Capítulo 18

En las profundidades

Es un crudo invierno y estoy corriendo. Puedo sentir la sangre espesa y caliente, corriendo rápidamente por mis venas, bajo mi rostro frío. El aire helado tensa la piel de mis mejillas, como si se hubiera encogido más que mi mandíbula. Cogida con alfileres, como diría Myra.

Aferro la carta entre mis dedos. Es pequeña. El sobre tiene las huellas del pulgar dejadas por su autor al tocar la tinta todavía húmeda. Está recién escrita.

Es una nota de un investigador. Un verdadero detective, con oficina en Surrey Street, secretaria en la entrada y máquina de escribir en su escritorio. Me encargaron recogerla personalmente porque —como poco— contiene información demasiado incendiaria para ser enviada por correo o ser transmitida por teléfono. Tenemos la esperanza de que la carta contenga datos sobre el paradero de Emmeline, que ha desaparecido. El asunto amenaza con convertirse en escándalo. Soy una de las pocas personas que lo saben.

Hace tres días el señor Frederick llamó por teléfono. Emmeline había pasado el fin de semana con amigos de la familia en una finca de Oxfordshire. Al parecer se había escabullido mientras sus anfitriones estaban en la iglesia del pueblo. Un coche la esperaba. Todo estaba planeado. Se rumorea que un hombre está involucrado en su fuga.

Me alegra ser la portadora del sobre —sé cuán importante es que encontremos a Emmeline—, pero, además, estoy excitada por otro motivo. Esta noche veré a Alfred, por primera vez desde aquel brumoso atardecer, muchos meses antes, cuando me dio la dirección de Lucy Starling y me dijo que se preocupaba por mí. Horas más tarde me acompañó hasta la puerta de casa. Desde entonces, en nuestras cartas hemos expresado nuestra creciente confianza (y cariño) y ahora, por fin, volveremos a vernos. Un verdadero compromiso. Alfred vendrá a Londres. Ha ahorrado de su sueldo y ha comprado dos entradas para ver Princess Ida. Por primera vez asistiré a un espectáculo teatral. He visto los carteles que lo anuncian en Haymarket, mientras cumplía un encargo de Hannah, o en alguna de mis tardes libres, pero nunca he estado en un teatro.

Es mi secreto. No se lo digo a Hannah, que ya tiene bastante en que pensar, ni a los demás sirvientes de la casa del número diecisiete. El gusto por mortificarnos de la señora Tibbit ha conseguido que cualquier insignificancia sea objeto de burlas, de crueldad, como modo de diversión. Una vez, cuando me vio leyendo una carta (gracias a Dios no era de Alfred sino de la señora Townsend), insistió en que se la mostrara. Alegó que era su obligación controlar que sus subordinados no se comportaran indebidamente o mantuvieran relaciones indecorosas, porque el amo no lo admitiría.

En cierto modo tiene razón. En los últimos tiempos, Teddy se ha vuelto muy estricto con el personal de servicio. En el trabajo las cosas no marchan bien, y aunque no es por naturaleza una persona de mal carácter, tal parece que incluso el hombre más bonachón puede cambiar de humor cuando los problemas lo acosan. Comenzó a preocuparle la suciedad y adquirió el hábito de controlar a diario la higiene de nuestras uñas, algo que aprendió de su padre.

Ése es el motivo por el que los demás sirvientes no deben saber lo de Emmeline. Seguramente alguno hablaría, tratando de ganar su aprecio por haber sido el que dio la información. Ellos responden a Teddy, yo soy leal a Hannah.

Al llegar a la casa del número diecisiete, subo rápidamente por la escalera de servicio, ansiosa por no llamar la atención de la señora Tibbit.

Hannah me espera en su dormitorio. Desde que recibió la llamada de su padre, la semana anterior, la palidez no ha desaparecido de su rostro. Le entrego la carta y ella la abre inmediatamente. La lee y suspira aliviada.

—La han encontrado —anuncia sin levantar la vista del papel—. Gracias a Dios, está bien.

Luego sigue leyendo, inspira, menea la cabeza.

—Oh, Emmeline —exclama con la voz entrecortada.

Cuando termina de leer la carta, la deja a un lado y me mira. Con la boca cerrada asiente, como para sí misma.

—Debemos ir a buscarla inmediatamente, antes de que sea demasiado tarde.

Vuelve a poner la carta en el sobre agitadamente. Desde que visitó a la adivina ha estado permanentemente nerviosa y preocupada.

—¿Ahora mismo, señora?

—De inmediato, ya han pasado tres días.

—¿Pido al chófer que traiga el coche?

—No —se apresura a responder Hannah—. No puedo arriesgarme a que alguien lo descubra —afirma, refiriéndose a Teddy y su familia—. Conduciré yo misma.

—¿Cómo dice, señora?

—¿Te sorprende, Grace? No es tan extraordinario, considerando que mi padre y mi esposo son fabricantes de automóviles.

—¿Le traigo los guantes y la bufanda, señora?

Hannah asiente.

—Y los tuyos.

—¿Los míos, señora?

—Vendrás conmigo, ¿verdad? —ruega Hannah mirándome con ojos muy abiertos—. Si vamos nosotras dos tendremos más posibilidades de rescatarla.

Nosotras. La palabra me suena especialmente afectuosa. Por supuesto, iré con ella. Necesita mi ayuda. Estaré de regreso a tiempo para encontrarme con Alfred.

