras los dos estaban metidos en ambos extremos de una profunda bañera, Hannah anunció:
—No podremos vernos durante dos semanas. Teddy recibe invitados de los Estados Unidos. Estarán hospedados en casa los próximos quince días —agregó pasando una esponja por el tobillo de Robbie—, y debo hacer el papel de buena esposa, recibirlos, entretenerlos.
—Detesto imaginarte en ese papel —declaró Robbie—, lisonjeando a tu esposo.
—Te aseguro que no me dedico a adular, Teddy se sentiría desconcertado si lo hiciera.
—Sabes a qué me refiero. Vives con él, duermes con él.
—No es así. Lo sabes.
—Pero la gente sí lo cree. Piensan que sois una pareja.
Ella se acercó para tocar sus dedos, sumergidos en el agua jabonosa que se estaba enfriando rápidamente.
—Yo también detesto todo eso. Haría cualquier cosa por no tener que apartarme de ti jamás.
—¿Cualquier cosa?
—Casi cualquier cosa.
Hannah se puso de pie. Tembló cuando sintió el aire frío en la piel mojada. Salió de la bañera y se envolvió en una toalla.
—Trata de acordar una cita con Emmeline la semana próxima —propuso, sentándose en un taburete de madera junto a la ventana—, y déjame una nota con el lugar y el día en que podemos encontrarnos después de Año Nuevo.
Robbie se sumergió más profundamente en el agua. Sólo su cabeza quedaba a la vista.
—Quiero dejar de salir con Emmeline.
—No —rogó Hannah, abruptamente—. Aún no. ¿Cómo haríamos entonces para vernos? ¿Cómo sabría dónde encontrarte?
—No tendríamos ese problema si vivieras conmigo. Siempre sabríamos dónde encontrarnos. No podría ser de otro modo.
—Lo sé, lo sé —contestó Hannah dejando caer la enagua sobre su cuerpo—. Pero mientras tanto… ¿cómo puedes pensar en alejarte de Emmeline?
—Tienes razón, ella está muy ligada a mí.
—No, ella es apasionada, es su modo de ser. Pero ¿qué te ha llevado a decir eso?
Robbie meneó la cabeza.
—¿Qué sucede?
—Nada. Tienes razón, tal vez no tenga importancia.
—Estoy segura —insistió Hannah con firmeza. En ese momento creía en lo que decía, aunque lo habría dicho de todos modos. Porque el amor es así, urgente y demandante y arrasa con todas nuestras virtudes.
Hannah ya estaba vestida. A su vez, Robbie ocupó el taburete envuelto en una toalla. Ella se arrodilló frente a él y le ayudó a ponerse la manga izquierda de la camisa.
—Estás helado. Vístete rápido.
Robbie se puso la otra manga de la camisa. Ella comenzó a abotonarla y, sin mirarlo, dijo:
—Teddy quiere que nos mudemos a Riverton.
—¿Cuándo?
—En marzo. Para entonces la casa estará restaurada. Está construyendo un pabellón de verano. Se ve a sí mismo como el custodio de ese lugar —comentó secamente Hannah.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—No quería pensar en ello —repuso ella con desánimo—. Tenía la esperanza de que cambiaría de idea. —Hannah desabotonó el cuello de la camisa, introdujo su mano por debajo y la apoyó en el pecho de Robbie—. Tienes que mantenerte en contacto con Emmeline. Ella puede invitarte a pasar unos días en Riverton. Y suele salir a menudo, la invitan a fiestas en el campo o a pasar el fin de semana en casa de sus amigos.
Robbie asintió sin mirarla.
—Por favor, hazlo por mí. Dime que vendrás.
—¿Y seremos una de esas parejas que se encuentran en las casas de campo?
—Sí.
—Como tantas parejas antes que nosotros, jugaremos a ser corteses pero distantes durante el día y nos deslizaremos en la oscuridad para encontrarnos por la noche.
—Sí —dijo ella serenamente.
—Ésas no son nuestras reglas.
—Lo sé.
—No es suficiente.
—Lo sé.
