Capítulo 19

Resurrección

Oscuridad. Silencio. Figuras sombrías. Esto no es Londres. No es la sala de estar del diecisiete de Grosvenor Square. Hannah se ha esfumado. De momento.

Oigo una voz, alguien se acerca a mí en la oscuridad.

—Bienvenida a casa.

Parpadeo lentamente, una y otra vez.

Conozco esa voz. Es Sylvia. Súbitamente me siento vieja y cansada. Incluso mis párpados parecen muertos, funcionan mal, como un par de cortinas con cuerdas gastadas.

—Ha estado dormida mucho tiempo. Nos ha dado un buen susto. ¿Cómo se siente?

Fuera de lugar, de época. De sobra.

—¿Quiere un vaso de agua?

Asiento con la cabeza. No puedo hablar porque tengo un tubito en la boca. Tomo un sorbo. Agua tibia. Algo familiar.

Me siento inexplicablemente triste. No, no es inexplicable. Estoy triste porque la balanza se ha desequilibrado y sé lo que se avecina.

Es sábado otra vez. Ha pasado una semana desde la feria de primavera. Desde mi colapso, como prefieren llamarlo. Estoy en mi habitación, en mi cama. Las cortinas están abiertas y el sol brilla a través de los arbustos. Es por la mañana, hay pájaros. Espero una visita. Sylvia ha estado aquí y me ha preparado para recibirla. Estoy apoyada en una pila de almohadas, como aquella muñeca de miss Polly en la canción. La sábana de arriba está prolijamente doblada, una franja amplia y lisa queda debajo de mis manos. Sylvia está decidida a que luzca presentable y no tengo deseos de resistirme. Que Dios se apiade de mí, incluso le he permitido que me peine y me maquille.

Golpean la puerta.

Ursula asoma la cabeza, comprueba que estoy despierta, sonríe. Hoy tiene el cabello peinado hacia atrás, su cara queda al descubierto. Una cara pequeña y redonda, que me atrae inexplicablemente.

Ahora está junto a la cama, con la cabeza inclinada. Me mira con esos grandes ojos oscuros, los ojos de una antigua pintura al óleo.

Hace la pregunta de rigor.

—¿Cómo está?

—Mucho mejor, gracias por venir.

Ella menea rotundamente la cabeza. Con su gesto parece decirme: «No diga tonterías».

—Tendría que haber venido antes, pero no lo supe hasta ayer, cuando llamé.

—Es mejor que no lo hiciera. He estado muy solicitada. Mi hija estuvo instalada aquí desde que sucedió. Le di un gran susto.

—Lo sé. La he visto en el pasillo —indica y me dedica una sonrisa cómplice—. Me pidió que no la alterara.

—Dios no lo permita.

Ursula se sienta en la silla, junto a mis almohadas, y deja su bolso en el suelo.

—La película —le digo—. Cuénteme cómo va el rodaje.

—Está casi lista. Ya hemos completado la edición final y estamos terminando la posproducción y la banda sonora.

—Banda sonora —repito. Por supuesto, la tragedia debe desarrollarse con música de fondo—. ¿De qué clase?

—Canciones de los años veinte, principalmente melodías de baile. Y algunas composiciones para piano, tristes, hermosas, románticas. Del estilo de Tori Amos.

Mi falta de expresividad hace que continúe, tratando de mencionar músicos que conozco.

—Hay algo de Debussy, de Prokofiev.

—¿Chopin?

Ursula me mira sorprendida.

—¿Chopin? No. ¿Debería estar? No me diga que una de las chicas era fanática de Chopin.

—No, su hermano David tocaba obras de Chopin.

—Oh, menos mal. Él no es uno de los personajes principales. Murió demasiado pronto, no tuvo gran influencia en los hechos.

Es discutible, pero me callo.

—¿Qué tal ha quedado? ¿Es una buena película? —pregunto. Ella se muerde el labio, suspira.

—Creo que sí, eso espero. Me preocupa que hayamos perdido la perspectiva.

—¿Es tal como la imaginó?

—Sí y no —responde, y acompaña su respuesta moviendo la cabeza de un lado a otro—. Es difícil explicarlo. —Ursula suspiró otra vez—. Antes de empezar, cuando todo estaba en mi cabeza, el proyecto tenía un potencial ilimitado. Ahora se ha convertido en una película y siento que está llena de limitaciones.

—Sospecho que es lo que ocurre con la mayoría de los proyectos.

Ella asiente.

—No obstante, tengo una gran responsabilidad para con ellos y su historia. Quería que la película fuera perfecta.

—Nada es perfecto.