Él es un director de cine francés, que dobla en edad a Emmeline y, lo que es peor, está casado. Hannah me lo cuenta durante el viaje. Nos dirigimos a los estudios cinematográficos, al norte de Londres. El investigador asegura que Emmeline está allí.

Cuando llegamos a la dirección indicada, Hannah detiene el automóvil y nos quedamos dentro por un momento, mirando a través de la ventanilla. Estamos en una parte de la ciudad desconocida para las dos. Las casas son bajas y estrechas, de ladrillo oscuro. El reluciente Rolls Royce de Teddy no pasa desapercibido en ese lugar. Hannah saca la carta del detective y verifica la dirección. Me mira, alza las cejas, asiente.

Es una casa modesta. Hannah llama a la puerta. Una mujer rubia, con rulos, vestida con una sucia bata de seda color crema, se asoma.

—Buenos días, soy Hannah Luxton, la señora Hannah Luxton.

La mujer cambia de posición y la bata deja a la vista su rodilla. Abre los ojos.

—Claro, querida —responde. Su acento me recuerda al de una amiga de Deborah oriunda de Texas—. ¿Qué desea? ¿Viene por la audición?

Hannah parpadea.

—Vengo a buscar a mi hermana. Emmeline Hartford.

La mujer frunce el ceño.

—Es un poco más baja que yo —explica—, tiene el cabello claro, los ojos azules. —Saca de su bolso una fotografía y se la entrega a la mujer.

—Oh, sí, sí —dice la dueña de la casa y le devuelve la fotografía—. Esa niña, por supuesto.

Hannah suspira aliviada.

—¿Está aquí? ¿Se encuentra bien?

—Desde luego.

—Gracias a Dios. Entonces, quiero verla.

—Lo siento, cariño, es imposible. Está en pleno rodaje.

—¿Rodaje?

—Están filmando una escena. A Philippe no le gusta que lo molesten cuando trabaja. —La mujer cambia el peso de su cuerpo al otro lado, dejando a la vista la otra rodilla, e inclina la cabeza hacía un lado.

—Pueden esperar dentro, si lo desean.

Hannah me mira. Levanto los hombros en señal de impotencia y seguimos a la mujer hacia el interior de la casa.

Atravesamos un vestíbulo, subimos una escalera y llegamos a una pequeña habitación. En el centro hay una cama de matrimonio con las sábanas desordenadas. Las cortinas están cerradas para que no entre la luz del día. En cambio, hay tres lámparas encendidas, cubiertas con chales de seda roja.

Pegada a la pared hay una silla con una maleta. La reconocemos, es de Emmeline. Sobre una de las mesillas descubrimos un juego de pipas.

—Oh, Emmeline… —lamenta Hannah y enmudece.

—¿Quiere un vaso de agua, señora? —le pregunto. Ella asiente como un autómata.

—Sí…

No me atrevo a bajar la escalera para encontrar la cocina. La mujer que nos acompañó hasta aquí ha desaparecido y desconozco qué peligros acechan más allá del vestíbulo. Pero encuentro un baño diminuto junto al rellano. Hay una mesa repleta de pinceles y lápices, de los que se usan para maquillar, polveras y pestañas postizas. La única taza que puedo distinguir es una pesada jarra mugrienta con una serie de círculos concéntricos en su interior. Trato de limpiarlo pero las manchas son persistentes. Regreso junto a Hannah con las manos vacías.

—Lo siento, señora…

Ella me mira y respira profundamente.

—Grace, no quiero alarmarte, pero creo que Emmeline está viviendo con un hombre.

—Sí, señora —respondo, tratando de ocultar mi horror, para no aumentar su inquietud—. Eso parece.

La puerta se abre y nos volvemos para mirar. Emmeline está de pie en el quicio. La observo atónita. Tiene el cabello rubio recogido y los rizos caen desde lo alto hacia las mejillas. Las largas pestañas negras hacen que sus ojos parezcan increíblemente grandes. Sus labios están pintados de rojo brillante y usa una bata de seda similar a la de la mujer que nos recibió. A pesar de los intentos por darle aspecto de mujer adulta, conserva una apariencia infantil. Es su expresión, carece de los artificios propios de la madurez. Está genuinamente sorprendida de vernos y no puede ocultarlo.

—¿Qué hacéis aquí? —pregunta.

—Gracias a Dios. —Hannah suspira aliviada y corre hacia Emmeline.

—¿Qué hacéis aquí? —insiste Emmeline. Ha recuperado su pose, los párpados caídos reemplazan a los ojos abiertos de asombro, y la pequeña «o» que dibujaban sus labios se ha convertido en una mueca de disgusto.

—Hemos venido a buscarte. Vístete rápido, nos vamos.

Emmeline camina lentamente hacia el tocador, muy ufana, y se hunde en la butaca. Extrae un paquete aplastado de cigarrillos, sujeta entre los labios el que sobresale y lo enciende. Después de soltar una bocanada de humo, contesta:

—No voy a ninguna parte. No puedes obligarme.

Hannah la toma del brazo y la levanta de golpe.

—Sí puedo, y vendrás conmigo. Nos vamos a casa.

—Ahora ésta es mi casa —replica Emmeline, soltándose—. Soy una actriz. Seré una estrella de cine. Philippe dice que tengo el carisma necesario.

—Por supuesto —asevera Hannah con tristeza—. Grace, recoge el equipaje de Emmeline mientras la ayudo a vestirse.