—Está bien, lo haré sólo porque tú me lo pides.
Acordaron verse una tarde, a principios de 1924. Teddy estaba de viaje por asuntos de negocios, y Deborah había salido para visitar a unos amigos.
Se habían citado en un lugar de Londres que Hannah no conocía. Mientras el taxi avanzaba por las intrincadas calles de la zona este, Hannah miraba por la ventanilla. Ya era de noche y en general había pocas cosas interesantes que ver: edificios grises, carromatos tirados por caballos iluminados con faroles; de vez en cuando, niñas de mejillas rosadas vestidas con gruesos delantales de lana señalaban el taxi mientras jugaban. Y luego, al llegar a una calle, la sorpresa de las luces de colores, la muchedumbre, la música.
Hannah se inclinó hacia el conductor.
—¿Qué es esto? ¿Qué ocurre aquí?
—Es la verbena de Año Nuevo —explicó. Su acento indicaba que había nacido en el barrio—. Aunque deberían estar a resguardo del invierno.
Hannah observaba fascinada mientras el taxi seguía su camino. Una hilera de luces se extendía a lo largo de los edificios. La banda de músicos de cuerda, además de un acordeón, había congregado a una multitud que reía y aplaudía. Los niños se mezclaban con los adultos, agitaban serpentinas y hacían sonar silbatos. Hombres y mujeres se reunían en torno a grandes tambores de metal donde se cocían castañas y bebían cerveza en jarras. El conductor del taxi tocó la bocina para que le permitieran pasar.
—Están todos locos —exclamó cuando el automóvil llegó a la esquina y dobló para seguir por una calle a oscuras—. Como cabras.
A Hannah le parecía haber pasado por un lugar de fantasía. Cuando por fin el conductor se detuvo frente al domicilio indicado, corrió a encontrarse con Robbie para contarle lo que había visto. Le rogó, y finalmente lo convenció. Irían juntos a la verbena. Salían muy poco, indicó. ¿Cuándo tendrían otra oportunidad de ir juntos a un festejo? Allí nadie los conocía. Era un lugar seguro.
Ella lo guio, confiando en su memoria, aunque temía que la fiesta hubiera desaparecido como un bosque habitado por las hadas. Pero de pronto oyó los sonidos del violín, los silbatos de los niños, las voces joviales, y supo que estaban cerca.
Unos minutos después ya habían doblado la esquina del país de las maravillas y comenzaban a recorrer la calle del festejo. El viento frío traía el aroma de las castañas asadas, mezclado con el sudor y la algarabía. Había personas asomadas a las ventanas que hablaban a gritos con los que estaban en la calle, cantaban, brindaban por el nuevo año y despedían el anterior. Hannah, del brazo de Robbie, miraba deslumbrada todo aquel panorama. Le señaló las cosas que le llamaron la atención, rio alegremente al ver que algunas personas comenzaban a bailar en una improvisada pista.
Decidieron dejar de ser observadores y unirse a la muchedumbre. Se sentaron en una tabla de madera apoyada sobre cajones de leña. Una mujer con las mejillas coloradas y abundantes bucles negros se sentó en un banco junto a los músicos para cantar y batir un tamboril que sostenía entre sus mullidos muslos. El auditorio la alentaba con sus gritos, las faldas ondeaban al ritmo de la música.
Hannah estaba fascinada. Jamás había visto semejante jolgorio. Había ido a numerosas fiestas, pero, comparadas con ésta, le parecían artificiales, excesivamente civilizadas. Aplaudió, rio, apretó con vehemencia la mano de Robbie.
—Son maravillosos —exclamó, incapaz de apartar la vista de las parejas que bailaban. Hombres y mujeres de todas las edades y tamaños giraban con los brazos enlazados, y aplaudían—. ¿No son absolutamente maravillosos?
El volumen aumentaba, el ritmo se aceleraba. La música hacía vibrar la piel, entraba por los poros, fluía por la sangre; aceleraba el ritmo del corazón.
—Tengo sed, vamos a buscar algo para beber —le susurró Robbie al oído.