—No —admite sonriendo—. A veces creo que no soy la persona indicada para contar la historia. ¿Cómo puedo saber si la he comprendido correctamente?

—Lytton Strachey solía decir que la ignorancia es el primer requisito para un historiador.

Ella frunce el ceño.

—La ignorancia aporta claridad. Selecciona y omite con serena perfección.

—La construcción de un buen relato deja de lado una porción considerable de verdad, ¿es eso lo que quiere decir?

—Algo por el estilo.

—¿Pero la verdad no es lo más importante? Especialmente en una película biográfica.

—¿Qué es la verdad? —pregunto, y si tuviera energía suficiente me encogería de hombros.

—Es lo que verdaderamente ocurrió. —Ursula me mira como si yo hubiera perdido el juicio—. Usted lo sabe, ha pasado años hurgando en el pasado. Buscando la verdad.

—Eso hice, y me pregunto si alguna vez la encontré.

Me estoy cayendo. Ursula lo advierte, me toma suavemente por los antebrazos y vuelve a sentarme. Antes de que ella pueda entrar en discusiones semánticas, yo continúo.

—Cuando era joven quería ser detective.

—¿De verdad? ¿Un detective de la policía? ¿Por qué cambió de idea?

—Los policías me ponen nerviosa.

—Habría sido un problema —señala sonriente.

—En cambio, me convertí en arqueóloga. En realidad no son ocupaciones tan distintas.

—La única diferencia es que las víctimas han muerto hace tiempo.

—Sí. Fue Agatha Christie quien me dio la idea. Uno de sus personajes. El que le dijo a Hércules Poirot: «Usted sería un buen arqueólogo, señor Poirot. Tiene el don de recrear el pasado». Lo leí durante la guerra, la segunda guerra. Por entonces había prometido no leer más relatos de misterio, pero una compañera enfermera tenía el libro, y es difícil abandonar las antiguas costumbres.

Ursula sonríe y de inmediato exclama:

—¡Oh! Eso me recuerda que le he traído algo. —Luego toma su bolso y saca una pequeña caja rectangular. Tiene el tamaño de un libro, pero hace ruido—. Son grabaciones de Agatha Christie. No sabía que había prometido abandonar los relatos de misterio —se disculpa, y se encoge de hombros avergonzada.

—No tiene importancia. Fue una promesa circunstancial, un frustrado intento de dejar atrás mi parte juvenil. Volví a mi antiguo hábito en cuanto la guerra terminó.

Ursula señala el walkman que está sobre mi mesilla.

—¿Podemos oírla antes de que me vaya?

—Sí, oigámosla.

Ella rasga el envoltorio de plástico, saca la primera casete y abre el walkman.

—Hay una casete dentro. —La toma y me la muestra. Es la cinta que grabo para Marcus—. ¿Es para él? ¿Para su nieto?

Asiento.

—Por favor, déjela sobre la mesilla, la necesitaré más tarde. Es verdad. El tiempo se me está acabando. Lo percibo y estoy decidida a terminar mi tarea.

—¿Ha sabido algo de él? —pregunta Ursula.

—Todavía no.

—Pronto tendrá noticias, estoy segura.

Estoy demasiado cansada para tener fe, pero la suya es ferviente, y asiento de todos modos.

Ursula pone en marcha la cinta de Agatha y la deja sobre la mesilla. Se cuelga el bolso al hombro dispuesta a marcharse.

Estrecho su mano muy suavemente.

—Quiero pedirle algo, un favor, antes de que Ruth…

—Por supuesto, lo que sea —asiente Ursula con gesto inquisidor. Ha detectado la urgencia en mi voz—. ¿De qué se trata?

—Riverton. Quiero ver Riverton. Quiero que usted me lleve.

Ella cierra la boca, frunce el ceño. La he puesto en un aprieto.

—No sé, Grace, ¿qué dirá Ruth?

—Dirá que no, por eso se lo pido a usted.

Ursula mira hacia la pared. La he perturbado.

—Tal vez pueda traerle algunas de las escenas que filmamos. Las he grabado en vídeo.

—No —descarto con firmeza—. Necesito volver. Pronto. Necesito ir allí pronto.

Sus ojos vuelven a mirarme y antes de que asienta con la cabeza sé que aceptará.

Le devuelvo el gesto en señal de gratitud. Luego señalo la casete.

—Tuve oportunidad de conocerla, ¿sabe? A Agatha Christie.

Finales de 1922. Teddy y Hannah recibían invitados para cenar en la casa del número diecisiete. Teddy y su padre tenían negocios en común con Archibald Christie, algo relacionado con un invento que él estaba interesado en desarrollar.

