En la madriguera
No seguiré esperando a Sylvia. Ya he esperado suficiente. Me conseguiré yo misma una taza de té. Los altavoces del improvisado escenario emiten una música enérgica, tintineante, ensordecedora. Un grupo de seis niñas está bailando. Están vestidas con prendas de lycra negra y roja, muy similares a trajes de baño, y botas de tacón negras que les llegan a las rodillas. Me pregunto cómo pueden bailar con ese calzado. Recuerdo a los bailarines de mi juventud, el Hammersmith Palladion, la Dixieland Jazz Band, a Emmeline bailando el shimmy.
Apoyo los dedos en el brazo de la silla, me inclino hasta que mis codos se incrustan en mis costillas y trato de ponerme en pie. Me mareo, transfiero el peso del cuerpo al bastón y espero a que el paisaje deje de moverse. Bendito calor. Apoyo cautelosamente mi bastón en el suelo. La lluvia reciente lo ha ablandado y temo quedar atascada. Me guío por las huellas que han dejado otras personas. Es un procedimiento lento, pero seguro.
«Conozca su futuro… Se leen las palmas de las manos…». No soporto a los adivinos. Una vez me dijeron que mi línea de la vida era corta. No pude desprenderme por completo de la vaga aprensión que me causó hasta que pasé holgadamente los sesenta años.
Sigo mi camino sin desviar la vista. Acepto resignadamente mi futuro. Es mi pasado el que me inquieta.
Hannah consultó a un adivino un miércoles por la mañana, a principios de 1921. Los miércoles eran sus días «relajados». Deborah almorzaba en el Savoy Grill y Teddy en el trabajo, con su padre. Para entonces, se había deshecho de su aspecto traumatizado. Parecía un hombre que despierta de un extraño sueño y se siente aliviado al comprobar que sigue siendo el mismo de siempre. Él y Simion compraban petróleo, neumáticos, tranvías y trenes. Simion decía que era fundamental erradicar los otros medios de transporte. Era la única forma de garantizar que la gente siempre tuviera necesidad de comprar los automóviles que él fabricaba. Hannah declaró que era vergonzoso, que prefería poder decidir, pero Teddy y Simion se rieron, alegando que la mayoría de las personas no estaban en condiciones de tomar decisiones sensatas y que era mejor que alguien las tomara por ellos.
Cinco minutos antes, una procesión de mujeres vestidas a la última había abandonado la casa del número diecisiete. Yo estaba recogiendo la mesa donde se había servido el té (nuestra quinta criada nos había abandonado, y todavía no teníamos sustituta). Sólo quedaban Hannah, lady Clementine y Fanny. Sentadas en los sillones, estaban terminando su té. Hannah golpeaba distraídamente el plato con su cuchara. Estaba ansiosa por verlas partir, aunque yo todavía no sabía cuál era el motivo.
—Realmente, querida —declaró lady Clementine mirando a Hannah por encima de su taza de té vacía— deberías pensar en formar una familia. —Volvió la vista a Fanny, que en respuesta se revolvió en su asiento, orgullosa de su considerable peso. Esperaba su segundo hijo—. Los hijos son buenos para el matrimonio, ¿verdad, Fanny?
Fanny asintió, pero no pudo hablar, porque tenía la boca llena de bizcocho.
—Si una mujer casada permanece demasiado tiempo sin hijos —advirtió lady Clementine con gesto adusto— la gente comienza a rumorear.
—Sin duda tiene razón —concedió Hannah—, pero la verdad es que no tendrían motivos para cuchichear. —Su tono era tan jovial que me estremecí. No era sencillo descubrir los conflictos que se ocultaban bajo esa fachada, las amargas discusiones que el tema provocaba. Lady Clementine miró a Fanny, y ésta alzó las cejas.
—¿Hay algún problema abajo?
Al principio pensé que se refería a la falta de criadas. Pero enseguida comprendí el verdadero significado cuando Fanny sugirió entusiasta:
—Puedes consultar con un médico. Un médico de señoras.
