Capítulo 20

La elección

Había olvidado cómo era la zona de servicio de Riverton: la oscuridad, los techos bajos, el frío suelo de mármol. Había olvidado también el viento invernal que entraba desde el jardín, que silbaba a través de las grietas abiertas entre los bloques de piedra. La casa del número diecisiete, en cambio, contaba con los sistemas más novedosos de aislamiento y calefacción, instalados por iniciativa de Deborah.

—Pobrecita —dijo la señora Townsend abrazándome, invitándome a apoyar mi cabeza en su cálido pecho. Los hijos que nunca tuvo podrían haber disfrutado de una agradable sensación. Pero, como mi madre sabía de sobra, la familia era lo primero que un sirviente debía sacrificar—. Ven, siéntate. Myra, prepara una taza de té para Grace.

—¿Dónde está Katie? —pregunté sorprendida.

Todos se miraron entre sí.

—¿Qué ha ocurrido? Nada desagradable, supongo. Alfred me lo habría dicho.

—Se ha casado —reveló Myra con disgusto antes de dirigirse rápidamente a la cocina.

No podía creerlo. La señora Townsend bajó la voz y dijo velozmente:

—Un tipo del norte, que trabaja en las minas. Yo la había enviado al pueblo con un encargo, y allí lo conoció. Niña tonta. Todo ocurrió con una rapidez espantosa. No me sorprendería que hubiera un bebé en camino.

La cocinera se alisó el delantal, complacida con el efecto que sus palabras habían tenido sobre mí, y miró hacia la cocina.

—Trata de no hablar de eso delante de Myra, está verde de rabia, como los dedos de un jardinero, aunque ella asegure que no es así.

Asentí, demudada. ¿La pava de Katie casada? ¿Con un hijo en camino?

Mientras trataba de acostumbrarme a las importantes novedades, la señora Townsend seguía insistiendo en que me sentara junto al fuego, en que estaba demasiado delgada y pálida y que un poco de su budín de Navidad me ayudaría a restablecerme. Cuando salió para buscar una porción, sentí que todos me miraban atentamente. Aparté a Katie de mis pensamientos y me interesé por saber cómo estaban las cosas en Riverton.

Todos permanecieron en silencio, mirándose unos a otros, hasta que el señor Hamilton habló.

—En fin, Grace, las cosas no siguen como tú las recuerdas.

Le pregunté a qué se refería.

—Todo es mucho más tranquilo ahora —explicó alisándose la chaqueta—. Trabajamos a un ritmo más lento.

—Esto parece un castillo fantasma —comentó Alfred, inquieto. Desde que llegamos se había quedado junto a la puerta—. Los de arriba vagan de un lado a otro como almas en pena.

—¡Alfred! —le llamó la atención el señor Hamilton, aunque con menos vigor del que yo habría esperado—. Estás exagerando.

—No exagero, señor Hamilton. Grace es una de nosotros, podemos decirle la verdad. —Alfred me miró—. Es lo que te conté en Londres. Desde que la señorita Hannah se fue, el amo no ha vuelto a ser el mismo.

—Es cierto que estaba alterado, pero no sólo porque la señorita Hannah se había ido en malos términos con él, sino también porque perdió su fábrica y a su madre —aclaró Myra. Luego se inclinó hacia mí—. Si pudieras ver cómo están las cosas arriba… Todos ponemos nuestro mayor empeño, pero no es fácil. Él no permite que contratemos gente para hacer reparaciones, dice que el ruido de los martillos lo altera. Nos hemos visto obligados a clausurar la mayor parte de las habitaciones. Como asegura que ya no recibirá invitados, cree que no es necesario desperdiciar tiempo y energía en tareas de mantenimiento. Una vez me descubrió limpiando la biblioteca y estuvo a punto de pedir mi cabeza. —Myra echó un vistazo al señor Hamilton—. Ya nadie se ocupa de controlar las cuentas.

—Porque no hay una mujer que dirija la casa —sentenció la señora Townsend, que mientras regresaba con una porción de pudín se lamía la nata del dedo—. Siempre es así cuando falta una mujer.

—Él pasa la mayor parte del tiempo en el salón —prosiguió Myra—, fumando su pipa y mirando por la ventana. O escuchando viejas canciones. A veces da miedo.

—Ya es suficiente, Myra —interrumpió el señor Hamilton, con cierta impotencia—. No nos corresponde criticar al amo —concluyó, y se quitó las gafas para frotarse los ojos.