Durante esos primeros años de la década, el matrimonio Luxton recibía invitados con frecuencia. Pero recuerdo en particular esa cena por diversos motivos. Uno de ellos es la presencia de Agatha Christie. Hasta ese momento sólo había publicado un libro, El misterioso caso de Styles, pero en mi imaginación Hércules Poirot ya había reemplazado a Sherlock Holmes, mi amigo de la niñez, y formaba parte de mi nuevo mundo.

También Emmeline estaba allí. Había pasado un mes en Londres. Tenía dieciocho años y había sido presentada en sociedad en la casa del número diecisiete. A diferencia de lo ocurrido con Hannah, no se hablaba de la necesidad de encontrarle un esposo. Sólo habían pasado cuatro años desde el baile de Riverton, y sin embargo los tiempos habían cambiado, y también las chicas. Se habían liberado de los corsés para someterse voluntariamente a la tiranía de las dietas. Todas tenían las piernas largas, el pecho plano y la cabeza vaporosa. Ya no susurraban cubriéndose la boca, no se ocultaban detrás de tímidas miradas. Bromeaban, bebían, fumaban e insultaban en camaradería con los chicos. Los vestidos eran más sueltos, y las telas más livianas, así como también lo eran las pautas morales.

Tal vez eso explique la inusual conversación que tuvo lugar durante la cena, o quizá fue la presencia de la señora Christie lo que indujo a tratar esos temas, por no mencionar los artículos que los periódicos habían publicado en los últimos tiempos.

—Deberían colgarlos a los dos —sugirió Teddy con ímpetu—. A Edith Thompson y a Freddy Bywaters. Y también a ese otro tipo, que mató a su esposa a principios de año en Gales. No recuerdo su nombre, pero era miembro del ejército, ¿verdad, coronel?

—El mayor Herbert Rowse —apuntó el coronel Christie.

Emmeline se estremeció histriónicamente.

—Es inimaginable que alguien asesine a su propia esposa, a la que se supone que ama.

—La mayoría de los asesinatos son cometidos por personas que dicen amarse —señaló la señora Christie.

—En general, la gente se está volviendo más violenta —opinó Teddy, y encendió un cigarro—. Basta con abrir el periódico para comprobarlo. Poco ha ayudado la prohibición de llevar pistolas.

—Esto es Inglaterra, señor Luxton, la tierra de las cacerías de zorro. No es difícil conseguir un arma de fuego.

—Tengo un amigo que siempre lleva consigo un revólver —intervino Emmeline.

—No es cierto —replicó Hannah, meneando la cabeza. Luego se dirigió a la señora Christie—. Me temo que mi hermana ha visto demasiadas películas estadounidenses.

—Es verdad —aseguró Emmeline—. Este amigo al que frecuento, al que concederé el beneficio del anonimato, me contó que era tan sencillo como comprar un paquete de cigarrillos. Se ofreció a conseguir uno para mí cuando lo deseara.

—Apuesto a que es Harry Bentley —afirmó Teddy.

—¿Harry? —exclamó exageradamente Emmeline agitando las negras pestañas de rímel—. Harry es incapaz de matar una mosca. Tal vez te refieras a Tom, su hermano.

—Conoces a demasiada gente indeseable. Como recordarás, llevar armas es ilegal, además de peligroso.

Emmeline se encogió de hombros.

—Aprendí a disparar cuando era casi una niña. Todas las mujeres de mi familia saben usar armas. De lo contrario, la abuela nos habría repudiado. Pregúntale a Hannah. En una oportunidad trató de evitar la cacería, dijo que no le parecía correcto matar animales indefensos. La abuela le respondió sin vacilar, ¿no es así, Hannah?

Hannah alzó las cejas y tomó un sorbo de vino tinto, mientras su hermana continuaba.

—La abuela le dijo: «Es una tontería. Eres una Hartford. Llevas en la sangre la afición por la caza».

—Respeto su punto de vista, pero eso no modifica el mío —sentenció Teddy—. No habrá revólveres en esta casa. No quiero pensar lo que opinarían mis electores si supieran que no respeto la prohibición de tener armas de fuego.

—Futuros electores —precisó Hannah.

Emmeline puso los ojos en blanco.

—Tranquilízate, Teddy —le aconsejó Emmeline—. Si sigues así, tendrás un ataque al corazón y ya no necesitarás preocuparte por las armas de fuego. No he dicho que tenga intención de comprar un revólver. Sólo intentaba referirme a que una chica debe tener mucho cuidado hoy en día, cuando se oyen constantemente historias de esposos que se matan entre sí. ¿Está de acuerdo, señora Christie?