En realidad, era poco lo que Hannah podía decir. Aunque, por supuesto, podía decirles que se ocuparan de sus propios asuntos. Tal vez en otro momento lo habría hecho, pero el tiempo la había aplacado. Por lo tanto, guardó silencio. Se limitó a sonreír y a esperar que se marcharan.
Cuando eso sucedió, se desplomó nuevamente en el sofá.
—Por fin. Creí que no se irían nunca.
Acababa de colocar la última taza en la bandeja.
—Lamento que tengas que hacer esto, Grace —declaró Hannah observándome.
—No se preocupe, señora. Seguramente no será por mucho tiempo.
—Eso no importa, tú eres una doncella. Le recordaré a Deborah que es necesario encontrar una nueva criada.
Me demoré colocando las cucharas de té. Hannah no dejaba de mirarme.
—¿Puedes guardar un secreto, Grace?
—Bien sabe que sí, señora.
Sacó una hoja de periódico doblada que tenía escondida en la cintura de su falda, la desplegó y me la entregó.
—Lo encontré en la contraportada de uno de los periódicos de Boyle.
El anuncio decía: «Adivina. Renombrada espiritista, se comunica con los muertos. Predice el futuro».
Se lo devolví tan rápido como pude, y después me limpié las manos en el delantal. Entre los sirvientes había oído conversaciones sobre esos temas. Era la última moda, producto del dolor colectivo. Por aquellos días, todos querían que los seres queridos que habían muerto les dijeran una palabra de consuelo.
—Tengo una cita esta tarde —confesó Hannah.
No supe qué decir. Habría deseado que no me lo contara.
—Si me permite dar mi opinión, señora, no me llevo bien con el espiritismo y ese tipo de cosas.
—¿Lo dices en serio, Grace? —preguntó Hannah sorprendida—. De todas las personas que conozco tú eres la más abierta. Sir Arthur Conan Doyle lo practica, ¿sabes? Se comunica regularmente con su hijo Kingsley. Incluso hace sesiones de espiritismo en su casa.
No le dije que ya no era admiradora de Sherlock Holmes, que en Londres había descubierto a Agatha Christie.
—No es eso, señora —me apresuré a decir—. No se trata de que no crea.
—¿No?
—No, señora. Sí creo, ése es el problema. Pero no es algo natural. Se trata de los muertos. Es peligroso interferir.
Ella alzó las cejas. Reflexionó sobre mis palabras.
—Peligroso…
No había abordado el tema correctamente. Al mencionar el peligro la perspectiva se volvió más atractiva.
—Iré con usted, señora.
No se lo esperaba. No sabía si fastidiarse o conmoverse. Finalmente se permitió ambas emociones.
—No —refutó con cierta dureza—. No será necesario. Estaré bien. —Luego su voz se suavizó—. Es tu tarde libre, ¿verdad? Seguramente has planeado hacer algo que te guste. Algo mejor que acompañarme.
No respondí. Por supuesto, ella no tenía modo de saberlo. Mis planes eran secretos. Después de una intensa correspondencia, Alfred había sugerido que viajaría a Londres para verme. Durante los meses que había pasado lejos de Riverton me había sentido más sola de lo que esperaba. A pesar de la minuciosa preparación que recibí del señor Hamilton, el trabajo de una doncella implicaba ciertas presiones que no había previsto, especialmente teniendo en cuenta que Hannah no parecía tan feliz como correspondería a una recién casada. Y la afición de la señora Tibbit a crear problemas obligaba a que ningún miembro del servicio pudiera bajar la guardia lo suficiente como para disfrutar de la camaradería. Por primera vez en mi vida me sentí aislada. Y aunque estaba alerta para no malinterpretar las atentas palabras de Alfred (ya lo había hecho alguna vez), añoraba verlo.
Sin embargo, esa tarde seguí a Hannah. Tenía previsto encontrarme con Alfred al caer la tarde. Si me movía con rapidez, podría cerciorarme de que entraba y salía de aquel lugar en perfectas condiciones. Había oído suficientes relatos sobre sesiones de espiritismo y difícilmente me convencerían de que era un método sensato. La señora Tibbit contaba que su prima había estado poseída, y el señor Boyle conocía a un hombre a cuya esposa la habían desplumado y le habían cortado la garganta.