—Sí, señor Hamilton —respondió Myra. Luego me miró y dijo rápidamente—. Tendrías que verlo, Grace. No lo reconocerías. Ha envejecido en muy poco tiempo.

—Lo he visto —afirmé.

—¿Dónde? —preguntó el señor Hamilton algo alarmado y volvió a ponerse las gafas—. Espero que no haya estado vagando cerca del lago.

—Oh, no, señor Hamilton. Nada de eso —le aseguré—. Lo vi en el cementerio del pueblo, en el funeral de mi madre.

—¿Estuvo en el funeral? —exclamó Myra abriendo los ojos.

—Lo distinguí observando en la colina que está junto al cementerio. Desde allí podía verlo todo.

El señor Hamilton miró a Alfred pidiendo confirmación. Él se limitó a encogerse de hombros.

—Yo no lo vi.

—Pero estaba allí —aseguré con firmeza—. Estoy segura de haberlo visto.

—Espero que sólo haya salido a dar un paseo, a tomar un poco de aire —comentó el señor Hamilton sin convicción.

—No caminó demasiado —advertí vacilante—. Se quedó de pie, como desorientado, mirando hacia la tumba.

El señor Hamilton y la señora Townsend se miraron.

—Sí, bien, siempre tuvo predilección por tu madre, mientras trabajó aquí.

—¿Predilección? —exclamó la señora Townsend arqueando las cejas—. ¿Llama a eso predilección?

Los miré a ambos. En su expresión había algo que no podía comprender. Una información que yo desconocía.

—¿Y cómo van tus cosas, Grace? —se interesó súbitamente el señor Hamilton, apartando los ojos de la señora Townsend—. Ya hemos hablado bastante de nosotros. Háblanos de Londres. ¿Cómo está la joven señora Luxton?

Sus voces sonaban lejanas. En mi mente algo se estaba definiendo. Susurros, miradas, insinuaciones que habían revoloteado en ella durante largo tiempo, empezaban a tomar forma de manera reveladora.

—¿Y bien, Grace? —Se impacientó la señora Townsend—. ¿Te ha comido la lengua el gato? ¿Qué noticias puedes darnos de la señorita Hannah?

—Lo siento, señora Townsend —me disculpé—. Estaba distraída.

Como todos me miraban ansiosos, les conté que Hannah estaba bien. Me pareció que era lo correcto. De otro modo, no habría sabido por dónde empezar: las discusiones con Teddy, la visita a la adivina, la inquietante afirmación de que ya estaba muerta. Decidí hablar, en cambio, de la hermosa casa, de los vestidos de Hannah y de sus elegantes invitados.

—¿Y respecto a tus quehaceres? —preguntó el señor Hamilton, irguiéndose en su asiento—. ¿Es muy diferente el ritmo de Londres? Supongo que habrá mucha actividad. ¿Sois muchos de servicio?

Le dije que la plantilla era numerosa, pero no tan eficiente como la de Riverton. Eso pareció agradarle. Y entonces le conté la oferta que había recibido de lady Pemberton-Brown.

—Confío en que la habrás puesto en su lugar, con cortesía, pero con firmeza, como siempre te he aconsejado.

—Sí, señor Hamilton, por supuesto. Eso es lo que hice.

—Ésa es mi chica —exclamó, sonriendo como un padre orgulloso—. Glenfield Hall, nada menos. Tu reputación tiene que ser excelente si gente de su nivel ha tratado de contratarte. No obstante, hiciste lo correcto. En nuestro trabajo, ¿qué es más valioso que la lealtad?

Todos asentimos, expresando nuestro acuerdo, salvo Alfred, según pude advertir. También lo advirtió el señor Hamilton.

—Supongo que Alfred te ha contado sus planes —indicó, levantando una ceja encanecida.

—¿Qué planes? —pregunté, mirando a Alfred.

—Estaba tratando de encontrar la ocasión de decírtelo —comenzó a explicar Alfred, sonriéndome mientras se acercaba para sentarse junto a mí—. Me voy, Grace, se acabó el «Sí, señor» para mí.

Primero pensé que nuevamente se iría de Inglaterra, justo cuando comenzábamos a hacer las paces.

Mi expresión le hizo reír.

—No me iré lejos. Sólo dejo el servicio. Un amigo que conocí durante la guerra me ha propuesto que nos asociemos en un negocio.