Ella casi no le oía. Meneó la cabeza. Advirtió que respiraba agitadamente.
—No, no. Ve tú. Yo quiero mirar.
Robbie dudó.
—No quiero dejarte sola.
—Estaré bien.
Hannah apenas advirtió que la mano de Robbie apretó fuertemente la suya por un instante y la soltó después. No lo miró mientras se alejaba. Había muchas otras cosas que ver, oír y sentir.
Más tarde se preguntó si había pasado por alto algún indicio en la voz de Robbie, si el ruido, la agitación, la muchedumbre le habían resultado opresivos. Pero en ese momento no lo pensó, estaba cautivada.
El lugar de Robbie fue ocupado inmediatamente. Otro muslo tibio se apretó contra el suyo. Hannah miró de reojo. Era un hombre bajo y fornido, de patillas pelirrojas y un sombrero de fieltro marrón.
El hombre la miró, se acercó más y le señaló con el dedo la pista.
—¿Bailamos?
Su aliento olía a tabaco. Los ojos celestes se detuvieron en ella.
—Oh, no —se disculpó Hannah con una sonrisa—. Gracias, pero estoy con una persona.
Miró hacia atrás buscando a Robbie entre la multitud. Le pareció verlo en el otro extremo de la calle, fumando junto a un tonel humeante.
—No tardará en volver.
El hombre ladeó la cabeza.
—Vamos, sólo una pieza. Para entrar en calor.
Hannah volvió a mirar hacia el lugar donde creía haber visto a Robbie. No había rastro de él. ¿Le había dicho adónde iba, cuánto tiempo tardaría?
—¿Y bien? —insistió el hombre. Ella lo miró. La música invadía el lugar. Recordó una calle de París algunos años atrás, en su luna de miel. Se mordió el labio. ¿Qué daño podía hacer bailar un poco? ¿Qué sentido tenía desperdiciar las oportunidades que la vida le brindaba?
—De acuerdo —accedió Hannah. Tomó la mano del hombre y sonrió nerviosamente—. Pero no estoy segura de saber los pasos.
El hombre sonrió y la llevó al centro de la pista, donde se arremolinaban los bailarines.
Y Hannah se encontró bailando. Y aunque no recordaba saber los pasos, guiada por su compañero se defendió bastante bien. Giraron y se dejaron llevar por el frenesí de las otras parejas. Los violines sonaban, las botas taconeaban, las manos aplaudían. Ella y su pareja se tomaron del brazo, codo con codo, y comenzaron a girar. Hannah no pudo contener la risa. Nunca se había sentido tan libre. Miró el cielo nocturno, cerró los ojos, sintió el aire frío en los párpados y las mejillas tibias. Al abrirlos buscó a Robbie. Anhelaba bailar con él. Trató de encontrarlo en medio de esa multitud de caras. Se preguntó si siempre habían sido tantas. Pero giraba demasiado rápido. Eran una masa de ojos, bocas y sonidos.
—Yo… —Estaba sin aliento. Se pasó una mano por la nuca sudorosa—. Tengo que irme. Mi amigo volverá en cualquier momento —anunció Hannah. El hombre no pareció oírla. Ella le dio un golpecito en el hombro para que dejara de girar—. Ya he tenido bastante. Gracias —le gritó al oído.
Por un instante creyó que no iba a detenerse, que seguiría girando y jamás la dejaría ir. Luego sintió una desaceleración, un vahído, y se encontró nuevamente sentada en el banco de madera. Estaba ocupado por nuevos espectadores, pero entre ellos no vio a Robbie.
—¿Dónde está su amigo? —preguntó el hombre, pasando su mano por un mechón de cabello rojo. Había perdido el sombrero mientras bailaba.
Hannah buscó a Robbie entre rostros extraños, parpadeando fuertemente para enfocar la vista.
—Regresará enseguida.
—No tiene sentido que se quede aquí sentada mientras lo espera, se resfriará.
—Gracias. Lo esperaré aquí.
El hombre aferró la muñeca de Hannah.
—Venga, sea mi pareja.
—No —objetó Hannah con firmeza—. Ya basta.