La señora Christie había estado atenta al diálogo con una expresión irónica, divertida.

—Me temo que no tengo mucho que decir sobre las armas. Mi especialidad son los venenos.

—Eso debe de ser inquietante, Archie —opinó Teddy, haciendo gala de un sentido del humor que yo no le conocía—. Una esposa aficionada al veneno.

Archibald Christie sonrió levemente.

—Es sólo una de las encantadoras aficiones de mi esposa.

Los esposos Christie se miraron a través de la mesa.

—No más encantador que tus sórdidas aficiones —replicó la señora Christie—, y mucho menos miserables.

Esa misma noche, ya tarde, después de que los invitados se retiraran, tomé mi ejemplar de El misterioso caso de Styles que tenía debajo de la cama. Era un regalo de Alfred y estaba tan absorta releyendo, una vez más, su dedicatoria, que no oí la campanilla del teléfono. Seguramente el señor Boyle había transferido la llamada a la habitación de Hannah. En ese momento no le di importancia. Comencé a preocuparme cuando el mayordomo llamó a mi puerta para decirme que la señora quería verme.

Hannah todavía tenía puesto su vestido de seda gris claro. El cabello rubio y ondulado le enmarcaba el rostro y una diadema de brillantes adornaba su cabeza. Estaba de pie, de espaldas a mí. Se volvió cuando entré en la habitación.

—Grace —dijo, tomando mis manos entre las suyas. El gesto me alarmó, era demasiado personal. Algo había ocurrido.

—Sí, señora.

—Siéntate, por favor —rogó, indicándome que tomara asiento en el sillón, junto a ella. Luego me miró, con sus ojos azules cargados de preocupación.

—¿Qué ocurre, señora?

—He recibido una llamada de tu tía.

En ese instante comprendí de qué se trataba.

—Mi madre.

—Lo siento mucho, Grace —comentó, meneando suavemente la cabeza—. Su hora había llegado. El médico no pudo hacer nada.

Hannah se ocupó de organizar mi viaje a Saffron Green. Al día siguiente, por la tarde, trajeron el coche del garaje. Viajé en el asiento de atrás. Fue muy amable de su parte, era mucho más de lo que yo esperaba, ya tenía previsto tomar el tren. Pero Hannah insistió, disculpándose por no poder acompañarme porque esa noche debía asistir a la cena en la que se proclamaría la candidatura de Teddy.

Miré por la ventanilla mientras el chófer avanzaba por distintas calles. Londres se fue transformando en una ciudad menos grandiosa, más sucinta y decrépita hasta que por fin desapareció detrás de nosotros. Salimos a la carretera, a ambos lados podía ver el campo. A medida que nos alejábamos hacia el este, el tiempo se volvió más frío. Una lluvia de aguanieve salpicaba las ventanillas del coche. El paisaje parecía adormecido. El invierno había despojado al mundo de su vitalidad y color. Los campos nevados se fundían con las nubes color malva. Poco a poco comenzaron a distinguirse los bosques de Suffolk, con sus tonos pardos y verde musgo.

Dejamos la carretera principal y seguimos por el camino a Saffron, que se abría en medio de pantanos fríos y solitarios. Los juncos plateados se estremecían bajo las ráfagas de viento helado, y algunas plantas herbáceas colgaban como encajes de los árboles desnudos. Yo contaba las curvas y, por algún motivo, contenía el aliento. Volví a respirar normalmente cuando dejamos atrás el desvío que llevaba a Riverton. El conductor siguió hacia el pueblo y se detuvo frente a la casita de piedra gris de Market Street, tan silenciosa, como siempre, entre otras dos, iguales a ella. El chófer me abrió la puerta y dejó mi pequeña maleta en la acera.

—Hemos llegado —anunció.

Le di las gracias.

—Pasaré a buscarla dentro de cinco días, tal como me ordenó la señora.

Me quedé observando cómo el automóvil desaparecía del camino, fui hacia Saffron High Street y sentí la imperiosa necesidad de pedirle que regresara, de rogarle que no me dejara allí. Pero era demasiado tarde. Permanecí en la penumbra, mirando la casa donde había pasado los primeros años de mi vida, el lugar donde mi madre había vivido y había muerto. Y no sentí nada.

Desde que Hannah me diera la noticia no había sentido nada. Durante todo el viaje había tratado de recordar: mi madre, mi pasado, yo misma. ¿Adónde habían huido los recuerdos de la infancia? Debían de ser muchos. Experiencias inéditas y definidas. Tal vez los niños están tan cautivados por lo que ocurre en el presente que no tienen tiempo o voluntad de conservar imágenes para el futuro.