Hannah desata la bata de Emmeline y las dos ahogamos un grito. Debajo lleva puesto un negligé transparente. Los pezones rosados asoman bajo el encaje negro.

—¡Emmeline! —Censura Hannah mientras yo me apresuro a tomar la maleta—. ¿Qué clase de película estás haciendo?

—Una historia de amor —responde, cubriéndose nuevamente con la bata mientras sigue fumando su cigarrillo.

Hannah le tapa la boca. Me mira. En sus redondos ojos azules percibo una mezcla de horror, ira y preocupación. Es peor de lo que habíamos imaginado. Las dos nos quedamos sin palabras. Saco de la maleta uno de los vestidos de Emmeline. Hannah se lo alcanza a su hermana.

—Vístete —logra decir.

Se oye un ruido, pesados pasos suben las escaleras. De pronto aparece en la puerta un hombre bajo con bigote, robusto y moreno, con un aire ligeramente arrogante. Viste un traje con chaleco de motas de color oro y bronce, que refleja la decadente opulencia de la casa. Del cigarro que sostiene entre sus labios rojos sale un humo gris.

—Philippe —anuncia Emmeline triunfante, librándose de Hannah.

—¿Qué es esto? —pregunta el hombre con marcado acento francés. Aparentemente, el cigarro no le impide hablar—. ¿Qué creen que están haciendo? —demanda a Hannah, mientras se ubica junto Emmeline y la toma del brazo en actitud de propietario.

—La llevamos a casa —responde Hannah.

—¿Y quién es usted? —inquiere Philippe mirando a Hannah de arriba abajo.

—Soy su hermana.

La respuesta parece complacerlo. Arrastra consigo a Emmeline y ambos se sientan en el borde de la cama. En ningún momento deja de mirar a Hannah.

—¿Cuál es el problema? ¿Tal vez la hermana mayor quiera rodar algunas escenas junto a nuestra niña?

Hannah respira entrecortadamente. Cuando logra recuperar la compostura, contesta:

—Ciertamente, no. Nos vamos en este preciso instante.

—Yo no me voy —dice Emmeline.

Philippe se encoge de hombros como sólo un francés sabe hacerlo.

—Parece que no quiere irse.

—No es ella quien decide —replica. Hannah. Luego se dirige a mí—. Grace, ¿has terminado con la maleta?

—Casi, señora.

Hasta ese momento Philippe no había advertido mi presencia.

—¿Una tercera hermana?

El cineasta alza una ceja en señal de admiración. Su injustificada atención me avergüenza. Me siento tan incómoda como si estuviera desnuda.

Emmeline ríe.

—Oh, Philippe. No bromees. Es Grace, la doncella de Hannah.

Aunque me halaga que me hayan tomado por una tercera hermana, agradezco que Emmeline le tire de la manga para que él deje de mirarme.

—Díselo —pide Emmeline—, cuéntale lo nuestro —agrega, mirando a Hannah con el incontrolable entusiasmo de sus diecisiete años—. Nos hemos fugado juntos porque vamos a casarnos.

—¿Y qué opina de eso su esposa, monsieur? —pregunta Hannah.

—Él no tiene esposa. No todavía.

—Debería avergonzarse, monsieur. Mi hermana apenas tiene diecisiete años.

Como impulsado por un resorte, Philippe aparta el brazo que rodeaba los hombros de Emmeline.

—Es edad suficiente para enamorarse —afirma Emmeline—. Nos casaremos cuando cumpla dieciocho, ¿no es así, Philly?

Philippe sonríe torpemente. Se pasa las manos por el pantalón y se pone en pie.

—¿Verdad que pensamos casarnos, tal como planeamos? —pregunta Emmeline alzando la voz—. Díselo.

Hannah arroja el vestido sobre el regazo de Emmeline.

—Sí, monsieur, dígamelo.

Una de las lámparas parpadea y la luz se apaga. Philippe se encoge de hombros. El cigarro cae de su labio inferior.

—Yo… eh…, bueno…

—Basta, Hannah —advierte Emmeline con voz trémula—. Vas a arruinarlo todo.

—Me llevo a mi hermana a casa —repite Hannah—. Y si intenta hacer esto más difícil de lo que ya es, mi esposo personalmente se asegurará de que no vuelva a filmar jamás una película. Tiene amistades en la policía y el gobierno. No dudo que estarán muy interesados en saber qué clase de películas hace.

Tras escuchar esas palabras, Philippe empieza a colaborar. Recoge algunas cosas de Emmeline que están en el baño y las guarda en su maleta, aunque según puedo apreciar, sin mucho cuidado. Él mismo lleva el equipaje de Emmeline al coche, y permanece en silencio mientras ella llora, recordándole cuánto lo ama, y rogando que le explique a Hannah que van a casarse. Por fin mira a Hannah, le preocupa que las palabras de Emmeline puedan causarle problemas. Teme que el esposo de Hannah intervenga.

—No sé de qué habla. Está loca. Me dijo que tenía veintiún años —alega por fin.

Durante todo el trayecto de regreso a casa, Emmeline llora lágrimas amargas. No escucha una sola de las aleccionadoras palabras de su hermana acerca de la responsabilidad y la reputación, y de que huir no es la solución.

—Él me ama —insiste cuando Hannah termina su sermón. Las lágrimas resbalan por su cara, sus ojos están enrojecidos—. Vamos a casarnos.