Y lo más importante, si bien no tenía una posición definida respecto de los espiritistas, sabía cuál era la clase de personas a las que atraían: seres infelices que trataban de conocer su futuro.
En los últimos tiempos, Hannah me tenía preocupada. Su expresión había cambiado.
Cuando se especulaba acerca del largo de las faldas que se usaría en la próxima temporada, asentía o sonreía, y tanto su boca como su mentón habían adquirido el hábito de cambiar de posición, como si degustara vagamente la amargura que, según temía, la invadiría cuando se acercara a la madurez.
En la calle había una niebla espesa, densa y gris. Seguí a Hannah por Aldwych como un detective sigue un rastro: atenta para no quedar demasiado rezagada, para no perderla de vista en medio de la niebla. En la esquina, un hombre con impermeable tocaba con la armónica «Keep the Home Fires Burning». Los soldados sin empleo estaban en todas partes, en cada callejón, debajo de cada puente, en la entrada de cada estación de tren. Hannah buscó una moneda en su bolso y la dejó caer en el platillo del hombre antes de seguir su camino.
Al doblar en Kean Street, Hannah se detuvo frente a una elegante casa de estilo eduardiano. Parecía bastante respetable, pero, como mi madre solía decir, las apariencias pueden ser engañosas. La observé mientras confirmaba la dirección del anuncio y tocaba el timbre. La puerta se abrió rápidamente, y, sin mirar atrás, desapareció de mi vista.
Seguí observando la fachada de la casa, preguntándome a qué piso se dirigía. Al tercero.
Un resplandor de la lámpara que teñía de amarillo los bordes desflecados de las cortinas me lo indicó. Me senté a esperar junto a un hombre tullido que vendía monos de hojalata a los que les daba cuerda mientras subían y bajaban por un pedazo de tela. Le pregunté cuántos había vendido. «Tres», me respondió.
Esperé más de una hora sentada en el escalón de cemento. Cuando Hannah reapareció, mis piernas estaban tan entumecidas que no podía ponerme de pie. Me acurruqué, rogando que no me viera. No lo hizo. No percibía lo que ocurría a su alrededor. De pie en el escalón superior, parecía aturdida. Su expresión era impávida, asombrada incluso, y parecía pegada al suelo. Pensé que la espiritista la había hipnotizado, haciendo oscilar frente a ella uno de esos relojes de bolsillo, como muestran las fotografías. Pensé en gritarle, cuando, de repente, inspiró profundamente, se estremeció y salió velozmente en dirección a casa.
Aquel nebuloso atardecer llegué tarde a mi cita con Alfred. No me retrasé demasiado, pero fue suficiente para que su rostro se mostrara primero preocupado antes de distinguirme, y después dolido.
—Grace…
Nos saludamos torpemente. Ambos tendimos nuestra mano al mismo tiempo para estrechar la del otro y nuestras muñecas chocaron. Entonces, él me tomó por el codo. Sonreí nerviosa, recuperé mi mano y la escondí debajo de la bufanda.
—Lamento haber llegado tarde, Alfred. Estaba cumpliendo con un encargo de la señora.
—¿No sabe que es tu tarde libre?
Alfred me parecía más alto de lo que recordaba. Su cara estaba más arrugada, pero aun así era muy agradable mirarlo.
—Sí, pero…
—Deberías haberle dicho lo que podía hacer con su encargo.
La reacción de Alfred no me sorprendió. Se sentía cada vez más frustrado por tener que trabajar como personal de servicio. En las cartas que me escribía desde Riverton, la distancia dejaba a la vista algo que no había advertido antes: en las descripciones de su vida cotidiana había un dejo de insatisfacción. Y en los últimos tiempos sus preguntas acerca de Londres, sus comentarios sobre Riverton, estaban salpicados con citas de libros y periódicos sobre clases, trabajadores y sindicatos.
—No eres una esclava —me advirtió—. Deberías haberte negado.
—Lo sé. No pensé que… el encargo fue más largo de lo que había previsto.