Las luces de la calle se encendieron y tiñeron de un color amarillento el aire frío. Nuevamente comenzó a caer aguanieve. Vi las gotas a la luz de los faroles aun antes de sentir mis mejillas húmedas.

Recogí la maleta, saqué la llave. Mientras subía los escalones de la entrada, la puerta se abrió. Apareció mi tía Dee, la hermana de mi madre, sosteniendo una lámpara. Las sombras que se proyectaban en su cara le daban la apariencia de una mujer más vieja y encorvada de lo que era en realidad.

—Ya estás aquí —constató—. Entra.

Mi tía me llevó primero a la sala de estar. Me dijo que estaba usando mi antigua cama, por lo que yo podría dormir en el sofá. Dejé la maleta contra la pared y ella resopló.

—He preparado una sopa para la cena. Tal vez no se parezca a lo que sueles comer en la gran casa de Londres, pero será suficientemente buena para personas sencillas como yo.

—Me encantará la sopa.

Comimos en silencio. La tía ocupó la cabecera de la mesa. A sus espaldas la cocina irradiaba calor. Yo elegí el asiento de mi madre, junto a la ventana. La escarcha se había convertido en nieve y golpeteaba contra los cristales de la ventana. Por lo demás, el único ruido perceptible era el que hacían nuestras cucharas y, ocasionalmente, el crepitar del fuego en la cocina.

—Supongo que quieres ver a tu madre —señaló mi tía cuando dimos por terminada la cena.

Mi madre estaba tendida en su colchón, con el cabello castaño suelto, echado hacia atrás. Yo estaba acostumbrada a verla con el pelo recogido. Pude apreciar que era muy largo y mejor que el mío. Alguien, quizá mi tía, la había cubierto con una manta liviana que le llegaba hasta el mentón, como si estuviera dormida. Parecía más ajada, más vieja, más consumida de lo que recordaba. Era difícil distinguir su silueta bajo la manta. Después de tantos años, el colchón se había ahuecado con la forma de su cuerpo. Incluso parecía que no estaba allí, que se había desintegrado.

Bajamos y mi tía preparó el té. Lo bebimos en la sala de estar sin apenas hablar. Después comenté que estaba cansada debido al viaje, y comencé a estirar sobre el sofá las sábanas y la manta que mi tía me había preparado, pero no pude encontrar el almohadón de mi madre, no estaba en su lugar. Mi tía me observaba.

—Si lo que buscas es el almohadón, lo tiré. Estaba raído y mugriento. Le descubrí un agujero en la parte de abajo. Y pensar que lo suyo era la costura. —Chasqueó la lengua—. Me gustaría saber qué hacía con el dinero que yo le enviaba.

Mi tía se fue a dormir en la habitación contigua a la de su hermana muerta. Oí el crujido del suelo de madera, y el chirriar de los muelles de la cama. Luego la casa quedó en silencio.

Tendida en el sofá, a oscuras, no podía conciliar el sueño. Imaginaba a mi tía observando con mirada crítica los objetos de mi madre, a quien la muerte había tomado desprevenida, sin darle la posibilidad de prepararse para dar mejor impresión. Debería haber llegado yo primero para ocuparme de eso. Por fin, lloré un poco.

La enterramos en el cementerio, cerca del prado de la feria. El cortejo fúnebre fue reducido pero respetable: la señora Rodgers, la propietaria de la tienda de vestidos del pueblo para quien mi madre hacía trabajos de costura. Y el doctor Arthur. Era un día gris, como correspondía a la ocasión. El aire estaba fresco y todos sabíamos que la nieve volvería a caer de un momento a otro. El vicario leyó rápidamente un pasaje de la Biblia, con un ojo atento al cielo. No supe si su mirada se dirigía a Dios o si le preocupaba el tiempo. Habló sobre el deber y la responsabilidad, y la dirección que imprimen al curso de la vida.

No puedo recordar los detalles, mi mente estaba dispersa. Seguía tratando de recordar cómo era mi madre durante mi infancia. Es gracioso. Ahora que soy vieja los recuerdos acuden a mi mente sin que los invoque: mi madre enseñándome cómo limpiar las ventanas para que no quedasen marcas; mi madre cociendo el jamón para Navidad mientras el vapor le quitaba vitalidad a su cabello; mi madre haciendo un gesto de desaprobación cuando la señora Rodgers le decía algo acerca de su esposo. Pero entonces sólo pude ver el rostro hundido de la noche anterior.