Hannah suspira.

—Ya basta, Emmeline, por favor.

—Estamos enamorados. Philippe me buscará y me encontrará.

—Lo dudo.

—¿Por qué tenías que venir a arruinar las cosas?

—¿Arruinar qué? —grita Hannah—. Te he rescatado. Puedes considerarte afortunada de que hayamos llegado antes de que estuvieras realmente en problemas. Él está casado. Te mintió para que aceptaras hacer sus repugnantes películas.

Emmeline la mira con el labio inferior tembloroso.

—No puedes soportar que yo sea feliz. Que esté enamorada. Que finalmente me haya sucedido algo maravilloso. Que alguien me ame a más que a nadie.

Hannah no responde. Hemos llegado a la casa del número diecisiete. El chófer se acerca para llevar el coche al garaje.

Emmeline cruza los brazos y deja de gimotear.

—Puede que hayas arruinado la película, pero sigo decidida a ser actriz. Philippe me esperará. Y las otras cintas serán exhibidas.

—¿Hay otras? —Hannah me mira por el espejo retrovisor. Sé lo que está pensando. Tendrá que decírselo a Teddy. Sólo él puede lograr que esas películas no salgan a la luz.

Las dos hermanas entran en la casa, mientras yo corro hacia la escalera de servicio. No tengo reloj de pulsera pero estoy segura de que son casi las cinco. El teatro comienza a las cinco y media. Cuando abro la puerta no es Alfred sino la señora Tibbit quien me espera.

—¿Y Alfred? —pregunto, casi sin aliento.

—Buen chico —dice, y la sonrisa le llega hasta el lunar—. Es una pena que tuviera que irse tan rápido. Me invade la desazón. Miro el reloj.

—¿A qué hora se fue?

—Oh, hace un rato —responde la señora Tibbit dirigiéndose a la cocina—. Estuvo aquí sentado mirando el reloj, hasta que puse fin a su sufrimiento.

—¿Puso fin a su sufrimiento?

—Le dije que perdía el tiempo. Que habías salido a hacer uno de tus encargos secretos para la señora y que nadie podía adivinar cuándo estarías de regreso.

Otra vez estoy corriendo. Voy por Regent Street hacia Picadilly. Tal vez pueda alcanzarlo. Maldigo a la señora Tibbit, esa bruja entrometida. ¿Con qué intención le habrá dicho a Alfred que no regresaría? Y encima contarle que estaba haciendo un recado para Hannah en mi tarde libre. Es como si supiera cuál era la mejor manera de herirlo. Conozco a Alfred lo suficiente como para adivinar lo que pensó. Sus cartas están cada vez más cargadas de frustración debido a la «explotación feudal de esclavos y siervos» y arengas como «despertar al gigante dormido del proletariado». Sin embargo topa con mi incapacidad de comprender el trabajo como explotación. La señorita Hannah me necesita, le escribo una y otra vez. Me gusta mi trabajo. ¿Por qué debería considerarme explotada?

Cuando Regent Street desemboca en Picadilly el bullicio aumenta. Los relojes de Saqui and Lawrence marcan las cinco y media, hora de cierre de los comercios, y Picadilly Circus está sobrecargado de tráfico, peatonal y motorizado. Caballeros y empresarios, damas y mensajeros se empujan para pasar. Yo me deslizo entre un autobús y un taxi estacionado, y casi me aplasta un carro tirado por caballos, cargado con gruesos sacos de arpillera.

Corro por Haymarket. Salto por encima de un bastón extendido hacia adelante, despertando la ira de su dueño, un señor con monóculo. Camino pegada a los edificios, donde hay menos transeúntes, hasta que, sin aliento, llego al Teatro de Su Majestad. Me apoyo en la pared de piedra que está justo debajo de la marquesina buscando entre los rostros que pasan, serios, sonrientes, conversadores, con la esperanza de que mi vista reconozca la silueta familiar. Un hombre delgado y una dama aún más delgada se apresuran a subir las escaleras del teatro. Él muestra las dos entradas y los conducen al interior. A lo lejos un reloj —¿el Big Ben, tal vez?— señala el cuarto de hora. ¿Es posible que Alfred aún pueda llegar? ¿Habrá cambiado de idea? ¿O he llegado demasiado tarde y ya ha ocupado su asiento en el teatro?

Espero hasta que el Big Ben da la hora, y para más seguridad, el cuarto de hora. Nadie ha entrado o salido del teatro después de aquellos elegantes figurines. Estoy sentada en las escaleras. Mi respiración es serena y estoy resignada. No veré a Alfred esta tarde.

Cuando un barrendero me sonríe lascivamente, comprendo que es hora de partir. Me envuelvo con el chal, me acomodo el sombrero, y me dirijo a la casa del número diecisiete. Le escribiré a Alfred. Le explicaré lo ocurrido. Le hablaré de Hannah y la señora Tibbit. Puedo incluso contarle toda la verdad acerca de Emmeline y Philippe y del escándalo que logramos evitar. A pesar de todas sus ideas sobre la explotación y las sociedades feudales, Alfred lo entenderá.

Hannah le ha contado a Teddy lo de la película y él se ha puesto furioso. La ocasión no podía ser peor, explica, en vísperas de su candidatura para las próximas elecciones. Si se filtrara una sola palabra sobre ese turbio asunto estaría perdido, estarían todos arruinados.