—Está bien —repuso. Su expresión se suavizó y recuperó su gesto habitual—. No es culpa tuya. Tratemos de aprovechar esta ocasión al máximo, antes de volver al yugo. ¿Hay algún lugar para comer antes de ir al cine?
La felicidad me inundó mientras caminábamos el uno junto al otro. Me sentía adulta y atrevida, paseando por la ciudad con un hombre como Alfred. Descubrí que deseaba que él me tomara del brazo para que la gente nos viera y creyera que estábamos casados.
—Pasé a ver a tu madre —dijo Alfred, interrumpiendo mis pensamientos—, como me pediste.
—Oh, Alfred, gracias. ¿No estaba mal, verdad?
—No especialmente, Grace. —Dudó un instante y miró hacia otro lado—. Pero, para serte sincero, tampoco muy bien. Tiene una tos terrible. Y se queja de dolor de espalda —agregó llevándose las manos a los bolsillos—. Artritis, ¿verdad?
Asentí.
—La atacó repentinamente cuando yo era una niña. Empeoró con mucha rapidez. El invierno es la peor época para ella.
—Una de mis tías está igual. Ha envejecido antes de tiempo. —Alfred meneó la cabeza—. Mala suerte.
Caminamos un trecho en silencio.
—Alfred, mi madre… ¿parece tener lo imprescindible? Carbón y ese tipo de cosas…
—Oh, sí. Eso no es problema. Tiene una buena pila de carbón —aseguró, y se inclinó para tocar mi hombro—, y la señora T. se asegura de mandarle regularmente un buen paquete con dulces.
—Bendita sea —exclamé con los ojos llenos de lágrimas de agradecimiento—. Y tú también, Alfred. Por ir a verla. Sé que ella lo valora, aun cuando no lo diga.
Alfred se encogió de hombros y alegó sinceramente:
—No lo hago para obtener la gratitud de tu madre, Grace. Lo hago por ti.
Una ola de felicidad encendió mis mejillas. Con mi mano enguantada, me toqué un lado de la cara y la apreté suavemente para absorber su calor.
—¿Y cómo están los demás en Saffron? ¿Están bien?
A Alfred le llevó un momento aceptar el cambio de tema.
—Bueno, tan bien como es posible. Me refiero a los de abajo. Con los de arriba ya es otra cosa.
—¿El señor Frederick? En su última carta Myra insinuaba que no estaba del todo bien.
Alfred meneó la cabeza.
—Desde que os marchasteis está muy pesimista. Debes de ocupar un lugar en su corazón —bromeó, y me empujó suavemente con el codo. No pude evitar sonreír.
—Extrañará a Hannah —indiqué.
—No está dispuesto a admitirlo.
—Ella también se siente mal.
Le hablé acerca de las numerosas cartas inconclusas que había encontrado, y que Hannah nunca se atrevió a enviar. Alfred silbó y meneó la cabeza.
—Y luego dicen que debemos aprender de nuestros superiores. Creo que son ellos quienes tendrían que aprender algunas cosas de nosotros.
Seguí caminando, sin dejar de pensar en el malestar del señor Frederick.
—Tal vez si él y Hannah hicieran las paces…
Alfred se encogió de hombros.
—Para serte sincero, no me parece tan simple. Sin duda, él añora a Hannah. Pero no es sólo eso.
Lo miré, esperando que siguiera.
—Se trata también de sus automóviles. Ahora que no tiene su fábrica, parece no tener objetivos —apuntó, entrecerrando los ojos para ver en medio de la niebla—. Lo comprendo muy bien. Un hombre necesita sentirse útil.
—¿Emmeline le brinda algún consuelo?
—En mi opinión, se está convirtiendo en una señorita. Teniendo en cuenta el estado de su padre, ella se encarga de dirigir la casa. A él no parece importarle lo que ella hace. La mayor parte del tiempo, apenas si nota su presencia. —Dio un puntapié a un guijarro y lo siguió con la mirada hasta que rebotó y desapareció en la alcantarilla—. No, ya no es el mismo lugar. No desde que os fuisteis.