Una ráfaga de aire helado azotó mi falda, que se adhirió a las medias. Miré hacia el cielo, cada vez más oscuro, y distinguí una silueta en la colina, junto al antiguo roble. Era un hombre. Un caballero, hubiera asegurado. Tenía un largo abrigo negro y un sombrero rígido y brillante. Llevaba un bastón, o tal vez fuera un paraguas cerrado. En un primer momento no le presté demasiada atención. Supuse que era alguien que visitaba otra tumba. Era extraño que un caballero, que seguramente tendría un cementerio familiar en su propia finca, llorara a un difunto entre las tumbas del pueblo. Pero en aquel momento no lo pensé.

Cuando el vicario arrojó el primer puñado de tierra sobre el ataúd de mi madre, volví a mirar hacia el árbol. El caballero todavía estaba allí. Observándonos, según advertí. Había empezado a nevar, y miró hacia arriba. Pude ver su rostro.

Era el señor Frederick, aunque estaba muy cambiado. Como un personaje de cuento de hadas que ha sido víctima de una maldición, había envejecido súbitamente.

El vicario concluyó apresuradamente, y el hombre de la funeraria ordenó que, habida cuenta de las condiciones climáticas, la tumba se cubriera rápidamente.

Mi tía estaba junto a mí.

—Qué descaro —farfulló.

Creí que se refería al sepulturero o incluso al vicario. Pero cuando seguí la dirección de su mirada comprobé que se refería al señor Frederick. Me pregunté cómo podía saber quién era. Supuse que mi madre le habría dicho quién era en alguna visita de mi tía a Riverton.

—Qué descaro. Presentarse aquí —repitió meneando la cabeza y apretando los labios—. Ni siquiera en esta ocasión puede comportarse correctamente, después de todo lo que hizo.

Para mí sus palabras no tenían sentido. Cuando quise preguntarle a qué se refería, ella ya había dado media vuelta y estaba sujetándose el sombrero mientras le daba las gracias al vicario por el servicio. Interpreté que culpaba a la familia Hartford por los problemas de salud de mi madre, aunque la acusación me parecía injusta. Porque si bien era cierto que los años de servicio habían debilitado su columna, la artritis y el embarazo habían sido los responsables de que perdiera su trabajo.

De pronto todos los pensamientos relacionados con mi tía se evaporaron. De pie junto al vicario, con un sombrero negro en la mano, estaba Alfred.

Desde el otro lado de la tumba me miró y me hizo una seña.

Yo dudé y asentí torpemente. Me castañearon los dientes.

Él avanzó hacia mí. Yo no le quitaba los ojos de encima. Temía que, si lo hacía, él desaparecería. En un instante estuvo a mi lado.

—¿Qué tal lo llevas?

Asentí otra vez. Aparentemente era todo lo que lograba hacer. En mi cabeza las palabras se arremolinaban a toda velocidad, no podía controlarlas. Había pasado semanas de dolor, de tristeza, de confusión, esperando su carta, pasando noches en vela mientras imaginaba el momento en que nos reuniríamos y las explicaciones que le daría. Y finalmente…

—¿Estás bien? —preguntó. Su mano se extendió tímidamente hacia la mía, pero luego pareció recapacitar y volvió a posarla sobre el ala del sombrero.

—Sí —logré decir. Sentí la ausencia de su mano sobre la mía—. Gracias por venir.

—No podía dejar de hacerlo.

—¿No te causará problemas?

—Ninguno, Grace —aseguró, haciendo girar el sombrero entre los dedos.

Esas últimas palabras quedaron flotando, solitarias, entre nosotros. Mi nombre sonaba familiar y frágil en sus labios. Dejé que mi atención se dirigiera a la tumba de mi madre, observé el rápido trabajo del sepulturero. Alfred miró en la misma dirección.

—Siento lo de tu madre.

—Lo sé —me apresuré a responder.

—Estuve con ella la semana pasada…

—¿De verdad? —pregunté, dejando de mirar hacia la tumba.

—Le llevé un poco de carbón. El señor Hamilton dijo que no lo necesitábamos.

—¿Eso hiciste, Alfred? —exclamé con admiración.

—Una noche hizo mucho frío, no me agradaba la idea de que tu madre enfermara.

Me sentí llena de gratitud. Me habría considerado culpable si mi madre hubiera muerto a causa del frío.

Sentí que una mano aferraba mi muñeca. Mi tía estaba de pie junto a mí.