—Alfred… —No supe qué decir. Estaba aliviada, pero también preocupada por él—. ¿Dejarás el servicio? ¿A qué clase de negocio te dedicarás?

—Mecánica. Mi compañero es increíblemente habilidoso. Me puede enseñar a reparar motores y ese tipo de cosas. Mientras tanto, me ocuparé de dirigir el garaje. Pienso trabajar mucho y ahorrar dinero, Gracie. Ya he logrado reunir algo. Algún día tendré mi propio negocio. Seré mi propio amo. Ya verás.

Más tarde, Alfred me acompañó de regreso al pueblo. La fría noche caía rápidamente sobre nosotros y caminábamos a toda velocidad para no congelarnos. Si bien me agradaba estar en compañía de Alfred, y me sentía aliviada porque habíamos resuelto nuestras diferencias, no hablé demasiado. Mi mente estaba ocupada tratando de unir fragmentos de información, y de encontrarle un sentido al resultado. Por su parte, Alfred parecía contento de poder caminar en silencio, su mente también parecía estar atareada aunque con otro tipo de pensamientos, totalmente diferentes.

Yo pensaba en mi madre. En su amargura siempre latente, su convicción, o al menos su idea, de que la suya era una vida desafortunada. Ésa era la madre que yo recordaba. Y sin embargo, desde hacía algún tiempo tenía indicios de que no siempre había sido así. La señora Townsend la recordaba con cariño. El señor Frederick, tan difícil de contentar, había tenido predilección por ella.

¿Pero qué había sucedido? ¿Qué había transformado a la joven criada con su sonrisa secreta? Comenzaba a sospechar que la respuesta era la clave para descubrir muchos de los misterios de mi madre. Y la solución estaba ante mis ojos. Acechaba, como un pez escurridizo. Sabía que estaba allí, podía percibirlo, vislumbrar su forma difusa, pero, cada vez que estaba a punto de alcanzar esa silueta borrosa, se esfumaba.

Sin duda era algo relacionado con mi nacimiento, mi madre nunca lo había ocultado. Y estaba segura de que el fantasma de mi padre estaba presente: había hablado de él con Alfred, pero nunca conmigo, del hombre al que había amado y con quien no había podido vivir. ¿Por qué motivo? Le había dicho a Alfred que era a causa de su familia, sus responsabilidades.

—Grace.

Mi tía sabía quién era, pero tenía la boca tan cerrada como mi madre. Sin embargo, yo sabía muy bien lo que pensaba de él. A lo largo de mi infancia había escuchado infinidad de conversaciones a media voz entre mi madre y mi tía, en las que ésta le reprochaba su mala elección, acusándola de haber caído en su propia trampa, no quedándole más opción que resignarse a vivir en ella. Mi madre lloraba cuando la tía Dee le daba unos golpecitos en el hombro a modo de brusca condolencia: «Es mejor que te hayas alejado. No habría salido bien. Te has librado de ese lugar». Ese lugar. Aun siendo una niña, sabía que se refería a la gran casa de Hastings Hill. Y sabía también que el desprecio que la tía Dee sentía hacia mi padre sólo era igualado por el que le provocaba Riverton. Las dos grandes catástrofes en la vida de mi madre, como le gustaba decir.

—Grace.

Un desprecio que, al parecer, incluía al señor Frederick.

«Qué descaro», había dicho al verlo durante el funeral. «No puede comportarse correctamente, después de todo lo que ha hecho». Me preguntaba cómo mi tía podía saber quién era el señor Frederick, y qué había hecho para que ella reaccionara de esa manera.

También me intrigaba saber qué estaba haciendo allí. Había tenido predilección por su empleada, pero eso no justificaba que Su Señoría apareciera en el cementerio, para presenciar el entierro de una criada que había trabajado en su casa hacía mucho tiempo.

—Grace.

A lo lejos, a través de la maraña de mis pensamientos, oí que Alfred me hablaba. Lo miré distraídamente.

—Hay algo que he tratado de decirte durante todo el día. Temo que, si no lo hago ahora, me volveré loco.

Y mi madre también había tenido predilección por Frederick. «Pobre, pobre Frederick», había dicho cuando supo que había perdido a sus padres. No se compadeció de lady Violet o de Jemina. Su solidaridad se centró exclusivamente en Frederick.