Yo estaba disfrutando de sus palabras cuando él hundió aún más las manos en los bolsillos y agregó:
—Oh, hablando de Riverton, jamás adivinarías a quién acabo de ver, hace un rato, mientras te esperaba.
—¿A quién?
—A la señorita Starling, Lucy Starling, la secretaria del señor Frederick.
Sentí una punzada de celos al oírle mencionar su nombre con tanta familiaridad. Lucy, un nombre escurridizo, misterioso, que sonaba a seda.
—¿La señorita Starling? ¿Aquí, en Londres?
—Dice que ahora vive aquí, en un apartamento en Hartley Street, justo a la vuelta de la esquina.
—¿Pero qué está haciendo aquí?
—Trabajar. Después del incendio de la fábrica del señor Frederick tuvo que buscarse otro empleo. Tu jefe, la nueva incorporación de la familia, no quiso conservarla. La lealtad no tiene valor para él. De todos modos, supongo que comprendió que habría muchas más posibilidades de conseguir trabajo en Londres que en Saffron. —Alfred me extendió un pedazo de papel blanco, tibio, con una esquina doblada por haber estado en su bolsillo—. Anoté su dirección, advirtiéndole que te la daría —explicó, y me miró de un modo que me hizo ruborizar otra vez—. Me quedaré más tranquilo sabiendo que tienes una amiga en Londres.
Estoy mareada. Mis pensamientos se mueven de atrás hacia adelante, de adentro hacia fuera, en la marea de la historia.
El centro cívico. Tal vez Sylvia está en ese lugar. Allí tiene que haber té. Las damas de caridad seguramente se han adueñado de la cocina, y están vendiendo pasteles y té aguado con palitos que suplen a las cucharas. Voy hacia el breve tramo de escalones de hormigón, con tanto equilibrio como me es posible.
Doy un paso, calculo mal y el borde de un escalón me lastima el tobillo. Me tambaleo. Alguien me agarra del brazo. Un hombre joven de piel oscura, cabello verde y un aro entre las fosas nasales.
—¿Está bien? —pregunta con voz suave y acento extranjero.
No puedo apartar mis ojos del anillo de su nariz y no puedo encontrar palabras para responderle.
—Está blanca como una pared. ¿Está sola? ¿Hay alguien a quien pueda llamar?
—¡Aquí está! —Escucho. Es la voz de una mujer. Alguien a quien conozco—. ¡Paseando por ahí! Creí que la había perdido. —La mujer cloquea como una gallina vieja y apoya los puños cerrados un poco más arriba de la cintura, como si agitara unas alas carnosas—. ¿Qué demonios se proponía hacer?
—La encontré aquí —señala el hombre de pelo verde—. Casi se cae al subir la escalera.
—¿Conque ésas tenemos, niña traviesa? Le doy la espalda un minuto… Si no tiene más cuidado, me dará un ataque al corazón. No sé en qué estaba pensando.
Comienzo a hablarle, pero me detengo. No puedo recordar. Tengo la clara sensación de que buscaba algo, quería algo.
—Venga —ordena la mujer. Con sus dos manos sobre mis hombros me guía hacia la salida—. Anthony quiere conocerla.
La carpa es grande y blanca, tiene una especie de solapa abierta para permitir la entrada. Sobre ésta pende un cartel de tela pintada: Sociedad Histórica de Saffron Green. Sylvia maniobra para introducirme allí. Hace calor y huele a césped recién cortado. En el bastidor del techo han colocado un tubo de luz fluorescente, que emite un zumbido mientras proyecta su anestésico resplandor sobre las mesas y sillas de plástico.
—Allí está él —susurra Sylvia señalando a un hombre de aspecto tan común que lo hace parecer vagamente familiar. Cabello castaño con hebras grises, al igual que el bigote, mejillas rubicundas. Está conversando animadamente con una matrona vestida a la antigua. Sylvia se inclina hacia mí—. Le dije que era buena gente, ¿no?
Tengo calor y me duele el pie. Estoy aturdida. No sé de dónde surge la deliciosa necesidad de ser caprichosa.
—Quiero una taza de té.