—Ya han terminado. Ha sido un buen funeral. No creo que ella hubiera tenido queja alguna —señaló. Yo no había manifestado disconformidad, por lo que no entendí su actitud defensiva—. Estoy segura de que he hecho todo lo que estaba a mi alcance.

Alfred nos observaba.

—Alfred, ésta es mi tía Dee, la hermana de mi madre.

Mi tía lo miró entrecerrando los ojos, con una infundada sospecha que era natural en ella.

—Encantada —saludó. Luego se dirigió a mí—: Tenemos que irnos, señorita —me ordenó, mientras se acomodaba el sombrero y se ajustaba la bufanda—. El propietario vendrá mañana a primera hora y la casa tiene que estar impecable.

Eché un vistazo a Alfred. Maldije el muro de incertidumbre que aún se erigía entre nosotros.

—Bueno, supongo que lo mejor será que…

—En realidad —me interrumpió Alfred— me preguntaba si… es decir, la señora Townsend había pensado que tal vez pudieras venir a tomar el té con nosotros.

Alfred miró a mi tía.

—¿Por qué motivo está tan interesada? —inquirió ella desdeñosamente.

Alfred se encogió de hombros. Sin dejar de mirarme, se balanceaba sobre sus talones.

—Sería una visita a sus antiguos compañeros. Un poco de cháchara, para recordar los viejos tiempos.

—No lo creo oportuno —contestó mi tía.

—Sí —respondí yo con firmeza, encontrando al fin las palabras.

—Muy bien —afirmó Alfred. Percibí alivio en su voz.

—Bueno, como quieras. No es asunto mío —declaró mi tía—. Pero no tardes mucho. No pienses que voy a hacer sola toda la limpieza.

Mientras Alfred y yo caminábamos por el pueblo, pequeños copos de nieve, demasiado livianos para cuajar, quedaban suspendidos en la brisa como motas en el agua estancada. Durante un rato anduvimos sin hablar. El húmedo camino de tierra amortiguaba el ruido de nuestros pasos. En las tiendas las campanillas sonaban para anunciar que un cliente entraba o salía. Ocasionalmente, algún automóvil atravesaba velozmente el camino.

Cuando ya estábamos cerca de Bridge Road, comenzamos a hablar de mi madre. Le conté a Alfred el episodio del botón enredado en la cartera de una transeúnte, del ahora lejano día en que vi el espectáculo de títeres, de la manera en que el destino me había librado del orfanato.

—Creo que tu madre fue muy valiente. Tiene que haber sido difícil afrontar todo sola.

—Nunca se cansaba de decírmelo —confesé, con más amargura de la que hubiera deseado.

—Tu padre debería avergonzarse por haberla abandonado de esa manera —opinó Alfred cuando dejamos atrás la calle donde estaba la casa de mi madre y el pueblo se transformó de pronto en campo.

Al principio creí que había oído mal.

—¿Mi qué?

—Tu padre. Su vergonzoso comportamiento no benefició a ninguno de los dos.

No pude contener mi ansiedad.

—¿Qué sabes sobre mi padre?

Alfred se encogió de hombros ingenuamente.

—Sólo lo que tu madre me contó. Dijo que ella era joven y lo amaba, pero que era un amor imposible, habló de las responsabilidades que él tenía para con su familia, pero en realidad no fue clara.

—¿Cuándo te lo contó? —le pregunté, con una voz tan tenue como la nieve.

—¿Qué?

—Lo de mi padre.

Me envolví en el chal, ciñéndolo firmemente alrededor de los hombros.

—En los últimos tiempos solía visitarla con frecuencia. Estaba muy sola desde que te fuiste a Londres. Cuando tenía un rato le hacía compañía y conversaba con ella.

Me preguntaba si era posible que, después de haberme ocultado celosamente sus secretos durante toda la vida, mi madre al fin hubiera hablado con tanta espontaneidad.

—¿Te dijo algo más?

—No —contestó Alfred—. No mucho. Nada más sobre tu padre. Para ser honesto, yo era quien más hablaba, ella era más dada a escuchar, ¿verdad?

Yo no sabía qué pensar. Todo lo ocurrido ese día era muy perturbador. El entierro de mi madre, la inesperada llegada de Alfred, la revelación de que él y mi madre se veían regularmente y habían hablado sobre mi padre. Un tema vedado para mí, sobre el cual ni siquiera osaba preguntar. Cuando llegamos a la entrada de Riverton apuré el paso, para liberarme de mis emociones. Agradecí estar en medio de la niebla que flotaba en el sendero largo y oscuro. Me dejé llevar por una fuerza que parecía atraerme inexorablemente.