¿Pero acaso no era comprensible? Cuando mi madre trabajaba en la casa, el señor Frederick debía de ser un hombre joven; era natural que simpatizara con el miembro de la familia que tenía una edad más cercana a la suya. Algo similar me ocurría con Hannah. Además, aparentemente mi madre sentía una predilección similar por Penelope, la esposa de Frederick. «Frederick no volverá a casarse», aseguró cuando le conté que Fanny esperaba convertirse en su esposa. Tal vez el afecto que sentía por su antigua ama podía explicar la certeza con que descartó esa posibilidad, aun cuando insistí en que todos esperaban que el matrimonio se concretara.

—Me resulta difícil encontrar las palabras adecuadas, Grace, lo sabes tan bien como yo —estaba diciendo Alfred—, de modo que iré directo al grano. Como te dije, pronto me dedicaré a los negocios…

Asentí, no sé cómo pero logré asentir, a pesar de que mi mente estaba en otro lugar. Noté que el escurridizo pez estaba cerca. Creí adivinar el brillo de sus escamas ondulando entre los juncos, dispuesto a abandonar la oscuridad…

—Pero ése es sólo el primer paso. Ahorraré todo lo que pueda y un día, no muy lejano, tendré una empresa con el nombre de Alfred Steeple en la puerta, ya lo verás.

… y salir a la luz. ¿Era posible que el disgusto de mi madre no se debiera en absoluto al afecto que sentía por su antigua ama sino a que el hombre a quien había querido —que aún quería— pudiera volver a casarse? ¿Mi madre y el señor Frederick…? Tantos años atrás, cuando ella servía en Riverton…

—He esperado todo este tiempo, Grace, porque quería tener algo que ofrecerte. Algo más de lo que soy ahora.

Seguramente no. Habría sido un escándalo. La gente lo habría sabido. Yo lo habría sabido, ¿o no?

Recuerdos, retazos de alguna conversación, flotaban en mi memoria. ¿A eso se había referido lady Violet cuando le mencionó a lady Clementine «ese asunto infame»? ¿La gente lo supo? ¿Había surgido el escándalo en Saffron, veinte años atrás, cuando una mujer del lugar fue expulsada de la finca, preñada por el hijo de su ama?

Pero si hubiera sido así, ¿por qué lady Violet me había aceptado como criada? Sin duda yo era un indeseado recordatorio de lo sucedido.

A menos que mi empleo fuera una especie de recompensa. El precio que debía pagar a cambio del silencio de mi madre. Por eso ella se había mostrado tan segura, tan confiada en que habría un puesto para mí en Riverton.

Entonces lo supe. Era muy simple. El pez nadó hacia la claridad, sus escamas brillaron como nunca. ¿Cómo no lo había descubierto antes? La amargura de mi madre. La incapacidad del señor Frederick para volver a casarse. Todo adquiría sentido. Él también había amado a mi madre. Por eso había venido al funeral. Por eso me miraba de esa manera tan extraña, como si hubiera visto un fantasma. De ahí su alivio cuando me fui de Riverton, y que le dijera a Hannah que no era necesaria allí.

—Grace, me pregunto si… —continuó Alfred tomando mi mano.

Hannah. Nuevamente el descubrimiento me dejó atónita.

Ahogué una exclamación. Eso explicaba tantas cosas: la solidaridad, sin duda fraternal, que nos unía.

Las manos de Alfred sujetaron las mías, impidiendo que me desmayara.

—Vamos, Grace —dijo sonriendo nerviosamente—, no te desmayes ahora.

Mis piernas no me sostenían. Sentí que se quebraban en un millón de minúsculas partículas que caían como la arena cae de un cubo.

¿Lo sabía Hannah? ¿Sería ése el motivo por el que había insistido en que la acompañara a Londres, eligiéndome cuando sintió que todos los demás la abandonaban, y arrancándome la promesa de que nunca la abandonaría?

—Grace, ¿te sientes bien? —preguntó Alfred. Su brazo me servía de apoyo.

Asentí, tratando de hablar, sin conseguirlo.

—Bien, porque todavía no he dicho todo lo que quería. Aunque presiento que ya lo has adivinado.

¿Adivinado? ¿Lo que ocurrió entre mi madre y Frederick? ¿Lo que sucedió con Hannah? No, Alfred había estado hablando de… ¿de qué? De su nuevo negocio, de su amigo de la guerra…

—Grace —Alfred tomó mis manos entre las suyas, me sonrió y tragó saliva—, ¿me harías el honor de ser mi esposa?