Sylvia me mira y disimula rápidamente su asombro.
—Por supuesto, tesoro. Le traeré una, luego tengo algo especial para usted. Venga y siéntese. —Me acomoda en un asiento junto a un mostrador de arpillera y una pared cubierta con fotografías, y desaparece.
La fotografía es un arte cruel, irónico. Prolonga los momentos capturados hacia el futuro. Momentos que tenían derecho a evaporarse en el pasado, que sólo deberían existir en mi recuerdo, para ser vislumbrados a través de la niebla de los hechos posteriores. Las fotografías nos obligan a contemplar a las personas antes de que su destino las abrume, antes de que conozcan su final.
A primera vista son como una espuma de rostros blancos y faldas blancas en un mar sepia, pero al tratar de reconocerlos distingo algunas cosas, mientras las demás se esfuman. Primero, el pabellón de verano que Teddy diseñó y que se construyó cuando ellos se establecieron allí en 1924. La fotografía fue tomada ese año, a juzgar por las personas que están en primer plano. Teddy de pie junto a la escalera sin terminar, apoyado en una de las columnas de mármol blanco de la entrada. Cerca de allí, en una loma cubierta de hierba, hay una manta de picnic. Hannah y Emmeline están sentadas sobre ella, una junto a la otra, como rubios topes de un estante de biblioteca. Ambas con esa mirada lejana. Deborah está en primer plano, con su alta silueta y su postura tan chic, el cabello oscuro cayéndole sobre un ojo. En una mano tiene un cigarrillo. El humo da la impresión de que la foto fue tomada un día nublado. Si la escena no fuera tan reconocible, diría que había una quinta persona, oculta en la niebla. Por supuesto, no es así. No hay fotos de Robbie en Riverton. Sólo estuvo allí dos veces.
En la segunda fotografía no hay personas. Es lo que quedó de Riverton después de que el fuego la destruyera, antes de la segunda guerra. Toda el ala izquierda ha desaparecido, como si una poderosa excavadora hubiera bajado del cielo enterrando el cuarto de los niños, el comedor, el salón, los dormitorios de la familia. Las otras dependencias están calcinadas. Dicen que humeó durante varias semanas y que el olor del hollín se sintió en el pueblo durante meses. No lo presencié. En ese momento la guerra se avecinaba, Ruth había nacido y yo estaba en el umbral de una nueva vida.
Evito contemplar la tercera fotografía, asignarle un lugar en la historia. Puedo identificar fácilmente a los personajes, porque tienen vestidos de fiesta. En aquella época abundaban las fiestas, las personas iban todo el tiempo engalanadas, posando para las fotografías. En ésta, podrían estar saliendo hacia algún lugar, pero no es así. Sé dónde están, y sé lo que sucedió después. Recuerdo bien sus trajes. Recuerdo la sangre, el dibujo que formó al rociar su vestido claro, como si un frasco de tinta roja cayera desde gran altura. Nunca pude borrarlo por completo. Tampoco habría sido muy diferente si lo hubiera logrado. Simplemente, debí haberlo tirado. Ella nunca volvió a mirarlo, jamás volvió a usarlo.
En esta foto ellos no lo saben. Sonríen confiados. Hannah, Teddy y Emmeline sonríen a la cámara. Es «antes». Observo el rostro de Hannah, buscando algún indicio, una premonición. No lo encuentro, por supuesto. A lo sumo, es expectativa lo que veo en sus ojos. Aunque tal vez es producto de mi imaginación pues sé lo que sentía.
Hay alguien detrás de mí. Una mujer. Se inclina para ver la misma fotografía.
—¿No tienen precio, verdad? —indica—. Esos absurdos trajes. Un mundo diferente.
Ella no percibe las sombras que cruzan esos rostros. Sólo están en mi mente y en mis ojos. Sé lo que va a suceder, ese saber se desliza como escarcha por mis piernas.
No es eso. Un líquido frío y pegajoso supura de la herida provocada por el tropezón y se filtra hacia mi zapato.
Alguien me toca el hombro.
—¿Doctora Bradley?