El hombre la soltó. Se encogió de hombros, se pasó la mano por las patillas y por la nuca. Se disponía a marcharse cuando de pronto algo surgió de la oscuridad y cayó sobre ellos. Era Robbie.
Con el codo golpeó el hombro de Hannah, que perdió el equilibrio.
Se oyó un grito. ¿Lo dio Robbie? ¿El hombre? ¿Ella?
Hannah cayó sobre un corro de espectadores.
La banda y los bailarines siguieron con lo suyo. Desde el suelo Hannah miró hacia arriba. Robbie atacó al hombre, le dio un puñetazo, otro, y otro. Ella sintió pánico, calor, miedo.
—¡Robbie! —le gritó—. ¡Robbie, basta!
Con dificultad, Hannah se abrió paso entre una infinidad de personas.
La música había cesado. La gente se había congregado en torno a los hombres que peleaban. Ella logró meterse entre ambos y aferrar la camisa de Robbie.
Él la apartó. La miró un instante con los ojos inertes, sin verla.
En ese momento el puño del contrincante dio en la cara de Robbie. El hombre cayó sobre él. Brotó la sangre.
—¡No! —gritó Hannah—. Suéltelo, por favor, suéltelo. ¡Que alguien me ayude! —pidió llorando.
Nunca supo exactamente cómo terminó la pelea. No supo el nombre del hombre que acudió en su ayuda. Pero recordaba que apartó al tipo de las patillas, arrastró a Robbie hacia la pared, trajo vasos de agua y luego de whisky. Por fin le dijo que se llevara a su amigo y lo obligara a quedarse en cama.
Quienquiera que fuera, los hechos de esa noche no lo sorprendieron. Riendo, les dijo que no había un sábado por la noche —o un viernes, o un jueves, lo mismo daba— en que dos tipos no se pelearan. Y después se encogió de hombros, agregando que Red Wycliffe no era un mal tipo, pero había estado en la guerra, y desde entonces no había vuelto a ser el mismo, eso era todo.
Robbie se apoyó en Hannah para caminar y se alejaron de allí.
Nadie los miró mientras avanzaban por la calle, dejando atrás el baile, la diversión, el ruido.
Más tarde, de regreso en el apartamento de Robbie, él se sentó en un taburete de madera y ella, arrodillada frente a él, le limpió la cara. Casi no habían hablado desde que abandonaron la verbena. Ella había preferido no hacer preguntas. ¿Qué sentimiento se había apoderado de él? ¿Por qué había atacado a ese hombre? ¿Dónde había estado? Suponía que Robbie se hacía las mismas preguntas, y estaba en lo cierto.
—¿Qué hubiera sucedido? —preguntó él por fin—. ¿Qué hubiera sucedido?
—Shhh —le calló ella, presionando su mejilla con el paño húmedo—. Ya pasó.
Robbie meneó la cabeza. Cerró los ojos. Pero sus pensamientos no se detuvieron. Su voz era apenas audible cuando dijo:
—Lo habría matado. Dios mío, lo habría matado.
No volvieron a salir después de aquel episodio. Hannah se culpaba, se reprochaba no haber oído sus argumentos, haber insistido en que fueran a ese lugar. Las luces, el ruido, la multitud. Había leído acerca del trauma de guerra, debería haberlo previsto. Decidió que en el futuro cuidaría mejor a Robbie, tendría presente las experiencias que había vivido, lo trataría con amabilidad y nunca le recordaría aquel día. Ya había pasado y no volvería a suceder. Ella se aseguraría que así fuera.
Aproximadamente una semana después, estaban juntos en la cama, jugando, imaginando que vivían en un pueblo minúsculo y solitario en la cumbre del Himalaya, cuando Robbie se incorporó y dijo:
—Estoy cansado de este juego.
Hannah se reclinó sobre un costado.
—¿Qué te gustaría hacer?
—Quiero que sea realidad.
—También yo. Supongamos que…
—No —la interrumpió Robbie—. ¿Por qué no podemos hacerlo realidad?