Sentí una repentina ráfaga de lucidez. Parpadeé. No pude responder. Los sentimientos y pensamientos me avasallaban. Alfred me había pedido que me casara con él. Alfred, a quien adoraba, estaba de pie frente a mí, con el rostro congelado, esperando que le respondiera. Mi lengua trataba de modular palabras que mis labios no podían pronunciar.

—¿Grace? —repitió Alfred mirándome con los ojos muy abiertos, llenos de aprensión.

Sentí que en mi rostro aparecía una sonrisa, me oí reír. No podía parar. También estaba llorando. Las lágrimas humedecían mis mejillas. Supongo que era un ataque de histeria. En los últimos y breves instantes habían sucedido demasiadas cosas. Demasiadas para asimilarlas de golpe. El impacto de comprender la clase de relación que me unía al señor Frederick, a Hannah. La sorpresa y el deleite de la propuesta de Alfred.

—Grace, ¿significa eso que aceptas? —preguntó Alfred, observándome desconcertado—. Quiero decir, ¿que aceptas casarte conmigo?

Casarme con él. Yo. Era mi sueño secreto y sin embargo cuando se hacía realidad descubría que me encontraba totalmente desprevenida. Hacía tiempo que lo había catalogado como una fantasía juvenil. Había dejado de imaginar que alguna vez pudiera volverse realidad. Que alguien me haría esa proposición. Que Alfred me haría esa proposición.

Asentí, y logré dejar de reír. Me oí decir «sí». Fue apenas un susurro. Cerré los ojos. La cabeza me daba vueltas. Un poco más alto: «Sí».

Alfred dio un grito de alegría y yo abrí los ojos. Lo vi sonreír, rebosante de alivio. Una pareja que pasaba por la otra acera se volvió para mirarnos y Alfred les gritó: «¡Ha dicho sí!». Luego volvió a mirarme, y apretó los labios. Trataba de no sonreír para poder hablar. Aferró mis brazos. Estaba temblando.

—Tenía la esperanza de que aceptarías.

Asentí otra vez, sonreí. Pasaban demasiadas cosas.

—Grace —pronunció suavemente—, me preguntaba… ¿puedo darte un beso?

Supongo que dije «sí» porque a continuación él levantó una mano para sostener mi cabeza, se inclinó hacia mí y sentí la rara y placentera extrañeza del contacto de sus labios en los míos. Fríos, suaves, misteriosos.

El tiempo parecía transcurrir lentamente.

Alfred retrocedió y me sonrió, tan joven, tan apuesto a la luz del atardecer.

Luego enlazó su brazo con el mío —era la primera vez que lo hacía— y comenzamos a caminar por la calle. No hablábamos, simplemente caminábamos juntos, en silencio. Sentí a través de la tela de mi camisa el roce de su contacto. Me estremecí. Su calidez, su presión, eran una promesa.

Alfred acarició mi muñeca con los dedos enguantados y experimenté una excitación desconocida. Mis sentidos se habían agudizado, como si alguien me hubiera despojado de una gruesa capa de piel, lo que me permitía sentir más intensamente, más libremente. Me acerqué un poco más. Pensaba cuántas cosas habían cambiado en el transcurso de un día. Había descubierto el secreto de mi madre, había comprendido la naturaleza del vínculo que me unía a Hannah, Alfred me había pedido que me casara con él. Estuve a punto de contarle mis deducciones acerca de mi madre y el señor Frederick pero las palabras murieron en mis labios. Tendríamos tiempo de sobra más adelante. La revelación era demasiado reciente, quería disfrutar a solas, un poco más, del secreto de mi madre. Y quería saborear mi propia felicidad, de modo que permanecí en silencio y seguimos caminando, con los brazos entrelazados, en dirección a la casa de mi madre.

Momentos preciosos, perfectos, que he recordado en infinidad de ocasiones a lo largo de mi vida. A veces imagino que llegamos a la casa, entramos y hacemos un brindis a nuestra salud y nos casamos inmediatamente después. Y vivimos felices el resto de nuestra vida hasta hacernos viejos.

Pero no es lo que sucedió, como tú bien sabes.

Rebobino. Vuelvo a escuchar. Estábamos a mitad de camino, habíamos pasado la casa del señor Connelly —la brisa traía melancólicos acordes de música irlandesa— cuando Alfred dijo:

—Debes comunicarlo en cuanto regreses a Londres.