Hannah asiente, vuelve a disculparse, le recuerda a Teddy que Emmeline es joven, ingenua, crédula. Que ya lo superará.

Teddy gruñe; lo hace con frecuencia en estos últimos tiempos. Se pasa una mano por el cabello oscuro, que está encaneciendo. Emmeline no ha tenido una guía, indica, ése es el problema. Las criaturas que crecen salvajemente se vuelven rebeldes.

Hannah le recuerda que Emmeline y ella se criaron en el mismo lugar. Teddy sólo levanta una ceja, le exige que su hermana se someta a su autoridad. Cuanto antes, mejor. Tiene que pasar más tiempo en su casa, donde Deborah le servirá de guía para su vida adulta.

Hannah no está de acuerdo. Opina que compartir el tiempo con Deborah es otra forma de aislarse, pero no lo dice. Necesita que Teddy recupere esas películas y no quiere disgustarlo.

Teddy resopla. No tiene tiempo para seguir conversando sobre el tema. Tiene que ir al club. Le pide a su esposa que le anote la dirección del cineasta y le recomienda no conservar nada que pueda relacionarles con él en el futuro. En un matrimonio no hay lugar para el secreto.

A la mañana siguiente, mientras ordeno el tocador de Hannah, encuentro una nota con mi nombre en el encabezado. Seguramente la ha dejado allí después de que la ayudara a vestirse. La abro, con los dedos temblorosos, aunque no por temor o inquietud sino por la expectativa, la excitación que provoca lo imprevisible.

Sin embargo, cuando la abro descubro que no está escrita en inglés. Es un conjunto de curvas, líneas y puntos, cuidadosamente dibujados en la página. Al observarlo comprendo que es taquigrafía. Me recuerda los cuadernos que encontraba en Riverton, hace años, cuando ordenaba el cuarto de Hannah. Me ha dejado una nota escrita en un código secreto, que no puedo descifrar.

No me separo de la nota en todo el día. Pero mientras me ocupo de la limpieza, la costura o el zurcido no puedo concentrarme en mis tareas. La mitad de mi mente se pregunta qué dice, tratando de encontrar el modo de saberlo. Busco los libros que me permitirían decodificarla, pero no los encuentro. Tal vez Hannah los dejara en Riverton.

Unos días más tarde, a la hora del té, cuando estoy recogiendo la mesa, Hannah se acerca a mí y me pregunta:

—¿Recibiste mi nota?

Le digo que sí.

—Es nuestro secreto —señala sonriente. Es la primera sonrisa que le he visto en mucho tiempo.

Se me cierra el estómago. Sus palabras confirman que es importante, un secreto. Y que soy la única persona a quien se lo ha confiado. Debo decirle la verdad o encontrar la manera de leerlo. Elijo lo último, por supuesto. Por primera vez en mi vida alguien me escribe una carta en un código secreto.

Días después llega la solución. Saco el ejemplar de El regreso de Sherlock Holmes que tengo debajo de la cama y dejo que se abra en el lugar donde hay un señalador. Allí, entre dos de mis cuentos favoritos, está mi lugar secreto. Entre las cartas de Alfred hay un pedazo de papel que he guardado durante un año. Por suerte lo he conservado, no porque me interese el domicilio que tiene escrito, sino porque es su letra. Solía mirarlo, olerlo y revivir el día en que me lo entregó, aunque no lo he hecho durante meses, no desde que él comenzó a escribirme regularmente cartas más afectuosas. Saco el papel con la dirección de Lucy Starling.

No la he visitado hasta ahora. No ha sido necesario. Mi trabajo me mantiene ocupada y en mis escasos ratos libres leo o escribo a Alfred. Por otra parte, hay algo más que me ha impedido ponerme en contacto con ella. Una pequeña llama de celos, ridícula pero poderosa, se encendió cuando Alfred pronunció su nombre de pila de forma tan espontánea aquella tarde en medio de la niebla.

Cuando llego al apartamento me asalta la duda. ¿Estaré haciendo lo correcto? ¿Vivirá aún allí? ¿Debería haberme puesto mi otro vestido, el bueno? Toco el timbre. Me atiende una anciana. Me siento aliviada y desilusionada.

—Lo siento, buscaba a otra persona.

—¿Sí?

—Una antigua amiga.

—¿Cómo se llama?

—Señorita Starling —le digo, aunque no es asunto suyo—. Lucy Starling.

Hago un gesto en señal de despedida y cuando me dispongo a irme, ella dice casi en un murmullo:

—Primer piso, segunda puerta a la izquierda.

Comprendo que la anciana es la casera. Me observa mientras subo la escalera cubierta por una alfombra roja. Aunque no puedo verla, siento sus ojos clavados en mí. Tal vez no sea así. Quizás haya leído demasiadas novelas de misterio.

Avanzo cautelosamente por el pasillo. Está oscuro. La única ventana, en el hueco de la escalera, está cubierta de polvo. Segunda puerta a la izquierda. Golpeo. Se oye un frufrú y sé que ella está allí. Respiro profundamente.

La puerta se abre. Es ella. Tal como la recordaba.

Me mira un instante.

—¿Sí? —pregunta parpadeando—. ¿Nos conocemos?

La casera sigue observando. Ha subido los primeros escalones para no perderme de vista. La miro y rápidamente vuelvo a dirigirme a la señorita Starling.

—Soy Grace, Grace Reeves. Nos conocimos en la mansión Riverton.

Cuando me reconoce su cara se ilumina.