—Querido —señaló suavemente Hannah, acariciando la cicatriz de su mejilla derecha—, no sé si lo has olvidado, pero ya estoy casada. —Trataba de ser frívola, de hacerlo reír, pero no lo consiguió.
—Las personas se divorcian.
Ella se preguntó a qué clase de personas se refería.
—Sí, pero…
—Podemos irnos a otro lugar, lejos de aquí, lejos de todas las personas que conocemos. ¿No es lo que quieres?
—Sabes que sí.
—Con la nueva ley, sólo es necesario probar que se ha cometido adulterio.
—Pero Teddy no es un adúltero.
—No, claro —ironizó Robbie—. En todo el tiempo que…
—Él no es así.
—Pero cuando dijiste que tú y él… supuse que…
—Es algo en lo que no piensa, nunca le ha interesado demasiado —explicó Hannah pasando un dedo por los labios de Robbie—. Ni siquiera cuando estábamos recién casados. Cuando te conocí me di cuenta de que… —Hannah hizo una pausa y lo besó—. Entonces comprendí.
—Es un estúpido —exclamó Robbie mirándola intensamente, acariciando suavemente su brazo desde el hombro hasta la muñeca—. Debes dejarlo.
—¿Qué?
—No vayas a Riverton —pidió Robbie, que se había sentado y aferraba las muñecas de Hannah. Estaba más guapo que nunca—. Huye conmigo.
—No hablas en serio —repuso Hannah desconcertada—. Estás bromeando.
—Nunca he hablado más seriamente.
—¿Hablas de desaparecer, sencillamente?
—Sencillamente desaparecer.
Durante un momento ella se quedó pensativa, en silencio. Por fin dijo:
—No puedo. Lo sabes.
Él la soltó bruscamente, se levantó de la cama y encendió un cigarrillo.
—Hay muchos motivos. Emmeline…
—Al diablo con Emmeline.
—Ella me necesita.
—Yo te necesito.
Ella sabía que era cierto. Que la necesitaba terriblemente.
—Ella estará bien —aseguró Robbie—, es más fuerte de lo que crees.
Hannah suspiró.
—No es tan simple. Soy responsable de ella.
—¿Quién ha dicho eso?
—David, mi padre. Es algo tácito.
Robbie se había sentado frente a la mesa. Fumaba. A Hannah le pareció que había adelgazado. Se preguntó por qué no lo había notado antes.
—Teddy y su familia me encontrarían. Y me lo harían pagar de por vida —alegó Hannah y se estremeció.
—Yo no lo permitiría.
—No los conoces.
—Podríamos ir a un lugar remoto, donde nunca se les ocurriera buscarnos. El mundo es muy grande.
Robbie parecía tan frágil allí sentado. Solo. Ella era todo lo que tenía. Hannah se puso de pie detrás de él y lo abrazó. Él apoyó la cabeza en su vientre.
—No puedo vivir sin ti —declaró Robbie—. Antes preferiría morir.
Sus palabras eran tan sinceras que hicieron temblar a Hannah, quien, al mismo tiempo, se sintió culpable por alegrarse.
—No digas eso.
—Es verdad.
—Estás tratando de disgustarme.
—Necesito estar contigo —reconoció sencillamente Robbie—. Sin ti, moriré.
—Déjame pensarlo —le pidió Hannah. Sabía que cuando Robbie se empecinaba, lo mejor era no discutir con él.
Hannah dejó que él planificara la gran huida. Robbie dejó de escribir poesía. En su cuaderno sólo anotaba las posibilidades que iban surgiendo en su mente. Ella incluso lo ayudaba a veces. Se decía que era un juego, como los que solían jugar. Eso le hacía feliz, y además, a veces, a ella también le despertaba curiosidad imaginar los lugares donde podrían vivir, las cosas que podrían ver, las aventuras en las que podrían participar. Un juego que jugaban en su mundo secreto.
Ella no sabía, no podía saber, adónde conduciría todo aquello.
Si lo hubiera sabido —me confesó después— lo habría besado por última vez, habría dado media vuelta y se habría marchado, tan rápido y tan lejos como fuera posible.