Miré a mi prometido.

—¿Comunicarlo?

—A la señora Luxton —afirmó sonriente—. Cuando nos casemos ya no tendrás que servirla. Nos mudaremos a Ipswich inmediatamente. Puedes trabajar conmigo si lo deseas, ocuparte de llevar la contabilidad. O si lo prefieres puedes hacer trabajos de costura.

¿Dar la noticia? ¿Dejar a Hannah?

—Pero, Alfred —objeté sinceramente—, no puedo dejar mi puesto.

—Por supuesto que puedes. —En su sonrisa se percibía cierto desconcierto—. Como yo.

—Pero es diferente… —Trataba de encontrar palabras para explicarlo, para que él comprendiera—. Soy una doncella. Hannah me necesita.

—Ella no te necesita a ti, necesita una esclava que le ordene los guantes. —Su voz se suavizó—. Eres demasiado buena para dedicarte a eso, Grace, mereces algo mejor. Ser dueña de ti misma.

Quise explicarle que sin duda Hannah encontraría otra doncella, pero yo era más que eso. Que estábamos unidas, ligadas, desde aquel día en el cuarto de los niños, cuando las dos teníamos catorce años, cuando yo me preguntaba cómo me sentiría si tuviera una hermana. Cuando le mentí a la señorita Prince para ayudar a Hannah, tan instintivamente que me asusté.

Decirle que le había hecho una promesa. Que le había dado mi palabra cuando me rogó que no la abandonara.

Que éramos hermanas. Hermanas secretas.

—Además —continuó Alfred—, viviremos en Ipswich, por lo que difícilmente podrás seguir trabajando en Londres —advirtió, y me dio un golpecito cariñoso en el brazo.

Yo miré de reojo su cara tan inconfundible, tan segura, tan libre de ambivalencia, y sentí que mis argumentos se desintegraban, se desvanecían, aun cuando yo misma los había construido. No había palabras que pudieran hacerle comprender en un instante lo que a mí me había llevado años.

Supe que jamás los tendría a ambos, a Alfred y a Hannah. Que debería elegir.

El frío corría bajo mi piel, se expandía como un líquido.

Me solté de su brazo, y le dije que lo lamentaba. Que había cometido un error, un terrible error.

Después me aparté rápidamente de él. No volví a mirarlo aunque sabía que seguía allí, inmóvil, bajo la fría luz amarilla de la calle. Que seguiría contemplándome mientras desaparecía en la oscuridad del sendero, mientras esperaba que mi tía me abriera la puerta, y me deslizaba dentro de la casa. Mientras cerraba entre nosotros la puerta a lo que hubiera podido ser.

El viaje de regreso a Londres fue una tortura. Hacía frío, las carreteras estaban resbaladizas a causa de la nieve, el trayecto parecía interminable. Pero mi propia compañía lo tornó especialmente doloroso. Estaba atrapada, a solas conmigo misma, inmersa en un debate inútil. Durante todo el viaje traté de convencerme de que había tomado la decisión correcta, que la única elección posible era quedarme junto a Hannah, como había prometido. Y cuando el automóvil llegó a la casa del número diecisiete, ya lo había logrado.

Además estaba convencida de que Hannah ya sabía cuál era nuestro vínculo. Que lo había adivinado, que había oído las murmuraciones, o que incluso se lo habían dicho. Porque sin duda eso explicaba el motivo por el cual siempre me había dedicado su atención, eligiéndome como su confidente, desde la mañana en que me topé con ella en el zaguán de la escuela de secretarias de la señorita Dove.

De modo que las dos ya lo sabíamos.

Y el secreto permaneció sin que ninguna lo confesara. Un vínculo silencioso de dedicación y devoción.

Me sentí aliviada de no haberle contado el secreto a Alfred. Él no habría comprendido mi decisión de no revelarlo. Habría insistido en que se lo dijera a Hannah, incluso en que exigiera algún tipo de recompensa. Aun tan amable y cariñoso como era, no habría percibido la importancia de conservar el statu quo. No habría comprendido que nadie más debía saberlo. ¿Qué habría ocurrido si Teddy o Deborah lo descubrían? Hannah habría sufrido, tal vez me habría despedido.

No. Era mejor dejarlo así. No había otra alternativa. Era el único modo de proceder.