—Grace, por supuesto. ¡Qué gusto verla! —exclama con el tono mesurado que usaba para mantener la distancia con los sirvientes de Riverton. Sonríe, se aparta de la puerta y me indica que pase.

No he pensado qué voy a decir. La idea de visitarla surgió súbitamente.

La señorita Starling me conduce a una pequeña sala, y espera a que yo tome asiento primero.

Me ofrece una taza de té. Me parece descortés no aceptar. Cuando desaparece en lo que presumo es la cocina, recorro con la vista la habitación. Es más luminosa que el pasillo, y advierto que las ventanas, como todo el apartamento, están escrupulosamente limpias. Ella ha logrado que su modesta condición luzca lo mejor posible.

Cuando regresa trae una bandeja cargada con una tetera, un azucarero y dos tazas.

—¡Qué agradable sorpresa! —dice. En su mirada advierto la pregunta que, por cortesía, no se atreve a formular.

—He venido a pedirle un favor —explico.

Ella asiente.

—¿De qué se trata?

—¿Sabe taquigrafía?

—Por supuesto —responde, con cierta preocupación—. Tanto el método Pitman como el Gregg.

Es mi última oportunidad de arrepentirme y partir. Puedo decirle que cometí un error, dejar la taza y dirigirme hacia la puerta. Bajar rápidamente las escaleras, salir a la calle y no regresar jamás. Pero si lo hago nunca lo sabré. Y debo saberlo.

—¿Podría descifrar algo para mí? —Me oigo decir—. ¿Contarme qué dice?

—Por supuesto.

Le entrego la nota. Contengo la respiración. Espero haber tomado la decisión correcta.

Sus ojos claros recorren los renglones, con una lentitud atroz. Por fin se aclara la voz.

—Dice: «Gracias por ayudarme en el desafortunado asunto de la película. No sé qué habría hecho sin ti. T. se disgustó mucho al saberlo… como podrás imaginarte. No le he contado todo, por cierto, no le he dicho que estuvimos en ese horrendo lugar. Él no es indulgente con los secretos. Sé que puedo contar contigo, mi incondicional Grace. Eres más una hermana que una doncella».

La señorita Starling me mira.

—¿Tiene esto algún sentido para usted?

Asiento. No puedo pronunciar una palabra. Más una hermana… Una hermana. De pronto estoy al mismo tiempo en dos lugares: aquí, en la modesta sala de Lucy Starling, y muy lejos, en el tiempo y el espacio, en el cuarto de juegos de Riverton, contemplando ansiosamente desde la biblioteca a dos niñas con el mismo cabello y los mismos lazos. Los mismos secretos.

La señorita Starling me devuelve la nota sin hacer más comentarios sobre su contenido. De pronto advierto que las referencias a asuntos desafortunados y secretos pueden haber despertado sus sospechas.

—Es parte de un juego —me apresuro a decir y prosigo, más lentamente, deleitándome con la falsedad—, que jugamos a veces.

—¡Qué divertido! —contesta despreocupadamente la señorita Starling. Como secretaria, está acostumbrada a oír y olvidar las confidencias de los demás.

Terminamos nuestro té conversando sobre Londres y los viejos tiempos en Riverton. Me sorprende oírla decir lo nerviosa que se ponía cuando bajaba al comedor de los sirvientes y que el señor Hamilton le imponía más que el señor Frederick. Ambas reímos cuando le digo que nosotros estábamos tan nerviosos como ella.

—¿Por mí? —pregunta, secándose suavemente los ojos con un pañuelo.

—Era nuestra reacción ante cualquier extraño.

Cuando me pongo de pie para irme, me pide que vuelva a visitarla y prometo hacerlo. Lo digo sinceramente. Me pregunto por qué no lo hice antes. Es una persona agradable y ninguna de las dos tiene amistades en Londres. Me acompaña a la puerta y nos despedimos.

Ya en la puerta diviso algo sobre su escritorio. Me inclino para asegurarme. Es el programa de una función teatral. El nombre me resulta familiar.

—¿Princess Ida? —pregunto.

—Sí. —También ella mira hacia el escritorio—. La vi la semana pasada.

—Oh…

—Disfruté mucho del espectáculo. Si tiene oportunidad, no deje de ir.

—Sí, había planeado hacerlo.

—Ahora que lo pienso, es una verdadera coincidencia que haya venido a visitarme.

—¿Una coincidencia? —Un escalofrío me recorre la piel.

—Jamás adivinará con quién fui al teatro.

Me temo que sí.

—Alfred Steeple. ¿Recuerda a Alfred, de Riverton?

—Sí.

—Fue algo realmente inesperado. Él tenía una entrada de más. Alguien canceló su cita con él a última hora. Dijo que había decidido ir solo y que entonces recordó que yo estaba en Londres. Nos habíamos encontrado unos años antes y él todavía recordaba mi dirección, de modo que fuimos juntos. Habría sido imperdonable desperdiciar una entrada. Sabemos lo que cuestan en esta época.

¿Es mi imaginación o el color rosado que tiñe sus pálidas y pecosas mejillas la hace parecer torpe e infantil pese a tener al menos diez años más que yo?

Logro hacer un gesto de despedida cuando ella cierra la puerta a mis espaldas. A lo lejos suena la bocina de un automóvil.

Alfred, mi Alfred, llevó a otra mujer al teatro. Rio con ella, le pagó la cena y la acompañó a casa.