Un hombre se inclina hacia mí. Su rostro sonriente está cerca del mío. Me toma la mano.
—¿Puedo llamarla Grace? Encantado de conocerla. Sylvia me ha hablado mucho de usted, es un verdadero placer.
¿Quién es este hombre que habla tan lentamente, alzando tanto la voz y estrechándome la mano con tanto fervor? ¿Qué le ha dicho Sylvia de mí? ¿Y por qué?
—… enseño inglés para ganarme la vida, pero mi pasión es la historia. Me gusta verme a mí mismo como un admirador de la historia local.
Sylvia surge por la entrada, con una taza de poliestireno en la mano.
—Aquí lo tiene.
Té. Justo lo que quería. Tomo un sorbo. Está tibio. Ya no puedo confiarme con los líquidos calientes. Me he quedado dormida inesperadamente demasiadas veces.
Sylvia se sienta en otra silla.
—¿Le ha contado Anthony lo de los testimonios? —me pregunta, mientras entorna con coquetería sus pintadas pestañas mirando a su novio—. ¿Se lo has contado?
—Todavía no.
—Anthony ha realizado en vídeo una serie de relatos sobre la historia de Saffron Green y sus habitantes. Piensa donarlo a la Sociedad Histórica —explica Sylvia y me dedica una amplia sonrisa—. Le han dado una beca y todo. Acaba de filmar a la señora Baker, aquí mismo.
Con ayuda de Anthony, ella sigue explicando, haciendo hincapié en determinados términos: transmisión oral, significado cultural, depósito de tiempo del milenio, la gente dentro de cien años…
En mis tiempos las personas guardaban sus historias para sí. No se les ocurría que a otros pudieran parecerles interesantes. Ahora todos escriben sus memorias, compiten por la infancia más infeliz, el padre más violento. Hace cuatro años, un estudiante de una escuela técnica local vino a Heathview a hacer preguntas. Un joven inquieto con acné y la desagradable costumbre de comerse las uñas mientras escuchaba. Trajo una pequeña grabadora con micrófono, y una carpeta de papel manila con una hoja de preguntas escritas a mano. Recorrió las habitaciones preguntando a los residentes si les molestaría responder a algunas preguntas. Muchos de ellos estaban exultantes ante la posibilidad de brindar su relato, de soltarse y dar a conocer su intimidad. Mavis Buddling, por ejemplo, se entretuvo con cuentos sobre un ficticio esposo heroico.
Supongo que debería sentirme feliz. En mi segunda vida, después de que todo terminara en Riverton, después de la segunda guerra, pasé buena parte de mi tiempo excavando por allí, tratando de descubrir las historias de las personas, de encontrar pruebas, de desenterrar huesos. Habría sido mucho más sencillo si cada uno de ellos hubiera estado provisto de una grabación de su historia personal, pero lo único que conseguí fue un millón de testimonios de ancianos quejándose por el precio que pagaban por los huevos treinta años antes. ¿En algún salón, en un enorme refugio subterráneo, con estantes de suelo a techo, estarán apiladas esas cintas? ¿Resonarán entre esas paredes los ecos de recuerdos triviales que nadie tiene tiempo de escuchar?
Sólo hay una persona a la que quiero contar mi historia. Una persona para la cual la estoy grabando. Espero que valga la pena. Ursula tiene razón: Marcus la escuchará y comprenderá. Mi propia culpa, y la explicación de sus motivos, lo liberarán.
La luz es brillante. Me siento como un ave en el horno: ardiendo, desplumada y observada.
¿Por qué acepté esto? ¿Lo acepté?
—¿Puede decir algo para que podamos ajustar el volumen?
Anthony está agachado detrás de un objeto negro. Supongo que es una cámara de vídeo.
—¿Qué debo decir? —Mi voz no parece mía.
—Una vez más.
—Me temo que en realidad no sé qué decir.
—Bien. —Anthony se aparta de la cámara—. Ya está. Deseaba hablar con usted —declara sonriendo—. Sylvia dice que trabajó en la mansión.
—Sí.
—No es necesario que se incline hacia el micrófono. La escucho muy bien desde donde está.