Podía oír a Alfred que, detrás de mí, trataba de caminar más rápido para alcanzarme. Mis pasos hacían crujir las ramas caídas en el suelo. Los árboles parecían escuchar furtivamente nuestra conversación.

—Pensé escribirte, Grace —declaró de pronto—. Responder a tus cartas —continuó, ya junto a mí—. Intenté hacerlo muchas veces.

—¿Por qué no lo hiciste? —le pregunté, sin detenerme.

—No encontraba las palabras adecuadas. Ya sabes cómo funciona mi cabeza. Desde la guerra… —Alfred levantó una mano y se dio unos golpecitos en la frente—. Sencillamente, hay algunas cosas que ya no puedo hacer. No como antes. Las palabras y las cartas están entre ellas —señaló, acelerando el paso para no quedar rezagado—. Además —añadió, tratando de respirar más serenamente— hay cosas que sólo pueden decirse en persona.

Sentí el aire helado en las mejillas. Caminé más lentamente.

—¿Por qué no me esperaste el día del teatro? —pregunté suavemente.

—Lo hice, Grace.

—Pero regresé… apenas pasadas las cinco.

Alfred suspiró.

—Me fui a las cinco menos diez. Debimos de cruzarnos —señaló meneando la cabeza—. Habría esperado más, Grace, pero la señora Tibbit dijo que seguramente lo habías olvidado. Que habías salido a hacer un encargo y que tardarías horas en volver.

—¡Pero no era cierto!

—¿Por qué inventaría algo así? —preguntó Alfred, confundido.

Yo levanté los hombros con impotencia, y los dejé caer.

—Porque así es ella.

Habíamos llegado al final del sendero. Allí, en la colina, estaba Riverton, grande y oscura, el atardecer comenzaba a envolverla. Hicimos una pausa involuntaria antes de seguir hacia la fuente y dirigirnos a la zona del servicio.

—Fui a buscarte —expliqué cuando entramos en la rosaleda.

—No es posible. ¿Lo hiciste?

Asentí.

—Esperé delante del teatro hasta el final. Pensé que podría encontrarte.

—Oh, Grace, lo siento mucho —declaró Alfred, deteniéndose al pie de la escalera.

Yo también me detuve.

—Nunca debí escuchar a la señora Tibbit.

—No podías saberlo.

—Pero debía haber confiado en que regresarías. Es sólo que… —Alfred miró hacia la puerta de la zona del servicio, que estaba cerrada. Cerró la boca, luego suspiró—. Había algo rondando en mi cabeza, Grace. Algo importante de lo que me habría gustado hablar contigo. Ese día estaba alterado, hecho un manojo de nervios —reveló, y meneó la cabeza—. Cuando pensé que te habías olvidado de mí, me alteré tanto que no pude quedarme allí un minuto más. Salí de esa casa tan rápido como pude, caminé sin saber adónde iba.

—Pero Lucy… —dije serenamente, mientras observaba cómo la nieve se derretía en contacto con mis guantes—. Lucy Starling…

Alfred suspiró y miró por encima de mi hombro.

—Invité a Lucy Starling para darte celos, Grace. Admito que fui injusto, lo sé, contigo y con Lucy. —Alfred extendió tímidamente su mano y con un dedo me levantó el mentón para que mis ojos se encontraran con los suyos—. Fue la desilusión lo que me hizo actuar de ese modo, Grace. Durante todo el trayecto desde Saffron iba imaginando el momento de nuestro encuentro, ensayando las palabras que iba a decirte.

Sus ojos color avellana me miraban muy serios, su mandíbula estaba tensa.

—¿Qué ibas a decirme?

Él sonrió nerviosamente.

Se oyó el sonido de los goznes de hierro y la puerta de la zona trasera se abrió, dejando a la vista la gruesa silueta de la señora Townsend. Sus mejillas regordetas estaban rojas por haber estado junto al fuego y la boca dibujaba una «o» de emoción.

—¡Aquí están! ¿Qué hacéis ahí fuera con este frío? —exclamó, y dirigiéndose a los que estaban dentro dijo—: Ya les anuncié que eran ellos. —Se volvió para hablar con nosotros—. Le dije al señor Hamilton: «Oigo voces afuera». Él respondió que era sólo mi imaginación, porque no había razón para que alguien deseara estar a la intemperie en lugar de entrar en un lugar cálido y agradable. Yo contesté que no podía darle una explicación, pero que, salvo que mis oídos me engañaran, ahí estabais. Y así fue. Tenía razón, señor Hamilton —gritó la cocinera antes de extender su brazo e invitarnos a pasar—. Pasad, os vais a morir de frío ahí afuera.