Comienzo a bajar las escaleras.

Mientras yo lo buscaba por las calles él estaba aquí, pidiéndole a la señorita Starling que lo acompañara en mi lugar, dándole la entrada que estaba destinada a mí.

Me detengo, me apoyo contra la pared. Cierro los ojos y aprieto los puños. No puedo apartar mi mente de esa imagen, la de ambos, del brazo, sonrientes mientras comentaban los sucesos de esa noche. Tal como yo lo había soñado. Es insoportable.

Siento un ruido cercano. Abro los ojos. La casera está al pie de las escaleras; su pálida mano descansa sobre el pasamanos, tras sus gafas sus pequeños ojos me observan. Y en su rostro leo una expresión de inexplicable satisfacción. Por supuesto, estuvo con ella, me indican. ¿Qué podría querer él con alguien como tú si puede tener a alguien como Lucy Starling? No estás en condiciones de aspirar a alguien como él. Deberías haber escuchado a tu madre, haber conservado tu lugar.

Siento ganas de abofetear su rostro cruel.

Bajo rápidamente los escalones que faltan, dejo atrás a la anciana y salgo a la calle.

Juro que no volveré a ver a la señorita Starling.

Hannah y Teddy discuten sobre la guerra. Parece que todos los habitantes de Londres discuten sobre la guerra en estos días. Ha pasado bastante tiempo y aunque el dolor no ha desaparecido, y nunca lo hará, la distancia permite una mirada más crítica.

Hannah está haciendo amapolas con papel de seda rojo y alambre negro, yo la ayudo. Pero mi mente no está concentrada en las flores. Todavía me aflige pensar en Alfred y Lucy Starling. Sigo desconcertada, disgustada, pero sobre todo dolida con él por haber trasladado su afecto con tanta facilidad. Le he escrito otra carta, aún espero su respuesta. Mientras tanto, me siento extrañamente vacía. Por la noche, en la oscuridad de mi habitación, soy presa del llanto. Durante el día es más fácil, me siento en condiciones de dejar a un lado las emociones, ponerme mi máscara de sirviente y tratar de ser tan buena doncella como sea posible. Debo hacerlo, porque sin Alfred, Hannah es todo lo que tengo.

Las amapolas son la nueva causa de Hannah. Según explica, las hace en recuerdo a los campos de amapolas de Flandes mencionadas en el poema de un médico canadiense que fue a la guerra y no sobrevivió. Es el modo en que recordaremos este año a los caídos en la guerra.

Teddy cree que no es necesario, que si bien los muertos hicieron un valioso sacrificio, es hora de mirar hacia adelante.

—No fue un sacrificio —corrige Hannah mientras termina otra amapola—. Fue un desperdicio, sus vidas fueron desperdiciadas. Tanto la de aquéllos que murieron como las de los muertos en vida que vemos en las esquinas aferrados a botellas de licor y con aspecto de mendigos.

—Sacrificio, desperdicio, es lo mismo —opina Teddy—. No seas pedante.

Hannah replica que él es un obtuso. Sin mirarlo, agrega que sería bueno que él mismo llevara una amapola. Eso podría contribuir a detener los conflictos en las fábricas.

En los últimos tiempos ha habido numerosas huelgas en las fábricas Luxton. Comenzaron después de que Lloyd George concediera un título nobiliario a Simion por sus servicios durante la guerra. Aparentemente, muchos de sus obreros lucharon o perdieron en ella a padres o hermanos y no tienen en mucha estima el historial de guerra de Simion. No hay demasiado entusiasmo por tipos como Simion o Teddy, de quienes se cree que ganaron dinero a costa de la muerte de otros.

Teddy no responde, o por lo menos no claramente. Murmura algo sobre hombres ingratos, que deberían estar felices por tener un trabajo en una época como ésta, toma una amapola y curva su tallo de alambre negro. Durante un rato permanece en silencio, fingiendo estar absorto en la lectura del periódico. Hannah y yo continuamos enroscando el papel de seda y uniendo los pétalos a los tallos.

Teddy pliega su periódico y lo arroja sobre la mesa que está junto a él. Se pone de pie y se coloca la chaqueta. Anuncia que va al club. Se acerca a Hannah y enreda suavemente la amapola en su cabello. Sugiere que la lleve ella en su lugar, dado que le queda mejor. Teddy se inclina para besarla en la mejilla y luego atraviesa la habitación. Cuando llega a la puerta duda, como si hubiera recordado algo, y regresa.

—Hay un modo seguro de dejar de lado la guerra —sugiere— y es reemplazar las vidas que se perdieron con otras nuevas.

Esta vez le toca a Hannah callarse. Se pone tensa, aunque nadie lo notaría si no estuviera esperando esa reacción. Ella no me mira. Sus dedos se elevan y desprenden del cabello la amapola de Teddy.

Hannah todavía no ha conseguido quedarse embarazada. Nunca me ha hablado de ello y por eso ignoro cómo se siente al respecto. Al principio me preguntaba si utilizaría algún método para evitarlo. Pero no puedo confirmar esa suposición. Tal vez ella sea sencillamente una de esas mujeres poco propensas al embarazo. Las afortunadas, como mi madre solía decir.

En el otoño de 1921 recibo una oferta. Una amiga de Deborah, lady Pemberton-Brown, me acorrala durante un fin de semana en el campo y me ofrece empleo. Comienza alabando mi habilidad para la costura y acto seguido me dice que es difícil encontrar una buena doncella, y que le encantaría que trabajara para ella.