No había advertido que me estaba inclinando levemente hacia el respaldo curvo de la silla. Tengo la sensación de haber sido amonestada.
—Usted trabajó en Riverton.
La frase no precisa respuesta, pero no puedo dominar mi necesidad de completar, de especificar.
—Comencé en 1914, como criada.
Él se siente incómodo, por él o por mí, no lo sé.
—Sí, bien… —Anthony cambia de tema con rapidez—. ¿Trabajó para Theodore Luxton?
Pronuncia el nombre con cierto temblor, como si al invocar el fantasma de Teddy, su oprobio pudiera mancharlo.
—Sí.
—Excelente. ¿Lo conoció bien?
En realidad quiere saber si sé lo que pasaba a puerta cerrada. Temo desilusionarlo.
—No mucho. En aquel momento yo era la doncella de su esposa.
—En ese caso, tuvo algún tipo de relación con Theodore.
—No, en realidad no.
—Pero he leído que las dependencias de los sirvientes eran el centro de los chismes de la casa. Seguramente estaba al tanto de lo que ocurría.
—No, la mayor parte salió a la luz más tarde, por supuesto. Lo leí, como todo el mundo, en los periódicos. Visitas a Alemania, reuniones con Hitler. Nunca creí las acusaciones más graves. Ellos sólo admiraban el impulso que Hitler dio a las clases trabajadoras, su habilidad para desarrollar la industria. No imaginaban que eso se había conseguido a expensas del trabajo esclavo. Por entonces pocas personas lo sabían. La historia sería la encargada de demostrar que ese hombre era un loco.
—¿Qué sabe de la reunión con el embajador alemán en 1936?
—Para entonces ya no trabajaba en Riverton. Me había ido diez años antes.
Anthony interrumpe la filmación. Está desilusionado, tal como imaginé. El curso de sus preguntas ha sido injustamente cortado. Luego recupera algo de su interés.
—¿En 1926?
—En 1925.
—Entonces usted estuvo allí cuando ese hombre, ese poeta… ¿cómo se llamaba?… se suicidó.
La luz me da calor. Estoy cansada. Mi corazón se encoge un poco. O algo dentro de mi corazón palpita, una arteria gastada que deja de bombear sangre.
—Sí —me oigo decir.
Es un consuelo.
—Bien, ¿podemos hablar de eso?
Ahora puedo oír mi corazón. Late fatigosamente, con recelo.
—¿Grace?
—Está muy pálida.
Siento un vahído. Estoy muy cansada.
—¿Doctora Bradley?
—¿Grace? ¿Grace?
Un viento furioso preludio de una tormenta de verano avanza estruendosamente por un túnel hacia mí, cada vez más rápido. Es mi pasado y viene a buscarme. Está en todas partes. En mis oídos, debajo de mis párpados cerrados, comprimiendo mis costillas…
—Llamen a un médico. Que alguien pida una ambulancia.
Liberación. Desintegración. Un millón de minúsculas partículas caen a través del túnel del Tiempo.
—¿Grace? Está bien. Estará bien. Grace, ¿me oye?
Cascos de caballos sobre calles de adoquines, automóviles de marcas extranjeras, chicos que hacen repartos en bicicleta, institutrices que desfilan con cochecitos, combas para saltar, rayuelas, Greta Garbo, la Dixieland Jazz Band, Bee Jackson, el charlestón, Chanel número 5, El misterioso caso de Styles, F. Scott Fitzgerald…
—¡Grace!
¿Es ése mi nombre?
—¿Grace?
¿Es Sylvia? ¿Hannah?
—Se ha desmayado. Estaba sentada allí y…
—Apártese de ella un poco, para que podamos llevarla a la ambulancia.
Una nueva voz. Una puerta se cierra. Una sirena. Movimiento.
—Grace… soy Sylvia. ¿Me oye? Aguante un poco, estoy con usted… vamos a casa… sólo aguante un poco más.
¿Aguantar? ¿El qué? Ah… la carta, por supuesto. La tengo en la mano. Hannah espera que le lleve la carta. Es invierno, la calle está helada y ha comenzado a nevar.