Me siento halagada: es la primera vez que alguien presta atención a mi trabajo. Los Pemberton-Brown viven en Glenfield Hall y son una de las familias más antiguas e importantes de toda Inglaterra. El señor Hamilton contaba historias sobre Glenfield, y como todos los mayordomos, la usaba como referencia para comportarse.

Agradezco las amables palabras de lady Pemberton-Brown pero le digo que no es probable que abandone mi puesto en casa de los Luxton. Ella me pide que lo piense. Dice que volverá al día siguiente para saber si he cambiado de idea.

Y lo hace, entre sonrisas y halagos.

Vuelvo a decir que no. Esta vez, con más firmeza. Le digo que tengo claro cuál es el lugar al que pertenezco. Que sé con quién y para quién quiero trabajar.

Unas semanas más tarde, nuevamente en la casa del número diecisiete, Hannah descubre lo ocurrido con lady Pemberton-Brown. Una mañana me llama al salón. En cuanto entro percibo que no está de buen humor, aunque todavía no sé por qué. La veo caminar de un lado a otro de la sala.

—¿Puedes imaginarte lo que significa descubrir, en medio de un almuerzo con siete mujeres que intentan hacerme quedar como una estúpida, que a mi doncella le han ofrecido trabajo en otra casa?

Inspiro. Me ha cogido desprevenida.

—Estaba sentada entre ellas, cuando comenzaron a hablar del asunto, entre risas por si fuera poco, fingiendo sorprenderse de que yo no lo supiera, de que algo así pudiera suceder delante de mis narices. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Lo siento, señora.

—También yo. Necesito confiar en ti, Grace. Y pensé que podía hacerlo, después de tanto tiempo, después de todo lo que hemos pasado juntas.

Aún no he tenido respuesta de Alfred. El desánimo y la preocupación se apoderan de mi voz y le dan un matiz áspero.

—Rechacé la proposición de lady Pemberton-Brown, señora. No se me ocurrió mencionarlo porque no tenía intención de aceptar.

Hannah se detiene, me mira, suspira. Se sienta en el borde del sillón y menea la cabeza. Sonríe levemente, se la ve más pálida de lo habitual.

—Oh, Grace, perdona. Me he comportado de un modo detestable. No sé por qué he reaccionado así.

Durante un minuto guarda silencio, con la frente apoyada en una mano. Cuando levanta la cabeza me mira fijamente y me dice con voz baja y temblorosa:

—Todo es tan distinto a como había imaginado, Grace.

Se la ve tan endeble que de inmediato lamento haberle hablado tan duramente.

—¿A qué se refiere, señora?

—A todo —afirma, mirándome con desánimo—. Todo esto: esta habitación, esta casa, Londres, mi vida. Me siento totalmente desvalida. A veces trato de recapitular para comprender cuándo tomé la primera decisión errónea. —Su mirada se aparta de mí y se dirige a la ventana—. Siento que la verdadera Hannah Hartford huyó para vivir su verdadera vida y me dejó aquí en su lugar —confiesa, volviéndose hacia mí—. ¿Recuerdas que el año pasado fui a ver a una espiritista?

—Sí, señora —digo con recelo.

—No pudo decirme nada. —Por un instante me siento aliviada. Ella continúa—: No pudo. Lo intentó: me pidió que me sentara frente a ella y tomara una carta. Pero cuando se la entregué y la miró, volvió a meterla en la baraja y me pidió que eligiera otra. Por su expresión comprendí que era la misma carta y supe cuál era. La carta de la muerte. —Hannah se pone de pie y recorre la habitación—. Al principio no quiso decírmelo. Tomó mi mano y tampoco se atrevió a contarme lo que leía en ella. Se disculpó explicando que no comprendía el significado, que era confuso, que su visión era borrosa, pero sí me aseguró algo, dijo que la muerte me estaba rondando y que debía estar atenta. No podía precisar si se trataba de muertes del pasado o el futuro, pero había algo oscuro.

Me esfuerzo por demostrar convicción y le digo que no debe permitir que eso la inquiete, que tal vez fuera una maniobra para obtener más dinero de ella, para asegurarse de que regresaría, ansiosa por saber más. Que, después de todo, es una apuesta segura en esta época, dado que todos los habitantes de Londres han perdido algún ser querido, y en especial los que requieren los servicios de una espiritista. Pero Hannah menea la cabeza con impaciencia.

—Sé lo que quiso decir, lo he deducido por mí misma. He leído sobre el tema. Hablaba de una muerte simbólica. A veces el lenguaje de las cartas es metafórico. Soy yo. Interiormente estoy muerta. Lo he sentido durante largo tiempo. Es como si hubiera muerto y todo lo que me ocurre no es más que el extraño y horrendo sueño de otra persona.

No sé qué decir. Le asevero que no está muerta. Que todo es real.

Ella sonríe con tristeza.

—Ah, entonces es peor aún. Si ésta es la vida real, no me queda nada.

Extrañamente sé exactamente lo que debo decir. Más una hermana que una doncella.

—Me tiene a mí, señora.

Hannah me mira y coge mi mano. La aprieta casi bruscamente.

—No me dejes, Grace. Por favor, no me dejes.

—No lo haré, señora —afirmo, conmovida por su solemnidad—. Nunca lo haré.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

Y para bien o para mal, cumplí mi palabra.